martes, 31 de marzo de 2020

Antiguos



Antiguos (Elder Things)



"»Los objetos tienen una longitud total de ocho pies. El torso, en forma de barril, con cinco protuberancias, mide seis pies de longitud, tres pies y cinco décimas de diámetro central y un pie de diámetro en los extremos. Gris oscuro, flexibles y extraordinariamente duros. Alas membranosas de siete pies de longitud y del mismo color, que encontramos plegadas, salen de los surcos entre las protuberancias. La estructura de las alas es tubular o glandular, de un color gris más claro, con orificios en las puntas. Las alas extendidas tienen los bordes serrados. En torno al ecuador, en el centro de cada una de las cinco protuberancias verticales semejantes a duelas de barril, hay un sistema de brazos o tentáculos gris claro y flexibles, que encontramos fuertemente plegados contra el torso, pero se pueden extender hasta una longitud máxima de más de tres pies. Se asemejan a los brazos de los crinoideos primitivos. Tallos sencillos de tres pulgadas de diámetro se ramifican a una distancia de unas seis pulgadas en otros cinco tallos, cada uno de los cuales se subdivide al cabo de ocho pulgadas en pequeños tentáculos o zarcillos ahusados que dan a cada tallo un total de veinticinco tentáculos.

»En la parte superior del torso un cuello romo, bulboso, de color gris claro con indicios de algo que se asemeja a branquias, sostiene lo que parece ser una cabeza amarillenta con forma de estrella de mar cubierta por pelillos o cilios muy recios de varios colores elementales.
»La cabeza, gruesa y como hinchada, mide unos dos pies de un extremo al otro con tubos amarillentos y flexibles de unas tres pulgadas que salen de cada punta. Hendidura en el centro exacto de la parte superior, probablemente un orificio de respiración. En el extremo de cada uno de los tubos, abultamiento esférico en donde la membrana amarillenta se repliega al tocarla, dejando ver un globo vidrioso irisado y rojizo, evidentemente un ojo.
»Cinco tubos rojizos algo más largos salen de los ángulos internos de la cabeza estrellada y terminan en partes hinchadas del mismo color, semejantes a bolsas que, al apretarlas, se abren y muestran orificios con forma de campana de dos pulgadas de diámetro como máximo recubiertos de salientes afilados, blancos y semejantes a dientes -probablemente bocas-. Todos estos tubos, cilios y puntas de la cabeza estrellada los encontramos firmemente plegados, con los tubos y las puntas fuertemente adheridos al cuello bulboso y al torso. La flexibilidad es sorprendente a pesar de la extraordinaria dureza.


»En la parte inferior del torso hay una reproducción más primitiva de la cabeza con funciones distintas. Un falso cuello bulboso de color gris claro, sin branquias rudimentarias, sujeta una estructura verdosa en forma de estrella de mar de cinco puntas.
»Brazos recios y musculados, de cuatro pies de largo y de grosor en disminución a partir de un diámetro de siete pulgadas en la base hasta dos y cinco décimas en los extremos. Adherida a la punta de cada brazo hay una pequeña terminación triangular membranosa, con finas venas, de una longitud de ocho pulgadas y una anchura de seis en el extremo final. Esta es la membrana, la aleta o seudopata que dejó huellas en rocas con una antigüedad de entre mil millones y cincuenta o sesenta millones de años.
»De los ángulos internos de las formas estrelladas salen tubos de dos pies que van disminuyendo de grosor desde un diámetro de tres pulgadas en la base a una tercera parte de ese diámetro en el extremo. Tienen orificios en las puntas. Todas estas partes son correosas y de enorme dureza, pero extremadamente flexibles. Brazos de cuatro pies de longitud con membranas interdigitales empleadas indudablemente para moverse en el agua o en otro medio. Cuando se mueven, muestran lo que parece ser una excesiva musculatura. Tal como los encontramos, estaban todos fuertemente plegados sobre el falso cuello y el final del torso, al igual que sus correspondientes proyecciones del extremo opuesto."
En las Montañas de la Locura, H.P. Lovecraft




Antiguos y shoggoth en el cómic "Dentro de la Montaña de la Locura", protagonizado por Conan y Belit
(La Espada Salvaje de Conan, vol.2, nº 3)


"-Has matado al Druida Oscuro -murmuró Fabricus-. Sí, su sangre llena tu hoja; la veo brillar incluso a través de tu peto aunque otros no puedan, y así sé que al final soy libre para hablar. Antes que los Romanos, antes que los mismísimos Druidas Celtas, antes de los Gaélicos y los Pictos incluso, estaba el Druida Oscuro, el Maestro del Hombre. Así se llamaba a sí mismo, porque era el último de los Hombres-Serpiente, el último de la raza que precedió a la humanidad en el dominio del mundo. Suya fue la mano que dio a Eva la manzana y quien incitó a Adán a internarse por la senda maldita del deseo. El Rey Kull de Atlantis acabó con sus últimos adeptos con el filo de su espada en desesperada lucha, pero él sobrevivió e imitó la forma del hombre y tomó el papel de Señor Satánico de tiempos pasados. Ahora veo muchas cosas: ¡cosas que la vida oculta pero que se revelan al abrirse las puertas de la Muerte! Antes que el Hombre estaban los Hombres-Serpiente, y antes que ellos estaban los Antiguos de Cabeza en forma de Estrella, quienes crearon a la Humanidad, y posteriormente, el abominable Demonio en Forma de Cabra cuando vieron que el Hombre no se plegaría a sus designios. Este templo es el último baluarte de su civilización maldita que permanece sobre el exterior, y, bajo él araña el último shoggoth que permanece cerca de la superficie de este mundo. El Demonio-Cabra sólo hoya las colinas de noche, pues ahora es territorio del hombre, y los Antiguos y los shoggoths se esconden profundamente bajo la tierra hasta el día en que Dios quizá los llame para contender en el Apocalipsis..."
El templo de la abominación, Robert E. Howard y Richard Tierney



domingo, 29 de marzo de 2020

DOCUMENTO: “Sobre la descendencia de los Dioses, por Oliver Haddo”, Alan Moore





Sobre la descendencia de los Dioses, por Oliver Haddo


Alan Moore




El presente texto, extraído de un tratado más largo y exhaustivo publicado en El Solsticio, vol. 1, VI, habla de misterios que resultarán ininteligibles para todos salvo para aquellos iniciados que hayan entendido plenamente mi propio Liber Logos, dictado por una presencia invisible en El Cairo en 1904. Por este motivo, en la medida de lo posible he simplificado los asuntos tratados en el texto para que resulten inteligibles al escrutinio de un lector más general, de una inteligencia media.
A partir de los escasos testimonios que han sobrevivido y de cierto material recibido en el curso de investigaciones mágicas, es posible determinar que el primer contacto entre nuestra esfera material y las diversas “dimensiones” etéreas que lindan con ella probablemente tuvo lugar hace unos cuantos millones de años, quizá poco después de la aparición de la vida protohumana en este planeta. En el libro del Génesis, a las energías celestiales involucradas se las denomina “Elohim”, una curiosa palabra hebrea que es al mismo tiempo masculina, femenina y plural, y que en su contexto podría definirse a grandes rasgos como “los dioses y diosas”, de lo cual podemos deducir que el Dios cristiano del Antiguo Testamento quizá fuese uno más entre otros muchos seres de naturaleza divina. Con esta afirmación no negamos que todas esas manifestaciones puedan ser en última estancia las diferentes emanaciones de una única fuente monoteísta; simplemente queremos señalar que los procesos asociados podrían ser al mismo tiempo más sutiles y más complejos de lo que suele permitirse en las filosofías de nuestras religiones convencionales.
Por supuesto, estos primeros “dioses y diosas” y sus huestes de ángeles subordinados podrían haber procreado de algún modo entre ellos, aunque algunos textos como el apócrifo Libro de Enoc parecen apuntar a una reproducción limitada entre una categoría o clase específica de “ángeles” y los primeros seres humanos. Solo podemos hacer conjeturas sobre la descendencia que pudo haber resultado de tales apareamientos, pero basta con mencionar la implicación de una estirpe celestial floreciente y viable, un linaje divino con potencial tanto para evolucionar como para degenerar durante los sucesivos eones, al igual que sucede con las líneas de sangre terrenales y materiales. En cualquier caso, parece que varios miles de años después de la llegada de los Elohim bíblicos, por lo general benévolos, a nuestro plano de existencia material, tuvo lugar una nueva incursión en nuestra dimensión por parte de otros entes menos bienvenidos.
Estos seres, calificados de manera colectiva como “Antiguos” [1] en la excelente traducción por parte del alquimista del siglo XVI Johannes Suttle del fundamental Necronomicón, del místico árabe Abdul Alhazred, parecen ser poderosos djinns o espíritus malignos que se habrían originado en una dimensión transmaterial (a veces identificada erróneamente por algunos neófitos como un planeta existente solo en el plano físico) conocida como Yuggoth. Aunque demasiado numerosas como para enumerarlas de manera exhaustiva en el espacio disponible para este informe, dichas deidades o cuasi deidades alienígenas incluían algunos horrores extraplanetarios como el monstruoso y tentacular Kutulu; el borboteante modelo de caos primario conocido como A-Tza-Thoth; la criatura cabruna de muchas extremidades y grotescamente fértil llamada Shubb-Niggurath y el siniestro mensajero, a la manera de Hermes, N'Yala-Thoth-Ep, a veces denominado “El Morador de la Oscuridad”. Para cuando estos entes llegaron a nuestra dimensión, parece que el poder de los Elohim, los anteriores ocupantes de la Tierra, había disminuido o degenerado con el paso de los eones, de tal modo que en aquel momento no eran más que “Dioses Viejos”, incapaces de ofrecer resistencia a las fuerzas invasoras con la facilidad que uno hubiese esperado antes de ellos. Aún así todos los Antiguos o bien acabaron siendo desterrados de nuestro plano de existencia, o bien fueron apresados mediante magia en lugares místicos como la inmensa ciudad hundida de R'Lyeh, descubierta en 1926 a una cierta distancia de la costa de Nueva Zelanda.
Durante su estancia en nuestro mundo, breve en términos cosmológicos, estos invasores alienígenas o qlifóticos podrían haberse reproducido entre sí, al igual que los Elohim, y también podrían haber engendrado a una gran variedad de híbridos, medio monstruos, medio humanos, como el maloliente y degenerado pueblo de los “Tcho-Tcho” del Tíbet, o los humanoides pisciformes descubiertos en una isla junto al Reino de Zara en el Pacífico Sur. Al igual que la discutible descendencia de los Elohim, podríamos interpretar que con el paso de los eones las especies volvieron a cruzarse entre sí, hecho que explicaría la amplia plétora de monstruos, quimeras y espíritus que han poblado la historia y el folclore humano desde entonces.
En cuanto a los antiguos Elohim, por el hecho de haber sufrido un declive para acabar convirtiéndose en simples Dioses Viejos senescentes, podría parecer que su poder se había visto aún más mermado como consecuencia de su guerra contra los terribles Antiguos. Para cuando nacieron las primeras civilizaciones humanas, ya desaparecidas, antes de la gran glaciación, cuando Gran Bretaña aún estaba unida al reino ártico de Hiperbórea y a la Europa continental por un puente de tierra cubierto de hielo, los primeros “dioses y diosas” de la Tierra probablemente habían degenerado en deidades tribales relativamente salvajes como el dios de la guerra Crom, antiguamente venerado por los cimmerios en el territorio que hoy se corresponde con Escandinavia. Al mismo tiempo, a pesar de estar exiliados o encerrados, los Antiguos seguían ejerciendo una cierta influencia sobre una inquietante multitud de adoradores. De esto se infiere que aún se percibía la existencia de dos “clanes” transustanciales, por decirlo de algún modo, claramente diferenciados, uno benévolo y otro maligno, que gobernaban y afectaban todas las acciones de la raza humana.
Hacia el final de la gran glaciación (que coincidió con el final del denominado “Periodo Hiperbóreo”) [2], cuando lo que ahora son las Islas Británicas se separaron por primera vez de la Europa continental, las referencias a cultos a Crom y adoración a Kutulu parecen desaparecer de los registros arqueológicos. Una de las pocas culturas supervivientes en este mundo prehistórico fue la del inmensamente cruel y decadente Imperio Melniboneano, pues Melniboné era el nombre por el que se conocía a las Islas Británicas tras la desaparición del puente de tierra que las unían al continente. La cosmovisión melniboneana habría sido esencialmente maniqueísta, pues uno de sus puntos clave era la idea de dos fuerzas en el universo diametralmente opuestas y en constante enfrentamiento, con Los Señores del Orden luchando interminablemente contra los Señores del Caos, y estos convertidos de manera evidente en las formas mitopoeicas en las que los antiguos eidolons como Crom, los Elohim y los Antiguos ya habían evolucionado o caído en decadencia para aquel entonces. Ciertas pruebas geológicas contemporáneas sugieren que poco antes del comienzo del Neolítico debió de producirse algún conflicto decisivo y catastrófico entre ambas fuerzas rivales; quizá los Señores del Orden hicieron un último intento desesperado para servir de contrapeso a algunos Señores del Caos poderosos y demoníacos como Arioch y Pyaray. Independientemente de cuáles fueran las circunstancias reales, el resultado fue una devastación nunca vista hasta el año pasado, con el desarrollo y la demostración de la bomba atómica por parte de nuestros aliados americanos. Si somos capaces de concebir toda una guerra mundial utilizando tales dispositivos, podremos hacernos una idea de la destrucción acaecida durante el desastroso período melniboneano, tras el cual la humanidad se vio obligada a vestir pieles y vivir en cuevas justo antes del inicio convencional de la historia humana.
Varios miles de años después, en la Edad de Bronce, podemos suponer que los restos supervivientes de estas fuerzas astrales en conflicto sufrieron las mutaciones normales debidas al tiempo y a la herencia que dieron como resultado su transformación en los Titanes y otras razas de gigantes prototípicas que pueblan las primeras fases de las incipientes mitologías de este mundo. Estos, a su vez, daría lugar con el tiempo a una plétora de energías espirituales más complejas y elaboradas, conocidas como los Dioses clásicos, cuando se manifestaron a las diferentes culturas del mundo antiguo.
Con los diversos panteones de esta era clásica, tanto babilonios como griegos o egipcios (los dioses de estas grandes civilizaciones a menudo parecían ser las mismas energías, solo que concebidas por culturas marcadamente diferentes), tenemos la sensación por primera vez de que existe una intención divina en las interacciones entre la humanidad y sus deidades. Tan propensos a engendrar quimeras mitad humanas como sus predecesores celestiales, las deidades, más cultas, que habitaban el mundo grecorromano podrían haber tenido algún propósito arcano en su promiscuidad, quizá una ansiada raza híbrida que algún día podría haber puesto un puente, un vínculo entre el mundo mortal y el etéreo, mediante el cual podría haberse llevado a cabo con mayor seguridad la comunión entre el hombre y sus divinidades. La prueba de esta intención oculta es la breve proliferación de la raza semidivina de los Héroes, hombres como Hércules o Eneas, del mismo modo que la Guerra de Troya en el siglo X a.C. es la prueba del fracaso de dicho proyecto divino. Si hacemos caso a Homero, el sitio de Troya lo orquestaron los dioses y diosas del panteón griego deliberadamente para diezmar a la raza de los Héroes, a los que ellos mismos habían engendrado décadas antes, solo para ver cómo las cualidades humanas de los híbridos se hundían bajo el peso de su herencia divina y producían monstruos homicidas vanidosos y ufanos. Quizá fue el trágico final de este primer experimento lo que hizo que los dioses se fuesen retirando gradualmente de nuestra esfera material durante los siguientes siglos, quizá para considerar alguna nueva estrategia con la que alcanzar sus objetivos. Los diferentes panteones se fueron retirando, uno tras otro, a sus dimensiones de origen, hasta que solo permanecieron en la Tierra las deidades teutónicas, y a estas las borró del mapa una terrible catástrofe etérea durante el siglo VI d.C., un suceso que se vio reflejado en nuestro plano de la existencia mediante el impacto de un meteorito contra nuestro planeta, cuyo cielo quedó oscurecido por el polvo durante varios años.
Todas estas diversas razas divinas, como los Elohim y los Antiguos, que habían hollado nuestro plano material habían dejado en él un legado de hadas, demonios espíritus y monstruos que acabarían volviéndose tan numerosos que en las profundidades lúgubres y tenebrosas de la Edad Media ejercieron su dominio sobre la mayor parte de Europa y Asia occidental. A modo de presagio de los siguientes siglos paganos, el gran mago Merlín nació en un sociedad británica ocupada por los romanos en algún momento a finales del siglo IV, supuestamente en el periodo en el que el emperador Juliano había declarado oficialmente a Bretaña una nación pagana. Merlín, naturalmente, acabó convirtiéndose en un consejero de confianza durante el breve pero loable período artúrico, pero desapareció con el aciago final de dicha época, hacia el año 470 d.C. Para aquel entonces Inglaterra se había convertido en un lugar atormentado por ogros y embrujado por hadas, gracias en buena medida a la influencia que había ejercido el hada hechicera Morgana Le Fay, pariente consanguínea del rey Arturo. La afirmación de Morgana de que estaba vinculada al linaje real inglés cobrará importancia más de mil años después, durante el reinado de Enrique VIII.
Para entonces, en el Renacimiento, se toleraba y aceptaba una influencia mágica o feérica sobre los asuntos de Estado humanos, cuando no se fomentaba abiertamente. Con el semirreino (o quizá diminuta dimensión) de la Tierra de la Hadas reconocida como importante estado soberano, y su entonces monarca nominal Oberón I percibido como el jefe de una casa real muy venerable, parecía lógico que Enrique VIII tomase como segunda esposa a Ana Bolena, prima segunda del rey Oberón y claramente de sangre feérica, con sus ojos saltones y un sexto dedo en cada mano. La descendencia de tan controvertida unión, huelga decirlo, fue la reina Gloriana I, la de la tez de alabastro, monarca supuestamente sobrenatural de Inglaterra. Durante su extraordinario reinado, que principió en 1558, lo mágico y lo místico desempeñaron un papel aún mayor en la cosmovisión inglesa de aquella época, al igual que sucedió en la mayoría de naciones de toda Europa, obsesionadas con la alquimia y la magia. Fue Gloriana quien nombró, desde el inicio de su reinado, al renombrado alquimista y hechicero Johannes Suttle astrólogo de la corte, una decisión que tuvo consecuencias trascendentales.
Johannes Suttle (o “Subtle”), de quien se decía que había nacido ora en Worcestershire, ora en el seno de la aristocracia italiana, debía de estar a punto de cumplir cuarenta años cuando se embarcó en el servicio mágico para la reina Gloriana. Suttle residía en Mortlake, en una casa junto al camposanto, con su esposa Doll y otro distinguido alquimista, aunque de mala reputación, llamado Edward Face. Suttle llevó a cabo junto a Face los experimentos pioneros que sentaron las bases de gran parte del Arte de la Magia tal como se sigue practicando actualmente en Occidente. En su más tierna infancia Suttle supuestamente había conocido al más famoso ocultista europeo John Faust, y compartía la predilección de Faust por el arte de la invocación diabólica. Con la ayuda de Face, Suttle entabló contacto con innumerables categorías de espíritus que afirmaban ser los mismos ángeles amantes de los humanos mencionados en el Libro de Enoc. En el curso de su investigación de dichos seres y de los “éteres” inmateriales que habitan, Suttle se encontró con un ente femenino de un poder terrible que más adelante sería la obsesión de diversos ocultistas: la diosa bruja de Tesalia llamada Smarra.
Con la muerte de su amada esposa en los primeros años del siglo XVII, Suttle supuestamente entró en decadencia y murió en Mortlake, asistido por Miranda, la única de sus vástagos que había sobrevivido, o según otras versiones se habría autoexiliado en una isla remota y habría prolongado la vida mediante hechicería. Lo que sí es seguro es que menos de un año después de su muerte o de su partida, en 1603, la reina Gloriana enfermó y murió y fue sucedida por el tremendamente puritano y antifeérico monarca Jacobo I, devoto compilador de la ya clásica Biblia del rey Jacobo. El nuevo rey organizó purgas sanguinarias de la raza de las hadas y otras criaturas sobrenaturales que propiciaron que, para 1616, la Tierra de las Hadas de Oberón rompiese relaciones con el mundo humano e Inglaterra, como resultado, cayese en el desencanto.
Obviamente, a pesar de la desaprobación de la Iglesia y la Corona, unos cuantos hechiceros, a título individual, mantuvieron vivo el interés en las Artes Mágicas durante los siguientes siglos. A finales del siglo XVIII don Álvaro, el célebre ocultista español, que decía haber hecho un pacto con el diablo encarnado en una hermosa joven llamada Biondetta, realizó ciertas operaciones prohibidas para entablar contacto con la diosa o demonio llamada Smarra y transcribió en sus escritos las atroces y espeluznantes profecías que había aventurado aquel ente. Smarra, criada durante los ritos orgiásticos tribadistas de la célebre hechicera Medea y sus hermanas brujas en la antigua región de Tesalia, también fue el sujeto de las obsesiones del reputado “Vidente de fantasmas” alemán del siglo VIII, el Conde Von Ost, a su vez un valioso colaborador de “el Siciliano”, supuestamente un apodo de Cagliostro, alquimista y sinvergüenza.
Mi relación con esta energía femenina sagrada y feroz comenzó comenzó en 1904, mientras me encontraba de luna de miel de El Cairo. Siguiendo la pista de ciertos presagios y señales, me había retirado a un estudio solitario donde podría anotar cualquier mensaje que los espíritus considerasen oportuno comunicarme. La obra resultante, Liber Logos, escrita en tres ocasiones consecutivas a lo largo de tres días seguidos, es un anuncio sagrado y perfecto del terrible eón que ha de llegar, conmigo como su profeta, y está en parte dictado por la diosa Smarra. Posteriormente se ha publicado como El libro de la palabra; si la raza humana no entiende plenamente dicha obra, es imposible que alcance su destino celestial.
En resumen, la consecuencia entre Smarra y la bíblica Meretriz de Babilonia que aparece en el Apocalipsis me fue confirmada a través de mis indagaciones místicas, que me permitieron comprender varias cosas. Del mismo modo que se cree que la Meretriz de Babilonia es una demonización de la diosa madre babilónica Ishtar, Smarra también lo es; su nombre, con toda probabilidad, es una corrupción de “Samara”, otro centro del culto a Ishtar durante el período babilónico. Si aplicamos el arte de la gematría al nombre de la diosa, obtenemos una confirmación más. En el alfabeto de valor numérico de los hebreos, descubrimos que SMARRA es equivalente al número quinientos dos, con los significados asociados de “dar la buena nueva” y también “la carne”, ambos apropiados al espíritu del Apocalipsis, muy sexualizado. En la gematría pitagórica de los griegos, el nombre da como resultado un valor numérico de cuatrocientos cuarenta y dos, que significa “termini terrae”, o el fin del mundo, otra asociación claramente apocalíptica. Por último, y esta es la razón más convincente, según la gematría griega homérica, el nombre SMARRA tiene un valor de sesenta y seis, que se corresponde con el número místico de los Qlifot, y también el de la Gran Obra. Para el adepto iniciado, ¿qué podría ser más concluyente?
Tras las revelaciones contenidas en Liber Logos me retiré de la venerable organización ocultista conocida como la Orden del Ocaso Dorado, o “Geltische Dammerung”, para formar mi propia orden mágica, la Ordo Templi Terra (O.T.T.), u Orden del Templo de la Tierra, que sigue investigando los entes y territorios sobrenaturales que últimamente, según parece, han comenzado a preocupar a los responsables de los servicios militares de inteligencia. Si puedo ser de más ayuda para el gobierno en asuntos de esta naturaleza, no duden en ponerse en contacto conmigo en la dirección que figura en sus archivos, o sea en la finca de Netherworld en Hastings. Atentamente Oliver Haddo.


La Palabra es Ley.

La Ley es Amor.




Notas:
1 - Primigenios y/o Primordiales
2 - "Edad Hiboria"



[Texto aparecido en el comic “The League of Extraordinary Gentlemen – Black Dossier”. Alan Moore y  Kevin O'Neill. Traducción de Diego de los Santos]

viernes, 27 de marzo de 2020

Nefrén-Ka o Nephren-Ka / El Faraón Negro




Nefrén-Ka o Nephren-Ka / El Faraón Negro


"Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños salí de aquel edificio fantasmal, y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente bajo la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefren-Ka, en el desconocido y recóndito valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje libertad, agradezco casi la amargura de la alienación."
El extraño, H.P. Lovecraft



"En cambio se refiere con frecuencia al Trapezoedro Resplandeciente, al que califica de ventana abierta al tiempo y al espacio, y esboza su historia en líneas generales desde los días en que fue tallado en el enigmático Yuggoth, muchísimo antes de que los Primordiales lo trajeran a la tierra. Al parecer, fue colocado en aquella extraña caja por los seres crinoideos de la Antártida, quienes lo custodiaron celosamente; fue salvado de las ruinas de este imperio por los hombres-serpientes de Valusia, y millones de años más tarde, fue descubierto por los primeros seres humanos. A partir de entonces atravesó tierras exóticas y extraños mares, y se hundió con la Atlántida, antes de que un pescador de Minos lo atrapara en su red y lo vendiera a los cobrizos mercaderes del tenebroso país de Khem. El faraón Nefrén-Ka edificó un templo con una cripta sin ventanas donde alojar la piedra, y cometió tales horrores que su nombre ha sido borrado de todas las crónicas y monumentos. Luego la joya descansó entre las ruinas de aquel templo maligno, que fue destruido por los sacerdotes y el nuevo faraón. Más tarde, la azada del excavador lo devolvió al mundo para maldición del género humano."
El Morador de las Tinieblas, H.P. Lovecraft





"Un tal profesor Bowen, de Providence, había viajado mucho por Egipto y en 1843, durante unas excavaciones que dirigió en el sepulcro de Nefrén-Ka, había efectuado un descubrimiento insólito. Nefrén-Ka es «el faraón olvidado», cuyo nombre fue maldito por los sacerdotes y borrado de todas las crónicas dinásticas. Por entonces, el joven escritor estaban familiarizado con el nombre de Nefrén-Ka porque otro escritor de Milwaukee acababa de publicar una narración titulada «El Santuario del Faraón Negro» que trataba justamente de este gobernante casi legendario. Pero el descubrimiento que hizo Bowen en su sepulcro fue completamente inesperado."
La sombra que huyó del chapitel, Robert Bloch 



jueves, 26 de marzo de 2020

RELATO: "El morador del anillo", Robert E. Howard






El morador del anillo


Robert E. Howard




Al entrar en el estudio de John Kirowan me encontraba demasiado absorto en mis pensamientos para darme cuenta de la demacrada apariencia de su visitante, un alto y atractivo joven que yo conocía bien.
—Hola, Kirowan —saludé—. Hola Gordon. No te veía desde hace bastante tiempo… ¿cómo está Evelyn? —y antes de que contestase, en el calor del entusiasmo que me había llevado hasta allí, exclamé—: Mirad esto, amigos; os mostraré algo que os dejará boquiabiertos. Me lo vendió aquel ladrón, Ahmed Mektub, y le pagué un precio alto por ello, pero vale la pena. ¡Mirad!
De debajo de mi abrigo saqué la daga afgana con incrustaciones de piedras preciosas en el mango que me tenía fascinado como coleccionista de armas raras.
Kirowan, que conocía mi pasión, mostró tan sólo un interés educado, pero la reacción de Gordon fue espeluznante.
Pegó un brinco a la vez que lanzaba un grito ahogado, derribando la silla con gran estruendo al impactar contra el suelo. Con los puños apretados y el rostro lívido se volvió hacia mí, gritando:
—¡Atrás! Aléjate de mí o…
Me quedé petrificado.
—¡Qué diablos…! —comencé a decir estupefacto, cuando Gordon, tras otro asombroso cambio de actitud, se derrumbó sobre una silla y hundió la cabeza entre las manos. Vi cómo le temblaban los voluminosos hombros. Le miré desconsolado y luego miré a Kirowan, que estaba igualmente enmudecido—. ¿Está borracho? —pregunté.
Kirowan negó con la cabeza y, tras llenar una copa de brandy, se la ofreció al joven. Gordon le devolvió la mirada con ojos hundidos, tomó la copa y se la bebió de un trago, como si estuviera medio famélico. Luego se irguió y nos miró avergonzado.
—Siento haber perdido los estribos, O’Donnel —dijo—. Fue la impresión cuando sacaste ese cuchillo.
—Bueno —le recriminé con cierta irritación—, ¡supongo que creíste que iba a apuñalarte con él!
—¡Sí, eso fue! —a continuación, tras observar la expresión totalmente neutra en mi rostro, añadió—: Oh, no lo creí realmente; al menos, no llegué a esa conclusión mediante ningún proceso racional. Fue simplemente el ciego instinto primitivo de un hombre acosado que no sabe qué mano podría volverse contra él.
Sus palabras, y la forma desesperada de pronunciarlas, hicieron que un extraño temblor de terrible aprensión me recorriera la espalda.
—¿De qué hablas? —pregunté inquieto—. ¿Acosado? ¿Por quién? No has cometido ningún delito en toda tu vida. 
—No en esta vida, quizás —murmuró.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué pasaría si la venganza por un oscuro crimen cometido en una vida anterior me estuviera persiguiendo? —susurró.
—Eso no tiene ni pies ni cabeza —resoplé.
—Oh, ¿eso crees? —exclamó dolido—. ¿Has oído hablar alguna vez de mi bisabuelo, sir Richard Gordon de Argyle?
—Seguro, pero ¿qué tiene que ver eso con…?
—Tú has visto su retrato… ¿No se parece a mí?
—Bueno, sí —admití—, si hacemos caso omiso de la expresión; la tuya es franca y directa, mientras que la suya es retorcida y cruel.
—Asesinó a su esposa —respondió Gordon—. Imagina que la teoría de la reencarnación fuera cierta, ¿no sería posible que un hombre pagara en una vida por el delito cometido en otra?
—¿Quieres decir que crees que eres la reencarnación de tu bisabuelo? Esto es el colmo del absurdo… entonces, como él mató a su esposa… ¡supongo que crees que Evelyn va a asesinarte!
Dije esto último en un tono de cáustico sarcasmo, al pensar en la dulce y delicada chica con la que Gordon se había casado. Su respuesta me dejó anonadado.
—Mi esposa —dijo lentamente— ha intentado matarme tres veces esta última semana.
No hubo réplica a eso. Miré horrorizado y apesadumbrado a John Kirowan. Él se sentó en su postura habitual, con la barbilla apoyada sobre sus fuertes y delgadas manos; su rostro blanco estaba inmóvil, pero los oscuros ojos brillaban con interés. En el silencio oí el tictac de un reloj de pared como si fuera el reloj de la muerte.
—Cuéntanos toda la historia, Gordon —sugirió Kirowan, y su calmada y templada voz sonó como el cuchillo que corta un nudo, aliviando así la irreal tensión.
—Ya sabéis que llevamos casados menos de un año —comenzó Gordon, zambulléndose en la historia como si estuviera ansioso por relatarla, y sus palabras tropezaban unas con otras—. Todas las parejas tienen pequeñas riñas, por supuesto, pero nosotros nunca hemos tenido ninguna pelea seria. Evelyn es la chica con mejor carácter del mundo.
»La primera cosa fuera de lo normal ocurrió hace aproximadamente una semana. Habíamos ido en coche a las montañas; aparcamos el auto y paseamos por los alrededores recogiendo flores. Finalmente llegamos hasta un pronunciado precipicio, de unos diez metros de altura, y Evelyn me señaló unas flores que crecían abundantemente a los pies. Miré por el borde preguntándome si podría descender sin destrozarme la ropa, y entonces sentí un violento empujón por detrás que hizo que cayese.
»Si hubiera sido un acantilado alto, me habría roto el cuello. Pero en este caso caí dando tumbos, rodando y resbalando, hasta llegar abajo cubierto de arañazos y moratones y con la ropa hecha trizas. Alcé la vista y vi a Evelyn mirando hacia abajo, aparentemente aterrorizada y medio enloquecida.
»“¡Oh, Jim!” —gritó—. “¿Estás herido? ¿Cómo has caído?”
»Estuve a punto de decirle que quizás se había excedido con la broma, pero estas palabras me hicieron reflexionar. Decidí que con toda probabilidad había tropezado involuntariamente conmigo, y que realmente no sabía que había sido ella la que me había arrojado pendiente abajo.
»Así que me limité a sonreír y nos marchamos a casa. Ella se deshizo en cuidados e insistía en restregarme los arañazos con yodo, ¡y me reñía por mi torpeza! No tuve el valor de decirle que había sido por su culpa.
»Pero cuatro días más tarde ocurrió lo siguiente. Me encontraba paseando por el borde de la carretera de acceso a la casa cuando vi que se acercaba con su automóvil. Me aparté a un lado sobre la hierba para dejarla pasar, ya que no hay arcén lateral en el camino. Ella sonreía mientras se acercaba y aminoró la velocidad del coche, como si fuera a hablarme. Entonces, justo antes de llegar a mi altura, su expresión sufrió un terrible cambio. Sin previo aviso el coche se abalanzó hacia mí como una criatura viva mientras ella apretaba a fondo el acelerador. Sólo un salto hacia atrás en el último momento me salvó de acabar aplastado bajo las ruedas. El coche salió disparado por el prado y chocó contra un árbol. Corrí hacia allí y encontré a Evelyn aturdida e histérica, pero ilesa. Balbució algo acerca de haber perdido el control del automóvil.
»La llevé dentro de la casa y llamé al doctor Donnelly. Tras una revisión, no encontró nada que revistiera gravedad y atribuyó su aturdimiento a la conmoción y el miedo. En media hora se recuperó totalmente, pero desde entonces se ha negado a tocar el coche.
Sonará extraño, pero parecía estar menos atemorizada por su integridad que por la mía. Parecía saber vagamente que estuvo a punto de atropellarme y se ponía histérica cada vez que hablaba sobre lo sucedido. Daba la impresión de dar por hecho que yo sabía que había perdido el control del coche. Pero yo vi claramente cómo giraba el volante, y sé que intentó embestirme deliberadamente… ¿Por qué? Sólo Dios lo sabe.
»Aun así me negué a permitir que mi mente continuara por esos derroteros. Evelyn nunca había dado muestras de padecer debilidad psicológica o «nervios»; siempre ha sido una chica con la cabeza sobre los hombros, lúcida y sana. Pero comencé a pensar que estaba bajo la influencia de impulsos enloquecedores. La mayoría de nosotros hemos sentido el impulso de saltar de altos edificios. Y en ocasiones las personas sienten una cegadora, infantil e irracional ansia de herir a alguien. Cogemos una pistola, y repentinamente se nos ocurre qué fácil sería enviar al otro mundo con un simple toque de gatillo a ese amigo que se halla sentado delante de nosotros con una sonrisa en los labios y completamente ajeno al derrotero de nuestros pensamientos. Por supuesto, no lo llevamos a término, pero el impulso está ahí. Así que pensé que quizás algún tipo de carencia de disciplina mental había hecho a Evelyn presa de estos impulsos automáticos, e incapaz de controlarlos.
—Tonterías —le interrumpí—. La conozco desde que era un bebé. Si tuviera ese tipo de impulsos, debe de haberlos desarrollado a partir de casarse contigo.
Fue un comentario desafortunado. Gordon lo recibió con un brillo de desesperación en los ojos.
—Eso es… ¡desde que se casó conmigo! Es una maldición… ¡una negra y espantosa maldición que repta como una serpiente procedente de las cavernas del pasado! Os lo aseguro, yo era Richard Gordon y ella… ella era lady Elizabeth, ¡su esposa asesinada! —y su voz se apagó en un susurro desgarrador.
Me estremecí. Es horrible ver cómo se desmorona una mente sana y lúcida, y estaba seguro de que eso era lo que veía en James Gordon. No podría decir por qué o cómo, o cuál siniestro motivo lo había propiciado, pero estaba seguro de que se había vuelto loco.
—Has hablado de tres intentos —era de nuevo la voz de John Kirowan, que sonaba calmada y ecuánime entre las crecientes redes de terror e irrealidad que nos rodeaban.
—¡Mirad esto! —Gordon levantó el brazo, se subió la manga y nos mostró unas vendas, cuya críptica explicación resultaba inaceptable—. Esta mañana entré en el baño buscando mi cuchilla —dijo él—. Vi a Evelyn a punto de utilizar mi mejor adminículo de afeitado para cortar un patrón u otra de esas cosas femeninas. Como la mayoría de las mujeres, no parece percibir la diferencia entre una cuchilla y un cuchillo de carnicero o un par de tijeras de podar.
»Esto me irritó un poco, y le dije: “Evelyn, ¿cuántas veces tengo que decirte que no utilices mis cuchillas para esas cosas? Dámela, te dejaré la navaja”.
»“Lo… lo siento, Jim” —dijo ella —. “No sabía que estropearía la cuchilla. Aquí tienes”.
»Se acercó sosteniendo la cuchilla abierta hacia mí. Al ir a cogerla… algo me puso sobre aviso. Era la misma mirada que había visto el día que casi me atropelló. Y eso fue lo que me salvó la vida, porque instintivamente levanté la mano justo en el momento que ella blandió la hoja con todas sus fuerzas intentando cercenarme la garganta. La cuchilla me hizo un corte en el brazo, como podéis observar, antes de que lograra sujetarle la muñeca. Durante unos segundos luchó como un animal salvaje; su cuerpo esbelto se notaba rígido entre mis manos, como si fuera de acero. Después se quedó inmóvil y su mirada fue reemplazada por una extraña expresión de aturdimiento. La cuchilla resbaló de sus dedos.
»La solté y ella permaneció tambaleándose como si estuviera a punto de desmayarse. Fui al lavabo, la herida estaba sangrando de forma bestial, y a continuación la oí gritar y vino corriendo hacia mí.
»“¡Jim!” —gritó—. “¿Cómo te has cortado de esa forma tan horrible?”
Supongo que perdí la cabeza —Gordon sacudió la cabeza y suspiró con fuerza—. Mi autocontrol me abandonó.
»“No sigas fingiendo, Evelyn” —le dije—. “Dios sabe qué es lo que se ha apoderado de ti, pero sabes tan bien como yo que has intentado matarme en tres ocasiones esta última semana”.
»Ella se encogió como si la hubiera golpeado, apretando las manos contra el pecho y mirándome como si yo fuera un fantasma. No pronunció ninguna palabra, y no recuerdo qué dije a continuación. Pero cuando acabé la dejé allí de pie, blanca e inmóvil como una estatua de mármol. Después fui a que me vendaran el brazo en una farmacia, y luego vine aquí, y no sé qué más puedo hacer.
»“Kirowan, O’Donnell, ¡es una maldición! O bien mi esposa padece ataques de locura…” —se atragantó al pronunciar esta última palabra—. “No, no puedo creerlo. Normalmente su mirada es diáfana y cuerda, profundamente cuerda. Pero cada vez que tiene ocasión de herirme, parece convertirse en una maníaca transitoria”.
Chocó los puños con fuerza, en señal de impotencia y agonía.
—¡Pero no es locura! Durante un tiempo trabajé en una unidad psiquiátrica y he visto toda clase de desequilibrios mentales. ¡Mi esposa no está loca!
—Entonces qué… —comencé a decir; pero él fijó sus demacrados ojos en mí. 
—Tan sólo hay una explicación —respondió él—. Debe de tratarse de la antigua maldición, originada cuando paseaba por la tierra con un corazón tan negro como el foso más oscuro del infierno, haciendo el mal ante la vista de los hombres y de Dios. De alguna manera, ella lo sabe, tal vez mediante fugaces relámpagos de memoria. La gente ha visto cosas antes, ha podido observar cosas prohibidas al descorrerse momentáneamente el velo que separa la vida de la muerte.
Ella era Elizabeth Douglas, la malograda esposa de Richard Gordon, a quien él asesinó en un ataque de celos, y ahora la venganza le corresponde a ella. Moriré entre sus manos, como debería haber ocurrido. Y ella… —Gordon hundió la cabeza entre las manos.
—Espera un momento —interrumpió de nuevo Kirowan—. Has mencionado una extraña mirada en los ojos de tu esposa. ¿Qué clase de mirada? ¿Era una mirada de ataque maníaco?
Gordon negó con la cabeza.
—Era una mirada de profunda vacuidad. Toda su vida e inteligencia se evaporaron, simplemente, dejando sus ojos como oscuros pozos de vacío.
Kirowan asintió con la cabeza, y formuló lo que parecía una pregunta totalmente irrelevante:
—¿Tienes algún enemigo?
—No, que yo sepa.
—Te olvidas de Joseph Roelocke —dije—. No me imagino a ese elegante sofisticado tomándose las molestias de causarte un daño real, pero tengo la impresión de que si pudiera incomodarte sin tener que realizar ningún esfuerzo físico por su parte, lo haría sin pensárselo dos veces.
Kirowan me echó una mirada que repentinamente se hizo penetrante.
—¿Y quién es Joseph Roelocke?
—Un joven refinado que entró en la vida de Evelyn y casi se la ganó durante un tiempo. Pero al final ella regresó con su primer amor, Gordon. Roelocke se lo tomó bastante mal. A pesar de sus suaves maneras hay una vena violenta y pasional en ese hombre que podría haberse acrecentado con los años si no fuera por su infernal indolencia y su total indiferencia.
—Oh, no hay nada de qué culpar a Roelocke —interrumpió Gordon algo impaciente—. El debe de saber que Evelyn nunca lo amó realmente. Tan sólo la fascinó temporalmente con su romántico aire latino.
—No exactamente latino, Jim —repliqué—. Roelocke parece extranjero, pero no latino. Es casi oriental.
—Bueno, ¿y qué tiene que ver Roelocke con este asunto? —gruñó Gordon con un tono irascible y los
nervios a flor de piel—. Se ha comportado de forma caballerosa desde que Evelyn y yo nos casamos. De hecho, hace tan sólo una semana le envió un anillo diciéndole que era un ofrecimiento de paz y un tardío regalo de bodas; y añadió que, después de todo, que ella le dejara era una desgracia mayor para ella que para él… ¡Será engreído el muy cretino!
—¿Un anillo? —Kirowan pareció volver a la vida; fue como si algo duro y metálico hubiera resonado en su interior—. ¿Qué clase de anillo?
—Oh, un anillo fantástico… de cobre, con forma de serpiente escamada enroscada tres veces, con la cola en la boca y unos brillantes amarillos en los ojos. Supongo que lo trajo de algún lugar de Hungría.
—¿Ha viajado mucho a Hungría?
Gordon parecía sorprendido ante este interrogatorio, pero respondió con amabilidad:
—Claro, aparentemente el hombre ha viajado por todas partes. Lo tengo catalogado como un hijo de millonario malcriado. Nunca ha trabajado, según tengo entendido.
—Es muy buen estudiante —añadí—. He estado en su apartamento varias veces, y nunca antes he visto una colección de libros semejante…
Gordon se puso en pie de un salto.
—¿Estamos todos locos? —gritó—. Vine aquí con la esperanza de que me ayudarais… y vosotros os ponéis a hablar de Joseph Roelocke. Me iré a ver al doctor Donnelly…
—¡Espera! —Kirowan extendió la mano deteniéndole—. Si no te importa, iremos a tu casa. Me gustaría hablar con tu mujer.
Gordon mostró su acuerdo en silencio. Hostigado y angustiado por siniestros presentimientos, no sabía qué hacer, y recibía aliviado cualquier ofrecimiento que pudiera ser de ayuda.
Fuimos en su coche y no se intercambió prácticamente palabra alguna durante el trayecto. Gordon estaba sumido en sombrías reflexiones, y Kirowan se había encerrado en un estado mental extraño y distante que sobrepasaba mis conocimientos. Estaba sentado como una estatua, con los oscuros ojos llenos de vida fijos en el vacío, no inexpresivos, sino como los de alguien que observa con comprensión una esfera lejana.
Aunque lo consideraba mi mejor amigo, sabía muy poco de su pasado. Había entrado en mi vida de forma tan abrupta e inesperada como Joseph Roelocke entró en la vida de Evelyn Ash. Le había conocido en el Club Wanderer, que reunía a todo tipo de gente que marchaba a la deriva por el mundo; viajeros, excéntricos e individuos al margen de los caminos trillados de la vida. Enseguida me atrajeron e intrigaron sus extraños poderes y sus profundos conocimientos.
Sabía poca cosa de su pasado; que era el hijo menor y la oveja negra de una familia irlandesa de título, y que había transitado por innumerables y extraños lugares. La mención de Hungría por parte de Gordon me hizo recordar algo; una etapa de su vida que Kirowan me había dejado entrever de forma fragmentaria. Sólo sabía que en un tiempo pasado sufrió una amarga pena y una salvaje injusticia, y que había sido en Hungría. Pero desconocía la naturaleza del episodio.
En casa de Gordon, Evelyn nos recibió bastante calmada, pero el excesivo comedimiento en sus gestos delataba cierta agitación interior. Pude observar la mirada suplicante que dirigió con disimulo a su marido. Era una mujer esbelta y de voz cálida, con ojos oscuros siempre vibrantes y encendidos por la emoción.
¿Y esta dulce muchacha había intentado asesinar a su adorado esposo? La idea era monstruosa. De nuevo llegué a la conclusión de que el propio James Gordon era el perturbado.
Siguiendo la sugerencia de Kirowan de aparentar normalidad, iniciamos una conversación insustancial, como si se tratara de una simple visita rutinaria, pero pude darme cuenta de que Evelyn no se lo creía. Nuestra conversación sonaba falsa y hueca, y finalmente Kirowan dijo:
—Señora Gordon, ese anillo que lleva es extraordinario, ¿le importa que le eche un vistazo?
—Tendré que darle toda la mano —rió ella—. Llevo todo el día intentando quitármelo, pero no he podido sacarlo.
Extendió su fina y blanca mano para que Kirowan inspeccionase el anillo, y el rostro de éste permaneció inmutable mientras observaba la serpiente metálica enroscada alrededor de su delgado dedo. No lo tocó. Yo mismo sentí una inexplicable repulsión al observarlo. Había algo casi obsceno en aquel reptil de cobre sin brillo que rodeaba el blanco dedo de la mujer.
—Tiene un aspecto diabólico, ¿verdad? —tembló involuntariamente—. Al principio me gustaba, pero ahora no puedo soportar mirarlo. Si consigo quitármelo tengo intención de devolvérselo a Joseph… al señor Roelocke.
Kirowan estaba a punto de hacer un comentario, cuando sonó el timbre de la puerta. Gordon pegó un respingo, como si le hubieran disparado, y Evelyn se levantó rápidamente.
—Yo iré a abrir, Jim…
Regresó unos segundos más tarde acompañada por dos personajes extravagantes, el doctor Donnelly, cuyo fornido cuerpo, expresión jovial y resonante voz se combinaban con uno de los cerebros más perspicaces de la profesión, y su inseparable amigo Bill Bain, un anciano delgado y correoso, de ingenio ácido. Ambos eran viejos amigos de la familia Ash. El doctor Donnelly había traído a Evelyn al mundo, y Bain siempre sería tío Bill para ella.
—¡Buenas, Jim! ¡Buenas, señor Kirowan! —bramó Donnelly—. Eh, O’Donnel, ¿llevas encima algún arma? La última vez casi me revientas la tapa de los sesos al enseñarme aquella vieja pistola de chispa… ¡Que se suponía que no estaba cargada!
—¡Doctor Donnelly!
Todos nos giramos. Evelyn estaba de pie junto a una amplia mesa, con las manos sobre ella como si necesitase apoyo. Tenía el rostro muy pálido. Inmediatamente suspendimos nuestras chanzas y bromas. Se respiraba cierta tensión en el aire.
—Doctor Donnelly —repitió, esforzándose por mantener un tono de voz calmado—, os he hecho venir a ti y a tío Bill por la misma razón por la que sé que Jim ha traído al señor Kirowan y a Michael. Hay un asunto al que Jim y yo ya no podemos enfrentarnos solos. Hay algo que se interpone entre nosotros, algo negro, siniestro y terrible.
—¿A qué te refieres, querida niña? —cualquier resto de frivolidad había desaparecido de la profunda voz de Donnelly.
—Mi esposo… —las palabras se le ahogaron en la garganta, luego continuó hablando emocionada—. Mi esposo me ha acusado de intentar asesinarlo.
El silencio que siguió fue roto cuando Bill Bain se levantó repentina y enérgicamente. Los ojos le ardían y los puños le temblaban.
—¡Tú, piltrafilla! —le gritó a Gordon—. Te voy a arrancar a puñetazos lo que te queda de vida…
—¡Siéntate, Bill! —la enorme mano de Donnelly tiró de su compañero de menor envergadura y lo sentó de nuevo en la silla—. No sirve de nada ponerse violento. Continúa, cariño.
—Necesitamos ayuda. No podemos solucionar esto solos —una sombra cruzó su hermoso rostro—. Esta mañana Jim se hirió gravemente en el brazo. Él dice que lo hice yo. No lo sé. Le estaba pasando la cuchilla de afeitar. Luego debo de haberme desmayado. Al menos, todo se tornó negro. Cuando recobré la conciencia él estaba limpiándose la herida en el lavabo… y… y me acusó de intentar matarle.
—¡Será posible! ¡Mequetrefe! —ladró el belicoso Bain—. ¿Es que no tiene el suficiente sentido común para saber que si fuiste tú quien le causó la herida tuvo que ser de forma accidental?
—Cállate, por favor —gruñó Donnelly—. Evelyn, has dicho que te desmayaste, pero eso no es propio de ti.
—Últimamente he sufrido pérdidas de conciencia —respondió ella—. La primera vez fue cuando estuvimos en las montañas y Jim cayó por un precipicio. Estábamos los dos junto al borde… después todo se oscureció, y cuando recobré la visión Jim rodaba pendiente abajo —se estremeció al recordarlo—. Luego, cuando perdí el control del coche y choqué contra un árbol, ¿recuerdas?… Jim te llamó para que vinieras.
El doctor Donnelly asintió lentamente.
—No recuerdo que nunca antes sufrieras desmayos.
—¡Pero Jim dice que lo empujé por el acantilado! —gritó histérica—. ¡Dice que intenté atropellarle con el coche! ¡Dice que le corté a propósito con la cuchilla!
El doctor Donnelly se volvió perplejo hacia el desdichado Gordon.
—¿Qué tienes que decir, hijo?
—Que Dios me ayude —explotó Gordon agónicamente—, ¡es verdad!
—Pero ¿qué dices, perro mentiroso? —fue Bain el que soltó la lengua, saltando otra vez de la silla—. Si quieres el divorcio, ¿por qué no intentas conseguirlo de una manera decente, en lugar de recurrir a estas sucias artimañas…?
—¡Maldito seas! —bramó Gordon, dando un respingo y perdiendo el control totalmente—. ¡Como vuelvas a decir eso te arrancaré la yugular!
Evelyn gritó. Donnelly agarró con fuerza a Bain y volvió a empujarlo sobre la silla sin ningún miramiento, y Kirowan posó suavemente una mano sobre el hombro de Gordon. El hombre parecía derrumbarse sobre sí mismo. Se hundió en la silla y extendió las manos hacia su mujer.
—Evelyn —dijo con la voz tomada por una fuerte emoción—, sabes que te amo. Me siento como una alimaña. Pero que Dios me ayude, es verdad. Si continuamos así, pronto seré hombre muerto, y tú…
—¡No lo digas! —gritó ella—. Sé que nunca me mentirías, Jim. Si dices que intenté matarte, sé que lo hice. Pero te juro, Jim, que no lo hice conscientemente. ¡Oh, debo de estar volviéndome loca! Por eso mis sueños han sido tan terroríficos y violentos últimamente…
—¿Y qué ha estado soñando, señora Gordon? —preguntó Kirowan con suavidad.
Ella se presionó las sienes con las manos y le miró aturdida, como si no le comprendiera del todo.
—Con una criatura oscura —murmuró—. Una cosa negra horrible y sin rostro que gimotea y masculla y me manosea con manos simiescas. Sueño con ello todas las noches. Y durante el día intento matar al único hombre que amo. ¡Me estoy volviendo loca! Quizás ya esté loca y no lo sepa.
—Cálmate, cielo.
Para el doctor Donnelly, armado con toda su ciencia, se trataba meramente de un caso más de histeria femenina. Su tono profesional pareció calmarla. Evelyn suspiró y se pasó una débil mano por sus húmedos rizos.
—Hablaremos de todo esto, y ya verás cómo se arregla —dijo, sacando un puro del bolsillo del chaleco—. Dame una cerilla, querida.
Ella comenzó a palpar mecánicamente la superficie de la mesa, y de forma igualmente mecánica Gordon dijo:
—Hay cerillas en el cajón, Evelyn.
Evelyn abrió el cajón y comenzó a rebuscar en su interior. De pronto, como si hubiera sido golpeado por algún recuerdo o intuición, Gordon pegó un brinco y gritó, lívido:
—¡No, no! No abras ese cajón… no…
Justo cuando profirió ese grito urgente, ella se tensó, como si hubiera dado con algo en el interior del cajón. El cambio de su expresión nos dejó petrificados a todos, incluso a Kirowan. La inteligencia vital se había desvanecido de sus ojos como una llama que se apaga, y en su interior apareció la mirada que Gordon había descrito como vacía. El término era muy descriptivo. Sus hermosos ojos eran oscuros pozos de vacío, como si el alma se hubiera desvanecido detrás de sus pupilas. Sacó la mano del cajón empuñando una pistola y disparó a bocajarro. Gordon retrocedió con un gruñido y se desplomó, con la sangre manando de su cabeza. Durante un momento fugaz ella bajó la mirada y observó atontada la pistola humeante en su mano, como alguien que acabase de despertar de una pesadilla. Luego, su desgarrador grito de agonía golpeó nuestros oídos.
—¡Oh, Dios mío, lo he matado! ¡Jim! ¡Jim!
Alcanzó a Gordon antes que ninguno de nosotros, lanzándose de rodillas y acunando su ensangrentada cabeza entre sus brazos, mientras sollozaba en una insoportable vorágine de horror y angustia. El vacío había desaparecido de sus ojos; ahora estaban vivos y dilatados por el dolor y el miedo. Me disponía a acercarme a mi amigo postrado junto a Donnelly y Bain, pero Kirowan me agarró el brazo. Su rostro ya no estaba inmóvil; los ojos relucían con una ferocidad controlada.
—¡Deja que ellos se encarguen! —gruñó—. ¡Somos cazadores, no curanderos! ¡Llévame a casa de Joseph Roelocke!
No le hice preguntas. Cogimos el coche de Gordon.
Yo conducía, y algo en el siniestro rostro de mi compañero me impulsaba a lanzarme a toda velocidad por entre el tráfico. Tenía la sensación de ser parte de un trágico drama que se precipitaba hacia un terrible clímax.
Las ruedas chirriaron con fuerza al frenar en la curva que se abría unos metros antes del edificio en el que vivía Roelocke, donde ocupaba un estrafalario apartamento a gran altura sobre la ciudad. El propio ascensor que nos elevó hacia los cielos parecía estar propulsado por la misma urgencia de Kirowan. Señalé la puerta de Roelocke, y él la abrió sin llamar, empujando violentamente con el hombro. Yo me mantuve pegado a sus talones. Roelocke, ataviado con una bata de seda china y bordados de dragones, descansaba sobre un diván, dando rápidas caladas a un cigarrillo. Se incorporó, volcando una copa de vino que estaba al lado de una botella medio vacía junto a su codo.
Antes de que Kirowan pudiera hablar, exploté con la noticia.
—¡James Gordon ha recibido un tiro!
Él se puso en pie de un salto.
—¿Un tiro? ¿Cuándo…? ¿Cuándo lo ha matado ella?
—¿Ella? —lo miré atónito—. ¿Cómo sabías que…?
Con mano de acero Kirowan me apartó a un lado, y cuando ambos hombres estuvieron frente a frente pude detectar una llama de reconocimiento en el rostro de Roelocke. El contraste entre ambos era sorprendente: Kirowan; alto, pálido con pasión al rojo vivo; Roelocke; delgado, oscuramente atractivo, con el arco sarraceno de sus finas cejas sobre los negros ojos. Fui consciente de que pasase lo que pasase a partir de ese momento, sería entre aquellos dos hombres.
—John Kirowan… —susurró suavemente Roelocke.
—¡Así que me recuerdas, Yosef Vrolok! —sólo un control de acero le permitía mantener la voz firme. El otro simplemente lo miraba sin decir palabra—. Hace años, en Budapest —dijo Kirowan más pausadamente—, cuando profundizábamos juntos en oscuros misterios, presentí dónde acabarías. Yo retrocedí; no estaba dispuesto a descender a las dementes profundidades de ocultismo y satanismo prohibidos en las que tú te hundiste. Y como me negué a seguirte, alimentaste un intolerable odio hacia mí que te llevó a robarme a la única mujer que he amado; hiciste todo lo posible para ponerla en mi contra, y mediante las artes más viles la denigraste y corrompiste hasta hundirla en tu propio cieno infecto. Entonces yo te maté con mis propias manos, Yosef Vrolok, vampiro por naturaleza y por nombre, pero tus inmundas artimañas te protegieron de cualquier venganza física. ¡Ahora has caído en tu propia trampa!
La voz de Kirowan se elevó en fiera exultación. Todo su comedimiento de hombre cultivado se había evaporado, dando paso a un hombre elemental y primitivo, que se enfurecía y regodeaba frente a su odiado enemigo.
—Buscabas la destrucción de James Gordon y su esposa, porque ella sin saberlo escapó de tu trampa, tú…
Roelocke se encogió de hombros y rió.
—Estás loco. No he visto a los Gordon desde hace semanas. ¿Por qué me culpas de sus problemas familiares?
—Mientes como siempre —gruñó Kirowan—. ¿Qué es lo que has dicho ahora cuando O’Donnel te dijo que habían disparado a Gordon? «¿Cuándo lo mató ella?». Estabas esperando oír que la mujer había asesinado a su marido. Tus poderes psíquicos te informaron de que el clímax estaba al alcance de tu mano. Estabas nervioso esperando noticias del éxito de tu diabólico plan.
»Pero no he necesitado que tu lengua te delatara para reconocer que esto era obra tuya. Lo supe en cuanto vi el anillo en el dedo de Evelyn Gordon; el anillo que no podía quitarse; el milenario y maldito anillo de Thoth-Amon, dejado en herencia por repugnantes cultos de hechiceros desde los días de la olvidada Estigia. Sabía que ese anillo era tuyo, y los repugnantes ritos que empleaste para hacerte con él. Y también conocía su poder. En cuanto se lo puso en el dedo, inocente e ignorante, estuvo bajo tu imperio. Mediante tu magia negra invocaste a un negro espíritu elemental, el fantasma del anillo, desde los abismos de la Noche y los Tiempos.
Esta es la maldita sala donde llevaste a cabo indescriptibles rituales para arrancar el alma de Evelyn Gordon de su cuerpo y provocar que fuera poseída por ese espectro inmoral procedente de fuera del universo humano.
»Pero ella era demasiado pura y saludable; el amor por su marido demasiado fuerte para que el demonio pudiera ganar completa y permanente posesión de su cuerpo; tan sólo durante breves momentos el demonio podía expulsar el espíritu de Evelyn al vacío y animar su cuerpo… aunque esto bastaba para sus propósitos. Sin embargo, ¡tú mismo has causado tu propia ruina con esta venganza!
»¿Cuál es el precio que te exigió el demonio que trajiste de los abismos? —la voz de Kirowan se hizo tan aguda como un alarido felino—. ¡Ja, te acobardas! ¡Yosef Vrolok no es el único hombre que ha aprendido secretos prohibidos! Tras dejar Hungría, abatido y desgarrado, retomé el estudio de la magia negra para atraparte, ¡serpiente rastrera! Exploré las ruinas de Zimbabwe, las montañas perdidas del interior de Mongolia, y las olvidadas islas de los mares del sur. Descubrí qué era lo que enfermaba mi alma, de manera que repudié el ocultismo para siempre, pero también aprendí cosas sobre el espíritu oscuro que provoca la muerte a manos de un ser amado, y que es controlado por un maestro de la magia.
»Pero, Yosef Vrolok, ¡tú ni siquiera eres un adepto! No tienes el poder para controlar al demonio que has invocado. ¡Y has vendido tu alma!
El húngaro se tiró del cuello de la camisa como si fuera una soga de ahorcado. Su rostro había cambiado, como si se le hubiera caído una máscara; parecía mucho más mayor.
—¡Mientes! —susurró jadeante—. No le prometí mi alma…
—¡No miento! —el alarido de Kirowan resultó sobrecogedor por su fiera complacencia—. Conozco el precio que un hombre debe pagar por atraer a la inefable sombra que vaga por los abismos de la Oscuridad. ¡Mira! ¡Allí, en la esquina, a tus espaldas! ¡Una indescriptible y ciega criatura se ríe… se burla de ti! ¡Ha cumplido su parte del trato, y ha venido a por ti, Yosef Vrolok!
—¡No! ¡No! —aulló Vrolok, arrancándose el flácido cuello de camisa de su garganta empapada de sudor. Su compostura se había hecho añicos, y su expresión desmoralizada resultaba penosa de ver—. Te digo que no fue mi alma… le prometí un alma, pero no mi alma… debe llevarse el alma de la mujer, o la de James Gordon.
—¡Idiota! —rugió Kirowan—. ¿Crees que podría llevarse las almas de dos inocentes? ¿Que no sabría que estaban fuera de su alcance? Podía matar a la mujer y al hombre, pero no podía llevarse sus almas, ni tú ofrecerlas. Pero tu negra alma no está fuera de su alcance, y él querrá cobrar. ¡Mira! ¡Se está materializando detrás de ti! ¡Está surgiendo de la nada!
¿Fue la hipnosis inducida por las ardientes palabras de Kirowan lo que me hizo temblar, lo que me hizo sentir que un gélido frío ultraterreno se extendía por la habitación? ¿Se trataba de un truco de sombras y luces lo que parecía producir el efecto de una negra sombra antropomórfica sobre la pared de detrás del húngaro? ¡No, por todos los cielos! Creció, se hinchó… pero Vrolok no se volvió. Miraba a Kirowan con ojos que se le salían de las cuencas, los pelos erizados sobre el cuero cabelludo y el sudor chorreando por su rostro lívido. El grito de Kirowan hizo que un temblor me recorriera toda la espalda.
—¡Mira detrás de ti, idiota! ¡Lo estoy viendo! ¡Ha venido! ¡Está aquí! ¡Su siniestra boca se mueve con terrorífica risa! ¡Sus pezuñas deformes se dirigen hacia ti!
Y entonces Vrolok se dio la vuelta, exhalando un espantoso alarido y levantando los brazos por encima de la cabeza en ademán de violenta desesperación. Y en un sobrecogedor segundo fue engullido por una enorme sombra negra… Kirowan me agarró del brazo y ambos huimos de aquella maldita habitación, cegados por el terror.
El mismo periódico que incluía una breve nota sobre la herida superficial en la cabeza que había sufrido James Gordon por el disparo accidental de una pistola, informaba en grandes titulares de la repentina muerte de Joseph Roelocke, hombre adinerado y excéntrico, en su lujoso apartamento, aparentemente por paro cardíaco.
Lo leí durante el desayuno, mientras bebía varias tazas de café solo, y con manos no demasiado firmes, incluso después de que hubiera transcurrido una noche. Al otro lado de la mesa Kirowan parecía igualmente inapetente. Se le veía meditabundo, como si vagase de nuevo por tiempos pasados.
—La increíble teoría de Gordon sobre la reencarnación parecía suficientemente absurda —dije finalmente—. Pero los hechos reales han sido aún más increíbles. Dime, Kirowan, esa última escena, ¿fue producto de la hipnosis? ¿Fue el poder de tus palabras lo que me hizo ver surgir un horror negro de la nada que despojaba el alma de Yosef Vrolok de su cuerpo vivo?
—Ningún poder hipnótico humano habría podido hacer caer al suelo a ese demonio de negro corazón —dijo negando con la cabeza—. No, hay seres desconocidos por el común de los mortales, diabólicas formas de maldad de más allá del cosmos. Y una de ellas fue con la que Vrolok trató.
—Pero ¿cómo pudo reclamar su alma? —insistí—. Si realmente ese abominable trato había quedado cerrado, el espíritu no había cumplido con su parte, porque James Gordon no murió, tan sólo quedó inconsciente.
—Vrolok no lo sabía —respondió Kirowan—. Él creyó que Gordon estaba muerto, y yo le convencí de que él mismo había caído en su trampa y de que estaba condenado. Al desmoralizarse, se convirtió en presa fácil para el horror que él mismo había invocado. El espíritu, por supuesto, estaba al acecho para aprovechar un momento de debilidad por su parte. Los poderes de la Oscuridad nunca hacen tratos justos con los seres humanos; el que ose traficar con ellos siempre acaba engañado.
—Es una pesadilla de locura —murmuré—. Pero, según lo que has contado, me parece entrever que fuiste tú más que cualquier otra cosa lo que provocó la muerte de Vrolok.
—Es gratificante pensar eso —respondió Kirowan—. Evelyn Gordon está a salvo ahora; un pequeño precio a pagar por lo que hizo a otra mujer, hace años, en un país lejano.






martes, 24 de marzo de 2020

RELATO: "La Hija del Gigante Helado", Robert E. Howard (CONAN)


Conan y Atali, por Richard Corben




La hija del gigante helado


Robert E. Howard



El fragor metálico de las espadas y las hachas de guerra se había extinguido; los gritos de las matanzas fueron silenciados, y ahora reinaba el silencio sobre la nieve teñida de rojo. El pálido sol que brillaba con una luz cegadora sobre los campos helados y las llanuras cubiertas de nieve arrancaba destellos de plata de las corazas hendidas y de las armas quebradas diseminadas por el campo de batalla en el que yacían los muertos. Las manos sin vida aún aferraban las rotas empuñaduras de las espadas; las cabezas cubiertas con cascos y echadas hacia atrás en el último estertor, alzaban lúgubremente contra el cielo las barbas rojas y doradas, como en una última invocación a Ymir, el gigante helado, dios de una raza guerrera. 

Alrededor de los ensangrentados despojos y de los cuerpos enfundados en cotas de malla, dos hombres se miraban fijamente. Eran los únicos seres vivos en aquel paisaje desolado. Los cubría el cielo helado y estaban rodeados por la blanca planicie sin límites, con decenas de cadáveres a sus pies. Se fueron aproximando lentamente uno al otro entre los cuerpos sin vida, como fantasmas que se encuentran sobre las ruinas de un mundo muerto. En medio de un silencio casi absoluto, los dos hombres quedaron cara a cara. 

Ambos eran altos y fornidos como tigres. Habían perdido los escudos, y sus corazas estaban abolladas y resquebrajadas. La sangre seca cubría sus cotas de malla y las espadas estaban manchadas de rojo. En sus cascos de cuernos se velan las marcas de golpes violentos. Uno de ellos carecía de barba y tenía una brillante melena negra; el cabello y la barba del otro eran tan rojos como la sangre que habla sobre la nieve iluminada por el sol. 

–Oye –dijo este último–, dime tu nombre para que mis hermanos de Vanaheim sepan quién fue el último hombre de la banda de Wulfhere que cayó ante la espada de Heimdul. 

–¡No será en Vanaheim –dijo con un gruñido el guerrero de negra cabellera–, sino en Valhalla, donde les dirás a tus hermanos que encontraste a Conan de Cimmeria! 

Heimdul saltó lanzando un rugido mientras su espada describía un arco mortal. Cuando la sibilante hoja golpeó su casco haciendo saltar chispas azules, Conan se tambaleó y su vista se llenó de un fuego rojo. Pero después de retroceder, volvió a cobrar fuerzas y lanzó un poderoso mandoble con todas sus fuerzas. La afilada hoja atravesó las escamas de metal, los huesos y el corazón del enemigo, y el guerrero de rojos cabellos murió a los pies del cimmerio. 

Conan se quedó inmóvil, con la espada suspendida, y se sintió repentinamente invadido por un profundo cansancio. El resplandor del sol sobre la nieve cortaba sus ojos como un cuchillo, mientras que el cielo parecía encogerse extrañamente. Se alejó de aquella planicie en la que los guerreros de barba rubia yacían entrelazados con los asesinos de rojas barbas en un abrazo de muerte. Había dado unos pocos pasos cuando el resplandor de los campos nevados comenzó a atenuarse. Lo envolvió una oleada de luz cegadora y se desplomó sobre la nieve apoyado en un brazo, tratando de sacudirse la ceguera como un león sacude su melena.

Una risa cantarina rasgó su inconsciencia, y notó que la vista se le aclaraba poco a poco. Conan miró hacia arriba; habla algo extraño en el paisaje, algo que no podía precisar ni definir, como un tinte especial y desusado que coloreaba la tierra y el cielo. Pero no pensó mucho tiempo en ello. Ante él, balanceándose como un árbol joven al viento, había una mujer. Al bárbaro, todavía aturdido, el cuerpo erguido de la muchacha le parecía hecho de marfil; con excepción de un ligero velo de gasa, estaba desnuda como el día. Sus delicados pies eran más blancos que la nieve que pisaban. Finalmente la joven se echó a reír, mirando fijamente al desconcertado guerrero; su risa era más dulce que el murmullo de las fuentes cantarinas, pero estaba cargada de una ironía cruel. 

–¿Quién eres? –le preguntó el cimmerio–. ¿De dónde vienes? 

–¿Qué importa? –repuso ella, con una voz más musical que un arpa de cuerdas plateadas, pero cargada de crueldad. 

–Puedes llamar a tus hombres –dijo Conan aferrando su espada–. Aunque no me responden del todo las fuerzas, no me cogerán vivo. Veo que eres Vanir. 

–¿Te lo había dicho? –preguntó la joven. 

La mirada del cimmerio se posó nuevamente en los rizos rebeldes de la muchacha, que le habían parecido rojos a primera vista. Ahora veía que aquel cabello no era rojizo ni rubio, sino una gloriosa combinación de ambos tonos. El la miró fascinado. Su cabello era de un color dorado mágico; el sol se reflejaba con tal intensidad en su cabellera que el bárbaro apenas podía mirarla. Los ojos de ella no parecían del todo azules ni absolutamente grises, sino que cambiaban de color con la luz y con el resplandor de las nubes, creando tonalidades que el bárbaro jamás había visto. Sus labios rojos y carnosos sonrieron y, desde los ligeros pies hasta la cegadora corona de su cabello rizado, aquel cuerpo de marfil era tan perfecto como el sueño de un dios. El pulso de Conan martilleó sus sienes. 

–No sé si eres de Vanaheim y enemiga mía –dijo él–, o de Aesgaard y, por tanto, amiga. He recorrido muchas tierras, pero jamás he visto una mujer como tú. Tus rizos me ciegan con su fulgor. Jamás había visto un cabello semejante, ni siquiera entre las mujeres más blancas de Aesir. Por Ymir... 

–¿Y tú quién eres, para jurar por Ymir? –le interrumpió ella con tono burlón–. ¿Qué sabes tú de los dioses del hielo y de la nieve, tú que vienes del sur para aventurarte entre gentes extrañas? 
–¡Por los oscuros dioses de mi propia raza! –gritó Conan furioso–. ¡Aunque no sea un aesir de cabello dorado, ninguno de ellos ha sido más diestro que yo manejando la espada! Hoy he visto caer muertos a muchísimos hombres, y sólo yo he sobrevivido en el campo de batalla en el que los hombres de Wulfhere se enfrentaron con los lobos de Bragi. Dime, mujer, ¿no has visto el brillo de las corazas sobre las llanuras nevadas? ¿No has visto hombres armados avanzando sobre el hielo? 
–He visto brillar la escarcha bajo los rayos del sol –respondió ella–. Y he oído el viento susurrando sobre las nieves eternas. 
Conan movió la cabeza y lanzó un suspiro. Luego dijo: 
–Niord debía haberse unido a nosotros antes de que comenzara la batalla. Me temo que él y sus guerreros hayan sido objeto de una emboscada. Wulfhere y sus hombres están muertos... Yo creí que no había ninguna aldea en muchas leguas a la redonda, pues la guerra nos llevó muy lejos; pero tú no puedes haber venido de lejos, con tanta nieve y estando desnuda. Condúceme a tu tribu, si eres de Aesgaard, pues me siento débil y cansado a causa de los golpes que he recibido y del fragor de la batalla. 
–Mi aldea se encuentra más allá de lo que tú puedes recorrer andando, Conan de Cimmeria –dijo ella riendo. 
Después extendió los brazos y se balanceó delante de él, agitando sensualmente su dorada cabellera y con los ojos centelleantes semiocultos detrás de sus sedosas pestañas. 
–¿No soy hermosa, oh, extranjero? 
–Como el alba que juega desnuda sobre la nieve –murmuró Conan con los ojos ardientes como los de un lobo. 
–Entonces, ¿por qué no te levantas y me sigues? ¿Quién es el valiente guerrero que se queda postrado delante de mí? –dijo ella con voz cantarina y con un sarcasmo enloquecedor–. Quédate acostado sobre la nieve y muere como los demás necios, Conan el de la negra cabellera. Tú no puedes seguirme a donde yo te llevaría. 
El cimmerio lanzó un juramento y se puso en pie, al tiempo que sus ojos azules centelleaban y su rostro oscuro, lleno de pequeñas cicatrices se contraía. La ira embargaba su alma, pero el deseo que le inspiraba el cuerpo tentador que tenía delante le martilleaba las sienes y le hacía hervir la sangre en las venas. Una pasión feroz y agónica invadía todo su ser, hasta el punto que la tierra y el cielo aparecían bañados en sangre ante su obnubilada mirada. En medio de su locura, se olvidó del enorme cansancio y de la debilidad que sentía. 
El cimmerio no dijo una sola palabra mientras envainaba la ensangrentada espada y tendía las manos hacia la muchacha para tocar su carne suave y delicada. La joven lanzó un leve grito, retrocedió entre risas y echó a correr, mirándolo de cuando en cuando por encima de su blanco hombro. Conan la siguió lanzando gruñidos. Se había olvidado de la lucha, de los guerreros armados que yacían bañados en sangre; se había olvidado de Niord y de sus hombres, que no llegaron a tiempo para la batalla. Sólo tenía en mente la esbelta silueta blanca que parecía flotar en el aire, en lugar de correr sobre la tierra delante de él. 
La persecución continuó a través de la cegadora llanura blanca. El campo rojo había quedado muy atrás, pero Conan siguió andando con la silenciosa tenacidad de los de su raza. Sus pies, cubiertos con la malla de acero, rompieron la helada corteza y se hundieron hasta los tobillos en la tierra cubierta de nieve, pero siguió adelante sostenido por su indomable energía. La muchacha danzaba sobre la nieve ligera como una pluma flotando en el aire; sus pies desnudos apenas dejaban huellas en la escarcha helada. A pesar del fuego que ardía en las venas del bárbaro, el frío le mordía a través de la cota de malla y del manto forrado de piel, pero la joven del tenue velo de gasa corría tan ligera y alegre como si estuviera bailando entre las palmeras y los jardines de rosas de Poitain. 
Ella iba siempre adelante y Conan la seguía. Sus labios resecos lanzaban violentas maldiciones. Tenía hinchadas las venas de las sienes a causa del esfuerzo y sus dientes rechinaban. 
–¡No podrás escapar de mí! –rugió el cimmerio–. ¡Si me conduces a una trampa, apilaré las cabezas de tu gente a tus pies! ¡Y si te ocultas, abriré las montañas hasta que te encuentre! ¡Te seguiré hasta el mismísimo infierno! 
La espuma fluía de los labios del bárbaro mientras la enloquecedora risa de la muchacha llegaba hasta sus oídos. La joven lo llevó cada vez más lejos hacia el interior de la estepa. A medida que pasaban las horas y el sol se ocultaba detrás de la línea del horizonte, el paisaje cambiaba; la extensa planicie dio paso a unas pequeñas colinas que ascendían hasta convertirse en accidentadas cordilleras. Allá a lo lejos, hacia el norte, Conan divisó una cadena de elevadas montañas, cuyas azules nieves eternas se teñían de rojo bajo el sol poniente. En el cielo oscuro brillaban resplandecientes los rayos de la aurora boreal. Se cxtendían como un abanico en el cielo, como heladas hojas de una luz gélida que cambiaba de color y cuya intensidad aumentaba por momentos. 
El cielo brillaba por encima de la cabeza de Conan con una luz y un resplandor extraños. La nieve tenía un brillo misterioso y sobrenatural; por momentos era de un azul helado, luego de color carmesí o de un frío tono plateado. Conan seguía avanzando con una determinación inquebrantable a través de aquel helado reino deslumbrante y encantado, en un laberinto cristalino en el que la única realidad era el blanco cuerpo que bailaba sobre la nieve lejos de su alcance..., cada vez más lejos de su alcance. 
El cimmerio no se asombró ante la extrañeza de todo aquello, ni siquiera cuando dos gigantescas figuras se alzaron para cerrarle el paso. Las escamas de las cotas de malla de los desconocidos estaban llenas de escarcha y sus casos y hachas de guerra estaban cubiertos de hielo. La nieve salpicaba sus cabelleras y sus barbas estaban blancas de carámbanos y de cristalillos helados. Sus ojos eran tan fríos como la luz que llegaba a raudales del cielo. 
–¡Hermanos! ~exclamó la muchacha bailando entre ellos. ¡Mirad quién me sigue! ¡Os he traído un hombre para que lo matéis! ¡Arrancadle el corazón para colocarlo humeante sobre la mesa de nuestro padre! 
Los gigantes contestaron con rugidos que parecían el chirriar de los icebergs al rozar contra las heladas piedras de una costa rocosa. Levantaron las hachas, que brillaron bajo la luz de las estrellas, y en ese momento el cimmerio se abalanzó como enloquecido sobre ellos. Una helada hoja brilló ante los ojos de Conan cegándolo con la intensidad de su fulgor. El bárbaro devolvió un terrible mandoble que cercenó la pierna de uno de sus enemigos a la altura de la rodilla. 
La víctima cayó exhalando un lamento y en ese mismo instante Conan se desplomó sobre la nieve, con el hombro izquierdo insensible por un certero golpe del otro hombre, del que apenas pudo salvarlo la malla que llevaba puesta. Conan vio que el otro gigante se cernía sobre él como un coloso tallado en hielo, recortándose contra el frío cielo. El hacha se abatió... para hundirse en la nieve hasta penetrar profundamente en la tierra helada, pues Conan se echó a un lado y luego de un salto se puso en pie. El gigante lanzó un rugido e intentó liberar su hacha, pero mientras lo hacía, la espada de Conan se hundió en el pecho del hombre con la rapidez de un rayo. Las rodillas del titán se doblaron y éste se derrumbo lentamente sobre la nieve, que se tiñó de color carmesí por la sangre que manaba del cuello seccionado. 
Conan giró rápidamente y vio que la muchacha se encontraba a poca distancia, mirándole con los ojos muy abiertos por el horror; el aire de soma había desaparecido de su rostro. El cimmerio gritó violentamente y las gotas de sangre caían por su espada mientras su mano temblaba por la intensidad de su pasión. 
–¡Llama al resto de tus hermanos! –gritó Conan–. ¡Yo echaré sus corazones a los lobos! No podrás escapar de mi... 
Con un grito de horror, la joven se volvió y huyó rápidamente. Ya no se reía ni se burlaba de él cuando lo miraba por encima de su blanco hombro. Ahora corría como si en ello le fuera la vida. Por más que Conan forzaba hasta la última fibra de sus músculos y sentía como si las sienes fueran a estallarle. Lo veía todo de color rojo, la chica seguía alejándose de él bajo los cielos iluminados por los fuegos de hechicería, hasta que quedó convertida en una figura diminuta, luego en una blanca llama que danzaba sobre la nieve y por último en una pequeña mancha perdida a lo lejos. Pero aunque los dientes le rechinaban hasta hacerle brotar sangre de las encías, Conan siguió avanzando hasta que la pequeña mancha volvió a aparecer a los ojos de Conan como una blanca llama que danzaba, luego como una minúscula figurilla y por último la muchacha corría a menos de cien pasos delante del cimmerio. Lentamente, paso a paso, la distancia se iba acortando. 
Ahora la joven corría haciendo un visible esfuerzo, con sus rizos dorados flotando al viento. Conan percibió el intenso jadeo de su pecho y vio el miedo reflejado en sus ojos cuando ella lo miró por encima del hombro. La resistencia implacable del bárbaro le proporcionó el fruto apetecido. Las fuerzas parecían abandonar sus blancas piernas; la muchacha corría a menos velocidad aún. En el corazón indomable de Conan se atizó nuevamente' el fuego infernal que ella había sabido encender. Lanzando un rugido inhumano, Conan se arrojó sobre la joven en el momento en que ésta se volvía y lanzaba un grito de espanto, al tiempo que extendía sus brazos para rechazarlo. 
La espada del cimmerio cayó sobre la nieve cuando este estrechó a la joven en sus brazos. El esbelto cuerpo de la muchacha se arqueó hacia atrás mientras luchaba desesperadamente en los brazos de Conan. Su cabello dorado se agitaba al viento y le caía sobre el rostro, cegando al cimmerio con su resplandor. El contacto de su hermoso cuerpo que se retorcía entre sus brazos le llevó al borde de la locura. Los fuertes dedos de Conan se hundieron con frenesí en la suave y blanda carne..., una carne fría como el hielo. Era como si estuviera abrazando un cuerpo de hielo en lugar del cuerpo de una mujer de carne y hueso. Ella echó a un lado su dorada cabellera, tratando de esquivar los violentos besos del bárbaro, que lastimaban sus labios rojos y carnosos. 
–Eres fría como la nieve –dijo él como atontado–. Yo te calentaré con el fuego de mi sangre... 
Al tiempo que lanzaba un fuerte grito, la joven se resistió con todas sus fuerzas hasta que logró escapar de los brazos del cimmerio, dejando en ellos su ligero velo de gasa. Ella saltó hacia atrás y se enfrentó Conan, con sus rizos de oro en completo desorden, su blanco pecho jadeante y sus hermosos ojos centelleando de horror. Por un momento Conan se quedó paralizado, abrumado ante aquella belleza terrible que se alzaba desnuda sobre la nieve. 
En ese momento ella alzó los brazos hacia las luces que brillaban en el firmamento y exclamó con una voz que resonaría para siempre en los oídos de Conan: 
–¡Ymir! ¡Oh, padre mío, sálvame! 
Conan dio un salto hacia adelante con los brazos extendidos para coger a la muchacha cuando, con un estampido como el de una inmensa montaña al desintegrarse, el cielo entero se convirtió en un fuego helado. El cuerpo de marfil de la muchacha se vio envuelto repentinamente en una llama azulada y fría, tan cegadora que el cimmerio tuvo que levantar las manos para protegerse los ojos. Durante un breve instante, los cielos y las montañas nevadas fueron inundadas por crepitantes llamas blancas, azules dardos de una luz helada y fuegos gélidos de color carmesí. 
De pronto Conan se tambaleó y lanzó una exclamación. La muchacha había desaparecido. La resplandeciente extensión de nieve estaba ahora completamente desierta; por encima de su cabeza las embrujadas luces jugueteaban 
en un cielo helado que parecía haber enloquecido. Entre las distantes montañas azuladas que se alzaban a lo lejos se oyó un trueno estremecedor, como el de un gigantesco carro de guerra arrastrado por caballos frenéticos cuyos cascos despedían destellos al chocar contra la nieve, mientras del cielo llegaban ecos lejanos. 
Luego la aurora boreal, las montañas cubiertas de nieve y el cielo llameante comenzaron a dar vueltas ante los ojos de Conan como si estuvieran ebrios. Miles de bolas de fuego estallaron lanzando una lluvia de chispas y el mismo cielo se convirtió en una rueda gigantesca que giraba despidiendo estrellas a medida que daba vueltas. Las montañas nevadas se alzaban como las olas del mar. Entonces el cimmerio cayó sobre la nieve y quedó inmóvil.

En un gélido y oscuro universo cuyo sol se había extinguido hacía muchísimos eones, Conan sintió el movimiento de una vida extraña e incierta. Un terremoto hizo temblar la tierra sobre la que yacía, lo sacudió de un lado a otro y aplastó sus manos y sus pies, haciéndole gritar de dolor y de furia. Entonces buscó su espada. 

–Está volviendo en si, Horsa –dijo una voz–. Date prisa, debemos quitarle el hielo de sus brazos y piernas, para que pueda volver a empuñar la espada. 

–No puede abrir la mano izquierda –dijo el otro con un gruñido–. Está aferrando algo... 

Conan abrió los ojos y miró a los hombres barbudos que se inclinaban sobre él. Estaba rodeado de guerreros altos y rubios, que vestían cotas de malla y pieles. 

–¡Conan! –exclamó uno de ello–. ¡Estás vivo! 

–¡Por Crom, Niord! –dijo el cimmerio jadeando–. ¿Estoy vivo o estamos todos muertos en Valhalla? 

–Estamos vivos –respondió As masajeando los pies helados de Conan–. Nos tendieron una emboscada; de lo contrario hubiéramos llegado a tiempo para luchar a tu lado. Los cadáveres todavía estaban tibios cuando aparecimos en el campo de batalla. No te encontramos entre los muertos, de modo que seguimos tu rastro. Pero Conan, en nombre de Ymir, ¿por qué te fuiste hasta las estepas del norte? Seguimos tus huellas sobre la nieve durante horas. Si alguna tormenta las hubiera ocultado, jamás te habríamos encontrado, ¡por Ymir! 

–No jures tan a menudo por Ymir –murmuró otro guerrero con aire inquieto, observando las lejanas montañas–. Esta es su tierra, y cuentan las leyendas que el dios vive en aquellas montañas. 
–He visto a una mujer –repuso Conan confusamente–. Nos hablamos encontrado con los hombres de Bragi en la llanura. No sé durante cuánto tiempo estuvimos peleando. Fui el único sobreviviente, y estaba mareado y exhausto. La tierra parecía un sueño; sólo ahora las cosas me parecen naturales y conocidas. La mujer vino hacia mí, provocándome. Era hermosa como una helada llama del infierno. Una extraña locura me invadió cuando la miré, y me olvidé de todo. La seguí. ¿No habéis encontrado sus huellas? ¿Ni habéis visto a los gigantes helados a los que di muerte? 
Nior respondió negativamente con un movimiento de la cabeza. 
–Sólo encontramos tus huellas en la nieve, Conan –le respondió. 
–Entonces es probable que esté loco –dijo Conan aturdido–. Y sin embargo, vosotros no me parecéis más reales que aquella muchacha de cabellos dorados que corría desnuda sobre la nieve, delante de mí. No obstante, yo la vi desvanecerse entre mis propias manos, como una llama helada que se extingue súbitamente. 
–Está delirando –musitó uno de los guerreros. 
–¡No! –exclamó un hombre más viejo, de ojos salvajes y extraños–. ¡Era Atali, la hija de Ymir, el gigante de hielo! ¡Ella sale al campo de batalla y se deja ver por los moribundos! Yo la he visto cuando era un muchacho y estaba medio muerto después de la sangrienta batalla de Wolfraven. La he visto caminar entre los muertos, sobre la nieve; su cuerpo desnudo brillaba como el marfil y su cabellera dorada resplandecía con un fulgor insoportable a la luz de la luna. Yo me acosté en el suelo y aullé como un perro moribundo porque no podía arrastrarme tras ella. Atrae a los sobrevivientes de las batallas y los lleva a los páramos para que sus hermanos, los gigantes de hielo, les den muerte; después les arrancan el corazón y lo depositan en la mesa de Ymir. ¡El cimmerio ha visto a Atali, la hija del gigante helado! 
–¡Bah! –gruñó Horsa–. El viejo Orom ha quedado mal de la cabeza por una herida que recibió en su juventud. Conan estaba delirando por los golpes recibidos en el fragor de la batalla; mirad cuántas abolladuras tiene en el casco. Cualquiera de esos golpes pudo afectarle el cerebro. Lo que anduvo siguiendo por las estepas no era más que una alucinación. El cimmerio viene del sur; ¿qué sabe él acerca de Atali? 
–Quizá tengas razón –murmuró Conan–. Todo era tan extraño, tan misterioso y sobrenatural... ¡Por Crom! 
Conan se calló y miró algo que todavía aferraba con fuerza en la mano izquierda. Los demás se quedaron boquiabiertos cuando vieron que sostenía un tenue velo de gasa..., un velo de gasa tan ligero y delicado que no pudo haber sido tejido por manos humanas.