jueves, 30 de abril de 2020

RELATO: "El invitado de Drácula", Bram Stoker




El invitado de Drácula


Bram Stoker





Al empezar nuestro paseo el sol brillaba en Múnich y se respiraba en el aire la alegría propia del inicio del verano. Cuando estábamos a punto de partir, Herr Delbrück (el maître d’hotel del Quatre Saisons, donde yo me alojaba) se acercó, con la cabeza descubierta, al carruaje y, después de desearme un paseo agradable, dijo al cochero, sin soltar todavía la manija de la puerta:

—Recuerde estar de regreso antes de medianoche. El cielo parece despejado pero en el viento del norte hay un frescor que quizás sea aviso de una tormenta repentina. Aunque estoy seguro de que no volverá usted tarde. —Dicho esto sonrió y añadió—: Ya sabe qué noche es hoy.

Johann respondió con un enfático: «Ja, mein Herr», y, tocándose el sombrero, se puso en marcha con rapidez. Cuando dejamos atrás la ciudad le dije, tras hacerle una seña para que se detuviera:

—Dígame, Johann, ¿qué noche es hoy?

Se santiguó mientras respondía lacónicamente:

—Walpurgis-Nacht.

A continuación sacó su reloj, un anticuado artefacto alemán grande como un nabo y lo miró juntando las cejas y con un breve e impaciente encogimiento de hombros. Me di cuenta de que era su modo de protestar respetuosamente por aquel retraso innecesario, así que volví a meterme en el carruaje haciéndole un gesto para que prosiguiera. Se puso en marcha rápidamente, como si deseara recuperar el tiempo perdido. De cuando en cuando los caballos erguían la cabeza y olfateaban con sospecha el aire. En tales ocasiones yo miraba alarmado a mi alrededor. La carretera era desolada, pues atravesábamos una suerte de meseta alta y azotada por el viento. Mientras avanzábamos alcancé a ver un camino con aspecto de estar poco transitado y que penetraba en un valle pequeño y ventoso. Resultaba tan invitador que, a riesgo de molestarlo, pedí a Johann que parara, y cuando hubo tirado de las riendas le dije que me gustaría seguir por aquel camino. Presentó toda clase de excusas y se santiguó varias veces mientras hablaba. Esto me picó la curiosidad y le hice algunas preguntas. Respondió con evasivas, sin dejar de consultar su reloj a modo de protesta. Finalmente dije:

—Johann, quiero ir por ese camino. No le obligaré si de veras no quiere, pero dígame por qué no le gusta, es todo lo que le pido.

Antes de responder nada, pareció arrojarse del pescante, de tan rápido como bajó al suelo. Me tendió las manos en gesto implorante y me suplicó no ir por allí. Había entre su alemán el inglés justo intercalado para que yo siguiera el rumbo de su discurso. Parecía siempre a punto de decirme algo, lo que de veras le asustaba, pero se frenaba cada vez, limitándose a decir, mientras se santiguaba: «Walpurgis-Natch!».

Intenté razonar con él, pero era difícil hacerlo con un hombre cuyo idioma yo desconocía. Él jugaba con ventaja porque, aunque arrancaba hablando en inglés, un inglés muy rudimentario y entrecortado, siempre acababa poniéndose nervioso y volviendo a su idioma, y cada vez que lo hacía miraba el reloj. Los caballos se pusieron nerviosos y olfatearon el aire. Cuando esto sucedió, el cochero empalideció y, mirando asustado a su alrededor, corrió a tomarlos por las bridas y los hizo avanzar unos veinte pies. Lo seguí y le pregunté por qué había hecho tal cosa. A modo de respuesta se santiguó, señaló el lugar del que acabábamos de apartarnos y acercó el carruaje al otro camino. Indicándome una cruz dijo, primero en alemán y luego en inglés:

—Enterrado. Uno que se suicidó.

Recordé la vieja costumbre de enterrar a los suicidas en los cruces de caminos.

—Entiendo, un suicida. ¡Qué interesante!

Pero aunque me fuera la vida en ello no podría decir qué era lo que asustaba a los caballos.

Mientras hablábamos oímos un sonido a medio camino entre un gañido y un ladrido. Sonó muy lejos, pero los caballos se inquietaron mucho y a Johann le llevó un buen rato calmarlos. El cochero estaba muy pálido.

—Parece un lobo. Pero aquí ya no hay lobos.

—¿De veras? —pregunté—. ¿No es cierto que hace mucho que no se ven tan cerca de la ciudad?

—Hace mucho mucho tiempo —respondió—, sobre todo en primavera y verano; pero con nieve se han visto lobos no hace tanto.

Mientras el cochero acariciaba a los caballos intentando calmarlos, unas nubes oscuras corrían por el cielo. Se ocultó el sol y llegó un hálito frío. No fue más que una ráfaga de aire, no obstante, y más similar a una advertencia que a un hecho consumado, ya que pronto el sol volvió a brillar con toda su fuerza. Johann escrutó el horizonte colocando la mano a modo de visera y dijo:

—Tormenta de nieve llegar pronto.

Volvió a consultar el reloj y, de la misma, aferrando las riendas, pues los caballos seguían pateando incansables el suelo y agitando la cabeza, trepó al pescante como si fuera hora de retomar la marcha.

Fui un poco obstinado y no entré en el carruaje.

—Hábleme de adónde lleva ese camino —dije señalando en aquella dirección.

Una vez más se santiguó y farfulló una oración antes de responder: «Está maldito».

—¿Qué está maldito?

—El pueblo.

—¿Entonces hay un pueblo?

—No, no. Desde cientos de años nadie vivir allí.

Me picó la curiosidad.

—Pero dice que hay un pueblo.

—Lo había.

—¿Ya no?

Se enfangó en una larguísima historia, saltando con tanta frecuencia del alemán al inglés y viceversa, que yo apenas podía entenderlo, pero a duras penas capté que hacía mucho tiempo, cientos de años, allí habían muerto muchas personas, a las que habían enterrado en el lugar; y luego se oían ruidos bajo la arcilla, y cuando abrieron las tumbas se encontraron con hombres y mujeres aún con la piel rosácea de los vivos y la boca ensangrentada. Y después, desesperados por salvar la vida ¡y el alma! —y al decir esto se santiguó— los que quedaban huyeron a otros parajes, donde los vivos vivían y los muertos estaban muertos y no… no otra cosa. Quedó manifiesto su miedo a pronunciar estas últimas palabras. Cuando retomó su narración se excitó más y más. Parecía como si su imaginación hubiera hecho presa en él, conduciéndolo a un paroxismo de miedo: piel blanca, sudores, temblores y miradas fugaces alrededor, como si temiera que alguna presencia espantosa pudiera manifestarse a plena luz del sol y en terreno abierto. Finalmente, llevado por una desesperación agónica, exclamó: «Walpurgis-Nacht!» y señaló el carruaje para pedirme que montara. La totalidad de mi sangre inglesa se reveló ante eso y, plantándome con firmeza, dije:

—Está usted asustado, Johann, está usted asustado. Vuelva a casa. Yo regresaré por mi cuenta; el paseo me vendrá bien. —Cogí del asiento del carruaje mi bastón de marcha de madera de roble, que siempre llevo en las excursiones, y cerré la puerta. Señalé en la dirección de Múnich y dije—: Vuelva a casa, Johann. La Walpurgis-Nacht no afecta a los ingleses.

Los caballos estaban más inquietos que nunca y Johann trataba de contenerlos, mientras no cesaba de implorarme nervioso que no cometiera tal tontería. Me compadecí del pobre hombre, que me hablaba muy en serio, pero aun así yo no podía evitar reírme. Su inglés se había esfumado. Presa del nerviosismo, se había olvidado de que la única forma de hacerme comprender lo que sucedía era hablar en mi idioma, y farfullaba en alemán. Aquello empezaba a resultar aburrido. Tras volver a señalarle la dirección, «¡A casa!», me dispuse a dejar atrás el cruce de caminos y adentrarme en el valle.

Con expresión desesperada, Johann hizo dar media vuelta a los caballos, en dirección a Múnich. Me apoyé en el bastón y observé cómo se alejaba. Al principio fue despacio, luego hizo aparición sobre la cresta de la colina un hombre alto y delgado. No distinguí más, estando tan lejos. Cuando se acercó a los caballos, estos empezaron a corcovear y cocear, y relincharon de terror. Johann no pudo contenerlos; se lanzaron al galope por la carretera, despavoridos. Los miré hasta que se perdieron de vista. Busqué a continuación al desconocido, pero me encontré con que también él se había esfumado.

Con ánimo despreocupado di media vuelta y eché a caminar por el camino que se adentraba en el valle, por el que Johann había rehusado llevarme. No había ni la menor razón, que yo alcanzara a vislumbrar, para su negativa; y no tengo reparos en decir que caminé durante las dos horas siguientes sin prestar atención a la hora ni a la distancia recorrida, y sin ver ni asomo de personas o de viviendas. Por lo que respecta al lugar, era pura desolación. Pero eso no llamó mi atención particularmente hasta que, al doblar una curva del camino, llegué a un sotillo; me percaté entonces que, de manera inconsciente, me venía sintiendo impresionado por la desolación del paraje.

Me senté a descansar y miré a mi alrededor. Advertí que hacía mucho más frío que cuando inicié el paseo; se oía una suerte de sonido gimiente, en el que se intercalaba de tanto en cuando un bramido sordo. Miré hacia arriba y descubrí que gruesos nubarrones surcaban el cielo desde el norte y hacia el sur, a gran altura. Había indicios de la gestación de una tormenta incipiente en un estrato elevado de la atmósfera. Estaba un poco destemplado así que, pensando que me estaba enfriando por detenerme tras el ejercicio, retomé la marcha.

El terreno por el que ahora iba era mucho más pintoresco. No había elementos llamativos que atrajeran la mirada pero en todo imperaba una suerte de encanto. No presté atención a la hora y solo cuando el crepúsculo se hizo manifiesto empecé a pensar en cómo dar con el camino de vuelta a casa. La luminosidad previa había desaparecido. Hacía frío y cada vez más nubes se deslizaban por el cielo. Las acompañaba un soplido lejano, entre el que se abría paso a intervalos aquel misterioso aullido que el cochero había atribuido a un lobo. Por un instante vacilé. Pero había dicho que vería el pueblo desierto, así que seguí adelante, y poco después llegué a una amplia extensión de campo abierto, rodeada de colinas. Las laderas de estas se hallaban pobladas de árboles, que descendían hasta la llanura, donde formaban pequeños sotos en las pendientes y declives. Seguí con la vista el camino y vi que trazaba una curva cerca de uno de los sotos más densos y desaparecía tras él.

El aire se tornó más frío y empezó a nevar. Pensé en las millas y millas de paraje desolado que había recorrido, y me apresuré a buscar refugio en el sotillo que tenía delante. El cielo no dejaba de oscurecerse y la nieve caía con más fuerza y más tupida, hasta que el suelo se convirtió en un resplandeciente manto blanco cuyos límites se perdían en una indefinición neblinosa. El camino en aquel punto era muy rudimentario, y en terreno llano sus bordes no estaban tan claros como cuando discurría por laderas; y no tardé en darme cuenta de que en algún momento me había apartado de él, pues bajo mis suelas ya no sentía una superficie dura, sino que los pies se me hundían en la hierba y el musgo. El viento arreció y su fuerza no cesó de aumentar, hasta obligarme a correr para guarecerme. La temperatura se tornó helada y, pese al ejercicio, empecé a sufrir el frío. La nieve caía ahora muy cerrada y giraba a mi alrededor formando vertiginosos remolinos, de manera que yo apenas podía mantener los ojos abiertos. De cuando en cuando un nítido rayo rasgaba los cielos, y los destellos me permitieron ver, frente a mí, una gran masa de árboles, tejos y cipreses sobre todo, cubiertos por una gruesa capa de nieve.

Estuve pronto al cobijo de los árboles, y allí dentro, en el silencio que reinaba en comparación, oí el soplido del viento en las alturas. Poco después la negrura de la tormenta se confundió con la de la noche y, poco a poco, la tormenta fue pasando; ya solo quedaban de ella unas ráfagas de viento, fuertes pero intermitentes. En tales momentos, el extraño sonido del lobo parecía multiplicarse en forma de ecos a mi alrededor.

De cuando en cuando, entre la negra masa de nubes en movimiento asomaba un lánguido rayo de luz lunar que iluminaba el lugar y me informaba de que me encontraba al borde de una densa masa de cipreses y tejos. Como había dejado de nevar, abandoné el refugio e investigué un poco. Se me ocurrió que, entre todos los antiguos cimientos junto a los que había pasado, a lo mejor quedaba alguna casa que, si bien en ruinas, pudiera proporcionarme un buen cobijo para pasar unas horas. Al rodear el sotillo, descubrí un muro bajo que lo circundaba y, siguiéndolo, llegué a una abertura. Los cipreses formaban allí un sendero que conducía a la cuadrada silueta de una suerte de construcción. Pero en el momento preciso en que alcancé a ver esto, las nubes ocultaron la luna y hube de recorrer el sendero entre tinieblas. El viento debía de ser más frío ahora, pues me puse a temblar; pero al menos contaba con la perspectiva de un refugio, así que seguí adelante a tientas.

Me detuve, en respuesta a una quietud repentina. La tormenta había pasado; y, simpatizando quizás con el silencio de la naturaleza, mi corazón parecía haber cesado de latir. Pero fue solo algo pasajero, pues de pronto la luz de la luna se abrió paso entre las nubes, revelándome que me hallaba en un cementerio, y que la silueta cuadrada ante mí era una enorme y maciza tumba de mármol, tan blanca como la nieve que yacía sobre ella y a su alrededor. Junto con la luz de la luna llegó el fiero lamento de la tormenta, que parecía haber retomado su curso con un aullido sordo y prolongado, como el de numerosos perros o lobos. Yo estaba impresionado y asustado, y sentí cómo el frío penetraba en mí hasta atenazarme el corazón. Mientras el manto de luz lunar continuaba tendido sobre la tumba de mármol, la tormenta dio muestras adicionales de recobrar fuerzas, como si volviera sobre sus pasos. Impulsado por alguna clase de fascinación, me aproximé al sepulcro para verlo mejor y averiguar por qué ocupaba un lugar aislado y destacado. Caminé a su alrededor y, sobre la puerta dórica, leí, escrito en alemán:

CONDESA DOLINGEN DE GRATZ

EN STYRIA

BUSCÓ Y HALLÓ LA MUERTE

1801

En lo alto de la tumba, aparentemente clavada en el sólido mármol —pues la estructura la componían unos pocos e inmensos bloques de piedra—, había una gran barra de hierro, o quizás un gran pincho. En la parte trasera de la tumba figuraba grabado en grandes caracteres rusos:

«Los muertos viajan deprisa».

Había algo tan raro y misterioso en todo aquello que sufrí un vahído y sentí que me faltaban las fuerzas. Deseé, por primera vez, haber seguido el consejo de Johann. Me asaltó un pensamiento, inspirado por las inusuales circunstancias en que me encontraba y que me causó una terrible impresión. ¡Era la noche de Walpurgis!

La noche de Walpurgis, cuando, de acuerdo a la creencia de millones de personas, el diablo anda suelto, cuando las tumbas se abren y los muertos emergen y caminan sobre la tierra. Cuando todo lo maligno proveniente de la tierra, el aire y el agua campa a sus anchas. El cochero había querido evitar aquel sitio en particular. Aquel pueblo abandonado hacía siglos. Allí era donde yacían los suicidas, y allí era donde me hallaba yo, solo, desguarnecido, temblando de frío, rodeado de nieve y con una fuerte tormenta cerniéndose sobre mí. Hube de recurrir a toda la filosofía y a toda la religión que me habían inculcado, a todo mi valor, para no ceder al miedo.

Y a continuación un auténtico tornado cayó sobre mí. El suelo tembló como si miles de caballos lo surcaran al galope; y esta vez la tormenta desplegó sus heladas alas, no en forma de nieve, sino de gruesas piedras de granizo, que caían con tanta fuerza como si fueran lanzadas por honderos baleares; granizo que rompía hojas y ramas de manera que los cipreses no prestaban más cobijo del que proporcionarían los tallos de un maizal. Mi primera reacción fue correr hacia el árbol más próximo, pero pronto hube de abandonarlo y buscar protección en el único sitio que podría proporcionarla, el profundo umbral dórico de la tumba de mármol. Allí, acurrucado contra la gran puerta de bronce, me vi aceptablemente a salvo del castigo del granizo, dado que ahora solo llegaban hasta mí las piedras que salían rebotadas tras chocar contra el suelo o el mármol.

Al apoyarme en la puerta, esta cedió y se abrió hacia dentro. Incluso el refugio de una tumba resultó bienvenido bajo aquella tempestad implacable, y estaba yo a punto de entrar cuando un rayo de múltiples brazos iluminó toda la extensión del cielo. Juro por mi vida que vi entonces, cuando los ojos se me habituaron a la oscuridad de la tumba, a una hermosa mujer, de mejillas rellenas y labios rojos, que parecía dormir tendida sobre unas andas.

Cuando el trueno restalló en las alturas, sentí como si la mano de un gigante me apresara y me vi arrojado de nuevo bajo la tormenta. Fue todo tan repentino que, antes de reponerme de la impresión, tanto moral como física, me encontré acribillado por el granizo. Al mismo tiempo experimenté la sensación extraña e imperiosa de no hallarme solo. Miré hacia la tumba. Cayó justo entonces otro relámpago cegador, que golpeó la barra de hierro que coronaba la tumba y a través de la cual descendió hasta el suelo, sacudiendo y quebrando el mármol, entre una ráfaga de llamaradas. La muerta se alzó por un instante, presa de la agonía, lamida por las llamas, y su amargo grito de dolor quedó ahogado por el trueno. Lo último que oí fue esa aterradora combinación de sonidos, pues una vez más me vi atrapado por la misma presa de gigante de antes y alejado a rastras, mientras el granizo me ametrallaba y el aire reverberaba con el aullido de los lobos. La última imagen que recuerdo es la de una tenue y blanca masa en movimiento, como si todas las tumbas a mi alrededor hubieran expulsado los fantasmas de sus muertos amortajados, y estos se cernieran sobre mí a través de la blanca borrosidad del granizo.

Poco a poco fui recobrando un débil inicio de conciencia; a continuación padecí un cansancio aterrador. Por unos momentos no pude recordar nada, pero lentamente recobré el uso de los sentidos. Un fuerte dolor me atormentaba los pies; no podía moverlos. Parecían paralizados. Una sensación de frío helador partía de mi nuca y descendía por la columna vertebral, y mis oídos, al igual que los pies, estaban muertos, pero me dolían; no obstante, sentía en el pecho una calidez que, en comparación, resultaba deliciosa. Se trataba de una pesadilla, una pesadilla física, si es que puede emplearse tal expresión, pues un gran peso sobre mi pecho me dificultaba respirar.

Ese periodo de semiletargo pareció prolongarse largo tiempo, durante el que debí de caer dormido o desvanecerme. Experimenté a continuación náuseas, como un primer asomo de mareo, y el deseo irrefrenable de liberarme de algo, no sabía de qué. Me rodeaba una profunda quietud, como si el conjunto del mundo se hubiera dormido o muerto, rota tan solo por el leve jadeo de algún animal próximo a mí. Algo caliente me raspó la garganta, y con ello llegó la espantosa revelación de lo que estaba sucediendo, helándome el corazón y haciendo que la sangre me subiera en oleadas al cerebro. Había un animal grande tendido sobre mí, lamiéndome el cuello. Evité moverme, una prudencia instintiva me hizo quedarme inmóvil; pero la bestia debió de percatarse de que algún cambio se había producido, pues alzó la cabeza. Entre las pestañas, vi sobre mí los grandes ojos llameantes de un lobo inmenso. Los dientes, blancos y afilados, brillaban en la boca entreabierta y roja, y sentí su aliento, caliente, fuerte y acre, en la cara.

Siguió otro intervalo del que no conservo ningún recuerdo. Cobré a continuación conciencia de un gruñido sordo, seguido por un gañido, que se repitió una y otra vez. Proveniente de muy lejos oí: «¿Hay alguien ahí? ¿Hay alguien ahí?», como si muchas voces gritaran a la vez. Con cautela, levanté un poco la cabeza y miré en la dirección de la que provenía el sonido, pero el cementerio me bloqueaba la vista. El lobo seguía gañendo de aquel modo extraño, y un resplandor rojizo hizo aparición entre los cipreses y se desplazó como si siguiera el sonido. Cuando las voces se acercaron, el lobo gañó más rápido y más fuerte. Me daba miedo hacer cualquier movimiento o ruido. El resplandor rojizo se acercó más, reflejado en el blanco palio de nieve. Proveniente del otro lado de los árboles apareció una tropa de jinetes al galope, portando antorchas. El lobo se levantó de mi pecho y se alejó hacia el cementerio. Vi a uno de los jinetes (soldados, a juzgar por sus tocados y los amplios capotes militares) alzar su carabina y apuntar. Un compañero le apartó el arma de un golpe y oí silbar la bala sobre mi cabeza. Me había confundido con el lobo. Otro soldado avistó al animal mientras este se escabullía y hubo un segundo disparo. Al galope, la tropa siguió adelante, dividiéndose en dos; unos en mi dirección, otros siguiendo al lobo, que desapareció entre los cipreses nevados.

Cuando se acercaron traté de moverme, pero estaba inerme, pese a que podía ver y oír cuanto sucedía. Dos o tres soldados echaron pie a tierra y se arrodillaron junto a mí. Uno me alzó la cabeza y me puso una mano sobre el corazón.

—¡Buenas noticias, camaradas! —exclamó—. ¡Su corazón aún late!

Me vertieron un poco de brandi en la boca, que me revigorizó, y pude abrir los ojos del todo y mirar alrededor. Luces y sombras se movían entre los árboles, y oí a los hombres llamarse entre ellos. Se agruparon, profiriendo exclamaciones de miedo, y las luces centellearon cuando otro grupo emergió del cementerio en tropel, como poseídos. Cuando se acercaron a nosotros, los que estaban conmigo preguntaron ansiosos:

—¿Los habéis encontrado?

La respuesta llegó atropelladamente.

—¡No, no! ¡Vayámonos de aquí! ¡Rápido! Este no es sitio para estar, ¡y menos esta noche!

«¿Qué era eso?», fue la pregunta que formulaban de un centenar de maneras. Las respuestas eran diversas e inconcretas, como si los hombres sintieran el impulso de hablar y aun así un miedo compartido les llevara a callar lo que pensaban.

—Era… era… ¡Ya lo creo que sí! —farfulló uno, al que el juicio parecía haberle abandonado de manera pasajera.

—Un lobo, ¡pero en realidad no! —dijo otro con un escalofrío.

—De nada sirve ir tras él si no tenemos una bala previamente bendecida —comentó otro en tono más normal.

—¡Por esta noche ya hemos cumplido! ¡Nos hemos ganado los mil marcos! —exclamó un cuarto.

—Había sangre en los trozos de mármol —dijo otro tras una pausa— y eso no fue por el rayo. En cuanto a él, ¿está bien? ¡Fijaos en su garganta! Mirad, camaradas, el lobo estaba tumbado sobre él para mantenerlo caliente.

El oficial me miró la garganta y contestó:

—Se encuentra bien. La piel no está desgarrada. ¿Qué significa esto? Nunca lo habríamos encontrado de no haber sido por los gañidos del lobo.

—¿Qué ha sido de esa cosa? —preguntó el que me sostenía la cabeza, y que parecía el menos afectado por el pánico; sus manos estaban firmes, sin asomo de temblor. En la manga llevaba un galón de oficial de bajo rango.

—Se ha ido a su casa —respondió un hombre de rostro alargado y pálido, que temblaba de miedo mientras no dejaba de mirar a su alrededor—. Aquí hay tumbas de sobra donde puede yacer. Vayámonos, camaradas. ¡Vayámonos rápido! Salgamos de este sitio maldito.

El oficial me irguió hasta dejarme sentado y pronunció una orden; entre varios hombres me subieron a un caballo. El oficial montó detrás de mí, me sujetó entre sus brazos y dio orden de ponerse en marcha. Dando la espalda a los cipreses, nos alejamos deprisa y en formación.

Mi lengua seguía rehusando funcionar, así que yo permanecía forzosamente en silencio. Debí de dormirme porque lo siguiente que recuerdo es estar en pie, sujetado por un soldado a cada costado. Era casi pleno día y al norte el sol proyectaba una lista roja sobre la extensión de nieve. El oficial decía a los hombres que no contaran nada de lo que habían visto, salvo que encontraron a un inglés protegido por un perro grande.

—¡Un perro! Eso no era un perro —lo interrumpió el hombre que tanto miedo había manifestado—. Sé reconocer a un lobo cuando lo veo.

El joven oficial respondió con serenidad:

—He dicho un perro.

—¡Un perro! —replicó el otro irónicamente. Con la salida del sol estaba recuperando el valor. Señalándome, dijo—: Mire su garganta. ¿Es eso obra de un perro, señor?

Instintivamente, me llevé la mano al cuello, y al tocarlo grité de dolor. Los hombres se arremolinaron a mi alrededor para mirar, algunos tras saltar de sus sillas de montar, y una vez más se oyó la serena voz del oficial.

—Un perro, como he dicho. Si dijéramos cualquier otra cosa solo conseguiríamos que se rieran de nosotros.

Me hicieron montar a la espalda de uno de los jinetes y entramos en los suburbios de Múnich. Allí encontramos un carruaje libre, al que monté y que me llevó al Quatre Saisons; el joven oficial me acompañó, mientras que un jinete nos seguía llevando el caballo de aquel y los demás se retiraban a sus barracones.

Cuando llegamos, Herr Delbrück bajó tan apresuradamente a recibirme que resultó evidente que me había estado esperando. Tomándome las manos me condujo con gran cuidado al interior. El oficial me saludó y ya se estaba dando media vuelta para irse cuando le insistí para que me acompañara a mis habitaciones. Con una copa de vino en la mano le di sentidamente las gracias, a él y a sus camaradas, por salvarme. Respondió que estaba feliz de haberlo hecho y que Herr Delbrück se había ocupado desde el primer momento de gratificar a la partida de búsqueda. Ante esas desconcertantes palabras, el maître d’hotel se limitó a sonreír; por su parte, el oficial adujo que el deber lo llamaba y se retiró.

—Herr Delbrück —pregunté—, ¿cómo y por qué razón fueron los soldados en mi búsqueda?

Se encogió de hombros, como si quisiera quitar importancia a lo que había hecho.

—Tuve la suerte de que mi antiguo comandante de regimiento me concediera permiso para solicitar voluntarios.

—¿Pero cómo sabía usted que me había perdido?

—El cochero vino a verme con lo que quedaba del carruaje, que sufrió serios desperfectos cuando los caballos se desbocaron.

—¿Y solo por eso envió usted una partida militar de búsqueda?

—Claro que no —respondió—. Antes incluso de que llegara el cochero, recibí este telegrama del boyardo que lo ha invitado a usted.

Sacó del bolsillo un telegrama que me tendió y en el que leí:


Bistritza.

Cuide usted de mi invitado. Su seguridad es de lo más preciada para mí. Si algo le sucediera, o en caso de perderse, no repare usted en medios para encontrarlo y garantizar su seguridad. Es inglés y por lo tanto temerario. La nieve, los lobos y la noche son fuentes de peligro. No se demore un instante si sospecha de cualquier perjuicio que él pueda sufrir. Compensaré su celo con mi fortuna. Drácula.


Mientras sostenía el telegrama sentí que la habitación daba vueltas a mi alrededor, y si el atento maître d’hotel no me hubiera sujetado, habría caído al suelo. Había algo tan extraño en todo aquello, tan inquietante e imposible de concebir, que me sentí como si fuerzas desconocidas jugaran conmigo, idea que bastó para paralizarme. Me hallaba bajo alguna forma de protección misteriosa. Desde un país lejano había llegado, justo a tiempo, un mensaje que me rescató del peligro de morir congelado y de las fauces del lobo.



lunes, 20 de abril de 2020

RELATO: "Alrededores de cemento", Brian Lumley



Imagen por Borja Pindado



Alrededores de cemento



Brian Lumley



1

Nunca dejará de asombrarme cómo algunos pretendidos cristianos se complacen perversamente en las desdichas de los demás. La prueba de esto penetró a la fuerza en mi casa, con los rumores totalmente innecesarios que me importunaron a raíz del fatal decaimiento del pariente más próximo que me quedaba.
Había quienes concluían que así como la Luna es responsable de las mareas, y en parte del lento movimiento de las capas superiores de la Tierra, de igual modo lo era del comportamiento de sir Amery Wendy-Smith, a su regreso de África. Como prueba señalaban la repentina fascinación de mi tío por la sismografía —el estudio de los temblores de tierra—, materia que atraía su interés hasta tal extremo que construyó su propio instrumento, un modelo que no incorpora la convencional base de cemento, y de tal exactitud que mide incluso el más leve de los estremecimientos que constantemente sacuden nuestro mundo. Tengo ante mí ahora ese mismo instrumento, rescatado de las ruinas de la casa de campo, y de vez en cuando lo miro con inquietud. Antes de su desaparición, mi tío pasaba horas y horas, aparentemente sin objeto, estudiando los quebrados movimientos del estilo sobre el papel milimetrado.
Por lo que a mí respecta, me resultaba extraño por demás el que mientras sir Amery estuvo en Londres, después de su regreso, evitara viajar en Metro y pagase desorbitantes cuentas de taxi, antes que bajar a lo que él denominaba «esos túneles tenebrosos». Extraño, desde luego, pero nunca lo consideré un signo de locura.
Sin embargo, sus pocos amigos realmente allegados parecían convencidos de su locura, atribuyéndola al hecho de haber vivido demasiado sumergido en esas civilizaciones muertas y casi olvidadas que tanto le fascinaban. Pero ¿cómo podía haber sido de otro modo? Mi tío era arqueólogo hasta la médula. Sus extraños vagabundeos por países extranjeros no eran consecuencia de ningún anhelo de lucro o de fama. Más bien los emprendía por amor a la vida, pues la fama que de ellos resultaba —como ocurre frecuentemente— recaía la mayoría de las veces en sus siempre ávidos colegas. Estos contemporáneos suyos le envidiaban y habrían emulado sus éxitos, de haber poseído la perspicacia y curiosidad de que él estaba tan excepcionalmente dotado... o maldito, como ahora empiezo a creer. Mi rencor hacia ellos se debe a la manera en que le volvieron la espalda después de la espantosa culminación de esa última y fatal expedición. En los primeros años, muchos se habían sentido «atraídos» por sus descubrimientos, pero en esa última expedición, los «parásitos» no fueron invitados, les excluyó del favor, no les ofreció la oportunidad de apoderarse de una gloria remozada. Por eso creo que la mayor parte de las afirmaciones de que había perdido el juicio no eran ni más ni menos que un rencoroso medio de minimizar su genio.
Ciertamente, ese último safari fue su final físico. Al que antes había sido un hombre erguido y fuerte, habida cuenta de su edad, con un pelo como el azabache y una sonrisa constante, se le vio andar con la espalda cargada y muchos kilos de menos. Su pelo se había vuelto gris y su sonrisa nerviosa y rara, mientras que un pronunciado tic sacudía su carne en una comisura de la boca. Antes de que estos espantosos achaques hiciesen posible que sus en otro tiempo «amigos» le ridiculizaran, antes de la expedición, sir Amery había descifrado o traducido —sé muy poco de estas cosas— un puñado de ladrillos rotos y seculares, conocidos en los círculos arqueológicos como los Fragmentos de G'harne.
Aunque él no hablaba nunca abiertamente de sus logros, sé que fue ese descubrimiento lo que le impulsó a ir, desventuradamente, a África.
Él y un grupo de amigos personales, todos ellos caballeros igualmente instruidos, se adentraron en ese continente en busca de una ciudad legendaria que, según creía sir Amery, existió siglos antes de que se pusieran los cimientos de las pirámides. En efecto, de acuerdo con sus cálculos, los primeros antepasados del hombre no habían sido concebidos aún cuando las inmensas murallas de G'harne alzaban sus monolíticas tallas hacia unos cielos primordiales. Con respecto a la edad de la plaza, si es que existió, no podían ser refutadas las pretensiones de mi tío. Las recientes comprobaciones científicas sobre los Fragmentos de G'harne habían demostrado que eran anteriores al período triásico, y su misma existencia resultaba imposible de explicar, a no ser como una arcilla milenaria.
Sir Amery, solo y en una terrible situación, se topó con un campamento de salvajes, cinco semanas después de su partida del pueblo nativo donde la expedición tuvo contacto por última vez con la civilización. Indudablemente, aquellos hombres feroces que encontró habrían terminado con él allí mismo, de no ser por sus supersticiones. Su aspecto enajenado y la extraña lengua en la que gritaba, justamente con el hecho de haber surgido de una zona que era «tabú» en sus leyendas tribales, contuvo sus manos. Finalmente, le cuidaron hasta devolverle cierta apariencia de salud y le transportaron a una región más civilizada, desde la que poco a poco fue capaz de abrirse camino hasta el mundo exterior.
De los demás miembros de la expedición, nada se volvió a saber ni oír, y sólo yo conozco la historia, porque la he leído en la carta que mi tío me dejó. Pero dejaré eso para más adelante.
Después de su regreso solitario a Inglaterra, sir Amery desarrolló esas excentricidades ya mencionadas, y la mera alusión o especulación por parte de extraños sobre la desaparición de sus colegas bastaba para que empezase a desvariar horriblemente sobre cosas inexplicables, tales como «un país enterrado donde Shudde-M'ell medita y burbujea y trama la destrucción de la raza humana y la liberación del Gran Cthulhu de su prisión acuática...» Cuando se le instó oficialmente a que diese cuenta de la desaparición de sus compañeros dijo que habían muerto en un terremoto, y aunque, según la opinión común, se le pidió que aclarase su respuesta, no dijo nada más...
Así, como no estaba seguro de cómo reaccionaría a las preguntas sobre su expedición, no quise interrogarle sobre ella. Sin embargo, en aquellas raras ocasiones en que hablaba espontáneamente sin que se le presionase, yo escuchaba ávidamente porque igual que los demás, anhelaba esclarecer el misterio.
Había vuelto hacía sólo unos meses cuando súbitamente se marchó de Londres y me invitó a su casa de campo, aislada aquí en los pantanos de Yorkshire, para que le hiciese compañía. Esta invitación fue una cosa extraña en sí misma, ya que él era un hombre que había pasado meses enteros en absoluta soledad, en diversos lugares desolados y apartados, y le gustaba considerarse una especie de ermitaño. Acepté porque vi una ocasión perfecta para compartir un poco de esa soledad que me parecía particularmente útil para escribir.


2

Un día, poco después de instalarme en su casa, sir Amery me enseñó un par de esferas extrañamente hermosas y nacaradas. Medían unos diez centímetros de diámetro, y aunque no había logrado identificar categóricamente el material de que estaban hechas, me dijo que parecía ser una desconocida combinación de calcio, crisolita y polvo de diamante.
«Cualquiera sabe cómo se habrá conseguido», decía él. Las esferas, dijo, habían sido halladas en el emplazamiento de la muerta G'harne —fue la primera alusión al hecho de que había encontrado realmente el lugar—, sepultadas bajo tierra en un estuche de piedra, sin tapa, con extraños ángulos y ciertos grabados absolutamente remotos en sus caras. Sir Amery no fue explícito ni mucho menos respecto de dichos dibujos, comentando solamente que sugerían cosas tan repugnantes que no estaría bien describirlas con demasiado detalle. Finalmente, en respuesta a mis preguntas de sondeo, me contó que representaban monstruosos sacrificios a cierta deidad inefable y atónica. Se negó a decir más, pero me remitió, ya que yo parecía tan «tremendamente ansioso», a las obras de Cómodo y del obseso Caracalla. Dijo también que en la caja, juntamente con los grabados, había muchas líneas de caracteres profundamente tallados, muy semejantes a los grabados cuneiformes de los Fragmentos de G'harne y que, en ciertos aspectos, tenían un inquietante parecido con los casi impenetrables Manuscritos Pnakóticos. Muy posiblemente, prosiguió, el recipiente había sido una caja de adorno, y las esferas, con toda probabilidad, debieron de ser chucherías de algún niño de la antigua ciudad; desde luego, se mencionaba a los niños —o jóvenes de muy corta edad— en lo que él había logrado descifrar de la singular escritura de la caja.
Fue en este punto de su relato cuando observé que los ojos de sir Amery empezaban a vidriarse y que su voz comenzaba a flaquear, casi como si algún extraño obstáculo psíquico afectase su memoria. Sin previo aviso, como el hombre que cae súbitamente en trance hipnótico, se puso a murmurar cosas sobre Shudde-M'ell y Cthulhu, Yog-Sothoth y Yibb-Tstll —«dioses remotos que desafían toda descripción»— y sobre mitológicos lugares de nombres igualmente fantásticos: Sarnath e Hiperbórea, R'lyeh y Ephiroth y muchos otros...
Aunque yo estaba deseoso de saber más sobre aquella trágica expedición, temía ser yo quien detuviera a sir Amery en sus explicaciones. Pero por más que me esforcé, oyéndole balbucear esas cosas, no pude evitar que se reflejase en mi rostro una expresión de compasión, de modo que cuando me miró, se excusó apresuradamente y corrió a refugiarse en la intimidad de su habitación. Más tarde, cuando pasé por delante de su puerta, le vi concentrado en su sismógrafo, y parecía estar correlacionando las señales de su papel con un atlas mundial que había cogido de la biblioteca. Me preocupó el notar que hablaba tranquilamente consigo mismo.
Naturalmente, siendo lo que era, y teniendo tan gran interés en los problemas étnicos, mi tío siempre había poseído —junto con sus colecciones de documentos históricos y geográficos— una serie de obras superficiales relativas al saber antiguo y a primitivas y dudosas religiones. Me refiero a obras como La rama dorada o el Culto de las brujas, de Margaret Murray. Pero ¿qué podía pensar yo de aquellos otros libros que encontré en su biblioteca a los pocos días de mi llegada? Había en sus estantes al menos nueve obras de las que sé que aluden a tales atrocidades que han sido calificadas por autoridades de muy distintas épocas de infames, blasfemas, repugnantes, execrables y completamente demenciales. Estaban entre ellas el Cthaat Aquadingen, de autor desconocido; las Notas sobre el Necronomicón, de Feery; el Liber Miraculorum; la Historia de la magia, de Eliphas Lévi, y un ejemplar encuadernado en una piel ya descolorida del horrendo Cultes des Goules. Quizá el peor que vi fue un volumen mohoso de Cómodo que este maníaco escribió en el año 183, y que habían evitado que siguiese cuarteándose mediante laminación.
Y más aún, como si estos libros no fuesen lo bastante desconcertantes, ¡estaba eso otro! ¿Qué podría decir del cántico indescifrable, como un zumbido, que oía a menudo y que procedía de la habitación de sir Amery en plena noche? La primera vez que ocurrió esto fue la sexta noche de mi estancia en su casa; me sacaron de mi desasosegado sopor los morbosos acentos de una lengua aparentemente imposible de imitar por las cuerdas vocales del hombre. Sin embargo, mi tío se expresaba con fluidez; yo logré transcribir una especie de estribillo que repetía frecuentemente, en lo que consideré que podía ser su expresión fonética más apropiada. Los fonemas resultantes —o sonidos— eran:

Ce'haiie ep-ngh fl'hur G'harne fhtagn,
Ce'haiie fhtagn ngh Shudde-M'ell.
Hai G'harne orr'e ep fl'hur,
Shudde-M'ell ican-icanicas fl'hur orr'e G'harne...

Aunque entonces me pareció impronunciable, tal como lo oía, he descubierto que cada día que pasa, de un modo extraño, la pronunciación de esas palabras me resulta más fácil, como si con la proximidad de un horror obsceno fuese más capaz de proferir esas terribles expresiones. Quizá se deba a que últimamente, en mis sueños, he tenido ocasión de repetir esas mismas palabras, y, como todas las cosas se hacen más sencillas en los sueños, mi fluidez ha pasado a mi vida ágil. Pero eso no explica los temblores, los mismos inexplicables temblores que tanto asustaban a mi tío. ¿Son las sacudidas que provocan los perpetuos estremecimientos del estilo del sismógrafo meros vestigios de algún inmenso cataclismo subterráneo que tiene lugar a mil kilómetros de profundidad y a cinco mil de distancia... o son ocasionadas por algo distinto? ¿Algo tan outré y espantoso que mi mente se hiela cuando trato de estudiar el problema demasiado a fondo?


3

Llevaba yo con él algunas semanas, cuando sir Amery comenzó a dar claras muestras de recobrarse rápidamente. Desde luego, todavía se le veía cargado de espaldas —aunque daba la sensación de que algo menos—, y seguía con sus supuestas excentricidades; pero volvía a ser el mismo en otros aspectos. El tic nervioso había desaparecido de su cara completamente y sus mejillas habían recuperado algo de su antiguo color. Su mejoría, pensé, se debía a sus interminables estudios del sismógrafo; porque a la sazón yo había comprobado que existía una relación concreta entre los registros de esa máquina y la enfermedad de mi tío. No obstante, no alcanzaba a entender por qué los movimientos internos de la Tierra podían determinar el estado de sus nervios. Fue después de una visita a su habitación, para consultar ese instrumento, cuando me habló más de la ciudad muerta de G'harne. Era un tema del que yo tenía que haber intentado alejarle.
—Los fragmentos —dijo—, indican el emplazamiento de una ciudad cuyo nombre, G'harne, sólo se conoce por la leyenda y se la cita en el pasado junto con la Atlántida, Mu y R'lyeh. Es un mito nada más. Pero si a una leyenda se le da un emplazamiento geográfico, se la fortalece en cierto modo... y si ese emplazamiento proporciona reliquias del pasado, de una civilización perdida hace milenios, entonces la leyenda se convierte en historia. Te sorprendería conocer la cantidad de historia que efectivamente se ha reconstruido de ese modo.
»Yo tenía la esperanza, la corazonada podría decir, de que G'harne había existido en la realidad, y al descifrar los fragmentos vi que estaba a mi alcance probar, de una manera o de otra, esta realidad suya. He estado en algunos extraños lugares, Paul, y he escuchado relatos aún más extraños. Una vez viví con una tribu africana que declaraba poseer los secretos de la ciudad perdida y los narradores que contaban historias me hablaron de un país donde jamás brilla el sol; donde Shudde-M'ell, ocultándose profundamente en el suelo acolmenado, trama la propagación del mal y la locura por todo el mundo y proyecta ¡la resurrección de otras abominaciones aún peores!
»Se oculta en la tierra y espera a que llegue el momento en que las estrellas sean favorables, y sus hordas horribles sean suficientes en número, ¡para poder infestar el mundo entero con su repugnancia y provocar el retorno de otras criaturas nacidas en las estrellas, que habitaron en la Tierra millones de años antes de la aparición del hombre, y que aún estaban aquí, en ciertos lugares tenebrosos, cuando éste surgió! Y te digo, Paul —su voz se había elevado—, que aún están aquí..., ¡en los lugares más insospechados! Me hablaron de unos sacrificios a Yog-Sothoth y a Yibb-Tstll que te helarían la sangre, y de ritos horripilantes practicados bajo cielos prehistóricos, antes de que el viejo Egipto viera la luz. Las cosas que oí hacen palidecer las obras de Alberto Magno y de Grobert, y aun el propio Sade habría enmudecido de estupor al escucharlas.
La voz de mi tío había ido animándose progresivamente a cada frase, pero ahora se detuvo para tomar aliento; y en un tono más normal y sosegado, prosiguió:
—Mi primer pensamiento al descifrar los fragmentos fue organizar una expedición. Puedo decirte que yo sabía de ciertas cosas que podía haber excavado y sacado a la luz aquí en Inglaterra (te sorprendería saber lo que acecha bajo la superficie de algunas de estas apacibles colinas de Cotswold); pero eso habría alertado a toda una hueste de supuestos «expertos» y aficionados, así que opté por G'harne. Cuando mencioné por primera vez a Kyle, a Gordon y a los demás, mi idea de organizar una expedición, mis argumentos parece que fueron tan absolutamente convincentes que todos insistieron en acompañarme. Algunos, sin embargo, debieron pensar que venían a una cacería de fantasmas, pues como he explicado, G'harne estaba en el mismo reino que Mu y que Ephiroth, o lo estuvo al menos, y debieron de imaginar que iban en busca de una verdadera lámpara de Aladino; pero a pesar de todo, vinieron. No podían permitirse el lujo de no venir, porque si G'harne resultaba ser real..., ¡bueno! Pienso en la gloria que se perderían... No se lo perdonarían jamás. Y por eso no puedo perdonarme a mí mismo; porque de no haberme entremetido con los fragmentos, estarían todos aquí ahora, Dios les asista...
Nuevamente la voz de sir Amery se había llenado de cierta temerosa excitación, y prosiguió febrilmente:
—¡Cielos, pero este lugar me pone enfermo! No podré resistir mucho tiempo. Está toda esta hierba y esta tierra. ¡Me hace estremecer! Alrededores de cemento es lo que necesito; y cuanto más gruesa sea la capa de cemento, mejor... Aunque hasta las ciudades tienen sus desventajas: los metros y demás... ¿Has visto Accidente de Metro, de Pickmen, Paul? ¡Dios mío, qué película! Y aquella noche, ¡aquella noche! ¡Si los hubieses visto trepar por las minas! Si hubieses sentido los temblores... ¡Bueno! El mismo suelo oscilaba y danzaba cuando salían... Los habíamos molestado, ¿comprendes? Incluso puede que creyeran que eran atacados, y salieron... ¡Dios mío! ¿Cuál pudo ser la razón de tanta ferocidad? Sólo unas horas antes me había estado felicitando a mí mismo por haber descubierto las esferas, y luego... Y luego...
Ahora jadeaba y sus ojos, como antes, se habían vuelto vidriosos. Su voz había sufrido un extraño cambio en el timbre y sus acentos eran tartamudeantes y extraños.
—Ce-haiie, Ce'haiie..., la ciudad puede estar enterrada, pero quienquiera que diga que está muerta, no sabe lo que se dice. ¡Estaban vivos! Están vivos desde hace millones de años; quizá no pueden morir... ¿Y por qué no? ¿No son dioses, de algún modo? Y salen de noche...
—¡Tío, por favor! —exclamé.
—No me mires así, Paul, ni pienses lo que estás pensando... Han ocurrido cosas extrañas, créeme... Wilmarth, de Miskatonic, debió de contar alguna historia fantástica, ¡apostaría a que sí! ¡Tú no has leído lo que Johansen escribió! ¡Dios mío, lee el relato de Johansen! Hai ep fl'hur... Wilmarth..., el viejo charlatán... ¿Qué no habrá que sepa él y no quiera revelar? ¿Y por qué lo que se encontró en aquellas Montañas de la Locura se mantuvo tan en secreto, eh? ¿Y qué extrajo el equipo de Peabodie de la tierra? Dime todo eso, si puedes. ¡Ja, ja, ja! Ce'haiie, Ce'haiie... G'harne icanica...
Y se puso a gritar, con los ojos vidriosos y gesticulando violentamente con las manos en el aire. No creo que me viese a mí, ni nada..., salvo —con los ojos de la mente— una horrible repetición de lo que imaginaba que había sucedido. Le cogí por el brazo para apaciguarle, pero él apartó mi mano, evidentemente sin saber lo que se hacía.
—Ya salen esos seres gomosos... Adiós, Gordon... No gritéis así; los gritos me trastornan la mente... ¡Gracias al cielo que sólo es un sueño! Una pesadilla como todas las que he venido sufriendo últimamente... Es un sueño, ¿verdad? Adiós, Scott, Kyle, Leslie...
De repente, con los ojos desencajados, giró sobre sí violentamente:
—¡El suelo se abre! Cuántos... Me caigo... ¡No es un sueño! ¡Dios mío! ¡NO ES UN SUEÑO! ¡No! ¡Apartaos! ¿Me oís? ¡Aghhh! ¡El limo...! ¡Corramos!... ¡Lejos de esas voces, lejos de esos ruidos de succión y de esos cánticos!
De manera imprevista, prorrumpió él mismo en un cántico, y su espantoso acento, no distorsionado por la distancia ni por el espesor de una puerta robusta, habría hecho perder el sentido a un oyente más temeroso. Era como el que le oía a veces en plena noche, pero las palabras no parecen tan malignas sobre el papel; más bien resultan casi ridículas. Sin embargo, oírlas de una boca de mi propia carne y sangre... y con aquella antinatural fluidez...
Ep ep fl'hur G'harne,
G'harne fhtagn Shudde-M'ell hyas Negg'h.
Mientras cantaba estas increíbles palabras, los pies de sir Amery habían empezado a tantear arriba y abajo en una grotesca parodia de carrera. De pronto, empezó a gritar otra vez, y con una brusquedad sobrecogedora, saltó junto a mí y echó a correr con todas sus fuerzas, yendo a chocar contra la pared. El golpe le abatió y cayó como un guiñapo en el suelo.
Me angustió el pensar en la posibilidad de que mis limitados auxilios no fuesen los adecuados; pero para mi inmenso alivio recobró la conciencia unos minutos después. Tembloroso, me aseguró que estaba «bien, sólo un poco alterado», y sostenido por mi brazo, se retiró a su habitación.
Esa noche me fue imposible cerrar los ojos, así que me envolví en una manta y me senté junto a la habitación de mi tío, por si su sueño se veía turbado. Sin embargo, pasó una noche tranquila y, paradójicamente, por la mañana parecía haber eliminado de su organismo aquel estado, y daba muestras de franca mejoría.
Los modernos médicos saben desde hace tiempo que en ciertos estados mentales se puede conseguir una curación haciendo que el paciente reviva los sucesos que ocasionaron su trastorno. Quizá la explosión de mi tío en la noche anterior surtiera el mismo efecto; al menos así lo creí yo, porque por entonces había concebido nuevas ideas sobre su anormal comportamiento. Me decía a mí mismo que si había tenido pesadillas periódicas y en medio de una de ellas había ocurrido un terremoto en el que murieron sus amigos y colegas, era muy natural que su mente se hubiera desquiciado temporalmente al despertar y descubrir la carnicería. Y si mi teoría era correcta, explicaría también sus obsesiones sísmicas...


4

Una semana más tarde afloró otro lamentable síntoma del estado de sir Amery. Parecía haber mejorado mucho, aunque de vez en cuando aún deambulaba en sueños, y había salido al jardín «a podar un poco». Estábamos ya en el mes de setiembre y hacía frío, pero lucía el sol y pasó la mañana entera ocupado con el rastrillo y la podadera. Nos arreglábamos nosotros solos; y estaba yo pensando en ponerme a preparar la comida, cuando ocurrió una cosa muy rara. Sentí claramente moverse el suelo bajo mis pies y oí un ruido sordo y prolongado. Yo estaba sentado en el cuarto de estar cuando ocurrió, y un momento después se abrió de golpe la puerta del jardín e irrumpió mi tío. Su rostro estaba mortalmente pálido y tenía los ojos horriblemente desencajados al pasar junto a mí en dirección a su cuarto. Me quedé tan aturdido ante su súbita aparición que apenas me moví de la silla, hasta que regresó temblando al cuarto de estar. Sus manos se agitaban nerviosas al sentarse en una butaca.
—Ha sido el suelo... Creí por un segundo que el suelo... —se puso a murmurar, más para sus adentros que para mí, y a temblar visiblemente de pies a cabeza, como consecuencia de la tremenda impresión sufrida. Luego vio la preocupación reflejada en mi rostro y trató de serenarse—. El suelo... Estaba seguro de haber sentido un temblor; pero me he equivocado. Debe de ser este lugar. Todo este espacio abierto... Me temo que tendré que hacer un esfuerzo y marcharme de aquí. ¡Hay en definitiva demasiada tierra y poco cemento! Alrededores de cemento es lo que...
Estuve a punto de decirle que yo también había notado la sacudida, pero sabiendo que él creía que estaba equivocado, me callé. No quería avivar inútilmente sus considerables trastornos.
Esa noche, cuando sir Amery se hubo retirado, entré en su despacho —habitación que, aunque él nunca me lo había dicho, yo sabía que consideraba inviolable— para echar un vistazo al sismógrafo. Antes de inspeccionar el aparato, empero, vi las notas esparcidas sobre la mesa de al lado. Una mirada bastó para comprender que las hojas de blanco papel estaban cubiertas de anotaciones fragmentarias con la letra de mi tío, y cuando miré más de cerca sentí malestar, al descubrir que eran una vaga mezcolanza de sucesos aparentemente inconexos —y sin embargo, aparentemente conectados también— en relación con sus fantásticas conjeturas. Dichas notas han pasado a mi posesión definitiva, y dicen textualmente así:

MURO DE ADRIANO
Años 122-128. Ladera del limes (¿¿la Gn'yah de los Fragmentos??). Temblores de tierra interrumpieron excavaciones, por lo que los bloques de basalto quedaron abandonados en el foso incompleto con agujeros en cuña para abrir la piedra.
W'nyal-Shash (MITRA )
Los romanos tenían sus propias deidades, pero no a Mitra, a quien los discípulos de Cómodo el Maníaco ofrecían sacrificios en la ladera del Limes. ¡Y ésa era la misma zona donde, cincuenta años antes, se desenterró y descubrió un gran bloque de piedra con inscripciones y dibujos grabados! El centurión Silvano borró ambas cosas a golpes y enterró el bloque otra vez. Recientemente se ha descubierto un esqueleto, identificado positivamente como el del propio Silvano por la sortija de sello de uno de sus dedos, bajo el suelo (profundo) donde una vez hubo una Taberna Vicus en Housesteads Fort; ¡pero no sabemos cómo desapareció! Tampoco eran demasiado precavidos los seguidores de Cómodo. Según Caracalla, también desaparecieron súbitamente... ¡durante un terremoto!
AVEBURY
(¿¿La A'byy neolítica de los Fragmentos y de los Manuscritos Pnakóticos??). Ref. al libro de Stukeley, Un templo para los druidas británicos. Druidas, efectivamente... ¡Pero Stukeley casi acertó al hablar del Culto a la Serpiente! ¡Gusanos, para ser más exactos!
CONCILIO DE NANTES
(Siglo IX). El concilio no sabía lo que se hacía cuando ordenó: «Que también las piedras, aquellas que, engañados por los demonios, adoran en las ruinas y en el interior de los bosques, donde hacen sus votos solemnes y ejecutan sus ofrendas, sean arrancadas de sus mismos cimientos y arrojadas a lugares donde sus devotos jamás puedan encontrarlas otra vez»... ¡He leído este párrafo tantas veces que se me ha grabado en la memoria! Sólo Dios sabe lo que sucedió a los pobres diablos que trataron de cumplir las órdenes del Concilio...
DESTRUCCIÓN DE GRANDES PIEDRAS
En los siglos XIII y XIV, la Iglesia intentó también arrancar ciertas piedras de Avebury, objeto de supersticiones locales, ¡ya que las gentes del campo participaban en los cultos paganos y de brujería que se celebraban en torno a ellas! De hecho, algunas de las piedras fueron destruidas —mediante fuego y lucha— «por los trazados que había en ellas».
INCIDENTE
1920-25. ¿Por qué se realizó el enorme esfuerzo de enterrar una de las grandes piedras? Un temblor de tierra ocasionó el deslizamiento de la piedra, atrapando a un obrero. Al parecer, no se hizo nada por rescatarle... El «accidente» sucedió de noche, ¡y otros dos hombres murieron de terror! ¿Por qué huyeron los demás trabajadores del lugar? ¿Y qué era el titánico ser que uno de ellos vio hundirse en el suelo entre contorsiones? Al parecer, dicho ser dejó un olor nauseabundo detrás... Por su OLOR los conoceréis... ¿Era miembro de otro nido de gules intemporales?
EL OBELISCO
¿Por qué rompieron el enorme obelisco de Stukeley? Los trozos fueron enterrados a principios del siglo XVIII , pero en 1833, Henry Browne encontró sacrificios quemados en el lugar... Y cerca, en Silbury Hill... ¡Dios mío! ¡Dichoso monte del demonio! Hay cosas, aun en medio de estos horrores, cuyo mero pensamiento resulta imposible de soportar; ¡y mientras conserve mi juicio, es mejor que Silbury Hill sea uno de ellos!
AMÉRICA : INNSMOUTH
1928. ¿Qué sucedió realmente y por qué el Gobierno federal arrojó cargas de profundidad en el Arrecife del Diablo, en la costa atlántica, exactamente frente a Innsmouth? ¿Por qué desaparecieron la mitad de los ciudadanos de Innsmouth? ¿Cuál era su relación con la Polinesia, y qué hay sepultado en las tierras bajo el mar?
EL QUE CAMINA EN EL VIENTO
(El Caminante de la Muerte, Ithaqua, el Wendigo, etc.) Sin embargo, otro horror, ¡aunque de tipo diferente! ¡Y qué prueba! Supuestos sacrificios humanos en Manitoba. Increíbles circunstancias rodean el Caso Norris. Spencer, de la Universidad de Quebec, afirma la literal validez del caso... Y al...

Pero ahí terminaban las notas, y cuando las leí por primera vez me alegré de que fuese así. Cada vez era más evidente que mi tío estaba muy lejos de encontrarse bien, y no muy en su juicio. Desde luego, siempre cabía la posibilidad de que hubiese escrito esas notas antes de su aparente mejoría, en cuyo caso su estado no era forzosamente tan malo como parecía.
Después de volver a colocar las notas exactamente como las había encontrado, volví mi atención hacia el sismógrafo. La línea del gráfico era recta y firme, y cuando quité el carrete y revisé el papel vi que durante los últimos doce días había registrado aquella casi antinatural e invariable línea recta. Como he dicho, ese aparato y el estado de mi tío se hallaban directamente relacionados, y esta prueba de quietud de la tierra era indudablemente la razón del relativo bienestar que había experimentado él últimamente.
Pero aquí había otra cosa singular... Francamente, estaba asombrado de mis descubrimientos, pues estaba seguro de haber notado un temblor —en efecto, había oído un ruido sordo y prolongado—, y parecía imposible que sir Amery y yo hubiésemos sufrido la misma y simultánea ilusión sensorial. Rebobiné el carrete, y al volverme para salir de la habitación, reparé en algo que se le había caído a mi tío. Era un pequeño tornillo de bronce que brillaba en el suelo. Una vez más, desmonté el carrete y vi el agujero del que faltaba, que ya había observado antes, aunque no me había parecido nada importante. Ahora adiviné que era el lugar del tornillo. No tengo ni idea de mecánica y no podría decir qué papel desempeñaba este pequeño elemento en el funcionamiento del aparato; no obstante, lo volví a colocar, y el instrumento quedó en perfecto estado. Entonces me quedé un instante junto a él, para asegurarme de que marchaba perfectamente, y a los pocos segundos comprobé que todo estaba en regla. Fueron mis oídos los primeros en advertirme del cambio. Antes había sonado un zumbido de maquinaria de reloj y un ruido como de raspar continuo y uniforme. El zumbido aún sonaba, pero en vez del raspar uniforme, oí suaves rasgueos que atrajeron mis fascinados ojos hacia el estilo.
Aquel tornillito, evidentemente, era la clave de todo. No era de extrañar que la sacudida que sentimos por la mañana, y que había alterado tantísimo a mi tío, hubiese quedado sin registrar. El instrumento no había funcionado correctamente entonces; pero ahora, sí... Ahora podía verse claramente cómo cada pocos minutos el suelo se estremecía con unos temblores que, aunque no tan fuertes como para notarlos sensiblemente, eran, desde luego, lo bastante intensos como para que el estilo zigzaguease sobre la superficie del papel giratorio.
Me sentí en un estado mucho más agitado que el propio suelo cuando finalmente me retiré esa noche. No obstante, no era capaz de determinar la causa de mi nerviosismo. ¿Por qué, exactamente, me sentía tan aprensivo respecto a mi descubrimiento? Desde luego, yo sabía que ahora el efecto del funcionamiento —¿correcto?— del aparato sobre mi tío habría sido probablemente de lo más desagradable, y que hubiera podido provocarle otra de sus «explosiones»; pero ¿era eso lo que me llenaba de inquietud? Cuando lo pensaba, no veía razón alguna por la que una zona del campo recibiese un porcentaje de temblores de tierra mayor del que le correspondía. Por último, concluí que, o el aparato era defectuoso, o era enormemente sensible, y me fui a acostar asegurándome a mí mismo que la violenta sacudida que habíamos sentido había sido mera coincidencia con el estado de mi tío. No obstante, antes de dormirme, noté que el aire mismo parecía cargado de una extraña tensión, y que la leve brisa que había agitado las últimas hojas durante el día se había calmado completamente, dejando una quietud absoluta en la que, durante mi sueño ligero, me pareció que el suelo temblaba toda la noche bajo mi cama...


5

Al día siguiente, me levanté temprano. Andaba escaso de material de escribir y había decidido coger el único autobús de la mañana para Radcar. Me marché antes de que se levantase sir Amery, y durante el viaje volví a pensar en los sucesos del día anterior; entonces decidí hacer alguna averiguación mientras estuviese en el pueblo. En Radcar tomé un bocado y luego pasé por las oficinas del Radcar Recorder, donde un tal señor Mckinnen, subdirector, me fue particularmente útil. Estuvo un rato en el teléfono de la oficina, haciendo extensas preguntas en interés mío. Finalmente me dijo que durante la mayor parte del año no había habido temblores de ningún tipo en Inglaterra, cuestión que yo habría discutido, evidentemente, de no haber esperado más información. Me enteré de que había habido algunas pequeñas sacudidas y que éstas habían ocurrido en lugares como Goole, que distaba unos kilómetros (una de ellas había tenido lugar precisamente en las últimas veinticuatro horas) y en Tenterden, cerca de Dover. Había habido también un levísimo temblor en Ramsey, Huntingdonshire. Le di las gracias efusivamente al señor Mckinnen por su ayuda, y me habría marchado inmediatamente; pero a última hora se le ocurrió preguntarme si me interesaría comprobarlo en las colecciones de periódicos internacionales. Acepté agradecido y me dejó que revisase yo solo un enorme montón de traducciones interesantes. Naturalmente, la mayoría no me servían de nada, pero no me costó demasiado dar con lo que me interesaba. Al principio me costó trabajo creer en el testimonio de mis propios ojos. Leí que en agosto había habido terremotos en Aisne de tal gravedad que una o dos casas se habían derrumbado hiriendo a determinado número de personas. Estas sacudidas habían sido semejantes a las que había habido semanas antes en Agen, en el sentido de que parecían más consecuencia de un asentamiento del terreno que un verdadero terremoto. A primeros de julio habían tenido lugar también temblores en Calahorra, Chinchón y Ronda, España. La trayectoria era recta como el vuelo de una flecha y pasaba por —o más bien por debajo de— el estrecho de Gibraltar y Xauen, en el Marruecos español, donde una calle entera de casas se había venido abajo. Más allá, sin embargo... Pero ya tenía bastante. No me atreví a seguir leyendo; no quería saber —ni aun remotamente— el paradero de la muerta G'harne...
¡Oh! Había más que suficiente para hacerme olvidar el motivo original de mi viaje. Mi libro podía esperar, porque ahora había cosas más importantes que hacer. Mi siguiente escala fue la biblioteca del pueblo, donde saqué el Atlas Mundial, de Nicheljohn, y lo abrí por esa página que tiene un mapa doblado de las Islas Británicas. Mi conocimiento de la geografía y condados ingleses es regular, y me había parecido extraordinario el que lugares sin relación alguna hubiesen sufrido pequeños terremotos. No me había equivocado.
Utilizando un segundo libro a modo de regla, pude unir Goole, de Yorkshire, con Tenterden, en la costa sur, y vi con un hormigueo de monstruosa aprensión que la línea pasaba muy cerca, si no directamente por Ramsey, en Huntingdonshire. Seguí con angustiado interés la línea hacia el norte, y con los ojos súbitamente febriles, vi que pasaba ¡a menos de una milla de la casa de campo de los pantanos! Mis dedos torpes e insensibles volvieron las páginas hasta que encontré la correspondiente a Francia. Me detuve un instante, y luego proseguí hasta encontrar España, y, finalmente, África. Durante largo rato permanecí inmóvil, en anonadado silencio, volviendo páginas de vez en cuando, comprobando nombres y lugares de manera mecánica... Cuando finalmente abandoné la biblioteca, mis pensamientos se arremolinaban en torbellino, y sentí que me recorría la espalda un escalofrío de arcaico terror abismal. Mis nervios, antes perfectamente equilibrados, empezaban ya a desmoronarse...
Durante el viaje de regreso por los pantanos en el autobús de la tarde, el ronroneo del motor me arrulló, sumiéndome en una especie de sopor en el que otra vez oí algo que sir Amery había murmurado, algo que había dicho en voz alta cuando dormía, y probablemente soñaba. Había dicho:
«No les gusta el agua... Inglaterra está a salvo... Tienen que ahondar demasiado...»
El recuerdo de esas palabras me sobresaltó, desvelándome completamente y produciéndome un frío que me penetró hasta la médula de los huesos. No fueron ésos unos sentimientos de falso y alucinado presagio, pues en la casa me esperaba lo que consumaría la completa destrucción de mi sistema nervioso...
Cuando el autobús dio la vuelta en la curva final del bosque que oculta la casa, ¡lo vi! El edificio se había derrumbado. ¡Sencillamente, no podía comprenderlo! Aun sabiendo lo que sabía —con todas las pruebas que lentamente había ido recogiendo—, era demasiado para la comprensión de mi torturado cerebro; bajé del autobús y esperé a que éste pasara los coches aparcados de la policía, antes de cruzar la carretera. La cerca de la casa había sido derribada para dejar paso a una ambulancia ahora estacionada en el jardín singularmente inclinado. Habían montado proyectores, pues era casi de noche, y un par de socorristas trabajaba frenéticamente entre las increíbles ruinas. Al quedarme contemplándolo todo, horrorizado, se me acercó un oficial de la policía y, tras identificarme, me contó la siguiente historia.
Al pasar, un motorista había visto el derrumbamiento, y los temblores que acompañaron se habían sentido en Marske. El motorista se dio cuenta de que poco podía hacer él solo, y fue rápidamente a Marske a dar parte. Al parecer, la casa se había venido abajo como un castillo de naipes. La policía y una ambulancia se habían presentado en el lugar del suceso en cuestión de minutos, y las operaciones de rescate habían comenzado inmediatamente. Por ahora parecía que mi tío estaba fuera cuando ocurrió el derrumbamiento, pues hasta el momento no habían encontrado rastro alguno de él. Habían notado un olor extraño, hediondo en el lugar, pero se desvaneció poco después de comenzar los trabajos de rescate. Los socorristas habían despejado los suelos de todas las habitaciones, salvo el del despacho; y mientras el oficial me ponía al corriente, seguían sacando más escombros. Súbitamente, se hizo silencio en el excitado murmullo de voces. Vi que el grupo de obreros que trabajaban en el rescate se habían quedado como mirando algo en el suelo. Mi corazón dio un vuelco, y trepé por encima de los escombros para averiguar qué era lo que habían descubierto.
Allí, en lo que había sido el piso del despacho, estaba lo que yo había temido y casi me esperaba. Era simplemente un boquete. Un boquete abierto en el piso; pero en los bordes quedaban restos del entarimado, y por la forma en que se había astillado, parecía como si el suelo, en vez de hundirse, hubiera sido destrozado desde abajo...


6

Desde entonces, no se ha sabido nada de sir Amery Wendy-Smith, y aunque figura entre las personas desaparecidas, yo sé que de hecho está muerto. Se ha ido a los mundos de antigua maravilla y lo único que pido es que su alma vague por el lado nuestro del umbral. Pues en nuestra ignorancia, cometimos con sir Amery una gran injusticia, yo y todos los que hemos pensado que había perdido el juicio. Ahora entiendo todos sus extraños comportamientos; pero el llegar a comprenderlo resulta duro, y sé que me va a costar caro. No, él no estaba loco. Hizo lo que hizo como autoprotección, y aunque sus precauciones resultaron inútiles, en definitiva fue el miedo a un terror innominado, y no la locura, lo que le impulsó a adoptarlas.
Pero lo peor está aún por venir. Yo mismo tengo que enfrentarme con un final parecido. Lo sé, porque haga lo que haga, los temblores me persiguen. ¿O son sólo figuraciones mías? ¡No! Tengo muy poco trastornado el juicio. Mis nervios están deshechos, pero mi mente está intacta. ¡Sé demasiado! Ellos me han visitado en sueños, como creo que visitaron a mi tío, y lo que han leído en mi mente les ha advertido del peligro que corren. No se atreven a dejarme investigar, pues he llegado a tal punto que un día podría denunciarlos plenamente a los hombres, antes de que estén preparados... ¡Dios! ¿Por qué no ha contestado ese viejo loco de Wilmarth, de la Miskatonic, a mis telegramas? ¡Debe haber una salida! Aun ahora siguen cavando, esos moradores de las tinieblas... ¡Pero, no! Sería inútil. Debo seguir y terminar este relato. No he tenido tiempo de ir a contarles a las autoridades la verdad, pero aun cuando lo hubiese tenido, sé cuál habría sido el resultado. «Hay algo mal en la sangre de los Wendy-Smith», dirían. Pero este manuscrito contará la historia por mí y también servirá de advertencia para los demás. Quizá cuando se vea lo próximos que pasan mis paralelos de los de Sir Amery, sienta la gente curiosidad; con este manuscrito como guía, quizá lo averigüen los hombres y destruyan la vieja locura de la Tierra, antes de que sea ésta quien les destruya a ellos...
Unos días después del derrumbamiento de la casa de campo de los pantanos, me instalé aquí, en esta casa de las afueras de Marske, para estar cerca por si aparece de nuevo mi tío, aunque tengo muy poca esperanza. Pero ahora, un terrible poder me retiene aquí. No puedo huir... Al principio, su poder no era tan fuerte, pero ahora... Ya no soy capaz ni de abandonar este escritorio y sé que el final ha de llegar pronto. Me encuentro inmovilizado en esta silla como si hubiese echado raíces en ella, y todo lo que puedo hacer es ¡escribir! Pero debo seguir..., debo seguir... Aunque los movimientos del suelo son mucho más fuertes ahora. Este condenado, burlesco, infernal estilo salta locamente de un lado a otro del papel...
A los dos días tan sólo de instalarme aquí, la policía me entregó un sobre sucio y manchado de tierra. Lo encontraron entre las ruinas de la casa —cerca de aquel extraño boquete—, y está dirigido a mí. Contiene esas notas que ya he copiado, y una carta de sir Amery, que por su espantoso final, debía de estar aún escribiendo cuando el horror vino por él... Bien pensado, no es de sorprender que el sobre escapara a la destrucción. Ellos no sabían qué era, y por eso no le prestaron ningún interés. En realidad, nada en la casa fue destruido deliberadamente —o sea, nada inanimado—, y por lo que he podido averiguar, los únicos objetos que faltan son aquellas terribles esferas, o lo que quedaba de ellas... Pero debo apresurarme... No puedo escapar, y los temblores de tierra no cesan de aumentar en fuerza y en frecuencia... ¡No! No tendré tiempo. No tendré tiempo de escribir todo lo que quería contar... las sacudidas son demasiado fuertes... Dema siado fuer tes... Int errum pen mi má quina dees cribir... terminar é esto de la única f orma que me qu eda y coser é lac arta de s ir Amer y a este man uscr ito...

«Querido Paul:
»En caso de que esta carta llegue a ti, hay ciertas cosas que debo pedirte que hagas por la salvación y la cordura del mundo. Es absolutamente necesario que estas cosas sean estudiadas y afrontadas, aunque no sé qué decir sobre cómo puede hacerse lo que pido. Era mi intención, por mi propia salud mental, olvidar lo sucedido en G'harne. Cometí un error al tratar de ocultarlo. En este mismo momento, hay hombres excavando en lugares extraños y prohibidos, y ¿quién sabe lo que pueden desenterrar? Ciertamente, todos esos horrores deben ser descubiertos y extirpados..., pero no por aficionados entrometidos. Deben hacerlo hombres que estén dispuestos a terminar con este espantoso y cósmico horror. Hombres con armas. Quizá las más convenientes sean los lanzallamas... Desde luego, es necesario un conocimiento científico de la guerra... y dispositivos para descubrir al enemigo... Me refiero a instrumentos sismológicos especiales... Si tuviese tiempo, prepararía un informe detallado y explícito, pero parece que tendrá que bastar esta carta para guiar a los cazadores de horrores del mañana. Como ves, ¡ahora estoy seguro de que vienen por mí! Y no puedo hacer nada por evitarlo. ¡Es demasiado tarde! Al principio, al igual que muchos otros, me creía que estaba algo trastornado. ¡Me negaba a admitir que lo que había presenciado pudiera suceder en absoluto! ¡Admitirlo era admitir la demencia! Pero es completamente real..., sucedió. ¡Y sucederá otra vez!
»Sólo el cielo sabe qué le puede haber pasado a mi sismógrafo, ¡pero ese maldito trasto me ha traicionado de la manera más nefasta! ¡Oh! Ellos me habrían cogido tarde o temprano, pero al menos podría haber tenido tiempo de preparar un informe más adecuado... Te pido que pienses, Paul... Que pienses en lo que ha sucedido en la casa de campo... Puedo hablar como si ya hubiese ocurrido, ¡porque sé que ocurrirá! ¡Ocurrirá! Es Shudde-M'ell, que viene por sus esferas... Paul, analiza la forma de mi muerte, porque si lees esto es que yo habré muerto o desaparecido..., lo que viene a ser lo mismo. Lee cuidadosamente las notas que incluyo, te lo ruego. No tengo tiempo de ser más explícito, pero estas viejas notas mías pueden servir de alguna ayuda. Si eres la mitad de curioso de lo que creo que eres, no tardarás en admitir la existencia de un horror fantástico en el que, repito, el mundo entero debe esforzarse en creer... El suelo se estremece ahora, pero sabiendo que es el final, me mantengo sereno, pese al miedo que siento... No espero que dure mi presente estado de serenidad... Creo que cuando ellos vengan realmente por mí, mi mente estallará por completo. Puedo imaginarlo ahora... El suelo se astilla, revienta violentamente para dejarles paso. ¡Bueno! Aun al pensarlo, mis sentidos se embotan de terror... Notaré un olor nauseabundo, un limo, un cántico, una gigantesca contorsión y... Y luego...
«Incapaz de escapar, espero a la monstruosidad..., estoy atrapado por el mismo poder hipnótico que confesaron los otros de G'harne. ¡Qué abominables recuerdos! ¡Desperté para ver cómo a mis amigos y compañeros les succionaban la sangre y los secaban enteramente aquellos seres vermiculares y vampirescos de la sentina del tiempo! Dioses de dimensiones ajenas a este mundo... ¡Yo estaba hipnotizado entonces por esta misma fuerza terrible, incapaz de moverme para ayudar a mis amigos o al menos para ponerme a salvo! Milagrosamente, con el paso de la luna tras algunos jirones de nubes, el efecto hipnótico se quebró. Entonces, gritando y sollozando, con el juicio trastornado temporalmente, huí; tras de mí oía los babeantes ruidos de succión, así como el zumbido, el cántico demoníaco de Shudde-M'ell y sus hordas.
»Sin saber lo que hacía, en mi insensatez, cargué con aquellas esferas infernales... Anoche soñé con ellas. Y en mis sueños volví a ver las inscripciones de esa caja de piedra. Es más, ¡incluso pude leerlas! Todos los temores y ambiciones de esas criaturas demoníacas estaban grabados allí, ¡y podían leerse con la claridad de los titulares de un periódico! Puede que sean o no sean "Dioses", pero una cosa es segura: el más grave obstáculo para sus planes de conquista de la Tierra ¡es su ciclo de reproducción, terriblemente largo y complejo! Sólo nace un puñado de hijos cada mil años; pero considerando la cantidad de años que hace que están aquí, se aproxima el instante en que contarán con el número suficiente. Como es natural, les cuesta tanto alcanzar el número necesario que no están dispuestos a perder un solo miembro de su horrenda estirpe. ¡Y por eso precisamente perforan túneles de miles y miles de kilómetros, incluso bajo los océanos, con el fin de recuperar las esferas! Me he preguntado por qué me persiguen; pero ahora ya lo sé. Y también sé cómo. ¿No adivinas cómo saben dónde estoy, Paul, o por qué vienen? Estas esferas son como un faro para ellos; como una sirena que les llama. Y al igual que cualquier otro padre —aunque con una ambición espantosamente inconcebible para nosotros— ¡responden meramente a la llamada de sus hijos!
»¡Pero vienen demasiado tarde! Hace unos minutos, justo antes de empezar esta carta, los seres han roto el cascarón. ¿Quién podía haber imaginado que eran huevos, o que el recipiente donde estaban era una incubadora? No puedo culparme de no saberlo. Incluso una vez traté de someter las esferas a los rayos X, malditas sean, ¡pero reflejaron los rayos! ¡Y la cascara era demasiado densa! Sin embargo, en el momento de la eclosión, se han roto en fragmentos diminutos. Las criaturas del interior no eran más grandes que una nuez... Teniendo en cuenta el tamaño de un adulto, deben de crecer a un ritmo fantástico. ¡Pero esos dos no crecerán ya! Los he achicharrado con la brasa de mi cigarro... ¡Y tenías que haber oído los alaridos mentales que salían de abajo!
»Si al menos hubiese podido saber antes, definitivamente, que no era locura, podría haber encontrado una forma de escapar de este horror... Pero ahora es inútil. Mis notas..., examínalas, Paul, y haz lo que yo debería haber hecho. Completa un informe detallado y preséntalo a las autoridades. Wilmarth puede ayudarte, y quizá Spencer, de la Universidad de Quebec... No me queda ya mucho tiempo... El techo cruje...
»Esta última sacudida..., el techo salta en pedazos..., suben. Ayúdame, Dios mío, ya suben... Los oigo avanzar a tientas dentro de mi cabeza, mientras suben...»

«Muy señor mío:
»Le envío este manuscrito encontrado en las ruinas de la casa número 17 de Anwick Street, Marske, Yorkshire, tras los temblores de tierra del mes de setiembre de este año, el cual considero una "fantasía" que el escritor Paul Wendy-Smith había concluido para su publicación. Es más que probable que las supuestas desapariciones de sir Amery Wendy-Smith y su sobrino, el escritor, no sean sino un artificio para promocionar dicho relato... Es bien sabido que sir Amery está/estaba interesado por la sismografía y que quizá algún indicio de los dos terremotos proporcionó al sobrino la inspiración necesaria para dicho relato. Prosiguen las investigaciones...
»Srg. J. Williams
»Dep. del condado de Yorks.
»2 de octubre de 1933.»