martes, 1 de septiembre de 2015

RELATO: "El cráneo viviente" o "Rostro de calavera", Robert E. Howard (1ª parte)





El cráneo viviente


Robert E. Howard 



CAPÍTULO 1
El rostro en la niebla

No somos más que una voluble espiral
De mágicas sombras que vienen y van.
Omar Khayyam

El horror comenzó a adoptar una forma concreta en mitad de una de las experiencias más inciertas que existen... un sueño de opio. Había partido más allá del tiempo y el espacio, en un viaje por los extraños rincones que pertenecen a ese estado de existencia, a un millón de kilómetros de la tierra y de todas las cosas terrenales; aún así, fui consciente de que algo me alcanzaba a través de las ignotas simas del vacío... algo que rasgaba implacablemente las cortinas de mis ilusiones, separándolas e introduciéndose en mis visiones.
No puede decirse exactamente que regresara a la vida ordinaria, pero fui consciente de estar viendo y reconociendo algo que me resultaba desagradable, y que parecía fuera de lugar con el sueño que estaba disfrutando en esa ocasión. Para alguien que jamás haya conocido las delicias del opio, mi explicación podría parecerle caótica e imposible. Aún así, fui consciente de cómo las brumas se hacían a un lado, y, entonces, el Rostro apareció ante mi vista. Al principio pensé que se trataba tan sólo de un cráneo; luego observé que, en lugar de blanco, su color era un espantoso amarillento, y que estaba dotado de algún tipo de horripilante vida. Los ojos relucían en lo más profundo de sus cuencas, y las mandíbulas se movían, como si hablara. El cuerpo, excepto por los hombros, altos y delgados, resultaba vago e indistinguible, pero sus manos, que flotaban en la bruma frente al cráneo y por debajo de él, eran horriblemente vividas y me produjeron un horror indescriptible. Recordaban a las manos de una momia, largas, delgadas y amarillentas, con prominentes nudillos y crueles garras curvadas.
Entonces, para rematar el vago horror que con tanta rapidez se apoderaba de mí, habló una voz...
Imagínense a un hombre que llevara muerto tanto tiempo que sus órganos bucales se hubieran anquilosado por la falta de uso. Eso fue lo que pensé, y, mientras escuchaba, mi carne se estremeció.
—Una bestia fuerte, y que podría sernos útil de algún modo. Encárgate de que le proporcionen todo el opio que precise.
Entonces el rostro comenzó a retroceder, mientras yo me percataba de que era el objeto de aquella conversación, y las brumas regresaron, y volvieron a cerrarse en torno a mí. Aún así, durante un breve instante, surgió una visión con asombrosa claridad. Tragué saliva... o lo intenté. Pues, por encima del hombro alto y extraño de la aparición, se perfiló claramente otro rostro durante un instante, como si su propietaria me estuviera mirando. Sus labios eran rojos, y entreabiertos; sus pestañas, largas y negras, ensombrecían unos ojos vividos y deslumbrantes; su cabello era como una nube borrosa. Y, durante un instante, aquella belleza que quitaba la respiración me observó directamente por encima del hombro de la horripilante calavera.


CAPÍTULO 2
El esclavo del opio

Desde el centro de la Tierra, y a través del Séptimo Portal
Ascendí, para en el Trono de Saturno poderme sentar.
Omar Khayyam

Mi sueño del cráneo viviente había franqueado ese abismo, usualmente imposible de cruzar, que se encuentra entre el embrujo del opio y la realidad corriente. Me encontraba sentado, con las piernas cruzadas, sobre una esterilla, en el Templo de los Sueños de Yun Shatu, e hice un esfuerzo por recolectar las flaqueantes fuerzas de mi degradado cerebro, para poder dedicarme a la tarea de recordar tanto los rostros como todo lo sucedido.
Aquel último sueño resultaba tan absolutamente diferente de todos los que había tenido con anterioridad, que atrajo mi interés hasta el punto de preguntarme acerca de su verdadero origen. Cuando comencé por primera vez a experimentar con el opio, pretendía encontrar una base física o psíquica para los enloquecidos retazos de ilusión que proporcionaba, pero, últimamente, me limitaba a contentarme con ellos, sin buscar la menor causa o efecto.
¿De dónde provenía pues aquella inexplicable sensación de familiaridad en referencia a esa visión? Tapé con mis manos mi aturdida cabeza y, laboriosamente, busqué alguna pista. Un muerto viviente y una muchacha de rara belleza que había mirado por encima de su hombro. Entonces lo recordé.
Muy atrás, de entre la neblina de los días y las noches que vela los recuerdos del adicto al opio, mi dinero se había terminado. Parecía haber ocurrido hace años, o incluso hace siglos, pero mi embotada razón me decía que, probablemente, había ocurrido hacía tan solo unos pocos días. En cualquier caso, me había presentado como siempre en el sórdido tugurio de Yun Shatu y había sido expulsado por el enorme negro, Hassim, cuando se hizo evidente que no me quedaba ya dinero.
Con el universo haciéndose trizas a mi alrededor, y mis nervios tensos como cuerdas de piano por la vital necesidad que me embargaba, me arrastré por el arroyo, balbuceando como una bestia, hasta que Hassim avanzó altivo y puso punto final a mis gimoteos con un golpe que me derribó, dejándome atontado.
Entonces, mientras volvía a ponerme en pie, tambaleándome y sin pensar en otra cosa salvo en el frío arroyo que discurría murmurante junto a mí... mientras me levantaba, una mano ligera que recordaba al tacto de una rosa se apoyó en mi brazo. Me volví con un aterrado sobresalto, y quedé hechizado por completo ante la adorable visión que contempló mi mirada. Unos ojos oscuros, que brillaban de compasión, me examinaron, y la pequeña mano apoyada en mi desgarrada camisa me condujo hacia la puerta del Templo de los Sueños. Retrocedí asustado, pero una voz baja, suave y musical, me insistió, y, lleno de una extraña confianza, avancé junto a mi preciosa guía.
Al llegar a la puerta nos topamos con Hassim, que alzó sus crueles manos y frunció el ceño en su simiesco semblante; pero, mientras me acurrucaba, aguardando el golpe, observé cómo se detenía ante la mano alzada de la muchacha... y ante sus imperiosas palabras, que había pronunciado con tono autoritario.
No entendí lo que había dicho, pero, de forma difusa, como en una niebla, observé cómo le daba dinero al negro, y después me conducía hasta un catre en el que me hizo reclinarme, para después arreglar los cojines como si yo fuera el rey de Egipto, en lugar de un renegado sucio y destrozado que tan sólo vivía para el opio. Por un breve instante, posó su mano, fresca y esbelta sobre mi castigada frente; después se marchó, y Yussef Ali hizo su aparición, trayendo la droga por la que aullaba mi alma... de manera que, poco después, me encontraba viajando una vez más por esas tierras exóticas y extrañas tan sólo conocidas por los esclavos del opio.
Ahora, mientras permanecía sentado, analizando el sueño del cráneo viviente, mi asombro creció aún más. Desde que la desconocida joven me condujera de nuevo al fumadero, yo había vuelto a entrar y salir de él como hiciera antes, cuando tenía suficiente dinero para pagar a Yun Shatu.
Resultaba evidente que alguien estaba pagando por mí, y, aunque mi mente subconsciente me decía que se trataba de la muchacha, mi anquilosado cerebro no lograba percatarse de aquel hecho, o, al menos, no entendía el por qué. ¿Qué necesidad había de hacerse tales preguntas? De modo que, ahora, alguien estaba pagando para que yo pudiera seguir teniendo aquellos vividos sueños... ¿Y a mí, qué? Pero ahora estaba intrigado. Pues la muchacha que me había protegido de Hassim y me había proporcionado el opio, era la misma que había visto en el sueño del cráneo viviente.
A través de las miserias de mi degradación, el embrujo de la muchacha me hería como un cuchillo clavado en mi corazón, haciéndome revivir de forma extraña los recuerdos de la época en que era un hombre como los demás... y aún no me había convertido en un despreciable y patético esclavo de los sueños. Eran remotos y confusos, resplandecientes islas en la bruma de los años... ¡Y cuán oscuro era el océano que me separaba de ellas!
Observé la desgarrada manga de mi camisa, y la mano delgada como una garra que salía de ella; contemplé la pantalla de humo que nublaba aquella sórdida estancia, y los bajos camastros alineados con la pared en los que yacían los soñadores, con los ojos en blanco... esclavos, al igual que yo, del opio y el hachís. Vislumbré al escurridizo chino que se deslizaba suavemente de un lado a otro llevando las pipas o dejando caer las tostadas y concentradas bolas de purgatorio en diminutos braseros fluctuantes. Divisé también a Hassim, que permanecía de pie, con los brazos cruzados, como una descomunal estatua de basalto negro.
Me estremecí entonces y oculté el rostro entre mis manos, porque, con el tímido despertar de mi hombría perdida, supe que aquel último y cruel sueño no era sino una fútil visión... Había cruzado un océano del que ya no podría regresar jamás, y me había apartado para siempre del mundo de los hombres y mujeres normales. No restaba ya más que ahogar aquel sueño como había ahogado a todos los demás... velozmente, y con la esperanza de que, en breve, surcaría ese océano definitivo que se encuentra más allá de todos los sueños.
Así son esos fugaces momentos de lucidez, de anhelo, que apartan a un lado los velos de todos los esclavos del opio... algo inexplicable, y sin la menor esperanza de poder llevarse a cabo.
De modo que regresé a mis sueños vacíos, a mi fantasmagoría de ilusiones; pero en ocasiones, como una espada que perforara la bruma, a través de las tierras altas y bajas y de los mares de mis visiones, flotaba, como una música medio olvidada, el destello de unos ojos negros y un deslumbrante cabello.
Os preguntaréis cómo yo, Stephen Costigan, un norteamericano de cierta cultura y logros, llegué a encontrarme tirado en un repugnante tugurio del barrio del londinense Limehouse... La respuesta es muy sencilla... no era uno de esos hastiados diletantes que buscaban nuevas sensaciones en los misterios de Oriente. Mi respuesta es... ¡Argonne! ¡Cielo santo, qué inconmensurables abismos de horror acechan en esa simple palabra! Conmocionado por los cañonazos y destrozado por la metralla... Incontables días y noches sin fin en aquel rugiente y rojo infierno de la tierra de nadie, en la que permanecí tirado cosido a balazos, y con la carne destrozada por las bayonetas. Mi cuerpo logró recuperarse, aunque aún no sé cómo; pero mi mente jamás lo consiguió.
Y los crepitantes fuegos y las huidizas sombras de mi torturado cerebro me sumergieron más y más en el abismo de la degradación, sin preocuparme por nada, hasta que, al fin, encontré algo de alivio en el Templo de los Sueños de Yun Shatu, donde ahogaba mis sueños sangrientos substituyéndolos por otros... los sueños del opio mediante los cuales un hombre puede descender hasta las simas más profundas del más rojo de los infiernos o escalar hasta las alturas más increíbles, donde las estrellas son como diamantinos alfileres bajo sus pies.
Mis visiones no eran las propias de un patán o de una bestia. Alcanzaba lo inalcanzable, miraba cara a cara a lo desconocido y, en medio de la calma cósmica, descubría aquello que no podía ni suponerse. Y, en cierta manera, me sentía contento, hasta que la visión de un cabello deslumbrante y unos labios escarlata desbarató mi universo construido a base de sueños y me dejó tembloroso entre sus ruinas.


CAPÍTULO 3
El amo del destino

Y Él, que te venció y humilló en el combate,
Todo lo sabe sobre ti... ¡Lo sabe! ¡Lo sabe!
Omar Khayyam

Una mano me sacudió con rudeza mientras emergía lánguidamente de mi última ensoñación.
—¡El Amo desea verte! ¡Arriba, cerdo!
Era Hassim quién me sacudía y hablaba de ese modo.
—¡Que se vaya al infierno, el Amo! —repuse, pues odiaba a Hassim... y le temía.
—Arriba, o no te darán más opio —fue la brutal respuesta, de modo que me puse en pie, con temblorosa premura.
Seguí al enorme negro, que me condujo hasta la parte trasera del edificio, sorteando a los innumerables soñadores que yacían tendidos en el suelo.
—¡Todos a cubierta! —gemía un marinero tirado en un banco—. ¡Todo el mundo!
Hassim abrió la puerta del fondo y me indicó con señas que pasara. Nunca antes había cruzado aquella puerta, y me había supuesto que conducía a las dependencias privadas de Yun Shatu. Pero tan sólo estaba amueblado con un catre, un ídolo de bronce de alguna clase, frente al que ardía el incienso, y una pesada mesa.
Hassim me dedicó una mirada siniestra y levantó la mesa como si me la fuera a lanzar. Pero el mueble giró, como si estuviera montado sobre una plataforma rotatoria, y una parte del suelo giró con ella, revelando una entrada secreta bajo nuestros pies. Unos escalones descendían hasta la oscuridad.
Hassim encendió un candil, y, con gesto brusco, me invitó a descender. Eso hice, con la sumisa obediencia del drogadicto, y él me siguió, cerrando la trampilla por encima de nuestras cabezas por medio de una palanca de hierro empotrada en la cara interna de la losa. Descendimos por la empinada escalera rodeados por una semipenumbra... y yo diría que bajamos unos nueve o diez escalones, hasta desembocar en un estrecho corredor.
Al llegar allí, Hassim volvió a colocarse delante, y guió el camino, sosteniendo el candil. Casi no podían apreciarse las paredes de aquel pasadizo que recordaba a una caverna, pero yo sabía que no podía ser muy ancho. La parpadeante luz mostraba que estaba completamente desprovisto de cualquier clase de mobiliario, salvo por cierto número de cofres de extraño aspecto que se encontraban alineados junto a la pared... y que supuse serían receptáculos que contenían opio y otras drogas.
El continuo sonido de diminutas patas correteando y el ocasional destello de pequeños ojos rojos perforando las sombras, traicionaba la presencia de un sinnúmero de las grandes ratas que infestan los muelles del Támesis en esa zona.
Entonces, frente a nosotros, apareció un nuevo tramo de escaleras, y el corredor llegaba a un abrupto final. Hassim subió por delante de mí, y, al llegar arriba, golpeó por tres veces lo que parecía ser la parte inferior de un suelo. Se abrió una trampilla oculta, a través de la cual penetró un torrente de luz suave y espectral.
Hassim me arrastró hacia arriba con rudeza, y me encontré parpadeando en un escenario como no había visto jamás ni en mis visiones más enloquecidas. ¡Me encontraba en una jungla de palmeras por la que pululaban un millón de nítidos dragones! Entonces, cuando mis aturdidos ojos se hubieron acostumbrado a la luz, descubrí que no había sido transferido de repente a algún otro planeta, tal como pensara en un primer momento. Los palmerales estaban allí, al igual que los dragones, pero las plantas eran artificiales y crecían en grandes macetas, mientras que los dragones estaban bordados en pesadas colgaduras que pendían de las paredes.
La habitación en sí era una estancia descomunal... me pareció inhumanamente amplia. Un humo denso, amarillento, y que recordaba a la condensación de los trópicos, parecía flotar sobre todo el lugar, ocultando el techo y aturdiendo al que mirase hacia arriba. Aquel humo, por lo que pude ver, emanaba de un altar que se encontraba frente a la pared de mi izquierda. Me sobresalté. A través de la bruma teñida de color azafrán, me observaban dos ojos espantosamente grandes y brillantes. El vago perfil de algún ídolo bestial tomó forma poco a poco. Lancé una incómoda mirada a mi alrededor, observando los divanes orientales, los lechos y el extraño mobiliario, y, entonces, mis ojos se detuvieron y descansaron sobre un biombo lacado, justo en frente de mí.
No logré ver lo que había al otro lado, y ningún sonido salía de él, pero, aún así, sentí como unos ojos lo atravesaban hasta llegar a mi consciencia, unos ojos que ardían hasta penetrar al fondo de mi alma. Una extraña aura de maldad fluía de aquel extraño biombo con sus macabras tallas y sus impíos motivos decorativos.
Hassim se inclinó con reverencia ante la pantalla y luego, sin mediar palabra, retrocedió y se cruzó de brazos como si fuera una estatua.
Una voz quebró de repente aquel silencio denso y opresivo.
—Tú, que no eres más que un cerdo... ¿deseas volver a ser un hombre?
Me estremecí. Aquella voz era fría e inhumana... y más aún, parecía sugerir que sus órganos bucales habían permanecido largo tiempo en desuso... ¡Era la voz que había escuchado en mi sueño!
—Sí —repliqué como en trance—. Me gustaría volver a ser un hombre.
Durante un momento reinó el silencio; luego, la voz regresó con un siniestro tono susurrante que recordaba a una miríada de murciélagos revoloteando en una caverna.
—Volveré a hacer un hombre de ti, porque soy amigo de todos aquellos cuya vida se ha destrozado. Y no lo haré a cambio de un precio, o de gratitud. Voy a darte una señal que sellará mi voto y mi promesa. Extiende la mano e introdúcela por la pantalla.
Me quedé perplejo ante aquellas palabras tan extrañas, y casi ininteligibles, y, entonces, mientras la voz invisible repetía aquella última orden, avancé un paso e introduje la mano por una rendija que, en silencio, acababa de abrirse en el biombo. Sentí como me agarraban la muñeca con una presa de hierro, y algo siete veces más frío que el hielo me tocó la palma de la mano. Entonces me soltaron la muñeca, y, mientras retiraba la mano observé un extraño símbolo de color azul trazado en la base de mi dedo pulgar... algo que recordaba a un escorpión.
La voz volvió a hablar, empleando un lenguaje sibilino que no llegué a comprender, y Hassim dio un paso al frente en actitud obediente. Introdujo la mano tras el biombo y luego se volvió hacia mí, sosteniendo una copa llena de un líquido ambarino, que procedió a ofrecerme con una reverencia cargada de ironía. Lleno de dudas, tomé la copa entre mis manos.
—Bebe sin temor —dijo la voz invisible—. No es más que un vino egipcio con propiedades revigorizantes.
De modo que levanté el cáliz y lo vacié; su sabor no era desagradable, y, mientras devolvía el recipiente a Hassim, me pareció sentir un nuevo vigor, mientras la vida volvía a recorrer mis ajadas venas.
—Te quedarás en la casa de Yun Shatu —dijo la voz—. Se te proporcionará comida y alojamiento hasta que estés lo bastante fuerte como para trabajar por tu cuenta. No tomarás opio ni se lo pedirás a nadie. ¡Vete!
Como en un sueño, seguí a Hassim a través de la puerta secreta, subiendo por las escaleras, y volviendo a recorrer el oscuro corredor hasta la otra puerta que nos conducía de nuevo al Templo de los Sueños.
Mientras salíamos de la habitación del fondo y nos dirigíamos a la estancia general en la que yacían los drogadictos, me volví hacia el negro con curiosidad.
—¿Amo? ¿Amo de qué? ¿De la vida?
Hassim rió de un modo fiero y sardónico.
—¡Amo del Destino!


CAPÍTULO 4
La araña y la mosca

Allí estaba la Puerta para la cual no había llave;
Allí estaba el Velo por el que no pude asomarme.
Omar Khayyam

Me hallaba sentado sobre los cojines del local de Yun Shatu y meditaba con una claridad de mente que me resultaba nueva y extraña. En ese sentido, todas mis sensaciones me parecían nuevas y extrañas. Me sentía como si acabara de despertar de un sueño monstruosamente largo, y aunque mis pensamientos eran aún espesos, parecía como si las telarañas que los habían nublado durante tanto tiempo se hubieran quebrado por fin.
Me pasé la mano por la frente, notando como temblaba. Estaba débil y tembloroso y sentí una punzada de apetito... no de opio, sino de comida. ¿Qué mixtura contendría el cáliz que había apurado en aquella cámara del misterio? Y, ¿por qué ese «Amo» había elegido redimirme a mí, de entre todos los desechos humanos que poblaban el local de Yun Shatu?
¿Y quién era ese Amo? De algún modo, la palabra me sonaba vagamente familiar... intenté recordar, con gran esfuerzo. Sí... algo había oído, mientras yacía medio dormido en los catres o en el suelo... susurrado de forma sibilina por Yun Shatu, o por Hassim, o por Yussef Ali, el moro, musitado en sus conversaciones en voz baja, y mezclándose siempre con palabras que no lograba comprender. Entonces, ¿no era Yun Shatu el verdadero amo y señor del Templo de los Sueños? Yo había supuesto, al igual que los demás adictos, que el marchito chino mantenía un control indiscutido en aquel reino sombrío, y que Hassim y Yussef Ali eran sus sirvientes. Al igual que los cuatro muchachos chinos que tostaban el opio con Yun Shatu, y Yar Khan el afgano, y Santiago el haitiano, y Ganra Singh, el Sikh renegado... todos ellos, según creíamos, debían estar a sueldo de Yun Shatu... ligados al señor del opio por ataduras de oro o de miedo.
Pues Yun Shatu era, sin duda, un hombre de gran poder en el Chinatown londinense, y había oído que sus tentáculos se extendían al otro lado de los mares, hasta elevados y poderosos lugares, y que dominaba a las misteriosas sociedades tong. ¿Sería Yun Shatu el que estaba detrás de aquel biombo lacado? No; conocía la voz del chino, y, además, le había visto pululando por la parte delantera del Templo en el mismo instante en que yo cruzaba por la puerta de atrás.
Otro pensamiento irrumpió en mi cerebro. A menudo, mientras yacía medio atontado a altas horas de la noche, o durante las primeras luces del alba, había visto entrar furtivamente en el Templo a una serie de hombres y mujeres cuyo porte y vestimenta parecían incongruentes y extrañamente fuera de lugar. Hombres altos y erguidos, a menudo en traje de gala, con sus sombreros de copa ladeados sobre sus ojos, y elegantes damas, ataviadas con seda y pieles, y con el rostro cubierto por un velo.
Nunca venían dos a la vez, sino que siempre entraban por separado y, ocultando sus rostros, se apresuraban a avanzar hacia la puerta trasera, por la que entraban, para después regresar de allí, en ocasiones varias horas después. Sabiendo que el anhelo del opio en ocasiones encuentra cobijo en las altas esferas, nunca había pensado demasiado en ese tema, suponiendo que aquellos no eran más que hombres y mujeres acaudalados de la alta sociedad, que habían caído víctimas del vicio, y que, en algún lugar de la parte trasera del edificio, debía de haber una cámara privada acomodada para gente de su categoría. Pero ahora me pregunté... en ocasiones, algunas de esas personas no se habían quedado más que unos breves instantes... ¿Sería de verdad el opio por lo que acudían, o también ellos atravesaban ese extraño corredor para conversar con Ese que había detrás del biombo?
Mi mente jugueteó con la idea de un gran especialista al que acudía todo tipo de gente con objeto de librarse de la adicción a la droga. Aún así, resultaba extraño que semejante personaje eligiera precisamente un fumadero de opio para operar... y también era extraño que el propietario de dicho fumadero le mostrara aparentemente tanta reverencia.
Preferí dejarlo estar, ya que me empezaba a doler la cabeza con el desacostumbrado esfuerzo de meditar, y grité pidiendo comida. Yussef Ali me trajo una bandeja con una prontitud que me dejó sorprendido. Y aún más, me hizo una reverencia antes de marcharse, dejándome intrigado en cuanto al extraño cambio de mi posición en el Templo de los Sueños.
Mientras comía, me pregunté qué querría de mí El que Estaba tras el biombo. Ni por un instante se me ocurrió que sus actos fueran motivados por los motivos que él pretendía; la vida en los bajos fondos me había enseñado que ninguno de sus ciudadanos sentía la menor inclinación hacia la filantropía. Y aquella cámara del misterio se encontraba en los bajos fondos, a pesar de toda su elaborada naturaleza extraña y bizarra. ¿Y dónde estaría enclavado el lugar? ¿Cuánto había llegado a caminar por aquel pasadizo subterráneo? Me encogí de hombros, preguntándome si no habría sido uno más de los sueños inducidos por el opio; entonces, mi mirada descendió sobre mi mano... y sobre el escorpión que habían trazado en ella.
—¡Todos a cubierta! —gemía el marinero en el camastro—. ¡Todo el mundo!
Hablar en detalle acerca de los días que siguieron resultaría aburrido a cualquiera que no haya probado la implacable esclavitud de las drogas. Esperaba que el síndrome de abstinencia volviera a hacer presa de mí... y lo esperaba con irónica desesperación. Transcurrió un día entero, y su noche... un día más... y, entonces, mi desconfiado cerebro se vio forzado a aceptar el milagro.
¡Contrariamente a todas las teorías y supuestos hechos de la ciencia y el sentido común, mi adicción había desaparecido de un modo tan súbito y completo como si sólo hubiera sido un mal sueño! Al principio no podía dar crédito a mis sentidos, sino que creía estar aún inmerso en alguna pesadilla producto de la droga. Pero no era así. Desde el momento en que apuré aquel cáliz en la cámara del misterio, no volví a sentir el menor deseo de la substancia que había significado para mí, más incluso que la vida. Todo aquello, según me parecía, tenía algo de impío y, ciertamente, se oponía a todas las leyes de la naturaleza. Si la amenazante figura que se escondía tras el biombo había descubierto el secreto de acabar con el terrible poder de la adicción al opio, qué otros monstruosos secretos podía haber descubierto y qué inimaginable dominio ejercía sobre sus semejantes? La imagen de un mal que se arrastraba como una serpiente cruzó mi mente durante unos instantes.
Permanecí en casa de Yun Shatu, descansando en un camastro, o sobre los cojines dispersos en el suelo, comiendo y bebiendo a voluntad, pero, ahora que empezaba a ser de nuevo un hombre normal, aquella atmósfera de degradación me parecía cada vez más repulsiva y la visión de los desechos humanos que se agitaban en sueños me recordaba de forma incómoda lo que yo mismo había sido, y me daba náuseas... me repugnaba.
De manera que, un día, cuando nadie me observaba, me puse en pie, salí a la calle, y caminé hasta los muelles. El aire, aún cargado como estaba de humo y olores malsanos, inundó mis pulmones con una extraña frescura y proporcionó un nuevo vigor en lo que, antaño, había sido una fuerte complexión. Me fijé, con renovado interés, en los sonidos de cómo vivían y trabajaban los hombres, y la visión de un buque que estaba siendo descargado en uno de los embarcaderos me llenó de emoción. El grupo de estibadores era poco numeroso, y, poco después, me encontraba descargando y transportando fardos, y, aunque el sudor perlaba mi frente, y mis miembros temblaban por el esfuerzo, me sentí exultante al pensar que, al fin, era capaz de trabajar otra vez por mí mismo, sin importarme lo duro o incómodo que pudiera ser dicho trabajo.
Cuando esa noche regresé ante la puerta de Yun Shatu... horriblemente agotado, pero con el renovado sentimiento de hombría que proporciona un trabajo honesto... Hassim me paró en la entrada.
—¿Dónde has estado? —preguntó a bocajarro.
—Trabajando en los muelles, —respondí lacónico.
—No necesitas trabajar en los muelles —espetó—. El Amo tiene trabajo para ti. Guió el camino, y, una vez más, atravesé las oscuras escaleras y el corredor subterráneo.
En esta ocasión, mis facultades estaban alerta, y decidí que el pasadizo no podía medir más de nueve u once metros de largo. Una vez más, permanecí frente al biombo lacado, y, de nuevo, escuché aquella voz inhumana, que recordaba a un muerto viviente.
—Puedo proporcionarte un trabajo, —dijo la voz—. ¿Estás dispuesto a trabajar para mí?
Asentí con presteza. Después de todo, y a pesar de miedo que me inspiraba aquella voz, me encontraba en deuda con su propietario.
—Bien. Ten esto.
Avancé un paso hacia el biombo, pero una brusca orden me hizo detenerme, y fue Hassim el que se acercó a la pantalla, recogiendo lo que me ofrecían. Aparentemente, se trataba de una colección de papeles y fotografías.
—Estúdialos —dijo El que había tras el biombo—, y aprende todo lo que puedas acerca del hombre que aparece allí retratado. Yun Shatu te dará dinero; cómprate ropas de marinero y toma una habitación en frente del Templo. Al término de dos días, Hassim volverá a traerte a mi presencia. ¡Vete!
La última impresión que tuve, antes de que la trampilla oculta se cerrara por encima de mi cabeza, fue la de los ojos del ídolo, parpadeando a través del humo que todo lo cubría, y observándome con expresión burlona.
La fachada principal del Templo de los Sueños consistía en una serie de habitaciones de alquiler, que pretendían enmascarar el verdadero propósito de aquel edificio intentando hacerlo pasar por una pensión de los muelles. La policía había realizado numerosas visitas a Yun Shatu, pero nunca habían sido capaces de encontrar ninguna evidencia incriminadora contra él.
De modo que alquilé una de esas habitaciones, la ocupé, y me dediqué a estudiar el material que me habían dado.
Todas las fotografías mostraban al mismo individuo, un hombre alto, de complexión parecida a la mía y de rasgos similares, excepto por el hecho de que su larga barba tendía a ser rubia, mientras que la mía era oscura. El nombre, que aparecía escrito en los papeles que acompañaban a los retratos, era el de Mayor Fairlan Morley, comisionado especial para Natal y el Transvaal. Tanto su título como la oficina eran algo nuevo para mí, y me pregunté qué conexión podría haber entre un comisionado africano y un tugurio de opio de los muelles del Támesis.
Los papeles consistían en una extensa colección de datos, copiados de las más diversas fuentes, y todos ellos trataban acerca del Mayor Morley; había, además, cierto número de documentos privados que iluminaban considerablemente la vida privada del mayor.
Se proporcionaba una descripción exhaustiva de la apariencia personal y los hábitos del individuo, algo que, en ese momento, me resultó de lo más trivial. Me pregunté cuál podría ser el propósito de todo aquello, y cómo El que había tras el biombo, había entrado en posesión de unos papeles de tan íntima naturaleza.
No pude encontrar la menor pista que respondiera a esa pregunta, pero dediqué todas mis energías a la tarea que se me había encomendado. Poseía una profunda deuda de gratitud hacia el desconocido que me la había asignado, y estaba decidido a hacer todo lo posible para pagarla. En ese momento, no había nada que me hiciera suponer una posible trampa.


CAPÍTULO 5
El hombre en el jergón

¿Qué lluvia de lanzas habría de moverte
a bailar al amanecer con la muerte?
Kipling

Al término de los dos días, Hassim me hizo una señal cuando entraba en la sala del opio. Avancé con paso ágil y resuelto, seguro de haberle sacado a los papeles de Morley el mayor jugo posible. Era un hombre nuevo; mi rapidez mental y mis reflejos físicos me parecían sorprendentes... a veces casi antinaturales.
Hassim entrecerró los ojos para examinarme, y luego me indicó que le siguiera, como siempre. Mientras cruzábamos la estancia, mi mirada se posó sobre un hombre que yacía, fumando opio, sobre un catre pegado a la pared. No había nada sospechoso en sus ropas sucias y ajadas, en su rostro sucio y barbado, o en sus ojos en blanco, pero mi atención, agudizada hasta extremos anormales, parecía sentir una cierta incongruencia en sus recios miembros, que ni siquiera su desastrado atuendo podía disimular.
Hassim me llamó con impaciencia, y me giré hacia él. Entramos en el cuarto de atrás, y, cuando hubo cerrado la puerta y se dirigió hacia la mesa, ésta se levantó por sí sola, y una figura salió por la trampilla del suelo. El sikh, Ganra Singh, un gigantón de mirada siniestra, salió por ella y se dirigió hacia la puerta que conducía hasta la sala del opio, aunque no llegó a salir del cuarto, esperando a que hubiéramos descendido y cerrado la trampilla secreta.
Una vez más, me encontré rodeado del sofocante humo amarillento, escuchando aquella voz invisible.
—¿Crees que sabes lo bastante sobre el Mayor Morley como para hacerte pasar por él con éxito?
Sentí un escalofrío, y respondí:
—Sin duda podría hacerlo, a menos que me encontrara con alguien que le conociera en la intimidad.
—Ya me encargaré yo de eso. Escucha con atención. Mañana mismo zarparás en el primer barco que sale para Calais. Una vez allí, te encontrarás con uno de mis agentes, que se presentará a ti en cuanto desembarques en los muelles; él te dará el resto de las instrucciones. Viajarás en segunda clase y evitarás cualquier tipo de conversación con extraños o pasajeros de ningún tipo. Llévate los papeles. El agente te ayudará a maquillarte, y tu mascarada dará comienzo en Calais. Eso es todo. ¡Vete!
Partí de allí en medio de un asombro creciente. Todo aquel intrincado barullo debía, por fuerza, de significar algo, aunque no acertaba a deducir el qué. Ya de regreso a la sala del opio, Hassim me indicó que tomara asiento en unos cojines y aguardara su regreso. Cuando le pregunté a dónde iba, me respondió que, tal como le había sido ordenado, se disponía a comprarme un billete para el transbordador del Canal de la Mancha. De modo que salió, y yo tomé asiento, apoyando la espalda contra la pared. Mientras meditaba, me pareció de repente que había unos ojos fijos en mí, y de forma tan intensa como para turbar a mi subconsciente. Levanté la mirada con rapidez, pero no parecía haber nadie mirándome. El humo se extendía por la cálida atmósfera, como era habitual; Yussef Ali y el chino caminaban de un lado a otro, atendiendo a los deseos de los adictos.
De repente, la puerta del fondo se abrió, y una figura extraña y espantosa salió por ella. No todos los que lograban pasar al cuarto trasero de Yun Shatu eran aristócratas, o miembros de la alta sociedad. Este sujeto era una de las excepciones, y una de las que, según recordaba, más solía entrar y salir de allí. Se trataba de una figura alta y desgarbada, cubierta con unos harapos rasgados y un atuendo difícil de describir, y que llevaba el rostro completamente oculto. Y era mejor que continuara oculto, pensé yo, pues, sin duda, aquellos harapos escondían una visión aterradora. Aquel hombre era un leproso, el cual, de algún modo, se las había arreglado para escapar de la atención de los guardianes públicos, y que, de forma ocasional se dejaba ver deambulando por las zonas más degradadas y misteriosas del East End... era un misterio encarnado, incluso para los ciudadanos más bajos de Limehouse.
De súbito, mi cerebro hipersensible fue consciente de una repentina tensión en el ambiente. El leproso traspasó la puerta, y la cerró tras él. De forma instintiva, mis ojos se fijaron en el catre sobre el que yacía el hombre que, poco antes, había levantado mis sospechas. Habría jurado que sus ojos, fríos y acerados, brillaban de forma amenazadora, antes de volver a cerrarse. Salté hacia el camastro con un par de zancadas, y me incliné sobre el hombre allí postrado. Había algo en su rostro que me parecía poco natural... un saludable bronceado que parecía asomar tras su pálido semblante.
—¡Yun Shatu! —grité—. ¡Hay un espía en la casa!
Entonces, los acontecimientos se precipitaron con rapidez cegadora. Con un movimiento felino, el hombre del catre se incorporó, y en su mano relucía un revólver. Un brazo fuerte y fibroso me apartó a un lado, mientras yo intentaba agarrarle, y una voz dura y decidida resonó por encima del tumulto.
—¡Eh tú! ¡Alto! ¡Alto!
¡La mano del extraño apuntó la pistola en dirección al leproso, que avanzaba hacia la puerta con grandes zancadas! A mi alrededor, todo era confusión; Yun Shatu emitía chillones alaridos en su lengua natal, y los cuatro muchachos chinos, junto con Yussef Ali acudían de todas partes, empuñando relucientes cuchillos.
Todo esto lo vi con una nitidez antinatural, mientras volvía a fijarme en el rostro del extraño.
Como quiera que el leproso, en plena huida, no daba la menor muestra de detenerse, observé cómo los ojos del extraño adoptaban una acerada mirada de determinación, y apuntaban por la mirilla de la pistola... su semblante mostraba la firme decisión del que va a matar. El leproso casi había llegado a la puerta que llevaba al exterior, pero la muerte le alcanzaría antes de que pudiera alcanzarla. Y entonces, justo cuando el dedo del extraño comenzaba a apretar el gatillo, me arrojé hacia delante lanzando un derechazo contra su mandíbula. Se desplomó, como si le hubiera atizado con un martillo, y el revólver disparó al aire sin herir a nadie.
¡En ese instante con ese cegador destello de luz que, en ocasiones, nos ilumina, supe, sin el menor género de duda, que el leproso que había huido no podía ser otro que el hombre de detrás del biombo!
Me incliné sobre el caído, el cual, a pesar de no haber perdido el sentido del todo, había quedado temporalmente indefenso por el terrible puñetazo. Se revolvió, atontado, intentando incorporarse, pero le obligué con rudeza a echarse de nuevo, y, tras agarrar su barba postiza, se la quité. Ante mí apareció un rostro anguloso y bronceado, cuyo fuerte contorno no podía ser escondido a pesar de la falsa suciedad y el maquillaje grisáceo que llevaba encima.
Yussef Ali se inclinaba ya sobre él, daga en mano, y con la muerte brillando en sus ojos entrecerrados. Su mano nudosa y bronceada se levantó... y le agarré por la muñeca.
—¡No tan deprisa, diablo negro! ¿Qué es lo que piensas hacer?
—Este es John Gordon —siseó—. ¡Es el mayor enemigo del Amo! ¡Debe morir, condenado seas!
¡John Gordon! De algún modo, ese nombre me resultaba familiar, y, aún así, no parecía que estuviera conectado con la policía de Londres, ni tampoco explicaba su presencia en el infecto tugurio de Yun Shatu. No obstante, había algo que tenía muy claro.
—No pienso permitir que le mates. ¡Levántate! —eso último se lo dije a Gordon, el cual, con mi ayuda, logró ponerse en pie, aunque algo mareado—. Ese golpe habría tumbado a un buey —añadí asombrado—; no sabía que tuviera tanta fuerza.
El falso leproso se había marchado. Yun Shatu permanecía observándome, tan inmóvil como un ídolo, con las manos ocultas bajo sus anchas mangas, y Yussef Ali retrocedió unos pasos, murmurando amenazas y pasando el pulgar por el filo de su daga, mientras yo conducía a Gordon hasta el exterior de la sala del opio y cruzaba el bar de aspecto inocente que se encontraba entre esa estancia y el exterior.
Una vez fuera, en la calle, le dije:
—No tengo ni idea de quién podrás ser, ni de lo que estabas haciendo aquí, pero ya ves que no es un sitio al que te convenga regresar. Por tanto, ten en cuenta mi aviso, y mantente alejado de aquí.
Su única respuesta fue una mirada escrutadora; luego se dio la vuelta y se alejó, caminando velozmente aunque con paso poco firme.


CAPÍTULO 6
La muchacha del sueño

Llegué a estas tierras en fecha reciente
desde la ínclita Thule, brumosa y distante.
Poe

En el exterior de mi habitación sonaron unos pasos ligeros. El pomo de la puerta giró de forma lenta y cautelosa; la puerta se abrió. Me incorporé y tragué saliva. Tenía ante mí unos labios rojos y entreabiertos, unos ojos oscuros como límpidos mares prodigiosos, y una masa de resplandeciente cabello... ¡En el umbral de mi puerta se hallaba la muchacha de mis sueños!
Entró en la habitación y, volviéndose de medio lado con un movimiento sinuoso, cerró de nuevo la puerta. Salté hacia delante con las manos extendidas, pero me detuve cuando ella se llevó un dedo a los labios.
—No debes hablar en voz alta, —susurró—. El no me ha dicho que no pueda venir aquí, pero, aún así...
Su voz era suave y musical, con tan sólo un leve toque de acento extranjero que me resultó delicioso. En cuanto a la muchacha en sí, cada entonación, cada movimiento, proclamaban a gritos que provenía de Oriente. Era como un fragante hálito del Este. Desde su cabello, negro como la noche, que resplandecía por encima de su frente de alabastro, hasta sus pequeños pies, calzados con puntiagudas babuchas de tacón alto, la joven encarnaba los más altos ideales de belleza asiática... un efecto que resultaba fortalecido, en lugar de debilitado, por la blusa inglesa y la falda que vestía.
—¡Eres preciosa! —dije, deslumbrado—. ¿Quién eres?
—Soy Zuleika, —repuso con tímida sonrisa—. Y me... alegro de gustarte. También me alegro de que no sueñes ya las ensoñaciones del opio.
¡Qué extraño que, por tan poca cosa, mi corazón comenzara a latir de forma febril!
—Todo te lo debo a ti, Zuleika —dije con vehemencia—. De no haber soñado contigo desde aquella primera vez en que me sacaste del arroyo, me habrían faltado las fuerzas incluso para desear verme libre de mi maldición.
Se ruborizó de forma adorable, y entrelazó sus blancos dedos, como si fuera presa del nerviosismo.
—¿Mañana te marchas de Inglaterra? —preguntó de repente.
—Sí. Hassim no ha vuelto aún con mi billete... —dudé, de repente, recordando la orden de guardar silencio.
—¡Sí, descuida, ya sé todo eso! —susurró velozmente, y abriendo mucho los ojos—. ¡Y John Gordon ha estado aquí! ¡Y te ha visto!
—¡Sí!
Se acercó a mí con un movimiento rápido y sinuoso.
—¡Te vas a hacer pasar por un hombre! ¡Escúchame: mientras lo estés haciendo, no debes permitir que Gordon te vea bajo ningún concepto! ¡Te reconocería, pese al disfraz que pudieras llevar! ¡Es un hombre terrible!
—No lo entiendo, —dije, completamente perplejo—. ¿Cómo ha podido el Amo terminar con mi adicción al opio? ¿Quién es ese tal Gordon, y por qué ha venido aquí? ¿Por qué el Amo se disfraza como un leproso... y quién es en realidad? Y, sobre todo, ¿por qué tengo que hacerme pasar por un hombre al que no he visto jamás, y del que nunca había oído hablar?
—No puedo... ¡No me atrevo a decírtelo! —susurró, empalideciendo—. Yo...
En algún lugar de la casa resonaron las tenues notas de un gong chino. La muchacha dio un respingo, como una gacela asustada.
—¡Debo marcharme! ¡Él me llama!
Abrió la puerta, se asomó al exterior, y se detuvo un instante, para electrizarme con su apasionada exclamación:
—Oh, ten cuidado. ¡Ten mucho cuidado, sahib!
Y entonces se marchó.


CAPÍTULO 7
El hombre del cráneo

¿Con qué martillo? ¿Con qué cadena?
¿En qué horno terrible se fraguó tu condena?¿Con qué yunque? ¿Qué horrible tenaza
Se atreve a encerrar esa mortal amenaza?
Blake

Poco después de la partida de mi preciosa y misteriosa visitante, me senté a meditar. Creía haber dado, al fin, con la explicación de, cuanto menos, parte del enigma. La conclusión a la que había llegado era la siguiente: Yun Shatu, el señor del opio, era tan solo el agente o sirviente de algún tipo de organización o individuo, cuyo cometido alcanzaba una escala mucho mayor que el mero tráfico de drogas en el Templo de los Sueños. Este hombre —u hombres— necesitaba colaboradores entre todos los estratos de la sociedad; en otras palabras, seguramente me había mezclado con un grupo de traficantes de opio a una escala gigantesca. Sin duda, Gordon se hallaba investigando el caso, y su sola presencia indicaba que no era un sujeto ordinario, pues sospechaba que debía de gozar de una posición privilegiada en el gobierno británico, aunque no podía saber qué tipo de puesto tendría.
Con opio o sin él, yo estaba decidido a cumplir con mis obligaciones para con el Amo. Mi sentido de la moral se había ido evaporando en los oscuros senderos que había transitado, y no se me ocurrió que me disponía a mezclarme en un crimen despreciable. Lo cierto era que me sentía más resuelto. Más aún, la mera deuda de gratitud se incrementaba de manera exponencial con sólo pensar en la muchacha. Al Amo le debía el hecho de ser capaz de sostenerme en pie y poder mirar sus ojos claros tal como haría un hombre. De modo que, si deseaba mis servicios para su negocio de tráfico de droga, los tendría. Sin duda, me disponía a suplantar a algún hombre cuya posición en el gobierno era tan elevada que los registros habituales de los oficiales de aduanas serían pasados por alto. ¿Me disponía acaso a introducir en Inglaterra algún tipo de extraña sustancia provocadora de ensueños?
Tenía todo esto en mente mientras bajaba las escaleras, por encima de tales pensamientos, asomaban otras suposiciones más seductoras... ¿Qué motivos podía tener esa muchacha para pertenecer a esa chusma... ? Era, sin duda, una rosa en mitad de un estercolero... y, ¿quién era?
Cuando entré en el bar que había en el exterior del Templo, Hassim fue a mi encuentro, con el ceño fruncido en una sombría expresión de furia, y, según me pareció, de miedo. Llevaba en la mano un periódico doblado.
—Te dije que esperaras en la sala del opio, —espetó.
—Tardabas tanto que subí a mi cuarto. ¿Tienes ya el billete?
Se limitó a gruñir, haciéndome pasar a la sala del opio, y, mientras me quedaba en la entrada, le vi cruzar la estancia y desaparecer por la puerta del fondo. Me quedé allí, presa de un creciente asombro. Pues, cuando Hassim me había agarrado para hacerme entrar, me había fijado en un titular del periódico, contra el que estaba apretando su negro pulgar, como para marcar aquella noticia en particular.
Y, con esa antinatural rapidez de acción y juicio de la que parecía gozar esos últimos días, había aprovechado ese fugaz instante para leer:
*¡Un Comisionado Especial Africano Aparece Asesinado!*
*El cadáver del Mayor Fairlan Morley fue descubierto ayer en la bodega de un buque abandonado en la costa de Burdeos...*
¡No pude leer los detalles, pero sólo eso ya era bastante para hacerme pensar! Todo el asunto parecía estar adoptando un feo cariz. Aún así...
Transcurrió otro día. Después de interrogarle, Hassim graznó que los planes habían cambiado, que ya no iba a viajar a Francia. Entonces, a última hora de la tarde, acudió para conducirme una vez más a la sala del misterio.
Me encontraba ante el biombo lacado, con mis fosas nasales sofocadas por el acre humo amarillento, mientras los dragones bordados parecían arrastrarse por los tapices, y las palmeras parecía más tupidas y opresivas que nunca.
—Nuestros planes han sufrido un cambio, —dijo la voz oculta—. Ya no zarparás, como habíamos decidido. Pero tengo otro trabajo del que puedes encargarte. Es posible que en éste puedas resultar de mayor utilidad, pues debo de admitir que, de algún modo, me has decepcionado en lo que respecta a la sutileza. El otro día, interferiste de un modo tal que, sin duda, va a causarme grandes preocupaciones en el futuro.
No repliqué, pero comencé a sentir como el resentimiento hacía presa en mí.
—A pesar de las indicaciones de uno de mis sirvientes de mayor confianza, —continuó la voz átona, sin el menor atisbo de emoción salvo una nota ligeramente más alta—, insististe en liberar a mi más peligroso enemigo. Procura ser más circunspecto en el futuro.
—¡Te salvé la vida! —repuse enfadado.
—Y sólo por esa razón pasaré por alto tu error... ¡en esta ocasión!
Una furia fría surgió de súbito en mi interior.
—¡En esta ocasión! Pues aprovecha lo que puedas esta ocasión, porque te aseguro que no va a haber otra. Tengo contigo una deuda enorme, mucho mayor de lo que jamás podría aspirar a pagar, pero eso no me convierte en tu esclavo. Te he salvado la vida... la deuda que tenía contigo ha quedado saldada. ¡Sigue tu camino, que yo seguiré el mío!
Me respondió con una risa baja y espantosa, que recordaba al siseo de un reptil.
—¡Estúpido! ¡Me pagarás con tu servicio durante el resto de tu vida! ¿Dices que no eres mi esclavo? Yo digo que sí lo eres... de igual forma que es mi esclavo el negro Hassim, que ahora está junto a ti... o como también es mi esclava la muchacha Zuleika, la que te ha hechizado con su belleza.
Aquellas palabras enviaron una oleada de sangre caliente a mi cerebro, y fui consciente de una marea de furia que, por un segundo, anuló por completo mi razón. Al igual que todos mis sentidos parecían encontrarse agudizados y exagerados durante esos días, del mismo modo este estallido de furia superó a cualquier otro que hubiera podido sufrir antes.
—¡Por las hordas del Averno! —aullé—. Eres un demonio... ¿Quién eres, y en qué consiste tu poder sobre mí? ¡He de verte o morir en el intento!
Hassim saltó hacia mí, pero le empujé hacia atrás, y, con una zancada, me planté ante el biombo y lo eché hacia un lado con un increíble esfuerzo físico. Entonces retrocedí, aullando y extendiendo las manos. Frente a mí se alzaba una figura alta y delgada, una figura grotescamente ataviada con una túnica bordada de seda, que descendía hasta el suelo. De las mangas de su túnica salían unas manos que me llenaron de horror... unas manos largas, depredadoras, con dedos delgados y huesudos, y unas uñas largas y curvas, como garras... y una piel marchita, apergaminada, de un amarillo parduzco, como si fueran las manos de un hombre que llevara muerto largo tiempo.
Eso en cuanto a las manos... ¡Pero, Dios mío, el rostro...! Era un cráneo en el que no quedaba el menor vestigio de carne, excepto una piel ocre, fina y tensa, que resaltaba cada detalle de aquella terrible cabeza muerta. La frente era alta y, en cierto modo, magnífica, pero la cabeza se estrechaba de forma curiosa al llegar a los pómulos, y, bajo unas cejas marcadas, ardían unos ojos grandes, como estanques de fuego amarillo. La nariz era muy delgada, y de puente alto; la boca era una mera abertura incolora entre unos labios crueles y delgados. Un cuello largo y huesudo sustentaba aquella visión aterradora y completaba el efecto de un demonio reptilesco salido de algún infierno medieval.
¡Me encontraba cara a cara con el cráneo viviente de mis sueños!


CAPÍTULO 8
La sabiduría oscura

Por todo pensamiento, una ruina reptante,
Por toda vida, una llama fluctuante,
Por corazón un desgarro en el pecho del mundo,
Tras llevar a término mi deseo inmundo.
Chesterton

Aquel terrible espectáculo barrió de mi mente durante un instante cualquier posible pensamiento de rebeldía. La sangre se me heló en las venas y permanecí completamente inmóvil. Escuché como Hassim emitía una risa siniestra detrás de mí.
Los ojos del cadavérico rostro me estudiaban, brillando de malicia, y me percaté, desfallecido, de la furia satánica que había concentrada en su interior. Entonces, aquel horror emitió una risa sibilina.
—Te hago un gran honor, Costigan; hay muy pocos de entre mis siervos que puedan decir que han visto mi rostro y sigan con vida. Creo que tú, concretamente, me serás más útil vivo que muerto.
Permanecí en silencio, completamente impactado. Me resultaba difícil creer que aquel hombre pudiera estar vivo, pues su apariencia contradecía, ciertamente, ese hecho. Se parecía horriblemente a una momia. Y, aún así, sus labios se movían cuando hablaba, y sus ojos rutilaban con una llama espantosa.
—Harás lo que te digo, —dijo abruptamente, y su voz había adoptado una nota imperativa—. Sin duda conocerás, o habrás oído hablar de Sir Haldred Frenton.
—Sí.
Cualquier hombre medianamente culto de Europa o América estaba familiarizado con los libros de viajes de Sir Haldred Frenton, autor y soldado de fortuna.
—Esta noche, acudirás a la mansión de Sir Haldred...
—¿Sí?
—¡Y le matarás!
Me revolví, literalmente. Esa orden era algo increíble... ¡inmencionable! Era mucho lo que me había rebajado... lo bastante como para estar dispuesto a traficar con opio, pero asesinar de forma deliberada a un hombre al que no había visto jamás... a un hombre famoso por sus logros en la cultura... aquello era algo demasiado monstruoso como para contemplarlo siquiera.
—¿Te niegas?
El tono era tan despectivo y burlón como el siseo de una serpiente.
—¿Que si me niego? —grité, encontrando al fin mi voz—. ¿Que si me niego? ¡Diablo encarnado! ¡Por supuesto que me niego! Tú...
Había algo en la fría seguridad de sus maneras que me impidió continuar hablando... haciéndome caer en un silencio gélido y aprensivo.
—¡Necio! —dijo con calma—. Yo acabé con tu adicción al opio... ¿Cómo crees que lo hice? ¡Dentro de cuatro minutos lo sabrás, y maldecirás el día en que naciste! ¿No se te ha ocurrido lo extraño que resulta la rapidez de tu mente, y la resistencia de tu cuerpo... una mente que debería ser lenta y torpe, y un cuerpo que debería ser débil y cascado después de años de excesos? Ese golpe que le propinaste a John Gordon... ¿No te has preguntado acerca de su fuerza? La facilidad con la que memorizaste los informes sobre el Mayor Morley... ¿No te has preguntado nada de eso? ¡Necio, estás ligado a mí con cadenas de acero, sangre y fuego! Soy yo quién te ha mantenido vivo y cuerdo... sólo yo. Todos los días, ese elixir vital te ha sido administrado, mezclado en el vino. Sin él, no podrías haber seguido vivo o cuerdo. ¡Y yo, y sólo yo, conozco su secreto!
Observó un extraño reloj que había en la mesa, junto a su codo.
—Hoy le he dicho a Yun Shatu que no te echara el elixir... ya me suponía que podías rebelarte. El momento se acerca... ¡Ja, ya hace su efecto!
Dijo algo más, pero no pude oírle. Tampoco pude ver, ni sentir, en el sentido humano de la palabra. Me arrastré a sus pies, balbuceando y lanzando alaridos, envuelto en las llamas de tal infierno que los hombres jamás han podido soñar que exista.
¡Sí, ahora lo sabía! Se había limitado a darme una droga mucho más fuerte... tanto que había substituido al opio. Mis habilidades antinaturales quedaban ya explicadas... sencillamente, había estado actuando bajo el estímulo de algo que combinaba en sus efectos a todos los infiernos conocidos, algo que me estimulaba, algo como la heroína, pero cuyos efectos no eran notados por la víctima. No tenía ni idea de lo que podía ser, ni tampoco pensaba que pudiera saberlo nadie, salvo el ser infernal que ahora me observaba con malévola diversión. Pero aquella sustancia había reunificado mi mente, destilando en mi organismo la necesidad de consumirla, y, ahora, una abstinencia espantosa me desgarraba el alma.
Jamás, ni en mis peores experiencias en la guerra o en mis peores abstinencias, había experimentado nada parecido a eso. Quemaba con el calor de un millar de infiernos y me congelaba con una gelidez que era cien veces más fría que el hielo. Descendí hasta los abismos más profundos de la tortura y ascendí hasta las más altas cumbres del sufrimiento... un millón de diablos aullantes me acosaban, apuñalándome y lanzando alaridos. Hueso a hueso, vena a vena, célula a célula, sentí como mi cuerpo se desintegraba y estallaba en átomos ensangrentados, dispersándose por todo el universo... y cada célula, por separado, era un organismo entero de nervios aullantes y temblorosos. Y se reunían de nuevo, desde los remotos vacíos, para que el tormento fuese aún mayor.
A través de una niebla fiera y sangrienta, escuché gritar a mi propia voz... un balbuceo monótono. Luego, con los ojos muy abiertos, divisé ante mí un cáliz dorado, sostenido por una mano con garras... un cáliz lleno de un líquido color ámbar.
Con un graznido bestial, lo agarré con las dos manos, siendo vagamente consciente de que el vaso de metal se abollaba bajo mis dedos, y me lo llevé a los labios. Bebí con urgente frenesí, y el líquido cayó por mi barbilla y resbaló hasta mi pecho.


CAPÍTULO 9
Kathulos de Egipto

Tus negras noches durarán tres veces más
Y el manto celeste cual hierro te pesará.
Chesterton

El cráneo viviente permanecía observándome con mirada crítica mientras yo me sentaba jadeante en un diván, completamente exhausto. Tomó el cáliz en su mano y examinó su dorado metal, que se había deformado hasta resultar inservible. Aquello lo habían hecho mis dedos con la maníaca urgencia que había sentido en el momento de beber.
—Una fuerza sobrehumana, incluso para un hombre en tu condición, —dijo con seca pedantería—. Dudo que ni siquiera Hassim pudiera igualarla. ¿Estás listo ya para recibir tus instrucciones?
Asentí sin pronunciar palabra. La infernal fuerza del elixir comenzaba ya a fluir por mis venas, renovando mi fuerza perdida. Me pregunté cuánto tiempo podría vivir un hombre que, como yo, estuviera constantemente consumiéndose y reconstruyéndose de forma artificial.
—Se te proporcionará un disfraz y acudirás solo a la mansión de Frenton. Nadie sospecha que Sir Haldred corra el menor peligro, y tu entrada en sus tierras, y en la mansión, debería ser un asunto de relativa facilidad. No emplearás tu disfraz... que será de una naturaleza un tanto especial... hasta que estés a punto de penetrar en la mansión. Entonces, subirás a la habitación de Sir Haldred y le asesinarás, partiéndole el cuello con tus manos desnudas... eso es esencial...
La voz prosiguió, detallando las espeluznantes órdenes en un tono espantosamente casual, como si se tratara de un asunto sin importancia. Mi frente se perló de un sudor frío.
—Saldrás entonces de la mansión, tomándote la molestia de dejar tus huellas dactilares en algún lugar claramente visible, y el automóvil te estará esperando en algún lugar seguro de los alrededores, para traerte de vuelta aquí, después de que te hayas desecho del disfraz. Por si hubiera complicaciones, tengo una docena de hombres que jurarán que pasaste toda la noche en el Templo de
los Sueños, y que jamás saliste de aquí. ¡Pero no debes ser visto! Vete ahora, y lleva a cabo tu cometido con eficacia, pues ya conoces la alternativa.
No regresé a la casa del opio, sino que fui conducido a través de intrincados pasadizos, recubiertos de gruesos tapices, hasta una pequeña estancia que no contenía más que un diván oriental.
Hassim me dio a entender que debía permanecer allí hasta después de anochecer, momento en que vendría a por mí. La puerta estaba cerrada, pero no hice el menor intento por descubrir si habían echado el pestillo. Mi Amo de Rostro de Cráneo me tenía sujeto con algo mucho más sólido que los meros cerrojos o candados.
Sentado en aquel diván, en el estrafalario emplazamiento, que bien podría haber sido una estancia de un zenana hindú, afronté los hechos con crudeza y me decidí a presentar batalla. Aún quedaban en mí rastros de hombría... muchos más de los que había supuesto ese villano, y que, además, se veían fortalecidos por una negra desesperación. De repente, la puerta se abrió con suavidad. La intuición me dijo a quién podía esperar, y no quedé decepcionado. Zuleika se hallaba ante mí, como una visión gloriosa... y, también como una imagen que se reía de mí, haciendo que mi desesperación fuera aún más negra... pero que, aún así, me emocionaba con un ansia salvaje y una alegría irracional.
Llevaba una bandeja de comida que colocó a mi lado, y luego se sentó en el diván, junto a mí, con sus grandes ojos fijos en mi rostro. Era una flor en un nido de serpientes, y su belleza me atenazó el corazón.
—¡Stephen! —susurró, y sentí un delicioso estremecimiento al oírla pronunciar mi nombre por primera vez.
De súbito, sus luminosos ojos se anegaron de lágrimas, y posó su pequeña mano sobre mi brazo. La tomé entre mis dos encallecidas manazas.
—¡Te han impuesto una misión que temes y odias! —sollozó.
—Así es, —repuse, risueño—, ¡Pero pienso derrotarles! Dime, Zuleika... ¿Qué significa todo esto?
Miró aterrada a su alrededor.
—No lo sé todo... —vaciló—. Tus problemas son culpa mía porque yo... yo esperaba... Stephen, te he estado observando desde la primera vez que entraste en el local de Yun Shatu hace meses. Tú no me viste, pero yo te vi a ti, y, al mirarte, no vi al individuo roto que proclamaban tus harapos, sino a un alma herida, a un alma terriblemente afectada por los estragos de la vida. Y, desde lo más hondo de mi corazón, me compadecí de ti. Entonces, cuando Hassim te maltrató aquel día... —una vez más, sus ojos se llenaron de lágrimas—, no pude soportarlo más, y supe hasta qué punto sufrías por tu adicción al opio. De manera que pagué a Yun Shatu, y, tras acudir al Amo, yo... yo... ¡Oh, vas a odiarme por esto! —sollozó.
—No... no... jamás...
—Le dije que eras un hombre que podía serle útil, y le rogué que le ordenara a Yun Shatu atender a todas tus necesidades. ¡Ya se había fijado en ti, pues posee el ojo alerta del esclavista, y el mundo entero es su mercado de esclavos! De modo que le ordenó a Yun Shatu que hiciera lo que yo le había pedido; y ahora... mejor sería que te hubieras quedado como estabas, amigo mío.
—¡No! ¡No! —exclamé—. ¡Al menos he disfrutado de algunos días de regeneración, aunque fueran falsos! ¡He podido presentarme ante ti como un hombre, y solo eso ya merece la pena!
Y todo lo que sentí por ella debió de asomar a mis ojos, pues ella bajó los suyos y se ruborizó.
No me preguntéis cómo puede enamorarse un hombre en mi situación, pues lo desconozco; pero lo que sí sabía era que amaba a Zuleika... había amado a aquella misteriosa muchacha oriental desde la primera vez que la vi... y, de algún modo, sentía que ella, en cierta medida, correspondía a mi afecto. Al darme cuenta de ello, mi desesperación se hizo más sombría, y el camino que había elegido recorrer se tornó aún más difícil; aún así —pues el amor puro siempre fortalece a los hombres—, aquello me dio ánimos para hacer lo que debía.
—Zuleika, —dije en tono urgente—, el tiempo vuela y es mucho lo que debo averiguar aún; dime... ¿Quién eres, y que haces en este cubil del Hades?
—Soy Zuleika... y es todo cuanto sé. Soy circasiana de sangre y nacimiento; cuando era muy pequeña, fui capturada en un ataque de los turcos, y me crié en un harem de Estambul; cuando aún era demasiado joven para casarme, mi amo me entregó como regalo a... a Él.
—Pero ¿quién es ese hombre... ese cráneo viviente?
—Es Kathulos de Egipto... eso es todo cuanto sé. Es mi amo.
—¿Un egipcio? Entonces, ¿qué está haciendo en Londres... y por qué todo este misterio?
Entrelazó los dedos, presa del nerviosismo.
—Por favor, Stephen, habla más bajo; siempre hay alguien escuchando en todas partes. No sé quién es el Amo, ni por qué está aquí, ni por qué hace lo que hace. ¡Lo juro por Alá! Si lo supiera te lo diría. En ocasiones acuden gentes distinguidas a la estancia especial en la que el Amo los recibe... no se trata de esa estancia en la que tú le has conocido... y me ordena que baile ante ellos, y que luego flirtee un poco con algunos. Y siempre debo repetirle con exactitud lo que me dicen. Eso es lo que he hecho siempre... en Turquía, en los bárbaros Estados Unidos, en Egipto, en Francia y en Inglaterra. El Amo me enseñó inglés y francés y me educó él mismo en muchas disciplinas. Es el mayor hechicero del mundo entero, y lo sabe todo acerca de la magia antigua.
—Zuleika, —dije—, tengo los días contados, pero déjame que te saque de todo esto... ¡Ven conmigo, y te juro que te alejaré de esa sabandija!
Se estremeció, y ocultó el rostro entre las manos.
—¡No, no, no puedo!
—Zuleika, —pregunté con ternura—. ¿Qué clase de dominio ejerce ese Ser sobre ti, niña...? ¿También es el opio?
—¡No, no! —gimió—. No lo sé... no lo sé... pero no puedo... ¡Jamás podré escapar de él!
Me senté, y permanecí perplejo unos instantes; luego pregunté:
—Zuleika, ¿dónde nos encontramos ahora mismo?
—Este edificio es un almacén desierto, situado en la parte trasera del Templo del Silencio.
—Eso pensaba. ¿Qué son esos cofres que hay en el túnel?
—No lo sé.
Entonces, de repente, comenzó a llorar suavemente.
—Ahora tú también eres un esclavo, igual que yo... tú, que eres tan fuerte y tan gentil... ¡Oh Stephen, no puedo soportarlo!
Sonreí.
—Acércate más, Zuleika, y te diré cómo pienso engañar a ese tal Kathulos.
Lanzó una mirada aprensiva hacia la puerta.
—Debes hablar bajo. Me tenderé en tus brazos, y, mientras finges acariciarme, susúrrame las palabras que pensabas decirme.
Se dejó abrazar por mí, y, allí, en aquel diván con dragones bordados, situado en la morada del horror, conocí por vez primera la gloria de estrechar en mis brazos la esbelta figura de Zuleika... mientras su aterciopelada mejilla se apretaba contra mi pecho. Mis fosas nasales se embriagaron con su fragancia, mis ojos se embelesaron con su cabello, y mis sentidos se rebelaron; entonces, mientras mis labios se ocultaban en sus sedosos cabellos, susurré con premura:
—En primer lugar, pienso avisar a Sir Haldred Frenton... luego encontraré a John Gordon y le hablaré de este escondite. Conduciré aquí a la policía, y tú deberás estar alerta, y preparada para esconderte de Él... hasta que podamos irrumpir aquí y matarle o capturarle. Luego serás libre.
—¡Pero Tú...! —jadeó, empalideciendo—. Necesitas el elixir, y sólo El...
—Tengo un modo de librarme de eso, niña, —repuse.
Empalideció de preocupación, y su intuición de mujer le mostró la deducción más obvia.
—¡Vas a matarte!
Y, por mucho que me doliera verla tan emocionada, sentí, a pesar de todo, una torturante alegría al descubrir que le importaba tanto. Apretó sus brazos en torno a mi cuello.
—¡No, Stephen! —imploró—. Es mejor estar vivo, aunque sea...
—No. No a ese precio. Es mejor que me marche mientras aún me queden hombría y dignidad.
Durante un instante, me miró con desesperación; luego, tras besarme de repente con sus rojos labios, se puso en pie y salió de la habitación. Cuán extraños son los caminos del amor. Siendo como éramos dos barcos a la deriva, encallados en las orillas de la vida, habíamos terminado por encontrarnos, de forma inevitable, y, aunque entre nosotros no se había cruzado la menor palabra de amor, cada uno conocía el corazón del otro... más allá de la mugre y los harapos, más allá de la aparente sumisión del esclavo, cada uno conocía el interior del corazón del otro, y, por primera vez, amé de un modo tan puro y natural como debía haberse amado desde el comienzo de los tiempos.
Ahora comenzaba a vivir... ahora, cuando llegaba mi final. Pues, tan pronto como hubiera terminado mi tarea, y antes de que pudiera volver a sufrir los tormentos de mi maldición, tanto el amor como la vida y la belleza, así como la tortura, desaparecerían para siempre gracias a la contundencia de una bala de pistola, que destrozaría mi podrido cerebro. Era mejor una muerte limpia, antes que...
La puerta volvió a abrirse, y entró Yussef Ali.
—Ha llegado la hora de partir, —dijo lacónico—. Levántate y sígueme.
No tenía, claro está, la menor idea de qué hora podría ser. La habitación en la que me encontraba no tenía ventanas... y tampoco había visto ninguna en el exterior. Las estancias estaban iluminadas con bombillas ocultas en incensarios que colgaban del techo. Cuando me puse en pie, el joven y esbelto moro me dedicó una mirada siniestra.
—Que esto quede entre tú y yo, —dijo con voz sibilina—. Somos siervos del mismo Amo... pero esto nos concierne sólo a nosotros. Mantente alejado de Zuleika... el Amo me la ha prometido para cuando lleguen los días del Imperio.
Entrecerré los ojos, observando el ceñudo y apuesto rostro del oriental, y, en mi interior, surgió un odio tal como rara vez había conocido. Mis dedos se abrieron y cerraron de forma involuntaria, y el moro, anticipándose a mi acción, retrocedió, echando mano del cinturón.
—Ahora no... tenemos trabajo que hacer... quizás luego —entonces, con un gélido regusto de odio, añadió— ¡Cerdo! ¡Simio! ¡Cuando el Amo haya terminado contigo, hundiré mi daga en tu corazón!
Reí adustamente.
—Pues será mejor que te des prisa, rata del desierto, porque si no te partiré la columna con mis manos desnudas.


CAPÍTULO 10
La morada sombría

Contra todas las cadenas e infiernos por el hombre creados,
Yo solo... al fin... y sin ayuda... ¡Me he rebelado!
Mundy

Seguí a Yussef Ali por intrincados corredores, y descendí las escaleras... Kathulos no estaba en la estancia del ídolo... y después, tras cruzar el túnel, dejé atrás las habitaciones del Templo de los Sueños y salí a la calle, en la que las farolas arrojaban una luz mortecina a través de la niebla y una suave llovizna. Al otro lado de la calle había un automóvil, con las ventanillas tapadas con cortinas.
—Ese es tu vehículo, —dijo Hassim, que se había unido a nosotros—. Camina con naturalidad. No actúes de manera sospechosa. Puede que el lugar esté vigilado. El conductor sabe lo que hay que hacer.
Entonces, Yussef Ali y él regresaron al bar, y yo avancé un paso hacia la acera.
—¡Stephen!
¡Una voz que me hacía saltar el corazón pronunció mi nombre! Una mano blanca me hizo señas desde las sombras de un portal. Caminé hacia allí con presteza.
—¡Zuleika!
—¡Shhh!
Me cogió del brazo y depositó algo en mi mano; acerté a distinguir vagamente un pequeño frasco dorado.
—¡Esconde esto, deprisa! —susurró con urgencia—. No vuelvas. Escapa y escóndete. Está lleno de elixir—... intentaré conseguir más, antes de que todo esto acabe. Debes encontrar la manera de comunicarte conmigo.
—Sí, pero ¿cómo lo has conseguido? —pregunté asombrado.
—¡Se lo he robado al Amo! Ahora, por favor, debo irme, antes de que me eche de menos.
Retrocedió por el portal y desapareció de mi vista. Me hallaba confuso. Estaba seguro de que había arriesgado nada menos que su vida para obtener aquello, y me atormentaba pensar lo que podría hacerle Kathulos cuando descubriera el robo. Pero regresar en ese momento a la casa del misterio levantaría sospechas, sin la menor duda, de modo que preferí seguir adelante con mi plan y contraatacar, antes de que el Cráneo Viviente se percatara de la traición de su esclava.
De modo que crucé la calle hasta el automóvil que aguardaba. El conductor era un negro al que no había visto antes, un hombre desgarbado de estatura media. Le observé con fijeza, preguntándome cuánto habría visto. No dio la menor muestra de haber visto nada, y supuse que, aunque me hubiera visto retroceder hasta las sombras, no podía haber observado lo que ocurría en ellas, ni tampoco habría podido reconocer a la muchacha.
Se limitó a saludar con la cabeza, mientras me acomodaba en el asiento de atrás, y, un momento después, avanzábamos a buena velocidad por las calles desiertas y cubiertas de niebla. Había un bulto junto a mí, en el asiento de al lado, que, según deduje, debía de tratarse del disfraz mencionado por el egipcio.
Sería difícil recapitular todas las sensaciones que experimenté aquella noche, mientras avanzaba por entre la niebla y la lluvia. Sentía como si ya estuviera muerto, y las calles desiertas que me rodeaban fueran en realidad los senderos de la muerte, por los que mi fantasma estaba condenado a vagar para siempre. Mi corazón sentía una torturante alegría, unida a una espantosa desesperación... la desesperación de un hombre condenado. No era que la muerte, en sí, me resultara repelente... un adicto a la droga muere muchas veces, antes de afrontar el olvido definitivo... pero resultaba muy duro partir, ahora que el amor había entrado por fin en mi desolada vida. Además, aún era joven.
Una sonrisa sardónica cruzó mis labios... también eran jóvenes todos los que murieron a mi lado en aquella Tierra de Nadie, en los días de la guerra. Me subí las mangas y apreté los puños, tensando los músculos. Mi anatomía no adolecía del menor sobrepeso, y una gran parte de mi endurecida carne había ido desapareciendo, pero las fibras de mis grandes bíceps se tensaban aún como cables de hierro, pareciendo indicar una fuerza descomunal. Pero yo sabía que mi fortaleza era falsa; sabía que, en realidad, yo no era más que una carcasa rota, animada tan sólo por el fuego artificial del elixir, sin el cual, incluso una frágil muchacha podría derribarme.
El automóvil se detuvo entre unos árboles. Nos encontrábamos en las afueras de un barrio de lujo, y debía de ser más de media noche. Por entre los árboles, divisé una gran mansión que se alzaba sombría contra las distantes luces del durmiente Londres.
—Aquí es donde yo te espero, —dijo el negro—. Nadie debe ver el automóvil desde la carretera o desde la casa.
Tapando con la mano una cerilla encendida, para que su luz no pudiera ser detectada desde el exterior del vehículo, examiné el «disfraz» y a punto estuve de soltar una risa enloquecida. ¡El disfraz consistía en la piel completa de un gorila! Tras colocar el disfraz bajo mi brazo, me dirigí hacia el muro que rodeaba las tierras de Frenton. En cuanto hube avanzado unos pocos pasos, los árboles en los que se escondían tanto el negro como el coche se entremezclaron en una masa oscura.
No creía que pudieran verme, pero, por cuestión de seguridad, no me dirigí hacia la alta puerta principal de hierro forjado, sino hacia el lateral del muro, en un lugar donde no había entradas.
No se veía luz en la casa. Sir Haldred era soltero, y yo estaba seguro de que los criados se habrían acostado hace tiempo. Escalé el muro con facilidad y crucé el jardín a oscuras hasta una puerta lateral, llevando aún bajo el brazo mi espeluznante «disfraz». La puerta estaba cerrada con llave, tal como había previsto, y no deseaba despertar a nadie hasta que me hallara en el interior, donde el sonido de nuestras voces no podría ser escuchado por cualquiera que me hubiera seguido.
Agarré el tirador con ambas manos, y, ejerciendo lentamente esa fuerza inhumana que poseía, comencé a retorcerlo. El hierro se retorció entre mis manos, y el pestillo del interior se partió de repente, con un ruido que, en el silencio de la noche, me recordó al estampido de un cañonazo. Un instante después me encontraba en el interior, y había cerrado la puerta tras de mí.
Di un solo paso en la oscuridad, en la dirección en la que, según creía, debían estar las escaleras, y entonces me detuve, cuando un haz de luz me alumbró la casa. Junto a la luz divisé el brillo del cañón de un revólver. Más atrás, se apreciaba un rostro anguloso y sombrío.
—-¡Quédese donde está, y levante las manos!
Alcé las manos, dejando que el bulto se deslizara al suelo. Había escuchado aquella voz sólo en una ocasión, pero la reconocí... y supe, al instante, que el hombre de la linterna era John Gordon.
—¿Cuantos hay con usted?
Su tono de voz era cortante e imperativo.
—Estoy solo, —repuse—. Lléveme a una habitación en la que no pueda verse la luz desde el exterior, y le contaré unas cuantas cosas que desea saber.
Guardó silencio; entonces, tras indicar que recogiera el bulto que había dejado caer, se colocó a mi lado, y me hizo un gesto para que le precediera hasta la siguiente habitación. Allí, me condujo hasta una escalera que ascendía hasta una puerta abierta, la cual se abría a una habitación iluminada.
Me encontraba en una estancia con las cortinas echadas. Durante el trayecto, la atención de Gordon no se había relajado ni un momento, y ahora permanecía junto a mí, apuntándome con su revólver. Aunque llevaba una vestimenta convencional, resaltaba con su elevada estatura, y su complexión fuerte, pero no corpulenta —era más alto que yo, aunque no tan musculoso—, y por sus acerados ojos grises y sus rasgos marcados. Había algo en aquel hombre que me agradaba, a pesar de la contusión que noté en su mandíbula, allí donde mi puño le había golpeado en nuestro último encuentro.
—No puedo creer, —dijo crispado—, que toda esta aparente dejadez y falta de sutileza sea real. Sin duda tendrá usted sus propias razones para desear estar conmigo en una habitación aislada, pero sepa que Sir Haldred está eficazmente protegido, incluso ahora. Quédese quieto.
Apretando el cañón contra mi pecho, registró mi atuendo, en busca de algún arma oculta, y pareció ligeramente sorprendido cuando no encontró ninguna.
—Aún así, —murmuró para sí mismo—, un hombre que puede destrozar con las manos desnudas un cerrojo de hierro, no necesita llevar armas encima.
—Estamos malgastando un tiempo valioso —dije con impaciencia—. He sido enviado aquí, esta noche, para matar a Sir Haldred Frenton...
—¿Por quién? —preguntó a quemarropa.
—Por el hombre que en ocasiones se disfraza como un leproso.
Asintió, con un brillo de interés en sus ojos entrecerrados.
—Entonces, mis sospechas eran correctas.
—Sin duda. Escuche atentamente... ¿Desea usted matar o arrestar a ese hombre?
Gordon rió adustamente.
—Sería superfluo responder esa pregunta a uno que lleva en la mano la marca del escorpión.
—Entonces, siga mis instrucciones, y verá cumplidos sus deseos.
Entrecerró los ojos con sospecha.
—De modo que ese es el significado de esta entrada tan brusca y de que no haya opuesto resistencia —dijo lentamente—. ¿Acaso esa droga, que dilata sus pupilas, ha embotado tanto su cerebro que piensa que podrá conducirme a una emboscada?
Me llevé las manos a las sienes. El tiempo volaba, y cada momento era precioso... ¿Cómo podía convencer a ese hombre de mi honestidad?
—Escuche; mi nombre es Stephen Costigan y soy americano. Solía frecuentar el tugurio de Yun Shatu y era adicto al opio... como ya ha supuesto, pero ahora mismo soy esclavo de una droga mucho más fuerte. Por virtud de esa esclavitud, el hombre al que usted conoce como el falso leproso, y a quien Yun Shatu y sus amigos llaman el «Amo», ha obtenido poder sobre mí, y me ha enviado aquí para que asesine a Sir Haldred... sólo Dios sabrá por qué. Pero he logrado un breve respiro, al entrar en posesión de una pequeña cantidad de esa droga, que necesito tener si quiero seguir con vida, y odio y temo a ese tal Amo. ¡Escúcheme, y le juro, por todo lo que es sagrado o profano, que antes de que salga el sol, el falso leproso estará en su poder!
Casi podría decir que Gordon estaba impresionado a pesar de sí mismo.
—¡Hable deprisa! —espetó.
Aún podía sentir su desconfianza, y me invadió una oleada de desesperanza.
—Si no desea actuar conmigo, —dije—, déjeme marchar, y, de algún modo, encontraré la manera de llegar hasta el Amo y matarle. Me queda poco tiempo... mis horas están contadas, y mi venganza está a punto de verse cumplida.
—Escuchemos su plan, pero expóngalo rápido, —repuso Gordon.
—Es bastante simple. Volveré al escondite del Amo y le diré que he llevado a cabo la tarea que me encomendó. Usted deberá seguirme de cerca con sus hombres, y rodeará la casa mientras yo converso con el Amo. Luego, a mi señal, irrumpirán en el lugar y le matarán o apresarán.
Gordon frunció el ceño.
—¿Dónde está ese lugar?
—Es el almacén que hay detrás del local de Yun Shatu. Lo han convertido en un auténtico palacio oriental.
—¡El almacén! —exclamó—. ¿Cómo es posible? Pensé en él desde el principio, pero lo he examinado detenidamente desde el exterior. Las ventanas están embarrotadas, y las arañas las han llenado de telarañas. Las puertas están selladas con tablones clavados en el exterior, y demuestran que el almacén está desierto, porque no han sido rotos ni retirados de ninguna manera.
—Acceden mediante un túnel que discurre bajo tierra —respondí— El Templo de los Sueños está conectado directamente con el almacén.
—He recorrido el callejón que discurre entre los dos edificios, —dijo Gordon—, y las puertas del almacén que se abren al callejón, están, como ya he dicho, trabadas con tablones clavados desde fuera, tal como las debieron dejar sus antiguos propietarios. Y, aparentemente, no hay ninguna salida trasera del Templo de los Sueños.
—Le estoy diciendo que un túnel subterráneo conecta los edificios. Se accede por una trampilla desde el cuarto trasero del local de Yun Shatu, y desemboca en la estancia del ídolo, en el almacén.
—Yo he estado en el cuarto trasero del local de Yun Shatu y no encontré dicha trampilla.
—Está oculta bajo la mesa. ¿No se fijó en la pesada mesa que hay en el centro de la habitación? Si hubiera intentado levantarla, la trampilla secreta se habría abierto en el suelo. Y, ahora, este es mi plan: regresaré al Templo de los Sueños e iré a ver al Amo en la sala del ídolo. Usted, en secreto, estacionará a sus hombres en frente del almacén, así como en la calle principal delante del Templo de los Sueños. El edificio de Yun Shatu, como ya sabe, da a los muelles, mientras que el almacén, cuya fachada principal da al lado opuesto, posee un lateral que da a un estrecho callejón, que discurre paralelo al río. En el momento convenido, los hombres que haya en ese callejón derribarán la puerta principal del almacén e irrumpirán en el interior, mientras, de forma simultánea, los que estén apostados frente al local de Yun Shatu, entrarán a saco en el Templo de los Sueños. Si alguien quiere escapar hacia el cuarto trasero, se lo permitirán, pero dispararán sin piedad contra todos aquellos que intenten pasar junto a ellos, y, después, accederán a la puerta secreta de la que le he hablado. Por lo que yo sé, no existe ninguna otra salida secreta de la guarida del Amo, de modo que, tanto él como sus sirvientes tendrán, por fuerza, que intentar escapar por ese túnel. De ese modo, les tendremos atrapados por los dos lados.
Gordon meditó, mientras yo contemplaba su rostro con desesperado interés.
—Esto podría ser una encerrona, —musitó—, o bien un intento por alejarme de Sir Haldred, pero...
Contuve el aliento.
—Soy jugador por naturaleza, —dijo lentamente—. Voy a seguir lo que ustedes, los americanos, llaman una corazonada... ¡Pero que Dios le ayude si me está mintiendo!
Me erguí en toda mi estatura.
—¡Gracias a Dios! Ahora, ayúdeme con este disfraz, pues se supone que debo llevarlo puesto cuando regrese al automóvil que me está aguardando.
Entrecerró los ojos mientras yo desenvolvía el horrible atuendo y me preparaba para vestirlo.
—Esto demuestra, como siempre, el toque de una mano maestra. Sin duda, le habrán dado instrucciones para que deje las marcas de sus manos, mientras están metidas en esos espantosos guantes...
—Sí, aunque no tengo ni idea de por qué.
—Creo que yo sí lo sé... El Amo es famoso por no dejar nunca ninguna pista real como marca de sus crímenes... un gran simio ha escapado a primera hora de la tarde de un zoológico cercano, y parece obvio que no ha sido por casualidad, en vista de este disfraz. El simio habría cargado con las culpas de la muerte de Sir Haldred.
El plan resultaba tan simple, y la ilusión de realidad tan magníficamente creada, que no pude evitar un estremecimiento cuando, ya disfrazado, me contemplé en un espejo.
—Ahora son las dos de la madrugada, —dijo Gordon—, Calculando el tiempo que le llevará regresar a Limehouse, y el que yo necesitaré para apostar a mis hombres, le prometo que, a las cuatro y media, el lugar estará completamente rodeado. Deme un margen... espere aquí hasta que me marche de aquí, de modo que pueda llegar allí al menos un poco antes que usted.
—¡Bien! —le di la mano de forma impulsiva—. Sin duda, entre ellos habrá una muchacha que no está, en modo alguno, implicada en las malévolas hazañas del Amo, sino que no es más que una víctima de las circunstancias, igual que lo he sido yo. Trátenla con deferencia.
—Lo haremos. ¿Qué señal debemos aguardar?
—No tengo modo alguno de hacerle la menor señal, y dudo mucho que cualquier sonido que pueda hacer fuera a resultar audible desde la calle. Será mejor que sus hombres irrumpan en el lugar a las cinco en punto de la madrugada.
Me giré para marcharme.
—Supongo que habrá un hombre aguardándole en un automóvil. ¿Qué pasará si sospecha algo?
—Tengo una manera de descubrirlo. Y, si se diera el caso —repuse, sombrío—, regresaré solo al Templo de los Sueños.





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