sábado, 5 de diciembre de 2015

RELATO: "Sombras en la calavera", Lin Carter y L. Sprague de Camp (CONAN)






Sombras en la calavera


Lin Carter y L. Sprague de Camp




1. Visiones en el humo

Una ráfaga de humo verde ascendió desde el lecho de carbones encendidos sobre el que Rimush, el adivino real de Zembabwei, había arrojado el corazón palpitante de un ibis, la sangre de un mono macho y la lengua bífida de una serpiente.
Las brasas esparcían un fulgor rojizo. La tenue luz transformaba las ceñudas y marcadas facciones de Conan en una pensativa máscara de cobre, mientras que la vacilante y rojiza luminosidad metamorfoseaba los rasgos del negro rostro de su acompañante, Mbega, el recientemente coronado rey de la ciudad de la selva, y lo convertían en la imagen de un primitivo ídolo de ébano.
No se percibía ruido alguno en la húmeda habitación de piedra, salvo el chirrido y el crujido de los carbones, y los balbuceos del demacrado y viejo hechicero shemita. Rimush se arrebujó en su hábito de astrólogo, lleno de colores y recamado con los símbolos místicos de su poder, y se acercó al brasero. El resplandor del fuego hacía que su anciana cabeza pareciera una calavera adornada con una barba blanca, en la cual solamente los ojos, hundidos en las órbitas, estaban vivos y se movían.
Conan daba muestras de impaciencia. Le disgustaba mezclarse con artes mágicas o brujería. Desde hacía tiempo, había volcado su sencilla fe en el sombrío dios bárbaro de su lejano y nórdico país, Crom, que exigía muy poco de sus seguidores, pero les infundía la fuerza necesaria para aplastar a sus enemigos.
— ¡Terminemos con esta ceremonia! —gruñó, dirigiéndose a Mbega—. ¡Dame una legión de tus guerreros y rastrillaré personalmente la selva en busca de Thoth-Amon sin necesidad de brujerías!
El gigante negro tocó en el hombro a Conan a modo de advertencia, y le indicó con la cabeza que observara al anciano astrólogo. El adivino se enderezó convulsivamente, apretando los dientes. La espiral de humo verde se elevó, arremolinándose, y se formó un arabesco de color verde jade, mientras aparecían burbujas de espuma en las comisuras de los labios de Rimush.
La revelación comenzará en cualquier momento —murmuró Mbega.
El viejo shemita emitió un susurro en que las palabras se fueron haciendo gradualmente audibles:
Al sur... al sur... batir de alas en la noche de la selva... hacia la Gran Catarata... luego al este, a la Tierra Sin Retorno... hacia las altas montañas... a la Gran Calavera de Piedra...
El susurro se interrumpió bruscamente; el adivino se puso rígido como si le hubieran herido.
Lo encontrarás en el fin del mundo, allí donde los hombres-serpiente gobernaron mucho tiempo antes de la llegada del hombre —dijo el shemita con voz clara.
Luego se desplomó, y cayó sin vida a los pies del humeante brasero.
¡Crom! —exclamó Conan, sintiendo un hormigueo en los tensos antebrazos.
Mbega, de rodillas en el suelo, palpó el pecho del anciano. Poco después, se incorporó con el ceño fruncido.
— ¿Ocurre algo malo? —preguntó Conan, advirtiendo un relámpago de sombrío temor en el monarca al que había ayudado a coronarse como único rey después que Zembabwei fuese gobernada durante siglos por pares de gemelos.
Muerto —dijo Mbega lentamente—. Como si le hubiera fulminado un rayo... o mordido una serpiente mortífera.
Palántides estaba por contradecir abiertamente a su señor, como nunca había osado hacerlo en los muchos años en que había servido al rey de Aquilonia. El viejo soldado iba profiriendo violentos juramentos mientras luchaba por levantarse del lecho cubierto de sedas, donde yacía con la pierna izquierda vendada.
¡Por la cabeza de Nergal! ¡Majestad! ¡No voy a permitir que te internes solo en la selva sin que una tropa de fuertes aquilonios te respalde! ¡Por las tripas de Dagón! ¿Cómo puedes confiar en que esos negros no desfallezcan y salgan corriendo al primer resplandor del acero? ¿O que no te vayan a asar y a comer en cuanto comiencen a faltar los víveres? Si bien no puedo andar con esta maldita pierna, al menos soy capaz de montar a caballo.
Conan cogió al jefe de sus tropas por los hombros y lo tumbó en el lecho.
¡Por la sangre de Crom, viejo amigo! Personalmente, nada me gustaría más. ¡Pero lo que es, es; y lo que debe ser, será! Mis aquilonios están exhaustos tras haberse abierto camino a través de muchas leguas de esta maloliente selva. La mitad están fuera de combate a causa de las heridas recibidas al tomar la ciudad, y la otra mitad también, debido a la fiebre y la disentería. No puedo esperar más. El rey Mbega me ofrece la flor y nata de sus tropas. Si permanezco aquí, en Zembabwei, a la espera de que mis propios muchachos estén nuevamente en pie, Thoth-Amon podría arrastrarse a su guarida estigia, o tal vez huir a Vendhia, a Khitai o a los confines del mundo ¡que todo cabe suponer! ¡De modo que no puedo esperar más!
Pero Majestad, estos negros salvajes...
— ¡Son guerreros poderosos, Palántides, y que nadie ose decir lo contrario! —interrumpió Conan, irritado—. He vivido entre ellos, he luchado con ellos y combatido contra ellos hasta que llegaron a llamarme «el rey negro de piel blanca». Nadie los supera en cuanto a hombría; mi viejo camarada Juma podría enfrentarse con tres de tus caballeros aquilonios a mano limpia y salir bien parado y sonriente. Pero, por otra parte, están las amazonas.
Palántides refunfuñó; tenía demasiada experiencia como para seguir discutiendo. Dos semanas antes, una compañía de guerreras negras se había presentado en la Gran Zembabwei para la coronación de Mbega, en representación de la reina Nzinga. Estaban a las órdenes de la hija de Nzinga, una hermosa muchacha de unos veinte años de edad, de pechos firmes, elástica como una leona, que superaba por media cabeza al más alto de los aquilonios.
Palántides sabía que más de veinte años antes, en su época de bucanero zingario, Conan había visitado el país de las Amazonas. Allí conoció a la reina Nzinga... en el más amplio sentido de la palabra. Palántides sabía también que Conan sospechaba que la princesa amazona (que nevaba el nombre de Nzinga, como todas las reinas y herederas de su misma estirpe) era su propia hija. De modo que el general, ducho en el proceder de los reyes y conocedor del temperamento de Conan, optó por callarse.
Enterada de que Conan planeaba hacer una expedición a las remotas regiones del desconocido sur, donde la tierra tiene su fin, la joven Nzinga arrojó su lanza a los pies del cimmerio, ofreciéndose a sí misma y a sus guerreras como aliadas. Conan aceptó al instante.
Palántides expuso nuevos argumentos:
Antes de llegar a esa tierra sin retorno de la que habló el astrólogo, tendréis que recorrer miles de leguas. Ni siquiera Mbega tiene mapas de esa región; unos súbditos que mandó hasta allí no volvieron para contar lo que habían visto.
Conan esbozó una torva sonrisa.
Tienes razón, pero no sólo vamos a marchar, pues tanto yo, como Conn y los militares más selectos de la guardia real de Mbega montaremos dragones ala dos. Cuando Thoth-Amon escapó en una de esas bestias, no todas quedaron sueltas; un buen número de esos demonios alados quedó dentro de las torres sin techo, en cantidad suficiente como para llevar a muchos de nosotros. Vamos a volar a la vanguardia, cabalgando en los dragones, mientras Nzinga, al frente de sus amazonas, y Trocero, al mando de una compañía de lanceros, seguirán a pie. Nos adelantaremos en busca de los mejores caminos. Cuando avistemos la Gran Calavera de Piedra de la que nos habló el brujo shemita, retrocederemos hasta unirnos con nuestras fuerzas de tierra, a fin de lanzarnos al combate desde el cielo y desde la selva.
Palántides se mordisqueó la barba.
Tú no sabes montar esos demonios alados —dijo con un gruñido.
Conan sonrió.
Puedo probar. He montado caballos, camellos y, una vez, hasta un elefante. ¡De modo que un simple dragón no debería acobardarme!
 

2. Un vuelo de dragones

Bien pronto, Conan tuvo que reconocer que había mucho de verdad en lo que había dicho Palántides. Los gigantescos dragones, criados y adiestrados por los guerreros de Zembabwei, no eran los corceles más tratables que cupiera imaginar. Tenían mal temperamento, eran agresivos y estúpidos y manifestaban una desagradable tendencia a olvidarse de sus jinetes, descendiendo entonces de golpe y en picado sobre las praderas y los ríos en busca de presas. Además hedían espantosamente.
Conan había protestado con indignación cuando los cuidadores de las bestias lo ataron firmemente a la sólida montura, un artefacto de cuero muy resistente estirado sobre un bastidor de bambú. Pero, en el primer vuelo, su terrible cabalgadura se zambulló bruscamente en pos de una gacela fugitiva, y el bárbaro se convenció de lo necesarias que eran las correas que lo ataban a la silla.
Los zembabweis llevaban pesados garrotes de madera de teca atados a una hebilla de la montura, con los cuales azotaban a los dragones para hacerlos obedecer cuando sus instintos depredadores se sobreponían a las enseñanzas recibidas. Conan zurró a su dragón para que retomara su vacilante vuelo, y pensó que hubiera preferido probar suerte en la selva con los guerreros de Nzinga y Mbega.
Con todo, no se podía negar que los dragones alados se movían con una velocidad que dejaba muy atrás al ejército de tierra. Mientras los soldados negros se abrían camino por la densa espesura, Conan y su fuerza exploradora se movían muy por delante de ellos, investigando los mejores caminos. En una ocasión, avistaron un ejército de negros dispuestos a tender una emboscada a las fuerzas de tierra. El simultáneo embate de los dragones los puso en rápida y ruidosa fuga.
Después de unas jornadas, la selva se hizo menos densa y más transitable, se transformó en campiña, y el ejército de tierra avanzó más deprisa. Pero marchaban todavía a paso de tortuga en comparación con el escuadrón de dragones, que podía superar ampliamente la velocidad de un jinete. Y en aquellas latitudes no había caballos, pues según le explicaron a Conan, estaban atravesando una zona en la cual una devastadora enfermedad mataba a todos los caballos. De vez en cuando, una pequeña mancha negra en la llanura delataba a un rebaño de antílopes, búfalos y otros rumiantes.
Día tras día, el cimmerio se remontaba muy a la vanguardia de su ejército. Luego retrocedía para juntarse con sus fuerzas de tierra: las amazonas de Nzinga, los guerreros de Mbega bajo el mando del conde Trocero, y una caravana de mujeres que llevaban alimento y provisiones sobre la cabeza. Vistos desde la altura, parecían una columna de hormigas negras. En razón de su edad, Trocero no podía mantener el tren de marcha de los guerreros, por lo que la mayor parte del tiempo le llevaban en una litera, a hombros de cuatro de los fornidos negros.
Conan ardía de impaciencia cada vez que comprobaba cuan escasa distancia había cubierto su pequeña fuerza desde el amanecer, aun cuando aquella gente avanzaba a un ritmo que sus rudos aquilonios hubieran tenido dificultad en mantener.
 
La noche en que Conan y su hijo habían destronado a Nenaunir, rey cogobernante y usurpador del trono en el que pretendió sentarse en solitario echan do en prisión a su hermano gemelo, había luna llena. La luna se había convertido en un fino menguante plateado cuando Conan y su pequeño ejército se lanzaron en persecución de Thoth-Amon.
Durante el viaje, el satélite se convirtió dos veces en luna llena para volver luego a delgado menguante de plata. Se acercaba nuevamente a la fase de luna llena. A la derecha de Conan, hacia el oeste, el brumoso y enrojecido sol se ponía sobre los dentados picos que se divisaban en el horizonte. A su izquierda, al este, la pálida luna, en su cuarto creciente, lucía muy alta en el cielo.
A unas ciento cincuenta yardas por debajo de Conan, que iba montado en su dragón, el campo se veía ondulado y áspero, cortado por numerosas hondonadas y barrancos. Estaba cubierto de hierba dorada y seca, con zonas de maleza, hierbas espinosas y árboles, la mayor parte de los cuales no tenían hojas y parecían estar muertos, pues en el país reinaba la estación seca. Más adelante, las lomas daban paso a una cadena de colinas. De acuerdo con la información balbucida por el viejo Rimush antes de su misteriosa muerte, y con lo dicho por los nativos interrogados a lo largo del camino, debían de estar acercándose a la gran catarata de la que el viejo astrólogo había hablado.
Algún tiempo después, el corazón de Conan empezó a latir con fiera alegría cuando avistó una especie de bruma que se elevaba frente a sus ojos desde una hendidura que se encontraba entre los montes. Unos cuantos aletazos más y gracias a las potentes alas del reptil tuvo a la vista el blanco resplandor de la catarata. Allí surgió un pequeño río entre las colinas, que se precipitaba sobre un montículo desde una altura equivalente a la mitad de la altitud a la que volaba Conan.
El cimmerio se preguntó si debía regresar al encuentro de su ejército, que había quedado muy rezagado. No, recorrería una distancia de unas cuantas le guas hacia el este, según le indicara el astrólogo shemita y luego viraría nuevamente rumbo al norte. Así creía que podría reunirse con sus tropas antes del anochecer.
Por tanto, Conan tiró de las riendas e hizo girar al monstruo volador hacia la izquierda. Tras él el príncipe Conn y los guardias de Mbega siguieron la misma dirección.
Conan se volvió, y el viento hizo que los cabellos de su melena gris le cubrieran el rostro, por lo que miró con ojos húmedos hacia donde cabalgaba su hijo. El joven Conn sonreía. Su cara de cuadrada mandíbula se mostraba ansiosa, y sus fieros ojos azules brillaban llenos de vida. Conan suavizando la dura expresión de su faz, masculló una imprecación, en medio de un suspiro.
Indudablemente, el muchacho se lo estaba pasando muy bien. Desde que se había unido a la expedición en Nebthu cabe el río Styx, había tomado parte en la lucha del desierto, había atravesado la selva y había intervenido en el sitio de Zembabwei. Ya debía de haber aprendido unas cuantas cosas acerca de lo que significaba ser un rey guerrero. Ni sus tutores ni sus libros hubieran podido enseñarle todo lo que había aprendido a lo largo de aquella aventurada marcha hacia el Lejano Sur. De suerte que Conan decidió que había hecho bien en ignorar los consejos y objeciones de sus asesores e incorporar a su hijo a la expedición.
Al caer la tarde, las escarpadas colinas crecieron hasta convertirse en frías mesetas y ásperas montañas. Aquello debía de ser la Tierra Sin Retorno de la que había hablado el viejo Rimush. Conan pensaba sobrevolar brevemente la parte más cercana de las montañas a fin de explorar los desfiladeros, para luego girar hacia el norte y reunirse con Nzinga, el conde Trocero y sus hombres. Azuzó a su dragón para que acelerara el vuelo, pues no deseaba ser sorprendido por la oscuridad, y quizás faltar por ello a la cita con sus fuerzas de tierra.
Un atronador aleteo se hizo oír a su izquierda. Aguzó la mirada y vio a Conn que, con la cara encendida por la excitación, volaba a su lado. Al llevar me nos peso, el dragón del muchacho estaba menos fatigado que el de su padre. Conn señaló hacia adelante, a la derecha.
Siguiendo las indicaciones de su hijo, Conan escudriñó la niebla y vio algo curioso. Era una montaña de piedra blanca en que la parte inferior de la ladera había sido tallada toscamente para darle la forma de una inmensa calavera con una sonriente mueca.
Sus terrores supersticiosos despertaron, y los labios se le fijaron en un rictus de espanto mientras sen tía el escozor de la premonición en la piel. ¡Era la Gran Calavera de Piedra anunciada por Rimush!
Los penetrantes ojos azules del bárbaro sondearon las tinieblas. Más adelante, una franja de tierra yerma se extendía hasta el pie del acantilado. Allí se abría el negro arco de un portal. Su dintel estaba tallado como la mandíbula superior y dentada de una calavera. Más arriba había dos cavidades semejantes a las órbitas de los ojos. Era algo terrible de ver.
¡Entonces se desencadenó el terror!
Un estremecimiento agitó al corpulento cimmerio, y lo dejó jadeante y tembloroso, algo extraño en él. Sus sentidos quedaron embotados; su corazón latía trabajosamente, como si hubiera estado volando en medio de una invisible nube de vapor venenoso.
La misma fuerza extraña afectó al reptil que montaba. El dragón se tambaleó, se fue a un lado y luego se precipitó hacia la estéril llanura, donde la blanca calavera se cernía sobre una tierra siniestra y habitada por fantasmas.
 

3. Tierra de ilusiones

Conan sujetó las riendas, dando un tirón tan fuer te que hubiera roto la quijada de un caballo. El dragón respondió perezosamente, sus ojos rojos se nublaron y su cola de serpiente quedó colgando, fláccida. Pero reaccionó abriendo sus alas articuladas para aprovechar el viento, y se esforzó por no caer en picado.
El atontado reptil llegó al suelo con un estruendoso batir de alas. Conan desató rápidamente las correas que lo sujetaban a la montura y saltó sobre un terreno cubierto de hierba, sacudiendo la cabeza para aclarar su embotada mente. ¿Habría atravesado durante su vuelo alguna corriente de vapor nocivo?
Miró hacia arriba: Los demás componentes de su grupo de exploración habían tropezado con la misma barrera aérea. Una a una, sus aturdidas cabalgaduras iban cayendo del cielo, dando tumbos. El primero fue el príncipe Conn. Se bamboleaba, sujeto por las correas de la montura, con la cara pálida y aparentemente sin conocimiento.
A Conan se le contrajeron los músculos del estómago. El sabor del miedo, untuoso y ácido, se asemejaba en su boca al de un vil metal, y la frente se le cubrió de sudor al observar como su hijo se precipitaba a tierra con la cabalgadura. El envejecido rey ahogó un grito, al tiempo que abría y cerraba los puños infructuosamente en el vacío.
Pero luego la corriente de aire limpio pareció reanimar al semidesmayado muchacho, que, con ojos vagos, empezó a distinguir borrosamente la tierra que parecía precipitarse hacia él; entonces, su mirada chocó con las llamaradas que ardían en la de su poderoso progenitor, y se restableció así el habitual brillo de sus ojos. Conn se dio cuenta al instante del peligro en el que se hallaba y, poniendo en juego todo el vigor contenido en sus juveniles músculos, tiró de las riendas hacia atrás como había hecho Conan unos momentos antes, y logró con ello que el alado reptil respondiese, aunque algo pesadamente.
El rey de Aquilonia sintió un inmenso alivio al ver que su hijo lograba hacer bajar a tierra al dragón, dando bandazos como de borracho. Corrió hacia la montura sobre la que se desplomaba Conn, tembloroso pero sano y salvo. Conan aflojó las correas, ayudó a Conn a bajar y estrujó al chico con un cálido y silencioso abrazo.
No todos los de la expedición aérea fueron tan afortunados. Dos de los guardias de Mbega no lograron recuperarse de los efectos de la embrujada barrera que habían encontrado en el cielo. Se estrellaron contra el suelo con un terrible crujido de huesos. Sin embargo, el resto consiguió que sus aturdidos reptiles aterrizaran a trompicones y, en algunos casos, con impactos que les sacudían las entrañas.
Los sentidos de Conan se aguzaron a medida que el efecto anestésico de la mágica barrera fue desapareciendo. Se dio cuenta de que algo no marchaba. Conn tuvo la misma sensación, y le indicó algo a su padre, mudo de asombro.
Desde arriba habían visto una llanura cubierta de tierra estéril o arenosa, que se extendía hasta alcanzar la ladera de la montaña blanca, grotescamente tallada a modo de sonriente calavera. Ahora estaban metidos hasta la rodilla en la abundante hierba de una aterciopelada pradera, sembrada de pequeñas flores blancas, azules y escarlata. A poca distancia, un rebaño de reses con largos cuernos pastaba en la hierba. La pradera llegaba hasta el acantilado que ya habían visto.
Pero ese mismo acantilado presentaba un aspecto totalmente diferente. Los fogosos ojos de Conan se contrajeron, y un pavor sobrenatural le produjo una sensación de hormigueo en la nuca. Porque el acantilado que desde el aire parecía tallado en forma de calavera se había convertido en un espléndido y ornamentado palacio, frente al cual se erguía con gracia una hilera de pilastras. Éstas sostenían un ancho arquitrabe cincelado en relieve con ninfas, sátiros y dioses multicéfalos. En el centro del conjunto arquitectónico se levantaba un pórtico, y, detrás de éste, un alto portal conducía al interior del acantilado.
El rostro de Conan reflejaba incredulidad. El fornido bárbaro solía confiar en sus sentidos, pero en aquel momento se preguntaba cuál era la ilusión y cuál la realidad: la forma de calavera vista desde el cielo, o el exótico y ornado esplendor que en aquel momento tenía delante. Se preguntó si la barrera a través de la cual había volado no estaría constituida por algún gas melifico que embotaba la vista y provocaba alucinaciones en la mente.
Tras él, los negros de Mbega, ya repuestos de los vapores aspirados en la barrera aérea, desmontaban de los reptiles que les servían de cabalgadura.
Lleno de dudas, el cimmerio se agachó para palpar los pastos ondulantes, y sus macizas manos acariciaron con delicadeza las pequeñas flores. Levantó la cabeza para permitir que el aire puro penetrara profundamente en sus pulmones. El intenso aroma de las flores llenaba sus fosas nasales.
Miró hacia el acantilado. A la rojiza luz del sol del atardecer, resplandecían las vetas de cuarzo; la fachada, con su decoración de mármol blanco, aparecía claramente ante sus ojos. Todos los detalles eran precisos sin ambigüedades.
Se encogió de hombros. Indudablemente pudo haber una zona de vapor venenoso que le despertara visiones fantásticas, o... Pero no ganaba nada quedándose donde estaba, reflexionando. Su carácter lo inclinaba a resolver tales acertijos, no discutiendo teorías consigo mismo, sino investigando sin más dilación el origen del enigma.
Conan ya se había echado a andar cuando un agudo grito de «¡Angalia!» hizo que se volviera. Era Mkwawa, el oficial al mando de la guardia, que le llamaba la atención haciendo señales. Enseguida surgieron puntas de lanza cuyas hojas despedían fulgores rojizos, y los guerreros se pusieron inmediatamente en guardia.
Por entre los pilares del frente divisaron unas figuras que salían del palacio y se dirigían a su encuentro por la pradera cuya hierba agitaba el viento. Eran mujeres morenas, sinuosas, con la sonrisa en sus labios rojos y ojos negros como el azabache. Llevaban prendidas en los rizos de su cabellera pequeñas campanas de cristal, de manera que cada una de las gráciles figuras se movía acompañada por una suave música cadenciosa. Eran jóvenes, bien formadas, e iban cubiertas con un velo transparente.
Mkwawa dirigió una mirada interrogativa a Conan. El rey frunció el ceño y se encogió de hombros.
Las bestias están todavía atontadas a causa del aire viciado que atravesamos —dijo—. Démosles un descanso antes de volver a levantar el vuelo. Mientras tanto, tal vez podamos averiguar algo acerca de estas mujeres, que no parecen peligrosas. Di a la mitad de tus hombres que me acompañen como escolta, mientras la otra mitad se ocupa de los dragones. Destaca a un hombre y ordénale que vaya volando al encuentro del ejército para indicarle nuestro paradero.
El oficial negro transmitió enérgicamente las órdenes. Por su parte, Conan, Conn y una docena de guardias iniciaron la marcha hacia el enigmático palacio. El cimmerio se retorcía pensativamente el poblado bigote. Su rostro adquirió el aspecto impasible de una máscara de bronce, pero en su fuero interno estaba preocupado. ¿Era aquello una trampa preparada de antemano? No en vano había vivido casi sesenta años, y su larga experiencia lo había dotado de un sólido instinto de desconfianza. Ciertamente había algo que parecía falso en un lugar que cambiaba enteramente de apariencia en un abrir y cerrar de ojos.
 

4. Vino dorado

Caía la tarde del tercer día después de la llegada de Conan al palacio enclavado en las rocas; en realidad, se trataba de una pequeña ciudad edificada en el interior de una cueva. Su nombre, según averiguó, era Yanyoga. La reina Lilit había prometido obsequiar a sus visitantes con una espléndida fiesta en cuanto pudiera, y el momento de la celebración había llegado.
Sobre el suelo de mármol del gran salón, en compañía de los parientes y de los ministros de la reina, Conan se hallaba tendido sobre cojines de seda, y se deleitaba con un cuerno lleno de vino dulce y acariciador. El bárbaro se sentía curiosamente perezoso y relajado. Se había atiborrado de comidas sutilmente condimentadas. El dorado vino era fino y suave, y sentía correr por las venas su embriagadora canción. A un lado del salón, los guardias también celebraban su festín.
Más allá, el joven Conn, luciendo su coraza meticulosamente pulida, se echó sobre los cojines. Miraba con disimulo a un grupo de bailarinas cuyos cuerpos sinuosos se movían con gracia, adoptando posturas sugestivas. Por toda vestimenta llevaban sartas de perlas en la cintura y en las ingles. Conan sonrió indulgentemente ante la mirada absorta de su hijo, pero no dijo nada. Dentro de muy poco, el muchacho habría de desflorar a su primera doncella. Él mismo había tenido aproximadamente la misma edad al inicio de sus correrías, con las cuales había transgredido el severo puritanismo de una aldea cimmeria.
La reina Lilit, soberana del palacio-caverna, se hallaba apartada de sus huéspedes, sentada sobre un estrado de ónice. A pesar de que Conan la había interrogado largamente, insistió en que no sabía nada de Thoth-Amon ni del acantilado que, visto desde el aire, semejaba una calavera. Explicó que por aquellas tierras había muchos géiseres y fumarolas, por lo que existían vapores nocivos y alucinógenos que se esparcían por el aire, proveniente de cavidades subterráneas.
Conan consideró que era mejor aceptar por el momento dicha explicación, pero sus sospechas no se disiparon. Por otra parte, la reina Lilit, hablando el idioma comercial shemita corriente entre las naciones negras, había contado una historia plausible de cómo ella y sus súbditos habían llegado hasta aquellas tierras.
Hace algunos siglos —dijo—, un poderoso rey de Vendhia envió una flota a Iranistán en misión comercial. Un tifón apartó considerablemente dicha flota de su ruta a través del Océano del Sur, y los magullados sobrevivientes pisaron tierra no lejos de donde ahora nos hallamos. Encontraron una raza de aborígenes pequeños y de tez amarilla, a los que esclavizaron; todavía los empleamos como siervos. Los hombres de la expedición se casaron con las muchachas esclavas que fueron enviadas desde Vendhia como parte del cargamento. Estos sujetos y sus descendientes construyeron Yanyoga, excavando las rocas blandas y cretáceas de esta cara del acantilado.
El palacio era demasiado ostentoso y exótico para el gusto de Conan, pues él prefería un estilo de vida más austero. El palacio real de Tarantia, construido con gran magnificencia por su predecesor Numedides, también era demasiado lujoso para su gusto. Desde hacía largo tiempo había desechado de sus aposentos privados de palacio los tapices de seda, alfombras y esculturas adornadas con joyas, pues prefería las paredes de piedra desnuda y los suelos que podían lavarse rápidamente, como los que había conocido de muchacho en su ruda tierra natal de Cimmeria.
Aquel lugar tenía el lujo de los palacios que conociera en sus años mozos: el del rey Yildiz de Turan, a quien había servido como mercenario en Aghrapur; el de Shamballah, la capital del misterioso valle de Meru, más allá de las desoladas estepas de Hirkania; el del rey Shu de Kusán, en el lejano Khitai. Allí también se veían paredes profusamente ornamentadas y fantásticamente talladas, así como dinteles esculpidos. Recordando su breve período de esclavitud en Shamballah, la Ciudad de las Calaveras, Conan se perdió en un ensueño de viejos tiempos, camaradas desaparecidos y guerras casi olvidadas. ¿O acaso aquel vino con dulce sabor a miel le estaba embotando los sentidos?
Cayó en un breve sopor. Por eso no se percató de que Conn, después de echar un rápido vistazo a su progenitor, se escabullía de su sitio y salía silenciosa mente del salón.
Tampoco vio al hombre moreno de rostro torvo y demacrado, que con ojos complacidos lo observaba todo, oculto tras una columna. El hombre cubría su estragado cuerpo con una túnica descolorida de color verde esmeralda. Si bien para cualquier observador aquella persona hubiera parecido notablemente vieja, Conan habría reconocido de inmediato a su antiguo enemigo: Thoth-Amon.
 
Conn era joven y robusto, y tenía la sangre caliente. Una de las bailarinas lo había cautivado. Tenía algunos años más que él, pechos turgentes como frutas doradas y labios rojos que invitaban al beso. Su cálida mirada buscó los ojos de Conn mientras movía su cuerpo felino y ardiente con gracia animal.
Cuando la danza hubo terminado, el muchacho vio que la joven se demoraba y lo miraba desde detrás de una columna algo alejada. Viendo que él también la observaba a través del salón, la muchacha se humedeció los labios y se acarició el vientre y los muslos de manera lasciva.
Temblando por dentro, Conn se deslizó entre los comensales en pos de la bailarina. «Ahora o nunca», pensó.
No era del todo ignorante en cuanto al trato con mujeres. Allá en Aquilonia, más de una ayudante de cocina, o una criada de pechos turgentes, había tratado de llamar la atención del hijo del rey. Sin embargo, salvo algunas caricias inexpertas o unos besos robados, ninguna de esas relaciones había culminado en lo que Conn y la mayoría de los muchachos consideraban la verdadera prueba de su masculinidad.
¡Por fin, ésta era la oportunidad para demostrar su hombría!
La joven seguía de pie, oculta por la columna. Conn le pasó su brazo joven y fuerte por la cintura y la atrajo hacia sí para darle un beso, pero ella se rió, eludiendo su intento.
— ¡Aquí no! —dijo en un suspiro—. La reina...
— ¿Dónde, entonces?
Ven...
Escapando de su abrazo, pero cogiéndolo de la mano, la bailarina condujo a Conn a la oscura soledad de corredores y habitaciones interiores. Sin pensar en una posible trampa, pues su mente hervía con imágenes totalmente distintas, el muchacho la siguió.
Uno a uno, los agasajados se levantaban para irse, y dejaban a Conan dormitando solo sobre los cojines.
El dulce vino dejó un charco en el suelo de mármol, donde el gran cuerno de búfalo se le había caído de la mano.
En el salón casi vacío aparecieron morenos y esbeltos servidores, que con pasos silenciosos se movían entre los cojines abandonados por los comen sales. Los guardias negros habían dejado sus lanzas, hachas de guerra y pesadas mazas, suponiendo que no las necesitarían en los lances amorosos que esperaban tener. Los servidores se apoderaron de las ar mas, llevándolas fuera del salón. Dos de ellos se dirigieron hacia donde Conan roncaba tendido sobre los cojines, y unas manos hábiles lo despojaron de su pesado alfanje aquilonio y de su puñal.
Los servidores interrogaron con los ojos a la reina Lilit, que desde lo alto de su trono observaba todas estas maniobras con una sonrisa enigmática. Utilizando un lenguaje susurrante, muy distinto al que empleaba en la conversación con sus huéspedes, la reina y sus sirvientes hablaron en voz baja. Ellos y Conan eran los únicos que permanecían en el salón.
Lilit se puso en pie y descendió grácilmente los escalones que la separaban del lugar donde Conan, embriagado, roncaba sonoramente. Se adelantó hacia el sirviente que sostenía las armas del cimmerio, y entre ellas eligió el largo puñal. Tras sacar el arma de su vaina, sonrió, mirando al indefenso monarca.
Luego, con un movimiento rápido como el de una serpiente cuando desenrosca su lengua venenosa, dirigió el puñal hacia su corazón.
 

5. Los hijos de la serpiente

En la penumbra del solitario aposento, alumbrado por un par de velas de llama vacilante, Conn cogió a la esclava en brazos y la cubrió de ardientes besos en el cuello y en los hombros mientras la forzaba a tenderse sobre un diván cubierto con ricas sedas.
Echado sobre la reclinada bailarina, el príncipe se quitó el cinturón y trató impacientemente de soltar las ataduras de su coraza. La armadura era de pulido acero y le cubría el pecho y la espalda. Le quedaba un tanto ajustada, pues Conn había crecido en los doce meses transcurridos desde que el armero real la forjara a su medida. Era la primera pieza blindada que había pertenecido a Conn. Su orgullo por la posesión de aquella coraza hacía que, mientras el resto de las tropas aquilonias descansaban de una ardua jornada, él se pasara horas puliéndola para que no le quedara ni sombra de herrumbre.
Mientras la muchacha desnuda se contoneaba lánguidamente sobre el diván, ronroneando, Conn logró al fin desatar las trabas y quitarse la coraza. Demasiado encariñado con la armadura como para dejarla caer descuidadamente y dañar su plateada superficie, aun en aquel instante de pasión, la puso en el suelo con sumo cuidado.
Entonces, a la débil luz de las velas, la imagen de la muchacha se reflejó en la superficie pulida del pectoral, y en ese espejo pudo ver Conn cómo era realmente.
El cuerpo de la joven seguía siendo humano, aunque menos que cuando lo miraba directamente. Pero en su extremo superior, allí donde tenía que haber una cara sonriente, había una horrorosa máscara que le hizo sentir un escalofrío. Porque la cabeza de la muchacha era la de una serpiente escamosa, en forma de cuña, con ojos sin párpados, pupilas hundidas, mandíbulas dentadas y lengua bífida.
Conn actuó sin pensarlo siquiera. Millones de años de primitivo instinto yacían adormecidos en las capas más profundas de su mente, y una sola mirada a aquellos ojos desalmados bastó para que su cerebro recibiera una inyección vital de miles de eones de instintos primordiales.
El muchacho se apartó del lecho de un salto y buscó su cinto. El acero raspó el cuero cuando desenvainó su espada, y se adelantó nuevamente hacia el diván. La luz se reflejó en el reluciente acero cuando Conn, con la cara pálida de horror, hundió la hoja entre los suaves y redondos pechos de la mujer-serpiente.
Sacó la espada, que chorreaba sangre, y la volvió a hundir una y otra vez.
La muchacha murió, pero no con facilidad. Quedó exangüe tras prolongados y violentos espasmos. Al escapársele la vida, su cuerpo iba perdiendo el aspecto humano. Escamas opacas y grises aparecieron en lugar de la cálida piel morena. Conn apartó la mirada, asqueado, ante la revelación final. Bajó la espada, dando un golpe seco, y se tambaleó hacia un rincón, súbitamente indispuesto, presa de un incontrolable espasmo de repugnancia.
Después que hubo vomitado, se sintió débil pero limpio. Su mente se aclaró. Entendía ya el significado de todo lo acontecido. La cosa-muchacha lo había atraído afuera, como sin duda lo habían hecho otras de su misma especie con los negros de Mbega, y quizás también con su padre. Los habían embaucado con un abrazo amoroso a fin de abrir sus fauces de serpiente e hincar los venenosos dientes en la carne de quienes soñaban en convertirse en sus amantes.
Tal vez él fuera el único que había escapado a los enredos de la misteriosa trampa, y todo porque la mágica ilusión no se podía reproducir ni reflejar en una superficie pulida. Esta ilusión era como un espejismo minuciosamente detallado y superpuesto a la realidad.
Conn se devanaba los sesos, esforzándose por comprender tales revelaciones. Conocía los antiguos mitos de los hombres-serpiente. El dios de los aquilonios era Mitra, el Dador de Luz, que en las leyendas del Occidente había dado muerte a la Antigua Serpiente, Set. Pero la realidad en que se basaba la leyenda era más antigua y siniestra.
No fue la espada de un dios inmortal la que abatió a la Víbora de la Antigua Noche, sino hombres ordinarios, que combatieron a los hijos de Set en una guerra que duró un millón de años. Los primeros hombres, descendientes de los simios, vivieron en un principio envilecidos bajo el látigo de sus amos serpientes. Contra este estado de esclavitud se sublevaron los héroes del amanecer de los tiempos, rompieron sus cadenas y condujeron a su pueblo a la victoria obtenida tras cruentas y feroces batallas.
Los hombres-serpiente, según rezaban los antiguos mitos, habían recibido de su padre Set el poder de obnubilar la mente de los hombres, de manera que a ojos humanos aparecían como hombres corrientes.
Kull, el rey-héroe de la antigua Valusia, había triunfado por escaso margen sobre los sublevados hombres-serpiente tras descubrir que la grey de reptiles vivía libre de sospechas en las mismas ciudades que habitaban los hombres.
Al parecer, los últimos sobrevivientes de aquella guerra, que duró milenios, habían huido por el mundo hasta su más lejano límite, y allí, en las desconocidas montañas que se alzaban entre la selva y el mar, habían pasado sus días sin ser molestados.
Los ojos del muchacho brillaron al darse cuenta de que sólo él, entre todos los hombres vivientes, había descubierto el secreto.
 

6. El hombre con cara de calavera

¡Detente! —gritó una voz atronadora.
La mano de Lilit quedó inmóvil en mitad de su trayectoria, al conjuro de la orden cuyo eco se propagó por el salón cargado de incienso. La punta del puñal no alcanzó el pecho de Conan por cuestión de pulgadas.
La reina Lilit se volvió para enfrentarse con la demacrada y encorvada figura de quien, envuelto en una túnica verde esmeralda, descolorida y manchada, había impedido que matase al inconsciente cimmerio. Sus labios se entreabrieron para mostrar afilados dientes blancos; los ojos, como negras pedrerías, echaban miradas cargadas de furia, mientras su afilada lengua de punta roja se agitaba nerviosamente entre los dientes.
¿Quién manda aquí, estigio, tú o yo?
Thoth-Amon la miró sin pestañear. El poderoso mago había envejecido desde el momento en que, meses atrás, Conan lograra destruir el Anillo Negro en la batalla de Nebthu. Con la pérdida de sus poderes básicos, el brujo más poderoso de la tierra se vio arrojado por las férreas legiones aquilonias hacia el sur, a Zembabwei, donde su último aliado reinaba sobre un trono de sangre.
Pero el sanguinario reino del rey-mago Nenaunir había sido destruido. Thoth-Amon huyó de nuevo, escapando de la venganza del cimmerio. Conan lo persiguió hasta el limite del mundo.
Con cada derrota, sus cientos de años le pesaban cada vez más. Estaba viejo, encogido y débil, y su cara era una calavera recubierta de piel reseca, arrugada y apergaminada. Pero su ardiente mirada todavía conservaba un terrible poder, y su voz, respaldada por la férrea voluntad de una mente disciplinada, era una insidiosa arma de persuasión.
Finalmente había huido para refugiarse junto a sus postreros aliados, los hombres-serpiente anteriores a la aparición del hombre. Durante algunos siglos, los había mantenido confinados en aquellos dominios del sur. Los retenía gracias a disensiones internas, al soborno y a encantamientos mágicos; porque, aunque tanto ellos como él veneraban a Set, no tenía la menor intención de permitir que volvieran a gobernar a la raza humana. El imperio del mal que soñaba implantar en el Oeste había de ser regentado sólo por él mismo.
Pero había perdido a todos sus aliados humanos. Presa de desesperación, salió en busca de la patria de los hombres-serpiente, y se ofreció como aliado en lugar de mostrarse como adversario. Lo habían aceptado, y él lo sabía, no por amistad o compasión, pues tales sentimientos eran ajenos a aquella especie, sino para utilizarlo en la reconstrucción de su imperio, desapareciendo siglos atrás. Ciertamente había perdido predicamento entre los servidores de Set; pero no estaba dispuesto a que Conan de Aquilonia se le escapara.
La venganza es mía, Lilit —dijo, con mirada inescrutable y sombría—. En todo lo demás, me inclino ante ti; pero en esto soy inflexible. El cimmerio es mi prisionero.
La mujer-serpiente lo miró de reojo.
Conozco tu astuto corazón, chacal de Estigia —dijo con un silbido—. Tú piensas sacrificarlo al Padre Set y, de esa manera, al ofrecerle al más grande adalid de Mitra, volver a gozar de sus favores, que tus errores del pasado te hicieron perder. Pero yo también tengo mis planes para el cimmerio.
Nunca se llegaría a saber cuáles eran esos planes, pues, en el preciso momento en que abría la boca para expresarlos, se tambaleó bruscamente debido a un golpe que acababa de recibir por la espalda. Con ojos vidriosos contempló la punta de una lanza que sobresalía... roja, y chorreando sangre... por entre sus pechos.
Su espalda se arqueó; sus gélidas facciones se alteraron y se convirtieron en una cabeza de serpiente. Cayó de bruces sobre las gradas, retorciéndose con los lentos espasmos de la muerte. Thoth-Amon se volvió rápidamente para enfrentarse con el grupo de gigantescas mujeres negras que irrumpieron de improvisto en el oscuro salón.
¡Por la maza guerrera de Mamajambo! —exclamó la princesa Nzinga, retirando la lanza que había arrojado—. ¡Hemos llegado justo a tiempo!
 
Trocero, con su fina barba gris, seguido por un destacamento de guerreros de Mbega, irrumpió en el salón y vio a Nzinga inclinada sobre el cuerpo de la reina-serpiente, que se retorcía lentamente en su agonía.
¿Qué monstruosa brujería es ésta? —preguntó Nzinga con rudeza—. De lejos, vimos un acantilado parecido a una enorme calavera, pero cuando nos acercamos se transforma en un maravilloso palacio, y la árida tierra se convierte en una fértil pradera. Y aquí encontramos al rey Conan roncando como un atontado borracho, y a esta mujer inclinada sobre él con un cuchillo, y a un viejo vestido de verde...
¡Por todos los dioses... es Thoth-Amon! —exclamó el conde.
¿Ah, sí? —murmuró distraídamente la muchacha negra al tiempo que volvía la mirada hacia la figura que yacía en las gradas—. ¿Y qué clase de engendro del demonio es éste?
Las finas facciones de Trocero se contrajeron horrorizadas. Su voz se apagó y sólo se oyó un suave susurro.
¡La... serpiente... que... habla! — murmuró.
La joven lo miró con ojos fieros, poniendo la mano en la empuñadura de su pesada espada.
¡Noble anciano, hablas de aquello que ningún hombre debe nombrar en voz alta! No obstante, ¿podría ser quizás que los antiguos mitos negros fueran... verdad?
La prueba de ello se retuerce a tus pies —dijo serenamente el noble aquilonio—. ¡Mira! Mientras hacemos comentarios... eso... va cambiando...
La joven amazona observó mientras pudo aguantar. Pero luego se apartó, cerrando los ojos, como para borrar hasta el recuerdo de su memoria. En las gradas, ante ellos, la impensable monstruosidad que antes fuera majestuosa, radiante y voluptuosa mujer se estaba muriendo.
Entonces, las hordas sibilantes salieron súbitamente de detrás de las columnatas donde se ocultaban y cayeron sobre ellos. Trocero y Nzinga no pudieron hablar más demasiado ocupados en acometer con la lanza, la daga y la espada.
Debido a la rápida sucesión de acontecimientos inexplicables, ni el noble aquilonio ni la guerrera ama zona se percataron de que ocurría algo aún más extraño e inexplicable.
Porque Conan y Thoth-Amon habían desaparecido. Ambos, el inconsciente cimmerio y su mágico y poderoso enemigo, se habían esfumado, como evaporados en el aire.
 

7. En los Confines del Mundo

Conan despertó bruscamente de su drogado letargo. Volvió en sí repentinamente, como un gato cuyos delicados sentidos se ponen alerta ante la presencia de un enemigo. El cimmerio había adquirido esta salvaje cualidad durante los años de su adolescencia en las llanuras del Norte. Las décadas de su reinado sobre un sofisticado imperio sólo habían impreso una fina capa de civilización en su alma primitiva.
Se quedó tendido y quieto mientras sus agudos sentidos analizaban lo que le rodeaba. A sus oídos llegó el sordo bramido de las olas que batían en una playa rocosa. Su nariz detectaba el olor salobre del mar abierto.
Entreabriendo los ojos, vio que estaba acostado sobre arena húmeda, en medio de grandes rocas. Por encima de él, las sombras purpúreas de la noche se veían iluminadas por brillantes estrellas; junto a éstas, la luna casi llena fulguraba como un escudo plateado, cuya luz imprimía un halo de plata a las grandes olas de un mar desconocido.
Lanzando una rápida mirada al estrellado cielo, Conan se dio cuenta de que el mar se extendía hacia el sur. Pero, por más que su ardiente mirada escudriñase las tinieblas de la noche, no podía ver tierra. Le parecía que estaba en el mismísimo extremo del mundo, y que los infinitos mares de la eternidad bañaban la playa a su alrededor.
¿Cómo había llegado hasta allí?
Se puso en pie y miró en derredor. Entonces, su mirada se clavó en una figura que estaba instalada en un sólido peñasco, por encima de él.
El hombre, otrora grande e imponente, se veía reducido, encorvado, encogido. El rostro de halcón, rasurado y huesudo, había sido severo y de aspecto majestuoso; ahora, sus carnes caían fláccidas, y su expresión demacrada y torva parecía la de una calavera. La descolorida y manchada túnica verde cobraba tonalidades grises a la luz de la luna.
Con una mano semejante a un enjuto garfio, la silenciosa figura oprimía contra el pecho un talismán en forma de gema tallada. En su dedo medio se en roscaba un macizo anillo de cobre, en forma de serpiente que se muerde la cola. El centro de la gema arrojaba destellos que alumbraban sus demacradas facciones. Desde sus órbitas hundidas, los negros ojos de Thoth-Amon lanzaban dardos de fuego contra Conan, que ya en otra ocasión había sentido la fuerza de sus misteriosos y agudos destellos.
¡Nos volvemos a encontrar, perro cimmerio! —dijo Thoth-Amon con voz tenue.
¡Por última vez, chacal de Estigia! —bramó Conan.
El cimmerio estaba desarmado, pero la fuerza que aún conservaba en sus férreos brazos y hombros era suficiente para despedazar el desgarbado y encorvado cuerpo de su antiguo enemigo. Sin embargo, Conan no hizo ningún movimiento. Conocía los poderes que Thoth-Amon podía desatar con una sola palabra, un gesto o un esfuerzo de su voluntad, y respetaba dichos poderes.
Sentía curiosidad por saber por qué Thoth-Amon lo había traído a aquella playa situada en los límites del mundo conocido. Mientras estaba aletargado bajo los efectos del alcohol, el gran hechicero podría haberlo matado fácilmente. Pero había permitido que viviera, y lo había llevado a aquel ignoto lugar con ayuda de los invisibles demonios que aún le servían. ¿Por qué?
Como respuesta a la silenciosa pregunta de Conan, Thoth-Amon empezó a hablar lentamente, con voz indiferente y cansada, como si la llama de la vida fuera a apagarse en aquel cuerpo gastado. Sin embargo, a medida que hablaba, su voz comenzó a hacerse más potente, hasta recuperar el tono resonante y dominador del Thoth-Amon de antaño. Conan escuchaba tranquilo, con los brazos cruzados sobre su poderoso pecho y el rostro impasible.
Tú me has perseguido a lo largo del mundo, perro bárbaro —dijo Thoth-Amon—. Me has ido separando uno por uno de mis más poderosos aliados. En Nebthu rompiste el Anillo Negro y dispersaste a los brujos del sur, precisamente después de quebrantar la Mano Blanca en la húmeda y glacial Hiperbórea. Gracias a la suerte o al destino, derribaste el trono de Nenaunir. No hay ningún lugar al que pueda huir para buscar refugio.
Conan no dijo nada. Thoth-Amon suspiró, se en cogió de hombros, y prosiguió:
Aquí, en los confines del mundo, habitan los últimos sobrevivientes de la raza de hombres-serpiente que gobernó la Tierra antes de la llegada del hombre. Los primeros reinos humanos lucharon contra ellos y quebrantaron su poder. Cuando, mediante artimañas mágicas, pensaban prolongar su existencia disfrazados entre los hombres, tu propio ancestro, Kull el Conquistador, descubrió su secreto y los aplastó una vez más.
«Tiempo ha que yo sabía que los últimos de entre los gobernantes primitivos del mundo vivían aquí, en secreto, sin abandonar jamás la esperanza de reconquistar lo que consideraban su justo lugar en el cosmos. De ellos aprendí los conocimientos que me permitieron llegar a ser el vicario de Set en el Oeste, encargado de la alta misión de destruir los abominables cultos de Mitra, de Ishtar y de Asura. Al mismo tiempo, tenía en jaque a los hombres-serpiente, pues conocía su insaciable ambición y no tenía el menor deseo de compartir mi propio dominio con ellos.
»Sólo tú has conseguido desbaratar mis admirables planes. Cómo lo lograste, yo mismo no lo sé. Tú no eres sacerdote, ni profeta, ni brujo. No eres sino un aventurero rudo, ignorante, rústico y embrollón, engrandecido por los avalares del destino. Puede ser que tus degenerados y afeminados dioses del Oeste te hayan ayudado de manera sutil. En cualquier caso, has frustrado todas mis esperanzas y me has arrojado del trono del que gozaba en una sociedad mundial de hechiceros; has transformado al que iba a ser el conquistador de Occidente en un perseguido fugitivo.
«¡Pero todavía no está todo perdido! Porque he de ofrecer en sacrificio tu alma inmortal al mismo Set. El Escurridizo Dios va a celebrar un buen festín con el alma viva de Conan el cimmerio. Y al gozar nuevamente de sus favores, he de desatar los misteriosos poderes de los hombres-serpiente en una última y gran cruzada.
Entonces, Conan decidió atacar. Con las ceñudas facciones contraídas en indómito visaje, se lanzó a la carrera y, dando un gran salto hacia arriba, cogió la descarnada garganta de Thoth-Amon entre sus férreas manos. El impacto de la carga arrojó a ambos fuera de la roca, y cayeron enzarzados en lucha sobre la arena húmeda.
Era extraña la batalla entre el adalid de la luz y el adalid de las tinieblas, que combatían en los confines del mundo, bajo la luz brillante de las estrellas.
 

8. Réquiem por un brujo

El embate felino de Conan tomó por sorpresa al escuálido estigio. En el marchito cuerpo de Thoth-Amon quedaban escasas fuerzas, y Conan debería haber podido partirle el pescuezo como una rama seca. Sin embargo, los poderes mágicos del estigio le concedían recursos sobrehumanos. A pesar de que los dedos de Conan seguían estrujando el frágil cuello de Thoth-Amon, una garra descarnada golpeó al cimmerio en la frente con la refulgente gema que el brujo oprimía contra su pecho.
El suave golpe iluminó la frente de Conan, pero su contacto era como el de un fuego helado.
El cimmerio jadeó, mientras sus sentidos flaqueaban, insensibilizados por una entorpecedora parálisis que se propagaba por todos sus nervios. Frías ondas de oscuridad embotaron su conciencia. Al bárbaro le parecía que se hundía en negras aguas cuyo contacto entumecía su carne, hasta que sólo quedó erguido su espíritu, que resistía, apoyado por fuerzas desconocidas que emergían de las oscuras arenas.
Y Conan aún aferraba a Thoth-Amon con sus fuer tes manos. Era como si el brujo también hubiera perdido su descarnado tegumento. Dos espíritus intangibles eran transportados, en medio de la vorágine de la lucha, hacia una sombría región que estuviera más allá del mundo. Alrededor de ellos, una bruma se arremolinaba y se agrandaba; sobre sus cabezas brillaban las pálidas estrellas de un cielo natural; su luz era tan fría como el soplo de los vientos árticos.
A Conan le pareció que el enjuto cuerpo del estigio se convertía en una retorcida espiral de vapor. A su propio cuerpo le había ocurrido prácticamente lo mismo: se había convertido en el ondulado y espeso rizo de alguna neblina ardiente. Carentes ambos de extremidades, colgaban, diríase, unidos en un combate sin cuerpos, revolcándose bajo el resplandor de las apagadas estrellas.
Conan luchó como nunca lo había hecho antes, no con el férreo poder de sus potentes músculos, sino con una fuerza intangible que encontraba dentro de su propio espíritu. Tal vez era la esencia misma de su vigor, de su coraje y de su hombría lo que le inflamaba el corazón.
En forma de espíritu, Thoth-Amon también poseía una fortaleza muy superior a la de su carne marchita. Cada uno de sus golpes semejaba un estallido de gélidos fuegos de odio. Bajo su efecto, Conan jadeaba, las fuerzas lo abandonaban y su consciencia se iba oscureciendo.
Enzarzados en combate, ambos se retorcían bajo las negras estrellas, si bien, mientras el poder de Thoth-Amon crecía, el de Conan se iba desvaneciendo. Pero el cimmerio todavía tenía cogido a su enemigo con implacable fuerza. Seguía luchando salvajemente, aun cuando llegara ya al límite de la consciencia y su embotada mente se viera envuelta en una oscura nube.
En ese momento, la espiral de ondulante vapor que era el espíritu de Thoth-Amon se puso rígida, y luego se retorció en el intangible abrazo de Conan. Lanzó un aullido que no resonó... un terrible y cavernoso grito de agonía y desesperación. La cosa incorpórea se fundió en las manos de Conan, se desintegró y se desvaneció en la fría neblina de la nada.
Por unos instantes, Conan frotó en el vacío, jadean do, mientras las fuerzas renacían en su exhausto espíritu. De alguna manera, supo que la fuerza vital de Thoth-Amon había dejado de existir.
Al cabo de un tiempo, Conan volvió en sí, tendido sobre la playa arenosa y junto al mar sin nombre. Un muchacho deshecho en lágrimas se aferraba a él, pidiéndole que viviera. Miró a la cosa muerta que yacía debajo de su cuerpo, a la que todavía estrujaba mecánicamente con sus manos doloridas. Después observó lo que el muchacho había utilizado, y luego arrojado sobre la arena.
La espada estaba empapada en negra sangre hasta la empuñadura. Era la espada que le había arrojado a Conn en su último cumpleaños. La espada en cuya hoja, en un momento de ocio, Diviátix, el Druida Blanco, había escrito el Signo de Protección... la combada cruz de Mitra, Señor de la luz... ¡la Cruz de la Vida!
Y así fue como terminó la Última Batalla. Durante cuarenta años, Conan y Thoth-Amon de Estigia se ha bían enfrentado en el gran tablero que era el mundo occidental. Y, en los confines del Universo, el largo duelo había tocado a su fin.
¡Padre, te estaba matando! No sabía qué hacer, de modo que lo atravesé con la espada... y luego pensé que habías muerto, ¡pues te quedaste tan inmóvil! —tartamudeó el muchacho entre gruesas lágrimas Conan abrazó a su vástago.
Todo va bien, querido hijo. Sigo con vida, aunque Crom sabe cuan cerca estuve de las Negras Puertas de la Muerte. Pero éstas se abrieron para llevarse otra alma y no la mía. ¡Mira!
Observaron al hombre que yacía sobre la arena. Mientras aún lo miraban, vieron como por fin los años se vengaban en los restos del más poderoso mago de la sombría Estigia, la plagada de fantasmas. La carne de Thoth-Amon se secó, se consumió y se fue reduciendo a polvo impalpable, hasta que su descarna da calavera les sonrió. Luego, la propia calavera se resquebrajó y se deshizo, al tiempo que los huesos cubiertos por la vacía túnica verde se convertían en polvo.
Conan se puso en pie, dando la espalda a aquellos despojos. Recogió la reluciente gema con la que Thoth-Amon lo había golpeado y la arrojó al mar lo más lejos que pudo.
¡Que de una vez por todas termine esta mágica farsa! —exclamó—. ¡Que permanezca en el fondo del mar por más de cien mil años!
 

9. Espadas contra sombras

La muchacha se transformó en un monstruo con cabeza de serpiente, y me hubiera mordido con sus dientes envenenados hasta matarme —explicaba Conn—, pero le clavé mi espada y murió. Y cuando regresé al salón para advertirte, allí estaba Thoth-Amon, y también la reina, que se inclinaba sobre ti, y tú estabas dormido. Entonces, entraron las amazonas y la princesa atravesó a la reina con su lanza, y ésta se convirtió en un reptil. Pero Thoth-Amon y un sirviente, no pude verlo bien pero tenia cuernos y era fuerte como un toro, te sacaron del salón, y nadie parecía capaz de verlo excepto yo, como si un encantamiento no les hubiera permitido ver lo que estaba sucediendo ante sus ojos.
»Te sacaron por un panel secreto escondido detrás de un tapiz, y luego se internaron en un largo y oscuro túnel excavado en la montaña. Después, otros hombres-serpiente entraron atropelladamente en el salón. Los seguí en cuanto me fue posible, pero, cuan do conseguí salir y me encontré bajo el cielo estrellado, no supe dónde estabas, pues había grandes rocas alrededor y tuve que buscar y buscar... hasta que te encontré luchando con Thoth-Amon, y parecía como si estuvieras dormido, como si estuvieras luchando en sueños...
Conan asentía sombríamente, dejando que el muchacho contara todo cuanto sabía mientras desandaban el sendero por el que Conn había venido. Hallaron la entrada del túnel secreto que conducía a través de la montaña y llevaba al palacio en forma de cala vera, donde los poderes sobrenaturales de los hombres-serpiente les habían poblado los sentidos con sombras y alucinaciones. Un clamor distante resonó como un débil eco a lo largo del lóbrego túnel; una furiosa batalla se estaba librando en el salón de fiestas.
Los fieros labios de Conan se distendieron en una sonrisa, y su corazón saltó de gozo en el fornido pecho. Después de las misteriosas batallas mágicas bajo el brillo de las estrellas negras, enfrentarse a un enemigo de carne y hueso, con un limpio acero en las manos, era para Conan como el placer de comer y beber.
Bien sabía que allí dentro Nzinga y sus amazonas, junto con Trocero y los guerreros de Zembabwei, luchaban con los últimos hombres-serpiente. Entre to dos eran pocos, Conan lo sabía; pero tanto la joven amazona como él estaban deseando darse el lujo de un buen combate. Y los hombres-serpiente no habían luchado contra huestes mortales desde tiempos in memoriales, seguros y confiados como estaban de hallarse muy apartados de la tierra en la que moraban los hombres.
Con su reina muerta y Thoth-Amon hundido en los helados infiernos de la muerte, eran pocos y menos fuertes de lo que de otro modo habrían podido ser. Sin duda, la lucha sería prolongada y dura, y Conan se estremeció de placer ante la idea de combatir junto a las negras amazonas en la última batalla contra enemigos tan viejos como el mundo. Echó una breve mirada al lugar donde Thoth-Amon había caído, y pensó: «Fue el más grande de todos los enemigos a quienes vencí. En cierto modo, voy a echar de menos al viejo bribón».
¿Tienes todavía tu espada? —gruñó Conan.
—No, padre, la dejé en la playa.
Entonces, dame tu puñal y vuélvete atrás para buscarla; te esperaré aquí.
Mientras el muchacho se marchaba precipitada mente, Conan comenzó a hurgar por los alrededores en busca de un buen guijarro. Encontró una piedra de forma oval, dura como un pedernal, grande como un cráneo humano. La levantó, con una mirada de aprobación en los ojos. Ansiaba aplastar con ella la cabeza de unos cuantos hombres-serpiente.
Las serpientes tardan en morir; lo sabía. Pero al final también mueren.
Conn regresó aferrando la reluciente espada con su joven y fuerte puño. Ambos, padre e hijo, penetraron en el oscuro túnel para unirse a sus amigos en la última batalla contra los enemigos más ancestrales del hombre.... 


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