domingo, 22 de marzo de 2020

RELATO: "El secreto de Sebek", Robert Bloch



Ilustración de Virgil Finlay



El secreto de Sebek 


Robert Bloch
  


  No he vuelto a asistir al baile de máscaras de Henricus Vanning. Incluso de no haber ocurrido la tragedia, habría rechazado también su invitación otra noche. Ahora que ya estoy lejos de Nueva Orleans, puedo repasar aquel lamentable episodio de manera menos acuciante. Sé por ello que cometí un error. El recuerdo de aquel momento final e inexplicable me supone tanto horror que aún no soy capaz de afrontarlo racionalmente. Todo lo que había sospechado, todos mis prejuicios, prefiero dejarlo, sin embargo, al albur de mis pesadillas recurrentes que tanta aflicción me causan.

  Pero por aquel tiempo del que hablo no me guiaba por las intuiciones, y mucho menos de las premoniciones. Era un perfecto extraño en Louisiana, un solitario en la ciudad. La celebración del Mardi Gras sólo sirvió para que se acrecentara en mí esa sensación de soledad. En las dos primeras noches de carnaval, cansado tras muchas horas sentado ante la máquina de escribir, vagabundeé por ahí como un perfecto extraño, si no como un auténtico alienígena, por aquellas calles tortuosas, mientras los que se daban a la fiesta y al jolgorio a menudo se reían de mí, señalándome precisamente como solitario.

  Mi trabajo de aquel tiempo era realmente agotador. Me hallaba sumido en la redacción de una serie de historias, contratadas con un magazine, sobre el antiguo Egipto, motivo por el cual, sin duda, me hallaba en un estado mental por lo menos raro… Durante el día me quedaba en mi habitación, dejando que mi mente se aherrojara con las imágenes de Nyarlathotep, Bubastis y Anubis, cosa que contribuía a llenar mis pensamientos urdiendo cuitas de sacerdotes de aquel tiempo de la antigüedad. Pero por las noches salía a pasear sin rumbo, a menudo con la mente en blanco, lo que al cabo me provocaba pensamientos aún más extraños que la especulación diurna acerca de aquellos fantásticos personajes del pasado.

  Pero ya basta de excusas. Si he de ser franco, diré que cuando salí de mi habitación aquella tercera noche de carnaval, después de un día realmente atareado, no albergaba otra intención que la de emborracharme. Primero entré en un café bastante oscuro, donde di buena y rápida cuenta de una botella de excelente licor de melocotón. El local estaba lleno de gente y hacía mucho calor. La gente, sin quitarse sus máscaras, parecía honrar más que alegremente al rey Momo.

  Al principio no me molestaba nada de aquello, al contrario. La generosa ingesta del magnífico licor hacía que la sangre corriera por mis venas con la alegría de recibir un elixir, y la intoxicación etílica me llenaba la mente de imágenes sugerentes, alentadas, además, por lo que contemplaba a mi alrededor. Incluso miraba a los que había por allí con bastante simpatía, con un interés diferente, comprendiéndolos… Parecía evidente que todos ellos también trataban de escapar de algo aquella noche… Escapar de la estúpida monotonía de lo cotidiano, de los lugares comunes. Un hombre muy gordo, disfrazado de payaso, también observaba todo aquello en silencio; y, aunque parecía un tanto idiota, simpaticé con él, pues me pareció que tras su disfraz a duras penas ocultaba un sentimiento de frustración muy hondo, como tantos de aquellos extraños con máscaras… En realidad, y eso era cosa que me parecía digna de aprecio y reconocimiento, no hacían sino intentar olvidarse de todo, al menos mientras duraba el Mardi Gras.

  Yo también quería olvidar. Ya había vaciado la botella. Salí del café finalmente, para vagar de nuevo por las calles. Pero esta vez no experimenté el menor sentimiento de soledad. Iba por ahí como si fuese el mismísimo rey del Carnaval, intercambiando bromas y pullas más o menos mordaces con los celebrantes con que me cruzaba.

  En este punto se me borran un poco los recuerdos, no me asiste bien la memoria… Sé, en cualquier caso, que entré en un bar para tomarme un whisky con soda, y que luego seguí vagando por ahí… No podría decir hasta dónde me llevaron mis pasos, pero sí que caminaba sin esfuerzo, un poco como si volase a corta distancia del suelo, y que, aunque ahora no pueda recordarlo bien, sí sé que entonces mi mente poseía la claridad del cristal.

  No pensaba en cosas de este mundo, sin embargo. Eso también lo sé. En cierto modo mi mente se había centrado de nuevo en mi trabajo, por lo que me daban vueltas en la cabeza las cosas del antiguo Egipto, esas con las que me afanaba en la tarea de escribir. Aunque, como digo, me hallaba sumido en un cierto grado de intoxicación etílica, repasaba aquellos siglos idos entre visiones de su secreto y antiguo esplendor.

  Iba ahora por una calle muy oscura y desierta.

  Pero en realidad caminaba entre los templos de Tebas, bajo la mirada de las esfinges.

  Luego desemboqué en una calle más iluminada, donde bailaban sin desmayo los celebrantes.

  Pensaba, sin embargo, en los acólitos vestidos con túnicas blancas que adoraban al sagrado Apis.

  La turba en celebración hacía sonar trompetillas de papel y lanzaba confeti al aire.

  En mi apreciación, empero, una aguda letanía de trompetas saludaba a las vírgenes que acudían a mí para ofrendarme rosas rojas como la sangre del traicionado Osiris.

  Así, mientras pasaba por calles que parecían acoger fiestas saturnales, seguían volando mis pensamientos hasta mucho más allá. Todo aquello era mucho más que un simple sueño en estado de vigilia, cuando llegué a una de las calles del distrito creole. Se alzaban allí edificios altos a ambos lados de la calzada, cuyas aceras estaban sin embargo tan desiertas como parecían los propios edificios. No era una mera apreciación: los que moraban en aquellos edificios andaban por ahí, celebrando el Carnaval, entregados al jolgorio más desenfrenado. Aquellas edificaciones eran antiguas y estaban muy próximas, como se construía en otro tiempo. Apenas había distancia entre una casa y otra.

  Me dije que eran como sarcófagos de momias olvidados en algún enterramiento de la antigüedad. Me dije que los gusanos de la muerte los habían vaciado.

  Las ventanas oscuras de las buhardillas parecían ojos que me miraban.

  Miradas vacías como las cuencas de una calavera que oculta secretos.

  Secretos…

  El Egipto secreto.

  Fue entonces cuando vi a aquel hombre. Seguía calle abajo cuando me percaté de que, curiosamente, había alguien más que yo en aquella calle larga, oscura y desierta. Alguien entre las sombras. Estaba en silencio, quieto, como si me aguardase. Mi primera intención fue la de acelerar el paso, pero algo en aquel hombre tranquilo me llamó la atención poderosamente. Vestía de manera poco común, más allá de que estuviéramos en Carnaval.

  Y de repente sufrieron mis ensoñaciones de borracho el impacto, el golpe de la realidad.

  Aquel hombre vestía una túnica como la de los sacerdotes del antiguo Egipto.

  Lo que veía era una alucinación, ¿o no llevaba aquel hombre la insignia con la triple corona de Osiris? No había duda con respecto a su blanca túnica sacerdotal, como tampoco la había en cuanto a que lo que tenía en sus manos huesudas era un báculo rematado con la corona de Set, en la que figura la Serpiente.

  No sin bastante precaución, me detuve a cierta distancia del extraño para observarle. Era muy delgado y oscuro. Con un gesto raudo metió su mano bajo la túnica, lo que me hizo retroceder unos pasos, aún más precavido… Pero lo que sacó de allí fue un cigarrillo.

  —¿Me da fuego, amigo? —dijo el sacerdote del antiguo Egipto.

  Me eché a reír, aliviado, recordando que estábamos en pleno Mardi Gras… ¡Vaya susto que me había pegado aquel tipo!

  Él me sonreía mientras yo echaba mano al bolsillo para sacar mi encendedor. Lo tomó y encendió su cigarrillo, mientras le miraba a la débil luz de la llama del mechero.

  Él me miró también y pareció reconocerme. Con tono de interrogación dijo mi nombre y asentí.

  —¡Qué sorpresa! —dijo un tanto burlón—. Así que es usted el escritor, ¿eh? Recientemente he leído alguna de sus historias, pero no tenía ni idea de que anduviese usted por Nueva Orleans.

  Dije algo a modo de explicación del porqué de mi presencia en la ciudad. Me interrumpió.

  —¡No sabe cuánto me alegro! —dijo—. Me llamo Henricus Vanning y también me gusta andar de incógnito… Usted y yo tenemos mucho en común.

  Charlamos unos minutos. O debería decir, más bien, que habló él. Y yo escuchaba. Me pareció todo un caballero, un hombre culto y muy educado. Habló de sus muy profundos estudios e investigaciones en el campo de la mitología, expresando su interés primordial por la del antiguo Egipto. Así, me habló finalmente de un grupo de amigos, más que una sociedad de investigadores, unidos por su interés en la mitología, relacionada siempre con la metafísica. Aquello, supuso Vanning, podría interesarme.

  Después, sin aguardar respuesta, me dijo con gran entusiasmo:

  —¿Qué planes tiene para esta noche?

  Confesé que ninguno, que vagaba por ahí sin más.

  Sonrió.

  —¡Magnífico! Pues entonces cenemos juntos —me propuso—. Precisamente me disponía a regresar a mi casa, donde he de hacer de anfitrión… Nuestro pequeño grupo de amigos, ya le he hablado de ellos, siempre me instan a que organice un baile de máscaras en mi casa por estas fechas… ¿Le gustaría asistir? Será interesante, ya lo verá…

  —Me temo que no dispongo de la vestimenta adecuada —me disculpé.

  —Eso es lo de menos… Creo que sabrá apreciar usted, particularmente bien, todo esto… Le aseguro que será una reunión poco común… Venga conmigo, se lo ruego.

  En realidad casi me forzó a seguirle y fuimos calle abajo. De vez en cuando seguía encogiéndome de hombros, pero de buen grado. Después de todo, ¿qué tenía que perder, salvo un poco más de tiempo? Y he de decir que sentía gran curiosidad ante lo que Vanning me proponía.

  Mientras caminábamos, sin embargo, se hizo presente la parte más gárrula e inquietante del señor Vanning, que comenzó a hablar de cosas ciertamente inquietantes, por no decir desagradables. Habló, por ejemplo, y con mucho detalle, de las cosas que hacía su pequeño círculo esotérico, llamándome especialmente la atención que se refiriesen a sí mismos como el Club del Sarcófago, cosa que, además de parecerme de mal gusto, me resultaba presuntuosa por su parte. Por lo que me refirió, el tal círculo de amistades se dedicaba con más que cierto entusiasmo a pasar buena parte de su tiempo buscando cuanto de macabro había en el arte, la literatura y la música.

  Aquella noche, según mi anfitrión, el grupo celebraría el Mardi Gras de una manera única y radicalmente distinta. Habían decidido despreciar las mascaradas habituales, por lo que todos los invitados deberían acudir vestidos de manera, digámoslo así, sobrenatural. Bastaba ya, pues, de disfrazarse de piratas, de payasos y de caballeros coloniales; todo habría de ser, o sobrenatural, o como mucho mitológico. Así que me encontraría allí, imaginaba yo, con hombres lobo, vampiros, dioses, diosas, sacerdotes y nigromantes.

  Debo confesar que todo aquello no me placía mucho, la verdad… Nunca he tenido estómago para tragarme las bolas de los supuestos ocultistas y demás devotos de ese tipo de metafísica. Siempre me ha repelido la charlatanería de los espiritistas, los astrólogos y toda esa panda…

  Por el contrario, siempre he creído que no deben dejarse en manos de los tontos los asuntos relacionados con la fe antigua ni con los secretos que atesoraron culturas ya desaparecidas. Si aquello era uno de esos típicos grupos de gente de mediana edad, compuestos por neuróticos y diletantes más o menos pálidos y con ojeras, seguro que me aburriría un montón.

  Pero el propio Henricus Vanning, a pesar de su cháchara un tanto fatua, parecía no ser tan superficial, y sí un erudito, en cambio, que quizá ocultase sus conocimientos bajo una capa de superficialidad. Sus cultas alusiones a la inspiración de la que habían nacido algunas de mis historias que conocía, demostraban en efecto que sus conocimientos eran algo más que un barniz, el resultado de una búsqueda sincera de información acerca de lo que está más allá del velo ante el que se detiene de común el pensamiento humano. Es más, parecía saberlo todo acerca de los ceremoniales primigenios y del maniqueísmo.

  Eso hizo que comenzara a sentirme absorbido por sus palabras tras la primera impresión negativa. Tanto que apenas reparé en las calles por las que íbamos, ni en la distancia que recorríamos. Cuando llegamos a nuestro destino, finalmente, me vi ante una mansión muy bien iluminada.

  La verdad es que, a esas alturas de la noche, ya estaba seducido por el pintoresquismo de Vanning, por lo que me resulta difícil recordar, sin embargo, detalles concretos del exterior de aquella mansión o de la parte de la ciudad en la que se alzaba.

  Confuso y un tanto apabullado, seguí a Vanning. Entré tras él y me dirigí… a una pesadilla.

  Cuando dije que la casa estaba perfectamente iluminada, me refería justo a eso, sin más. Iluminada… en rojo, tenía que haber añadido.

  Nos detuvimos en el vestíbulo. El vestíbulo del infierno. De las paredes cuajadas de espejos salían ráfagas de luz roja que herían como cimitarras. En las ventanas había cortinones de un rojo bermellón, y de varios braseros diseminados aquí y allá brotaba un humo de color carmesí que impregnaba poco a poco el ambiente. Un mayordomo luciferino se hizo cargo de mi sombrero, ofreciéndome acto seguido una copa de licor de cerezas, muy rojo.

  Vanning se me acercó entonces, copa en mano.

  —¿Le gusta? —me preguntó—. Me satisface que mis invitados se sientan cómodos… He querido dar a la decoración un toque de Poe.

  Recordé de inmediato esa espléndida narración de Poe que es La máscara de la muerte roja, y aquella burda decoración me pareció una blasfemia para con el relato.

  No obstante, me intrigó sobremanera aquella muestra de excentricidad que hacía mi anfitrión. Quizá quisiera decirme algo. O quizá intentase hacer algo. No lo sabía. Me limité a alzar mi copa para brindar con Vanning, vestido como un sacerdote del antiguo Egipto. Su copa también tenía un licor rojo.

  El licor quemaba.

  —Ahora, vayamos a ver a los invitados —dijo Vanning descorriendo una cortina roja con su mano, y guiándome a una habitación que más bien era una gruta, a la derecha.

  Allí las paredes estaban tapizadas con terciopelo verde y negro. Los candelabros eran de plata y estaban en nichos. El mobiliario, sin embargo, era moderno y bastante convencional, pero en cuanto vi al resto de los invitados creí que soñaba.

  Vanning me había dicho algo de hombres lobo, dioses y nigromantes. No era una exageración desde luego, aunque había pensado que a buen seguro no sería para tanto, sino una forma un tanto críptica de aludir a su círculo de amistades. Pero quienes estaban en aquella habitación, unos huéspedes muy particulares, formaban en realidad una suerte de panteón infernal.

  Vi a un Pan obsceno bailando con una bruja no menos obscena. Y a Freya abrazada a un sacerdote vudú. Y a una bacante blanquísima abalanzándose sobre un derviche iraní de mirada salvaje. Había también enanos, druidas, ninfas, gnomos; y lamas, chamanes, sacerdotisas, faunos, ogros, magos, fantasmas… Aquello en realidad parecía un sabbat. Una vindicación de los antiguos pecados.

  Pero a medida que fui siendo presentado a cada uno de ellos, se desvaneció aquella primera sensación que tuve. Pan era en realidad un hombre de mediana edad, de abultadas ojeras y párpados un poco caídos, y más bien rechonchete. Freya era una joven debutante que tenía en la mirada la desesperación de las prostitutas. Y el sacerdote vudú era un joven muy simpático pintado de negro con un corcho quemado, que hablaba un inglés un tanto ceceante.

  El resto, más o menos por el estilo. Fui presentado al menos a una docena de invitados, pero al poco ya había olvidado sus nombres, de tan comunes como eran. Me llamó la atención que Vanning se mostrara un tanto celoso al respecto, evitando presentarme a los que parecían más parlanchines y graciosos.

  —Vamos, divertíos y no seáis pesados —les decía en cuanto se acercaban a mí, curiosos ante mi presencia—. Son una manada de tontos —me decía luego en voz baja mientras me llevaba a través de la habitación, que en realidad, de tan grande, era un salón—. Pero sí hay unos cuantos que merecen la pena ser conocidos.

  Al fondo del salón, en una esquina, había un grupo de cuatro hombres. Todos vestían ropas sacerdotales, parecidas a las del propio Vanning.

  Un tal doctor Delvin, hombre de edad, vestía una túnica babilónica.

  Un tal Etienne de Marigny parecía un sacerdote de Adonis.

  Un tal profesor Weildan lucía turbante y barba de gnomo.

  Y un tal Richard Royce, un estudioso que no se quitaba los lentes en ningún momento, llevaba cogulla de monje.

  Los cuatro me dedicaron una cortés inclinación de cabeza. No obstante, después de los saludos se quedaron en silencio, como si temiesen seguir hablando en mi presencia. Sí hablaron con Vanning, por el contrario, pero en voz muy baja, confidencialmente, como si le pidieran referencias… Al menos eso me dijo al poco el anfitrión, hablándome al oído. Y para aclararme alguna cosa más.

  —Éstos son los componentes del grupo acerca del cual le hablé antes —me dijo Vanning—. Ya vi cómo miraba usted a mis otros invitados, de no muy buen talante, y por eso he querido presentarle a estos amigos, mucho más interesantes, sin duda… Esos que nada le agradaron son unos imbéciles, lo admito… Pero estos hombres son verdaderos iniciados. Quizá se pregunte por la razón de su presencia en una fiesta tan mundana… Se lo explicaré… El ataque es la mejor defensa.

  —¿El ataque es la mejor defensa? —dije yo, un tanto confundido.

  —Sí. Suponga que mis amigos y yo investigamos en los arcanos de la magia negra…

  Había algo extraño, muy sugerente, en la manera en que me dijo suponga.

  —Suponga —siguió diciendo— que le digo la verdad… ¿No le parece que nuestra pequeña sociedad de adeptos, o de meros amigos, podría ser investigada, si no acosada y perseguida?

  —Sí —admití—. Lo que dice usted parece razonable.

  —Por supuesto que sí… Por eso prefiero pasar al ataque, publicitando una especie de interés por el ocultismo, cosa que demostramos organizando estas estúpidas fiestas de disfraces. Todo queda reducido a una mascarada, y así evitamos que nos investiguen, ¿comprende? Es la única manera de trabajar tranquilamente, de ahondar en nuestras investigaciones. Buena táctica, ¿no cree?

  Asentí sonriendo. Vanning no era, desde luego, un imbécil.

  —Seguro —siguió diciendo— que le interesa hablar con el doctor Delvin, pues no en vano es uno de nuestros más famosos etnólogos. De Marigny, por su parte, es un muy conocido ocultista, seguro que recuerda usted su nombre, muy unido al caso Randolph Carter ocurrido hace unos años… Royce es mi ayudante, y el profesor Weildan es, sin más, Weildan el egiptólogo.

  Era muy divertido. Lo egipcio como tema recurrente de aquella noche.

  —Le he prometido una velada muy interesante, amigo mío —me dijo Vanning—. Y la va a tener… Seguiremos en esta mansión media hora, más o menos, pero luego nos iremos a mi apartamento para entregarnos a lo que de veras nos ocupa. Será una sesión en toda regla, ya lo verá. Eso sí, le ruego sea paciente.

  Los otros cuatro me aceptaron con una nueva inclinación de cabeza cuando Vanning me condujo del brazo hasta donde estaban. El baile había cesado unos momentos y aquellos ídolos de guardarropía que antes danzaban desenfrenadamente se revolcaban ahora, no menos desenfrenadamente, por el suelo. Vi a varios demonios que bebían julepe de menta, y a vírgenes sacrificadas en el altar de la fiesta que se repasaban los labios con sus barras de carmín. Neptuno pasó a mi lado con un gran cigarro en los labios. Todo aquello chirriaba un poco, la verdad.

  La máscara de la muerte roja, recordé… Y entonces le vi.

  Hizo una entrada digna de haber sido descrita por Poe. De repente se abrieron los cortinones verdes y negros de la sala y entró en el salón como si emergiera de los más oscuros senderos de lo desconocido, en vez de entrar por una puerta.

  Las velas de los candelabros de plata lo silueteaban espléndidamente, y caminaba como envuelto en un halo de delicadeza que hacía lentos y solemnes sus movimientos. Tuve la momentánea impresión de que lo veía a través de un prisma, merced a la luz del salón, que ofrecía distintas tonalidades del rojo.

  Era el alma de Egipto.

  La larga túnica blanca contenía un cuerpo cuyos contornos resultaban, sin embargo, difíciles de apreciar. Unas largas manos le colgaban a través de las mangas, y los dedos, cubiertos de anillos con engastamiento de joyas, desprendían un fulgor de oro. En uno de esos anillos lucía el sello del ojo de Horus.

  La túnica blanca, sin embargo, tenía una capucha negra. Cubría con ella su cabeza, que inspiraba un horror indecible.

  Era la cabeza de un cocodrilo en un cuerpo de sacerdote del antiguo Egipto.

  Era una cabeza aterradora, una cabeza con calavera de saurio, verde y con escamas, sin pelo, viscosa, insidiosa, nauseabunda. Unos arcos huesudos albergaban sus ojos brillantes sobre el morro de reptil. Los afilados colmillos como estiletes de sus poderosas fauces hacían rugosa la boca entreabierta, en la que se le veía la lengua rosada.

  Aquello sí que era una máscara.

  Siempre me he sentido orgulloso de ser un hombre de acusada sensibilidad, por lo que eso que me produjo aquella visión no pudo por menos que resultarme impactante, muy fuerte. Sí, fue muy duro el shock que experimenté ante aquella demostración de lo que era una buena máscara para un baile de disfraces, de aquel mórbido triunfo de la imitación de una momia. Ninguno de los sujetos que pululaban por allí lucía una máscara, en el fondo, tan buena. Una máscara de rasgos que sugerían la total convicción, por parte de quien la lucía, de ser lo que representaba. Lo de los otros, aquellos entre los que caminaba el recién llegado, era una tontería pretenciosa.

  Parecía, sin embargo, aislado, solo. Nadie se le acercó a recibirlo. Di unos golpecitos en la espalda de Vanning. Quería conocer al tipo que lucía aquella máscara.

  Vanning, sin embargo, se volvió hacia la tarima en la que estaba la orquestina que animaba la fiesta, y ordenó a los músicos que tocaran otro tema. Volví a mirar hacia donde apenas unos segundos antes había visto a aquel invitado, con la intención de dirigirme a él y saludarlo, pero ya no estaba.

  Miré a mi alrededor ansioso, esperando descubrir ahora al hombre cocodrilo entre los demás festejantes, pero fue en vano. Ni rastro de él. Se había esfumado.

  ¿Esfumado? ¿Realmente lo había visto, realmente existía? ¿No habría padecido una ilusión? Estaba confuso. Tantas historias como tenía siempre en la cabeza, a propósito del antiguo Egipto… No, no era bueno dejarse llevar por la imaginación, y más por una imaginación tan exaltada como a veces lo es la mía… Pero ¿por qué había sido tan real, tan vívida, aquella visión?

  Bien, el caso es que no me hice más preguntas, ni pregunté a nadie sobre aquello, distraído ahora por lo que acontecía en la tarima de los músicos. Vanning anunciaba lo que seguiría a continuación, un espectáculo exclusivo dedicado a sus invitados. Ya me había dicho que en una media hora nos iríamos de allí, y supuse que así quería entretenerlos para que no se percataran de nuestra salida. Me sentía, en cualquier caso, más impresionado que expectante.

  Las luces se tornaron azules. De un azul lúgubre, neblinoso como el azul de los cementerios en la noche. De todos los allí congregados se proyectaba una larga sombra igualmente azulada y lúgubre que hacía multitud en el suelo. La música se inició con las notas de un órgano tenebroso.

  No obstante, aquél era uno de mis temas favoritos, la música de la sepulcral escena primera de El Lago de los cisnes, de Tchaikovsky. Rompió el aire, tremoló… Allí sonaba aquella música más estremecedora, más aterradora que nunca. Incluso impresionó a los gansos que me rodeaban, que un poco antes habían palmoteado entusiasmados.

  Luego sucedió una danza diabólica. Y después, la actuación de un mago, que dio paso a un ritual de misa negra en el que se simulaba un sacrificio humano con tintes muy realistas. Todo era muy terrorífico, muy mórbido… Y a la vez muy falso. Cuando las luces volvieron a imperar y cada uno volvió a lo que había estado, me acerqué a Vanning y nos dirigimos a través del salón hasta donde nos aguardaban los otros cuatro.

  Nos fuimos sin hacer ruido, sin llamar la atención; rápidamente me vi caminando a través de un vestíbulo enorme y en penumbra en el que antes no había reparado. A un lado había una puerta de roble que Vanning empujó y entramos en lo que realmente era una biblioteca magnífica, enorme. Lo que Vanning había llamado su apartamento.

  Butacas, cigarros, brandy… Todo eso nos ofreció nuestro amable anfitrión. El brandy, un coñac excelente, me abstrajo momentáneamente de lo que me rodeaba y había sido poco antes objeto de mis pensamientos y de mis sensaciones. Todo era irreal, Vanning, sus amigos, aquella mansión, la noche en sí misma… Todo, salvo, acaso, el hombre de la máscara de cocodrilo… Tenía que preguntar a Vanning…

  Una voz me devolvió de golpe al presente. Acababa de tomar la palabra Vanning, dirigiéndose precisamente a mí. El tono que empleaba era solemne, poseía un timbre que hasta entonces no le había percibido. Era como si lo escuchase hablar por primera vez, como si no fuese un hombre real sino uno de sus invitados, uno de quienes celebraban en la mansión el Mardi Gras con la insustancialidad propia de los bailes de máscaras. Como si él mismo se hubiera disfrazado.

  Y, mientras me hablaba, me sentí el foco de atención de cinco pares de ojos. De los azules ojos célticos de Delvin, de la penetrante mirada gala y de color castaño de Marigny, de la mirada gris que tenía Royce tras los cristales de sus anteojos, de la mirada color café de Weildan, de la mirada metálica del propio Vanning… Cada uno parecía hacerme la misma pregunta: ¿se atreve usted a seguirnos?

  Lo que dijo Vanning, sin embargo, fue mucho más prosaico:

  —Le prometí a usted una velada fuera de lo común… Pues bien, para eso estamos aquí, para eso está usted aquí. Pero debo admitir que mis motivos para tenerlo entre nosotros no son del todo altruistas… Yo… lo necesito a usted… He leído sus cuentos, como sabe, y creo que es usted un sincero estudioso. Quiero de usted, por igual, sus conocimientos y su consejo. Por eso nosotros cinco hemos aceptado su presencia, que es en realidad la presencia de un extraño, de alguien ajeno a nuestros asuntos… Confiamos en usted… Hemos de confiar en usted.

  —Pueden confiar en mí —dije tranquilamente, comprobando que, por primera vez, Vanning se mostraba nervioso, expectante.

  Le temblaba la mano en la que sostenía su cigarro. Comenzaba a empaparse de sudor la túnica egipcia y sacerdotal que vestía. El estudioso Royce jugueteaba con el cíngulo de su hábito monacal. Y los otros tres seguían mirándome en silencio, cosa que me perturbaba más aún que el temblor que había percibido en la voz de Vanning.

  ¿Qué significaba todo aquello? ¿Estaría soñando? Luces azules y lúgubres, una máscara de cocodrilo… Y un secreto melodramático. Empecé a sospechar.

  Pero mis sospechas cesaron para dar paso a la convicción cuando Vanning presionó el tablero de la mesa para que se abriese y dejara ver un espacio insólito en su interior. Y tuve ya la certeza plena de lo que ocurría cuando con la ayuda de Marigny extrajo de allí el sarcófago de una momia.

  Todo aquello, como es lógico, comenzó a interesarme mucho más que cuanto había presenciado hasta el momento. Era un asunto con peculiaridades interesantes. Vanning se dirigió entonces a una estantería de la biblioteca y volvió con una pila de libros entre los brazos. Me hizo entrega, en silencio, de aquellos libros. Eran sus credenciales, algo así; confirmarían todo aquello de lo que me había hablado.

  Nadie, salvo un ocultista, o un adepto, podría atesorar aquellos libros extraños, tales como el infame Libro de Eibon y la edición original de Cultes des Goules, por no hablar del fabuloso De Vermis Mysteriis.

  Vanning sonrió complacido cuando vio la luz con que brillaban mis ojos, el agradecimiento en la expresión de mi rostro.

  —Llevamos años estudiando en profundidad esos libros —me dijo Vanning—. Ya sabe usted lo que atesoran sus páginas…

  Lo sabía bien. Había escrito acerca de De Vermis Mysteriis, y hubo un tiempo en que aquello que escribiera ahí Ludvig Prinn me llenó a la vez de un temor vago y una repulsión infinita.

  Vanning abrió un tercer volumen.

  —Creo que también le resulta familiar esta obra, la menciona usted en alguno de sus cuentos…

  Y señaló uno de los capítulos más crípticos de aquel libro, el titulado Rituales sarracenos.

  Asentí en silencio. Conocía muy bien los rituales sarracenos. Unos rituales que se complementaban perfectamente con los descritos por Prinn a propósito de Egipto y el Oriente, conocidos por él en sus días de cruzado. Allí se revelaban los secretos de los efreet y los djinn, y también los secretos de la secta de los Asesinos y los mitos de los vampiros árabes, y las secretas prácticas esotéricas de los derviches… Sí, sabía yo bastante, además, de las antiguas leyendas del Egipto milenario y más profundo. Es más, mucho del material con que documentar mis cuentos había salido precisamente de aquellos libros que atesoraba Vanning.

  ¡Otra vez el antiguo Egipto! Eché un vistazo al sarcófago.

  Vanning y los otros me miraban intensamente. Finalmente, mi anfitrión se encogió de hombros y dijo:

  —Escuche… Acabo de mostrar mis cartas… Yo… confío en usted, como ya le he dicho.

  —Pues adelante —dije con cierta irritación e impaciencia, ya que comenzaba a molestarme tanto misterio.

  —Todo empezó con este libro —dijo Henricus Vanning—. Me lo consiguió Royce, aquí presente… Estábamos interesados ambos en la leyenda de Bubastis, pero eso fue al principio. Durante un tiempo estuve interesado en las investigaciones hechas en Cornualles, ya sabe, todo eso sobre la búsqueda de ruinas egipcias en Inglaterra. Pero después encontré un campo de investigación mucho más fértil en las últimas tendencias de la egiptología, y cuando el profesor Weildan, aquí presente, partió para su expedición el año pasado, le di autorización para que trajera en mi nombre cualquier cosa que pudiese resultar interesante, al precio que fuera… Y regresó la semana pasada con esto que tenemos aquí…

  Vanning hizo una pausa para aproximarse al sarcófago de la momia. Le seguí.

  No continuó explicándose. Una inspección más en detalle del sarcófago, además de todo cuanto me era conocido a propósito de aquel capítulo titulado Rituales sarracenos, me hizo saber que no me había equivocado en mi apreciación inicial.

  Los jeroglíficos y varias señales que había en el sarcófago indicaban que allí yacía un alto sacerdote egipcio. Un sacerdote del dios Sebek. Y los rituales sarracenos aludían clara y directamente a su historia.

  Por unos momentos repasé mentalmente lo que sabía al respecto. Sebek, de acuerdo con los antropólogos más notables, fue una deidad menor del antiguo Egipto; un simple dios de las riberas del Nilo consagrado a la fertilidad. Si los estudiosos más reputados estaban en lo cierto, sólo se habían encontrado cuatro momias de sacerdotes del dios Sebek, además, eso sí, de numerosas estatuas, figurines, cuadros y grabados, a lo que había que añadir las fotografías tomadas por los estudiosos en esas tumbas, todo lo cual suponía un vívido testimonio de la veneración que se había dedicado en tiempos a dicho dios. Los egiptólogos, sin embargo, no habían podido elaborar una historia completa y convincente de este dios, a pesar de las investigaciones a menudo heterodoxas y muy avanzadas hechas por Wallis-Budge.

  Ludvig Prinn, por su parte, había ido más lejos. Recordé sus palabras, no sin que me provocaran un escalofrío.

  En el capítulo titulado “Rituales sarracenos”, Prinn habla de lo que aprendió de los videntes de Alejandría y de sus viajes a lo más profundo del desierto, y de su búsqueda en los enterramientos de los valles más ocultos del Nilo.

  Refería ahí una historia, autentificada por la historia, acerca de la casta sacerdotal egipcia y de sus ansias por detentar el poder que les confería ser los consejeros del faraón y estar siempre a sus espaldas, ocultos detrás del trono. Para los egipcios, los dioses y la religión se basaban en secretas realidades. Por la tierra campaban extrañas criaturas híbridas cuando el mundo aún era joven; criaturas gigantescas, mitad humanas y mitad bestiales. La imaginación humana, pues, no creó por sí sola la imagen de la gigantesca serpiente Set, ni la del carnívoro Bubastis, ni la del gran Osiris. Pienso en Thoth, también, y en los cuentos sobre las arpías; pienso en la cabeza de chacal de Anubis y en la leyenda de los hombres lobo.

  En la antigüedad traficaban los moradores de la tierra con poderes elementales y bestias del más allá. Así crearon sus dioses, con cabezas de animal. Y a menudo había dioses reales que tenían cabeza de animal. Eso los hacía más poderosos.

  Hubo un tiempo, pues, en el que esos seres gobernaron en Egipto y su palabra fue ley. Todo Egipto se llenó de templos dedicados a dichos gobernantes, a los que se ofrendaban sacrificios humanos mientras quemaban humo de incienso. Sacrificios de incienso y sangre. Las bocas de aquellos dioses ansiaban el sabor de la sangre.

  Los sacerdotes se convirtieron en mediadores entre los humanos y los dioses, con los que hacían tratos a menudo provechosos. Con el tiempo, una serie de perversiones hizo que el culto a Bubastis se extendiera más allá de Egipto, y de una abominación, nunca recordada, salieron los símbolos de Nyarlathotep, que por ello fue olvidado con el tiempo. Los sacerdotes decidieron lacrar, sellar, ocultar toda alusión a los sacrificios y a las recompensas que de ellos obtenían.

  En aras de su vida sacerdotal, tanto como en aras de su reencarnación, los sacerdotes hacían cuanto les era posible por satisfacer a sus dioses y saciar sus a menudo extraños apetitos. Así, para salvaguardar sus momias de las maldiciones divinas, los sacerdotes ofrecían a los dioses chivos expiatorios bien repletos de sangre.

  Prinn habla en su libro, con mucho detalle, de la secta formada por los sacerdotes de Sebek. Los sacerdotes creían que Sebek, como dios de la fertilidad, era quien regía el curso de las fuentes de la vida eterna. Sebek, así, se convertía en el guardián de las tumbas, hasta que se cumplía el ciclo de la resurrección de los sacerdotes; Sebek, así, destruiría a quien osara alterar la paz de los sacerdotes muertos y enterrados en sus sarcófagos. No en vano le habían ofrecido para ello vírgenes en sacrificio que eran destrozadas por las fauces de un cocodrilo. Sebek, el dios cocodrilo del Nilo, tenía cuerpo de hombre y cabeza de saurio. Y los apetitos de un hombre y de un cocodrilo.

  La descripción de tales ceremonias es simplemente repugnante. Los sacerdotes lucían máscaras que representaban la cabeza de un cocodrilo, para emular y honrar con ello a su dios, pues tal era, además, la forma en que deseaban ser apreciados en vida por sus súbditos. Una vez al año, Sebek, según su creencia, se aparecía al más alto sacerdote en el templo de Menfis, y lo hacía con cuerpo de hombre y cabeza de cocodrilo.

  Los devotos de Sebek creían, en efecto, que el dios cuidaría sus enterramientos. Y fueron incontables las jóvenes vírgenes que arrojaron a los cocodrilos para garantizarse el buen descanso hasta que les llegase la hora de la resurrección.

  En todo eso pensaba mientras miraba absorto el sarcófago de la momia, allí, en la biblioteca de mi anfitrión.

  Me acerqué más, miré en el interior y vi entonces la momia. Vanning había destapado el sarcófago.

  —Ya conoce usted la historia —me dijo Vanning, como si leyera en mis ojos—. Tengo aquí esta momia desde hace una semana; ha sido tratada químicamente, gracias a Weildan, aquí presente… Pero encontré esto en su pecho, mire…

  Me mostró un amuleto de jade. Era la figura de un saurio cubierta con imágenes ideográficas.

  —¿Qué es esto? —dije.

  —Un código secreto de los sacerdotes —respondió Vanning—. De Marigny opina que es naaca… ¿Qué significa? Una maldición, como bien lo demuestra Prinn en su obra. Una maldición contra los salteadores de tumbas. Se les amenaza con la venganza de Sebek. La traducción nos obligaría a decir unas palabras, además, muy sucias.

  Vanning se engolaba cada vez más al decir aquello. Y a la vez se aterraba, como los otros. Pude comprobarlo con sólo mirarlos. El doctor Devlin parecía cada vez más nervioso; Royce jugueteaba con su hábito y De Marigny tosía y carraspeaba, mientras el profesor Weildan, con su pinta de gnomo, se nos acercaba despacio, temeroso. Se quedó contemplando un rato la momia como si pudiera hallar el secreto a todos los enigmas en las cuencas vacías de los ojos de la momia.

  —Dígale lo que opino de todo esto, Vanning —dijo.

  —Weildan —comenzó a decir Vanning— ha hecho algunas investigaciones. Consiguió traer hasta aquí la momia burlando a las autoridades egipcias, pero le costó muchísimo hacerlo. Naturalmente, me informó de todo lo concerniente al hallazgo y posterior traslado de la momia, y le aseguro que no es una historia grata de oír, ni edificante, por cierto… Nueve de los muchachos que iban en su caravana expedicionaria perdieron la vida durante el viaje de regreso, al parecer porque bebieron agua emponzoñada… Y me temo que el profesor también corrió peligro de muerte.

  —No, porque hice lo que debía —terció entonces Weildan—, Por eso, cuando digo que hay que proceder con mucho cuidado, en lo que a investigar con la momia se refiere, lo hago porque quiero continuar vivo, sin más… Tenemos alguna noción de cómo proceder con el ceremonial, pero la verdad es que yo sí creo firmemente en la maldición de Sebek… Bien sabemos que sólo se han conseguido desenterrar cuatro momias de estas características, porque las demás descansan en criptas secretas. Bueno, pues los cuatro hombres que hallaron las cuatro momias de las que se tiene noticia, fallecieron… Yo conocí personalmente a Partington, el que desenterró la tercera. Estudiaba los mitos relacionados con el dios Sebek y sus sacerdotes, pero murió sin poder redactar su informe, al poco de regresar de Egipto… Su muerte no deja de ser curiosa… Murió al caer al foso de los cocodrilos en el Zoo de Londres. Cuando lo sacaron de allí, era una masa mutilada y sanguinolenta.

  Vanning me miró.

  —Una desgracia, pobre hombre, quedó hecho una pena —dijo en tono de burla; luego, más serio, añadió—: Ésa es una de las razones por la que he querido que nos acompañe usted, que comparta nuestros secretos. Quiero conocer su opinión, como estudioso que es del ocultismo. ¿Cree que debo sacar esa momia del sarcófago? ¿Cree usted en esa historia de la maldición de Sebek? Yo no creo, la verdad, pero de igual manera le digo que tampoco deseo arriesgarme. Sé bien que se han producido unas cuantas coincidencias lamentables que hacen pensar en la maldición de marras y, por otra parte, me parece muy fiable lo que dice Prinn… Pero lo que pretendo, lo que pretendemos todos nosotros, no me parece que tenga mucho que ver con esa maldición de la momia. Nada más lejos de nuestra intención que atraernos la divina cólera de cualquier dios, no me gustaría que una criatura con cabeza de cocodrilo me echara mano al cuello… ¿Qué dice usted?

  De repente recordé al hombre con la máscara de cocodrilo. Iba vestido, además, como un sacerdote de Sebek.

  Dije entonces a Vanning lo que había visto.

  —¿Quién es? —pregunté—. Sería muy interesante que estuviese con nosotros…

  El horror que mis palabras causaron en Vanning fue más que evidente. Tanto que hubiese preferido quedarme callado, pensé al ver su cara, al comprobar su pánico.

  —Nunca he visto nada parecido —dijo—. Juro que no he visto nada parecido en mi casa. Pero hemos de encontrar a ese hombre.

  —Quizá sea alguien que quiere chantajearles —aventuré—; alguien que, por saber lo que hicieron Weildan y usted, intenta asustarles para pedirles luego dinero…

  —Es posible —dijo Vanning con un tono que no demostraba precisamente sinceridad, y se volvió a los otros—. Rápido —dijo—, vayan al salón de baile y miren entre los invitados… Hay que atrapar a ese extraño; tienen que traerlo aquí.

  —¿Y si llamamos a la policía? —sugirió Royce, muy nervioso.

  —No sea usted tonto, caramba… Vamos, hagan lo que les pido.

  Los cuatro salieron de la biblioteca; oímos sus pasos alejándose aprisa por el corredor.

  Un largo silencio. Vanning sonrió. Yo me sentía realmente confundido, como si tuviese niebla en la cabeza. El Egipto de mis sueños… ¿podía ser real? ¿Por qué un tipo disfrazado y enmascarado para un baile de carnaval me había causado semejante impresión? Los sacerdotes de Sebek hacían correr la sangre para pedir a su dios que los vengara si alguien profanaba sus tumbas… ¿Conseguirían ahora que la maldición se produjese, una creencia de tantos siglos atrás? ¿Y si Vanning en realidad estaba loco?

  Se dejó sentir un ruido blando, indefinible.

  Me volví. En la puerta de entrada a la biblioteca estaba el hombre con la máscara de cocodrilo.

  —¡Aquí tenemos a ese tipo! —alerté a Vanning—, Este sujeto es el que…

  Vanning se inclinó sobre la mesa; su cara tenía el color de la ceniza húmeda. Miraba a aquel tipo, y me miraba a mí en silencio, como si con sus ojos me telegrafiara un mensaje de horror.

  Nadie había visto a aquel hombre con la máscara de cocodrilo, salvo yo… Yo, que tan a menudo soñaba con el antiguo Egipto… Y allí, en aquella biblioteca, yacía para colmo la momia de un sacerdote de Sebek, que había sido robada tras el asalto a su tumba.

  El dios Sebek, bien lo sabía yo, tenía cabeza de cocodrilo… Y sus sacerdotes llevaban una túnica idéntica a la que él lucía… Y se ponían máscaras de cocodrilo.

  Había prevenido a Vanning sobre la venganza de los antiguos sacerdotes. Él mismo creía y a la vez temía mientras yo le hablaba de lo que sabía… Y ahora, en la puerta de su biblioteca, aquel extraño silencioso… ¿No era lógico pensar que podía tratarse de un sacerdote de Sebek, dispuesto a tomarse cumplida venganza por la ofensa sufrida?

  No obstante, me resultaba difícil tragarme aquello… Incluso cuando aquel tipo dio unos pasos al frente, incluso aunque todo en él era siniestro, más allá de su disfraz, seguía sin poder tragarme aquello… Ni siquiera cuando vi a Vanning lloriqueando sobre el sarcófago de la momia pude creerme lo que veía.

  Pero todo transcurrió tan rápidamente que no tuve tiempo para reaccionar. Justo cuando me disponía a retar al intruso, a decirle cualquier cosa, sucedió la tragedia. Con un movimiento propio de un reptil, aquel cuerpo con blanca túnica serpenteó por la estancia, para plantarse en un segundo ante mi aterrorizado anfitrión. Vi unas garras que se clavaban en sus hombros; vi acto seguido unas mandíbulas poderosas, una gran boca que se abría… Y que hacía presa en el cuello de Vanning.

  Aunque parezca imposible, mis pensamientos se produjeron en una relativa calma.

  —Un asesino diabólico e inteligente —musité—. Un arma mortal única… Un perfecto mecanismo de muerte. Un fanático.

  Mis ojos desorbitados no podían dejar de contemplar a un monstruo semejante, que seguía haciendo presa en el cuello de Vanning aun cuando ya estaba muerto. Era un horror que me sugería un primer plano cinematográfico.

  Supongo, sin embargo, que todo aquello sucedió en un segundo. Después, un súbito acto incontrolado me hizo acercarme al asesino y asirlo por la túnica blanca con una mano, mientras con la otra le tiré de la máscara…

  El asesino retrocedió raudo, agachándose un poco. Mi mano se resbaló, permaneciendo un instante sobre el morro ensangrentado de la máscara.

  Y visto y no visto, el intruso hizo otro giro y desapareció. Cuando comencé a gritar, y a correr por donde se había ido, todo fue en vano. Vanning yacía muerto. Su asesino se había ido. La casa estaba llena de gente celebrando el carnaval. Tenía que dar la voz de alarma urgentemente.

  Pero no lo hice. Me limité a seguir allí, en mitad de la biblioteca, gritando sin que los demás pudieran oírme. Se me empezó a nublar la visión. Todo me dio vueltas, los volúmenes de las estanterías salpicados de sangre, el sarcófago de la momia, la propia momia, a la que también había alcanzado la sangre, el cuerpo horrorosamente destrozado en el suelo… Todo me daba vueltas.

  Entonces, y sólo entonces, recobré la voluntad, la decisión. Y salí de allí a la carrera.

  Deseaba que todo concluyese en ese punto, pero no fue así. Había que extraer una conclusión de lo ocurrido. Tenía que revelar aquello de lo que había sido testigo. Sólo así, acaso, pudiera recobrar la paz.

  Seré franco… Podría haber escrito una buena historia acerca del suceso partiendo de la confesión de un mayordomo que me hubiese dicho no haber visto a nadie en el baile con una máscara de cocodrilo… Pero aquello no era un cuento, era verdad. Fui testigo. Lo vi, al de la máscara, asesinar a Vanning y marcharse raudo… Así que por eso salí corriendo y chillando, aunque no me viese hacerlo ninguno de los asistentes a la fiesta. Un horror indecible me seguía acompañando cuando ya estaba en la calle; un horror que parecía pesarme en los hombros, no obstante lo cual conseguía acelerar el paso. A tal punto que perdí toda noción de realidad y eché a correr de nuevo, desesperadamente, para alejarme cuanto antes de aquella casa bien iluminada, en la que todo era música y risas, y en la que había presenciado algo realmente espantoso.

  Me fui de Nueva Orleans sin investigar nada sobre el caso, sin querer saber ni un solo detalle. Me fui sin leer siquiera un periódico, por lo que no supe si la policía había comenzado a investigar ya el asesinato de Vanning. No quería saber nada. No me atrevía a saberlo. En el fondo me parecía que tenía que haber una explicación racional para todo lo sucedido. Y entonces, de nuevo…

  Pero no, nada de especulaciones. Nada de investigaciones. Quise creer, con bastante desesperación, que todo lo que había visto no fue consecuencia sino de mi borrachera, que no había pasado absolutamente nada. Al fin y al cabo, la de Sebek no era más que una leyenda, algo de lo que, me parecía, había hablado con Vanning… Pero… No, nada de eso. Yo había avisado a Vanning del peligro real que se cernía sobre él, y los hechos se habían revelado fatales, dándome la razón. Temores confirmados.

  Era imposible desterrar de mi mente lo que vi, aquel extraño con una máscara de cocodrilo mordiendo brutalmente a Vanning en el cuello, poniéndolo todo perdido de sangre… Era imposible olvidar que lo había tenido atrapado por la túnica unos instantes, que incluso agarré también su máscara… Era imposible olvidar que el morro de la máscara estaba teñido de sangre… Eso fue todo.

  Además, cuando así aquella máscara ensangrentada… no fue la textura de una máscara lo que palparon mis dedos, sino carne viviente y palpitante.


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