viernes, 7 de octubre de 2016

RELATO: "El ser en el umbral", H.P. Lovecraft (1ª parte)






El ser en el umbral


H.P. Lovecraft 




I.

Admito que he disparado seis balas la cabeza de mi mejor amigo. Ahora bien, pese a esta confesión, me propongo demostrar que no puedo considerarme un asesino. Muchos dirán que estoy loco tal vez bastante más loco que el hombre a quien di muerte en una de las celdas del manicomio de Arkham. Confío en que mis lectores juzguen los elementos que iré relatando, los contrapongan con las evidencias conocidas y lleguen a preguntarse si alguien podría haber tenido una conducta distinta a la mía frente a un horror como el que debí experimentar, ante aquel ser en el umbral. 
Hasta cierto momento, muy al comienzo, no alcancé a ver más que locura en las singulares historias que paulatinamente me fueron envolviendo. Aún hoy me pregunto si mi percepción era la correcta o si, a pesar de mi convicción, también yo no estaré extraviado en la demencia. No puedo saberlo a ciencia cierta; sin embargo existen otros que pueden contar, si quieren, cosas muy extrañas acerca de Edward y Asenath Derby. Ni siquiera los pragmáticos policías saben cómo explicar aquella visita final cuya memoria tratan de abandonar. Rutinariamente han elaborado la endeble teoría de un terrible escarnio o venganza de unos criados despedidos, pero aun ellos saben en su fuero íntimo que la verdad es mucho más vasta, terrible y casi increíble. 
Como decía, afirmo que no soy el asesino de Edward Derby. Por el contrario: he sido un vengador y con mi acto ahorré al mundo un horror que, si sobreviviera, podría haber causado una insospechable devastación en toda la humanidad. Junto a nuestros rutinarios senderos cotidianos existen regiones de sombras; de tanto en tanto algún alma maligna avanza desde ellos hacia nosotros. Si alguien advierte esa incursión tiene la obligación moral de aniquilarla sin piedad si no quiere exponerse a pagar un inmenso y terrible precio. 
Edward Pickman Derby era alguien a quien conocía de toda la vida. Si bien ocho años menor que yo, lo cierto era que cuando yo tenía dieciséis, ya manteníamos muchos intereses en común. Nunca he conocido a un estudiante más genial que él: a los siete era ya un consumado poeta de versos lóbregos, fantásticos, morbosos, que causaban el asombro de sus preceptores. Tal vez la razón de su precocidad deba buscarse en la esmerada educación privada que recibió desde muy temprano y en los excesivos mimos que colmaron su existencia. Fue hijo único, con fragilidades físicas que fueron desvelo de sus amantísimos padres, quienes no dejaban que en ningún momento estuviera fuera del alcance de la vista y de sus excedidos cuidados. Nunca nadie lo vio fuera de su casa sin estar flanqueado por su niñera y podría decirse que jamás llegó a jugar libremente con los demás niños. Todos estos factores operaron sin duda alguna forjando en el joven Derby una vida interior peculiar, reservada, reprimida, con una sola vía de escape: la imaginación.
Consecuentemente, sus estudios lo revelaron como un joven sorprendente, de noble capacidad, y su pasión por escribir me maravilló desde un comienzo, pese a que lo aventajaba en casi diez años. Por esa época yo mismo estaba atraído por singulares inclinaciones artísticas hacía lo grotesco, característica que me hizo encontrar en aquel joven un espíritu gemelo. Compartíamos un mismo entusiasmo por lo tenebroso y lo fantástico, pasión que descargábamos inicialmente en la antigua, decrépita y ciertamente amenazante ciudad en la que ambos vivíamos: la encantada y mágica Arkham, cuyos arracimados y desvencijados tejados de tipo holandés y desbastadas balaustradas georginas desgranaban el paso del tiempo junto a las márgenes de las sibilantes y negras aguas del río Miskatonic. 
Con el correr del tiempo, terminé por decidirme a seguir estudios de arquitectura y archivé el proyecto de ilustrar un libro con los siniestros poemas de Edward, sin que ese renunciamiento significara la menor mella para nuestra amistad. El exuberante talento del joven Derby continuó manifestándose con el mismo brillo de sus primeros tiempos y apenas cumplidos los dieciocho años, una recopilación de sus oníricos poemas, titulada Azathoth and Others Horrors, provocó una encrespada reacción entre la crítica. Por entonces mantenía una estrecha correspondencia con el famoso poeta baudelairiano Justin Geoffrey, el autor de The People of the Monolith, el mismo que murió en medio de alaridos en 1926 en un manicomio, tras visitar un ominoso poblado de Hungría cuya memoria es mejor no conservar. 
Sin embargo, en materia de autoestima y resolución de cuestiones prácticas, la mimada existencia a que había sido acostumbrado convertía a Edward en un verdadero desastre. Al cabo del tiempo, su salud fue mejorando; todo lo contrario ocurrió con sus costumbres de dependencia infantil inculcadas por padres extraordinariamente sobreprotectores. Era natural entonces que de mayor mostrara una exasperante incapacidad para cuestiones tales como viajar solo, tomar decisiones o asumir responsabilidades. Rápidamente advirtió que sin duda su futuro no estaba en el campo de los negocios o en el profesional. Pero ni él ni la familia se preocuparon demasiado puesto que el patrimonio familiar era lo suficientemente cuantioso como para demorarse siquiera en estas preocupaciones. En plena madurez conservaba el mismo aspecto de rozagante y engañosa juventud de sus tiempos de estudiante. Rubio, de ojos azules, con el cutis de un niño; sólo después de muchos sacrificios lograba que los demás reparasen en sus intentos de dejarse el bigote. Su voz era suave y nítida; la tranquila vida que llevaba le permitía conservar un saludable y estilizado aspecto juvenil desestimando la proverbial panza que delataba casi siempre una madurez prematura. Tenía una estatura conveniente y sus hermosas facciones le habrían permitido ser un cotizado galán si su timidez no hubiese representado una infranqueable barrera para tales frivolidades que en él siempre eran conjuradas con una prudente reclusión en el mundo de los libros.
Sus padres lo llevaban a Europa todos los veranos, por lo que no demoró demasiado en captar con perspicacia los rasgos más nítidos del pensamiento y la expresión artística del viejo continente. Paralelamente, su talento, de extracción claramente asociable a Poe, fue degradándose mientras otros fantasmas e inclinaciones artísticas iban naciendo en él. Era el tiempo en que nos sumíamos en interminables discusiones. Por entonces yo ya había conseguido licenciarme en Harvard, había trabajado en un estudio de arquitecto en Boston, había contraído enlace y había regresado a Arkham a ejercer la profesión. Me había instalado en la casa familiar de Saltonstall Street, ya que mi padre decidió trasladarse a Florida debido a su salud. Todas las tardes recibía la visita de Edward, con lo que en poco tiempo fue considerado como un familiar más de la casa. Era inconfundible su manera de tocar el timbre o de golpear en el llamador, características que con el tiempo acabaron convirtiéndose en contraseña. Así, todos nos preparábamos después de la cena para escuchar los tres golpes secos que, luego de una pausa, eran acompañados de otros igualmente secos. La frecuencia con que yo iba a su casa era mucho menor, donde me entretenía en admirar los antiguos volúmenes que con ritmo sostenido acrecentaba su biblioteca. 
Derby obtuvo su licenciatura en la Universidad de Miskatonic; era natural que así fuese ya que sus padres no le habrían dejado vivir por nada del mundo fuera del alcance de sus cuidados personales. Llegó a la Universidad a los dieciséis años y tres años después ya era licenciado en literatura francesa e inglesa, con las mejores notas en todas las materias, excepto en matemáticas y ciencias. Hizo escasas y nulas amistades con los demás estudiantes, por más que fue perceptible una cierta admiración por ese grupo de jóvenes a los que cabría denominar “audaces”, “bohemios”, “vanguardistas”, cuyas costumbres iconoclastas, lenguaje ingenioso y poses irritantes le habría gustado imitar. 
El tránsito por esas regiones literarias lo empujó hacia los rincones esotéricos y mágicos, saberes sobre los que la biblioteca de Miskatonic contaba, y aún cuenta, con volúmenes de una riqueza que la han hecho justamente famosa. Se convirtió en un voraz especialista en estos temas. A espaldas de sus padres, se entregaba a consumir cosas tales como el horrible, Book of Eibon, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt y el ancestral Necronomicón del enajenado árabe Abdul Alhazred. Edward contaba con veinte años cuando nació mi primer y único hijo, y pareció muy complacido al saber que le pondría de nombre Edward Derby Upton como homenaje a él. 
Cumplidos los veinticinco años, Edward era hombre afamado por su inmensa cultura, poeta y narrador de relatos muy conocidos entre el público, pero no obstante en su obra aparecía con claridad la carencia de relaciones humanas y el exceso de formación puramente libresca que aquejaba a su autor. Sin duda, yo era su amigo más cercano. Él me proporcionaba una cantera inagotable de tópicos teóricos. Por su parte, él buscaba mí opinión sobre los temas que no quería consultar con sus padres. Continuaba soltero, aunque cabe señalar que más por timidez, negligencia y sobreprotección paterna que por genuina opción al celibato. Al desatarse la guerra, su mala salud y los rasgos más ostensibles de su personalidad determinaron que se quedara en casa. Mi destino inicial fue Plattsburg, aunque en los hechos nunca llegué a cruzar el Atlántico.
Así transcurrió el tiempo. Cuando Edward tenía treinta y cuatro años, falleció su madre, hecho que lo sumió en una suerte de bloqueo psicológico que le produjo una inactividad total. Su padre se lo llevó de nuevo a Europa, donde logró reponerse de la enfermedad en forma aparentemente total. Poco después se sintió asaltado por una extraña euforia, como si se hubiera liberado de un opresivo cautiverio. Fueron los tiempos en que se le veía siempre junto al grupo de estudiantes a los que se consideraba “vanguardistas” y tomó parte en ciertos actos de gran turbulencia. Cierta vez fue objeto de un chantaje y debió pagar -con dinero que le presté yo- una crecida suma para que alguien no contara al padre su intervención en un asunto por cierto turbio. Los rumores que circulaban sobre la violenta banda de Miskatonic eran realmente alarmantes. Se llegó a hablar de magia negra y de ejecución de actos que estaban más allá de todo lo sensatamente creíble.


II.


Asenath Waite apareció en la vida de Edward cuando éste tenía treinta y ocho años. Por entonces ella debía tener unos veintitrés y tomaba curso especial sobre la metafísica de la Edad Media en la Universidad de Miskatonic. La hija de un buen amigo mío era amiga de la infancia de la muchacha -habían cursado juntas la escuela Hall de Kingsport-, pero últimamente se veía obligada a rehuirla a causa de la mala fama de la joven. Esta era morena, pequeña y muy atractiva pese a sus ojos saltones; sin embargo, algo indefinible en su expresión hacía que la gente sensible evitara su trato. A los demás, los ahuyentaba el origen de la joven y los temas que excluyentemente monopolizaban su conversación. Era descendiente de la rama de los Waite de Innsmouth; generación tras generación, se habían urdido docenas de tétricas leyendas sobre la devastada y semiabandonada población de lnnsmouth y sus habitantes. Aún hoy se oye hablar de horrendos pactos firmados alrededor de 1850 y de un abominable ser “no del todo humano” que se imbricó en las más antiguas familias del hoy casi inexistente puerto de pescadores, historias todas que sólo un yanqui de antigua prosapia puede lucubrar y difundir con el debido sentimiento de horror. 
Volviendo a Asenath, su situación genealógica se complicaba por ser hija de Ephraim White y por representar el fruto de sórdidas relaciones que éste había mantenido en plena senectud con una desconocida a la que nunca nadie consiguió ver. Ephraím vivía en una arruinada mansión de Washington Street. Los conocedores del lugar -hay que establecer que la gente de Arkham hace lo posible para evitar el paso por Innsmouth- contaban que las ventanas de la buhardilla siempre permanecían tapiadas con gruesos tablones burdamente clavados y que al caer la noche se oían extrañas voces en el interior de la destartalada casa. El viejo Waite tenía fama de haber sido en sus tiempos mozos un gran conocedor de los temas de magia y se dice que por entonces podía causar o sofocar temporales en el mar. Por mi parte, de joven lo había visto una o dos veces, cuando había venido a Arkham a consultar unos antiquísimos volúmenes dedicados a saberes arcanos que enriquecían la biblioteca de la Universidad. Recuerdo que me resultaron insoportables el patibulario y melancólico mirar y las completamente descuidadas matas de barba que colgaban de la cara. Murió loco en circunstancias nunca debidamente aclaradas, poco antes de que la hija llegara a la escuela Hall. La muchacha tenía rasgos del padre, en especial su a veces diabólica mirada.
Mi amigo, el padre de la muchacha que había sido compañera de Asenath, me recordó muchos episodios curiosos cuando empezó a divulgarse la relación entre ella y Edward. Según esos datos. Asenath se hacia pasar por maga en la escuela y, en efecto, asombraba a sus compañeros con algunos prodigios en verdad inexplicables. Sostenía que podía desencadenar tormentas, pero su habilidad más notoria era la capacidad de predecir con exactitud cuanto se proponía o le proponían. Los animales rehuían su presencia y, a distancia, con unos casi imperceptibles movimientos de una mano derecha hacia aullar a cualquier perro. Otras veces demostraba conocimientos prodigiosos y hablaba lenguas absolutamente inusuales para una adolescente. 
Mucho más alarmantes eran los casos completamente verificados de su influencia sobre otras personas. Manejaba el hipnotismo como si fuera un juego de niños. La compañera que era mirada fijamente a los ojos por Asenath tenía la sensación de estar en proceso de transmutación de la personalidad, como si quien estuviera bajo hipnosis pasara a habitar el cuerpo de la hechicera y consiguiera mirar desde otro punto a su verdadero cuerpo, en el que resaltaban unos ojos siempre resplandecientes, con una expresión de enajenación. Famosas eran las afirmaciones de Asenath acerca de la naturaleza de la conciencia y de su independencia de la estructura física. La única insatisfacción que revelaba la joven era la de no haber nacido varón, pues. según ella, el cerebro del hombre poseía unas facultades cósmicas singulares, de alcance infinito. Sí tuviera el cerebro de un hombre, decía, estaría en condiciones no sólo de igualar sino hasta de sobrepasar al padre en el manejo de las fuerzas cósmicas. 
Edward conoció a Asenath en una de las reuniones que celebraba la “vanguardia” universitaria. Al día siguiente, cuando vino a yerme, no era capaz de hablar otra cosa que no fuera la joven Waite. Según él, compartían los mismos intereses e inclinaciones intelectuales y, además, estaba encantado con su aspecto físico. Por mi parte, nunca había visto a Asenath, pero tenía referencias de ella. Y ellas me hacían parecer lamentable que Edward estuviera tan locamente enamorado de semejante mujer, pero me cuidé mucho de decirle nada, pues bien sé que las criticas suelen hacer más vigorosas estos encaprichamientos. Por su parte, el joven Derby parecía dispuesto a no hablar del asunto a su padre.
Las semanas siguientes, Derby las dedicó a hablarme sólo de Asenath. Por entonces ya eran de dominio público los amores otoñales de Edward, a pesar de que él distaba mucho de representar la edad que tenía y no hacía mal papel junto a tan peculiar belleza. No importaba demasiado un incipiente abdomen producto de su descuido físico y en el rostro no había asomos de arrugas. Por su parte, Asenath tenía a ambos lados de los ojos las características patas de gallo que suelen verse en las personalidades férreas como consecuencia de las tensiones constantes a que están expuestas. Finalmente, un día Edward vino a yerme en compañía de la muchacha y entonces pude comprobar que la corriente de afecto entre ellos no era unilateral. Ella permanecía casi comiéndoselo con la mirada y supe que la relación de ambos sabría vencer cualquier obstáculo que se le opusiera. Pocos días después de aquella ocasión llegó hasta mí casa el anciano señor Derby, hombre que me inspiraba el mayor de los respetos y admiración. Enterado de la nueva amistad de su hijo, había logrado sonsacarle toda la verdad al joven. Edward pensaba en matrimonio y ya se había puesto la búsqueda de casa en el barrio residencial de la ciudad. Perfectamente al tanto de la influencia que solía ejercer sobre el joven Derby, el padre había acudido a mi para rogarme que hiciera algo con el fin de evitar tal destino, pero, decidido a ser honesto antes que caritativo, le transmití mis serias dudas de un logro en aquel sentido. El punto no era esta vez el carácter poco firme de Edward, sino el extraordinariamente fuerte de la mujer. El sempiterno niño que era Edward había transferido la dependencia de la imagen paterna a otra imagen mucho más poderosa y sobre eso nada se podía hacer.
Un mes después se celebró la boda ante el juez de paz, según deseo de la novia. Convencí al señor Derby para que no se opusiera y así él, mi mujer yo asistimos a la ceremonia. Los demás invitados eran unos cuantos estudiantes universitarios más que "vanguardistas” francamente exaltados. Asenath compró la vieja finca de Crowninshield, ubicada en campo abierto al final de High Street, donde pensaba instalarse la pareja de recién casados, luego de un corto viaje a Inssmouth. de donde traerían tres criados, algunos libros y unos pocos utensilios para el nuevo hogar. Daba la impresión de que lo que volcó a Asenath hacia Arkham no fue tanto una consideración hacia Edward y su padre, sino más bien la satisfacción de su deseo de estar cerca de la Universidad, de la biblioteca y de su grupo de jóvenes universitarios. 
Al volver a ver a Edward tras su luna de miel, lo noté algo cambiado. Por complacer a su esposa se había afeitado el incipiente bigote, pero eran perceptibles otros cambios. Se mostraba más reservado, más pensativo, más triste. En un comienzo no pude establecer si me gustaba o no el cambio operado en mi amigo, pero era evidente, que parecía haber madurado. Tal vez el matrimonio fuese algo que lo ayudara. Me contó que Asenath se había quedado en casa pues estaba muy atareada con el imponente montón de libros y objetos que habían traído desde Innsmouth -pronunció este nombre y se estremeció-y, además, se ocupaba personalmente de arreglar la casa y la finca de Crowninshield. 
Esa casa -que era la de Asenath- tenía un aspecto bastante desagradable, pero allí la joven había aprendido cosas sorprendentes a partir de ciertos objetos que se encontraban en ella. Con la ayuda de Asenath. Edward hacía grandes progresos en materia de conocimientos esotéricos. Algunos experimentos que le enseñaba la joven eran ciertamente drásticos -tanto que Edward nunca se animó a detallármelos-, pero no tenía dudas sobre las intenciones de su esposa. Los tres criados eran muy extraños. Dos de ellos eran incalculablemente ancianos y habían trabajado para el viejo Ephrairn; de tanto en tanto se referían a él y la madre de Asenath de un modo inexplicable. La tercera era una joven trigueña de rasgos deformes y que constantemente despedía olor a pescado.


III.


A partir de entonces fui viendo a Edward cada vez menos. Al principio pasaban hasta tres semanas sin que sonaran en mi puerta los tres golpes familiares seguidos de los otros dos. Cuando me visitaba -o cuando muy excepcionalmente iba yo a su casa- era notorio su desinterés por conversar de los temas que hasta en entonces nos habían sido comunes. Se mostraba muy reservado para referirse a los estudios esotéricos que antes tan animadamente solía describir y discutir, y nunca mencionaba a su mujer. Esta se veía terriblemente envejecida desde el momento de la boda hasta el extremo que parecía ser la mayor de la pareja. La decisión se había tornado mucho más marcada en su rostro y una serie de detalles de por sí indescriptibles confluían para darle un aspecto decididamente repulsivo. Esa impresión caló tanto en mí mujer como en mí hijo, por lo que al cabo de poco tiempo dejamos de visitarlos, circunstancia que, según Edward -con su proverbial falta de tacto-, provocaba gran alivio en Asenath. De tanto en tanto, los Derby emprendían algún viaje; por lo general comunicaban que el destino era Europa, pero a veces Edward sugería lugares bastante más lóbregos.
Un año después del matrimonio, la gente rumoreaba acerca de los cambios experimentados por Edward. Sí bien la variación advertida era de orden fundamentalmente psicológicos, las habladurías no pasaban por alto ciertos otros datos de interés. Se decía que en algunas ocasiones Edward adoptaba conductas en absoluto compatibles con su naturaleza para nada robusta. Se decía, por ejemplo que, por más que antes de casarse no sabía conducir, ahora se le veía constantemente entrar y salir de Crowninshield manejando el poderoso Packard de Asenath e introducirse con una envidiable habilidad en el enmarañado tránsito ciudadano. En esos momentos, dejaba la impresión de estar regresando de algún sitio o de disponerse a emprender algún viaje, aunque nadie podía establecer ni el sitio de partida ni el de llegada; la gente sólo podía asegurar que la mayor parte de las veces se le veía transitar por el camino que lleva a lnnsmouth. 
Estos cambios no cayeron bien. Para la gente, ahora Edward se parecía mucho a su mujer y al viejo Ephraim, al menos en ciertas ocasiones. Otras veces lo veían regresar, muchas horas después de haber salido; con un aspecto ausente y negligentemente tirado sobre el asiento trasero del coche, que era conducido por un chófer especialmente contratado para tal efecto. Quienes le conocían de vieja data reparaban el acentuamiento de la pusilanimidad que desde siempre lo había acompañado. En tanto el rostro de Asenath mostraba un aceleradísimo envejecimiento, el de Edward denotaba una mayor inmadurez, excepto en los pocos momentos en que se teñía con esporádicas manchas de tristeza. Era difícil entenderlo. A esa altura, los Derby prácticamente no frecuentaban los ambientes de universitarios desprejuiciados, no tanto porque tales formas de vida los hubiesen hastiados, sino más bien debido a que los estudios e inclinaciones que absorbían su tiempo espantaban incluso a los más osados de aquellos estudiantes.
Durante el tercer año de su matrimonio, Edward comenzó a confiarme muy esporádicamente que sentía temor e insatisfacción. De vez en cuando dejaba caer la enigmática observación de que las cosas habían llegado demasiado lejos” y más a menudo se refería a una cierta necesidad de “recobrar la identidad”. Inicialmente no hice caso de tales manifestaciones, pero como él insistiera, con mucho tacto, me animé a hacerle preguntas, sobre todo porqué no podía apartar de la memoria lo que había oído a la hija de mi amigo sobre la capacidad de Asenath para dominar por hipnosis a sus compañeras de estudios, quienes sostenían que durante los trances sentían que habitaban otro cuerpo desde el que miraban al suyo propio en otro lugar de la habitación. Edward recibía mis inquisiciones con una mezcla de alarma y tranquilidad, pero llegado hasta cierto punto de la confesión, la cerraba prometiéndome que ya más adelante hablaríamos sin ninguna clase de obstáculos. 
Poco después falleció el padre del joven Derby y entonces no supe que llegaría el momento en que yo me alegraría de que hubiese abandonado este mundo en aquel momento. Edward se sintió lógicamente afectado por la pérdida, pero dentro de una modalidad que sólo cabría dominar normal. Desde su boda, sólo había visto a su padre unas pocas veces. Asenath se las había ingeniado para que concentrara en ella toda la necesidad de Edward de volcar en alguien los vínculos familiares. La gente comentaba que en realidad poco le había importado la muerte del padre y asociaban la pérdida del afecto filial al aumento de la petulancia que ostentaba sentado ante el volante del auto. Mi amigo sintió una profunda necesidad de mudarse a la vieja casa familiar, pero no pudo convencer a Asenath; quien manifestó obstinadamente sentirse muy a gusto donde estaba.
Los Derby conservaban apenas una amistad, una mujer que también era amiga de mi esposa. Cierta vez le confió que en ocasión de llegar hasta más allá del final de High Street para hacer una visita a los Derby, fue sorprendida al llegar por una de aquellas raudas y ostentas salidas de Edward frente al volante. Se acercó a la puerta tocó el timbre y acudió la horrible criada para anunciarle que Asenath tampoco se encontraba en la casa. Mientras se retiraba, pudo ver el interior de la casa y junto a la biblioteca de Edward alcanzó a divisar fugazmente un rostro con una indecible expresión de dolor y desesperanza. En principio lo confundió con el de Asenath, pese a lo que habitualmente mostraban los rasgos de la mujer de Edward, pero más tarde la amiga de mi esposa no tuvo dudas de que los ojos de aquel rostro eran sin duda alguna los tristes y melancólicos del propio Edward. 
Mi amigo aumentó la frecuencia de las visitas y ciertas veces consiguió explayarse sobre algunas de sus enigmáticas afirmaciones. Lo que dijo en esas raras ocasiones no es de fácil credibilidad ni siquiera en Arkham pero la lógica con que volcó entonces las cuestiones esotéricas que lo preocupaban, amenazaban con perturbar el equilibrio mental del espectador más sensato. Se refería a siniestras reuniones en lugares apartados, a fantásticas ruinas en el corazón de Maine, bajo las que se encontraban infinitas escaleras que conducían a abismos indescriptibles, a peculiares ángulos que permitían ingresar a otras dimensiones del tiempo y el espacio, a transmutaciones de la personalidad, a otros mundos, a otros espacios y otros tiempos.
Para afirmar su discurso, de tanto en tanto me aportaba objetos que me producían una total perplejidad. Eran objetos de extraños colores y texturas, con curvas o planos que escandalizarían a cualquier geometría conocida. Ante mi curiosidad, sólo se limitaba a informarme que procedían del exterior y que Asenath era quien sabía cómo conseguirlos. Con voz cargada de temor, solía mencionar al viejo Ephraim Waite, a quien sólo había visto un par de veces en la biblioteca de la Universidad; su miedo giraba en torno a la duda sobre si el viejo se encontraba realmente muerto, en sentido físico y también espiritual. 
En determinados momentos interrumpía abruptamente su relato quedando todo él como suspendido en el vacío. Entonces no podía dejar de pensar que la interrupción era obra de Asenath, quien molesta por lo que mi amigo me confesaba, desde la distancia, por algún procedimiento, extraordinario, lo dejaba sin habla. Y, efectivamente, algo debió haber sospechado, puesto que poco después sus palabras y miradas hacia mí estaban inequívocamente cargadas de una terrible ferocidad Derby también comenzó a tener enormes dificultades para llegar hasta mi casa: aunque declarase ir a otro lugar, al encaminarse hacia casa, una fuerza inexplicable lo paralizaba o su mente quedaba en blanco sin poder discernir ya adonde se dirigía. Sólo llegaba hasta mi casa cuando Asenath se hallaba lejos, “lejos dentro de su propio cuerpo”, como llegó a decir cierta vez. Pero ella siempre terminaba enterándose de los movimientos de Edward, porque para eso tenía a los criados que vigilaban celosamente los desplazamientos de su marido. Lo cual demuestra que nunca consideró necesario adoptar medidas más contundentes para cortar de cuajo nuestra relación.



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