lunes, 6 de abril de 2020

RELATO: "Hombres de las sombras", Robert E. Howard (BRAN MAK MORN)


Ilustración por Gary Gianni



Hombres de las sombras


Robert E. Howard




Desde el rojo amanecer difuso de la Creación,
Desde las brumas de una era atemporal,
Llegamos nosotros, la primera gran nación,
Los primeros en evolucionar.

Salvajes, iletrados e ignorantes,
En la primitiva noche avanzamos a tientas,
Mas aferramos con tesón algo brillante,
El atisbo de una luz venidera.

Por tierras ignotas viajamos,
Navegamos por mares desconocidos,
Los misterios del mundo aclaramos,
Y nuestros túmulos de piedra erigimos.

Agarramos vagamente la Gloria,
Más allá de nuestro seso escrutamos.
Mudamente, las eras y su historia.
Sobre planicies y marismas reflejamos.

Ved pues, el Fuego Perdido y sus rescoldos
Aunque uno somos, con los eones y su moho.
Naciones enteras se apoyaron en nuestros hombros
Pisoteándonos en el lodo.

Nosotros, la primera de las razas
Que enlazamos lo Antiguo y lo Nuevo…
Observad, allí, donde las nubes blancas
Se entremezclan con el azul del océano.

Así, con las Eras, nosotros nos mezclamos,
Y el viento del mundo barrió nuestras cenizas,
De las páginas del Tiempo borrándonos.
¿Nuestro recuerdo? No es sino viento en las brasas.

Stonehenge, con su olvidada gloria,
Sombría y solitaria en la noche,
Murmura sobre nuestra ancestral historia
Sobre cómo encendimos la primera Luz

Habla, viento nocturno, sobre el hombre y su creación,
Susurrando entre el pantano y la ladera,
Cuenta la historia de la primera gran nación,
De los últimos hombres de la Edad de Piedra.
  



  Las espadas entrechocaron con un clangor deslizante.
  —¡Ailla! ¡A-a-ailla! —se elevó un clamor, procedente de un centenar de gargantas salvajes.
  Cayeron sobre nosotros por doquier, un centenar contra treinta. Aguantamos espalda contra espalda, alzando los escudos y con nuestros aceros en guardia. Nuestras espadas estaban teñidas de sangre, pero también lo estaban nuestros yelmos y petos de acero. Esa era la ventaja que poseíamos: nosotros llevábamos armadura y ellos no. Pero se arrojaban contra nosotros desnudos, con un valor tan fiero como si estuvieran recubiertos de acero.
  Entonces, por un momento, se mantuvieron a cierta distancia, musitando improperios, mientras la sangre que les cubría el cuerpo trazaba extraños patrones sobre sus pieles teñidas de esencia de brezo.
  ¡Treinta hombres! Solo treinta quedaban ya de la tropa de quinientos que, con tanta arrogancia, había partido desde el Muro de Adriano. ¡Por Zeus, menudo plan! Quinientos hombres para abrirse camino por esas tierras que rebosaban de bárbaros salidos de otra era. Marchando de día sobre montañas cubiertas de brezo, nos abrimos camino a través de las hordas sedientas de sangre, y acampando por la noche en campamentos cercados, con seres rugientes y farfullantes que se deslizaban por entre los centinelas para matar con dagas silenciosas. Batallas, derramamiento de sangre, matanzas.
  Y todo para que, al emperador, en su fino palacio, poblado de nobles y cortesanas, le llegara el recado de que una nueva expedición había desaparecido en las brumosas montañas del místico norte.
  Observé a los hombres que eran mis camaradas. Eran romanos de Latinia, y ciudadanos nacidos en colonias romanas. Había bretones, germanos e incluso hibernios de cabellos llameantes. Miré a los lobos con forma humana que nos rodeaban. Hombres de poca estatura, casi enanos, velludos, encorvados sobre sus largos miembros, con brazos poderosos y grandes matas de cabello áspero que descendían sobre sus frentes, que se inclinaban como las de los simios. Pequeños ojos negros que jamás parpadeaban, y que brillaban con malevolencia, como los de las serpientes. Apenas llevaban ropa alguna, aunque sí pequeños escudos redondos, largas lanzas y espadas cortas con filos de forma ahusada. Aunque pocos de ellos superaban el metro y medio de estatura, sus hombros, increíblemente anchos, denotaban una fuerza tremenda. Y eran veloces cual felinos.
  Atacaron en tropel. Las espadas cortas de los salvajes entrechocaron con las cortas espadas romanas. Fue una lucha a muy corta distancia, pues los salvajes estaban mejor adaptados para tales combates, y los romanos entrenaban a sus soldados en el uso del acero corto. Allí, el escudo romano suponía una desventaja, pues era demasiado pesado para manejarse con rapidez, y los salvajes se agachaban, sajando hacia arriba.
  Aguantamos espalda contra espalda y, cuando caía un hombre, volvíamos a cerrar filas. Pero seguían presionando, hasta que sus rostros crispados se pegaron a los nuestros y pudimos oler su aliento bestial.
  Mantuvimos la formación, como hombres de acero. El brezo, las colinas, el tiempo mismo desapareció. Los hombres cesaron de ser hombres y se convirtieron en meros autómatas de combate. La bruma de la batalla borró mente y alma. Finta, estocada. Una hoja rompiéndose en un escudo; un rostro bestial aullando a través de la niebla de la batalla. ¡Golpea! El rostro se desvaneció pero otro igualmente bestial ocupó su lugar.
  Mis años de cultura romana se desvanecieron como la bruma marina al salir el sol. Volvía a ser un salvaje, un hombre primitivo del bosque y el mar. Un hombre primigenio enfrentándose a una tribu de otra era, feroz en su odio tribal, fiero por la sed de matanza. ¡Cómo maldije la escasa longitud de la espada romana que blandía! Una lanza se estrelló contra la coraza de mi pecho; una espada se rompió en la cimera de mi casco, derribándome al suelo. Me alcé vacilante, matando, de una feroz estocada hacia arriba, al hombre que me había golpeado. Entonces me detuve en seco, con la espada alzada. El silencio reinaba sobre los brezales. Ningún enemigo se alzaba ante mí. Yacían en un grupo silencioso y ensangrentado, aferrando aún sus espadas, los rostros acuchillados y desgarrados congelados todavía en gruñidos de odio. Y de los treinta que se habían enfrentado a ellos, solo quedábamos cinco. Dos romanos, un britano, el irlandés y yo. La espada y la armadura romanas habían triunfado, y por increíble que pareciera, habíamos acabado casi con cuatro veces nuestro número de enemigos.
  Solo quedaba una cosa que pudiéramos hacer. Abrirnos camino de vuelta por la senda que habíamos tomado a la ida, intentando cruzar innumerables leguas de tierra indómita. A cada lado se alzaban grandes montañas. La nieve coronaba sus cimas, y el país no era cálido. No teníamos ni idea de cuán lejos al norte nos hallábamos. La marcha no era sino un recuerdo borroso en cuyas nieblas escarlata los días y las noches se borraban en un rojo paisaje. Todo cuanto sabíamos era que unos días antes, los restos del ejército romano habían sido dispersados entre las cumbres por una terrible tempestad, sobre cuyas potentes alas los salvajes nos habían asaltado en hordas. Los cuernos de guerra habían sonado a través de valles y barrancos durante días, y el medio centenar de nosotros que se había mantenido, había luchado a cada paso del camino, acosado por enemigos aullantes que parecían surgir en enjambres de la atmósfera tenue. Ahora reinaba el silencio, y no había señal alguna de los indígenas. Nos dirigimos hacia el sur, como animales que estuvieran siendo cazados.
  Pero antes de que partiéramos, descubrí en el campo de batalla algo que me llenó de un fiero júbilo. Uno de los indígenas aferraba en su mano una gran espada larga, de dos manos. ¡Una espada nórdica, por la mano de Thor! Ignoro cómo había podido conseguirla aquel salvaje. Posiblemente, algún vikingo de cabello rubio se había lanzado contra ellos, con un canto de batalla en sus labios barbudos mientras hacía un molinete con su espada. Pero al menos la espada estaba allí.
  Tan ferozmente había agarrado el salvaje la empuñadura que me vi obligado a cortarle la mano para conseguir la espada.
  Con ella en mis manos me sentí más osado. Las espadas cortas y los escudos pueden bastar para hombres de estatura media, pero eran armas débiles para un guerrero que sobrepasaba el metro noventa.
  Avanzamos por las montañas, surcando sendas estrechas y escalando empinados precipicios. Nos arrastramos cual insectos por la cara de un precipicio que ascendía hasta el cielo, de tan gigantescas proporciones que parecía empequeñecer a los hombres hasta la simple nada. Trepamos por su cresta, casi aplastados por el fuerte viento de montaña que rugía con las voces de los gigantes. Y allí les encontramos esperándonos. El britano cayó atravesado por una lanza; se alzó vacilante, agarró al hombre que la había lanzado y, juntos, se precipitaron por el abismo, para caer más de trescientos metros. Un breve y salvaje torbellino de furia, un remolino de espadas, y la batalla hubo terminado. Cuatro nativos yacían inmóviles a nuestros pies, y uno de los romanos se acurrucaba, intentando detener la sangre que brotaba del muñón de su brazo cercenado.
  Arrojamos al abismo a los que habíamos matado, y vendamos el brazo del romano con tiras de cuero, atándolas bien tensas, para que el brazo dejara de sangrar. Después, una vez más, emprendimos el camino.
  Avanzamos sin cesar, las lomas de los precipicios giraban a nuestro alrededor. El sol se alzaba sobre las somnolientas cumbres y descendía hacia el oeste. Entonces, cuando nos encontrábamos agachados sobre un barranco, ocultos tras grandes tocones de rocas, una banda de nativos pasó por debajo de nosotros, caminando por una estrecha senda que sorteaba precipicios y atravesaba los hombros de la montaña. Y, cuando pasaban bajo nosotros, el irlandés profirió un salvaje alarido de júbilo y saltó hacia ellos. Con aullidos propios de lobos, se abalanzaron sobre él, y el cabello rojo de nuestro compañero relucía entre las negras pelambres. El primero en llegar junto a él se desplomó con la cabeza hendida y el segundo aulló cuando su brazo le fue seccionado del hombro. Con un salvaje grito de batalla, el irlandés clavó su espada en un torso velludo, la sacó y cortó una cabeza. Entonces cayeron sobre él como lobos acosando a un león y, un instante después, levantaron su cabeza, clavada en una lanza. Su semblante parecía mostrar aún el júbilo de la batalla.
  Siguieron entonces su camino, sin sospechar de nuestra presencia y, una vez más, seguimos avanzando. Cayó la noche y la luna se alzó, iluminando los picos como si fueran vagos espectros, arrojando extrañas sombras entre los valles. Al proseguir nuestro avance encontramos rastros de la marcha y la retirada. Allí yacía un romano, a los pies de un precipicio, una figura aplastada, atravesada quizás por una larga lanza; más allá, un cadáver decapitado y acá una cabeza sin cuerpo. Los yelmos reducidos a añicos, las espadas rotas… todo ello narraba un mudo relato de feroces batallas.
  Avanzamos a trompicones a través de la noche, deteniéndonos solo al alba, momento en que nos ocultábamos por entre los tocones, de los que únicamente nos aventurábamos a salir al caer la noche. Varios grupos de nativos pasaron cerca, pero seguimos sin ser descubiertos, aunque en ocasiones pasaron al alcance de nuestras manos.
  Rompía el alba cuando llegamos a una tierra diferente, una tierra que no era más que una gran meseta. Se alzaban montañas a cada lado, salvo al sur, donde el nivel del terreno parecía extenderse hasta la lejanía. Por ello pensé que habíamos dejado atrás las montañas, emergiendo a los pies de la cordillera, que se extendían hasta mezclarse con las fértiles llanuras del sur.
  De modo que, al llegar junto a un lago, nos detuvimos. No había rastro de enemigos ni tampoco humo en el cielo. Pero mientras nos encontrábamos allí, el romano al que solo le quedaba un brazo respingó hacia delante, profiriendo un sonido de angustia mientras una lanza le atravesaba el cuerpo.
  Escrutamos el lago. No había bote alguno en su superficie. Ningún enemigo asomó por entre los juncos que bordeaban la orilla. Nos giramos y contemplamos los brezales. Y, sin sonido alguno, el otro romano, a mi lado, sufrió una sacudida y se desplomó hacia delante, con una lanza corta clavada entre sus hombros.
  Entonces mi frenética espada hendió ese rostro peludo, desviando justo a tiempo la lanza que saltaba hacia mi pecho.
  Me puse en guardia, blandiendo mi espada, y escruté las laderas silenciosas en busca de un enemigo. El brezo se extendía desnudo de montaña a montaña y en ninguna parte crecía lo suficientemente alto como para ocultar a un hombre, ni siquiera a un caledonio. Ninguna ondulación movía el lago… ¿qué había causado que aquel junco se balanceara, cuando los demás estaban inmóviles? Me incliné hacia delante, observando el agua. Al lado del junco, una burbuja subió a la superficie. Me incliné más cerca, preguntándome si… ¡y un rostro bestial me lanzó una mirada lenta, justo debajo de la superficie del lago! Mi asombro duró un instante… Entonces mi frenética espada hendió ese rostro peludo, desviando justo a tiempo la lanza que saltaba hacia mi pecho. Las aguas del lago hirvieron de agitación, y en ese momento flotó a la superficie la forma del salvaje, con el manojo de lanzas sujeto aún a su cinturón, y su mano simiesca agarrando aún la caña hueca a través de la cual había respirado. Entonces supe por qué tantos romanos habían sido extrañamente asesinados junto a las orillas de los lagos.
  Tiré mi escudo, descarté todos los objetos salvo mi espada, puñal y armadura. Una cierta exaltación feroz se apoderó de mí. Yo era un hombre, en mitad de una tierra salvaje, rodeado de un pueblo salvaje que tenía sed de mi sangre. ¡Por Thor y Woden, que les enseñaría cómo moría un norteño! A cada momento que pasaba, olvidaba más la cultura romana. Todos los restos de mi educación, de mi civilización se me escapaban, dejando solo al hombre primitivo, solo al alma primordial, con feroces garras ensangrentadas.
    Una lenta y profunda rabia comenzó a crecer en mí, junto con un gran desprecio nórdico hacia mis enemigos. Estaba a punto de volverme berserk. Thor sabe que había luchado en abundancia a lo largo de aquella marcha y a lo largo de la retirada, pero el alma de los nórdicos que se agitaba en mi interior, alcanzaba unas profundidades místicas más hondas que el Mar del Norte. Yo no era romano. Yo era nórdico, un bárbaro de pecho velludo y barba. Y caminé a través del brezal con tanta arrogancia como si pisara la cubierta de mi propia galera. ¿Qué eran para mí los pictos? Unos enanos atrofiados cuyo tiempo había pasado. Era extraño, pues un odio terrible comenzó a consumirme. Y sin embargo, no tan extraño, pues cuanto más me zambullía en el salvajismo, más primitivos eran mis impulsos, y más ardiente ardía mi intolerante odio hacia el extranjero, ese primer impulso del guerrero primitivo. Pero había una razón más profunda y más siniestra en el fondo de mi mente, aunque yo no lo sabía. Pues los pictos eran hombres de otra época, en verdad, los últimos de los pueblos de la Edad de Piedra, a quienes los celtas y los nórdicos ya habían expulsado antes, cuando descendieron del Norte. Y en algún lugar de mi mente se escondía el nebuloso recuerdo de una guerra feroz y despiadada, emprendida en una época más oscura.
  Había un cierto temor, también, no por sus cualidades de combate, sino por la brujería que todos los pueblos creían firmemente que poseían los pictos. Había visto sus cromlechs por toda Gran Bretaña, y había visto la gran muralla que habían construido no lejos de Corinium. Yo sabía que los druidas celtas los odiaban con un odio que sorprendía, incluso en los sacerdotes. Ni siquiera los druidas podían saber o se atreverían a revelar cómo los hombres de la Edad de Piedra erigieron esas inmensas barreras de rocas, o por qué razón, y la mente del hombre común recaía en esa explicación que ha servido durante tantas edades… la brujería. Más aún, los propios pictos creían firmemente que eran brujos y tal vez eso tenía algo que ver con ello.
  Comencé a preguntarme por qué se había enviado a quinientos hombres para aquella salvaje incursión. Algunos habían dicho que para apoderarse de un cierto sacerdote picto, otros que buscábamos noticias del jefe picto, un tal Bran Mak Morn. Pero nadie lo sabía excepto el oficial al mando y su cabeza cabalgaba ahora sobre una lanza picta, en algún lugar en ese mar de montaña y brezo. Ojalá pudiera conocer al mismísimo Bran Mak Morn. Se decía de él que era inigualable en la batalla, ya fuera solo o con su ejército. Pero nunca habíamos visto a un guerrero que parecía estar al mando tanto como para justificar la idea de que fuera el jefe. Pues los salvajes luchaban como lobos, aunque poseyeran una cierta disciplina tosca.
  Tal vez podría encontrarme con él, y si él era tan valiente como decían, seguramente se enfrentaría a mí.
  Ya no soportaba seguir ocultándome. Ya no, de modo que entoné una fiera canción mientras marchaba, marcando el ritmo con mi espada. Que los pictos se lanzaran contra mí, si se atrevían. Estaba listo para morir como un guerrero.
  Había avanzado muchos kilómetros cuando rodeé una colina baja y me encontré con cientos de ellos, completamente armados. Si esperaban que diera media vuelta y huyera, estaban muy equivocados. Caminé a su encuentro, sin alterar mi marcha, ni tampoco mi canción. Uno de ellos cargó para enfrentarse a mí, cabeza abajo, con su lanza por delante y le recibí con un golpe hacia abajo que lo hendió desde el hombro izquierdo a la cadera derecha. Otro atacó desde un lateral, intentando golpearme en la cabeza, pero me agaché para que la lanza se balanceara sobre mi hombro y le destripé mientras volvía a erguirme. Entonces se me acercaron todos, y despejé un gran espacio, llevando a cabo, con ambas manos, un molinete de mi espada norteña y le di la espalda a la parte más empinada de la montaña, lo bastante cerca como para evitar que pudieran atacarme por detrás, pero no tanto como para impedirme blandir mi espada. Aunque malgastaba fuerza y movilidad con aquellos tajos de arriba abajo, lo compensaba más que de sobra con el aplastante poder de mis mandobles. No tenía necesidad de golpear dos veces a ningún enemigo. Un salvaje oscuro y barbudo surgió a mi espada, agachándose y apuñalando hacia arriba. La hoja de la espada se desvió sobre mi peto de acero y le dejé sin sentido con un golpe hacia abajo de la empuñadura de mi espada. Me rodeaban como lobos, tratando de alcanzarme con sus espadas más cortas, y dos de ellos cayeron con las cabezas hendidas mientras trataban de acorralarme. Entonces uno, alzándose sobre los hombros de los demás, me clavó una lanza en el muslo y, con un rugido de furia, le golpeé salvajemente, ensartándole como a una rata. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, una espada me golpeó en el brazo derecho y otra se rompió contra mi casco. Me tambaleé, giré violentamente para despejar un espacio y una lanza atravesó mi hombro derecho. Me balanceé, caí al suelo y volví a levantarme. Con un terrible empujón de mis hombros, rechacé a mis enemigos, que me atacaban con garras y puñaladas y luego, sintiendo que mis fuerzas comenzaban a abandonarme junto con mi sangre, proferí un rugido de león y salté entre ellos, claramente berserk. Me arrojé hasta lo más profundo de sus filas, golpeando a diestro y siniestro, dependiendo solo de mi armadura para que me protegiera de los aceros que intentaban clavarme. Esa batalla es un recuerdo carmesí. Me desplomé, volví a levantarme, caí de nuevo, me alcé una vez más, con el brazo derecho inerte, y la espada agitándose en mi mano izquierda. La cabeza de un hombre salió despedida de sus hombros, cercené un brazo a la altura del codo, y entonces me desplomé en el suelo, luchando en vano por levantar la espada que colgaba de mi debilitada mano.
  Una docena de lanzas se posaron en mi pecho en un instante, pero entonces alguien apartó de nuevo a los guerreros, y habló una voz, que parecía la de un jefe:
  —¡Deteneos! Este hombre debe ser perdonado.
  Vagamente, como a través de una niebla, vi un rostro delgado y oscuro, mientras me incorporaba para mirar al hombre que así había hablado.
  Contemplé a un hombre delgado, de cabello oscuro, cuya cabeza apenas me llegaba al hombro, pero que parecía tan ágil y fuerte como un leopardo. Iba escasamente vestido, con prendas ajustadas y su única arma era una espada larga y recta. No se parecía a los demás pictos, en cuanto a rasgos y figura, más de lo que yo mismo podría parecerme a ellos, y, sin embargo flotaba sobre él una especie de parentesco aparente con ellos.
  Todas esas cosas las noté vagamente, pues apenas era capaz de mantenerme en pie.
  —Te he visto —dije, todavía muy desorientado—. Te he visto con frecuencia y, a menudo, en la vanguardia de la batalla. Siempre llevabas a los pictos a la carga, mientras tus jefes se alejaban del campo de batalla. ¿Quién eres tú?
  Entonces los guerreros, el mundo e, incluso, el cielo se desvanecieron y me desplomé sobre los brezales.
  Escuché vagamente que el extraño guerrero decía:
  —Restañad sus heridas y dadle de comer y beber —yo había aprendido su idioma de los pictos que venían a comerciar en el Muro.
  Me di cuenta de que hacían lo que el guerrero les había pedido y, poco después, recuperé el sentido, tras haber bebido una gran cantidad del vino que los pictos destilan a partir del brezo. Entonces, exhausto, me acosté en el brezo y dormí sin que me importara en absoluto estar rodeado de los hombres más salvajes del mundo.
  Cuando desperté, la luna estaba alta en el cielo. Mis armas habían desaparecido, así como mi casco, y varios pictos armados me vigilaban. Cuando vieron que estaba despierto, me hicieron señas para que los siguiera y caminamos a través del brezal. Llegamos a una colina alta y desnuda, con un fuego brillando sobre su cima. En una roca, junto al fuego, estaba sentado el extraño y oscuro jefe, y a su alrededor, como espíritus del Mundo Oscuro, había sentados numerosos guerreros pictos, formando un círculo silencioso.
    Me llevaron ante el jefe, si es que eso era, y me quedé allí, mirándole sin desafío ni temor. Y sentí que allí había un hombre diferente a todos cuantos había visto. Fui consciente de una cierta Fuerza, una cierta Potencia invisible que irradiaba de aquel hombre, y que parecía diferenciarlo de los hombres comunes. Era como si desde las alturas del autocontrol, observara a los hombres, meditabundo, inescrutable, lleno del conocimiento de las edades, sombrío, con la sabiduría de los siglos. Permanecía sentado, con la barbilla apoyada en la mano, y con sus ojos oscuros e insondables, clavados en mí.
  —¿Quién eres?
  —Un ciudadano romano.
  —Un soldado romano. Uno de los lobos que han desgarrado el mundo desde hace demasiados siglos.
  Entre los guerreros discurrió un murmullo que se deslizó como el susurro del viento nocturno, siniestro como el brillo de las fauces de un lobo.
  —Hay muchos a los que mi pueblo odia aún más que a los propios romanos —dijo—. Pero desde luego, tú eres un romano. Y, aún así, me parece que tu tamaño es mucho mayor que el de los otros romanos que conozco. Y tu barba… ¿qué la ha vuelto amarilla?
  Al escuchar aquel tono sarcástico, eché hacia atrás mi cabeza y, aunque mi carne se estremeció al pensar en las espadas que se alzarían a mi espalda, repliqué con orgullo:
  —Soy norteño de nacimiento.
  Un salvaje alarido sediento de sangre se elevó de la agazapada horda y, en un instante, se lanzaron hacia delante. Un simple movimiento de la mano del jefe les hizo retroceder, con los ojos relucientes. Tampoco los ojos del jefe se habían apartado un instante de mi rostro.
  —Los de mi tribu son unos necios —dijo—, pues odian a los norteños mucho más aún que a los romanos. Pues los norteños asolaron nuestras costas sin cesar. Pero es a Roma a la que deberían odiar.
  —¡Pero tú no eres picto!
  —Soy un mediterráneo.
  —¿De Caledonia?
  —Del mundo.
  —¿Quién eres?
  —Soy Bran Mak Morn.
  Y sentí que aquel jefe era un hombre diferente a todos cuantos había visto.
  —¡Qué! —Había esperado una monstruosidad, un horrible gigante deformado, un feroz enano con una complexión similar a la del resto de su raza—. Tú no eres como estos otros.
  —Soy como era la raza —replicó—. El linaje de los jefes ha mantenido pura su sangre a lo largo de las eras, recorriendo el mundo en busca de mujeres de la Antigua Raza.
  —¿Por qué los de tu raza odian a todos los hombres? —pregunté con curiosidad—. Vuestra ferocidad es bien conocida entre todas las naciones.
  ¿Por qué no deberíamos odiarles? —Sus ojos oscuros se iluminaron con un repentino destello de ferocidad—. Pisoteados por cada tribu errante, expulsados de nuestras tierras fértiles, a los lugares más inhóspitos del mundo, deformados en cuerpo y mente. Mírame. Yo soy como era antaño mi raza. Ahora mira a tu alrededor. Una raza de hombres simiescos, nosotros, que éramos el tipo más elevado de ser humano, del cual el mundo se podía jactar.
 Me estremecí, a mi pesar, por el odio que vibraba en su voz profunda y resonante.
 Por entre las filas de los guerreros apareció una muchacha, que se colocó al lado del jefe y se recostó contra él. Se trataba de una joven menuda, esbelta y tímida, apenas mayor que una cría. El semblante de Mak Morn se suavizó un poco, mientras rodeaba con su brazo el esbelto cuerpo de la moza. Entonces, la mirada sombría regresó a sus ojos oscuros.
  —Esta es mi hermana, norteño —dijo—. Me han dicho que un rico mercader de Corinium ha ofrecido mil piezas de oro a todo aquel que se la traiga.
  Se me puso la carne de gallina, pues me pareció detectar una ligera nota siniestra en la modulada voz del caledonio. La luna se ocultó bajo el horizonte occidental, tiñendo el brezo con un tinte rojizo y haciendo que pareciera un mar de sangre bajo aquella luz espectral.
  La voz del jefe rompió el silencio.
  —El mercader envió a un espía más allá del Muro. Le envié de vuelta su cabeza.
  Me sobresalté. Había un hombre a mi lado. No le había visto venir. Era un hombre muy anciano, ataviado solo con un taparrabos. Una larga barba blanca le caía hasta la cintura y estaba tatuado desde la cabeza hasta los pies. Su rostro coriáceo estaba surcado de un millón de arrugas y su piel era escamosa como la de una serpiente. Bajo sus ralas cejas blancas, sus grandes ojos extraños relucían, como si contemplaran visiones sobrenaturales. Los guerreros se agitaron, inquietos. La muchacha se apretó contra los brazos de Mak Morn, como si tuviera miedo.
  —El Dios de la guerra cabalga en el viento de la noche —habló el brujo de repente, con una voz chillona y fantasmal—. Los cometas huelen la sangre. Extraños pies hollan las calzadas de Alba. Extraños remos baten en el Mar del Norte.
  —Préstanos tus artes, brujo —ordenó Mak Morn, imperioso.
  —Has desairado a los antiguos dioses, jefe —repuso el otro—. Los templos de la Serpiente están desiertos. El Dios Blanco de la Luna ya no se da festines de carne humana. Los Señores del Aire miran hacia abajo, desde sus bastiones, y no están complacidos. ¡Hai! ¡Haz! Dicen que hay un jefe que se ha apartado del camino.
  —Basta —la voz de Mak Morn era áspera—. El poder de la Serpiente está quebrado. Los neófitos no ofrecerán más sacrificios humanos a sus oscuras divinidades. Si he de alzar a la nación picta de la oscuridad de su salvajismo abismal, no toleraré oposición alguna de príncipe o sacerdote. Toma nota de mis palabras, brujo.
  El anciano alzó sus grandes ojos, con un brillo siniestro, y me miró a la cara.
  —Veo un salvaje de cabello amarillo —fue su sobrecogedor susurro—. Veo un cuerpo fuerte y una mente fuerte, en los que un jefe debería regodearse.
 Mak Morn dejó escapar una exclamación de impaciencia. La joven le rodeó con sus brazos, tímidamente, y le susurró al oído.
 —En los pictos quedan aún algunas características de humanidad y gentileza —dijo él, y noté la fiera autocrítica que había en su tono—. Esta niña me pide que te deje libre.
  Aunque lo dijo en lenguaje celta, los guerreros le entendieron y musitaron, descontentos.
  —¡No! —exclamó el brujo con violencia.
  Aquella oposición no hizo más que fortalecer la determinación del jefe. Se puso en pie.
  —Yo digo que el norteño se irá libre al nacer el alba.
  Le respondió un silencio de desaprobación.
    —¿Alguno de vosotros se atreverá a marchar hacia el brezo para enfrentarse conmigo en un duelo? —desafió.
  Escúchame, oh jefe —dijo el brujo—. He vivido ya más de cien años. He visto cómo jefes y conquistadores iban y venían. En los bosques, a media noche, he combatido contra la magia de los druidas. Largo tiempo llevas, hombre de la Antigua Raza, burlándote de mi poder, y por ello te desafío. Te desafío a un combate.
  Nadie dijo nada más. Los dos hombres avanzaron hasta la luz de la hoguera, que arrojaba un brillo insano a las sombras.
  —Si yo gano, la Serpiente regresará, el Gato salvaje volverá a cazar y tú serás mi esclavo para siempre. Si tú ganas, mis artes serán tuyas, y te serviré.
  Brujo y jefe se encararon uno contra el otro. Las llamaradas de la hoguera iluminaron sus rostros. Sus ojos se enfrentaron, colisionaron. Sí, el combate de miradas, y de las almas que había tras ellas, era tan evidente como si hubieran estado combatiendo con espadas. Los ojos del brujo se agrandaron y los del jefe se entrecerraron. Terroríficas fuerzas parecían emanar de cada uno; poderes invisibles combatían a su alrededor. Y fui vagamente consciente de que aquello no era sino otra fase más en aquella guerra que duraba eones. La batalla entre lo Antiguo y lo Nuevo. Tras el brujo acechaban milenios de oscuros secretos, siniestros misterios, aterradoras figuras nebulosas, monstruos medio escondidos en las brumas de la antigüedad. Junto al jefe, la luz fuerte y clara del día naciente, la primera chispa de la civilización, el sano vigor de un hombre nuevo con una nueva y poderosa misión. El brujo era un ejemplo de la Edad de Piedra; el jefe, la incipiente civilización. El destino de la raza picta, quizás, podría depender de ese combate.
  Ambos hombres parecían ser presas de un terrorífico esfuerzo. Las venas se hincharon en la frente del jefe. Los ojos de ambos relucieron, fulgurantes. Entonces, un jadeo emergió del brujo. Con un alarido, se tapó los ojos y se dejó caer al brezo, como un saco vacío.
  —¡Es suficiente! —jadeó—. Tú ganas, jefe. —Se levantó, tembloroso y sumiso.
  Las filas tensas y agachadas se relajaron, y se sentaron de nuevo en sus lugares, con los ojos fijos en su jefe. Mak Morn sacudió su cabeza como para despejarla. Se acercó a la roca, se sentó, y la muchacha le rodeó con sus brazos, murmurándole con voz suave y alegre.
  —La Espada de los pictos es veloz —murmuró el brujo—. El Brazo del picto es fuerte. ¡Hai! Dicen que un hombre poderoso se ha alzado de entre los hombres de poniente.
  »¡Contempla el antiguo Fuego de la Raza Perdida, Lobo del brezo! ¡Aai, mil! Dicen que un jefe se ha levantado para hacer avanzar a su raza.
  El hechicero se inclinó sobre las brasas del fuego que se había apagado, murmurando para sí.
  Agitando las brasas, murmurando bajo su blanca barba, medio zumbó, medio cantó un canto extraño, con poco sentido o rima, pero con una especie de ritmo salvaje, notablemente extraño y espectral.

  
Sobre lagos relucientes, los antiguos dioses sueñan;
Cruzando el brezo, los fantasmas marchan.
El viento de la noche canta; y una luna espectral
Sobre el borde del océano se empieza a deslizar.

De una cumbre a otra, las brujas gritando.
El lobo gris las alturas buscó.
Como un tahalí de oro, en el brezo ocultado
Centellea un errante fulgor.
  

  El anciano agitó las brasas, deteniéndose aquí y allá para arrojar sobre ellas algún objeto siniestro, acompasando sus movimientos con su canto.

  
Dioses del lago, dioses del brezo,
Demonios bestiales del pantano y el cieno;
Dios blanco que por la luna cabalga,
De mandíbula de Chacal y una voz insana;
Dios Serpiente cuya escamosa espiral
Aferra al Universo hasta el final;
Ved a los Sabios Invisibles tomando asiento;
Ved las hogueras del consejo, ardiendo.
Ved cómo agito los brillantes rescoldos,
Arrojando en ellos las crines de siete potros.
Siete potros de herraduras doradas,
De los rebaños del dios de Alba.
Ahora, uno y seis, en el número fijado,
Los palillos mágicos he dispuesto y colocado.
Madera perfumada de muy lejos traída,
Desde las tierras de la Estrella Matutina.
De ramas de sándalo ha sido tallada,
Y por los mares de Oriente, transportada.
Colmillo de serpiente marina, lanzo ahora,
Y las plumas del ala de una gaviota.
Y ahora el polvo mágico arrojo,
Los hombres son sombras, la vida un despojo.
Ahora, antes de arder, se arrastra una llama,
Ahora los humos se elevan, en una bruma.
Barrida por la ventisca de un océano lejano,
Resurge la historia del más remoto pasado.
  

  Dentro y fuera, entre las brasas se alzaban finísimas llamaradas rojas, ahora saltando en veloces torrentes de chispazos, ahora desapareciendo, ahora atrapando la yesca que se arrojaba sobre ellas, con un crujido seco que resonó en el silencio reinante. Los jirones de humo comenzaron a curvarse hacia arriba en una nube mezclada y brumosa.

  
Vagamente, reluce la luz estrellada,
Sobre el valle, la montaña y su brezal.
Los Antiguos Dioses observan desde la noche lejana,
Cosas de la Oscuridad galopando en el vendaval.
Ahora, al arder el fuego, mientras lo envuelven los humos,
Ahora que salta a una llama, mística y clara,
Escucha de nuevo (si no lo prohíben los dioses oscuros),
Escucha la historia de la más ignota raza.
  

  El humo flotó hacia arriba, girando alrededor del brujo; como a través de una densa niebla sus fieros ojos amarillos lo observaron. Su voz flotó, como si proviniera de espacios lejanos, con una extraña impresión incorpórea. Con una entonación extraña, como si la voz fuera, no solo una voz de la antigüedad, sino algo separado, algo aparte. Como si fueran las edades carentes de materia, y no la mente del mago, lo que hablara a través de él.
  Rara vez he visto un emplazamiento más salvaje que aquel. Por encima de mí, todo era oscuridad, sin apenas el menor brillo de estrellas, con los ondulantes tentáculos de la aurora boreal formando espeluznantes estandartes a través del desdeñoso cielo; sombrías laderas que se extendían hasta mezclarse en la penumbra, un tenue mar de silencioso brezo ondulante; y en medio de aquella desnuda colina solitaria, una horda medio humana se agazapaba, como sombríos espectros de otro mundo, con sus caras bestiales confundiéndose entre las sombras, teñidas ahora con sangre, mientras la luz del fuego giraba y parpadeaba. Y Bran Mak Morn, sentado como una estatua de bronce, con su rostro perfilándose en asombroso relieve por efecto de la luz de las llamas. Como el extraño rostro del brujo, con sus grandes y brillantes ojos amarillos y su larga barba blanca, como la nieve.
  —Una raza poderosa, los hombres del Mediterráneo —entonó el brujo.
  Con sus salvajes rostros iluminados, se inclinaron hacia delante. Y me encontré pensando que el brujo tenía razón. Ningún hombre podría civilizar a esos salvajes primitivos. Eran indomables, inconquistables. El espíritu de lo salvaje, de la Edad de Piedra moraba en su interior.
  —Más antigua que los picos nevados de Caledonia —prosiguió.
  Los guerreros se inclinaron hacia adelante, mostrando avidez y anticipación. Sentí que el relato los intrigaba, aunque sin duda lo habían oído cientos de veces, de cien jefes y ancianos.
  —Norteño —dijo entonces el brujo, rompiendo el ritmo de su discurso—, ¿qué hay más allá del Canal de Poniente?
  —Pues la Isla de Hibernia.
  —¿Y más allá?
  —Las islas que los celtas llaman Aran.
  —¿Y más allá?
  —Pues no lo sé. El conocimiento de los hombres se detiene allí. Ningún barco ha surcado esos mares. Los más instruidos lo denominan Thule. Lo desconocido, el reino de la ilusión, el borde del mundo.
  —¡Ja, ja! Ese poderoso océano occidental azota las costas de continentes desconocidos y de islas jamás soñadas.
  »Lejos, muy lejos, más allá de la vastedad agitada por las olas del Atlántico, existen dos grandes continentes, tan vastos que el menor de ellos haría pequeña a Europa. Sendas tierras gemelas, de una antigüedad inmensa; tierras de unas civilizaciones ancestrales, ya en ruinas. Tierras que hervían de tribus de hombres sabios en todas las artes, mientras que esta tierra a la que llamas Europa era aún un pantano atestado de reptiles, un bosque putrefacto, conocido solo por los simios.
  »Tan poderosos son estos continentes que recubrían casi el mundo entero, desde las nieves del norte hasta las del sur. Y más allá de ellos se extiende un gran océano, el Mar de las Aguas Silenciosas. Hay muchas islas en ese mar, y dichas islas fueron antaño los picos montañosos de una gran tierra… la tierra perdida de Lemuria.
  »Y esos continentes son gemelos, unidos por una estrecha franja de tierra. La costa oeste del continente más al norte, es fiera y escarpada. Enormes montañas se alzan hasta los cielos. Pero esos picos fueron islas en otro tiempo, y a esas islas llegó la Tribu sin Nombre, errando desde el norte, hace ya tantos miles de años que el hombre se cansaría de contarlos. La tribu había nacido a unas mil millas al norte y al oeste, allí, en las amplias y fértiles llanuras cerradas por los canales norteños, que dividen el continente al norte de Asia.
  —¡Asia! —exclamé, perplejo.
  El anciano alzó de golpe su cabeza, furioso y observándome de un modo salvaje. Luego prosiguió:
  —Allí, en la borrosa bruma de un pasado sin nombre, la tribu había evolucionado, de ser una cosa que se arrastraba de las aguas, a un homínido simiesco, y de dicho homínido hasta un hombre mono, y de allí a un hombre salvaje.
  »Y salvajes seguían siendo cuando descendieron hasta la costa, fieros y belicosos.
  »Eran diestros en la caza, pues habían vivido de ella desde hacía incontables siglos. Era hombres de complexión robusta, no muy altos, pero esbeltos y musculosos como leopardos, veloces y poderosos. Ninguna nación podía resistirles. Y fueron los Primeros Hombres.
  »Todavía se cubrían con las pieles de las bestias y sus herramientas de piedra estaba crudamente talladas. En las islas occidentales tomaron su morada, las islas que yacían riendo en un mar soleado. Y allí tuvieron su morada durante miles y miles de años. Durante siglos, en la costa occidental. Las islas del oeste eran islas maravillosas, bañadas en mares soleados, ricas y fértiles. Allí, la tribu dejó a un lado las armas de la guerra y aprendió las artes de la paz. Allí aprendieron a pulir sus implementos de piedra. Allí aprendieron a cultivar cereales y frutas, para cultivar el suelo; y estaban contentos y los dioses de la cosecha sonreían. Y aprendieron a hilar y a tejer y a construir chozas. Y llegaron a ser expertos en el trabajo de las pieles, y en la fabricación de cerámica.
  »Lejos al oeste, a través de las rugientes olas, se extendía la vasta y oscura tierra de Lemuria. Y de ella llegaron flotas de canoas con extraños invasores, los medio humanos Hombres del Mar. Quizás algún extraño monstruo marino los había engendrado, pues eran escamosos como un tiburón y podían nadar durante horas bajo el agua. La tribu les rechazó una y otra vez, pero seguían llegando, pues los renegados de la tribu huyeron a Lemuria. Hacia el este y el sur, el gran bosque se extendía hacia el horizonte, poblado de feroces bestias y de fieros hombres mono.
  »De manera que los siglos se deslizaron por las alas del Tiempo. La Tribu sin Nombre se fue haciendo cada vez más fuerte, más hábil en todas las artes; menos hábil en la guerra y la caza. Y lentamente, los lemurios comenzaron también a ascender.
  »Entonces, cierto día, un poderoso terremoto sacudió el mundo. El cielo se mezcló con el mar y la tierra serpenteó entre ambos. Con el trueno de los dioses en guerra, las islas del oeste se sumergieron y se levantaron del mar. Y he aquí, que ahora eran montañas en la nueva costa occidental del continente norte. Y he aquí que la tierra de Lemuria se hundió bajo las olas, dejando solo una gran isla montañosa, rodeada de muchas islas que habían sido sus cumbres más altas.
  »Y en la costa occidental, poderosos volcanes rugieron y bramaron y su llama abrasadora se extendió por la costa y barrió todos los rastros de la civilización que se estaba concibiendo. De ser un viñedo fértil, la tierra se convirtió en un desierto.
  »Hacia el este huyó la tribu, empujando a los simios delante de ellos, hasta que llegaron a las vastas y ricas llanuras que se extendían muy al este. Allí permanecieron durante siglos. Entonces, los grandes campos de hielo descendieron de los Árticos y la tribu huyó ante ellos. Después de aquello, siguieron mil años de vagabundeo.
  »Hacia abajo, por el continente meridional, huyeron, empujando siempre a los hombres bestia por delante de ellos. Y finalmente, en una gran guerra, los expulsaron por completo. Los que huían hacia el sur y, por medio de las islas pantanosas, que entonces se extendían por el mar, cruzaban a África, pasaban de allí hasta Europa, donde no había más hombres que los hombres-simios.
  »Entonces los lemurios, la Segunda Raza, llegaron a la tierra septentrional. Habían ascendido mucho en la escala evolutiva y eran una raza extraña y sombría; hombres de poca estatura, muy anchos, con ojos extraños como si hubieran contemplado mares desconocidos. Poco sabían del cultivo o del arte, pero poseían un conocimiento extraño de la arquitectura, curiosa, y gracias a la Tribu sin Nombre habían aprendido a hacer herramientas de obsidiana pulida, jade y argilita.
  »Y los grandes campos de hielo no cesaban su avance hacia el sur y la Tribu sin Nombre no cesaba jamás de retroceder ante ellos. No había hielo en el continente meridional, ni siquiera cerca de él, pero era una tierra húmeda y pantanosa, repleta de serpientes. Así que hicieron embarcaciones y navegaron a la costa de la Atlántida. Ahora, los atlantes eran la Tercera Raza. Eran hombres de un físico gigantesco, espléndidamente formados, que habitaban en cuevas y vivían de la caza. No tenían ninguna habilidad en artesanía, pero eran artistas. Cuando no estaban cazando o peleando entre ellos, pasaban su tiempo pintando y dibujando imágenes de hombres y bestias sobre las paredes de sus cavernas. Pero no podían igualar las habilidades de la Tribu sin Nombre, y fueron expulsados. También ellos se dirigieron a Europa, y allí guerrearon salvajemente con los hombres bestia que habían llegado antes que ellos.
  »Entonces hubo una guerra entre las tribus y los conquistadores expulsaron a los conquistados. Y entre ellos había un mago muy sabio y muy antiguo, y echó una maldición sobre la Atlántida, para que fuera una tierra desconocida por las tribus de los hombres. Ningún barco de la Atlántida podría arribar jamás a otra costa, ninguna vela extranjera podría llegar a contemplar las amplias playas de la Atlántida. Aquella tierra permanecería desconocida hasta que unos barcos con cabezas de serpientes vinieran desde los mares septentrionales y cuatro ejércitos pelearan en la Isla de las Nieblas Marinas, y un gran jefe se alzara entre los pueblos de la Tribu sin Nombre.
  »Así que viajaron a África, cruzando de isla en isla, y subieron la costa hasta que llegaron al Mar del Medio, el Mediterráneo, que yacía cual joya entre costas soleadas.
  »Allí permaneció la tribu durante siglos, y se hizo fuerte y poderosa, y de allí se extendieron por todo el mundo. Desde los desiertos africanos hasta los bosques del Báltico, desde el Nilo hasta los picos de Alba, fueron cultivando su grano, pastando su ganado, tejiendo su tela. Construyeron sus crannogs en los lagos Alpinos; erigieron sus templos de piedra en las llanuras de Gran Bretaña. Empujaron a los atlantes ante ellos, y atacaron a los pelirrojos hombres de los remos.
  »Entonces, del norte vinieron los celtas, llevando espadas y lanzas de bronce. Venían de las sombrías tierras de las Nieves Poderosas, desde las orillas del lejano Mar del Norte. Y ellos eran la Cuarta Raza. Los pictos huyeron frente a ellos, porque eran hombres poderosos, altos y fuertes, magros y de ojos grises, de cabellos rojizos. Celtas y pictos combatieron a lo largo de todo el mundo, y los celtas vencieron siempre. Pues en las largas épocas de paz, las tribus habían olvidado las artes de la guerra. Huyeron hasta los lugares olvidados del mundo.
  »Y así fue como huyeron los pictos de Alba; hacia el oeste y hacia el norte y allí se mezclaron con los gigantes pelirrojos que habían expulsado de las llanuras en épocas pasadas. No era tal la costumbre de los pictos, pero ¿de qué le sirve la tradición a una nación que se encuentra entre la espada y la pared?
  »De manera que pasaron las edades, la raza cambió. Aquel pueblo delgado y pequeño, de cabellos negros, al mezclarse con los enormes salvajes de pelo rojo, formaron una raza extraña y distorsionada; retorcido en el alma, así como en el cuerpo. Y se volvieron feroces y astutos en la guerra; pero olvidaron las viejas artes. Olvidaron el telar, el horno y el molino. Pero la línea de sus jefes permaneció inmaculada. Y a tal línea perteneces tú, Bran Mak Morn, Lobo del Brezo.
  Por un momento reinó el silencio; el silencioso círculo de hombres se agitaba aún ensoñadoramente, como escuchando el eco de la voz del brujo. El viento de la noche susurró. El fuego alcanzó la yesca y estalló repentinamente en vívidas llamas, alzando sus delgados brazos rojos para abrazar las sombras.
  La voz del brujo retomó su narración.
  —La gloria de la Tribu sin Nombre ha desaparecido; como la nieve que cae sobre el mar; como el humo que se alza en el aire. Mezclándose con eternidades pasadas. Desapareció la gloria de la Atlántida; se desvaneció el oscuro imperio de los lemurios. La gente de la Edad de Piedra se está derritiendo como escarcha al sol. De la noche vinimos y hacia la noche nos dirigimos. Todo son sombras. Somos una raza de la sombra. Nuestro día ha pasado. Los lobos vagan por los templos del Dios de la Luna. Las serpientes de agua se enroscan por entre nuestras ciudades sumergidas. El silencio se apodera de Lemuria; una maldición atormenta la Atlántida. Los salvajes de piel roja recorrieron las tierras occidentales, vagando por el valle del río de poniente, asaltando las murallas que los hombres de Lemuria habían alzado en adoración al Dios del Mar. Y en el sur, el imperio de los toltecas de Lemuria se desmorona. De modo que las primeras razas están expirando. Y los Hombres del Nuevo Amanecer se hacen poderosos.
  El anciano tomó un ascua del fuego y, con un movimiento increíblemente rápido, dibujó en el aire un círculo y un triángulo. Y, extrañamente, el símbolo místico pareció flotar en el aire, por un momento, como un anillo de fuego.
  —El círculo sin principio —dijo el brujo—. El círculo sin fin. La Serpiente con la cola en su boca, que abarca el Universo. Y los Tres Místicos. Principio, pasividad, fin. Creación, preservación, destrucción. Destrucción, preservación, creación. La Rana, el Huevo y la Serpiente. La Serpiente, el Huevo y la Rana. Y los Elementos: Fuego, Aire y Agua. Y el símbolo fálico. El dios del Fuego se ríe.
  Fui consciente de la intensidad feroz, casi salvaje, con que los pictos miraban al fuego. Las llamas saltaban y resplandecían. El humo aumentó y desapareció, y una extraña neblina amarilla tomó su lugar, algo que no era ni fuego, ni humo, ni niebla y, sin embargo, parecía una mezcla de los tres. El mundo y el cielo parecían fundirse con las llamas. Me convertí, no en un hombre, sino en un par de ojos incorpóreos.
  Entonces, en algún lugar de la niebla amarilla, empezaron a aparecer imágenes vagas, que se aproximaban y desaparecían. Sentí que el pasado se deslizaba por un paisaje sombrío. Había un campo de batalla y a un lado había muchos hombres como Bran Mak Morn, pero, a diferencia de él, parecían no estar acostumbrados a combatir. En el otro lado había una horda de hombres altos y delgados, armados con espadas y lanzas de bronce. ¡Los gaélicos!
  Entonces en otro campo, otra batalla estaba teniendo lugar y sentí que habían pasado cientos de años. Nuevamente los gaélicos se dedicaban a luchar con sus armas de bronce, pero esta vez fueron ellos los que sufrieron una derrota, ante una multitud de enormes guerreros de cabellos amarillos, armados también de bronce. La batalla marcó la llegada de los britanos, que le dieron su nombre a la isla de Britania.
  Luego, una serie de escenas vagas y fugaces, que pasaron demasiado rápido para poder distinguirlas. Daban la impresión de ser grandes hechos, acontecimientos poderosos, pero solo se mostraron como débiles sombras. Por un instante, apareció una cara borrosa. Se trataba de un rostro fuerte, con ojos grisáceos y bigotes amarillos que caían sobre labios finos. Sentí que era ese otro Bran, el Brennus céltico cuyas hordas galas habían saqueado Roma.
  Entonces, en su lugar, otro rostro se destacó con asombrosa audacia. El rostro de un joven, soberbio, arrogante, con una frente magnífica, pero con líneas de crueldad sensual sobre su boca. La cara de un semidiós y un degenerado.
  ¡César!
  Una playa sombría. Un bosque en penumbra; el estrépito de la batalla. Las legiones destrozando a las hordas de Caractacus.
  Luego, vaga y rápidamente, las sombras mostraron la pompa y la gloria de Roma. Sus legiones regresaban triunfantes, conduciendo ante ellos a cientos de cautivos encadenados. En los lujosos baños, en los banquetes y en sus orgías, se veía a los corpulentos senadores y nobles. Se mostraba a los afeminados mercaderes, perezosos y nobles, que descansaban en la lujuria en Ostia, en Massilia, en Aqua Sulae. Entonces, en abrupto contraste, las crecientes hordas del mundo exterior. Los nórdicos de ojos azules y de barba amarilla; las tribus germánicas de cuerpo inmenso; los indómitos salvajes de cabello llameante de Gales y Damnonia, y sus aliados, los pictos siluros. El pasado se había desvanecido. ¡Presente y futuro habían tomado su lugar!
  Entonces, un vago holocausto, en el que las naciones se movían y los ejércitos y los hombres cambiaban y desaparecían.
  —¡Roma cae! —de repente, la voz fervientemente exultante del mago rompió el silencio—. Los pies de los vándalos pisotean el Foro. Una horda salvaje marcha a lo largo de Via Appia. Los asaltantes de pelo amarillo violan a las vírgenes vestales. ¡Y Roma cae!
  Un feroz grito de triunfo ascendió volando hacia la noche.
  —Veo a Britania bajo el yugo de los invasores nórdicos. Veo a los pictos bajando de las montañas. Hay rapiña, fuego y guerra.
  En la bruma del fuego apareció el rostro de Bran Mak Morn.
  —¡Saludad a aquel que nos alzará! ¡Veo a la nación picta marchando hacia una nueva luz!

  
El lobo en las alturas
De la noche se burla;
La luz, lenta llegó
Al nuevo amanecer de una nación.
Sombrías hordas se están reuniendo
Del remoto pasado emergiendo.
Su fama perdurará
Avanzando sin cesar.
Sobre el valle y brezal
Tronará un vendaval
Portando consigo el relato
De un pueblo que se ha alzado.
¡El lobo y la cometa escaparán!
Pues brillante tu fama será.
  

  Desde el este llegó tenue un resplandor gris oscuro. Bajo aquella luz fantasmal, el rostro de Bran Mak Morn volvió a aparecer, bronceado, inexpresivo, inmóvil; sus ojos oscuros miraron fijamente al fuego, viendo allí sus poderosas ambiciones, sus sueños de imperio que se desvanecían en el humo.
  —Pues aquello que no pudimos mantener por la batalla, lo hemos mantenido con astucia durante años y siglos incontables. Pero las nuevas razas se alzan como una gran ola y las Antiguas ceden terreno. En las oscuras montañas de Galloway la nación dará su último golpe feroz. Y si Bran Mak Morn llegara a caer, así desaparecería el Fuego Perdido… para siempre. De los siglos, de los eones.
  Mientras hablaba, el fuego se reunió en una gran llama que saltó en lo alto del aire, y en el aire desapareció.
  Sobre las lejanas montañas de levante, flotó el brumoso amanecer.



Arte de Gary Gianni


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