viernes, 22 de julio de 2016

RELATO: "El templo de la abominación", Robert E. Howard y Richard Tierney (CORMAC MAC ART)





El templo de la abominación


Robert E. Howard


—Todo tranquilo, gruñó Wulfhere Hausakliufr. Veo el brillo de un edificio de piedra entre los árboles... ¡Por la sangre de Thor, Cormac! ¿Estás llevándonos a una trampa?
El alto gaélico sacudió su cabeza, con un gesto fruncido que oscurecía su faz siniestra y llena de cicatrices.
—Nunca he oído que hubiese un castillo en estas tierras, las tribus bretonas de los alrededores no construyen con piedra. Puede que sea una vieja ruina romana.
Wulfhere dudó, echando un vistazo atrás a las compactas filas de guerreros barbudos con yelmos de cuernos.
—Quizá sería mejor enviar un explorador.
Cormac Mac Art lanzó una carcajada.
—Alarico condujo a sus godos a través del Foro hace ochenta años, aunque vosotros los bárbaros aún os sobresaltáis al oír el nombre de Roma. No temas, no hay legiones en Bretaña. Creo que es un templo druida. No tenemos nada que temer de ellos, más aún si nos dirigimos contra sus enemigos naturales.
—Y la gente de Cedric aullará como lobos cuando les ataquemos desde el Oeste en lugar del Sur o el Este —dijo el Rompecráneos con una mueca—. Fue una astuta idea la tuya, Cormac, ocultar nuestro drakkar en la costa Oeste y atravesar Britania para caer sobre los Sajones. Pero también es una locura.
—Hay orden en mi locura, respondió el gaélico. Sé que hay pocos guerreros en los alrededores; la mayoría de los jefes se han ido a reunir con Arturo Pendragón para trazar un plan y aunar esfuerzos. Pendragón ¡Ha! No es más hijo de Uther de lo que eres tú. Uther era un loco de barba oscura, más romano que bretón y más galo que romano. Arturo es tan rubio como Eric, aquí presente. Y es un celta puro; un huérfano de una de las tribus salvajes del Oeste que nunca se doblegaron ante Roma. Fue Lancelot quien le metió en la cabeza esa idea de hacerse rey. De lo contrario no habría sido más que un jefe guerrero que habría vagado a lo largo de la frontera de su territorio.
—¿Se ha vuelto educado y caballeroso como lo eran los romanos?
—¿Arturo? ¡Ha! Uno de tus daneses sería una dama de la corte a su lado. Es un salvaje enloquecido por el ansia de matar que ama la batalla —Cormac torció el rostro ferozmente y se tocó las cicatrices.
—¡Por la sangre de los dioses, tiene una espada hambrienta! ¡Es poca la ganancia que los piratas de Erin hemos obtenido en sus costas!
—Me gustaría cruzar mi acero con él, murmuró Wulfhere —pasando el pulgar por el filo de su gran hacha—. ¿Qué hay de Lancelot?
—Un renegado galo-romano que ha hecho todo un arte de cortar gargantas. Alterna la lectura de Petronio con la intriga y la conspiración. Gawain es un bretón de pura cepa al igual que Arturo, pero tiene inclinaciones romanizadas. Te reirías al verle imitar a Lancelot; pero lucha como un demonio hambriento de sangre. Sin esos dos, Arturo no habría sido más que un vulgar jefe bandido. No sabe leer ni escribir.
—¿Y qué? —tronó el danés— Yo tampoco... Mira; ahí está el templo. —Habían penetrado en la alta espesura entre cuyas sombras se agazapaba el amplio y achaparrado edificio que parecía observarles obscenamente desde una inquisitiva fila de columnas.
—Este no puede ser un templo bretón —gruñó Wulfhere. Pensaba que eran en su mayoría de esa nueva débil secta llamada Cristianos.
—Los mestizos romano-britanos lo son —dijo Cormac—. Los celtas puros todavía adoran a los viejos dioses, como hacemos en Erin. ¡Por la sangre de los dioses, los gaélicos nunca seremos cristianos mientras un solo druida viva!
—¿Qué hacen esos cristianos? —preguntó Wulfhere con curiosidad.
—Se dice que devoran niños en sus ceremonias.
—Pero también se dice que los druidas queman hombres en jaulas de madera verde.
—¡Una mentira extendida por César y creída por los bobos! —bufó Cormac impaciente—. No me gustan especialmente los druidas, pero poseen la sabiduría de los elementos y las eras. Estos cristianos enseñan mansedumbre y a doblar la cerviz ante los golpes.
—¿Qué dices? —El gran vikingo estaba realmente sorprendido.— ¿Es realmente su credo el soportar golpes como esclavos?
—Sí. Devolver bien por mal y perdonar a sus ofensores.
El gigante meditó estas palabras durante un momento. —Eso no es credo, sino cobardía —decidió finalmente—. Estos cristianos están todos locos. Cormac, si reconoces a uno de esa clase, señálamelo y pondré a prueba su fe —alzó su hacha significativamente—. Por lo que dices —dijo—, esas son insidiosas y peligrosas enseñanzas que pueden extenderse como el hongo en el trigo y socavar la hombría de los hombres si no son aplastadas como una serpiente bajo la bota.
—Déjame tan sólo ver a uno de esos locos —dijo Cormac torvamente—, y comenzaré a aplastarle. Pero veamos el templo. Espera aquí; soy de la misma religión que estos bretones, si bien de una raza diferente. Estos druidas bendecirán nuestra incursión contra los sajones. Hay mucho de pantomima en ello, pero al menos su amistad es deseable.
El gaélico se adentró entre las columnas y desapareció. Hausakliufr se inclinó sobre su hacha; y le pareció que de dentro salía el eco de un resonar, como el entrechocar de cascos de una cabra contra un suelo de mármol.
—Este es un lugar maldito —susurró Osric Jarlsbane—. He creído ver una extraña cara observándonos desde lo alto de la columna hace un momento.
—Era una parra llena de hongos que había crecido y se había enroscado en ella —le contradijo Hrothar el Negro—. Mira como los hongos se alzan por todo el templo; cómo se enrosca y retuerce como almas atormentadas. Qué humana es su apariencia.
—Los dos estáis locos —terció Hakon hijo de Osric—. Lo que visteis fue una cabra; vi los cuernos que tenía en la cabeza.
—¡Por la sangre de Thor —espetó Wulfhere— callaos y escuchad! En el interior del templo había resonado el eco de un agudo e increíble grito; un repentino y demoníaco resonar, como de unos cascos fantásticos en baldosas de mármol; el silbar de una espada al salir de su vaina y un salvaje golpe. Wulfhere agarró su hacha y dio el primer paso para encabezar una carga hacia el pórtico.
Entonces de entre las columnas, en silencio y apresuradamente, salió Cormac Mac Art. Los ojos de Wulfhere se abrieron desmesuradamente y un ligero miedo se cernió sobre él, porque hasta ese momento nunca había visto temblar los nervios de acero del gaélico; el color había desaparecido de la faz de Cormac y sus ojos estaban desencajados como los de un hombre que hubiese mirado dentro de oscuros e insondables abismos. Su hoja estaba inundada de rojo.
—¿En el nombre de Thor, qué...? —gruñó Wulfhere, observando temerosamente el santuario cubierto de sombras.
Cormac se sacudió las gotas de sudor frío y se humedeció los labios.
—¡Por la sangre de los dioses —dijo—, nos hemos topado con una abominación, o si no es que estoy loco! De la oscuridad del interior salió repentinamente desplazándose a saltos y casi me tuvo en sus garras antes de que reuniese los reflejos necesarios para desenvainar y golpear. Saltaba y trotaba como una cabra, pero se puso a dos patas, y bajo la tenue luz no parecía muy diferente de un hombre.
—Te has vuelto loco —dijo Wulfhere secamente—; la mitología de los druidas no incluye a los sátiros.
—Bien —replicó Cormac rápidamente— esa cosa yace sobre las baldosas ahí dentro; sígueme y te demostraré si estoy loco. —Se giro y se dirigió a través de las columnas, y Wulfhere le siguió, con el hacha preparada y tras él, en fila, marchando con reticencia en orden cerrado, sus vikingos. Pasaron a través de las columnas, lisas y sin ornamentación de ninguna clase, y entraron en el templo. Aquí se encontraron en una amplia estancia flanqueada con bajos sillares de piedra negra; y éstos desde luego sí que estaban tallados. Una chata figura acechaba sobre cada uno, como si fuera un pedestal, pero bajo aquella tenue luz era imposible suponer qué tipo de seres representaban esas figuras, aunque había un horrendo atisbo de anormalidad en cada forma.
—Y bien —dijo Wulfhere con impaciencia—, ¿dónde está tu monstruo?
—Allí cayó —dijo Cormac, señalando con su espada, y... ¡por los Dioses Negros! Sobre las baldosas no había nada.
—Niebla lunar y locura —dijo Wulfhere, moviendo la cabeza—. Supersticiones celtas. ¡Ves fantasmas, Cormac!
—¿Sí? —saltó el gaélico, harto— ¿Y quién fue el que vio un troll en un puesto de vigía en Helgoland e hizo levantarse a todo el campamento con gritos y toques de cuerno? ¿Quién hizo permanecer armado a su grupo durante toda la noche y mantuvo a los hombres alimentando a las hogueras hasta que se caían de sueño, para conjurar a las cosas de la oscuridad? —Wulfhere rezongó incómodo y lanzó una brillante mirada a sus guerreros, como desafiando a alguien a reírse.
—Mira —dijo Cormac, acercándose e inclinándose más de cerca. Sobre el enlosado había un amplio charco de sangre, vertida recientemente. Wulfhere echó un vistazo y se puso de pie rápidamente, escrutando las sombras. Sus hombres se agruparon aún más, mirando hacia fuera, con las barbas erizadas. Reinaba un tenso silencio.
—Seguidme —dijo Cormac en voz baja, y los demás se pegaron a sus talones mientras él se adentraba con cautela en el corredor principal. Aparentemente no se abría ninguna entrada entre los amenazadores pedestales. Ante ellos las sombras palidecían y dieron a salir a una amplia sala circular con el techo abovedado. Alrededor de la cámara había más pedestales, espaciados regularmente, y en la luz que fluía de algún modo a través del techo los guerreros vieron la naturaleza de aquellos pilares y las sombras que los coronaban. Cormac soltó un juramento entre dientes y Wulfhere escupió. Las figuras eran humanas, y ni siquiera el más perverso y degenerado genio de las decadentes Grecia y Roma podría haber concebido tales obscenidades o haber insuflado una vida tan inmunda a la torturada piedra. Cormac frunció el ceño. Aquí y allá en el conjunto el desconocido artista había tendido un cordón de irrealidad; un barrunto de anormalidad más allá de cualquier deformidad humana. Estos detalles hicieron nacer en él un vago desasosiego, un reptante y casi tembloroso miedo que acechaba amenazador en el fondo de su mente... El pensamiento que brevemente le había asaltado, que había visto y matado una alucinación, desapareció. Además de la arcada por la que habían entrado a la habitación, se mostraban otros cuatro portales arqueados, altos y estrechos, aparentemente sin puertas. No había ningún altar a la vista. Cormac se dirigió al centro de la cúpula y miró hacia arriba. Su sombrío vacío se arqueaba sobre él, hosco y amenazador. Su mirada recorrió el suelo sobre el que se hallaba y notó el dibujo, de mosaico en vez de baldosas, y que formaba un diseño cuyas líneas convergían en el centro del suelo. El centro de aquel diseño era una sencilla y amplia losa octogonal, sobre la cual se hallaba...
Entonces, incluso antes de que se diera cuenta de que estaba sobre ella, cedió silenciosamente bajo sus pies y se sintió hundirse en el abismo bajo él.
Sólo la rapidez sobrehumana del gaélico le salvó. Thorfinn Jarlsbane era quien más cerca estaba de él, y mientras el gaélico caía, soltó un largo brazo que se cerró sobre el tahalí del danés. Los dedos se le escurrieron, pero pudo agarrarse a la vaina y, mientras Thorfinn instintivamente afianzaba las piernas, la caída de Cormac se detuvo y quedó colgando suspendido, con la vida pendiente de la fuerza del agarrón de su mano y la resistencia de los correajes de la vaina. En un instante Thorfinn le había tendido su muñeca, y Wulfhere, lanzándose hacia adelante con un rugido de alarma, añadió la presa de su gran mano. Entre ambos sacaron al pesado gaélico de la vacía negrura, mientras Cormac ayudaba con un balanceo y una elevación de su atlética forma que llevó sus piernas por encima del borde del abismo.
—¡Por la sangre de Thor! —exclamó Wulfhere, más afectado por la experiencia de lo que estaba Cormac.— Fue ponerte ahí encima y entonces... ¡por Thor, aún conservas tu espada!
—Cuando la deje caer, será por que ya no quede vida en mí —dijo Cormac—. Me la llevaré al infierno conmigo. Pero déjame echar un vistazo a este abismo que se abrió bajo mí tan repentinamente.
—Puede haber más trampas —dijo Wulfhere, desconfiado.
—Veo las paredes del pozo —dijo Cormac inclinándose y atisbando—, pero mi mirada es engullida rápidamente por la oscuridad... ¡Qué repugnante hedor viene desde abajo!
—Vámonos —dijo Wulfhere apresuradamente—. Ese hedor no nace de esta tierra. Este pozo debe conducir a algún Hades romano, o quizás a la caverna donde la Serpiente vierte veneno sobre Loki.
Cormac no le prestó atención. —Ya veo la trampa —dijo él—. Esa losa giró sobre algún tipo de pivote, y aquí está la pieza que lo sostenía. No sé decir como fue activado, pero cuando esta pieza fue soltada la losa cayó, sujeta de una parte por el pivote...
Su voz enmudeció. Entonces dijo de súbito: —¡Sangre... sangre en el borde del pozo!
—La cosa a la que tajaste —dijo Wulfhere con un gruñido—. Se ha arrastrado hasta el pozo.
—No a menos que las cosas muertas se arrastren —bufó Cormac—. Te digo que lo maté. Fue llevado hasta aquí y arrojado dentro. ¡Escucha!
Los guerreros se aproximaron; de algún lugar abajo a lo lejos —una distancia increíble, por lo que parecía— venía un sonido; un sonido desagradable, sordo y reptante, mezclado con unos ruidos indescriptibles e irreconocibles.
Al unísono todos los guerreros se separaron del foso e, intercambiando miradas silenciosas, asieron con fuerza sus armas.
—Esto es inútil —graznó Wulfhere, dando voz a un pensamiento común—. No hay aquí nada de valor y nada humano. Vayámonos.
—¡Espera! —El gaélico de oído agudo alzó su cabeza como un sabueso de caza. Frunció el ceño y se dirigió cerca de una de las arcadas.
—Un quejido humano —susurró—. ¿No lo oísteis?
Wulfhere adelantó su cabeza, llevándose la mano a la oreja. —Sí, más adelante en el corredor.
—Seguidme —ordenó el gaélico—. Permaneced todos juntos. Wulfhere, agarra mi cinto; Hrothgar, el de Wulfhere, y Hakon, el de Hrothgar. Puede que haya más fosas. El resto ceñíos los escudos, y que cada hombre toque al de al lado. —En formación cerrada pasaron bajo el esbelto portal y encontraron que el pasillo era mucho más ancho de lo que habían supuesto. Había oscuridad, pero más a lo lejos vieron lo que parecía ser un destello de luz. Se apresuraron hasta llegar a él y se detuvieron. Allí desde luego había más luz, así que las impronunciables obscenidades talladas que abarrotaban las paredes se podían ver claramente. Esta luz venía de arriba, donde el techo había sido perforado con varias aberturas. Y, encadenado a la pared entre las horrendas tallas, colgaba una forma humana. Era un hombre atado a unas cadenas a media altura que le mantenían semierecto. Al principio Cormac pensó que estaba muerto y, al ver las terribles mutilaciones que se le había causado, pensó que era mejor así. Entonces la cabeza se levantó ligeramente, y un débil quejido salió de los destrozados labios.
—¡Por Thor —juró Wulfhere asombrado—, vive!
—Agua, en el nombre de Dios —susurró el hombre de la pared. Cormac, tomando un odre lleno de Hakon hijo de Snorri lo acercó a los labios de la criatura. El hombre bebió a grandes y apresurados sorbos, entonces alzó la cabeza con gran esfuerzo. El gaélico miró dentro de unos ojos profundos que estaban extrañamente calmados.
—Que Dios os bendiga, señores —sonó la voz, débil y titubeante, aunque sugería que una vez había sido fuerte y resonante—. ¿Ha terminado el largo tormento y estoy al fin en el Paraíso?
Wulfhere y Cormac se miraron el uno al otro con curiosidad. —¡El Paraíso! ¡Desde luego era extraño —pensó Cormac—, que unos piratas de manos enrojecidas por la sangre como nosotros hayamos dado con un templo cristiano!
—No, no es el Paraíso —deliró el hombre—, porque aún estoy sujeto por estas pesadas cadenas. —Wulfhere se inclinó y examinó las cadenas que le sujetaban. Entonces con un gruñido alzó su hacha y, sosteniéndola por la mitad cerca de la cabeza de la hoja, descargó un golpe corto y poderoso. Los eslabones se partieron bajo el agudo filo y el hombre se derrumbó en los brazos de Cormac, libre del muro pero con los pesados grilletes aún en sus muñecas y tobillos; éstos, vio Cormac, se hundían profundamente en la carne que el duro y oxidado metal había envenenado.
—Me parece que no os queda mucho de vida, buen señor —dijo Cormac—. Decidnos cómo os llamáis y cuál es vuestra aldea, para que podamos decirle a vuestra gente de vuestro fallecimiento.
—Mi nombre es Fabricus, señor —dijo la víctima hablando con dificultad—. Mi pueblo es cualquiera de los que los sajones tienen en la bahía.
—Por vuestras palabras, sois un cristiano —dijo Cormac, al tiempo que Wulfhere miraba con curiosidad.
—No soy sino un humilde sacerdote de Dios, noble señor —susurró el otro—. Pero no debéis demoraros innecesariamente. Dejadme aquí e iros rápidamente antes de que el mal se halle sobre vosotros.
—¡Por la sangre de Odín —resopló Wulfhere—, no me iré de este lugar hasta que no sepa quién es el que trata tan vilmente a seres vivos!
—Un mal más oscuro que la cara oscura de la Luna —susurró Fabricus—. Ante él, las diferencias entre los hombres se desvanecen de tal modo que tú y yo somos como hermanos de carne y sangre, sajón.
—No soy sajón, amigo —le corrigió el danés.
—No importa. Todos los hombres que tengan forma de tal son hermanos. Tal es la Palabra del Señor, ¡que no comprendí completamente hasta que vine a este lugar de abominaciones!
—¡Thor! —musitó Wulfhere.— ¿No es este un templo druida?
—No —contestó el moribundo—, no es siquiera un templo donde los hombres, aunque sea en errado paganismo, deifican las formas más benignas de la Naturaleza. ¡Ah, Dios, me rodean! Avanzan, espantosos demonios de la Oscuridad Exterior —se arrastran, se arrastran— sombras reptantes de rojo caos y locura aullante, deslizándose, blasfemias acechantes que se ocultan en los barcos de Roma. Seres fantasmales engendrados por el demonio en el limo del Oriente, llevados a tierras más puras, enraizándose en el buen suelo británico; robles más viejos que los druidas, que alimentan cosas monstruosas bajo una luna henchida.
El delirio se debilitó y se desvaneció, y Cormac sacudió ligeramente al sacerdote. El moribundo recobró la consciencia lentamente, como un hombre que despertara de un sueño profundo.

—Iros, os lo suplico —susurró—. Me han hecho mucho mal. Pero a vosotros, os cubrirán hechizos malignos; despedazarán vuestro cuerpo como han roto el mío; os quebrarán el alma como hubieran quebrado la mía de no ser por mi infinita fe en Dios Nuestro Señor. Él vendrá, el monstruo, el alto sacerdote de lo infausto, con sus legiones de malditos; ¡escuchad! La cabeza moribunda se alzó. ¡Ya viene! ¡Qué Dios nos proteja a todos!
Cormac rugió como un lobo y el gigantesco vikingo se giró en redondo, desafiante como un león acorralado. Sí, algo se acercaba por uno de los corredores más pequeños que se abrían a aquél más grande. Resonaba una miríada de pezuñas sobre las baldosas del suelo.

—¡Cerrad las filas! —rugió Wulfhere— ¡Formad la pared de escudos, lobos, y morid con las hachas rojas!
Los vikingos formaron rápidamente una media luna de acero, rodeando al sacerdote moribundo y encarándose hacia fuera, justo en el momento en que una horripilante horda emergió de la oscuridad irrumpiendo en el área iluminada. En forma de derramamiento de negra locura y horror rojo sus asaltantes se abalanzaron sobre ellos.
La mayoría de ellos eran criaturas semejantes a cabras, erguidas sobre dos patas y que tenían manos humanas y horrendos rostros mezcla de cabra y humano. Pero entre sus filas aún había formas más temibles. Y tras todos ellos, resplandeciendo con una luz demoníaca en la oscuridad del corredor del que emergía la turba, Cormac vio una aparición sacrílega, humana, aunque más y menos que humana a la vez. Entonces, la espantosa horda se estrelló contra aquel muro de hierro sólido.
Las criaturas no iban armadas, pero tenían cuernos, garras y zarpas. Luchaban como las bestias lo hacen, pero con menos inteligencia y habilidad que éstas. Y los vikingos, con los ojos brillando y las barbas erizadas por el ansia de batalla, mecían sus hachas asestando poderosos golpes mortales. El puntiagudo cuerno, la afilada garra y la poderosa zarpa encontraban carne y vertían sangre en ríos, pero protegidos por sus yelmos, mallas y los escudos superpuestos, los daneses sufrieron comparativamente pocas bajas mientras que sus sibilantes hachas y sus afiladas lanzas se cobraron un fantasmal tributo entre sus desprotegidos asaltantes.
—¡Thor y sangre de Thor! —maldijo Wulfhere mientras cercenaba el cuerpo de una cosa-cabra con un golpe de su hacha enrojecida— ¡Quizá encuentres que es más fácil acabar con hombres armados que torturar a un sacerdote desnudo, engendro de Helheim! —Ante aquella lluvia de acero cortante la horda infernal se desbandaba, pero tras ellos, el semi-hombre de entre las sombras les hacía volver al ataque con extraños ensalmos, ininteligibles para los humanos que luchaban contra sus vasallos. Sus criaturas se lanzaron desordenadamente una y otra vez con furia desesperada, hasta que las cosas muertas se amontonaron hasta cubrir los pies de sus matadores, y los pocos supervivientes se desbandaron y escaparon corriendo pasillo abajo. Los vikingos habrían roto filas para perseguirles, pero las órdenes de Wulfhere los detuvieron. Pero en cuanto la multitud se desbandó, Cormac saltó sobre los cadáveres esparcidos y salió corriendo por la galería en persecución de uno que huía por delante de él. Su presa torció por otra galería y finalmente volvieron a salir a la acupulada cámara principal, donde se giró, al verse acorralado, un hombre alto con ojos inhumanos y un extraño y oscuro rostro, desnudo excepto por algunos ornamentos fantásticos.
Con su extraña espada corta y curvada intentó detener el ataque frontal del gaélico; pero en su roja furia Cormac hizo caer a su enemigo ante él como la paja ante el viento. Fuera lo que fuese ese alto sacerdote, era mortal, porque resoplaba y maldecía en una extraña lengua mientras la larga y mortal hoja de Cormac rompía su guardia una y otra vez y extraía sangre de la cabeza, el pecho y los brazos. Cormac le hizo retroceder, inexorablemente, hasta que titubeó al borde del pozo, y allí, al tiempo que la punta del gaélico se hundía en su pecho, trastabilló hacia atrás y cayó con un grito salvaje.
Durante un largo momento aquel grito fue haciéndose más débil a medida que se hundía en las desconocidas profundidades, y cesó abruptamente. Y de muy lejos abajo se elevaron los sonidos de un aterrador festín. Cormac sonrió fieramente. Durante un momento, ni siquiera los inhumanos sonidos que venían del foso pudieron alterar su torva furia; era el Vengador, y había enviado al torturador de uno de los suyos a las fauces de un devorador dios de la Justicia...
Se giró y dejó atrás la cámara para poder volver con Wulfhere y sus hombres. Unas pocas cosa-cabra pasaron ante él por los sombríos corredores, pero escaparon balando ante su hosco avance. Cormac no les prestó atención, y al poco se hallaba de nuevo junto a Wulfhere y el sacerdote moribundo.
—Has matado al Druida Oscuro —murmuró Fabricus—. Sí, su sangre llena tu hoja; la veo brillar incluso a través de tu peto aunque otros no puedan, y así sé que al final soy libre para hablar. Antes que los Romanos, antes que los mismísimos Druidas Celtas, antes de los Gaélicos y los Pictos incluso, estaba el Druida Oscuro, el Maestro del Hombre. Así se llamaba a sí mismo, porque era el último de los Hombres-Serpiente, el último de la raza que precedió a la humanidad en el dominio del mundo. Suya fue la mano que dio a Eva la manzana y quien incitó a Adán a internarse por la senda maldita del deseo. El Rey Kull de Atlantis acabó con sus últimos adeptos con el filo de su espada en desesperada lucha, pero él sobrevivió e imitó la forma del hombre y tomó el papel de Señor Satánico de tiempos pasados. Ahora veo muchas cosas: ¡cosas que la vida oculta pero que se revelan al abrirse las puertas de la Muerte! Antes que el Hombre estaban los Hombres-Serpiente, y antes que ellos estaban los Antiguos de Cabeza en forma de Estrella, quienes crearon a la Humanidad, y posteriormente, el abominable Demonio en Forma de Cabra cuando vieron que el Hombre no se plegaría a sus designios. Este templo es el último baluarte de su civilización maldita que permanece sobre el exterior, y, bajo él araña el último Shoggoth que permanece cerca de la superficie de este mundo. El Demonio-Cabra sólo hoya las colinas de noche, pues ahora es territorio del hombre, y los Antiguos y los Shoggoths se esconden profundamente bajo la tierra hasta el día en que Dios quizá los llame para contender en el Apocalipsis...
El anciano tosió y tragó saliva, y la piel de Cormac se erizó extrañamente. Demasiadas de las cosas que Fabricus había dicho parecían evocar extraños recuerdos en la memoria racial del gaélico.
—Descansa en paz, anciano —dijo—. Este templo, este baluarte, como tú lo llamas, no seguirá en pie.
—Sí —gruñó Wulfhere, extrañamente conmovido—. ¡Todas y cada una de las piedras de este lugar serán arrojadas al pozo que ahí yace!
Cormac también sintió una tristeza desacostumbrada, si bien no sabía por qué, puesto que ya había visto la muerte antes.
—Cristiano o no, la tuya es un alma valiente, anciano. Serás vengado...
—¡No! —Fabricus alzó una pálida y temblorosa mano; su rostro parecía brillar con una intensidad mística.— Me muero, y la venganza nada significa para esta alma mía que parte. Vine a este lugar de maldad enarbolando la Cruz y predicando la sagrada palabra de Nuestro Señor, deseando morir si sólo así se purificase al Oscuro que tan ruinmente ha esclavizado a tantos y que planeaba la Segunda Caída [El Apocalipsis] para nosotros los hombres. Y Dios ha respondido a mis plegarias, porque Él os envió aquí y matasteis a la Serpiente; ahora sus cabras-servidores no pueden hacer sino huir a las colinas boscosas, y el shoggoth retornar a las oscuras bóvedas del Infierno de las cuales vino. —Fabricus agarró la mano derecha del gaélico con su izquierda, la de Wulfhere con su derecha; entonces dijo:— Gaélico, nórdico; humanos sois, aunque de diferentes razas, con diferentes creencias... ¡Mirad! —Su expresión parecía brillar con una extraña luminosidad mientras torpemente se alzaba sobre su codo.— Es tal y como me dijo Nuestro Señor: todas las diferencias entre nosotros se desvanecen ante la amenaza de los Poderes Oscuros; sí: seamos todos hermanos... —Entonces los misteriosos y clarividentes ojos de Fabricus se pusieron en blanco y se cerraron, muertos. Cormac permaneció en un hosco silencio, asiendo su espada desnuda, entonces tomó aire profundamente y se relajó.
—¿Qué quería decir el hombre? —masculló al fin. Wulfhere sacudió su desordenada cabellera.— No lo sé. Estaba loco, y la locura le condujo a su final. Aunque tenía coraje, porque ¿acaso no marchó sin temor, como hace el berserker en la batalla, sin importarle la muerte? Fue un hombre valiente. Pero este templo es un lugar malvado del que mejor haríamos marchando...
—¡Sí, y cuanto antes mejor! —Cormac envainó su espada con un resonar de metal; otra vez respiró profundamente.
—Hacia Wessex, gruñó. Lavaremos nuestro acero con sangre sajona.

miércoles, 13 de julio de 2016

RELATO: "El ceremonial", H.P. Lovecraft


Arte de SPARATIK (Ricky), de DeviantArt


El ceremonial

Howard Phillips Lovecraft





Efficiunt Daemones, ut quae non sunt, sic tamen quasi sint, conspicienda hominibus exhibeant.

[Los demonios hacen que lo que no es, se presente, sin embargo, a los ojos de los hombres como si existiera.]

Lactancio




Me encontraba lejos de casa, y caminaba fascinado por el encanto de la mar oriental. Empezaba a caer la tarde, cuando la oí por primera vez, estrellándose contra las rocas. Entonces me di cuenta de lo cerca que la tenía. Estaba al otro lado del monte, donde los sauces retorcidos recortaban sus siluetas sobre un cielo cuajado de tempranas estrellas. Y porque mis padres me habían pedido que fuese a la vieja ciudad que ahora tenía a paso, proseguí la marcha en medio de aquel abismo de nieve recién caída, por un camino que parecía remontar, solitario, hacia Aldebarán -tembloroso entre los árboles-, para luego bajar a esa antiquísima ciudad, en la que jamás había estado, pero en la que tantas veces he soñado durante mi vida. 

Era el Día del Invierno, ese día que los hombres llaman ahora Navidad, aunque en el fondo sepan que ya se celebraba cuando aún no existían ni Belén ni Babilonia ni Menfis ni aun la propia humanidad. Era, pues, el Día del Invierno, y por fin llegaba yo al antiguo pueblo marinero donde había vivido mi raza, mantenedora del ceremonial de tiempos pasados aun en épocas en que estaba prohibido. Al viejo pueblo llegaba, cuyos habitantes habían ordenado a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, que celebraran el ceremonial una vez cada cien años, para que nunca se olvidasen los secretos del mundo originario. Era la mía una raza vieja; ya lo era cuando vino a colonizar estas tierras, hace trescientos años. Y era la mía una gente extraña, gente solapada y furtiva, procedente de los insolentes jardines del Sur, que hablaban otra lengua antes de aprender la de los pescadores de ojos azules. Y ahora estaba esparcida por el mundo, y únicamente se reunía a compartir rituales y misterios que ningún otro viviente podría comprender.
Yo era el único que regresaba aquella noche al viejo pueblo pesquero como ordenaba la tradición, pues sólo recuerdan el pobre y el solitario. 
Después, al coronar la cuesta del monte, dominé la vista de Kingsport, adormecido en el frío del anochecer, nevado, con sus vetustas veletas, sus campanarios, sus tejados y chimeneas los muelles, los puentes, los sauces y cementerios. Los interminables laberintos de calles abruptas, estrechas y retorcidas, serpenteaban hasta lo alto de la colina donde se alzaba el centro de la ciudad, coronado por una iglesia extraña que el tiempo parecía no haber osado tocar. Una infinidad de casas coloniales se amontonaban en todos los sentidos y niveles, como las abigarradas construcciones de madera de algún niño. Las alas grises del tiempo parecían cernerse sobre los tejados y las nevadas buhardillas. Los faroles y las ventanas emitían en la oscuridad unos reflejos que iban a juntarse con Orión y las estrellas primordiales. Y la mar rompía incesante contra los muelles miserables, aquella mar de la que emergiera nuestro pueblo en los viejos tiempos.
Junto al camino, una vez arriba de la cuesta, había una colina yerma barrida por el viento. No tardé en ver que se trataba de un cementerio, en donde las negras lápidas surgían de la nieve como las uñas destrozadas de un cadáver gigantesco. El camino, sin huella alguna de tráfico, estaba solitario. Únicamente me parecía oír, de cuando en cuando, unos crujidos como de una horca estremecida por el viento. En 1692 ahorcaron a cuatro de mi raza por brujería.
Una vez que la carretera comenzó a descender hacia la mar, presté atención por si oía el alegre bullicio de los pueblos anochecer, pero no oí nada. Entonces recordé la época en que estábamos, y se me ocurrió que el viejo pueblo puritano conservaría tal vez costumbres navideñas, extraigas para mí, y que entonces estaría entregado a silenciosas oraciones. Así que abandoné mis esperanzas de oír el bullicio propio de estas fiestas, dejé de buscar viajeros con la mirada, y seguí mi camino. Fui dejando atrás, a uno y otro lado, las silenciosas casas de campo con sus luces ya encendidas. Después me interné entre las oscuras paredes de piedra, en las que el aire salitroso mecía las chirriantes enseñas de antiguas tiendas y tabernas marineras. Las grotescas aldabas de las puertas, bajo los soportales, brillaban a lo largo de los callejones desiertos reflejando la escasa luz que se escapaba de las estrechas ventanas encortinadas.
Traía conmigo el plano de la ciudad y sabía dónde se encontraba la casa de los míos. Se me había dicho que sería reconocido y que me darían acogida, porque la tradición del pueblo posee una vida muy larga. De modo que apresuré el paso y entré en Back Street hasta llegar a Circle Court; luego continué por Green Lane, única calle pavimentada de la ciudad, que va a desembocar detrás del Edificio del Mercado. Aún servía el antiguo plano, y no me tropecé con dificultades. Sin embargo, en Arkham me habían mentido al decirme que había tranvías; al menos yo no veía redes de cables aéreos por ninguna parte. En cuanto a los raíles, es posible que los ocultara la nieve. Me alegré de tener que caminar, porque la ciudad, revestida de blanco, me había parecido muy hermosa desde el monte. Por otra parte, estaba impaciente por llamar a la puerta de los míos, por llegar a esa séptima casa de Green Lane, a mano izquierda, de tejado puntiagudo y doble planta, que databa de antes de 1650.
Había luces en el interior y, por lo que pude apreciar a través de la vidriera de rombos de la ventana, todo se conservaba tal y como debió de ser en aquellos tiempos. El piso superior se inclinaba por encima del estrecho callejón invadido de hierba y casi tocaba el edificio de enfrente, que también se inclinaba peligrosamente, formando casi un túnel por donde caminaba yo. Los peldaños del umbral estaban enteramente limpios de nieve. No había aceras y muchas casas tenían la puerta muy por encima del nivel de la calle, llegándose hasta ella por un doble tramo de escaleras con barandilla de hierro. Era un escenario verdaderamente singular; acaso me pareció tan extraño por ser yo extranjero en Nueva Inglaterra. Pero me gustaba, y aún me hubiera resultado más encantador si hubiera visto pisadas en la nieve, gentes en las calles y alguna ventana con las cortinillas descorridas.
Al dar los golpes con aquella vieja aldaba de hierro, me sentí preso de una alarma repentina. Se despertó en mí cierto temor que fue tomando consistencia, debido tal vez a la rareza de mi estirpe, al frío de la noche o al silencio impresionante de la vieja ciudad de costumbres extrañas. Y cuando en respuesta a mi llamada, se abrió la puerta con un chirrido quejumbroso, me estremecí de verdad, ya que no había oído pasos en el interior. Pero el susto pasó en seguida: el anciano que me atendió, vestido con traje de calle y en zapatillas, tenía un rostro afable que me ayudó a recuperar mi seguridad; y aunque me dio a entender por señas que era mudo, escribió con su punzón, en una tablilla de cera que traía, una curiosa y antigua frase de bienvenida. 
Me señaló con un gesto una sala baja iluminada por velas. Tenía la pieza gruesas vigas de madera y recio y escaso mobiliario del siglo XVII. Aquí, el pasado recobraba vida; no faltaba ningún detalle. Me llamaron la atención la chimenea, de campana cavernosa, y una rueca sobre la que una vieja, ataviada con ropas holgadas y bonete de paño, de espaldas a mí, se inclinaba afanosa pese a la festividad del día. Reinaba una humedad indefinida en la estancia, y por ello me extrañó que no tuvieran fuego encendido. Había un banco de alto respaldo colocado de cara a la fila de ventanas encortinadas de la izquierda, y me pareció que había alguien sentado en él, aunque no estaba seguro. No me gustaba nada de lo que veía allí y nuevamente sentí temor. Y mi temor fue en aumento, porque cuanto más miraba el rostro suave de aquel anciano, más repugnante me parecía su suavidad. No pestañeaba, y su color era demasiado parecido al de la cera. Por último, llegué a la plena convicción de que aquello no era un rostro sino una máscara confeccionada con diabólica habilidad. Entonces sus flojas manos, curiosamente enguantadas, escribieron con pasmosa soltura en la tablilla, informándome de que yo debía esperar un rato antes de ser conducido al sitio donde se celebraría el ceremonial. Me señaló una silla, una mesa, un montón de libros, y salió de la estancia. Al echar mano de los libros, vi que se trataba de volúmenes muy antiguos y mohosos. Entre ellos estaban el viejo tratado sobre las Maravillas de la Naturaleza de Morryster, el terrible Saducismus Triumphatus de Joseph Glanvil, publicado en 1681; la espantosa Daemonotatreia de Remigius, impresa en 1595 en Lyon, y el peor de todos, el incalificable Necronomicon, del loco Abdul Alhazred, en la excomulgada traducción latina de Olaus Wormius. Era éste un libro que jamás había tenido en mis manos, pero del cual había oído decir cosas monstruosas. Nadie me dirigió la palabra; lo único que turbaba el silencio eran los aullidos del viento en el exterior y el girar de la rueca mientras la vieja seguía con su silencioso hilar. Tanto la estancia como aquella gente y aquellos libros me daban una extraña impresión de morbosidad e inquietud; pero, puesto que se trataba de una antigua tradición de mis antepasados, en virtud de la cual se me había convocado para tan extraña conmemoración, pensé que debía esperarme las cosas más peregrinas. Conque me puse a leer. Interesado por un tema que había encontrado en el Necronomicon no tardé en darme cuenta que la lectura aquella me encogía el corazón. Se trataba de una leyenda demasiado espantosa para la razón y la conciencia. Luego experimenté un sobresalto, al oír que se cerraba una de las ventanas situadas delante del banco de alto respaldo. Parecía como si la hubiesen abierto furtivamente. A continuación se oyó un rumor que no provenía de la rueca. Sin embargo, no pude distinguirlo bien porque la vieja trabajaba afanosamente y, justo en aquel momento, el vetusto reloj se puso a tocar. Después, la idea de que había personas en el banco se me fue de la cabeza, y me sumí en la lectura hasta que regresó el anciano, con botas esta vez, vestido con holgados ropajes antiguos, y se sentó en aquel mismo banco, de forma que no le pude ver ya. Era enervante aquella espera, y el libro impío que tenía en mis manos me desazonaba más aún. Al dar las once, el viejo se levantó, se acercó a un enorme cofre que había en un rincón, y extrajo dos capas con caperuza; se puso una de ellas, y con la otra envolvió a la vieja, que dejó de hilar en ese momento. Luego, ambos le dirigieron hacia la puerta. La mujer arrastraba una pierna. El viejo, después de coger el mismísimo libro que había estado leyendo yo, me hizo una sería y se cubrió con la caperuza su rostro inmóvil ... o su máscara.
Salimos a la tenebrosa y enmarañada red de callejuelas de aquella ciudad increíblemente antigua. A partir de ese momento, las luces se fueron apagando una a una tras las cortinas de las ventanas, y Sirio contempló la muchedumbre de figuras encapuchadas que surgían en silencio de todas las puertas y formaban una monstruosa procesión a lo largo de la calle, hasta más allá de las enseñas chirriantes, de los edificios de tejados inmemoriales, de los de techumbre de paja, y de las casas de ventanas adornadas con vidrieras de rombos. La procesión fue recorriendo callejones empinados, cuyas casas leprosas se recostaban unas contra otras o se derrumbaban juntas, y atravesó plazas y atrios de iglesias y los faroles de las multitudes compusieron constelaciones vertiginosas y fantásticas. 
Yo caminaba junto a mis guías mudos, en medio de una muchedumbre silenciosa. Iba empujado por codos que se me antojaban de una blandura sobrenatural, estrujado por barrigas y pechos anormalmente pulposos, y no obstante seguía sin ver un rostro ni oír una voz. La columnas espectrales ascendían más y más por las interminables cuestas y todos se iban aglomerando a medida que se acercaban a los lóbregos callejones que desembocaban en la cumbre, centro de la ciudad, donde se elevaba una inmensa iglesia blanca. Ya la había visto antes, desde lo alto del camino, cuando me detuve a contemplar Kingsport en las últimas luces del atardecer y me estremecí al imaginar que Aldebarán había temblado un instante por encima de su torre fantasmal. 
Había un espacio despejado alrededor de la iglesia. En parte era cementerio parroquial y, en parte, plaza medio pavimentada, flanqueada por unas casas enfermas de puntiagudos tejados y aleros vacilantes, donde el viento azotaba y barría la nieve. Los fuegos fatuos danzaban por encima de las tumbas revelando un espeluznante espectáculo sin sombras. Más allá del cementerio, donde ya no había casas, pude contemplar de nuevo el parpadeo de las estrellas sobre el puerto. El pueblo era invisible en la oscuridad. Sólo de cuando en cuando se veía oscilar algún farol por las serpenteantes callejas, delatando a algún retrasado que corría para alcanzar a la multitud que ahora entraba silenciosa en el templo. Esperé a que terminaran todos de cruzar el pórtico, para que acabaran así los empujones. El viejo me tiró de la manga, pero yo estaba decidido a entrar el último. Cruzamos el umbral y nos adentramos en el templo rebosante y oscuro. Me volví para mirar hacia el exterior; la fosforescencia del cementerio parroquial derramaba un resplandor enfermizo sobre la plaza pavimentada. Y de pronto, sentí un escalofrío: aunque el viento había barrido la nieve, aún quedaban rodales sobre el mismo camino que conducía al pórtico. Y sobre aquella nieve, para asombro mío, no descubrí ni una sola huella de pies, ni siquiera de los míos. 
La iglesia apenas resultaba iluminada, a pesar de todas las luces que habían entrado, porque la mayor parte de la multitud había desaparecido. Todos se dirigían por las naves laterales, sorteando los bancos, hacia una abertura que había al pie del púlpito, y se deslizaban por ella sin hacer el menor ruido. Avancé en silencio; me metí en la abertura y comencé a bajar por los gastados peldaños que conducían a una cripta oscura y sofocante. La cola sinuosa de la procesión era enorme. El verlos a todos rebullendo en el interior de aquel sepulcro venerable me pareció horrible de verdad. Entonces me di cuenta de que el suelo de la cripta tenía otra abertura por la que también se deslizaba la multitud, y un momento después nos encontrábamos todos descendiendo por una escalera abominable, por una estrecha escalera de caracol húmeda, impregnada de un color muy peculiar- que se enroscaba interminablemente en las entrañas de la tierra, entre muros de chorreantes bloques de piedra y yeso desintegrado. Era un descenso silencioso y horrible. Al cabo de muchísimo tiempo, observé que los peldaños ya no eran de piedra y argamasa, sino que estaban tallados en la roca viva. Lo que más me asombraba era que los miles de pies no produjeran ruido ni eco alguno. Después de un descenso que duró una eternidad, vi unos pasadizos laterales o túneles que, desde ignorados nichos de tinieblas, conducían a este misterioso acceso vertical. Los pasadizos aquellos no tardaron en hacerse excesivamente numerosos. Eran como impías catacumbas de apariencia amenazadora, y el acre olor a descomposición que despedían fue aumentando hasta hacerse completamente insoportable. Seguramente habíamos bajado hasta la base de la montaría, y quizá estábamos por debajo incluso del nivel de Kingsport. Me asustaba pensar en la antigüedad de aquella población infestada, socavada por aquellos subterráneos corrompidos. 
Luego vi el cárdeno resplandor de una luz desmayada y oí el murmullo insidioso de las aguas tenebrosas. Sentí un nuevo escalofrío; no me gustaban las cosas que estaban sucediendo aquella noche. Ojalá que ningún antepasado mío hubiera exigido mi asistencia a un rito de ese género. En el momento en que los peldaños y los pasadizos se hicieron más amplios hice otro descubrimiento: percibí el doliente acento burlesco de una flauta; y súbitamente, se extendió ante mí el paisaje ¡limitado de un mundo interior: una inmensa costa fungosa, iluminada por una columna de fuego verde y bañada por un vasto río oleaginoso que manaba de unos abismos espantosos, insospechados, y corría a unirse con las simas negras del océano inmemorial. 
Desfallecido, con la respiración agitada, contemplé aquel Averno profano de leproso resplandor y aguas mucilaginosas; la muchedumbre encapuchada formó un semicírculo alrededor de la columna de fuego. Era el rito del Invierno, más antiguo que el género humano y destinado a sobrevivirle, el rito primordial que prometía solsticio y primavera después de las nieves; el rito del fuego, del eterno verdor, de la luz y de la música. Y en aquella gruta estigia vi cómo ejecutaban todos el rito y adoraban la nauseabunda columna de fuego y arrojaban al agua puñados de viscosa vegetación que resplandecía con una fosforescencia pálida y verdosa. Y vi también, fuera del alcance de la luz, un bulto amorfo, achaparrado, que tocaba la flauta de modo repugnante. Y mientras tañía la criatura monstruosa, me pareció oír también unas notas apagadas en la fétida oscuridad donde nada podía ver. Pero lo que más me llenaba de espanto era la columna de fuego. brotaba como un surtidor volcánico de las negras profundidades; no arrojaba sombras como una llama normal, y bañaba las rocas salitrosas de un verdor sucio y venenoso. Toda aquella hirviente combustión no producía calor, sino únicamente la viscosidad de la muerte y la corrupción. 
El hombre que me había guiado se escurrió ahora hasta colocarse junto a la horrible llama y ejecutó unos rígidos ademanes rituales hacia el semicírculo que le miraba. En determinados momentos del ceremonial, los asistentes rindieron homenaje de acatamiento, especialmente cuando levantó por encima de su cabeza aquel detestable Necronomicon que llevaba consigo. Yo también tomé parte en todas las reverencias, puesto que había sido convocado a esta ceremonia de acuerdo con los escritos de mis antecesores. Después, el viejo hizo una señal al que tocaba la flauta en la oscuridad; éste cambió su débil zumbido por un tono, más audible, provocando con ello un horror inimaginable e inesperado. Faltó poco para que me desplomara sobre el limo de la tierra, traspasado por un espanto que no provenía de este mundo ni de ninguno, sino de los espacios enloquecedores que se abren entre las estrellas. 
En la negrura inconcebible, más allá del resplandor gangrenoso de la fría llama, en las tartáreas regiones a través de las cuales se retorcía aquel río oleaginoso, extraño, insospechado, apareció danzando rítmicamente una horda de mansos, híbridos seres alados que ningún ojo, ningún cerebro en su sano juicio, ha podido contemplar jamás. No eran cuervos, ni topos, ni buharros, ni hormigas, ni vampiros, ni seres humanos en descomposición; eran algo que no consigo –y no debo- recordar. Daban saltos blandos y torpes, impulsándose a medias con sus pies palmeados y a medias con sus alas membranosas. Y cuando llegaron hasta la muchedumbre de celebrantes, las figuras encapuchadas se agarraron a ellos, montaron a horcajadas, y se alejaron cabalgando, uno tras otro, a lo largo de aquel río tenebroso, hacia unos pozos y galerías donde venenosos manantiales alimentan el caudal tumultuoso y horrible de las negras cataratas.
La vieja hilandera se había marchado con los demás, y el viejo se había quedado, porque yo me negué a cabalgar sobre una de aquellas bestias como los otros. El flautista amorfo había desaparecido, pero dos de aquellas bestias permanecían allí pacientemente. Al resistirme a cabalgar, el viejo sacó su punzón y su tablilla, y me comunicó por escrito que él era el verdadero delegado de aquellos antepasados míos que habían fundado el culto al Invierno en este mismo venerable lugar, que había sido decretado que yo volviera allí, y que faltaban por celebrarse los misterios más recónditos. Escribió todo esto en un estilo muy antiguo, y aún dudaba yo cuando sacó de sus amplios ropajes un sello y un reloj con las armas de mi familia, para probar que todo era según había dicho él.
Pero la prueba era espantosa, porque yo sabía por ciertos documentos antiquísimos que aquel reloj había sido enterrado con el tatarabuelo de mi tatarabuelo en 1698.
Al poco rato, el viejo echó hacia atrás su capucha y me mostró el parecido familiar de su rostro; pero aquello me hizo estremecer, porque yo estaba convencido de que se trataba solamente de una diabólica máscara de cera. Las dos bestias voladoras aguardaban y arañaban inquietas los líquenes del suelo, y me di cuenta de que el viejo estaba a punto de perder la paciencia. Cuando uno de aquellos animales comenzó a moverse, alejándose del lugar, el viejo se volvió rápidamente y lo detuvo, de suerte que, con la rapidez del movimiento, se le desprendió la máscara que llevaba en el lugar correspondiente a la cabeza. Y entonces, al ver que aquella pesadilla se interponía entre la escalera de piedra y yo, me arrojé al fondo oleaginoso del río pensando que sin duda desembocaría, por alguna cavidad, en el fondo del océano. Me lancé en aquel jugo pútrido de las entrañas de la tierra antes que mis locos chillidos pudieran hacer caer sobre mí las legiones de cadáveres que aquellos abismos pestilentes ocultaban.
En el hospital me dijeron que me habían encontrado en el puerto de Kingsport, medio helado, al amanecer, aferrado a un madero providencial. Me dijeron que la noche anterior me había extraviado por los acantilados de Orange Port, cosa que habían deducido por las huellas que encontraron en la nieve. No hice ningún comentario. Mi cabeza era un caos. Nada encajaba con mi experiencia de la noche anterior. Los ventanales del hospital se abrían a un panorama de tejados de los que apenas uno de cada cinco podía considerarse antiguo. Las calles vibraban con el estrépito de tranvías y automóviles. Me insistieron en que esto era Kingsport, cosa que yo no pude negar. Al verme caer en un estado de delirio cuando me enteré de que el hospital se encontraba cerca del cementerio parroquial de Central Hill, me trasladaron al Hospital St. Mary, de Arkham, donde me atenderían mejor. Me gustó, en efecto, porque los médicos eran de mentalidad más abierta, y aun me ayudaron, ya que gracias a su influencia pude conseguir un ejemplar del censurable Necronomicon de Alhazred, celosamente guardado en la Biblioteca de la Universidad del Miskatonic. Dijeron que sufría una especie de «psicosis» y convinieron en que el mejor sistema de alejar las obsesiones de mi cerebro era provocar mi cansancio a base de permitirme ahondar en el tema. 
De esta suerte llegué a leer el espantoso capítulo aquél, y me estremecí doblemente, puesto que no era nuevo para mí: lo que contaba, lo había visto yo, dijeran lo que dijesen las huellas de mis pies, y era mejor olvidar el sitio donde lo había presenciado. Nadie durante el día me lo hacía recordar pero mis sueños son aterradores a causa de ciertas frases que no me atrevo a transcribir. Si acaso, citaré únicamente un párrafo. Lo traduciré lo mejor que pueda de ese desgarbado latín vulgar en que está escrito: 
"Las cavernas inferiores -escribió el loco Alhazred- son insondables para los ojos que ven, porque sus prodigios son extraños y terribles. Maldita la tierra donde los pensamientos muertos viven reencarnados en una existencia nueva y singular, y maldita el alma que no habita ningún cerebro. Sabiamente dijo Ibn Shacabad: bendita la tumba donde ningún hechicero ha sido enterrado y felices las noches de los pueblos donde han acabado con ellos y los han reducido a cenizas. Pues de antiguo se dice que el espíritu que se ha vendido al demonio no se apresura a abandonar la envoltura de la carne, sino que ceba e instruye al mismo gusano que roe, hasta que de la corrupción brota una vida espantosa, y las criaturas que se alimentan de la carroña de la tierra aumentan solapadamente para hostigaría, y se hacen monstruosas para infestarla. Excavadas son, secretamente, inmensas galerías donde debían bastar los poros de la tierra, y han aprendido a caminar unas criaturas que sólo deberían arrastrarse."


miércoles, 6 de julio de 2016

RELATO: "La risa del vampiro", Robert Bloch




La risa del vampiro

 Robert Bloch

 

El destino nos juega extrañas bromas, ¿no es así? Hace seis meses yo era un psiquiatra de fama, y en la práctica de mi profesión gozaba de un éxito más que moderado; hoy soy un interno en un sanatorio para enfermos mentales. En mi especialidad como alienista y médico, había confiado muchas veces a mis pacientes a la misma institución en la que hoy me encuentro confinado, y ahora -¡ironía de las ironías!- soy su hermano en mi desgracia.

Y no obstante, en realidad no estoy loco. Me enviaron aquí porque quise decir la verdad, y no era la clase de verdad que los hombres se atreven a revelar o a reconocer. Soy consciente de que mi papel en el asunto me llevó a sufrir una fuerte depresión nerviosa, pero no me afectó demasiado. Mi historia es cierta, lo juro, pero ellos no me creyeron. Naturalmente, no tenía pruebas suficientes que ofrecer, no he visto al Profesor Chaupin desde aquella noche repleta de acontecimientos del pasado Agosto, y mis subsiguientes investigaciones fallaron al acreditar su pretensión a un puesto en Newberry College. Esto, no obstante, sólo atestigua la validez de mi declaración; una declaración que me envió a este vergonzoso confinamiento, a una muerte en vida que aborrezco. Hay otra prueba concreta que podría dar si me atreviera, pero sería demasiado horrible. No debo conducirles al mismo lugar de aquel cementerio desconocido, indicarles el pasadizo que se abre bajo aquella tumba. Es mejor que sufra solo, que el mundo se ahorre el conocimiento que destruye la cordura. Con todo, es difícil para mi vivir así, y a la monotonía de mis días se añade el tormento sin fin de mis sueños nocturnos. Es por esto que he decidido escribir este relato. Quizás el desarrollo de mi historia servirá de algún modo a aliviar el difícil peso de mis recuerdos.

El asunto empezó un día del pasado Agosto en mi oficina de la ciudad. Aquella mañana había sido una aburrida espera, y la larga y cálida tarde llegaba a su fin cuando la enfermera hizo entrar al primer paciente. Era un caballero que venía a verme por primera vez; un hombre que se presentó como el Profesor Alexander Chaupin, de Newberry College. Hablaba de una forma sibilante, con un peculiar acento extranjero que me hizo presumir que no era natural de este país. Le invité a que se sentara y procuré estudiarlo rápidamente mientras aceptaba mi invitación. Era alto y delgado. El cabello comenzaba a blanquear, tirando a platino, aunque por su aspecto general aparentaba tener unos cuarenta años. Sus ojos verdes, vacilantes, se hundían bajo una pálida frente protuberante, bajo unas cejas largas y oscuras. La nariz era ancha, con sensuales ventanillas, pero sus labios eran delgados, un contraste físico que en seguida llamó mi atención. Las huesudas manos que descansaban sobre la mesa eran extraordinariamente pequeñas, con largos dedos rematados por uñas afiladas, y pensé que se dedicaba a trabajos de consulta y al estudio. Su postura flexible era como la de una pantera en reposo; tenía la desenvoltura de un aventurero y los modales refinados. A la luz del sol pude observar su rostro, y vi que todo su semblante estaba cubierto con una red de finas arrugas. También noté la extraña palidez de su piel, que indicaba alguna afección dermatológica. Pero lo más extraño de él era su modo de vestir. La ropa, evidentemente nueva, era incongruente en dos aspectos: demasiado elegante para presentarse a aquella hora y además, no parecía hecha para él. Su traje era curiosamente holgado, los pantalones grises a rayas le pendían, y la chaqueta parecía desplomarse sobre su cuerpo. Había barro seco en sus zapatos de cuero y no llevaba sombrero. Sin duda, era un tipo excéntrico, quizás, un esquizofrénico, con tendencia a la hipocondría.

Me preparé para hacerle las preguntas de rutina, pero en seguida me interrumpió. Me dijo que era un hombre de negocios, y que me iba a informar al instante de sus dificultades, sin necesidad de preliminares o presentaciones. Se acomodó en el sillón, donde la luz del sol se diluía en sombras, se aclaró la garganta y empezó. Dijo que estaba preocupado por ciertas cosas que había leído y oído; le proporcionaban extraños sueños, y a menudo le procuraban periodos de incontrolable melancolía. Esto interfería en su trabajo, y por consiguiente no podía hacer nada, pues sus obsesiones estaban fundadas en la realidad. Finalmente había decidido venir a verme para hacer un análisis de sus dificultades. Le pedí que me contara sus sueños e imaginaciones, esperando oír una de las usuales descripciones del dispéptico. Mi suposición, sin embargo, demostró ser funestamente incorrecta.

El sueño más corriente sucedía en lo que llamaré el Cementerio de la Misericordia, por razones que pronto se sabrán. Este se hallaba en un antiguo lugar, grande y medio abandonado en la parte más vieja de la ciudad, que había sido próspera a Últimos del pasado siglo. El lugar exacto de sus visiones nocturnas era dentro y en los alrededores de cierta bóveda recluida, situada en la parte más arcaica y derruida del cementerio, y los incidentes del sueño siempre sucedían de noche, bajo una pálida y sepulcral luna. Fantásticas visiones parecían acariciar lúgubremente el paisaje nocturno, y habló vagamente de voces que oía a medias que le instaban a avanzar hasta que se encontraba en el paseo de grava que conducía a las puertas de la tumba. Por lo general, sus sueños empezaban de esta manera, en medio de un sueño tranquilo. De pronto, se hallaba caminando por la noche por un sendero bordeado de árboles y entraba en esta tumba desatando las cadenas enmohecidas que cerraban sus puertas. Una vez dentro, no hallaba dificultad en conducir sus pasos por la oscuridad, sino que con misteriosa familiaridad se dirigía directamente a cierto nicho que estaba entre los ataúdes. Entonces, se arrodillaba y apretaba un pequeño y escondido resorte o palanca entre las desmenuzadas piedras del suelo. Un pivote mostrándole una pequeña entrada que conducía a una caverna que se hallaba empotrada abajo. Al llegar aquí habló del húmedo salitre que emanaba de este pasadizo y de los peculiares olores nauseabundos que salían de la profunda oscuridad. No obstante, en sus sueños no se sentía repelido, sino que entraba rápidamente en la misma y después descendía por una serie de interminables y largas escaleras cortadas en la piedra y la tierra, y bruscamente se encontraba en el fondo.

Luego empezaba otro largo viaje a través de laberintos y bóvedas sepulcrales. Sucesivamente, vagaba por cavas y criptas, túneles y horadados fosos abismales, todos envueltos en la negrura de la noche inmemorable. Al llegar aquí se detuvo en su narración, y su voz se redujo a un estridente y excitado susurro.

El horror venía siempre después. Se encontraba en una sucesión de cámaras oscuramente iluminadas, y mientras permanecía encubierto en las sombras, veía cosas. Estos eran los moradores de la cueva de abajo; los lívidos engendros que hacían presa en la muerte: éste era su botín. Habitaban en cavernas oscuras construidas con huesos humanos y adoraban los dioses primitivos ante altares en forma de cráneo. Había galerías que conducían a las tumbas y fosos aún más hondos en donde estaban al acecho de sus presas vivas. Estos eran los espantosos seres nocturnos que contemplaba en sus sueños: eran los vampiros.

Debió haber visto la expresión de mi cara, pero no titubeó. Su voz, mientras continuaba, se hacía más tensa. No tenía intención de describir esos monstruos, excepto para decir que era horroroso contemplarlos. Era fácil para él reconocerlos a causa de ciertos actos significativos que siempre ejecutaban. Era la visión de estos actos, más que otra cosa, lo que lo horrorizaba. Hay cosas que no deben siquiera insinuarse a mentes sanas, y entre ellas se encontraban las que le perseguían por las noches. En sus visiones, esos seres no se le acercaban y parecían no preocuparse de su presencia; continuaban entregándose a horrendos festines en las cámaras sepulcrales o a unirse en orgías sin nombre. Pero de esto no diría más. Sus viajes nocturnos siempre acababan con el tránsito de una vasta procesión de estas monstruosidades por una caverna aún más profunda, un viaje que veía desde el borde superior. Una visión rápida y estremecedora de los reinos inferiores le recordaban el Infierno de Dante, y gritaba en sus sueños, mientras veía la procesión demoníaca desde el borde, había perdido pie precipitándose dentro del enjambre sepulcral que había abajo. Aquí, su sueño terminaba afortunadamente y se despertaba bañado en sudor frío.

Noche tras noche, las visiones se sucedían, pero esto no era lo peor de sus preocupaciones. ¡Su auténtica obsesión, su verdadero pavor consistía en el conocimiento de que estas visiones eran ciertas! Al llegar aquí le interrumpí con impaciencia, pero él insistió en proseguir. ¿No había visitado el cementerio desde sus primeros sueños y no había encontrado la misma bóveda que reconocía a través de sus visiones? ¿Y qué había de los libros? Le habían enviado para que iniciara una extensa investigación entre los libros particulares de la biblioteca de un colega antropólogo. Seguramente, yo, como hombre instruido, debía admitir las veladas y sutiles verdades reveladas de modo tan furtivo en tales libros como Los misterios del Gusano, de Ludvig Prinn, o el grotesco Ritos Negros, del místico Luveh-Kerapht, el sacerdote del escondido Bast. Recientemente, había emprendido algunos estudios en el loco y legendario Necronomicon de Abdul Alhazred. No pudo impugnar el misterio que se halla detrás de todas esas cosas como el censurado e infame Fábula de Nyarlathotep, o La leyenda de Elder Saboth.

Aquí irrumpió en un divagador discurso sobre los oscuros secretos míticos, con frecuencia alusiones a las antiguas creencias, como el fabuloso Leng, el oscuro N'ken y el diablo encantado Nis; también habló de las blasfemias de la luna de Yiggurath y la secreta parábola de Byagoonae, el Sin Rostro.

Era evidente que estos desvaríos eran la llave que abría sus dificultades, y con este argumento conseguí calmarle lo suficiente para explicárselo. Sus lecturas e investigaciones le habían producido este ataque, y añadí que no debía someter su cerebro a estas meditaciones, y que estas cosas son peligrosas para las mentes normales. Había leído y oído lo suficiente para saber que tales ideas no estaban concebidas para que los hombres las buscaran o comprendieran. Además, no debía tomarse demasiado en serio estos pensamientos. pues después de todo, estas leyendas eran únicamente alegóricas. No existen vampiros ni demonios mitológicos, debía verse que estos sueños podían ser interpretados simbólicamente. Cuando terminé, se sentó en silencio durante un momento. Dio un suspiro y luego habló con mucha cautela. Para mí era muy fácil decirlo, pero él pensaba diferente. ¿No había reconocido el lugar de sus sueños?

Intervine con una observación sobre la influencia del subconsciente, pero él, sin hacer caso de mi aseveración, continuó. Luego, me informó con una voz que vibraba con una excitación histérica, me contaría lo peor. Aún no me había contado todo lo que sabía y lo que le había ocurrido cuando descubrió la bóveda de su sueño en el cementerio. No se había detenido al ver corroborar sus visiones. Hacía algunas noches, había llegado aún más lejos. Entró en la necrópolis y encontró el nicho en la pared; descendió las escaleras y sorprendió el resto. Cómo se las arregló para regresar, nunca lo supo, pero en todas estas excursiones, que habían sido tres, él había siempre regresado y por lo visto se había ido a dormir, y a la mañana siguiente siempre estaba en la cama. Era cierto -me dijo-, ¡había visto esos seres! Ahora, debía ayudarle en seguida, antes de que cometiera algún acto irreflexivo. Le calmé con dificultad, mientras procuraba encontrar un método de tratamiento lógico y eficiente. Se hallaba casi al borde de la locura. De nada serviría persuadirle o intentar convencerle de que había soñado todos aquellos incidentes, de que su sistema nervioso le había llevado a alucinaciones afines. No podía esperar que él se diera cuenta, en su estado presente, que los libros responsables de su enfermedad habían sido escritos por mentes desordenadas y con el propósito de producir locos delirios. Era evidente que el único camino abierto era alegrarle, y luego demostrarle concretamente el completo engaño de sus creencias.

Por lo tanto, en respuesta a sus reiterados ruegos, cerramos un trato. El se comprometía a conducirme al lugar donde pretendía que ocurrían sus sueños y viajes, y después, demostrarme la verdad de lo que había manifestado. En resumidas cuentas, quedamos que a las diez de la noche del día siguiente nos encontraríamos en el cementerio. Su satisfacción fue tan grande al saber que estaba dispuesto a acompañarle, que casi era patético el verlo, y me sonrió como un chiquillo cariñoso a quien le han regalado un nuevo juguete. Le prescribí un sedante suave para que lo tomara aquella noche, arreglé los menores detalles de nuestra futura cita y nos despedimos hasta la noche siguiente.

Su partida me dejó en un estado de gran excitación. ¡Por fin veía un caso digo de estudio: un profesor inteligente, un colega bien educado, sujeto a grotescas pesadillas como un niño de tres años! En el acto decidí escribir una monografía sobre los procedimientos que debía seguir. Estaba seguro de que después de la noche siguiente podría demostrar de una manera concluyente la falsedad de sus aberraciones y efectuar una cura inmediata. La noche la pasé en un frenesí de investigaciones y meditaciones calculadas, y la mañana siguiente en una rápida lectura de la edición expurgada del conde d'Erlette Cultes des Goules. El anochecer me encontró dispuesto para la tarea. A las diez, provisto de altas botas, una chaqueta de lana gruesa y un casco de minero con una lámpara en el extremo, me hallaba de pie en la entrada del cementerio. Estaba dispuesto a recibir al Profesor Alexander Chaupin. Debo confesar que sentía una extraña inquietud y un espantoso terror nocturno. No sentía ningún placer en seguir aquella desagradable tarea. De pronto, me hallé ansioso esperando la llegada de mi paciente, aunque sólo fuera para tener una compañía.

Por fin llegó, vestido como el día anterior, y al parecer, de mejor humor. Juntos escalamos la baja muralla que rodeaba la necrópolis. Luego, me condujo a través de un jardín de grava iluminado por la luna y dentro de las sombras que se deslizaban, de un silencioso bosquecillo en el corazón del cementerio. Aquí, las piedras de las tumbas parecían mirar de soslayo burlonamente en medio de la oscuridad, y los rayos de la luna no penetraban hasta ese lugar. Un terror atávico me estremeció involuntariamente, mientras mi mente insistía, desatada en su locura, en escuchar el tráfago de los gusanos. No me preocupé en dejar que mis pensamientos descansaran sobre las sepulturas, o la diabólica densidad de las sombras que las circundaban. Sentí un consuelo cuando Chaupin, imperturbable, me condujo al fin por una larga avenida cubierta de árboles hasta los prohibidos portales de la tumba que pretendía haber profanado. No voy a entrar en detalles sobre lo que siguió, ni les contaré cómo desatamos las cadenas que cerraban la tumba, ni a describir el espantoso interior del mausoleo. Es suficiente para mí declarar que la promesa de Chaupin fue ampliamente cumplida, pues encontró el nicho a la luz de nuestros cascos de minero. Encontró el nicho y apretó el botón secreto, hasta que se nos mostró el túnel que había abajo. Me quedé horrorizado ante esta inesperada revelación, y una ráfaga de temor hirió mis sentidos manteniéndolos en un estado de tensión sobrenatural. Debía de haber estado mirando dentro de aquel negro orificio durante varios minutos. Ninguno de los dos decíamos nada.

Por primera vez vacilé. Ya no tenía duda respecto a la validez de las declaraciones del profesor. Me las había demostrado más allá de toda duda. No obstante, esto no significaba que estuviera completamente cuerdo; esto no lo curaba de su obsesión. Me di cuenta, con repulsión, que mi trabajo estaba muy lejos de haber llegado a su fin, de que debíamos descender hasta aquellas profundidades y dejar arregladas de una vez para siempre todas aquellas preguntas todavía sin respuesta. No estaba preparado para creer en aquellas jerigonzas incoherentes de Chaupin sobre imaginarios vampiros; la mera existencia de un pasaje hacia una tumba no conducía necesariamente a demostrar sus otras pretensiones. Quizá si fuera con él hasta el fondo del foso, su mente podría al fin descansar respecto a su singular sospecha. Pero aunque me horrorizaba reconocer la posibilidad, ¿por qué suponer que había realmente una malvada y retorcida verdad en su relato y que abajo algo nos acechaba, esperándonos? ¿Alguna banda de refugiados? ¿Fugitivos que acaso huían de la ley? ¿Quién podía residir en aquel foso? Quizás accidentalmente habían encontrado aquel lugar escondido. En este caso, ¿qué pasaría luego?

Aún así, algo me dijo que debíamos continuar y comprobarlo con nuestros ojos. A este impulso interior, Chaupin añadió sus ruegos. “Déjeme que le muestre la verdad -dijo- y ya no dudará más. Después de esto creería y sólo con la creencia podría ayudarle. Me rogaba que continuara, pero si me negaba tendría que pedir a la policía que hiciera una investigación del lugar. Fue esto último lo que me decidió. No podía permitir que mi nombre se viera envuelto en un escándalo. Si el hombre estaba loco, ya sabría cuidar de mí. Si no lo estaba... bueno, pronto lo íbamos a ver. Por consiguiente, le di mi consentimiento, aunque de mala gana, para continuar, y luego me puse a su lado para que me enseñara el camino. La entrada parecía la boca de un monstruo mitológico. Bajamos por una escalera en declive en forma de serpentina hasta el pasaje de piedra húmeda que estaba socavado en la sólida roca. El túnel era caliente y húmedo y en el aire flotaba el olor de vida putrefacta. Era como un viaje por el más fantástico reino de la pesadilla, un viaje que conducía a los secretos desconocidos bajo los cadáveres enterrados. Aquí todo era secreto excepto para los gusanos, y mientras continuábamos, empecé a desear que siguieran así. Estaba, en realidad, presa del más espantoso pánico, aunque Chaupin parecía extrañamente tranquilo.

Varios factores contribuían a mi creciente inquietud. No me gustaban las furtivas ratas que roían incesantemente desde innumerables agujeros diminutos que se alineaban en la segunda espiral del pasaje. Un enjambre de ellas invadió la escalera; blandas, gruesas y abotargadas. Empecé a comprender la causa de aquella hinchazón y las probables fuentes de su alimentación. Luego, también me di cuenta de que Chaupin parecía saber el camino perfectamente, ¿y si fuera cierto que él había estado antes aquí, entonces, qué pasaba con el resto de su historia? Al mirar hacia abajo, recibí todavía otra sorpresa. En las escaleras no había polvo. ¡Parecía como si las hubieran estado usando constantemente! Durante un momento, mi mente rehusó comprender la importancia de este descubrimiento, pero cuando al fin estalló claramente en mi cerebro, me sentí de pronto lleno de asombro. No me atrevía a mirar otra vez, no fuera que mi imaginación evocara la probable imagen de lo que podía subir de abajo y ascender por aquella escalera. Rápidamente, encubriendo mi terror pueril, me apresuré a seguir a mi silencioso guía, cuya vela lanzaba extrañas sombras sobre los agujeros de la pared. Me daba cuenta de lo nervioso que me ponía todo aquel asunto y en vano traté de razonar conmigo mismo, ahuyentando los temores para concentrarme en algún objeto definido.

Mientras proseguíamos no había nada tranquilizador a nuestro alrededor. Las paredes resquebrajadas del túnel parecían vacías y espantosas a la luz de la antorcha. Sentí de pronto que este antiguo sendero no había sido construido para nada normal o parecido a la normalidad, y no temí que mis pensamientos incidieran en las últimas revelaciones que podrían encontrarse más adelante. Durante un buen rato nos deslizamos en el más absoluto silencio. Abajo, abajo, abajo, nuestro camino cada vez se estrechaba más hacia una oscuridad más profunda y húmeda. Luego, la escalera terminó bruscamente en una cueva. Había una luz azulada, fosforescente, como ultravioleta, y me pregunté cuál sería su origen. Me mostró una extensión abierta pequeña y de superficie lisa, de donde colgaban hileras de colosales estalactitas y varios pilares de gran anchura. Al fondo, en la densa oscuridad, había unas aberturas que daban a otras excavaciones que conducían a perspectivas sin fin de una noche olvidada. Un aire de horror heló mi corazón; parecía que habíamos profanado con nuestra intrusión algunos misterios que hubiera sido mejor no ver. Empecé a temblar, pero Chaupin me agarró fuertemente y hundió sus finos dedos en mis hombros mientras me aconsejaba que guardara silencio.

Hablaba con voz bisbiseante mientras caminábamos juntos, uno al lado del otro, en aquella oscura y sombría caverna bajo tierra; murmuraba aterradoramente lo que nos acechaba en la oscuridad. Quería demostrar ahora que sus palabras eran ciertas; debía esperar aquí mientras él se adelantaba en las tinieblas: al regresar, me traería las pruebas. Al decir esto, dio unos pasos rápidos hacia delante, desapareciendo casi inmediatamente en una de las excavaciones que nos precedían. Me dejó tan de repente que no tuve ni tiempo de decirle que me oponía a su propuesta. Me senté en la oscuridad y esperé, sin atrever a preguntarme qué era lo que esperaba. ¿Volvería Chaupin? ¿Era todo un monstruoso engaño? ¿Estaba Chaupin loco, o todo era cierto? En ese caso, ¿qué podría sucederle en aquel laberinto del fondo? ¿Y qué me pasaría a mí? Había sido un loco en venir, todo el asunto era una locura. Quizás aquellos libros no eran tan absurdos como pensaba: la tierra puede abrigar los secretos más horribles en su pecho sin piedad.

La luz arrojaba sombras sobre las paredes de estalactitas y se estrechaba alrededor del oscuro círculo luminescente que procuraba mi pequeña antorcha. No me gustaban esas sombras: eran retorcidas, enfermizas, desconcertadamente profundas. El silencio era aún más potente; parecía insinuar cosas sin nombre que aún debían venir: se burlaba de manera intolerable de mi creciente miedo y soledad. Los minutos se arrastraban como larvas y nada rompía aquella mortal quietud. Entonces llegó el grito: un grito rápido, que iba en aumento, de inenarrable locura, brotó sobre el aire sepultado, y sentí que mi alma se partía, pues sabía muy bien lo que aquel grito significaba. Ahora sabía -ahora, cuando era demasiado tarde- que las palabras de Chaupin eran ciertas. Pero no me atreví a detenerme a reflexionar, pues en seguida oí unas suaves pisadas que llegaban de lo más profundo de las tinieblas, el crujiente escarbar de frenéticos movimientos. Me volví y subí corriendo la escalera subterránea con la velocidad que da la más profunda desesperación. No necesitaba mirar atrás; mis horrorizados oídos captaron claramente la cadencia de unos pies que corrían. No oía nada más que el clamor de esos pies o zarpas hasta que mi aliento raspaba en mis oídos cuando daba la vuelta a la primera espiral de aquellas interminables escaleras. Me tambaleé hacia arriba, jadeando, ahogándome: una verificación en mi alma que consumía cualquier pensamiento, excepto el del miedo mortal y la risa de horror. ¡Pobre Chaupin!

Me parecía que los ruidos se acercaban cada vez más; luego brotó un ronco aullido en las escaleras directamente debajo de mí. Un bestial aullido que me dejó extenuado con sus tonos infrahumanos, acompañado de una risa nauseabunda y espantosa. ¡Estaban llegando! Seguí corriendo, al rítmico trueno de los pasos de abajo. No me atrevía a mirar hacia atrás, pero sabía que se estaban acercando al hueco de la escalera. Los cabellos se erizaron en mi nuca, mientras aceleraba el tramo de escalera sin fin que se retorcía como una serpiente en la tierra. Me afanaba con dificultad y chillé con todas mis fuerzas, pero los horrorosos aullidos me pisaban los talones. Arriba, arriba, arriba, más cerca, más cerca, más cerca, mientras mi cuerpo ardía de angustia y espanto. Por fin se terminaron las escaleras y yo trepaba locamente por la estrecha abertura mientras los monstruos corrían por la oscuridad a pocos pasos de mí. Llegué cuando la luz de mi casco se apagaba; luego, atasqué la piedra en su sitio, lleno aún de los rostros de los primeros horrores que se adelantaban. Pero al hacerlo, la moribunda luz llameó por un segundo y pude ver al primero de mis perseguidores al resplandor de la luz. Luego se apagó. Cerré de golpe el portal y pude llegar tambaleándome al mundo de los mortales.

Nunca olvidaré aquella noche, por más que quisiera borrar aquellos espantosos recuerdos; nunca más encontraré el sueño que tanto ansiaba. No me atrevo ni a matarme por temor a que me entierren en lugar de ser quemado; aunque la muerte sería bien recibida por lo que he llegado a ser. Nunca lo olvidaré, pues ahora conozco toda la verdad del asunto; pero hay un recuerdo por el que daría incluso mi alma para conseguir borrarlo para siempre de mi cerebro, aquel momento loco cuando vi a los monstruos a la luz de la antorcha: la risa, los babeantes horrores de abajo.

¡Pues el primero y principal de todos fue la risa del malvado monstruo conocido por los hombres como el Profesor Chaupin!


RELATO: "La pirámide brillante", Arthur Machen






La pirámide brillante


Arthur Machen



I. El mensaje cuneiforme

-¿Obsesionado, dice usted?
-Sí, obsesionado. Cuando nos conocimos, hace tres años, me habló usted de la región donde vivía, con sus antiguos bosques, sus agrestes y majestuosas colinas, y sus ásperas tierras. El cuadro que usted me describió quedó grabado en mi mente, y lo recuerdo siempre, de un modo especial cuando estoy sentado en mi escritorio y oigo el intenso rumor del tránsito de las calles de Londres. Pero, ¿cuándo ha llegado usted?
-La verdad, Dyron, es que he venido directamente desde la estación. He salido esta mañana temprano para tomar el tren de las 10:45.
-Bueno, me alegro mucho de que haya venido a verme. ¿Qué ha sido de su vida desde la última vez que nos vimos? Supongo que no existe ninguna Mrs. Vaughan...
-No -dijo Vaughan-, continúo siendo un eremita, como usted. No he hecho más que vagabundear de un lado para otro.
Vaughan había encendido su pipa y estaba sentado en el brazo del sillón, mirando a su alrededor con una mezcla de asombro y de intranquilidad. Dyson había hecho correr su silla cuando entró su visitante, y tenía un brazo apoyado en su escritorio, lleno de papeles y de libros en desorden.
-Y usted, ¿sigue ocupado en la antigua tarea? -inquirió Vaughan, señalando el montón de papeles y de abultadas carpetas.
-Sí, el sueño de la literatura es tan vano y tan absorbente como el de la alquimia. Bueno, supongo que se quedará algún tiempo en la ciudad. ¿Qué haremos esta noche?
-En realidad, me gustaría convencerle para que viniera a pasar unos días en el oeste. Estoy persuadido de que le sentarían estupendamente.
-Es usted muy amable, Vaughan, pero resulta difícil abandonar Londres en septiembre. Doré no podía haber dibujado nada más maravilloso y místico que la Oxford Street, tal como la vi hace un par de días, al atardecer; el reflejo del sol poniente, la calina azul, transformaban la calle en un sendero que conducía «a la ciudad espiritual».
-A pesar de todo, me gustaría que viniera. Disfrutaría usted paseando por nuestras colinas. Estoy asombrado: me pregunto cómo puede trabajar en medio de este ruido. Creo que gozaría de veras con la tranquilidad de mi viejo hogar entre los bosques.
Vaughan volvió a encender su pipa y miró ansiosamente a Dyson, para comprobar si sus palabras habían producido algún efecto, pero su amigo sacudió la cabeza, sonriendo, y en lo íntimo de su corazón hizo un voto de fidelidad a las calles ciudadanas.
-No puede usted tentarme -dijo.
-Bien, quizá tenga usted razón. Después de todo, tal vez estaba equivocado al hablar de la tranquilidad del campo. Allí, cuando se produce una tragedia, es como una piedra arrojada en una charca; los círculos que forma el agua se van ensanchando, y parece que no hayan de terminar nunca de agrandarse.
-¿Han tenido ustedes alguna tragedia allí?
-Bueno, no me atrevo a calificarla de tal. Pero, hace cosa de un mes, me preocupó mucho algo que ocurrió; puede o no puede haber sido una tragedia, en el sentido corriente de la palabra.
-¿Qué fue lo que sucedió?
-Verá, el hecho es que desapareció una muchacha de un modo bastante misterioso. Sus padres, que responden al nombre de Trevor, son unos granjeros acomodados, y su hija mayor, Annie, era una especie de belleza local; en realidad, era muy guapa. Una tarde, decidió ir a visitar a su tía, una viuda que cultiva sus propias tierras, y como las dos casas se encuentran solamente separadas por una distancia de cinco o seis millas, Annie les dijo a sus padres que iría por el atajo que pasa por las colinas. No llegó a casa de su tía, ni ha vuelto a ser vista. Se lo cuento a grandes rasgos, desde luego.
-¡Qué cosa más rara! Supongo que en las colinas no habrá minas abandonadas... ¿Cree usted que pudo caerse por algún precipicio?
-No. El camino que tenía que tomar no discurre junto a ningún barranco; no es más que un sendero abierto en plena colina, apartado, incluso, de cualquier camino secundario. Pueden recorrerse millas enteras sin encontrar un alma, pero es absolutamente seguro.
-¿Y qué dice la gente acerca de ello?
-¡Oh! Tonterías... No tiene usted idea de lo supersticiosa que es la gente del campo. Donde yo vivo, son más supersticiosos que los irlandeses, que ya es decir. 
-Pero, ¿qué es lo que dicen?
-¡Oh! Suponen que la pobre muchacha «se marchó con las hadas», o fue «raptada por las hadas». ¡Si el caso no fuera tan trágico, habría para echarse a reír!
Dyson pareció algo interesado.
-Sí -dijo-, la palabra «hadas» suena algo rara al oído en la época actual. Pero, ¿qué dice la policía? Supongo que no aceptará la hipótesis del cuento de hadas...
-No. Pero tengo la impresión de que anda completamente despistada. Lo que temo es que Annie Trevor tropezara con algunos facinerosos en su camino. Castletown, como ya sabe, es un importante puerto de mar, y algunos de los peores marinos extranjeros desertan de cuando en cuando de sus barcos y se dedican al bandolerismo. No hace muchos años, un marinero español llamado García asesinó a toda una familia por un botín que no valía seis peniques. Algunos de esos tipos apenas son humanos, y mucho me temo que la pobre muchacha haya tenido un final espantoso.
-¿Vieron merodear por allí a algún marinero extranjero?
-No. Y la gente del campo se fija inmediatamente en cualquiera que tenga un aspecto o vista de un modo «anormal». A pesar de todo, parece como si mi teoría fuese la única explicación posible.
-¿No hay ningún dato que pueda servir de punto de partida? -inquirió Dyson pensativamente-. ¿Un asunto amoroso, o algo por el estilo?
-¡Oh, no! Ni pensarlo. Estoy seguro de que si Annie estuviera viva, se lo hubiera hecho saber a su madre.
-Desde luego, desde luego. Pero existe la posibilidad de que esté viva, y no pueda comunicarse con sus amigos. Todo esto debe haberle producido muchas preocupaciones.
-En efecto. Aborrezco los misterios, especialmente los que pueden ser el velo del horror. Pero, francamente, Dyson, prefiero no recordarlo; no he venido aquí para hablarle de esto.
-Naturalmente -dijo Dyson, un poco sorprendido por la actitud de Vaughan-. Ha venido para conversar de temas más alegres.
-No, eso tampoco. Lo que acabo de contarle ocurrió hace cosa de un mes, pero en estos últimos días ha sucedido algo que me afecta de un modo más personal, y, para ser absolutamente sincero, he venido a verle con la idea de que podía ayudarme. ¿Recuerda el extraño caso de que me habló cuando nos vimos por última vez? Algo acerca de un fabricante de gafas...
-¡Oh, sí, lo recuerdo perfectamente! En aquella época estaba muy orgulloso de mi perspicacia; incluso ahora, la policía no tiene la menor idea del motivo de que fueran deseadas aquellas extrañas gafas amarillas. Pero, tiene usted un aspecto realmente preocupado, Vaughan. Espero que no será nada grave.
-No; creo que he estado exagerando, y quiero que usted me tranquilice. Pero lo que ha sucedido es muy raro.
-¿Y qué ha sucedido?
-Estoy convencido de que se reirá de mí, pero ésta es la historia. Como usted ya sabe, hay un camino, un derecho de paso, que cruza mis tierras y, para ser exacto, discurre junto al muro de la huerta. No es utilizado por muchas personas; algún leñador, de cuando en cuando, y cinco o seis chiquillos que van a la escuela del pueblo y pasan por allí dos veces al día. Hace unos días, decidí dar un paseo antes de desayunar, y me detuve a llenar mi pipa al lado mismo de las grandes puertas del muro de la huerta. El bosque se extiende hasta muy cerca del muro, y el camino de que le he hablado discurre a la sombra de los árboles. Soplaba un vientecillo fresco, y aproveché la protección de la pared para encender la pipa. Al hacerlo, incliné la mirada al suelo y vi una cosa que me llamó la atención. Debajo mismo del muro, sobre la corta hierba, había unas piedrecitas que formaban un dibujo; algo así... Y Mr. Vaughan cogió un lápiz y un trozo de papel y trazó unas cuantas rayas.
-Como puede ver -continuó-, las piedrecitas eran doce, y estaban simétricamente espaciadas. Las piedras eran puntiagudas, y todas las puntas estaban dirigidas en la misma dirección.
-Sí -dijo Dyson, sin mucho interés-, no cabe duda de que los chiquillos que usted ha mencionado estuvieron jugando cuando regresaban de la escuela. Los niños son muy aficionados a entretenerse haciendo dibujos con piedras, flores, conchas, o cualquier otra cosa que encuentren.
-Eso fue lo que yo pensé; vi aquellas piedras que formaban una especie de dibujo, y me marché. Pero, a la mañana siguiente, volví a pasar por allí, y vi otra vez las piedrecitas, en el mismo lugar. El dibujo, sin embargo, era distinto: las piedras estaban dispuestas como los radios de una rueda, uniéndose todas en un centro común, y este centro estaba formado por otro dibujo que parecía una copa; todo, desde luego, a base de piedrecitas.
-Sí, la cosa resulta curiosa -dijo Dyson-. Aunque lo más probable es que los responsables de esas fantasías en piedra sean los chiquillos que van a la escuela.
-Intrigado, decidí hacer una prueba. Los niños regresan de la escuela a las cinco y media de la tarde, y fui a aquel lugar a las seis: encontré el dibujo tal como lo había dejado por la mañana. Al día siguiente, repetí la visita a las siete menos cuarto de la mañana, y descubrí que el dibujo había cambiado. Ahora formaba una pirámide. Vi pasar a los chiquillos hora y media más tarde, y no se detuvieron para nada allí. Por la tarde les vi regresar, y tampoco se detuvieron. Y esta mañana, a las seis, el dibujo formaba una especie de media luna.
-De modo que la serie de dibujos es la siguiente: primero, líneas simétricas; luego, los radios y la copa; después la pirámide, y finalmente, esta mañana, la media luna. Ese es el orden, ¿no es cierto?
-Sí, en efecto. Pero, ¿sabe usted lo que me ha hecho sentirme intranquilo? Supongo que va a parecerle absurdo, pero no puedo evitar la idea de que alguien los utiliza para comunicarse con otros..., o para amenazarme.
-¿Amenazarle? ¿Acaso tiene usted enemigos?
-No. Pero tengo algunas piezas de plata, muy antiguas y valiosas.
-Entonces, ¿piensa usted en los ladrones? -inquirió Dyson, cuyo interés parecía haber aumentado considerablemente-. Conoce usted a todos sus vecinos. ¿Hay algún personaje sospechoso?
-Que yo sepa, no. Pero recuerde lo que he dicho de los marineros.
-¿Puede usted confiar en sus criados?
-Desde luego. La plata se encuentra en una habitación a prueba de ladrones; el único que sabe dónde está la llave es el mayordomo, un hombre que lleva muchos años al servicio de la familia. Por ese lado no hay problema. Sin embargo, todo el mundo sabe que tengo un montón de plata antigua, y la gente del campo es muy aficionada al comadreo, de modo que la información puede haber llegado a oídos de algún indeseable.
-Es probable, aunque confieso que la teoría de los ladrones me parece algo insatisfactoria. ¿Quién se comunica con quién? Me resisto a aceptar esa explicación. ¿Qué fue lo que le hizo relacionar la plata con aquellos dibujos?
-La figura de la copa -dijo Vaughan-. Da la casualidad de que poseo una ponchera muy grande y muy valiosa de la época de Carlos II. El cincelado es realmente exquisito, y la pieza vale un montón de dinero. El dibujo que le describí a usted, tenía la misma forma de mi ponchera.
-Una extraña coincidencia, desde luego. Pero, ¿y los otros dibujos? ¿Tiene usted algo en forma de pirámide?
-¡Ah! Eso es lo más raro de todo. La ponchera en cuestión, juntamente con un juego de cucharas antiguas, está guardada en un pequeño arcón de caoba, de forma piramidal.
-Confieso que todo esto me interesa muchísimo -dijo Dyson-. Continúe. ¿Qué me dice de los otros dibujos? El Ejército, como podríamos llamar al primero, y la Media Luna...
-No he podido relacionarlos con nada. Sin embargo, creo que admitirá usted que mi curiosidad y mi preocupación están justificadas. Me disgustaría mucho perder alguna de las piezas antiguas de plata; casi todas ellas han pertenecido a mi familia desde hace generaciones. Y no puedo quitarme de la cabeza la idea de que algunos facinerosos tratan de hacerme víctima de un robo, y se comunican unos con otros todas las noches por medio de esos dibujos.
-Sinceramente -dijo Dyson-, no sé qué decirle; estoy tan a oscuras como usted. Su teoría parece la única explicación posible, y, sin embargo, las dificultades que existen son enormes.
Se reclinó hacia atrás en su asiento, y los dos hombres se miraron, con el ceño fruncido, perplejos ante un problema tan raro.
-A propósito -dijo Dyson, después de una larga pausa-, ¿qué formación geológica tienen ustedes allí?
Mr. Vaughan levantó la mirada, muy sorprendido por la pregunta.
-Arenisca y caliza roja, creo -respondió-. Nos encontramos un poco más allá de las capas que contienen carbón mineral.
-Pero, ni en la arenisca ni en la caliza hay piedras, ¿verdad?
-No, nunca he visto piedras en los campos. Y confieso que el hecho me había llamado la atención.
-¡Lo que yo suponía! Es un detalle muy importante. A propósito, ¿qué tamaño tenían las piedras utilizadas en aquellos dibujos?
-Da la casualidad de que me he traído una; la cogí esta mañana.
-¿De la Media Luna?
-Exactamente. Aquí está.
Sacó de uno de sus bolsillos una piedra de forma alargada y terminada en punta, de unas tres pulgadas de longitud. El rostro de Dyson brilló de excitación al cogerla de manos de Vaughan.
-Desde luego -dijo, después de un breve silencio-, tiene usted unos vecinos muy raros. Me cuesta trabajo creer que puedan albergar algún propósito acerca de su ponchera. ¿Sabe usted que esto es una piedra cuneiforme antiquísima, y que además tiene forma única? He visto ejemplares que procedían de todas las partes del mundo, pero ninguno como éste, que posee unas características muy especiales.
Dejó su pipa sobre el escritorio y sacó un libro de uno de los cajones.
-Tenemos el tiempo justo para tomar el tren que sale a las 5,45 para Castletown -dijo.



II. Los ojos en el muro

Mr. Dyson aspiró profundamente el aire puro de las colinas y sintió todo el encanto del escenario que le rodeaba. Era por la mañana, temprano, y se encontraba en la terraza de la parte delantera de la casa. Los antepasados de Vaughan la habían construido en la falda de una alta colina, al amparo de un antiguo y tupido bosque que rodeaba el edificio por tres de sus puntos cardinales; por el cuarto, al sudoeste, el terreno descendía suavemente hasta hundirse en el valle, por cuyo fondo discurría un rumoroso riachuelo.
En la terraza, perfectamente resguardada, no corría ni un soplo de viento, y los árboles permanecían inmóviles. Un solo rumor turbaba el silencio: el murmullo cantarín del agua al deslizarse entre las rocas.
Debajo mismo de la casa, el riachuelo estaba cruzado por un puente de piedras grises, que se remontaba a la Edad Media, y más allá del puente se alzaban de nuevo las colinas, anchas y redondeadas como baluartes, cubiertas aquí y allá de oscuros bosques, aunque las alturas estaban desnudas de árboles.
Dyson miró al norte y al sur, y sólo vio la pared de las colinas, y los antiguos bosques, y el riachuelo regateando entre ellos; todo gris y difuso con la niebla matinal, bajo el cielo plomizo.
La voz de Mr. Vaughan rompió el silencio.
-Pensé que estaría usted demasiado cansado para levantarse tan temprano -dijo-. Veo que está admirando el paisaje. Es hermoso, ¿verdad? Aunque supongo que el viejo Meyrick Vaughan no pensó mucho en el escenario cuando edificó la casa. Un hogar antiguo y extraño, ¿no es cierto?
-Sí, pero encaja perfectamente con los alrededores; sus piedras son tan grises como las del puente y como las colinas.
-Temo haberle traído aquí para nada, Dyson -dijo Vaughan-. Esta mañana he estado allí, y no he visto rastro de ningún dibujo.
Echaron a andar a través del césped, hasta llegar a un sendero que pasaba por la parte posterior de la casa. Avanzaron por él, y súbitamente Vaughan se detuvo; estaban junto a la puerta del muro de la huerta.
-Mire, aquí era -dijo Vaughan, señalando el suelo-. La primera mañana que vi las piedras, estaba en el lugar en que usted se encuentra ahora.
-Ya. Aquella mañana fue el Ejército; luego la Taza, luego la Pirámide, y ayer la Media Luna. ¡Qué piedra más rara! -continuó Dyson, señalando un bloque de piedra caliza que sobresalía del suelo, debajo del mismo muro-. Parece una especie de columna enana, pero supongo que es natural.
-Sí, lo mismo creo yo. Imagino que la trajeron aquí para utilizarla en los cimientos de otro edificio más antiguo que el nuestro.
-Es muy probable.
Dyson miraba a su alrededor atentamente, tendiendo la vista desde el suelo al muro, y desde el muro al profundo bosque que casi colgaba sobre la huerta, oscureciendo el lugar incluso en plena mañana.
-Mire aquí -dijo Dyson, al cabo de un rato-. Desde luego, eso tiene que ser obra de los chiquillos. Mire...
Se había inclinado, y examinaba la roja superficie del muro, que había sido levantado con ladrillos blancos. Vaughan se acercó y miró fijamente el lugar señalado por el dedo de Dyson; apenas pudo distinguir una leve señal en la rojiza superficie.
-¿Qué es eso? -preguntó-. Apenas puedo distinguirlo.
-Mírelo más de cerca. ¿No le parece una tentativa de dibujar un ojo humano?
-¡Ah! Ahora lo veo. Mi vista no es muy aguda. Sí, han tratado de dibujar un ojo, como usted dice. Creí que a los chiquillos les enseñaban a dibujar en la escuela.
-Bueno, es un ojo bastante raro. Tiene una forma muy extraña; diríase que es el ojo de un chino.
Dyson contempló pensativamente la obra del artista en agraz, y, arrodillándose, examinó de nuevo el muro minuciosamente.
-Me gustaría mucho saber -dijo, finalmente- cómo es posible que un chiquillo de estos andurriales conozca la forma que tienen los ojos mongólicos. La mayoría de los niños tienen una impresión muy distinta del tema; dibujan un círculo, o algo parecido a un círculo, y ponen una manchita en el centro. No creo que ningún chiquillo imagine que el ojo está hecho realmente como ése. Quizá pueda derivar del rostro grabado en una lata de té... Pero no me parece probable.
-Pero, ¿por qué está tan seguro de que lo dibujó un chiquillo?
-Mire la altura. Esos ladrillos tienen unas dos pulgadas de espesor, aproximadamente; desde el suelo hasta el dibujo, hay veinte tongadas de ladrillos; esto nos da una altura de tres pies y medio. Ahora, imagine que va a dibujar algo en ese muro. Exactamente; su lápiz, si tuviera uno, tocaría el muro al nivel aproximado de sus ojos, es decir, a una distancia de más de cinco pies del suelo. Por lo tanto, resulta fácil colegir que ese ojo fue dibujado por un niño de unos diez años.
-Sí, no se me había ocurrido. Desde luego, tiene que haberlo hecho uno de los chiquillos.
-Lo mismo creo yo. Sin embargo, como ya le he dicho, en esas dos lineas hay algo muy poco infantil, y el propio globo ocular tiene una forma casi ovalada. Tal y como yo lo veo, el dibujo tiene un aire antiguo y raro; y, en conjunto, resulta bastante desagradable. No puedo evitar la idea de que si pudiéramos ver toda una cara dibujada por la misma mano, no seria nada agradable. Pero, después de todo, esto es una tontería, que no nos hace avanzar en nuestras investigaciones. Es muy raro que la serie de dibujos a base de piedras haya tenido un final tan brusco.
Los dos hombres emprendieron el camino de regreso a la casa, y en el momento que entraban en el porche se abrió un claro en el cielo gris, y un rayo de sol bañó las grisáceas colinas delante de ellos.
Durante todo el día, Dyson vagabundeó pensativamente por los campos y los bosques que rodeaban la casa. Estaba intrigado por las extrañas circunstancias que se proponía aclarar, y en un momento determinado sacó de su bolsillo la piedra cuneiforme y la examinó con profunda atención. Había algo en ella que la hacía completamente distinta de los ejemplares que había visto en museos y en colecciones particulares; la forma era de un tipo distinto, y alrededor del filo había una línea de puntitos, que tenía toda la apariencia de un adorno. ¿Quién, pensó Dyson, podía poseer tales cosas en un lugar tan apartado? ¿Y quién, poseyendo las piedras, podía haberles dado el fantástico uso de dibujar figuras incomprensibles bajo la tapia de la huerta de Vaughan? Lo absurdo de todo el asunto le molestaba indescriptiblemente; y a medida que su mente rechazaba una teoría tras otra, se sentía fuertemente tentado de tomar el primer tren y regresar a la ciudad. Había visto la plata antigua que poseía Vaughan, y había examinado la ponchera, la gema de la colección, con suma atención; y lo que vio, y su conversación con el mayordomo, le convencieron de que un complot para robar la ponchera tenía muy pocos visos de verosimilitud. El arcón donde estaba guardada la ponchera, una pesada pieza de caoba, que databa evidentemente de principios de siglo, recordaba ciertamente una pirámide, y Dyson se sintió inclinado, en el primer momento, a realizar un trabajo de detective; pero, una reflexión más detenida le convenció de la imposibilidad de la hipótesis del robo. Tenía que encontrar algo más satisfactorio. Le preguntó a Vaughan si había gitanos por aquellos alrededores, y Vaughan le respondió que no habían visto uno desde hacía años. Esto le desanimó bastante, ya que sabía que los gitanos tienen la costumbre de dejar extraños jeroglíficos a su paso, y había depositado ciertas esperanzas en aquella idea, cuando se le ocurrió. Al oír la respuesta de Vaughan, que significaba la destrucción de su teoría, se reclinó hacia atrás en su asiento, con expresión de disgusto. 
-Es raro -dijo Vaughan-, pero los gitanos no nos han producido nunca molestias. De vez en cuando, los campesinos encuentran restos de fogatas en la parte más agreste de las colinas, pero nadie parece saber quién las enciende.
-Serán obra de los gitanos.
-¿En aquellos lugares tan apartados? No lo creo. Los gitanos y los vagabundos de todas clases suelen andar por las carreteras y caminos próximos a los lugares habitados.
-Bueno, no sé qué decirle. Esta tarde he visto a los chiquillos cuando regresaban de la escuela, y, como usted dijo, no se han detenido para nada junto al muro. De modo que no tendremos más ojos en la tapia, por lo menos.
-Uno de estos días me dedicaré a espiarles y descubriré quién es el artista.
A la mañana siguiente, cuando Vaughan salió a dar su acostumbrado paseo, encontró a Dyson, que le estaba esperando junto a la puerta de la huerta, y al parecer en un estado de intensa excitación, ya que le hizo señas para que se acercara, gesticulando violentamente.
-¿Qué sucede? -preguntó Vaughan-. ¿Otra vez las piedras?
-No; pero mire ahí, mire la tapia. ¿Lo ve?
-¡Hay otro ojo!
-Exactamente. Dibujado a muy poca distancia del primero, casi al mismo nivel, aunque ligeramente más abajo.
-¿Quién diablos será el autor? No pueden haber sido los chiquillos; anoche no estaban ahí, y los niños no pasarán hasta dentro de una hora. ¿Qué significado puede tener?
-Creo que en el fondo de todo esto se encuentra el propio diablo -dijo Dyson-. Desde luego, resulta difícil no llegar a la conclusión de que esos infernales ojos almendrados han sido dibujados por la misma mano que trazó los dibujos con las piedras cuneiformes; y a dónde puede llevarnos esa conclusión, es más de lo que puedo decir. Por mi parte, he tenido que echarle un freno a mi imaginación, pues de lo contrario se hubiera desbocado.
Los dos hombres permanecieron callados unos instantes. Luego, Dyson continuó:
-Vaughan, ¿se ha fijado usted en que existe un detalle, un detalle muy curioso, en común entre las figuras hechas con piedras y los ojos dibujados en el muro?
-¿A qué se refiere? -preguntó Vaughan, sobre cuyo rostro había caído una sombra de indefinido temor.
-A esto: sabemos que los dibujos del Ejército, la Copa, la Pirámide y la Media Luna tienen que haber sido hechos durante la noche. Probablemente, eso significa que estaban destinados a ser vistos también durante la noche. Bueno, el mismo razonamiento es aplicable a esos ojos del muro.
-No acabo de comprenderle, Dyson. Verá, las últimas noches han sido muy oscuras, ya que el cielo ha estado cubierto de nubes. Además, los árboles del bosque proyectan una intensa sombra sobre el muro, incluso en las noches más claras.
-¿Y bien?
-Lo que me sorprende es esto: quienquiera que sea el autor, debe tener una vista particularmente aguda para poder dibujar a oscuras.
-He leído que algunas personas encerradas en calabozos oscuros durante muchos años, han adquirido la facultad de ver perfectamente en la oscuridad.
-Sí -dijo Dyson-. El abate Faria, de El conde de Montecristo, por ejemplo. Pero es un detalle muy curioso.


III. La búsqueda de la Ponchera

-¿Quién es el anciano que acaba de saludarle? -preguntó Dyson, cuando llegaban a la curva del  sendero próxima a la casa.
-¡Oh! Es el viejo Trevor. Está muy decaído, el pobre.
-¿Quién es Trevor?
-¿No lo recuerda? Le conté la historia el día que fui a su casa..., acerca de una muchacha llamada Annie Trevor, que desapareció de un modo inexplicable hace cinco semanas. Ese anciano es su padre.
-Sí, sí, ahora lo recuerdo. A decir verdad, lo había olvidado por completo. ¿No se ha sabido nada de la muchacha?
-Absolutamente nada.
-Temo que no presté mucha atención a los detalles que usted me dio. ¿Qué camino seguía la muchacha?
-Un atajo que pasa por las colinas que hay encima de la casa. Se encuentra a unas dos millas de aquí.
-¿Está cerca de aquel caserío que vi ayer?
-¿Se refiere usted a Croesyceiliog? No, está más al norte.
Entraron en la casa, y Dyson se encerró en su habitación, debatiéndose aún en un mar de dudas, pero con la sombra de una sospecha creciendo en su interior, una sospecha vaga y fantástica, que se negaba a tomar una forma definida. Estaba sentado junto a la abierta ventana contemplando el valle, viendo como en un cuadro el intrincado regateo del riachuelo, el puente gris, y las enormes colinas que se erguían más allá; todo difuminado por una niebla blanquecina, que se levantaba del riachuelo. Empezó a oscurecer, y las enormes colinas parecieron más enormes y más vagas, y los oscuros bosques se hicieron más oscuros; y la sospecha que le había asaltado dejó de parecerle imposible. Pasó el resto de la velada sumido en una especie de ensueño, sin apenas oír lo que Vaughan decía; y cuando recogió su candelabro en el vestíbulo, se detuvo un momento antes de darle las buenas noches a su amigo.
-Necesito un buen descanso -dijo-. Mañana va a ser un día de trabajo para mí.
-¿Va a escribir algo, quizá?
-No. Voy a buscar la Ponchera.
-¿La Ponchera? Si se refiere usted a la mía, está segura en el arcón.
-No me refiero a ella. Puedo garantizarle que su plata no ha estado nunca amenazada. No, no voy a importunarle con suposiciones. Creo que no pasará mucho tiempo sin que tengamos algo más positivo que unas simples suposiciones. Buenas noches, Vaughan.

A la mañana siguiente, Dyson salió de la casa después de desayunar. Tomó el sendero que discurría junto al muro de la huerta, y observó que el número de ojos almendrados dibujados en la tapia ascendía ahora a ocho.
«Seis días más», se dijo a sí mismo. Pero, cuanto más pensaba en la teoría que había elaborado, más le hacía estremecer la posibilidad de que fuera cierta. Siguió andando a través de las densas sombras del bosque, hasta llegar al final de los árboles, y fue trepando cada vez más alto, manteniendo el rumbo norte y ateniéndose a las indicaciones que le había dado Vaughan. A medida que ascendía, le parecía elevarse más y más por encima del mundo de la vida humana y de las cosas acostumbradas; a su derecha, a lo lejos, una columna de humo azulado se erguía hacia el cielo; allí estaba la aldea donde los chiquillos iban a la escuela, y aquél era el único signo de vida, ya que el bosque ocultaba la antigua casa gris de Vaughan. Cuando llegó a lo que parecía ser la cumbre de la colina, se dio cuenta por primera vez de la desolada soledad que le rodeaba por todas partes; allí sólo había cielo gris y grisácea colina, o colina gris y cielo grisáceo, una elevada y amplia llanura que parecía extenderse interminablemente, y la vaga silueta del azulado pico de una montaña, muy lejos y al norte. Al final llegó al sendero, y por su posición y por lo que le había dicho Vaughan, supo que era el camino que había tomado Annie Trevor, la muchacha desaparecida. Dyson avanzó por él, observando las grandes rocas de piedra caliza que surgían del suelo, de un aspecto tan repulsivo como un ídolo de los mares del Sur. Y de repente se detuvo, asombrado, a pesar de que había encontrado lo que estaba buscando. Casi sin transición, el terreno se hundía súbitamente en todas direcciones, y Dyson pudo ver una especie de hoyo circular, que podía haber sido perfectamente un anfiteatro romano. Dyson dio una vuelta completa alrededor del hoyo, observó la posición de las piedras que formaban las paredes y emprendió el camino de regreso.
«Esto -se dijo a sí mismo- es más que curioso. He descubierto la Ponchera, pero, ¿dónde está la Pirámide?»
-Mi querido Vaughan -le dijo a su amigo, cuando llegó a la casa-, puedo decirle que he encontrado la Ponchera, y esto es lo único que le diré, de momento. Tenemos seis días de absoluta inactividad ante nosotros; no puede hacerse nada.


IV. El secreto de la Pirámide

-He estado dando la vuelta por la huerta -dijo Vaughan una mañana-, he contado esos infernales ojos y he visto que había catorce. Por el amor de Dios, Dyson, dígame el significado de todo esto.
-Lamento no estar en condiciones de hacerlo. Puedo haber supuesto esto o aquello, pero siempre me he atenido al principio de guardar mis suposiciones para mí mismo. Además, no vale la pena adelantar los acontecimientos: recordará que le dije que teníamos seis días de inactividad ante nosotros. Bien, el de hoy es el sexto día, y el final de la ociosidad. Propongo que esta noche nos demos un paseo.
-¡Un paseo! ¿Es ésa toda la actividad que piensa usted desarrollar?
-Bueno, puedo mostrarle algunas cosas muy curiosas. Para ser sincero, deseo que esta noche, a las nueve, venga conmigo a las colinas. Tal vez tengamos que pasar toda la noche fuera, de modo que será mejor que se tape bien y que lleve un poco de aquel brandy...
-¿Es una broma? -dijo Vaughan, que estaba desconcertado por la sucesión de extraños acontecimientos.
-No, no creo que tenga nada de broma. A menos que esté muy equivocado, encontraremos una solución muy seria del rompecabezas. Vendrá conmigo, ¿verdad?
-Muy bien. ¿Qué dirección piensa usted seguir?
-La del sendero de que usted me habló; el atajo que se supone tomó Annie Trevor.
Vaughan palideció al oír el nombre de la muchacha.
-No creí que siguiera usted esa pista -dijo-. Pensaba que se estaba usted ocupando del asunto de los dibujos en el suelo y en el muro de la huerta. En fin, le acompañaré.
Aquella noche, a las nueve menos cuarto, los dos hombres salieron de la casa y tomaron el sendero que cruzaba el bosque, hacia la cumbre de la colina. Era una noche muy oscura. El cielo estaba encapotado, y el valle lleno de niebla; parecían andar en un mundo de sombras y de tristeza, sin apenas hablar, temerosos de romper el agobiante silencio. Anduvieron y anduvieron, hasta que, finalmente, Dyson cogió a su compañero por el brazo.
-Nos detendremos aquí -dijo-. Creo que no hay nada todavía.
-Conozco el lugar -dijo Vaughan, al cabo de unos instantes-. He venido a menudo durante el día. Los campesinos temen venir aquí, según creo; suponen que es un castillo encantado, o algo por el estilo. Pero, ¿qué diablos hemos venido a hacer aquí?
-Hable un poco más bajo -dijo Dyson-. No nos favorecería en nada que nos oyeran hablar.
-¡Que nos oyeran hablar! No hay un alma viviente en tres millas a la redonda.
-Posiblemente, no; en realidad, debería decir que desde luego que no. Pero puede haber un cuerpo algo más cerca.
-No comprendo absolutamente nada -dijo Vaughan, bajando el tono de su voz por complacer a Dyson-. Pero, ¿por qué hemos venido aquí?
-Ese hoyo que hay ante nosotros es la Ponchera. Creo que será mejor que no hablemos, ni siquiera en voz baja.
Se tendieron sobre la hierba. De cuando en cuando, Dyson levantaba ligeramente la cabeza para echar una ojeada y retrocedía inmediatamente, no atreviéndose a mirar durante mucho rato. Volvía a aplicar el oído al suelo para escuchar, y las horas fueron pasando, y la oscuridad pareció hacerse más intensa, y el único sonido audible era el débil suspiro del viento.
La impaciencia de Vaughan iba en aumento a medida que transcurría el tiempo; empezaba a encontrar absurda aquella inútil espera.
-¿Cuánto tiempo va a durar esto? -le susurró a Dyson.
Y Dyson, que había estado conteniendo la respiración en la agonía de su vigilia, acercó su boca al oído de Vaughan y dijo, con pausas entre cada sílaba y en el tono de voz que el sacerdote emplea para pronunciar las terribles palabras:
-¿Quiere usted escuchar?
Vaughan pegó el oído al suelo, preguntándose qué era lo que tenía que oír. Al principio no oyó nada; luego, un leve ruido procedente de la Ponchera llegó hasta él, un ruido extraño, indescriptible, como si alguien apoyara la lengua contra el paladar y expeliera la respiración. Vaughan escuchó ávidamente, y de pronto el ruido se hizo más intenso, convirtiéndose en un estridente y horrible silbido, como si la tierra, debajo de él, hirviera de insoportable calor. Incapaz de soportar por más tiempo la tensión, Vaughan alzó la cabeza y miró en dirección a la Ponchera.
Al principio, se negó a dar crédito a sus ojos. La Ponchera hervía realmente como una caldera infernal. Pero hervía de formas vagas que se movían continuamente sin que se oyera el sonido de sus pasos, reuniéndose en grupos aquí y allí, y hablándose unas a otras con un horrible sonido sibilante, como el que emiten las serpientes. Vaughan no pudo apartar su rostro de allí, a pesar de que notó la presión de los dedos de Dyson advirtiéndole para que lo hiciera; por el contrario, aguzó la mirada y vio vagamente algo parecido a rostros y miembros humanos, aunque su corazón se estremeció con la seguridad de que ningún ser humano podía producir aquellos sibilantes y horribles sonidos. Miró y miró, conteniendo una exclamación de terror, y al final las espantosas formas se reunieron más espesas alrededor de algún vago objeto situado en el centro de la cavidad, y los sonidos sibilantes crecieron en intensidad, y Vaughan vio a la incierta claridad los abominables miembros, vagos y, sin embargo, demasiado perceptibles, y creyó oír, muy débilmente, un lamento humano a través del rumor de una charla que no era de hombres. La horrible parodia continuó, mientras el sudor empapaba las sienes de Vaughan y sus manos quedaban heladas.
Luego, la espantosa masa se precipitó hacia los costados de la Ponchera, y por un instante Vaughan vio agitarse unos brazos humanos en el centro de la cavidad. Pero debajo de ellos brilló una chispa, ardió un fuego, y mientras la voz de una mujer profería un alarido de angustia y de terror, una gran pirámide de llamas se elevó hacia el cielo, iluminando toda la montaña. En aquel instante, Vaughan vio lo que pululaba en la Ponchera; los seres que tenían forma de hombres, pero que eran como niños espantosamente deformes, los rostros de ojos almendrados ardiendo de diabólica concupiscencia, el fantasmal color amarillento de la masa de carne desnuda. Luego, como por arte de magia, el lugar quedó vacío, mientras el fuego rugía y crepitaba, y las llamas seguían iluminando la montaña.
-Ha visto usted la Pirámide -dijo Dyson a su oído-. La Pirámide de fuego.


V. Los enanos

-Entonces, ¿lo reconoce usted?
-Desde luego. Es un broche que Annie Trevor solía ponerse los domingos: recuerdo el dibujo. Pero, ¿dónde lo encontró usted? No irá a decirme que ha descubierto a la muchacha...?
-Mi querido Vaughan, me maravilla que no sospeche usted dónde encontré el broche. ¿No habrá olvidado ya la pasada noche?
-Dyson -dijo Vaughan, hablando muy seriamente-, le he estado dando vueltas en mi cerebro esta mañana, mientras usted estaba fuera. He pensado en lo que vi, aunque tal vez debería decir en lo que creí ver, y la única conclusión a que he podido llegar es que mis sentidos sufrieron una aberración. He vivido siempre honradamente, en el santo temor de Dios, y lo único que puedo creer es que fui víctima de una monstruosa alucinación. Usted sabe que regresamos a casa en silencio, que no pronunciamos una sola palabra acerca de lo que imaginé haber visto. ¿No cree que es preferible seguir manteniendo silencio? Esta mañana, cuando he salido a dar mi acostumbrado paseo, he experimentado la sensación de que la tierra estaba llena de paz, y al pasar junto al muro he visto que no había más dibujos, y he borrado los que quedaban. El misterio ha terminado, y podemos volver a vivir en paz. Creo que durante las últimas semanas mi mente estuvo envenenada; he estado al borde de la locura, pero ahora vuelvo a estar cuerdo.
Mr. Vaughan había hablado apresuradamente; cuando terminó, se inclinó hacia adelante y miró a Dyson con expresión suplicante.
-Mi querido Vaughan -dijo Dyson, tras una breve pausa-, ¿qué ganaríamos con eso? Es demasiado tarde para esconder la cabeza debajo del ala; hemos llegado demasiado lejos. Además, usted sabe perfectamente que no ha existido ninguna alucinación; ojalá fuera así. No, debo contarle a usted toda la historia, hasta donde la conozco.
-Muy bien -suspiró Vaughan-. Adelante.
-Si no le importa -dijo Dyson-, empezaremos por el final. He encontrado el broche que usted acaba de identificar en el lugar al que dimos el nombre de la Ponchera. En el centro de aquella cavidad había un montón de cenizas, como si hubiese ardido una fogata; en realidad, las cenizas estaban aún calientes, y este broche se hallaba en el suelo, en el borde mismo del círculo que debieron formar las llamas. Supongo que se desprendería accidentalmente del vestido de la persona que lo llevaba. No, no me interrumpa; ahora podemos pasar al principio; retrocedamos al día en que vino usted a verme a Londres. Por lo que recuerdo, poco después de su llegada mencionó usted un desgraciado y misterioso accidente que se había producido aquí; una muchacha llamada Annie Trevor había ido a ver a una tía suya, y había desaparecido. Confieso sinceramente que lo que usted dijo apenas me interesó; existen demasiados motivos que pueden hacer conveniente para un hombre, y más especialmente para una mujer, desvanecerse del círculo de sus parientes y amigos. Si fuéramos a consultar a la policía, descubriríamos que en Londres se produce una desaparición misteriosa una semana sí y otra también, y los oficiales se encogerían de hombros y nos dirían que, de acuerdo con la ley de los promedios, no puede menos de suceder. De modo que no presté demasiada atención a su historia; además, existía otro motivo para mi falta de interés: su historia era inexplicable. Usted sólo pudo sugerir la intervención de un marinero desertor, pero yo rechacé inmediatamente la explicación. Por muchos motivos, pero principalmente porque un criminal ocasional, un aficionado que comete un crimen brutal, siempre es descubierto, especialmente si escoge el campo como escenario de sus operaciones. Recordará usted el caso de aquel García que mencionó; se dirigió a una estación de ferrocarril el día después del asesinato, con los pantalones manchados de sangre y su mezquino botín en un hatillo. De modo que al rechazar su única sugerencia, la historia se convertía, como ya he dicho, en inexplicable y, en consecuencia, carente de interés. Sí, es una conclusión perfectamente válida. ¿Ha perdido usted nunca el tiempo dándole vueltas en su cerebro a problemas que sabía que eran insolubles? ¿Se ha devanado usted los sesos con el antiguo rompecabezas de Aquiles y la tortuga? Desde luego que no, porque sabía que era perder el tiempo. Por eso, cuando me contó usted la historia de una muchacha campesina que había desaparecido, me limité a clasificar el caso como insoluble, y no pensé más en el asunto. Estaba equivocado, ahora lo sé; pero, si lo recuerda, inmediatamente pasó usted a otro asunto que le interesaba más profundamente, porque era de tipo personal. No necesito repetirle lo extraño que me pareció su relato acerca de los dibujos a base de piedras cuneiformes; al principio, creí que se trataba de un simple juego de chiquillos; pero cuando me enseñó usted aquella piedra, sentí que se despertaba mi interés. Allí había algo que se salía de lo corriente, un motivo de verdadera curiosidad; y en cuanto llegué aquí empecé a trabajar para encontrar la solución, repitiéndome a mí mismo una y otra vez los dibujos que usted me había descrito. En primer lugar, el dibujo al que dimos el nombre de Ejército; una serie de piedras simétricamente alineadas, apuntando todas en la misma dirección. Luego las lineas, como los radios de una rueda, todos convergiendo hacia la figura de una Ponchera, luego el triángulo de una Pirámide, y finalmente la Media Luna. Confieso que agoté todas las conjeturas en mis esfuerzos para desvelar el misterio, y como usted comprenderá era un problema doble, o más bien triple. Ya que no tenía que limitarme a preguntarme a mí mismo: «¿Qué significan esas figuras?», sino también: «¿Quién puede ser el responsable de ellas?» Además, quedaba el problema de saber quién podía poseer unas piedras tan valiosas, y, conociendo su valor, utilizarlas para lo que parecía un pasatiempo y dejarlas abandonadas. Esto último me condujo a suponer que la persona o personas en cuestión desconocían el valor de aquellas piedras cuneiformes, aunque la conclusión no me permitió avanzar más, ya que incluso un hombre culto puede ignorar lo que es una piedra cuneiforme. Luego se presentó la complicación del ojo en el muro, y, como usted recordará, llegamos a la conclusión de que su autor o autores eran los mismos que habían hecho los dibujos con las piedras. La posición de los ojos en el muro me hizo investigar si había algún enano por estos alrededores, pero descubrí que no había ninguno, y sabía que los chiquillos que pasan por allí camino de la escuela no tenían nada que ver con el asunto. Sin embargo, estaba convencido de que la persona que dibujó los ojos no podía tener más de tres pies y medio de estatura, ya que, como le indiqué cuando lo encontramos, cualquiera que dibuje sobre una superficie perpendicular escoge instintivamente un lugar que quede al nivel de su rostro. Luego se presentó el problema de la forma de los ojos; aquel acusado carácter mongólico del cual un campesino inglés no podía tener noción, y, como remate, el hecho evidente de que el dibujante o dibujantes tenían que ser capaces de ver prácticamente en la oscuridad. Tal como usted observó, un hombre que ha estado encerrado durante muchos años en un oscuro calabozo puede adquirir aquella característica; pero, desde la época de Edmundo Dantés, ¿dónde podría encontrarse una cárcel así en Europa? Un marinero, que hubiera permanecido largo tiempo en una mazmorra china, parecía ser el individuo a localizar, y aunque ello parecía improbable, no era absolutamente imposible que un marinero, o, digamos, un hombre empleado en un barco, fuera un enano. Pero, ¿cómo explicar el hecho de que mi marinero estuviera en posesión de unas piedras cuneiformes prehistóricas? Y, aceptada la posesión, ¿cuál era el significado y objeto de aquellos misteriosos dibujos a base de piedras primero, en el muro después? Desde el primer momento me di cuenta de que su teoría acerca de un proyectado robo era insostenible. Y confieso que lo que me puso sobre la verdadera pista fue una simple casualidad. Cuando nos cruzamos con el viejo Trevor, y usted mencionó su nombre y la desaparición de su hija, recordé la historia que había olvidado. Aquí, me dije a mí mismo, hay otro problema, falto de interés, es cierto, por sí mismo; pero, ¿y si estuviera relacionado con los enigmas que me atormentan? Me encerré en mi habitación, aparté de mi mente toda clase de prejuicios, y repasé todo lo sucedido partiendo de la base de que la desaparición de Annie Trevor estaba relacionada con los dibujos de piedras y los ojos del muro. Esta suposición no me condujo muy lejos, y estaba a punto de renunciar definitivamente al asunto, cuando se me ocurrió un posible significado de la Ponchera. Como usted sabe, en Surrey existe una «Ponchera del Diablo», y me di cuenta de que el símbolo podía referirse a alguna característica de la región. Entonces decidí buscar la Ponchera cerca del camino que había recorrido la muchacha cuando desapareció, y ya sabe usted que la encontré. Traduje los dibujos de acuerdo con lo que sabía, y leí el primero, el Ejército, así: «Habrá una reunión o asamblea..., en la Ponchera... dentro de quince días (cuarto creciente de la luna)..., para ver la Pirámide o para construir la Pirámide». Los ojos, dibujados uno a uno, día por día, señalaban evidentemente las fechas a transcurrir, y yo sabía que no habría más que catorce. No me preocupé preguntándome cuál sería la naturaleza de la asamblea, ni quién iba a reunirse en el paraje más solitario y más temido de esas agrestes colinas. En Irlanda, en China o en el Oeste americano, la pregunta hubiera tenido una fácil respuesta: rebeldes, miembros de una sociedad secreta, «vigilantes»... Pero en este tranquilo rincón de Inglaterra, habitado por gentes tranquilas, tales suposiciones no eran posibles. Pero yo sabía que tendría la oportunidad de presenciar aquella reunión, y no quise perder el tiempo en inútiles pesquisas. De pronto, recordé lo que la gente había comentado a raíz de la desaparición de Annie Trevor, diciendo que se la habían llevado «las hadas». Le aseguro, Vaughan, que soy un hombre tan cuerdo como usted, y que suelo controlar mi cerebro para que no se pierda en divagaciones ni en fantasías. Pero aquella alusión a las hadas me llevó a recordar a los «enanos» del bosque, una creencia que representa una tradición de los prehistóricos habitantes turanios de la región, que vivían en cuevas: y entonces me di cuenta de que estaba buscando a un ser de menos de cuatro pies de estatura, acostumbrado a vivir en la oscuridad, poseedor de instrumentos de piedra y familiarizado con los rasgos mongólicos... Confieso que me avergonzaría hablarle de una cosa tan fantástica, tan increíble, si no fuera por lo que usted vio con sus propios ojos anoche, y diría que puedo dudar de la evidencia de mis sentidos, si no estuvieran corroborados por los de usted. Pero usted y yo no podemos mirarnos a la cara y pretender que fue una alucinación; cuando usted estaba tendido en la hierba, a mi lado, noté que se estremecía, y vi sus ojos a la luz de las llamas. Y por eso puedo decirle sin avergonzarme lo que había en mi mente anoche, cuando cruzamos el bosque, trepamos a la colina y nos ocultamos junto a la Ponchera.
»Había una cosa, que hubiera tenido que ser la más evidente y que me intrigó hasta el último instante. Ya le he dicho a usted cómo leí el dibujo de Pirámide; la asamblea iba a ver una Pirámide, y el verdadero significado del símbolo se me escapó hasta el último momento. El antiguo derivado de πυρ, fuego, me hubiera puesto sobre la pista, pero no se me ocurrió.
»Creo que eso es todo lo que puedo decir. Usted sabe que estábamos completamente indefensos, aun en el caso de que hubiéramos previsto lo que iba a suceder. ¡Ah! ¿El lugar donde aparecieron los dibujos? Sí, es una pregunta muy curiosa. Pero esta casa, por lo que he podido observar, se encuentra en el centro exacto de las colinas; y, posiblemente, aquella extraña y antigua columna de piedra caliza que hay junto a su huerta era un lugar de reunión antes de que los celtas pusieran el pie en Inglaterra. Pero hay una cosa que debo añadir: no lamento nuestra incapacidad para rescatar a la muchacha. Usted vio la aparición de aquellos seres que pululaban en la Ponchera; puede estar seguro de que lo que había en medio de ellos no era ya apto para la tierra.
-De modo que... -empezó a decir Vaughan.
-De modo que ella se hundió en la Pirámide de Fuego -dijo Dyson-, y ellos volvieron a hundirse en el mundo subterráneo, en sus hogares situados debajo de las colinas.