martes, 15 de marzo de 2016

RELATO: "La reina de la Costa Negra", Robert E. Howard (CONAN)


Artista: Gerald Brom



La reina de la Costa Negra

Robert E. Howard


Conan regresa a los reinos hibóreos, donde sirve como jefe de mercenarios en Nemedia, en Ofir y más tarde en Argos. En este último lugar, ciertas desavenencias con los representantes de la ley le obligan a embarcarse en la primera nave que sale hacia el extranjero. En el momento de producirse estos acontecimientos, Conan tiene unos veinticuatro años.


1. Conan se une a los piratas

«Creedme, los verdes brotes despiertan en primavera y el otoño pinta las hojas con un fuego sombrío; creedme, yo aún conservo virgen mi corazón para prodigar mis ardientes deseos a un solo hombre
(La canción de Belit)

Los cascos del caballo resonaban en la calle que conducía a los muelles. La gente que gritaba y se apartaba a su paso tuvo visión fugaz de un jinete enfundado en una cota de malla que cabalgaba sobre un negro corcel, mientras su capa de color escarlata ondeaba al viento. Del otro extremo de la calle llegaba el clamor de sus perseguidores, pero el jinete no volvió la cabeza. Irrumpió en el embarcadero y detuvo el caballo al borde del muelle. Los marineros lo miraron boquiabiertos, mientras izaban la vela de franjas en el palo de la galera, una nave ancha y de proa alta. El capitán, un hombre corpulento de barba negra que se hallaba en la proa dirigiendo la maniobra de desatraque lanzó un grito iracundo cuando el jinete saltó desde la silla del caballo y con un ágil brinco aterrizó en el centro de la cubierta.
-¿Quién te ha invitado a subir a bordo? -preguntó a gritos el capitán.
-¡Poneos en marcha! -dijo el intruso con un rugido, subrayando la frase con un gesto violento y feroz que hizo caer gotas de sangre de su espada.
-¡Pero vamos hacia las costas de Kush! -protestó el patrón de la nave.
-¡Entonces yo también voy a Kush!
El capitán lanzó una rápida mirada a la calle por la que venía un grupo de jinetes a todo galope; más atrás venía un pelotón de arqueros, con sus armas colgadas al hombro.
-¿Puedes pagar el pasaje? -preguntó el patrón del barco.
-¡Te voy a pagar con acero! -gruñó el desconocido de la cota de malla mientras empuñaba una gran espada que lanzaba destellos azulinos bajo el sol-. ¡Por Crom que si no zarpas inmediatamente voy a inundar la galera con la sangre de la tripulación!
El capitán conocía muy bien a los seres humanos. Echó un solo vistazo al rostro oscuro y lleno de pequeñas cicatrices del hombre de la espada, endurecido por la furia, y dio una orden a sus marineros. La galera se separó del muelle y los remos comenzaron a hundirse rítmicamente en el agua cristalina; luego una ráfaga de viento hinchó la vela mayor. La ligera nave escoró levemente al impulso de la brisa y avanzó como un cisne, cortando a su paso las olas y dejando un rastro de espuma.
En el muelle, los jinetes agitaban sus espadas, lanzaban gritos de amenaza y daban órdenes que los del barco desoyeron, acuciando a los arqueros para que se colocaran al borde del embarcadero antes de que la nave quedara fuera del alcance de sus armas.
-Dejad que ladren -dijo sonriendo el hombre de la espada-. Y tú, sigue tu rumbo, capitán.
El patrón del barco descendió del pequeño puente de proa, avanzó entre las filas de remeros y ascendió al puente de popa. El desconocido permaneció allí, con la espada apoyada en el mástil, con la mirada alerta y el sable dispuesto a todo. El capitán le observó atentamente, procurando no acercarse demasiado a la enorme espada. Tenía enfrente a un joven alto, corpulento cubierto con una negra cota de malla llena de escamas, bruñidas grebas y un casco de acero azulino, del que salían un par de cuernos muy finamente pulidos. De sus hombros colgaba una capa de color escarlata que ondeaba al viento. Un ancho cinturón de cuero repujado, con una hebilla dorada, sostenía la vaina de la espada. Por debajo del casco asomaba una melena negra y lisa, que contrastaba con sus ardientes ojos azules.
-Si vamos a viajar juntos -dijo el capitán-, será mejor que nos llevemos bien. Me llamo Tito y soy patrón de barco con licencia del puerto de Argos. Me dirijo hacia Kush para traficar con abalorios, sedas, azúcar y espadas con empuñadura de latón, a cambio de lo cual espero que los reyes negros me den marfil, copra, mineral de cobre, esclavos y perlas.
El hombre de la espada lanzó una mirada a los muelles, que iban quedando rápidamente atrás, y donde los jinetes todavía agitaban los brazos en vano, pues parecían no encontrar una embarcación lo suficientemente rápida como para seguir a la veloz galera.
-Yo soy Conan el cimmerio -repuso el joven-. He venido a Argos en busca de una plaza en el ejército, pero como no había ninguna guerra, me encontré sin trabajo.
-¿Por qué te persiguen esos guardias? -preguntó Tito-. Sé que no es asunto mío, pero pensé que quizás...
-No tengo nada que ocultar -dijo el cimmerio-. Por Crom, aunque he pasado mucho tiempo entre vosotros, los hombres civilizados, todavía no entiendo vuestra forma de actuar.
»Pues bien, anoche estaba en una taberna y un capitán de la guardia real quiso abusar de la amiga de un soldado joven que, por supuesto, mató al oficial. Pero parece ser que hay una maldita ley que castiga severamente a quienes matan a los guardias del rey y por ello el soldado y la muchacha tuvieron que huir. Se corrió el rumor de que me habían visto con ellos y por eso me llevaron hoy ante el magistrado, que me preguntó hacia dónde habían huido los dos jóvenes. Yo respondí que puesto que él era mi amigo, no podía traicionarlo. El tribunal se indignó y el juez, furioso, habló acerca de mis deberes hacia el Estado, la sociedad y otras cosas que no entendí, y me ordenó que revelara el paradero de mi amigo. Para entonces era yo quien me había enojado, pues ya había explicado claramente mi posición.
»Pero dominé mi ira y conservé la calma. El juez dijo gritando que yo había manifestado un profundo desprecio hacia el tribunal y que debía ser encerrado en una mazmorra para que me pudriera allí, hasta que traicionara a mi amigo. Por consiguiente, y viendo que estaban todos locos, desenvainé mi espada y le partí la cabeza al juez; después me abrí paso entre el público presente y al ver allí cerca el caballo del alguacil, me apoderé de él y cabalgué hasta los muelles, donde esperaba encontrar un barco que partiera hacia el extranjero.
-Bueno -dijo Tito con aire disgustado-, los tribunales me han perjudicado muchas veces en ocasión de litigios con ricos mercaderes, por lo que no les guardo ningún afecto. Tendré que responder a muchas preguntas si vuelvo a este puerto, pero supongo que podré demostrar que actué bajo amenaza de muerte. Puedes envainar tu espada. Somos pacíficos marinos y no tenemos nada contra ti. Además, no está mal tener a bordo un guerrero como tú. Vamos a popa a beber una jarra de cerveza.
-Me parece bien -repuso rápidamente el cimmerio mientras envainaba su espada.
El Argus era un barco pequeño y resistente, como todos los que comerciaban entre los puertos de Zingara y Argos y los de las costas del sur; estas embarcaciones solían mantenerse siempre a la vista de la costa y raras veces se aventuraban en alta mar. El Argus tenía una proa alta rematada en una roda curva; era ancho en el centro y se afinaba nuevamente hacia popa, desde donde se la hacía avanzar con un remo muy largo. El principal medio de propulsión lo suministraba la gran vela de seda con franjas de colores, auxiliada por un foque. Los remos se utilizaban para entrar o salir de los puertos y bahías, así como en las calmas, cuando no soplaba el viento. Había diez remos por banda, cinco a proa y cinco a popa de la cubierta central. La carga de mayor valor se colocaba debajo de esta cubierta de proa. Los marineros dormían en cubierta o entre las filas de bancos, protegidos durante el mal tiempo por unos baldaquines. La tripulación estaba compuesta por veinte hombres que manejaban los remos, tres en el timón y el capitán del barco.
Así pues, el Argus avanzó resueltamente hacia el sur, ayudado por el buen tiempo reinante. El sol calentaba más intensamente a medida que pasaban los días, por lo que se plegaron los baldaquines de seda con franjas de colores, que hacían juego con las velas y con las brillantes telas doradas de la proa y de las bordas.
Después de unos días de navegación avistaron la costa de Shem, formada por extensas praderas onduladas en las que se divisaban de lejos los blancos remates de las torres de las ciudades, así como algunos jinetes de barba negra y narices aguileñas que, sentados en sus corceles a lo largo de la costa, contemplaban con recelo el paso de la galera. Ésta no fondeó allí, pues era escaso el beneficio que se obtenía comerciando con los fieros y astutos hijos de Shem.
Tampoco se decidió el capitán Tito a atracar en la amplia bahía a la que iba a desembocar el caudaloso río Styx y donde se alzaban los elevados castillos negros de Khemi sobre las aguas azules. Ningún barco entraba sin ser invitado en aquel puerto, donde unos brujos morenos lanzaban terribles hechizos entre el humo oscuro de los sacrificios, que ascendía permanentemente de los altares manchados de sangre. En éstos había mujeres desnudas que gritaban desesperadamente y Set, la Antigua Serpiente, el superdemonio de los hiborios, pero dios de los estigios, retorcía los brillantes anillos de su cuerpo entre sus fieles.
El patrón del barco se apartó de aquella costa de ensueño y de aguas transparentes, aun cuando tras un promontorio de tierra apareció una góndola con la proa en forma de serpiente y un grupo de desnudas muchachas morenas con grandes flores rojas en el pelo llamaban a los marineros y se ofrecían descaradamente en poses incitantes.
Luego dejaron de verse las brillantes torres de la costa. Habían dejado atrás la frontera de Estigia y navegaban a lo largo de las costas de Kush. El mar y sus caminos eran una fuente de misterios insondables para Conan, que había nacido y se había criado en las elevadas montañas del norte. Por su parte, el bárbaro también despertaba el interés de los rudos marineros que jamás habían visto a un hombre de su raza.
Eran marineros típicos de Argos, bajos y fornidos. Conan era mucho más alto que ellos, y dos juntos no alcanzaban a tener la fuerza del bárbaro. Aunque ellos eran resistentes y robustos, el cimmerio tenía la fuerza y la vitalidad de un lobo, con los músculos duros y los nervios aguzados por la vida que solía llevar en las zonas más inhóspitas del mundo. El cimmerio siempre tenía una sonrisa a flor de labios, pero era igual de rápido y terrible para la cólera. Conan tenía un apetito prodigioso, y las bebidas fuertes constituían su pasión y su debilidad. Era ingenuo como un niño en muchos aspectos, y no terminaba de acostumbrarse a los artificios de la civilización; tenía una gran inteligencia natural, era muy celoso de sus derechos y podía ser peligroso como un tigre hambriento. Aunque era joven por su edad, los viajes y las guerras lo habían endurecido, y su estancia en muchos países se hacía evidente en su indumentaria. El casco adornado con cuernos era característico de los rubios aesires de Nordheim; su camisa de malla de acero, así como las placas para proteger sus extremidades, se contaban entre los trabajos más finos de los artesanos de Koth; la fina malla que protegía sus brazos y piernas era de Nemedia; la espada que ceñía al cinto era un enorme sable forjado en Aquilonia y su magnífica capa de color escarlata sólo podía ser producto de los telares de Ofir.
Siguieron navegando hacia el sur. Al cabo de un tiempo, el patrón del barco comenzó a buscar con la mirada las aldeas de altas murallas de las gentes de color. Pero al llegar a una bahía sólo encontraron ruinas humeantes y entre éstas los cadáveres de negros desnudos. Tito lanzó un juramento.
-Yo hice buenos negocios aquí en anteriores ocasiones -manifestó-. Esto es obra de los piratas.
-¿Y si nos enfrentáramos a ellos? -preguntó el cimmerio mientras desenvainaba su enorme espada.
-Éste no es un barco de guerra -repuso el capitán—. Nosotros escapamos, no luchamos. Sin embargo, algunas veces hemos vencido a la tripulación de un barco pirata, aunque nunca nos hemos enfrentado al Tigresa, de Belit.
-¿Quién es Belit?
-La más salvaje y demoníaca de las mujeres. A menos que haya visto mal, fueron sus carniceros quienes arrasaron esa aldea de la bahía. ¡Ojalá pueda verla algún día colgando de un peñol! La llaman la reina de la Costa Negra. Es una mujer de raza shemita que manda sobre un grupo de hombres negros. Constituyen una amenaza para la navegación y ya han enviado a muchos buenos comerciantes al fondo del mar.
Tito trajo del puente de popa unas chaquetas acolchadas, así como cascos de acero, arcos y flechas.
-De poco servirá enfrentarnos a ellos si nos atacan -dijo con un gruñido-. Pero duele en el alma dar la vida sin presentar un poco de resistencia.
Era justo el alba cuando el vigía lanzó una voz de alarma. En torno al extenso cabo de una isla situada a estribor se deslizó la forma amenazante y esbelta de una larga galera con una cubierta que iba de proa a popa a más altura de lo normal. Cuarenta remos a cada lado la impulsaban velozmente por el agua, y las bordas estaban atestadas de negros desnudos que entonaban cánticos y golpeaban sus lanzas contra unos escudos ovalados. En lo alto del mástil ondeaba un largo pendón de color carmesí.
-¡Belit! -exclamó Tito palideciendo-. ¡Atención! ¡Poned la nave a cubierto! ¡Vamos hacia aquella caleta! ¡Si conseguimos llegar a la costa antes de que nos aborden, tendremos posibilidades de escapar con vida!
Inmediatamente el Argus viró y se dirigió hacia los rompientes que se encontraban a lo largo de la playa sembrada de palmeras. Tito iba de un lado a otro, exhortando a los jadeantes remeros que multiplicaran sus esfuerzos. Al capitán se le pusieron los pelos de punta y sus ojos lanzaban destellos.
-Dadme un arco -dijo Conan-. No lo considero un arma de hombres, pero he aprendido a manejarlo con los hirkanios, y me resultará fácil abatir a unos cuantos enemigos en la cubierta de aquel barco.
De pie sobre el puente de popa, el cimmerio observó la galera en forma de serpiente que avanzaba ligeramente sobre las olas, y aunque era hombre de tierra, le resultaba evidente que el Argus jamás podría ganar aquella carrera. Las flechas que lanzaban desde la cubierta de la nave pirata caían con un silbido en el agua, a menos de veinte pasos de la popa.
-Será mejor que nos enfrentemos a ellos -dijo el cimmerio bruscamente-. De lo contrario moriremos todos con una flecha clavada en la espalda y sin haber devuelto un solo golpe.
-¡Remad fuerte, perros! -rugió Tito, haciendo un violento ademán con el musculoso puño.
Los barbudos remeros gruñeron al inclinarse aún más sobre los remos; los músculos se marcaban en sus brazos y su piel estaba completamente bañada en sudor. La madera de la pequeña y ancha galera crujía violentamente mientras el casco hendía las aguas. El viento había dejado de soplar y la vela colgaba floja en el mástil. La nave enemiga se acercaba inexorablemente y se encontraba todavía a una milla de los rompientes cuando uno de los hombres que manejaba el timón cayó sobre el palo con una larga flecha clavada en el cuello. Tito saltó para ocupar su lugar, y Conan, de pie y con las piernas abiertas sobre la cubierta de popa, levantó su arco. Ahora alcanzaba a ver algunos detalles del barco pirata. Los remeros estaban protegidos por unas planchas metálicas ligeras dispuestas a los lados de la nave, pero los guerreros que danzaban sobre la alta y estrecha cubierta se hallaban totalmente al descubierto. Estaban casi todos desnudos y tenían el cuerpo pintado, llevaban plumas y empuñaban lanzas y escudos.
En la elevada plataforma de proa se erguía una delgada figura cuya piel blanca constituía un deslumbrante contraste con el brillo de ébano de los hombres que se encontraban a su alrededor. Era Belit, sin duda alguna. Conan cogió una flecha con plumas, y entonces una especie de escrúpulo o vacilación desvió su mano y lanzó el dardo que atravesó el cuerpo de un alto arquero emplumado que estaba al lado de ella.
El barco pirata iba ganando distancia al barco más pequeño. Las flechas llovían sobre la cubierta del Argus y alguno de sus tripulantes lanzaban un grito de vez en cuando. Todos los timoneles habían caído bajo la lluvia de flechas y Tito manejaba solo el pesado timón, mientras lanzaba maldiciones y hacía esfuerzos inauditos con los brazos y piernas. Pero en ese momento se derrumbó con un estertor porque una flecha que tenía clavada en la espalda le había atravesado el corazón. El Argus quedó a la deriva, a merced de la marejada. Los tripulantes comenzaron a gritar aumentando la confusión y entonces Conan decidió tomar el mando, como era habitual.
-¡Arriba el ánimo, muchachos! -rugió mientras disparaba una flecha-. ¡Empuñad vuestras armas y devolved a esos perros algunos golpes antes de que os corten el pescuezo! ¡Ya de nada vale que os esforcéis sobre los remos! ¡Los tendremos a bordo antes de cincuenta remadas!
Los remeros abandonaron a la desesperada los bancos y cogieron sus armas. Era una actitud valiente, pero inútil. Tenían tiempo para arrojar algunas flechas antes de que los piratas estuvieran encima de ellos. Sin nadie que manejase el timón, el Argus se balanceaba con fuerza y un momento después
el espolón acerado de la proa de los atacantes chocó contra el barco mercante por el centro de la nave. Los rezones crujieron. Desde la elevada cubierta, los piratas negros lanzaron una lluvia de flechas que atravesaron las chaquetillas acolchadas de los desventurados marineros y luego saltaron con una lanza en la mano para completar la matanza. En la cubierta del barco pirata yacían una docena de cadáveres, fruto de la destreza de Conan con el arco.
La lucha en el Argus fue breve y sangrienta. Los rechonchos marineros no pudieron oponer resistencia a los bárbaros de elevada estatura, y fueron cayendo de uno en uno. En otro lugar de la nave, la lucha había tomado un cariz especial. Conan, de pie sobre la elevada popa, se hallaba al mismo nivel que la cubierta del barco pirata. Cuando la proa de acero se hundió en el costado del Argus, el cimmerio consiguió guardar el equilibrio a pesar del encontronazo, desechando luego el arco. Un corsario de gran estatura saltó sobre la borda y fue recibido en el aire por el enorme sable de Conan, que le cortó en dos por la cintura, de modo que el tronco cayó hacia un lado y las piernas hacia el otro. A continuación, y con un estallido de furia que dejó un montón de cadáveres sobre la cubierta, Conan dio un gran salto por la borda y cayó de pie sobre el Tigresa. En un instante, Conan se convirtió en el centro de un huracán de violencia; a su alrededor zumbaban las flechas y las lanzas, pero él se movía con una velocidad enceguecedora. Las flechas rebotaban en su armadura o azotaban el aire, al tiempo que su espada cortaba el aire con su son de muerte. La locura combativa de su raza se había apoderado de él, y con los ojos velados por una roja neblina irracional, hundía cráneos, aplastaba pechos, cercenaba miembros y desgarraba entrañas, dejando la cubierta llena de sangre y de despojos humanos. El espectáculo era espantoso.
Invulnerable con su cota de malla y con la espalda apoyada contra el mástil, el cimmerio seguía amontonando cadáveres destrozados a sus pies, hasta que sus enemigos comenzaron a retroceder jadeando de miedo y de furia. Entonces, cuando los piratas lanzaron a un tiempo las lanzas con la intención de atacar y Conan se puso en tensión dispuesto a saltar y a morir, un grito agudo detuvo los brazos en alto. Los gigantes negros se quedaron inmóviles como estatuas de ébano, al igual que Conan, que se quedó rígido, con la espada chorreando sangre.
Belit saltó delante de sus negros guerreros y les obligó a bajar las lanzas. Luego se volvió hacia Conan, con el pecho jadeante y los ojos centelleantes. Unos dedos fieros y ardientes estrujaron el corazón del cimmerio, que se colmó de una fogosa admiración. La mujer era delgada, pero tenía formas de diosa, esbeltas y voluptuosas a un tiempo. Su único atuendo consistía en un ancho cinto de seda. Las blancas extremidades y las esferas marfileñas de sus senos hicieron latir el pulso de Conan con loca pasión, aun en medio del furor de la batalla pendiente. Sus cabellos eran oscuros como una noche de Estigia y le caían en suave cascada sobre su delicada espalda. Sus ojos negros ardían cuando miraba al cimmerio.
La joven era indómita como el viento del desierto, ágil y peligrosa como una pantera. Se acercó a Conan sin prestar atención a la enorme espada manchada con la sangre de sus hombres. El suave muslo de la mujer rozó la pierna de él. Sus labios rojos se entreabrieron cuando miró los sombríos y amenazantes ojos azules del cimmerio.
-¿Quién eres? —preguntó-. Por Ishtar, que jamás he visto a nadie como tú, a pesar de haber recorrido estos mares desde las costas de Zingara hasta las últimas hogueras del sur. ¿De dónde vienes?
-De Argos -respondió él escuetamente, temiendo algún movimiento traicionero.
Si la mano de la mujer se acercaba a la enjoyada daga que llevaba en el cinto, de un solo manotón la dejaría sin sentido sobre la cubierta. Sin embargo, el cimmerio, en lo más profundo de su ser, no temía; había estrechado a demasiadas mujeres, civilizadas o bárbaras, en sus brazos de hierro, como para no reconocer el brillo que ardía en los ojos de aquélla.
-¡Tú no eres un blando hiborio! —exclamó ella-. Eres valiente y duro como un lobo gris. Esos ojos nunca se han visto encandilados por las luces de la ciudad. Esos músculos no se han ablandado por la vida fácil entre paredes de mármol.
-Soy Conan el cimmerio -contestó él.
Para las gentes de climas tropicales y exóticos, el norte era un intrincado reino mítico poblado de feroces gigantes de ojos azules que de cuando en cuando descendían de sus heladas tierras con una antorcha y una espada. Sus incursiones nunca los habían llevado más al sur de Shem, por lo que aquella joven shemita no distinguía entre aesires, vanires o cimmerios. Con su inequívoco instinto femenino, se había dado cuenta de que había hallado a su amante y de que su raza no significaba nada salvo para proporcionarle el encanto que confieren los países remotos.
-Y yo soy Belit -exclamó ella, como diciendo: «Soy una reina».
A continuación, la muchacha le tendió los brazos abiertos y le dijo:
-¡Mírame, Conan! ¡Soy Belit, la reina de la Costa Negra! Oh, tigre del norte, eres tan frío como las nevadas montañas que te vieron nacer. ¡Tómame y estréchame con tu fiero amor! ¡Ven conmigo a los confines de la tierra y de los mares! ¡Yo soy reina por el fuego, el acero y la muerte...; sé tú mi rey!
Los ojos de Conan escrutaron las filas de guerreros manchados de sangre, en busca de una expresión de ira o de celos. Pero no vio nada de eso. La furia se había disipado en los rostros de ébano. El bárbaro se dio cuenta de que para aquellos hombres, Belit era algo más que una mujer. Era una diosa cuya voluntad era incuestionable. Conan lanzó una mirada al Argus, que se balanceaba sobre un mar teñido de rojo, con las cubiertas ensangrentadas, y retenido por los rezones de abordaje. Luego miró hacia la costa de tonalidades azules, después hacia las verdes brumas del océano y finalmente al vibrante cuerpo que se hallaba delante de él, y su corazón bárbaro se estremeció. Dominar aquellas brillantes tierras azuladas junto a la joven tigresa de piel blanca... Amar, reír, navegar, conquistar botines...
-¡Iré contigo! -dijo él roncamente, sacudiendo las gotas de sangre de su espada.
-¡Eh, N'Yaga! -dijo entonces la muchacha con voz vibrante como la cuerda de un arco-. ¡Trae hierbas curativas y atiende las heridas de tu amo! Los demás, traed el botín a bordo y alejémonos de aquí.
Mientras Conan tomaba asiento con la espalda contra la barandilla de popa, para que el viejo chamán atendiese los cortes que tenía en brazos y piernas, la carga de la infortunada Argus fue rápidamente trasladada a bordo del Tigresa y almacenada en pequeños compartimentos que había debajo de cubierta. Los cadáveres de los tripulantes del barco mercante y de los piratas que habían muerto durante la batalla fueron arrojados por la borda y sirvieron de alimento a los tiburones que infestaban aquellas aguas. Los piratas heridos quedaron en el centro de la cubierta para ser curados. A continuación se soltaron los rezones de abordaje, y mientras el Argus se hundía silenciosamente en las aguas teñidas de sangre, el Tigresa se alejaba hacia el sur entre rítmicos golpes de remo.
Cuando el barco comenzó a navegar por las cristalinas aguas azules, Belit subió a popa. Sus ojos ardían como los de una pantera en la oscuridad cuando se quitó sus adornos, sus sandalias y su cinto de seda y arrojó todo a los pies del cimmerio. Entonces, poniéndose de puntillas, con los brazos extendidos hacia arriba y completamente desnuda, gritó a sus gentes:
-¡Lobos del mar azul, observad la danza del apareamiento de Belit, cuyos padres fueron reyes de Asgalun!
Y bailó como un torbellino en el desierto, como una llama inextinguible, como el impulso de la creación y de la muerte. Sus pies blancos rozaban suavemente la cubierta manchada de sangre, y los moribundos se olvidaron de morir mientras la contemplaban extasiados. Entonces, al tiempo que las blancas estrellas brillaban tenuemente a través del terciopelo azul del atardecer, haciendo de su cuerpo una borrosa llama marfileña, Belit lanzó un grito salvaje y se arrojó a los pies de Conan. El ciego deseo del cimmerio le hizo olvidar el mundo cuando estrujó su jadeante cuerpo contra las negras placas de su pecho acorazado.


2. El loto negro

«En aquella ciudadela de la muerte de piedras destrozadas, sus ojos cayeron en la trampa de aquel fulgor profano y terrible. Una extraña locura me oprimió con fuerza la garganta, como un rival que se interpone entre dos amantes
(La canción de Belit)

El Tigresa surcó los mares, y todas las aldeas negras de la costa se estremecieron. El tam-tam resonó en la noche, anunciando que la diablesa del mar había encontrado un compañero, un hombre de hierro cuya violencia superaba la del león herido. Entonces los sobrevivientes de los despojados navíos estigios maldijeron el nombre de Belit y el del blanco guerrero de los ojos azules. Por ello los príncipes estigios recordaron eternamente a este hombre, y su memoria fue un árbol amargo que dio frutos de color carmesí en los años que siguieron.
Pero el Tigresa siguió navegando despreocupado como el viento errante, hasta que ancló frente a las costas del sur, en la desembocadura de un caudaloso y turbulento río cuyas orillas eran murallas selváticas llenas de misterio.
-Éste es el río Zarkheba, que significa Muerte -dijo Belit-. Sus aguas son venenosas. ¿Ves cuan turbias y cenagosas fluyen? Sólo los reptiles ponzoñosos pueden vivir en ese río. Los hombres de piel negra lo evitan siempre. Una vez, una galera estigia que huía de mi barco se internó por este río y desapareció. Yo anclé en este mismo lugar, y algunos días después la galera volvió flotando a la deriva sobre las oscuras aguas; estaba desierta y su cubierta aparecía manchada de sangre. Había un solo hombre a bordo, pero se había vuelto loco y murió sollozando. El cargamento estaba intacto, pero la tripulación había desaparecido silenciosa y misteriosamente.
«Amado mío, yo creo que a orillas de este río hay una ciudad. He oído relatos acerca de torres gigantescas y de murallas que contemplaron desde lejos los pocos marinos que osaron remontar esta corriente. Nosotros no tememos a nada ni a nadie. ¡Conan, vayamos hacia allí y saqueemos la ciudad!
Conan asintió; como hacía generalmente cuando Belit trazaba un plan. Ella era quien planeaba las incursiones y el cimmerio quien las llevaba a cabo. Poco le importaba a él hacia dónde navegar o contra quién combatiesen, mientras no dejaran de navegar y de combatir. El cimmerio estaba satisfecho con ese tipo de vida.
Las batallas habían mermado la tripulación; sólo quedaban unos ochenta lanceros, apenas los suficientes para la larga galera. Pero Belit no quería perder el tiempo navegando hacia el sur, hasta las remotas islas donde reclutaba a sus bucaneros. La fogosa muchacha estaba deseando emprender aquella aventura; por consiguiente, el Tigresa se internó por la desembocadura del río. Los remeros tuvieron que esforzarse a fondo para superar el empuje de la caudalosa corriente.
Doblaron el misterioso recodo que impedía la vista desde el mar, y al atardecer ya navegaban entre los bancos de arena en los que se movían extraños y ondulantes reptiles. Pero no vieron ni un solo cocodrilo, ni divisaron animal alguno ni pájaros que acudieran a saciar su sed en aquellas aguas. Continuaron avanzando en la oscuridad que precede a la salida de la luna, entre costas que eran como sólidas empalizadas de una vegetación impenetrable, de donde llegaba de vez en cuando un misterioso rumor de crujidos y de pisadas sigilosas, y se divisaba el fulgor de unos ojos amenazantes. Y una vez que se oyó la voz inhumana y burlona de un mono, Belit dijo que las almas de los hombres malvados estaban presas en aquellos animales parecidos al hombre, como castigo por sus crímenes pasados. Pero Conan tenía sus dudas al respecto, porque en cierta ocasión había visto en una jaula de barrotes dorados de una ciudad hirkania un animal triste de ojos abismales que, según le dijeron, era un mono, y que no tenía nada de la demoníaca malevolencia que vibraba en la risa chillona que les llegaba desde la oscura selva.
Entonces salió la luna como una mancha sanguinolenta, con un halo negro, y de las orillas surgió una terrible algarabía, como saludándola. Los rugidos, aullidos y gritos hicieron temblar a los guerreros negros, pero aquel bullicio, según pudo notar Conan, procedía del interior de la selva, como si los animales, al igual que los hombres, huyeran de las negras aguas del Zarkheba.
Elevándose por encima de la densa negrura de los árboles y de los cimbreantes bosques frondosos, la luna plateaba la superficie del río, y la estela del barco se convertía en un centelleo de burbujas fosforescentes que se ensanchaba creando una luminiscencia de fulgurantes piedras preciosas. Los remos se hundían en las aguas y salían como empapados de plata helada. Las plumas de los guerreros se balanceaban bajo el viento y las gemas de las empuñaduras y arneses resplandecían con una luz helada.
La fría luz de la luna iluminaba también las joyas que adornaban los negros rizos de Belit cuando extendió su hermoso cuerpo sobre una piel de leopardo colocada sobre la cubierta. Apoyada sobre los codos y con la barbilla entre las manos, la joven observaba el rostro de Conan, que estaba acostado a su lado con la oscura melena agitada bajo la tenue brisa. Los ojos de Belit eran como oscuras gemas que ardían a la luz de la luna.
-El misterio y el terror nos rodean, Conan, y nos deslizamos hacia el reino del horror y de la muerte -dijo Belit-. ¿Tienes miedo?
Por toda respuesta, él se limitó a encoger los hombros, cubiertos con la cota de malla.
-Tampoco yo tengo miedo -repuso ella con aire meditabundo-. Jamás lo tuve. He contemplado demasiadas veces los desnudos colmillos de la muerte. Dime, Conan, ¿temes a los dioses?
-Yo no pisaría sus sombras -contestó el bárbaro prudentemente-. Algunos son malignos y otros son propicios; al menos, eso afirman sus sacerdotes. Mitra, la diosa de los hiborios, debe ser una diosa fuerte, porque su pueblo ha construido ciudades en todo el mundo. Pero hasta los hiborios temen a Set. Y Bel, dios de los ladrones, es un dios bueno.
Cuando yo era ladrón, en Zamora, aprendí mucho de él.
-¿Cómo son los dioses de tu pueblo? Nunca te he oído hablar de ellos.
-El dios principal es Crom, que vive en una gran montaña. Pero de nada vale invocarlo. Le importa muy poco si los hombres viven o mueren. ¡Es mejor callar que reclamar su atención, ya que suele enviar desdichas y no fortuna! Es implacable y sin compasión, pero infunde poder para luchar y matar en el momento de nacer. ¿Qué más puede pedir un ser humano?
-¿Y cómo es vuestro mundo, más allá del río de la muerte? -insistió ella.
-En el culto de mis gentes no hay esperanza aquí ni en el más allá -respondió Conan-. En este mundo los hombres luchan y sufren en vano, y sólo encuentran placer en el torbellino enloquecedor de la batalla; una vez muertos, sus almas entran en un reino gris, lleno de nubes y azotado por vientos helados, donde vagan tristes y melancólicas durante toda la eternidad.
Belit se estremeció y dijo:
-Por mala que sea la vida, es mejor que semejante destino. ¿Tú qué crees, Conan?
El cimmerio se encogió de hombros una vez más y dijo:
-He conocido muchos dioses. Quien niegue su existencia está tan ciego como el que confía en ellos con una fe desmesurada. Yo no busco nada después de la muerte. Puede que exista la oscuridad de la que hablan los escépticos nemedios, o el reino helado y nebuloso de Crom, o las llanuras nevadas o los grandes salones de piedra del Valhalla de los habitantes de Nordheim. No lo sé, ni me importa. Que me dejen vivir intensamente mientras viva; quiero saborear el rico jugo de la carne roja y sentir el sabor ácido del vino en mi paladar, gozar del cálido abrazo de una mujer y de la jubilosa locura de la batalla cuando llamean las azules hojas de acero; eso me basta para ser feliz. Que los maestros, los sacerdotes y los filósofos reflexionen acerca de la realidad y la ilusión. Yo sólo sé esto: que si la vida es ilusión, yo no soy más que eso, una ilusión, y ella, por consiguiente, es una realidad para mí. Estoy vivo, me consume la pasión, amo y mato; con eso me doy por contento.
-Pero los dioses son reales -dijo ella, siguiendo la línea de sus pensamientos-. Y por encima de todo están los dioses shemitas: Ishtar, Ashtoreth, Derketo y Adonis. Bel también es shemita, pues nació en la antigua Shumir hace muchísimo tiempo y entró en el mundo riendo, con su barba rizada y sus ojos picaros e inteligentes, a robar las joyas de los reyes de la antigüedad.
-Existe la vida más allá de la muerte; yo lo sé, y también sé esto, Conan de Cimmeria -dijo Belit poniéndose ágilmente de pie y estrechándole con un abrazo de pantera-: ¡Sé que mi amor es más fuerte que la muerte! Me has estrechado en tus brazos, jadeando con la violencia de nuestro amor; me has cogido y estrujado y me has conquistado, atrayéndome el alma a tus labios con la violencia de tus hirientes besos. ¡Mi corazón está soldado al tuyo; mi alma es parte de tu alma! ¡Si yo muero y tú tuvieras que luchar por tu vida, yo volvería del abismo para ayudarte; sí, lo haría tanto si mi espíritu flotara bajo las velas purpúreas del mar cristalino del paraíso, como si se retorciese entre las llamas del infierno! ¡Soy tuya, y ni los dioses ni la eternidad podrán separarnos!
Un grito de espanto llegó desde el puesto de proa. Tras apartar a Belit a un lado, Conan se puso en pie de un salto, con la espada resplandeciente bajo la luz de la luna y los pelos de punta por la escena que estaba viendo. El vigía negro se tambaleaba sobre la cubierta apoyado en algo que parecía el tronco de un árbol oscuro y sinuoso que se balanceaba sobre la barandilla. Entonces Conan se dio cuenta de que se trataba de una gigantesca serpiente que había saltado por encima de la borda y sujetaba al desdichado vigía con sus enormes fauces. Las chorreantes escamas brillaban pálidamente bajo la luz de la luna, a medida que el reptil se retiraba de la cubierta, mientras el guerrero atrapado gritaba y se retorcía como una rata en los colmillos de una serpiente pitón. Conan corrió hacia la proa y alzando su enorme espada casi cortó en dos al gigantesco animal, que era más grueso que el cuerpo de un hombre. La sangre empapó la cubierta mientras el monstruo moribundo se alejaba sin soltar a su víctima, hasta que se hundió en el tenebroso río, anillo tras anillo, dejando tras de sí una sanguinolenta espuma, bajo la cual el hombre y el reptil desaparecieron juntos. A partir de entonces, Conan prosiguió la guardia personalmente, pero ningún otro monstruo llegó reptando desde las cenagosas profundidades del río. Cuando el cielo clareaba en la selva, el cimmerio divisó los negros colmillos de unas torres oscuras que se alzaban entre los árboles. Llamó a Belit, que aún dormía sobre la cubierta, envuelta en su capa de color escarlata, y ella corrió a su lado con los ojos brillantes por la emoción. la joven ordenó a sus guerreros que prepararan los arcos y las flechas. Entonces sus hermosos ojos se abrieron desorbitados.  Lo que vieron cuando doblaron un recodo y quedó ante su vista aquella orilla, era el fantasma de una ciudad. La maleza y los arbustos crecían profusamente entre las piedras rotas y las losas de lo que en un tiempo habían sido calles, plazas y grandes patios. Por todas partes, excepto en la misma orilla del río, crecía la selva, ocultando columnas caídas y túmulos derruidos con su verde veneno. Aquí y allá se veían enormes torres que alzaban su precario equilibrio contra el cielo de la mañana, así como columnas rotas que sobresalían por encima de los muros en ruinas. En el centro de la plaza se levantaba una pirámide de mármol rematada por una fina estatua, hasta que sus ojos agudos percibieron señales de vida.
-Es un enorme pájaro -dijo uno de los guerreros, de pie en la popa.
-No, es un murciélago monstruoso -afirmó otro.
-Es un mono -dijo Belit.
En ese momento, el engendro extendió unas alas muy amplias y desapareció volando hacia la selva. -Era una especie de mono alado -dijo el viejo N'Yaga, con gesto inquieto-. Será mejor que nos dejemos cortar el cuello antes que desembarcar en ese lugar. Está encantado.
Belit se burló del supersticioso anciano y ordenó que la galera se acercara a la orilla y atracase en los muelles derruidos. Ella fue la primera en saltar a tierra, seguida de cerca por Conan; luego desembarcó la tropa de piratas de piel de ébano con sus blancas plumas ondeando bajo la brisa de la mañana, con las lanzas preparadas y los ojos observando con recelo la selva que los rodeaba.
En aquel lugar reinaba un silencio tan siniestro como el de una serpiente dormida. Belit se irguió entre las ruinas; su vibrante y esbelto cuerpo, lleno de vida, contrastó extrañamente con la desolación y la destrucción que había a su alrededor. El sol se alzaba lentamente sobre la selva, llameante y amenazador, inundando las torres con una tenue luz dorada que hacía resaltar las sombras que se agazapaban entre los muros derruidos. Belit señaló una fina torre redondeada que parecía tambalear sobre sus inseguros cimientos. Conducía hasta ella un camino de losas flanqueado por columnas rotas entre las que crecían plantas; delante de la torre había un enorme altar. Belit recorrió con rapidez el antiguo camino de piedra y se detuvo delante del altar.
-Éste era el templo de los antiguos -le dijo a Conan-. Mira, esos canalillos que hay a los lados del altar son para la sangre. Las lluvias de diez mil años no han conseguido lavar las oscuras manchas que hay en la piedra. Las paredes se han derrumbado y este bloque de piedra sigue desafiando el tiempo y los elementos.
-Pero ¿quiénes eran esos antiguos? -preguntó Conan. Ella extendió sus finas manos con un gesto de desamparo para subrayar sus palabras.
-Ni siquiera en las leyendas se menciona a esta ciudad -dijo-. ¡Pero fíjate en los orificios para las manos que hay en ambos extremos del altar! Los sacerdotes solían esconder sus tesoros debajo de sus altares. ¡A ver si entre cuatro de vosotros podéis levantar esa losa!
Belit retrocedió unos pasos para dejar sitio, al tiempo que miraba hacia la torre que se alzaba por encima de ellos. Tres de los guerreros más fuertes ya habían aferrado la losa por los huecos -que curiosamente no estaban hechos para manos humanas-, cuando Belit dio un paso atrás lanzando un grito de horror. Los negros se quedaron paralizados en su sitio y Conan, que se había agachado para ayudarlos, giró en redondo al tiempo que lanzaba una maldición.
-Hay una serpiente entre la hierba -dijo ella retrocediendo-. Ven a matarla, Conan. Vosotros, seguid intentando alzar la losa.
El cimmerio se acercó rápidamente a la joven y otro negro ocupó su lugar. Mientras Conan examinaba la hierba en busca de la serpiente, los gigantescos negros se apoyaron firmemente sobre los pies y entre gruñidos fueron levantando poco a poco la piedra, con los músculos tensos debajo de la piel de ébano. La losa del altar giró repentinamente hacia un lado. Al mismo tiempo se oyó un terrible estruendo y la torre se desplomó sepultando a los cuatro negros bajo los bloques de piedra.
Un grito de horror surgió entre las filas de sus compañeros. Los finos dedos de Belit se clavaron en el brazo de Conan.
-No había ninguna serpiente -susurró ella-. Era una artimaña para alejarte del altar. Sentí miedo, pues sabía que los antiguos guardaban bien sus tesoros. Ahora despejemos las piedras.
Eso hicieron, y luego levantaron los cuerpos destrozados de los cuatro hombres. Debajo de éstos los piratas hallaron una cripta tallada en la roca viva. El altar, que giraba ingeniosamente hacia un lado por medio de rodillos de piedra, había servido de tapadera. A primera vista, parecía que la cripta estaba llena a rebosar de un fuego líquido que reflejaba la temprana luz del sol con un millón de facetas resplandecientes.
Allí, ante los ojos atónitos de los piratas, había una fortuna incalculable: diamantes, rubíes, sanguinarias, zafiros, turquesas, piedras de la luna, ópalos, esmeraldas, amatistas y otras gemas desconocidas, que relucían como los ojos de una mujer maligna. La cripta estaba abarrotada de brillantes piedras preciosas que centelleaban bajo los rayos del sol.
Al tiempo que lanzaba un grito, Belit se dejó caer de rodillas entre los escombros manchados de sangre junto al borde de la cripta y hundió sus blancos brazos hasta el hombro en aquel mar de esplendor. Luego retiró los brazos, aferrando algo que le hizo lanzar otro grito de asombro. ¡Tenía en la mano una larga sarta de rubíes, que parecían coágulos de sangre, unidos por un grueso hilo de oro! Al reflejarse en el collar, la dorada luz del sol se convirtió en un resplandor rojizo.
Los ojos de Belit parecían los de una mujer en trance. El corazón de los shemitas se emborrachaba con las riquezas y con el esplendor material, pero aquel espectáculo hubiera trastornado hasta el corazón del emperador de Shushan.
-¡Recoged estas piedras preciosas, perros! -gritó ella, sin poder dominar su emoción.
-¡Mirad! Un musculoso brazo negro señaló en dirección al Tigresa y Belit giró en redondo enseñando los dientes, como si esperara ver a un pirata rival acercándose para despojarla del botín. Pero sólo vieron alzarse, por encima de la borda del barco, una oscura sombra que se alejó volando hacia la selva.
-¡El mono maligno ha estado en nuestro barco! -musitaron los negros inquietos.
-¿Y eso qué importa? -exclamó Belit lanzando un juramento, al tiempo que se alisaba un rizo rebelde con gesto impaciente-. Haced una litera con las lanzas y las capas para cargar todas estas joyas. Eh, Conan, ¿dónde demonios vas?
-Voy a echar un vistazo a la galera -dijo el cimmerio con un gruñido-. Esa especie de murciélago pudo haber hecho un agujero en la base de la galera, sin que nos hayamos dado cuenta. El bárbaro corrió rápidamente por las destrozadas piedras del embarcadero y saltó hacia la nave. Después de examinar por un momento el barco bajo cubierta, Conan lanzó una maldición y echó una mirada en dirección al lugar por el que había desaparecido el monstruo alado. Volvió rápidamente hacia donde estaba Belit, dirigiendo el saqueo de la cripta. La muchacha se había puesto el collar y los rojos rubíes brillaban esplendorosamente sobre su blanco pecho. Un negro enorme estaba sumergido hasta las caderas en la rebosante cripta y extraía grandes puñados de piedras preciosas, que pasaba a los hombres impacientes que se hallaban arriba. Sartas de heladas iridiscencias colgaban entre los oscuros dedos del negro; eran como gotas de fuego rojo que formaban un increíble arco iris. El negro parecía un gigante a horcajadas sobre los llameantes pozos del infierno, con las manos llenas de estrellas.
-Aquel maldito demonio volador ha agujereado las barricas de agua -dijo Conan-. Si no hubiéramos estado tan deslumbrados por estas piedras preciosas, hubiéramos oído el ruido que hacía el monstruo al acercarse. Fuimos necios al no haber dejado un centinela a bordo. No podemos beber el agua de este río.
Voy a llevar veinte hombres para buscar agua fresca y potable en la selva.
Ella le miró con expresión confusa, con los ojos velados por la extraña pasión que la embargaba, mientras acariciaba con dedos nerviosos las piedras preciosas que llevaba en el pecho.
-Está bien -repuso ella distraídamente, casi sin prestarle atención-. Voy a hacer que lleven el tesoro a bordo.
La selva se cerró rápidamente detrás del grupo, al tiempo que la luz cambiaba del oro intenso al gris sombrío. De las ramas que formaban arcadas caían enredaderas que parecían serpientes. Los guerreros avanzaban en fila india, como negros fantasmas deslizándose bajo la luz crepuscular.
Dentro de la selva la vegetación era menos densa de lo que Conan había pensado. El suelo estaba blando, pero no húmedo. Al alejarse del río, se inclinaba poco a poco formando pendiente. Cuanto más se internaban por la verde espesura, menores señales había de proximidad de agua, ya sea de fuentes o de pozos. Conan se detuvo súbitamente; sus guerreros le imitaron y se quedaron inmóviles como estatuas de basalto. En el tenso silencio que siguió, el cimmerio dijo en voz baja a N'Gora, un hombre de confianza:
-Seguid derecho hasta que no podáis verme; entonces deteneos y esperadme. Creo que nos están siguiendo. He oído algo.
Los negros parecían inquietos, pero obedecieron. Mientras ellos seguían su camino, Conan se ocultó rápidamente detrás de un enorme árbol, al tiempo que miraba hacia el lugar por el que habían venido. De aquella espesa vegetación podía surgir cualquier cosa. Pero no ocurrió nada, y los débiles sonidos de la marcha de los lanceros se apagaron a lo lejos. De pronto el cimmerio sintió que el aire estaba impregnado de un aroma exótico. Algo le rozó suavemente la sien. Conan se volvió con rapidez. Desde una mata cuyas hojas tenían formas muy extrañas, unas enormes flores negras se inclinaron hacia él. Una de ellas era la que le había tocado. Parecían llamarle arqueando sus tallos en señal de invitación. Se extendían y susurraban, aunque no soplaba la menor brisa.
Conan retrocedió rápidamente al reconocer el loto negro, cuya savia era mortal y cuyo perfume producía un sopor con sueños terribles. El cimmerio ya comenzaba a sentir un ligero letargo. Trató de desenvainar la espada para cortar los ondulantes tallos que se cernían sobre él, pero sus brazos se quedaron inertes a ambos lados del cuerpo. Abrió la boca para llamar a sus guerreros, pero de ella no salió más que un débil jadeo. Un segundo después, la selva empezó a dar vueltas con asombrosa rapidez y Conan comenzó a ver todo borroso, no, oyó los gritos de espanto que se escuchaban un poco más allá, pues se le doblaron las rodillas y cayó al suelo sin sentido. Por encima de su cuerpo postrado, las enormes flores negras se balanceaban en el aire sin que las moviera el viento.


3. Horror en la selva

«¿Fue un sueño lo que trajo el loto negro?
Entonces, maldito sea el sueño que angustió mi vida,
y maldita la rezagada hora que no ve
la cálida sangre goteando del cuchillo de color carmesí.»
(La canción de Belit)

Primero fue la oscuridad del vacío más absoluto, en el que soplaban fríos vientos del espacio cósmico. Luego unas formas vagas, monstruosas y etéreas se agitaron en el sórdido escenario de la nada, como si la oscuridad hubiera adoptado una forma material. El viento siguió soplando hasta que se formó un vórtice, una pirámide giratoria de rugiente negrura, del que salió la Forma y la Dimensión. Y de pronto, como si fueran nubes, las tinieblas se desvanecieron y una enorme ciudad de piedra de color verde oscuro se alzó a orillas de un río caudaloso que fluía por una planicie sin límites. Por aquella ciudad se movían unos seres de formas extrañas.
Aunque fundidos en el molde de la humanidad, se veía claramente que no eran hombres. Tenían alas y eran de dimensiones gigantescas. No provenían de una rama del misterioso tronco cuya evolución culminó con el ser humano, sino que se trataba del fruto maduro de un árbol diferente y extraño. Aparte de sus alas, aquellos seres se parecían físicamente al hombre en la misma medida en que éste se parece a los grandes monos. En desarrollo espiritual, estético e intelectual eran superiores al hombre de la misma manera que éste es superior al gorila. Pero cuando construyeron su gigantesca ciudad, los primitivos antepasados del hombre aún no habían surgido del limo de los océanos primordiales.
Estos seres eran mortales, del mismo modo que lo es todo lo que está hecho de carne y sangre. Nacían, amaban y morían, si bien vivían muchísimos años.
Entonces, después de incontables millones de años, se inició el Cambio. El paisaje tembló como si fuera una imagen proyectada en una cortina agitada por el viento. Las eras pasaron por la ciudad y el campo al igual que fluyen las olas en el mar, y cada una de ellas produjo grandes cambios. En algún lugar del planeta se estaban alterando los centros magnéticos; los enormes glaciares y los campos de hielo se desplazaron hacia los nuevos polos.
El litoral del gran río también se alteró. Las llanuras se convirtieron en pantanos en los que pululaban asquerosos reptiles. Donde se extendían fértiles praderas, surgieron primero bosques y luego densas selvas. Las transformaciones obraron también sobre los habitantes de la ciudad, si bien éstos no emigraron hacia nuevas tierras. Razones incomprensibles para el hombre los retuvieron ligados a su funesto destino.
Y mientras aquella tierra, que antes fuera rica y poderosa, se hundía cada vez más en el negro cieno de la sombría selva, el caos se abatió sobre los habitantes de la ciudad. Terribles convulsiones estremecieron la tierra; las noches eran espeluznantes y los volcanes en erupción se recortaban como rojas columnas de fuego en el oscuro horizonte.
Después de un terremoto que sacudió desde las murallas exteriores hasta las torres más altas de la ciudad, el río adquirió un color negro durante varios días; alguna sustancia letal se había escapado de las profundidades subterráneas; una terrible transformación química se produjo en las aguas que las gentes habían bebido durante milenios. Muchas personas murieron después de beber aquellas aguas, pero quienes sobrevivieron sufrieron un cambio paulatino, tan sutil como aterrador. Al tener que adaptarse a las nuevas condiciones del medio, se hundieron muy por debajo de su nivel original. Pero las aguas letales provocaron en ellos una alteración mucho más terrible, y las nuevas generaciones se volvieron cada vez más bestiales. Los que habían sido dioses alados se convirtieron en demonios sin alas, con todo el vasto conocimiento de sus antepasados, pero distorsionado y pervertido de manera espantosa e infernal. Del mismo modo que habían alcanzado niveles muy superiores a los que la humanidad puede soñar, se hundieron más bajo de lo que se podía concebir en las peores pesadillas. Morían pronto, víctimas de su propio canibalismo, y en medio de las tinieblas de la medianoche estallaban en la selva tremendas peleas. Por último, entre las ruinas cubiertas por líquenes, entre los escombros de lo que había sido su esplendorosa ciudad, sólo quedó un ser, un cuerpo agazapado y deforme, una horrenda perversión de la naturaleza.
Luego aparecieron los primeros seres humanos: hombres de piel oscura y rostro aguileño, que llevaban arneses de cobre y cuero y utilizaban arcos; se trataba de los guerreros de la prehistórica Estigia. Eran tan sólo cincuenta hombres agotados, demacrados y hambrientos a causa del prolongado esfuerzo; estaban sucios y cubiertos de arañazos y de vendajes manchados de sangre seca. La suya era una historia de guerras y derrotas, de una huida ante una tribu más fuerte que los llevó cada vez más hacia el sur, hasta que se perdieron en el gran océano de la selva y del mar.
Se tendieron exhaustos entre las ruinas. Unas plantas que había allí y que sólo florecían una vez cada siglo agitaron sus rojos pétalos a la luz de la luna. Entonces les invadió el sueño. Mientras dormían, un ser repulsivo de ojos ardientes salió reptando de las sombras y realizó espantosos ritos extraños sobre todos los durmientes. La luna colgaba del cielo sombrío tiñendo la selva de rojo y negro; por encima de los hombres que dormían brillaban tenuemente las flores rojas como manchas de sangre. Luego la luna se ocultó y los ojos del nigromante relucieron como rubíes en la noche oscura como el ébano.
Cuando el alba extendió su blanco velo sobre el río, no había hombres a la vista; sólo el espantoso ser alado y peludo que estaba agazapado en medio de un círculo de cincuenta hienas enormes de piel manchada, que apuntaban con sus temblorosos hocicos hacia el cielo mortecino y aullaban como las almas condenadas en el infierno.
A continuación una escena siguió a la otra con vertiginosa rapidez. Hubo un movimiento confuso, un retorcerse y fundirse de luces y sombras contra el fondo de la negra selva, las ruinas de piedras verdes y el cenagoso río. Unos hombres negros llegaron río arriba en barcas que tenían una calavera en la proa; otros se ocultaron sigilosamente entre los árboles, con lanzas en la mano. Corrían gritando en la oscuridad, huyendo de un par de ojos rojos y de unos colmillos imponentes. El aullido de hombres moribundos estremeció las sombras; unos pies furtivos avanzaron en silencio y unos ojos de vampiro horadaron las tinieblas con su fuego rojo. Hubo festines aterradores a la luz de la luna, ante cuyo disco luminoso una sombra con alas de murciélago aleteaba sin cesar.
Y de repente, en claro contraste con aquellas escenas, por el recodo del río se vio llegar una larga galera atestada de brillantes cuerpos de ébano, en cuya proa se alzaba un gigante de piel blanca cubierto con una malla de acero.
En ese momento, Conan se dio cuenta de que estaba soñando. Hasta aquel instante no había tenido consciencia de su existencia individual. Pero cuando se vio a sí mismo sobre la cubierta del Tigresa reconoció la frontera entre la realidad y el sueño, si bien no se despertó.
Mientras esto pasaba por su mente, la escena cambió súbitamente hacia el claro de la selva en el que N'Gora y diecinueve lanceros negros se hallaban en actitud de espera. Cuando Conan empezó a comprender que le esperaban a él, un ser horroroso bajó del cielo, y la impasibilidad de los hombres fue interrumpida por el terror. Presas de pánico, arrojaron sus armas y corrieron como locos a través de la selva, seguidos de cerca por el monstruo que agitaba sus grandes alas por encima de ellos.
El caos y la confusión siguieron a estas visiones, mientras Conan luchaba por despertar con las pocas fuerzas que le quedaban. Se veía vagamente a sí mismo acostado bajo una movediza mata de flores negras, mientras desde los matorrales una figura repulsiva se arrastraba hacia él. Haciendo un esfuerzo titánico, Conan rompió las ligaduras invisibles que le mantenían preso en sus sueños, y se despertó.
El cimmerio lanzó una mirada llena de asombro a su alrededor. Divisó cerca de él el loto negro que se agitaba y se apresuró a alejarse de la maligna planta.
En el mullido suelo, cerca de donde se encontraba, vio un rastro que semejaba el de un animal al acecho antes de salir de su escondrijo, para luego retirarse sin llevar a cabo su propósito. Aquellas huellas parecían las de una hiena increíblemente grande.
Conan gritó para llamar a N'Gora. Un silencio primordial se cernía sobre la selva, en la que sus gritos sonaron frágiles y huecos como una burla. No podía ver el sol, pero su instinto de hombre salvaje conocedor de la naturaleza le indicó que el día llegaba a su fin. Una sensación de pánico le invadió al darse cuenta de que había estado sin sentido durante muchas horas. Rápidamente siguió las huellas de los lanceros, hasta que llegó a un claro. Allí se detuvo en seco y un escalofrío le recorrió el cuerpo al reconocer el claro que había visto en el sueño que tuvo bajo la influencia del. loto negro. Había escudos y lanzas desparramadas por todas partes, como si hubieran sido arrojados al emprender una precipitada fuga.
Por las huellas que llevaban fuera del claro de vuelta hacia la espesura de la selva, Conan se dio cuenta de que los lanceros negros habían escapado frenéticamente de algo que les amenazaba. Las pisadas se superponían y se confundían entre los árboles. Con la velocidad del rayo, el cimmerio salió de la selva y llegó hasta una rocosa colina empinada que caía de pronto formando un abrupto precipicio que tenía unos doce metros de altura. En el borde del abismo había algo agazapado.
Al principio, Conan creyó que se trataba de un enorme gorila negro. Luego vio que era un negro gigantesco que estaba sentado en cuclillas, como un mono, con los largos brazos colgando y una baba espumosa cayéndole de los labios. Sólo cuando ese ser lanzó un alarido que parecía un sollozo y corrió hacia él levantando las manos, Conan advirtió que se trataba de N'Gora. El negro hizo caso omiso del grito de Conan y atacó con los ojos en blanco y los brillantes dientes al descubierto; su rostro era una máscara inhumana.
Con la piel erizada por el horror que la locura siempre inspira a las personas cuerdas, Conan alzó la espada y traspasó con ella el cuerpo del negro; luego, evitando las garras que se tendían hacia él mientras N'Gora caía, avanzó hacia el borde del precipicio.
Durante un instante el cimmerio se quedó mirando las abruptas rocas que se divisaban abajo y sobre las cuales yacían los lanceros de N'Gora con el cuerpo retorcido, los miembros destrozados y los huesos deshechos. Ninguno de ellos se movía. Una nube de enormes moscas negras zumbaba por encima de las piedras manchadas de sangre; las hormigas habían comenzado a roer los cadáveres. En las ramas de los árboles más cercanos aguardaban los buitres y un chacal que, al mirar hacia arriba y ver a un hombre vivo en el risco, huyó furtivamente del lugar.
Conan se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego giró en redondo y volvió corriendo por donde había llegado, entre las hierbas, arbustos y enredaderas que le rodeaban y se interponían en su camino como serpientes. Llevaba la espada baja en la mano derecha y tenía una palidez desusada en el oscuro rostro.
El silencio que reinaba en la selva no se veía interrumpido por nada. El sol acababa de ponerse en el horizonte y grandes sombras se alzaban del limo de la oscura tierra. Conan avanzaba rápidamente a través de las gigantescas sombras de la muerte y la desolación, cubierto con la cota de malla. No se escuchaba otro sonido que su propio jadeo cuando salió de las sombras y llegó hasta las márgenes del río rodeadas de una luz crepuscular.
Vio la galera adosada al muelle podrido. Sus restos se tambaleaban en la semioscuridad.
Aquí y allá, divisó manchas de color rojo vivo entre las piedras, como si una mano descuidada hubiera dado unas pinceladas con una brocha empapada de pintura de color carmesí.
Conan adivinó nuevamente la presencia de la muerte y de la destrucción. Frente a él yacían sus hombres, tendidos en el espacio que iba desde el límite de la selva hasta la orilla del río, entre las columnas rotas y a lo largo de los muelles derruidos, mutilados y devorados a medias, como tristes remedos de seres humanos.
Alrededor de los cadáveres y de sus miembros cercenados, se veían numerosas huellas de enormes patas, similares a los rastros que dejan las hienas.
Conan avanzó en silencio por el muelle, y al acercarse a la nave vio que de la cubierta colgaba algo que brillaba con un claro tono marfileño. Sin decir una sola palabra, el cimmerio se detuvo y vio el cuerpo de la reina de la Costa Negra que colgaba del peñol de su propia galera. Entre la cuerda de la que colgaba y su garganta había una ristra de piedras que parecían coágulos de color carmesí que brillaban como la sangre..., pero era el collar de oro con los enormes y resplandecientes rubíes.
  

4. Ataque desde el aire

«Estaba rodeado de negras sombras; las fauces chorreantes se abrieron desmesuradamente y cayeron gotas rojas más gruesas que la lluvia; pero mi amor era más fuerte que el negro hechizo de la  muerte,  y ni siquiera las puertas de hierro del infierno podrían alejarme de su lado
(La canción de Belit)

La selva era como un gigante negro que sostenía las ruinas de piedra entre sus hercúleos brazos.
Aún no había salido la luna y las estrellas eran fragmentos de ámbar incandescente en un firmamento en el que le esperaba la muerte agazapada. Conan el cimmerio estaba sobre la pirámide situada entre las torres derruidas, sentado como una estatua de hierro con la barbilla apoyada en sus fuertes puños. En las oscuras sombras se oyeron unos pasos quedos y se vio el fulgor de unos ojos rojos. Los muertos yacían en la misma posición en la que habían caído. Pero en la cubierta del Tigresa, en una pira hecha con bancos rotos, trozos de lanza y pieles de leopardo, dormía la reina de la Costa Negra su último sueño, con el botín amontonado a su alrededor: sedas, telas de oro, galones de plata, cofres llenos de joyas y de monedas de oro, lingotes de plata y teocalis dorados.
Pero del botín de la ciudad maldita sólo podían hablar las turbias aguas del Zarkheba, en las que Conan lo había arrojado al tiempo que lanzaba una maldición pagana. Ahora estaba sentado con gesto hosco en la pirámide, esperando a sus invisibles enemigos. La negra furia que alentaba en su corazón había alejado de él todo vestigio de temor. No sabía qué sombras podían surgir de la oscuridad, ni le importaba demasiado.
Tampoco dudaba acerca de la veracidad de las visiones del loto negro. Comprendió que mientras le esperaban en el claro del bosque, N'Gora y sus compañeros habían sido atacados por el monstruo alado y que al huir, presas del pánico, se habían caído por el precipicio. Todos murieron menos su jefe, que de alguna manera había escapado a la muerte, aunque no a la locura. Mientras tanto, o quizá inmediatamente después, se produjo la aniquilación de los que estaban en la orilla del río. Conan tenía la seguridad de que aquello había sido una matanza más que una batalla. Dominados por el terror supersticioso, los negros murieron probablemente sin devolver un solo golpe en defensa propia cuando se vieron atacados por sus inhumanos enemigos.
El cimmerio no comprendía por qué le perdonaban la vida tanto tiempo, a menos que el ser maligno que dominaba aquel lugar quisiera mantenerlo vivo para torturarlo con la pena y el miedo. Todo apuntaba hacia una inteligencia humana o sobrehumana: la destrucción de las barricas de agua para dividir a los piratas, el hecho de haber atraído a los negros hacia el precipicio y el último y más significativo detalle: la burla atroz del collar de rubíes anudado como el dogal de un ahorcado alrededor del blanco cuello de Belit.
Habiendo dejado, pues, al cimmerio como víctima escogida y tras haberle infligido una refinada tortura mental, era probable que el desconocido enemigo concluyera el drama matándole a él también. Los ojos de Conan se iluminaron con una cruel sonrisa de hierro al pensar en esto.
La luna se alzó arrojando fuego sobre el casco de cuernos del cimmerio. De repente, el aire nocturno entró en tensión y la selva entera contuvo el aliento. Instintivamente, Conan comenzó a desenvainar su enorme espada. La pirámide sobre la que se encontraba tenía cuatro caras; una, la que daba a la selva, tenía unos amplios escalones. El cimmerio sostenía en una mano un arco shemita como el que Belit había enseñado a usar a sus piratas, y a sus pies había un montón de flechas con plumas.
Finalmente, algo se movió en la oscuridad. Recortándose súbitamente contra la luna que se alzaba en el horizonte, Conan vio una cabeza y unos hombros oscuros de aspecto bestial. Y detrás de aquel engendro llegaban corriendo rápida y silenciosamente... veinte hienas de piel manchada. Sus colmillos lanzaban destellos a la luz de la luna y sus ojos brillaban como nunca habían brillado los ojos de un animal.
Eran veinte. Conan cogió una flecha. Se oyó el chasquido de la cuerda del arco y una sombra de ojos ardientes saltó por los aires y cayó al suelo retorciéndose. El resto de la manada no vaciló. Seguían avanzando y las flechas del cimmerio caían sobre los monstruos como una lluvia de muerte, lanzadas con toda la fuerza y la precisión de sus músculos de acero movidos por un odio infernal.
A pesar de su ciega furia, Conan no erró el blanco. El aire se llenó de flechas cargadas de muerte. Los estragos causados por la embestida de la manada eran aterradores. Más de la mitad de sus enemigos cayeron antes de alcanzar el pie de la pirámide. Otros ascendieron por los amplios escalones. Al mirar sus ojos llameantes, Conan comprendió que aquellos seres no eran animales. No era sólo su tamaño sobrehumano lo que establecía la diferencia, sino que de ellos emanaba un aura tangible, como la oscura bruma que se alza de un pantano sembrado de cadáveres. No era capaz de adivinar qué alquimia infernal había dado vida a aquellos seres, pero lo que sí sabía era que se enfrentaba con una diabólica magia más negra que la del pozo de Skelos.
Firmemente apoyado sobre sus pies, Conan tensó el arco y lanzó su última flecha contra el enorme cuerpo peludo que se abalanzaba sobre su garganta.
La flecha salió disparada como un rayo de luna. El monstruo sufrió una convulsión en el aire y se estrelló de cabeza, con el cuerpo atravesado de parte a parte.
Entonces los demás se precipitaron sobre Conan como una pesadilla de ojos centelleantes y colmillos afilados. Su enorme espada dio cuenta del primer atacante, pero el desesperado embate de los demás le hizo caer al suelo. Aplastó un pequeño cráneo con la empuñadura de su sable, sintiendo que los huesos se quebraban y la sangre y los sesos se derramaban sobre su mano. Luego dejó caer la espada, pues de nada le valía ante la proximidad de sus enemigos, y aferró la garganta de dos de los monstruos, que lanzaban zarpazos y dentelladas con una furia silenciosa. Un intenso olor acre inundaba sus fosas nasales y el sudor le cegaba. Sólo la cota de malla le había salvado hasta ese momento de quedar destrozado en un segundo. Su mano derecha asió por el peludo cuello a un adversario, y la izquierda, no pudiendo aferrar otra garganta, apresó una pata de la fiera y se la rompió. Un breve quejido, el único grito aterradoramente semihumano que se oyó en aquella lúgubre batalla, partió de las fauces de la bestia. Ante el espantoso horror que le produjo ese grito infrahumano, Conan aflojó involuntariamente a su presa.
Otro de sus malignos enemigos, con la sangre chorreando de la destrozada yugular, saltó sobre Conan en un último espasmo de violencia y le clavó los colmillos en el cuello, si bien cayó muerto en el mismo instante.
La otra fiera, apoyándose en sus tres patas ilesas, se abalanzó sobre el vientre del cimmerio lanzando dentelladas como un lobo, y le destrozó varios eslabones de su cota de malla. Conan esquivó a la bestia agonizante y la levantó con un esfuerzo que hizo surgir un quejido de sus labios manchados de sangre. Se tambaleó por un momento, sintiendo el aliento fétido y caliente del monstruo sobre su rostro, con las mandíbulas chasqueando al lado de su cuello, y luego le arrojó con violencia; en seguida se oyó el crujido de los huesos rotos al chocar contra los escalones de mármol.
Mientras se tambaleaba tratando de recobrar el equilibrio y el aliento, el cimmerio oyó el espantoso aleteo de un murciélago. Conan se puso nuevamente a la defensiva, sacó rápidamente su espada y la empuñó con fuerza, asestando un mandoble con las dos manos; luego sacudió la sangre que empañaba sus ojos y su rostro para mirar al cielo con intención de ver a su alado enemigo.
Pero en lugar del esperado ataque procedente del aire, Conan notó súbitamente que la pirámide se tambaleaba, y vio que la elevada columna que estaba junto a él oscilaba como un péndulo. Aferrándose a la vida con todas sus fuerzas, Conan saltó lo más lejos que pudo; sus pies dieron en un escalón situado hacia el centro de la pirámide, y el siguiente salto lo impulsó lejos del monumento. En el momento en que sus talones se apoyaban en el suelo, por un instante cataclísmico, del cielo parecieron llover fragmentos de piedra y de mármol. Poco después, la luna iluminaba con su luz blanquecina un montón de escombros.
Conan se quitó de encima los pequeños trozos de piedra que cubrían parte de su cuerpo, y en ese momento un fuerte golpe le despojó del casco y le dejó momentáneamente aturdido. Encima de sus piernas tenía un enorme fragmento de columna que lo inmovilizaba contra el suelo. No sabía si sus extremidades estaban rotas o no. Sus negros rizos estaban impregnados de sudor, y la sangre le goteaba de las heridas que había recibido en la garganta y en las manos. El cimmerio levantó un brazo para tratar de librarse de los escombros que lo aprisionaban.
Entonces algo descendió de las estrellas y cayó a su lado sobre el césped. Conan se dio media vuelta y vio... ¡al ser alado! Con la velocidad de un rayo, el monstruo se precipitó sobre el cimmerio, que pudo ver fugazmente al ser que le atacaba: era una figura gigantesca, humanoide, de piernas arqueadas, peludos brazos atrofiados, enormes garras negras y una cabeza deforme en cuyo rostro sólo se distinguía un par de ojos inyectados en sangre. Esa cosa no era humana, ni animal, ni demoníaca, aunque estaba dotada de características infrahumanas y sobrehumanas a la vez.
Pero Conan no tenía tiempo para reflexiones ni especulaciones. Extendió los brazos hacia la espada que estaba en el suelo, pero sus dedos, arqueados como garfios, no pudieron cogerla. Lleno de desesperación, trató de empujar el trozo de columna que inmovilizaba sus piernas y las venas de las sienes se le hincharon por el esfuerzo. El pesado bloque fue cediendo poco a poco, pero el cimmerio se dio cuenta de que antes de que pudiera liberarse, el monstruo estaría encima de él. Y sabía muy bien que aquellas negras garras significaban la muerte.
El ser alado no había dejado de volar. Se cernió durante unos instantes sobre el postrado cimmerio como una sombra negra, con los brazos extendidos... y de repente un fulgor blanco se interpuso entre Conan y el murciélago.
En un instante enloquecedor, ella estaba allí, con su cuerpo tenso y blanco, vibrante de fiero amor como una pantera. El asombrado cimmerio divisó entre su cuerpo y la muerte que se abalanzaba sobre él, el esbelto cuerpo blanco como el marfil; vio el resplandor de sus ojos oscuros a la luz de la luna, la espesa mata de cabellos sedosos y brillantes, el pecho jadeante y los labios entreabiertos, que lanzaron un grito agudo que resonó como el acero cuando ella se abalanzó sobre el pecho del monstruo alado.
-¡Belit! -exclamó Conan.
Ella dirigió una rápida mirada al cimmerio y sus hermosos ojos oscuros reflejaron toda la fuerza de su amor, un amor natural como el fuego ardiente y como la lava incandescente. Un momento después ella desapareció y el cimmerio sólo vio al demonio alado que retrocedía dominado por un miedo insólito, con los brazos levantados como para defenderse de un ataque. Entonces Conan supo que Belit se hallaba realmente en la pira del Tigresa. En sus oídos resonó nuevamente la frase apasionada de la muchacha: «Si yo muero y tú tuvieras que luchar por tu vida, yo volvería del abismo para ayudarte...».
Al tiempo que lanzaba un grito terrible, el cimmerio apartó la piedra a un lado. El monstruo alado volvió a atacar y Conan saltó para enfrentarse con él, con la sangre inflamada por la furia. Los poderosos músculos de sus antebrazos se pusieron en tensión cuando empuñó la enorme espada y describió un arco mortal apoyándose en los talones. Su mandoble alcanzó al monstruo justamente encima de las caderas y lo dividió en dos; las piernas cayeron a un lado y el tronco hacia el otro.
Conan se quedó inmóvil bajo la silenciosa luz de la luna, con la espada apoyada en el suelo, contemplando los restos de su enemigo. Los incandescentes ojos rojos lo miraron durante unos instantes, luego se pusieron vidriosos y después se cerraron. Las grandes manos se estremecieron con un espasmo hasta que quedaron rígidas. La raza más antigua del mundo se había extinguido.
Conan levantó la cabeza, buscando maquinalmente a las bestias que habían sido esclavas y ejecutoras del monstruo alado. Pero no vio a ninguna de ellas. Los cuerpos que ahora vio tendidos sobre la hierba eran de hombres, no de bestias; hombres rostros aguileños, de piel negra, traspasados por las flechas o destrozados por la espada. Y poco a poco se iban convirtiendo en polvo delante de sus ojos.
¿Por qué el amo alado no había acudido en ayuda de sus esclavos mientras Conan luchaba contra ellos? ¿Acaso temía ponerse al alcance de unos colmillos que podían volverse contra él. La astucia y la cautela se habían albergado en aquel cráneo deforme, pero al final no le habían servido de nada.
El cimmerio dio media vuelta y se encaminó hacia los muelles derruidos, llegó hasta la galera y subió a bordo. Hizo unos cuantos cortes en las cuerdas, y la nave quedó a la deriva. Luego se dirigió al puente. El Tigresa se balanceó sobre las turbias aguas y se deslizó lentamente hacia el centro del río, hasta que corriente lo arrastró. Conan se inclinó sobre el timón, al tiempo que su sombría mirada se clavaba en el cuerpo que se encontraba en la pira envuelto en su capa y rodeado de riquezas que valían el rescate de una emperatriz.


5. La pira funeraria

« Terminaron para siempre las aventuras; no se alzarán más los remos, ni ondearán las velas;
el pendón escarlata ya no será el terror de las costas oscuras; mares azules del mundo, recibid nuevamente en vuestro seno a la mujer que me habéis entregado
(La canción de Belit)

El alba tino nuevamente las aguas del océano de un tono violáceo. Un resplandor más rojo aún iluminó luego la desembocadura del río. Conan el cimmerio se apoyó sobre su espada, y desde la playa de arena blanca contempló al Tigresa, que se alejaba en su último viaje. No había luz en aquellos ojos que contemplaban las olas cristalinas. Sobre las ondulantes extensiones azules se alejaba toda su gloria y su alegría. Un estremecimiento le sacudió de pies a cabeza, mientras la verde superficie del mar se convertía en una misteriosa bruma de color púrpura.
Belit había formado parte del mar, al que había conferido esplendor y vitalidad. Sin ella, los océanos habrían sido una vasta extensión desolada y triste. La joven había pertenecido al mar y él la devolvía a su insondable misterio. No podía hacer más. Para Conan, el radiante esplendor azul era más odioso aún que los verdes bosques que susurraban a sus espaldas y a los que debía regresar.
No había nadie conduciendo el timón del Tigresa; ningún remo impulsaba la nave sobre las aguas. Pero un viento límpido y fresco henchía la gran vela de seda y, al igual que un cisne salvaje se remonta al cielo para buscar su nido, así avanzó la galera mar adentro mientras las llamas ascendían cada vez más alto desde la cubierta, lamiendo el mástil y envolviendo el cuerpo cubierto con su capa de color escarlata.
Así desapareció la reina de la Costa Negra. Siempre apoyado en su espada manchada de sangre, Conan permaneció en silencio hasta que el rojo fulgor se hubo desvanecido entre las brumas azules del horizonte y el amanecer tiñó de rosa y oro la superficie del océano.





RELATO: "Los Misterios del Gusano" o "Jerusalem's Lot", Stephen King





Los Misterios del Gusano


Stephen King



2 de octubre de 1850
Querido Bones:
Fue estupendo entrar en el frío vestíbulo de Chapelwaite, poblado de corrientes de aire, con todos los huesos doloridos a causa del viaje en ese abominable carruaje, ansioso por desahogar inmediatamente mi vejiga distendida... Y ver sobre la obscena mesita de madera de guindo vecina a la puerta una carta en la que aparecían escritas mis señas con tus inimitables garabatos. Te aseguro que me dediqué a descifrarla apenas me hube ocupado de las necesidades de mi cuerpo (en un frío y decorado cuarto de baño de la planta baja donde veía cómo el aliento se remontaba delante de mis ojos).
Me alegra la noticia de que te has recuperado de las miasmas que te habían atacado hace tanto tiempo los pulmones, aunque te aseguro que comprendo el dilema moral que te ha creado el tratamiento. ¡Un abolicionista enfermo, que se cura en el clima soleado del territorio esclavista de Florida! Pese a ello, bones, este amigo que también ha marchado por el valle de las sombras, te pide que te cuides y que no vuelvas a Massachussets hasta que el organismo te lo autorice. Tu inteligencia sutil y tu pluma incisiva no nos servirán si te reduces a arcilla, y si el Sur es el lugar ideal para tu curación, ¿no te parece que hay en ello un elemento de justicia poética?
Sí, la casa es tan bella como me habían dicho los albaceas de mi primo, pero bastante más siniestra. Se levanta sobre un colosal promontorio situado unos trece kilómetros al norte de Portland. Detrás de ella se extiende un parque de alrededor de hectárea y media, donde la Naturaleza ha vuelto a imponerse con increíble ferocidad: enebros, malezas, arbustos y muchas variedades de enredaderas que trepan, exuberantes, por los pintorescos muros de piedra que separan la propiedad del territorio municipal. Unas espantosas imitaciones de estatuas griegas espían ciegamente entre el follaje, desde lo alto de varias lomas, y en la mayoría de los casos parecen a punto de abalanzarse sobre el caminante. Los gustos de mi primo Stephen parecían recorrer toda la gama que va desde lo inaceptable hasta lo francamente horroroso. Hay una extraña glorieta casi sepultada en zumaques escarlatas y un grotesco reloj de sol en medio de lo que antaño debió de ser un jardín. Éste constituye el último toque lunático.
Pero el paisaje que se divisa desde la sala compensa con creces todo lo demás. Se domina un vertiginoso panorama de las rocas que se levantan al pie de Chapelwaite Head, y también del Atlántico. Un inmenso ventanal combado se abre sobre este espectáculo y junto a él descansa un enorme escritorio inflado como un escuerzo. Será un buen lugar para dar comienzo a esa novela de la que te he hablado durante tanto tiempo (sin duda hasta hartarte).
Hoy tenemos un día gris, con lluvia intermitente. Cuando miro hacia fuera, todo parece un estudio en color pizarra: las rocas, viejas y desgastadas como el Tiempo mismo; el cielo; y, por supuesto, el mar, que se estrella contra las fauces graníticas de abajo con un ruido que más que ruido es como una vibración. Mientras escribo, las olas repercuten bajo mis pies. La sensación no es totalmente desagradable.
Sé que desapruebas mis hábitos de hombre solitario, querido Bones, pero te aseguro que me siento bien y dichoso. Calvin me acompaña, tan práctico, silencioso y confiable como siempre, y estoy seguro de que a mitad de semana, entre ambos habremos puesto las cosas en orden y habremos concertado un acuerdo para que nos envíen desde el pueblo todo lo que necesitamos. Además, habremos contratado una legión de criadas que se encargarán de quitar el polvo de esta casa.
Es hora de poner punto final. Todavía tengo que ver muchas cosas, tengo que explorar muchas habitaciones, y sin duda estos delicados ojos deberán posarse aún sobre un millar de muebles execrables. Nuevamente te agradezco el toque familiar que me trajo tu carta, y tu permanente afecto.
Cariños a tu esposa de quien os quiere a ambos.
Charles


6 de octubre de 1850
Querido Bones:
¡Qué lugar tan extraño es éste!
Continúa maravillándome, lo mismo que la reacción de los habitantes de la aldea vecina ante mi presencia en la casa. Dicha aldea es un lugar insólito, que ostenta el pintoresco nombre de Preacher’s Corners, o sea, esquinas de los predicadores. Fue allí donde Calvin se aseguró el envío de las provisiones semanales. También hizo otra diligencia, que consistió en comprar una cantidad de leña que creo nos bastará para todo el invierno. Pero Cal volvió con un talante lúgubre, cuando le pregunté qué le sucedía respondió hoscamente:
—¡Piensan que usted está loco, señor Boone!
Me reí y dije que quizás habían oído hablar del acceso de fiebre encefálica que había sufrido después de la muerte de mi Sarah... Claro que entonces divagaba como un demente, como tú bien puedes atestiguarlo.
Pero Cal replicó que lo único que sabían acerca de mi persona era lo que había contado mi primo Stephen, quien había utilizado los mismos servicios que yo acabo de contratar.
—Lo que dijeron, señor, es que en Chapelwaite sólo puede vivir un lunático o alguien que se arriesga a enloquecer.
Esto me dejó perplejo, como te imaginarás, y le pregunté quién le había dado esa asombrosa información. Me contestó que le habían puesto en contacto con un huraño y bastante embrutecido plantador llamado Thompson, que posee cien hectáreas pobladas de pinos, abedules y abetos, y que los corta con la ayuda de sus cinco hijos para venderlos a los aserraderos de Portland y a las familias de la comarca.
Cuando Cal, que desconocía su raro prejuicio, le informó a dónde debía transportar la leña, Thompson le miró boquiabierto y dijo que enviaría a sus hijos con la madera, en pleno día, y por el camino que bordea el mar.
Calvin, que aparentemente confundió mi desconcierto con aflicción, se apresuró a aclarar que el hombre apestaba a whisky barato y que luego se había explayado en una serie de desvaríos acerca de una aldea abandonada y las relaciones de mi primo Stephen... ¡con los gusanos! Calvin cerró el trato con uno de los hijos de Thompson que, según parece, se mostró bastante insolente y tampoco estaba demasiado sobrio ni olía bien. Creo que en la misma aldea de Preacher’s Corners se produjeron algunas reacciones análogas, por ejemplo en el almacén donde Cal habló con el propietario, aunque allí el tono fue más confidencial.
Nada de esto me ha inquietado mucho. Ya sabemos que a los rústicos les encanta enriquecer sus vidas con los aires del escándalo y el mito, y supongo que el pobre Stephen y su rama de la familia fueron un blanco adecuado. Como le dije a cal, un hombre que encontró la muerte al caer prácticamente desde el porche de su casa es un excelente candidato para inspirar habladurías.

La casa no cesa de despertar mi asombro. ¡Veintitrés habitaciones, Bones! Los paneles de madera que recubren las plantas superiores y la galería de cuadros están un poco mohosos pero conservan su grosor. Mientras me hallaba en el dormitorio de mi difunto primo, arriba, oí las ratas que correteaban detrás de esos paneles, y deben de ser muy grandes, a juzgar por el ruido que hacen..., casi como si se tratara de pisadas de seres humanos. No me gustaría toparme con una de ellas en la oscuridad. Ni, a decir verdad, en plena luz. De todas formas, no he visto cuevas ni excrementos. Es curioso.
A lo largo de la galería superior se alinean unos feos retratos cuyos marcos deben de valer una fortuna. Algunos de esos rostros tienen un aire de semejanza con Stephen, tal como yo lo recuerdo. Creo haber identificado a mi tío Henry Boone y a su esposa Judith, pero los otros no despiertan en mí ninguna evocación. Supongo que uno de ellos puede ser el de mi famoso abuelo, Robert. Pero la rama de la familia de la que forma parte Stephen me resulta prácticamente desconocida, cosa que lamento de todo corazón. Estos retratos, a pesar de su escasa calidad, reflejan el mismo buen humor que chispeaba en las cartas que Stephen nos escribía a Sarah y a mí, la misma irradiación de refinada inteligencia. ¡Qué estúpidas son las razones por las cuales riñen las familias! Un escritorio desvalijado, unas injurias intercambiadas entre hermanos que han muerto tres generaciones atrás y se produce un distanciamiento injustificado entre descendientes inocentes. No puede dejar de alegrarme de que tú y John Petty consiguierais comunicaros con Stephen cuando todo parecía indicar que yo seguiría a mi Sarah al otro mundo..., al mismo tiempo que me apena que el azar nos haya privado de un encuentro personal. ¡Cómo me habría gustado oírle defender las estatuas y los muebles ancestrales!
Pero no me dejes denigrar exageradamente esta casa. Es cierto que el gusto de Stephen no coincide con el mío, mas debajo de sus agregados superpuestos hay auténticas obras maestras (algunas de ellas cubiertas por fundas en las habitaciones superiores). Hay camas, mesas, y pesadas tallas oscuras en teca y caoba, y muchos de los dormitorios y antecámaras, el estudio de arriba y una salita, tienen un austero encanto. Los pisos son de sólido pino y lucen con un resplandor íntimo y secreto. Aquí encuentro dignidad, dignidad y el peso de los años. Aún no puedo decir que me gusta, pero sí me inspira respeto. Y estoy ansioso por ver cómo el lugar se transforma a medida que pasamos por los cambios de este clima septentrional.
¡Qué prisa, Señor! Escribe pronto, Bones. Háblame de tus progresos y cuéntame qué noticias tienes de Petty y los demás. Y por favor no cometas el error de inculcar tus ideas en forma demasiado compulsiva a tus nuevas amistades sureñas... Entiendo que allí no todos se conforman con responder sólo con la boca, como lo hace nuestro locuaz amigo, el señor Clhoun.
Afectuosamente,
Charles



16 de octubre de 1850
Querido Richard:
Hola, ¿cómo estás? He pensado muchas veces en ti desde que me instalé aquí, en Chapelwaite, y no perdía la esperanza de recibir noticias tuyas... ¡pero ahora Bones me comunica por tu carta que olvidé dejar mis señas en el club! Puedes estar seguro de que de todas maneras te habría escrito, porque a veces me parece que mis auténticos y leales amigos son lo único seguro y absolutamente normal que me queda en el mundo. ¡Y, ay Dios, cómo nos hemos dispersado! Tú estás en Boston, y escribes consecuentemente en The Liberator (al que, te advierto, también le he enviado mi dirección). Hanson está en Inglaterra, en una de sus condenadas correrías, y el pobre viejo Bones está en la mismísima guarida del león curando sus pulmones.
Aquí todo marcha bien, dentro de los límites de lo previsible, y no dudes que te suministraré una reseña completa cuando no esté tan apremiado por lo que ocurre a mi alrededor. En verdad creo que algunos hechos que se han sucedido en Chapelwaite y en la comarca circundante estimularían tu sensibilidad jurídica.
Pero entretanto debo pedirte un favor, si es que puedes dedicarme un poco de tiempo. ¿Recuerdas al historiador que me presentaste en la cena que organizó Clary para recaudar fondos para la causa? Creo que se llama Bigelow. Sea como fuere, comentó que su hobby consistía en reunir leyendas históricas sobre la región donde estoy viviendo. El favor que te pido, pues, es el siguiente: ¿Puedes ponerte en contacto con él y preguntarle qué datos, testimonios folklóricos o rumores generales ha recogido, si es que ha recogido alguno, acerca de una pequeña aldea abandonada cuyo nombre es JERUSALEM’S LOT, próxima al pueblo denominado Preacher’s Corners, sobre el Royal River? Este río es tributario del Androscoggin, y vierte sus aguas en él aproximadamente dieciocho kilómetros antes de su desembocadura en las cercanías de Chapelwaite. Me complacería mucho recibir esta información que, sobre todo, podría tener bastante importancia.
Al releer esta carta siento que he sido un poco parco contigo, Dick, y lo lamento sinceramente. Pero puedes estar seguro de que pronto seré más explícito, y hasta que llegue ese momento os envío mis saludos más cordiales a tu esposa, a tus dos maravillosos hijos y, por supuesto, a ti.
Afectuosamente,
Charles



16 de octubre de 1850
Querido Bones:
Debo contarte una historia que nos parece un poco extraña (e incluso inquietante) a Cal y a mí... Veremos qué opinas tú. ¡En el peor de los casos, te servirá para distraerte mientras lidias con los mosquitos!
Dos días después de que te hube enviado mi última carta, llegó aquí un grupo de cuatro jovencitas de Corners, supervisadas por una dama madura, de aspecto intimidatoriamente idóneo: la señora Cloris. Venían a poner la casa en orden y a eliminar el polvo que me hacía estornudar constantemente. Todas parecían un poco nerviosas mientras realizaban sus faenas. Incluso, una damisela arisca lanzó un gritito cuando entré en la salita de arriba mientras ella limpiaba.
Le pedí una explicación a la señora Cloris (que quitaba el polvo del vestíbulo con una implacable tenacidad que te habría asombrado, con el cabello protegido por un pañuelo desteñido) y ella se volvió hacia mí con aire resuelto.
—No les gusta la casa, señor, y a mí tampoco, porque siempre ha sido un lugar siniestro.
Cuando oí tan inesperado aserto se me desencajó la mandíbula, y la mujer prosiguió con un tono más amable:
—No quiero decir que Stephen Boone no fuese una excelente persona, porque lo era. Mientras vivió aquí le limpiaba la casa todos los jueves, así como antes había estado al servicio de su padre, el señor Randolph Boone, hasta que él y su esposa fallecieron en 1816. El señor Stephen era un hombre bueno y afable, como parece serlo usted, señor (y le ruego que disculpe mi tono tan directo, pero no sé hablar de otro modo), mas la casa es siniestra y siempre lo ha sido, y ningún Boone ha sido dichoso en ella desde que su abuelo Robert y el hermano de éste, Philip, riñeron en 1789 [al decir esto hizo una pausa casi culpable] por un robo.
¡Qué memoria tiene la gente, Bones!
La señora Cloris continuó:
—La casa fue construida en una atmósfera de desdicha, ha sido habitada en una atmósfera de desdicha [no sé si sabes o no, Bones, que mi tío Randolph estuvo implicado en un accidente, en la escalera del sótano, que le costó la vida a su hija Marcella, y después él se suicidó en un acceso de remordimiento. Stephen me contó el episodio en una de sus cartas, en la triste circunstancia del cumpleaños de su difunta hermana], y en ella se han producido desapariciones y accidentes.
He trabajado aquí, señor Boone, y no soy ciega ni sorda. He oído ruidos espantosos en las paredes, señor, ruidos espantosos: golpes y crujidos y una vez un extraño aullido que era mitad risa. Aquello me congeló la sangre. Éste es un lugar sórdido, señor.
Al decir esto calló, quizá tenía miedo de haberse excedido.
En cuanto a mí, no sabía si sentirme ofendido o divertido, curioso o sencillamente indiferente. Temo que la socarronería se impuso sobre mis otros sentimientos.
—¿Y qué sospecha, señora Cloris? ¿Que los fantasmas hacen rechinar las cadenas?
Pero ella se limitó a dirigirme una mirada enigmática.
—Es posible que haya fantasmas. Pero no en las paredes. No son fantasmas los que aúllan y sollozan como condenados y chocan y tropiezan en la oscuridad. Son...
—Vamos, señora Cloris –la azucé—. Si ha llegado hasta este punto, ¿por qué no completa lo que empezó?
En su rostro asomó la expresión más rara de terror, resentimiento y, lo juraría, respeto religioso.
—Algunos no mueren –susurró—. Algunos viven en las sombras crepusculares, entre los dos mundos, para servirlo... ¡a Él!
Y eso fue todo. Seguí acosándola con mis preguntas durante unos minutos, pero ella se empecinó aún más y se resistió a agregar una palabra. Por fin desistí, temiendo que recogiera sus trastos y abandonara la casa.
Éste fue el fin de un incidente, pero a la noche siguiente se suscitó otro. Calvin había encendido la chimenea, en la planta baja, y yo estaba sentado en la sala, aletargado sobre un ejemplar de The Intelligencer y oyendo el ruido que producían las trombas de lluvia al azotar el amplio ventanal. Me sentía tan a gusto como sólo puedes sentirte en una noche como ésa, cuando fuera reina la inclemencia y dentro todo es tibieza y comodidad. Pero Cal apareció un momento después en la puerta, excitado y un poco nervioso.
—¿Está despierto, señor? –preguntó.
—Apenas –respondí—. ¿Qué sucede?
—Arriba he descubierto algo que creo que usted debería ver –explicó, con el mismo aire de excitación reprimida.
Me puse en pie y le seguí. Mientras subíamos por la ancha escalera, Calvin dijo:
—Estaba leyendo un libro en el estudio de arriba, un lugar bastante extravagante, cuando oí un ruido en la pared.
—Ratas –comenté—. ¿Eso es todo?
Se detuvo en el rellano y me miró solemnemente. La lámpara que tenía en la mano proyectaba sombras estrafalarias y acechantes sobre las cortinas oscuras y sobre fragmentos de retratos que ahora parecían hacer muecas en lugar de sonreír. Fuera, el viento aumentó de intensidad hasta trocarse en un breve alarido y después amainó renuentemente.
—No son ratas –dictaminó Cal—. De detrás de los anaqueles brotaba una especie de ruido torpe y sordo, seguido por un gorgoteo. Horrible, señor. Y algo arañaba la pared, como si tratara de salir..., ¡de echarse sobre mí!
Te imaginarás mi sorpresa. Bones. Calvin no es propenso a las fantasías histéricas. Empecé a pensar que aquí hay un misterio, al fin y al cabo..., y quizás un misterio realmente pasmoso.
—¿Qué ocurrió, después? –le pregunté.
Habíamos reanudado la marcha por el pasillo, y vi que la luz del estudio se derramaba sobre el piso de la galería. Lo miré con cierto sobresalto: la noche ya no me parecía tan confortable.
—Los arañazos cesaron. Al cabo de un momento se repitieron los ruidos sordos, deslizantes, esta vez alejándose de mí. Hicieron un alto, ¡y juro que escuché una risa extraña, casi inaudible! Me acerqué a la biblioteca y empecé a tirar, pensando que quizás había un tabique, o una puerta secreta.
—¿Encontraste alguna?
Cal se detuvo en el umbral del estudio.
—No... ¡Pero hallé esto!
Entramos y vi un agujero negro y cuadrangular en el anaquel de la izquierda. Allí los libros no eran tales sino imitaciones, y lo que Cal había descubierto era un pequeño escondite. Alumbré su interior con la lámpara y no vi más que una espesa capa de polvo, que debía de haberse acumulado durante década.
—Sólo contenía esto –dijo Cal parsimoniosamente, y me entregó un folio amarillento.
Era un mapa, dibujado con trazos aracnoideos de tinta negra, el mapa de un pueblo o una aldea. Había quizá siete edificios, y uno, nítidamente marcado con un campanario, ostentaba esta leyenda al pie: El Gusano Que Corrompe.

En el ángulo superior izquierdo, una flecha señalaba hacia lo que debería haber sido el noroeste de la aldehuela. Debajo de ella estaba escrito: Chapelwaite.

—En el pueblo, señor –dijo Calvin—, alguien mencionó con aire bastante supersticioso una aldea abandonada que se llama Jerusalem’s Lot. Es un lugar que todo el mundo elude.
—¿Y esto? –pregunté, mostrando la extraña leyenda que figuraba al pie del campanario.
—Lo ignoro.
Por mi mente cruzó el recuerdo de la señora Cloris, inflexible pero asustada.
—El Gusano... –murmuré.
—¿Sabe algo, señor Boone?
—Quizá... Sería divertido salir mañana hacia esta aldea, ¿no te parece, Cal?
Hizo un ademán afirmativo, con los ojos brillantes. Después pasamos casi una hora buscando una abertura en la pared, detrás del compartimiento que había descubierto Cal, pero fue en vano. Tampoco se repitieron los ruidos de los que había hablado Cal.
Esa noche nos acostamos sin más incidentes.
A la mañana siguiente Calvin y yo iniciamos nuestra expedición por el bosque. La lluvia de la noche había cesado, pero el cielo estaba oscuro y encapotado. Vi que Cal me miraba dubitativamente, y me apresuré a asegurarle que si me cansaba, o si la caminata se prolongaba demasiado, no vacilaría en desistir. Llevábamos con nosotros los víveres adecuados para un picnic, una excelente brújula <<Buckwhite>> y, por supuesto, el singular y antiguo mapa de Jerúsalem’s Lot.
Era un día raro y melancólico. Mientras avanzábamos hacia el Sur y el Este por el espeso y tenebroso bosque de pinos no oímos el gorjeo de ningún pájaro ni observamos el movimiento de ningún animal. El único ruido era el de nuestras pisadas y el rítmico romper de las olas contra los acantilados. El olor del mar, de una intensidad casi sobrenatural, nos acompañó constantemente.
No habíamos recorrido más de tres kilómetros cuando encontramos un camino cubierto de vegetación, de esos que según creo reciben la denominación de <<estriberones>>. Seguía más o menos el mismo rumbo que nosotros y nos internamos por él, acelerando el paso. Hablábamos poco. La jornada, estática y ominosa, pesaba sobre nuestro espíritu.
Aproximadamente a las once oímos el ruido de un torrente. Los vestigios del camino torcieron de repente hacia la izquierda, y del otro lado del arroyuelo turbulento, gris, surgió, como una aparición, Jerusalem’s Lot.
El arroyo tenía quizá dos metros y medio de ancho y era atravesado por un puente para peatones cubierto de musgo. Del otro lado, Bones, se levantaba la aldehuela más perfecta que puedas imaginar, lógicamente deslucida por la intemperie, pero asombrosamente conservada. Varias casas, construidas en el estilo austero pero imponente por el que los puritanos conquistaron justa fama, se apiñaban junto al escarpado barranco. Más allá, flanqueando una calle poblada de malezas, se levantaban tres o cuatro edificios que quizá correspondían a las primitivas tiendas, y más lejos aún, se alzaba hacia el cielo gris el campanario marcado en el mapa, indescriptiblemente tétrico con su pintura descascarada y su cruz herrumbrada, ladeada.
—Jerusalem’s Lot. El destino de Jerusalén –comentó Cal en voz baja—. Han elegido bien el nombre.
Nos encaminamos hacia la aldea y empezamos a explorarla... ¡Y aquí es donde mi relato se torna un poco extravagante, Bones, de modo que prepárate!
Cuando marchamos entre los edificios la atmósfera nos pareció pesada. O cargada, si te parece mejor. Las construcciones estaban decrépitas, con los postigos desquiciados y los techos vencidos bajo el peso de las copiosas nevadas que habían tenido que soportar. Las ventanas polvorientas remedaban muecas maliciosas. Las sombras de las esquinas irregulares y los ángulos combados parecían agazaparse en charcas siniestras.
Primeramente visitamos una antigua taberna descalabrada, porque por algún motivo no nos pareció correcto invadir una de las casas donde la gente se había refugiado en busca de intimidad. Un viejo cartel emborronado por los elementos y atravesado sobre la puerta astillada, anunciaba que ésa había sido la BOAR’S HEAD INN AND TAVERN. La puerta chirrió con gran estridencia sobre la única bisagra que le quedaba, y entramos en el recinto sombrío. El olor de descomposición y moho estaba volatilizado y era casi insoportable. Y debajo de él parecía flotar otro aún más concentrado, un hedor viscoso y pestilente, una fetidez que era producto de los siglos y de su corrupción. Era un tufo semejante al que podría desprenderse de ataúdes putrefactos o tumbas profanadas. Me llevé el pañuelo a la nariz y Cal hizo otro tanto. Inspeccionamos el local.
—Válgame Dios, señor... –musitó Cal.
—No ha sido tocado jamás –dije, completando su frase.
Y en verdad no lo había sido. Las mesas y las sillas estaban apostadas como centinelas espectrales, polvorientas, combadas por los cambios de temperatura que han hecho célebre el clima de Nueva Inglaterra, pero por lo demás en perfectas condiciones..., como si hubieran esperado durante décadas silenciosas y reiteradas que quienes se habían ido hacía mucho tiempo volvieran a entrar, pidiendo a gritos una jarra de cerveza o un vaso de aguardiente, para luego tomar los naipes y encender una pipa de arcilla. Junto al reglamento de la taberna había un espejito, intacto. ¿Entiendes lo que quiero decir, Bones? Los niños son famosos por sus exploraciones y sus actos de vandalismo. No hay una sola casa <<embrujada>> que tenga las ventanas intactas, aunque corra el rumor de que está ocupada por seres macabros y feroces. No hay un solo cementerio tenebroso donde los jóvenes bromistas no hayan derribado por lo menos una lápida. Ciertamente debía de haber una veintena de gamberros de Preacher’s Corners, que estaba a menos de tres kilómetros de Jerusalem’s Lot. Y sin embargo el espejo del tabernero (que debía de haber costado bastante) seguía intacto..., lo mismo que otros elementos frágiles que exhumamos durante nuestros huroneos. Los únicos deterioros que se observaban en Jerusalem’s Lot habían sido causados por la Naturaleza impersonal. La connotación era obvia; Jerusalem’s Lot ahuyentaba a la gente. ¿Pero por qué? Tengo una hipótesis, pero antes de atreverme siquiera a insinuarla, debo llegar a la inquietante conclusión de nuestra visita.
Subimos a los aposentos y encontramos las camas tendidas, con las jofainas de peltre pulcramente depositadas junto a ellas. La cocina también estaba indemne, únicamente alterada por el polvo de los años y por ese horrible y ubicuo hedor de putrefacción. La taberna habría sido un paraíso para cualquier anticuario: el artefacto fabulosamente estrafalario de la cocina habría alcanzado, por sí solo, un precio exorbitante en una subasta de Boston.
—¿Qué opinas, Cal? –pregunté, cuando volvimos a salir a la incierta luz del día.
—Creo que éste es un mal asunto, señor Boone –respondió con su tono melancólico—, y pienso que tendremos que ver más para saber más.
Prestamos poca atención a los otros locales: había una fonda con mohosos artículos de cuero colgados de ganchos herrumbrados, una mercería, un almacén donde todavía se apilaban las tablas de roble y pino, una herrería.
Mientras nos dirigíamos hacia la iglesia situada en el centro de la aldea, entramos en dos casas. Ambas, de perfecto estilo puritano, estaban llenas de objetos por los que un coleccionista hubiera dado su brazo, y además ambas estaban abandonadas e impregnadas de la misma pestilencia putrefacta.
Allí nada parecía vivir o moverse, excepto nosotros dos. No vimos insectos ni pájaros. Ni siquiera una telaraña tejida en el ángulo de una ventana. Sólo polvo.
Por fin llegamos a la iglesia. Se alzaba sobre nosotros, hosca, hostil, fría. Sus ventanales estaban ennegrecidos por las sombras interiores, y hacía mucho tiempo que habían perdido todo vestigio de divinidad o santidad. De ello estoy seguro. Subimos por la escalinata y apoyé la mano sobre el gran tirador de hierro. Calvin y yo intercambiamos una mirada decidida, lúgubre. Abrí la puerta. ¿Cuánto tiempo hacía que no la tocaban? Me atrevería a afirmar que yo era el primero que lo hacía en cincuenta años, o quizá más. Los goznes endurecidos por la herrumbre chirriaron cuando la abrí. El olor de podredumbre y descomposición que nos ahogó era casi palpable. Cal tuvo arcadas y volvió involuntariamente la cabeza para respirar aire fresco.
—Señor –dijo—, ¿está seguro de que...?
—Me siento bien –respondí con tono tranquilo.
Pero mi serenidad era fingida, Bones. No estaba tranquilo, como no lo estoy ahora. Creo, igual que Moisés, que Joroboam, que Increase Mather, y que nuestro propio Hanson (cuando está de humor filosófico) que hay lugares espiritualmente aviesos, edificios donde la leche del cosmos se ha puesto agria y rancia. Esta iglesia es uno de esos lugares. Podría jurarlo.
Entramos en un largo vestíbulo equipado con un perchero polvoriento y con anaqueles llenos de libros de oraciones. No había ventanas. De trecho en trecho había lámparas de aceite empotradas en nichos. Un recinto vulgar, pensé, hasta que oí la exclamación ahogada de Calvin y vi lo que él había visto.
Era una obscenidad.
Me resisto a describir ese cuadro primorosamente enmarcado, y sólo diré que estaba pintado en el estilo opulento de Rubens, que se trataba de una grotesca parodia de la Madona y el niño, y que unas criaturas extrañas, parcialmente envueltas en sombras, retozaban y se arrastraban por el fondo.
—Dios mío –susurré.
—Aquí no está Dios –contestó Calvin, y sus palabras parecieron quedar flotando en el aire.
Abrí la puerta que conducía a la iglesia propiamente dicha, y el olor se convirtió en una miasma casi asfixiante.
Bajo la media luz reverberante de la tarde, los bancos se extendían, fantasmales, hasta el altar. Sobre ellos se elevaba un alto púlpito de roble y un retablo penumbroso en el que refulgía el oro.
Calvin, ese devoto protestante, se persignó con un débil sollozo, y yo le imité. Porque el elemento de oro era una gran cruz, bellamente..., pero que colgaba invertida, simbolizando la Misa de Satán.
—Debemos conservar la calma –me oí decir—. Debemos conservar la calma, Calvin. Debemos conservar la calma.
Sin embargo, una sombra había aleteado sobre mi corazón, y estaba más asustado de lo que nunca había estado antes en mi vida. He marchado bajo el palio de la muerte y pensaba que no había ningún otro más negro. Pero lo hay. Sí que lo hay.
Avanzamos por la nave, oyendo el eco de las pisadas sobre nuestras cabezas y alrededor de nosotros. Las huellas de nuestro calzado quedaban marcadas sobre el polvo. Y en el altar encontramos otros tenebrosos objects d’art. Pero no quiero volver a pensar en ellos.
Empecé a subir al púlpito. 
—¡No, señor Boone! –exclamó súbitamente Cal—. Tengo miedo...
Mas ya había llegado. Un libro inmenso descansaba abierto sobre el atril. Estaba escrito en latín y en un jeroglífico rúnico que mi ojo inexperto catalogó como druídico o precéltico. Te adjunto una tarjeta con varios de estos símbolos, dibujados de memoria.
Cerré el libro y leí las palabras estampadas sobre el cuero: De Vermis Mysteriis. Mis conocimientos de latín casi se han desvanecido pero me bastan para traducir: Los misterios del gusano.

Cuando toqué el volumen, la iglesia maldita y las facciones de Calvin, blancas y levantadas hacia mí, parecieron fluctuar ante mis ojos. Tuve la impresión de oír voces apagadas, que entonaban un cántico impregnado de miedo y al mismo tiempo abyecto y ansioso... Y debajo de este sonido otro, que llenaba las entrañas de la Tierra. Una alucinación, sin duda..., pero en ese mismo momento la iglesia se pobló con un ruido muy concreto, que sólo puedo describir como una colosal y macabra convulsión bajo mis pies. El púlpito tembló bajo mis dedos; la cruz profanada se estremeció en la pared.
Cal y yo salimos juntos, dejando la iglesia librada a su propia oscuridad, y ninguno de los dos se atrevió a mirar atrás después de haber cruzado los toscos maderos que unían las dos márgenes del arroyo. No diré que echamos a correr, mancillando los mil novecientos años que el hombre ha pasado tratando de superar su condición de salvaje intimidado y supersticioso, pero mentiría si dijera que caminábamos plácidamente.
Ésta es mi historia. No ensombrezcas tu recuperación pensando que ha vuelto a atacarme la fiebre. Cal ha sido testigo de todo lo que narro en estas páginas, incluyendo el pavoroso ruido.

Pongo fin a esta carta, agregando sólo que anhelo verte (seguro de que si te viera gran parte de mi perplejidad se disiparía inmediatamente) y que sigo siendo tu amigo y admirador,
Charles



17 de octubre de 1850
 De mi mayor consideración:
En la última edición de vuestro catálogo de artículos para el hogar (o sea, el que corresponde al verano de 1850), figura una sustancia llamada Veneno para Ratas. Deseo comprar una lata de un kilogramo de este producto al precio estipulado de treinta céntimos. Adjunto franqueo de retorno. Enviar a: Calvin McCann, Chapelwaite, Preacher’s Corners, Cumberland County, Maine.
Agradezco vuestra atención, y os saludo muy atentamente,
Calvin McCann



19 de octubre de 1850
  Querido Bones:
Novedades inquietantes.
Los ruidos de la casa se han intensificado, y estoy cada vez más convencido de que las ratas no son las únicas que se mueven dentro de nuestras paredes. Calvin y yo practicamos otra búsqueda infructuosa de recovecos o pasadizos ocultos. No encontramos ninguno. ¡Qué mal encajaríamos en una de las novelas de la señora Radcliffe! Cal alega, sin embargo, que buena parte de los ruidos proceden del sótano, y esa parte de la casa es la que pensamos explorar mañana. No me tranquiliza el saber que allí es donde encontró su trágico final la hermana del primo Stephen.
Entre paréntesis, su retrato cuelga de la galería de arriba. Marcella Boone era una joven de triste belleza, si el artista supo captar sus rasgos con fidelidad, y sé que nunca se casó. A veces pienso que la señora Cloris tenía razón, que ésta es una casa siniestra. Ciertamente, no ha traído más que desventuras a sus anteriores ocupantes.
Pero debo agregar algo más acerca de la formidable señora Cloris, porque hoy estuve hablando otra vez con ella. Puesto que la considero la persona más sensata de Corners de cuantas he conocido hasta ahora, la busqué esta tarde, después de una desagradable entrevista que describiré a continuación.
Esta mañana deberían haber traído la leña, y cuando llegó y pasó el mediodía sin que apareciese la madera, resolví encaminarme hacia el pueblo en mi paseo cotidiano. Mi propósito era visitar a Thompson, el hombre con quien Cal había cerrado el trato.
Éste ha sido un hermoso día, impregnado por la incisiva frescura del otoño radiante, y cuando llegué a la propiedad de los Thompson (Cal, que se quedó en casa para seguir hurgando en la biblioteca del primo Stephen, me había descrito el itinerario preciso) me sentía de mejor humor que en todos los días pasados, y estaba predispuesto para disculpar la tardanza del proveedor.
Me encontré ante una multitud de malezas enmarañadas y construcciones destartaladas que necesitaban una mano de pintura. A la izquierda del establo, una puerca descomunal, lista para la matanza de noviembre, gruñía y se revolcaba en una pocilga lodosa, y en el patio lleno de basura que separaba la casa de las dependencias anexas, una mujer que usaba un astroso vestido de algodón alimentaba a las gallinas con el maíz acumulado en el hueco de su delantal. Cuando la saludé, volvió hacia mí un rostro pálido y desvaído.
Fue asombroso ver cómo su expresión absolutamente estólida se transformaba en otra de frenético terror. Sólo se me ocurre pensar que me confundió con Stephen, porque hizo el ademán típico para ahuyentar el mal de ojo y lanzó un alarido. Los granos de maíz se desparramaron a sus pies y las gallinas se alejaron aleteando y cacareando.
Antes de que yo pudiera articular una palabra, un hombre gigantesco y encorvado, cuya única vestimenta eran unos calzoncillos largos, salió tambaleándose de la casa con un rifle para cazar ardillas en una mano y un porrón en la otra. Al ver sus ojos inyectados en sangre y su porte inseguro, llegué a la conclusión de que era el leñador Thompson en persona.
—¡Un Boone! –bramó—. ¡Maldito sea! –Dejó caer el porrón y él también hizo la señal.
—He venido –dije, con la mayor ecuanimidad posible, dadas las circunstancias—, porque no recibí la madera. Según lo convenido con mi acompañante...
—¡Maldito sea también su acompañante, es lo que digo! –Y por primera vez me di cuanta de que pese a su actitud fanfarrona tenía un miedo atroz. Empecé a preguntarme seriamente si su ofuscación no lo induciría a dispararme con el rifle.
—Como testimonio de cortesía... –empecé a decir cautelosamente.
—¡Maldita sea su cortesía!
—Muy bien, pues –manifesté, con la mayor dignidad posible—. Me despido hasta que recupere el control de sus actos.
Di media vuelta y eché a caminar hacia la aldea.
—¡No vuelva! –chilló a mis espaldas—. ¡Quédese allí con su maldición! ¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito!
Me arrojó una piedra que me golpeó en el hombro, porque no quise darle la satisfacción de agacharme.
De modo que fui en busca de la señora Cloris, resuelto a elucidar por lo menos el misterio de la hostilidad de Thompson. Es viuda (y olvida tus condenados instintos de casamentero, Boones; me lleva quince años y yo no volveré a ver los cuarenta) y vive sola en una encantadora casita a orillas del mar. La encontré tendiendo su colada, y pareció sinceramente complacida al verme. Esto me produjo un gran alivio: es muy irritante que te traten como un paria sin ninguna justificación.
—Señor Boone –dijo, con una mínima reverencia—, si ha venido a pedirme que le lave la ropa, debo comunicarle que no hago ese trabajo después de setiembre. El reumatismo me hace sufrir tanto que a duras penas puedo lavar la mía.
—Ojalá fuera ése el motivo de mi visita. He venido a pedirle ayuda, señora Cloris. Quiero que me cuente todo lo que sabe acerca de Chapelwaite y Jerusalem’s Lot y que me explique por qué la gente del lugar me mira con tanta desconfianza y miedo.
—¡Jerusalem’s Lot! De modo que también sabe eso.
—Sí –contesté—. Visité el pueblo con mi acompañante hace una semana.
—¡Válgame Dios! –Se puso pálida como la leche, y trastabilló. Extendí la mano para sostenerla. Sus ojos giraron espantosamente en las órbitas y por un momento me sentí seguro de que se iba a desmayar.
—Señora Cloris, discúlpeme si he dicho algo que...
—Entre –me interrumpió—. Tiene que saberlo. ¡Jesús, han vuelto los malos tiempos!
No quiso pronunciar una palabra más hasta que terminó de preparar un té cargado en su cocina luminosa. Cuando la taza estuvo frente a mí, se quedó mirando el océano un rato, con expresión pensativa. Inevitablemente sus ojos y los míos se dirigieron hacia el promontorio de Chapelwaite Head, donde la casa se alza sobre el mar. El amplio ventanal refulgía como un diamante al reflejar los rayos del sol poniente. El espectáculo era hermoso pero producía una enigmática inquietud. Se volvió de pronto hacia mí y exclamó vehementemente:
—¡Debe irse en seguida de Chapelwaite, señor Boone!
Quedé perplejo.
—Desde que se instaló allí flota un hálito siniestro en el aire. Durante la última semana, a partir del momento en que pisó aquel lugar maldito, se han sucedido los presagios y portentos. Un velo sobre la faz de la luna; bandadas de chotacabras que anidan en los cementerios; un parto anómalo. ¡Debe irse!
Cuando recuperé el uso de la palabra, hablé con la mayor afabilidad posible:
—Señora Cloris, todo esto son fantasías. Usted debe saberlo.
—¿Es una fantasía que Bárbar Brown haya dado a luz un niño sin ojos? ¿O que Clifton Brocken haya encontrado un huella lisa, aplastada, de un metro y medio de ancho, más allá de Chapelwaite, donde todo se había marchitado y blanqueado? Y usted, dice que ha visitado Jesusalem’s Lot, ¿puede afirmar sinceramente que no hay algo que sigue viviendo allí?
No atiné a contestar. Lo que había visto en esa iglesia inicua reapareció ante mis ojos.
La mujer juntó sus manos nudosas, en un esfuerzo por calmarse.
—Sólo me he enterado de estas cosas porque se las oí contar a mi madre, y, antes, a la madre de ella. ¿Usted conoce la historia de su familia en lo que concierne a Chapelwaite?
—Vagamente –respondí—. La casa ha sido la morada del linaje de Philip Boone desde la década de 1780. su hermano Robert, mi abuelo, se instaló en Massachussets después de una reyerta por papeles robados. Sé poco acerca del linaje de Philip, excepto que lo cubrió una sombra infausta, transmitida de generación en generación: Marcella murió en un accidente trágico y Stephen se mató en una caída. Stephen quiso que Chapelwaite se convirtiera en mi hogar, y en el de los míos, y que así se enmendara la división de la familia.
—Nunca se enmendará –musitó ella—. ¿Sabe algo acerca del altercado originario?
—A Robert Boone le sorprendieron en el momento en que registraba el escritorio de su hermano.
—Philip Boone estaba loco –afirmó la señora Cloris—. Se dedicaba a un tráfico impío. Robert Boone intentó despojarle de una Biblia profana escrita en lenguas antiguas: latín, druídico, y otras. Un libro infernal.
De Vermis Mysteriis.
Respingó como si la hubieran golpeado.
—¿Lo conoce?
—Lo he visto... lo he tocado. –Nuevamente me pareció que estaba a punto de desmayarse. Se llevó una mano a la boca como si quisiera ahogar un grito—. Sí, en Jerusalem’s Lot. Sobre el púlpito de una iglesia corrompida y profanada.
—De modo que está aún allí, aún allí. –Se meció en su silla—. Confiaba en que Dios, con Su sabiduría, lo habría arrojado al foso del infierno.
—¿Qué relación tuvo Philip Boone con Jerusalem’s Lot?
—Una relación de sangre –dijo la señora Cloris con tono lúgubre—. Llevaba la Marca de la Bestia, aunque lucía las vestiduras del Cordero. Y el 31 de octubre de 1789, Philip Boone desapareció..., junto con toda la población de esa condenada aldea.
No agregó mucho más. En verdad, no parecía saber mucho más. Sólo atinó a reiterar sus súplicas de que me fuera, argumentando algo sobre <<la sangre que llama a la sangre>> y murmurando acerca de <<los que vigilan y los que montan guardia>>. A medida que se acercaba el crepúsculo pareció más agitada, y no menos, para aplacarla le prometí que prestaría atención a sus deseos.
Marché de regreso a la casa entre sombras cada vez más largas y tétricas. Mi buen humor se había disipado por completo y la cabeza me daba vueltas, poblada de dudas que aún me atormentan. Cal me recibió con la noticia de que los ruidos de las paredes se habían intensificado..., como yo mismo puedo atestiguarlo en este momento. Procuro convencerme de que solo oigo ratas, pero enseguida veo el rostro aterrorizado y grave de la señora Cloris.
La luna se ha levantado sobre el mar, tumefacta, redonda, roja como la sangre, y salpica el océano con un reflejo repulsivo. Mi pensamiento vuelve hacia aquella iglesia y
(aquí hay un renglón tachado)
Pero tú no verás eso, Bones. Es demasiado demencial. Creo que es hora de que me vaya a dormir. No me olvido de ti.
Saludos,
Charles


(El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin MacCann.)

20 de octubre de 1850

Esta mañana me tomé la libertad de forzar la cerradura que impide abrir el libro. Lo hice antes de que el señor Boone se levantara. Es inútil. Está todo él escrito en clave. Una clave sencilla, me parece. Quizá me resultará tan fácil descifrarla como forzar la cerradura. Estoy seguro de que se trata de un Diario. La escritura tiene un asombroso parecido con la del señor Boone. ¿A quién puede pertenecer este volumen, arrumbado en el rincón más oscuro de la biblioteca y con sus páginas herméticamente cerradas? Parece antiguo, ¿pero quién podría afirmarlo con certeza? El papel ha estado bastante bien protegido de la influencia corruptora del aire. Más tarde me ocuparé de él, si tengo tiempo. El señor Boone está empeñado en explorar el sótano. Temo que estos fenómenos macabros sean nefastos para su salud aún inestable. Debo tratar de persuadirle...
Pero aquí viene...


20 de octubre de 1850

Bones:
Todavía (sic) no puedo escribirte yo, yo, yo


(El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin McCann).

20 de octubre de 1850
Tal como temía su salud se ha quebrantado...
¡Dios mío, Padre Nuestro que estás en el Cielo!
No soporto ese recuerdo. Sin embargo está implantado, grabado en mi cerebro como un ferrotipo. ¡El horror del sótano!
Ahora estoy solo. Son las ocho y media. La casa está silenciosa pero...
Lo encontré desvanecido sobre su escritorio. Aún duerme. Sin embargo, durante esos breves momentos, ¡con cuanta gallardía se comportó mientras yo estaba paralizado y descalabrado!
Su piel está cérea, fría. Gracias a Dios no ha vuelto a tener fiebre. No me atrevo a moverlo ni a dejarlo ir a la aldea. Y si fuera yo, ¿quién volvería conmigo para ayudarle? ¿Quién vendría a esta casa maldita?
¡Oh, el sótano! ¡Los monstruos del sótano que han invadido nuestras paredes!



22 de octubre de 1850
 Querido Bones:
Me he recuperado, aunque todavía estoy débil, después de pasar treinta y seis horas sin conocimiento. Me he recuperado... ¡Qué broma tan amarga y macabra! Nunca volveré a recuperarme. Jamás. Me he enfrentado con una locura y un horror indescriptibles. Y el fin aún no está a la vista.
Si fuera por Cal, creo que terminaría con mi vida ahora mismo. Cal es una isla de cordura en este mar de demencia. Lo sabrás todo.
Nos habíamos equipado con velas para la exploración del sótano, y sus llamas proyectaban un fuerte resplandor que era harto suficiente..., ¡diabólicamente suficiente! Calvin intentó disuadirme con el argumento de mi reciente enfermedad, y dijo que lo más que encontraríamos, probablemente, serían unas grandes ratas a las que luego habría que envenenar.
Sin embargo, me empeciné. Calvin lanzó un suspiro y dijo:
—Hágase entonces su voluntad, señor Boone.
Al sótano se entra por un escotillón implantado en el piso de la cocina (que Cal jura haber tapiado sólidamente) que sólo conseguimos levantar después de muchos forcejeos y tirones.
De la oscuridad brotó un olor fétido, asfixiante, no muy distinto del que saturaba la aldea abandonada allende el Royal River. La vela que yo sostenía arrojaba su fulgor sobre una escalera empinada que conducía a las tinieblas. La escalera estaba en pésimas condiciones de conservación –faltaba incluso un escalón íntegro, sustituido por un boquete negro— y en seguida comprendí cómo la desventurada Marcella había encontrado allí la muerte.
—¡Tenga cuidado, señor Boone! –exclamó Cal.
Le contesté que eso era lo que más tendría, y bajamos.
El piso era de tierra, y las paredes de sólido granito apenas estaban húmedas. Eso no parecía en absoluto un refugio de ratas, porque no se veía ninguno de los materiales que éstas utilizan para construir sus nidos, tales como cajas viejas, muebles abandonados, pilas de papel y cosas por el estilo. Levantamos las velas, ganando así un pequeño círculo de luz, pero pese a ello nuestro radio visual seguía siendo muy reducido. El piso tenía un declive gradual que parecía pasar debajo de la sala y el comedor principal, o sea que se extendía hacia el Oeste. Ése fue el rumbo que tomamos. Todo estaba sumido en un silencio absoluto. La pestilencia del aire era cada vez más intensa y la oscuridad circundante parecía comprimirse como una envoltura de lana, como si estuviera celosa de la luz que la desbancaba momentáneamente después de tantos años de hegemonía indiscutida.
En el extremo final, los muros de granito eran remplazados por una madera pulida que parecía totalmente negra y desprovista de propiedades reflectoras. Allí terminaba el sótano, aislando lo que parecía ser un compartimiento separado del recinto principal. Estaba sesgado de manera tal que era imposible inspeccionarlo sin contornear el recodo. Eso fue lo que hicimos Calvin y yo.
Fue como si un corroído espectro del pasado siniestro de la mansión se hubiera alzado delante de nosotros. En ese compartimiento había una silla solitaria y, sobre ésta, sujeto a una de las gruesas vigas del techo, colgaba un podrido lazo de cáñamo.
—Entonces fue aquí donde se ahorcó –murmuró Cal—. ¡Dios mío!
—Sí..., con el cadáver de su hija postrado al pie de la escalera, detrás de él.
Cal empezó a hablar. Pero sus ojos se desviaron hacia un punto situado a mis espaldas. Entonces sus palabras se trocaron en un alarido.
¿Cómo narrar, Bones, el cuadro que contemplaron nuestros ojos? ¿Cómo describir a los abominables inquilinos que tenemos entre nuestras paredes?
El muro más lejano giró sobre sí mismo, y desde aquellas tinieblas nos sonrió un rostro..., un rostro de ojos tan negros como el mismo Estigia. En su boca desmesuradamente abierta se formó una mueca desdentada, atormentada. Una mano amarilla, descompuesta, se estiró hacia nosotros. Emitió un sonido repulsivo, como un maullido, y avanzó un paso, tambaleándose. La luz de mi vela cayó sobre él...
¡Y vi la laceración amoratada de la cuerda en su cuello!
Algo más se movió, detrás de él, algo con lo que soñaré hasta el día en que se extingan todos los sueños: una chica de facciones pálidas, agusanadas, y sonrisa cadavérica; una chica cuya cabeza se ladeaba en un ángulo lunático.
Nos deseaban, lo sé. Y sé que si no hubiera arrojado la vela directamente contra lo que se alzaba en la abertura, y si no le hubiera lanzado inmediatamente después la silla que descansaba debajo del nudo corredizo, nos habrían arrastrado a la oscuridad y se habrían apoderado de nosotros.
Después de eso, todo se condensa en oscuridad confusa. Mi mente ha corrido la cortina. Me desperté, como he dicho, en compañía de Cal.
Si pudiera partir, huiría de esta casa de horror con el camisón flameando sobre mis tobillos. Pero no puedo. Me he convertido en el instrumento de un drama más profundo, más tenebroso. No me preguntes cómo lo sé. Lo sé, y eso es todo. La señora Cloris tenía razón cuando habló de los que vigilan y los que montan guardia. Temo haber despertado una Fuerza que pasó medio siglo aletargada en la siniestra aldea de Jerusalem’s Lot, una Fuerza que ha asesinado a mis antepasados y los ha subyugado diabólicamente, convirtiéndolos en nosferatu: muertos vivientes. Y alimento temores aún peores que éstos, Bones, pero sólo tengo vislumbres. Si supiera..., ¡si por lo menos lo supiera todo!
Charles

Posdata – Y por supuesto esto lo escribo sólo para mí. Estamos aislados de Preacher’s Corners. No me atrevo a llevar allí mi corrupción, y Calvin no quiere dejarme solo. Quizá, si Dios es misericordioso, esta carta te llegará de alguna manera.
C.


(El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin McCann).

23 de octubre de 1850

Hoy está más vigoroso. Hablamos brevemente sobre las apariciones del sótano. Convinimos que no eran alucinaciones ni entes de origen ectoplásmico, sino reales. ¿Pero el señor Boone sospecha, como yo, que se han ido? Quizá. Los ruidos se han acallado. Sin embargo, todo sigue siendo ominoso, y pesa sobre nosotros un palio oscuro. Parece como si estuviéramos esperando en el engañoso Ojo de la Tempestad...
En una alcoba de la planta alta he hallado una pila de papeles, guardados en el último cajón de un viejo escritorio con tapa de corredera. Algunas cartas y facturas pagadas de Robert Boone. Sin embargo, el documento más interesante consiste en unas pocas anotaciones al dorso de un anuncio de sombreros de copa para caballeros. Arriba está escrito:
Benditos sean los mansos.
Abajo, el siguiente texto aparentemente absurdo:
b k n d i h o e s m a h l s s a a f s g s
e e m d o t r s r e s n a o d m d n r o h
Creo que ésta es la clave del libro cerrado y cifrado que encontré en la biblioteca. La clave de arriba, muy simple, es la que se empleó en la Guerra de la Independencia. Cuando se eliminan las <<letras neutras>> que componen la segunda parte de la escritura, queda lo siguiente:

b n i o s a l s a s s
e d t s e n o m n o
Leyendo De arriba abajo, en lugar de hacerlo transversalmente, se obtiene la cita originaria de las Bienaventuranzas.
Antes de atreverme a mostrárselo al señor Boone, debo verificar el contenido del libro...



24 de octubre de 1850
Querido Bones:
Ha ocurrido algo prodigioso. Cal, que siempre mantiene un silencio hermético hasta que está seguro de sí mismo (¡singular y admirable rasgo humano!) ha encontrado el Diario de mi abuelo Robert. El documento estaba escrito en una clave que el mismo Cal ha descifrado. Él afirma modestamente que el hallazgo fue casual, pero pienso que en realidad fue producto de su perseverancia y afán.
Sea como fuere, ¡qué tétrica es la luz que arroja sobre nuestros misterios!
La primera anotación corresponde al 1º de junio de 1789, y la última, al 27 de octubre de 1789: cuatro días antes de la desaparición cataclísmica de la que habló la señora cloris. Narra la historia de una obsesión creciente, o mejor dicho, de una locura, y da una imagen repulsiva de la relación que existía entre el tío abuelo Philip, la aldea de Jerusalem’s Lot, y el libro que descansa en la iglesia profanada.
Según Robert Boone, la aldea misma es anterior a Chapelwaite (construida en 1782) y a Preacher’s Corners (conocida en aquella época por el nombre de Preacher’s Rest y fundada en 1741). Fue erigida por una secta que se escindió de la fe puritana en 1710 y cuyo jefe era un adusto fanático religioso llamado James Boon. ¡Qué sobresalto me produjo su nombre! Me parece difícil poner en duda que este Boon perteneció a mi estirpe. La señora Cloris no se equivocó al enunciar su convicción supersticiosa de que en este asunto tiene una importancia crucial el linaje de sangre, y recuerdo despavorido la respuesta sobre la relación que existió entre Philip y Jerusalem’s Lot. <<Una relación de sangre>>, dijo, y mucho me temo que sea así.
La aldea se convirtió en una comunidad estable construida alrededor de la iglesia donde Boon predicaba..., o recibía a sus feligreses. Mi abuelo insinúa que también tenía comercio carnal con muchas damas de la localidad, a las que aseguraba que ésa era la ley y la voluntad de Dios. En razón de ello la aldea se transformó en una anomalía que sólo pudo existir en aquellos tiempos de aislamiento y extravagancia en que era posible creer simultáneamente en las brujas y en la Inmaculada Concepción: una aldea religiosa de ayuntamientos consanguíneos, bastante degenerada, controlada por un predicador medio loco cuyos evangelios gemelos eran la Biblia y el siniestro Demon Dwellings de De Gouge; una comunidad donde se celebraban regularmente los ritos del exorcismo, y donde proliferaban el incesto, la locura y los defectos físicos que acompañan tan a menudo a este pecado. Sospecho (y creo que Robert Boone debió de pensar lo mismo) que uno de los hijos bastardos de Boon huyó de Jerusalem’s Lot (o fue sacado de allí) para buscar fortuna en el Sur... Y así fundó nuestro actual linaje. Sé, porque mi propia familia lo ha confesado, que nuestro clan se originó en aquella región de Massachussets que posteriormente se transformó en este Estado soberano de Maine. Mi bisabuelo, Kenneth Boone, se enriqueció gracias al entonces floreciente tráfico de pieles. Fue su fortuna, acrecentada por el tiempo y las buenas inversiones, la que levantó esta mansión ancestral mucho después de que él muriera en 1763. Sus hijos, Philip y Robert, edificaron Chapelwaite. La sangre llama a la sangre, como dijo la señora Cloris. ¿Acaso Kenneth, hijo de James Boon, huyó de la locura de su padre y de la aldea de éste, sólo para que después sus hijos, totalmente ajenos a lo sucedido, construyeran la mansión de los Boone a menos de tres kilómetros del lugar donde Boon había iniciado su carrera? Y si fue así, ¿no hay motivos para pensar que nos ha guiado una Mano gigantesca e invisible?
Según el Diario de Robert, en 1789 James Boon era anciano... y así debió de ser. Si contaba veinticinco años cuando se fundó la aldea, en 1789 debía de tener ciento cuatro, una edad prodigiosa. Lo que sigue lo copio textualmente del Diario de Robert Boone:


4 de agosto de 1789

Hoy he visto por primera vez a este Hombre por el que mi Hermano siente una admiración tan malsana. Debo admitir que este Boon posee un extraño Magnetismo que me alteró inmensamente. Es un verdadero Anciano, de barba blanca, y viste una Sotana negra que por alguna razón me pareció obscena. Era más inquietante aún el Hecho de que estuviese rodeado de Mujeres, como un Sultán lo estaría por su Harén, y P. me asegura que todavía está activo, aunque por lo menos es Octagenario...
En cuanto a la Aldea propiamente dicha, yo sólo la había visitado una vez, anteriormente, y no volveré a ella. Sus Calles son silenciosas y están pobladas por el Miedo que el Anciano inspira desde su Púlpito. También temo que se hayan multiplicado los Acoplamientos incestuosos, porque hay demasiadas Caras parecidas. Tenía la impresión de que no importaba hacia donde mirara, me encontraba con el rostro del Anciano..., todos están muy pálidos; parecen Desvaídos, como si les hubieran succionado toda la Vitalidad, y vi Niños sin Ojos ni Narices, Mujeres que lloraban y farfullaban y señalaban el Cielo sin ningún Motivo, y que mezclaban citas de las Escrituras con discursos sobre Demonios..., P. me pidió que asistiera a los Servicios, pero la idea de ver a este siniestro Anciano me repugnó y di una Excusa...
Las anotaciones anteriores y posteriores a ésta describen el comportamiento de Philip, cada vez más fascinado por James Boon. El 1º de setiembre de 1789, Philip fue bautizado en el seno de la iglesia de Boon. Su hermano dice: <<Estoy atónito y horrorizado..., mi Hermano ha cambiado delante de mis propios Ojos..., ahora creo que incluso se parece cada Día más a ese Hombre nefasto.>>
La primera mención del libro aparece el 23 de julio. El Diario de Robert sólo lo cita brevemente: <<P. ha vuelto esta noche de la Aldea menor con un Talante que me pareció bastante alterado. Se negó a hablar hasta la Hora de acostarse, cuando dijo que Boon había preguntado por un libro que se titula Misterios del gusano. Para complacer a P. le prometí que consultaría por carta a Johns and Goodfellow. P. mostró un agradecimiento casi servil.>>
El 12 de agosto escribió esta anotación: <<Hoy he recibido dos cartas... una de ellas de Johns and Goodfellow, de Boston. Tienen Noticia del Volumen por el cual P ha manifestado Interés. Sólo hay cinco Ejemplares en este País. La Carta es bastante fría, lo cual me extraña bastante. Hace Años que conozco a Henry Goodfellow.>>



13 de agosto

P. muestra una excitación anormal por la carta de Goodfellow; se niega a explicar por qué. Sólo dice que Boon está desmedidamente ansioso por conseguir el Ejemplar. No entiendo la Razón, pues el título sólo parece ser el de un inofensivo Tratado de jardinería...
Estoy preocupado por Philip. Cada día le encuentro más extraño. Ahora lamento que hayamos regresado a Chapelwaite. El Verano es caluroso, asfixiante, y está lleno de Presagios...
En el Diario de Robert sólo hay otras dos menciones del libro infame (aparentemente no comprendió su verdadera importancia, ni siquiera al final). De sus anotaciones del 4 de setiembre:
Le he pedido a Goodfellow que actúe como Agente de P. en la cuestión de la Compra, aunque mi prudencia clama contra esta Operación. ¿Qué Pretexto puedo emplear para resistirme? ¿Acaso no podría comprarlo con su propio Dinero, si yo me negara a ayudarlo? Y a cambio de ello le he arrancado a Philip la Promesa de abjurar de este infame Bautismo... Y sin embargo está tan Ofuscado, casi Afiebrado, que no confío en él. Respecto de esta cuestión estoy totalmente en Ayunas...



Por fin, el 16 de setiembre:

Hoy ha llegado el Libro, junto con una Nota de Goodfellow en la que dice que no quiere seguir interviniendo en mis Transacciones... P. se mostró anormalmente excitado y casi me arrancó el Libro de las Manos. Está escrito en Latín y con Caracteres Rúnicos que no sé descifrar. Parece casi caliente al Tacto y tuve la impresión de que vibraba en mis Manos, como si contuviera una inmensa Energía... Le recordé a P. su promesa de Abjurar y se limitó a lanzar una Risa desagradable, demencial, mientras blandía el Libro delante de mi Cara y gritaba una y otra vez: <<¡Lo tenemos! ¡Lo tenemos! ¡El Gusano! ¡El Secreto del Gusano!>>
Ahora se ha ido corriendo, supongo que al encuentro de su Benefactor loco, y no he vuelto a verle en el resto del Día...
No vuelve a hablar del libro, pero he hecho ciertas deducciones que parecen por lo menos plausibles. En primer término, tal y como ha dicho la señora Cloris, este libro fue el motivo de la ruptura entre Robert y Philip; en segundo término, es un compendio de hechizos impíos, posiblemente de origen druida (los conquistadores romanos de Gran Bretaña conservaron por escrito muchos de los ritos de sangre druidas, en nombre de la erudición, y muchos de estos recetarios infernales forman parte de la literatura prohibida del mundo); en tercer término, Boon y Philip se proponían utilizar el libro para sus propios fines. Quizá, por alguna vía tortuosa, tenían buenas intenciones, pero lo dudo. Lo que sí creo es que mucho antes se habían asociado con las potencias misteriosas que existen más allá de la urdimbre misma del Tiempo. Las últimas anotaciones del Diario de Robert Boone confirman ambiguamente estas especulaciones, y los deja hablar por sí mismos:



26 de octubre de 1789

Hoy reina una terrible Conmoción en Preacher’s Corners. Frawley, el Herrero, me ha cogido por el Brazo y me ha preguntado: <<Qué traman su Hermano y ese Anticristo loco allá arriba.>> Godoy Randall afirma que en el Cielo ha habido Presagios de un gran Desastre inminente. Ha nacido una vaca con dos Cabezas.
En cuanto a Mí, ignoro qué nos amenaza. Quizá la Demencia de mi Hermano. Su Cabello ha encanecido casi de un Día a otro, sus Ojos son grandes Círculos inyectados en Sangre de los cuales parece haberse desvanecido la atractiva luz de la Cordura. Sonríe y susurra y, por alguna Razón Particular, ha empezado a frecuentar nuestro Sótano cuando no está en Jerusalem’s Lot.
Las Chotacabras se congregan alrededor de la Casa y sobre la Hierba. Su Clamor conjunto desde la bruma se mezcla con el del Mar hasta modular un Chillido sobrenatural que quita el Sueño.



27 de octubre de 1789

Esta Noche seguí a P. cuando partió rumbo a Jerusalem’s Lot, manteniéndome a una Distancia razonable para evitar que me descubriera. Las condenadas Chotacabras vuelan en bandada por el Bosque, llenándolo todo con una Melopea fatal, de ultratumba. No me atreví a cruzar el Puente. Toda la Aldea estaba a oscuras, excepto la Iglesia, que se hallaba iluminada por un tétrico Resplandor rojo que parecía transformar las altas ventanas ojivales en los Ojos del Infierno. Las Voces fluctuaban entonando la Letanía del Diablo, riendo a ratos, sollozando luego. La Tierra misma pareció hincharse y gemir bajo mis pies, como si soportara un Peso atroz, y yo huí, asombrado y despavorido, oyendo cómo los Graznidos demoníacos y estridentes de las Chotacabras reverberaban dentro de mi Cabeza mientras corría por ese Bosque sombrío.
Todo apunta hacia un Clímax aún imprevisto. No me atrevo a dormir porque me asustan los posibles Sueños, y tampoco a permanecer despierto porque no sé qué Terrores lunáticos me aguardan. La Noche está poblada de Ruidos sobrecogedores y temo...
Y sin embargo siento la necesidad de volver allí, de mirar, de ver. Tengo la impresión de que Philip en persona me llama, y el Anciano.
Los Pájaros.
Malditos malditos malditos.

Aquí termina el Diario de Robert Boone.


Observa, Bones, que cerca del final alega que el mismo Philip parecía llamarlo. Estas líneas, las palabras de la señora Cloris y los demás, pero sobre todo las espantosas figuras del sótano, muertas y sin embargo vivas, son las que me llevan a deducir una última conclusión. Nuestra estirpe sigue siendo infortunada, Bones. Sobre nosotros pesa una maldición que se resiste a dejarse sepultar: vive en un avieso mundo de sombras, dentro de esta casa y aquella aldea. Y se aproxima nuevamente la culminación del ciclo. Soy el último de los Boone. Temo que haya algo que lo sabe, y que yo sea el nexo de una abyecta empresa que nadie que esté en sus cabales podría entender. Dentro de una semana se cumple el aniversario, en la Víspera de Todos los Santos.
¿Qué debo hacer? ¡Si por lo menos tú estuvieras aquí para aconsejarme, para ayudarme!
Necesito saberlo todo, debo volver a la aldea que todos rehuyen. ¡Que Dios me dé fuerzas para ello!

Charles.


(El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin McCann).

25 de octubre de 1850

El señor Boone ha dormido durante casi todo el día de hoy. Su rostro está pálido y mucho más demacrado. Temo que la repetición de la fiebre sea inevitable.
Mientras refrescaba su botellón de agua vi dos cartas dirigidas al señor Granzón de Florida, que no han sido despachadas. Se propone volver a Jerusalem’s Lot. Si se lo permitiera, eso le costaría la vida. ¿Me atreveré a escabullirme hasta Preacher’s Corners para alquilar un carruaje? Debo hacerlo, pero qué sucederá si se despierta? ¿Si al volver descubro que se ha ido?
Han reaparecido los ruidos en las paredes. ¡Gracias a Dios él aún duerme! Mi mente tiembla al pensar en lo que significa todo esto.


Más tarde
 Le llevé la comida en una bandeja. Se propone levantarse dentro de un rato, y a pesar de sus evasivas qué qué es lo que planea. Sin embargo, ire a Preachers Corners. Conservo en mi equipaje varios de los polvos somníferos que le recetaron durante su enfermedad. Bebió uno de ellos con su té, sin saberlo. Duerme nuevamente.
Me espanta dejarle con las Cosas que se deslizan detrás de nuestras paredes, pero me espanta aún más que permanezca otro día entre estos muros. Le he encerrado bajo llave. ¡Dios quiera que esté todavía aquí, a salvo y durmiendo, cuando yo vuelva con el carruaje!


Más tarde aún
 ¡Me apedrearon! ¡Me apedrearon como si fuera un perro salvaje y rabioso! ¡Monstruos depravados! ¡Éstos que se dicen hombres! Estamos prisioneros aquí... los pájaros, las chotacabras, han empezado a congregarse.



26 de octubre de 1850
Querido Bones:
Está casi oscuro y acabo de despertarme, después de haber dormido casi veinticuatro horas seguidas. Aunque Cal no ha dicho nada, sospecho que echó en mi té unos polvos somníferos cuando descubrió mis intenciones. Es un buen y fiel amigo, que sólo desea lo mejor, de modo que no le reprenderé.
Sin embargo estoy resuelto. Mañana es el día. Estoy sereno, decidido, pero también me parece sentir el retorno de la fiebre. En ese caso, tendrá que ser mañana. Quizá sería aún mejor esta noche, pero ni siquiera los fuegos del mismo Infierno podrían inducirme a pisar esa aldea en la oscuridad.
Si no volviera a escribirte, que Dios de bendiga y te dé muchos años de vida, Bones.
Charles.

Posdata – Los pájaros han empezado a graznar y se reanudaron los horribles deslizamientos. Cal cree que no los oigo, pero se equivoca.
C.


(El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin McCann).

27 de octubre de 1850
5 de la mañana
Se ha empecinado. Muy bien. Iré con él.


4 de noviembre de 1850
Querido Bones:
Débil pero lúcido. No estoy seguro de la fecha, pero mi calendario me asegura que debe ser la correcta, por el horario de la marea y la puesta del sol. Estoy sentado frente a mi escritorio, en el mismo lugar desde donde te escribí mi primera carta de Chapelwaite, y contemplo el mar oscuro del que se borran rápidamente los últimos vestigios de luz. Nunca volveré a verlo. Esta noche es mi noche. La cambiaré por las sombras que me aguardan, cualesquiera sean éstas.
¡Cómo rompe contra las rocas, este mar! Despide nubes de espuma hacia el cielo tenebroso, sacudiendo el suelo bajo mis pies. En el cristal de la ventana veo reflejada mi imagen, pálida como la de un vampiro. No como desde el 27 de octubre, y tampoco habría bebido si ese día Calvin no hubiera dejado un botellón de agua junto a mi lecho.
¡Oh, Cal! Le he perdido, Bones. Ha sucumbido en mi lugar, en lugar de esta ruina con brazos esqueléticos y rostro cadavérico que veo reflejarse en el cristal oscurecido. Y sin embargo es posible que él sea el más afortunado de los dos, porque no le atormentan sueños como los que me han atormentado a mí durante estos días: formas contorsionadas que acechan en los corredores de la pesadilla delirante. Mis manos tiemblan todavía, he manchado el papel con tinta.
Calvin salió a mi encuentro aquella mañana, precisamente cuando me disponía a escabullirme... Y yo que creía haber sido tan astuto. Le dije que había resuelto irme con él de aquí, y le pedí que fuera a alquilar un carruaje en Tandrell, situado a unos quince kilómetros donde éramos menos conocidos. Accedió a hacer la larga caminata y le vi partir por el sendero de la costa. Cuando le perdí de vista me equipé rápidamente con un abrigo y una bufanda (porque hacía mucho frío, y los prolegómenos del invierno inminente se manifestaban en la brisa cortante de la mañana). Lamenté por un momento no tener una pistola, y después me reí de mi propia idea. ¡Para qué sirve un arma en estas circunstancias?
Salí por la puerta de la despensa y me detuve un momento para echar una última mirada al mar y al cielo; para inhalar el aire fresco y acorazarme con él contra el hedor pútrido que, lo sabía muy bien, no tardaría en respirar; para disfrutar del espectáculo que brindaba una gaviota voraz al revolotear bajo las nubes.
Me volví... y allí estaba Calvin McCann.
—No irá solo –dijo, con una expresión implacable que no le había visto nunca.
—Pero, Calvin... –empecé a protestar.
—¡No, ni una palabra! Iremos juntos y haremos lo que sea necesario, o le arrastraré por la fuerza a la casa. Usted no se encuentra bien. No irá solo.
Es imposible describir las emociones encontradas que se apoderaron de mí: confusión, irritación, gratitud..., pero la más intensa de todas fue el afecto.
Pasamos en silencio delante de la glorieta y del reloj de sol, recorrimos el sendero cubierto de malezas y nos internamos en el bosque. Reinaba una paz absoluta: no se oía el gorjeo de un pájaro ni el chirrido de un grillo. El mundo parecía cubierto por un manto de silencio. Sólo flotaba el olor ubicuo de la sal y, desde lejos, llegaba el tenue aroma del humo de leña. El bosque era una inflamada sinfonía de colores, pero, a mi juicio, parecía predominar el escarlata.
El olor de la sal no tardó en dispersarse y lo sustituyó otro, más siniestro: el de la descomposición a la que ya he hecho referencia. Cuando llegamos al puente para peatones que unía las dos márgenes del Royal, pensé que Cal volvería a pedirme que desistiera, pero no lo hizo. Se detuvo, miró el torvo campanario que parecía burlarse de la bóveda celeste, y después me miró a mí. Seguimos adelante.
Nos encaminamos con paso rápido pero temeroso hacia la iglesia de James Boon. La puerta seguía entreabierta, tal como la habíamos dejado después de nuestra última salida, y la oscuridad interior parecía hacernos muecas. Mientras subíamos por la escalinata sentí que mi corazón se trocaba en bronce y mi mano tembló cuando entró en contacto con el picaporte y tiró de él. Dentro, el olor era más intenso y más mefítico que antes.
Entramos en el vestíbulo envuelto en penumbras y, sin detenernos, pasamos al recinto principal. Estaba en ruinas.
Algo descomunal se había desenfrenado allí, produciendo una terrible destrucción. Los bancos estaban volcados y apilados como briznas de paja. La cruz nefasta descansaba contra la pared oriental, y un agujero mellado que se veía en el revoque, encima de ella, atestiguaba con cuánta violencia la habían arrojado. Las lámparas habían sido arrancadas de sus soportes, y la pestilencia del aceite de ballena se mezclaba con la fetidez que impregnaba la ciudad. Y a lo largo de la nave central se extendía un rastro de jugo negro, mezclado con fibras sanguinolentas, de modo que el conjunto remedaba una macabra alfombra nupcial. Nuestros ojos siguieron ese rastro hasta el púlpito, que era lo único que permanecía intacto dentro de nuestro radio visual. Desde lo alto de aquel, un cordero inmolado nos miraba con ojos vidriosos por encima del Libro blasfemo.
—Dios –susurró Calvin.
Nos acercamos, evitando pisar la franja viscosa. Nuestros pasos reverberaban en el recinto, que parecía transmutarlos en el estruendo de una risa gigantesca.
Subimos juntos al púlpito. El cordero no había sido descuartizado ni comido. Más bien, tuvimos la impresión de que lo habían estrujado hasta reventarle los vasos sanguíneos. La sangre formaba charcos espesos y malolientes sobre el mismo atril, y alrededor de su base..., ¡pero era transparente donde cubría el libro, y a través de ella se podían leer los jeroglíficos rúnicos, como si se tratara de un cristal coloreado!
—¿Es necesario que lo toquemos? –preguntó Cal, con tono resuelto.
—Sí, es mi deber.
—¿Qué hará?
—Lo que tendrían que haber hecho hace sesenta años. Lo destruiré.
Apartamos el cadáver del cordero de encima del libro y cayó al suelo con un abominable y fluctuante ruido sordo. Ahora las páginas manchadas de sangre parecieron cobrar vida con su propio fulgor escarlata.
Mis oídos empezaron a resonar y zumbar. Un cántico apagado parecía brotar de las mismas paredes. Al ver el rostro convulsionado de Cal comprendí que oía lo mismo que yo. El piso se estremeció debajo de nosotros, como si aquello que embrujaba esa iglesia se estuviera acercando para proteger lo suyo. La urdimbre del espacio y el tiempo lógicos pareció retorcerse y desgarrarse; la iglesia pareció llenarse de espectros e iluminarse con el resplandor infernal del eterno fuego frío. Creí ver a James Boon, repulsivo y deforme, retozando alrededor del cuerpo supino de una mujer. Y a mi tío abuelo Philip detrás de él, transformado en un acólito enfundado en una capucha negra, con un cuchillo y un cuenco en la mano.
<<Deum vobiscum magna vermis...>>>
Las palabras tremolaron y se enroscaron sobre la página que tenía frente a mí, empapadas en la sangre del sacrificio, en aras de una criatura que se arrastra más allá de las estrellas...
Una congregación ciega, incestuosa, meciéndose al son de una alabanza absurda, demoníaca; rostros deformes en los que se leía una expectación anhelante, innombrable...
Y el latín fue remplazado por una lengua más antigua, que ya era arcaica cuando Egipto estaba en sus albores y las pirámides aún no habían sido construidas, que ya eran arcaicas cuando la Tierra aún flotaba en un firmamento informe y bullente de gas vacío.
¡Gyyagin vardar Yogsoggoth! ¡Verminis! ¡Gyyagin! ¡Gyyagin! ¡Gyyagin!
El púlpito empezó a partirse y seccionarse, pujando hacia arriba...
Calvin lanzó un alarido y alzó un brazo para cubrirse el rostro. La bóveda osciló con un movimiento descomunal, tenebroso, semejante al de un barco zarandeado por la borrasca. Manoteé el libro y lo mantuve alejado de mí: parecía impregnado por el calor del Sol y pensé que me calcinaría, que me cegaría.
—¡Corra! –gritó Calvin—. ¡Corra!
Pero yo estaba paralizado y la emanación sobrenatural me llenó como si mi cuerpo fuera un cáliz antiguo que había esperado durante años..., ¡durante generaciones!
—¡Gyyagin vardar! –aullé—. ¡Siervo de Yogsoggoth, el Innombrable! ¡El Gusano de allende el Espacio! ¡Devorador de Estrellas! ¡Cegador del Tiempo! ¡Verminis! ¡Llega la Hora de Colmar, la Hora de Tributar! ¡Verminis! ¡Alyah! ¡Alyah! ¡Gyyagin!
Calvin me empujó y trastabillé. La iglesia giraba a mi alrededor y caí al suelo. Mi cabeza se estrelló contra el borde de un banco volcado, se llenó de un fuego rojo..., que sin embargo pareció despejarla.
Manoteé las cerillas de azufre que había traído conmigo. Un trueno subterráneo pobló el recinto. Cayó el revoque. La campana herrumbrada de la torre hizo repicar un ahogado carillón diabólico por vibración simpática.
Mi cerilla chisporroteó. La acerqué al libro en el mismo momento en que el púlpito se desintegraba en medio de un desquiciante estallido de madera. Debajo de él quedó al descubierto un inmenso boquete negro. Cal se tambaleó hasta el borde con las manos extendidas y con el rostro desfigurado por un clamor incoherente que resonará eternamente en mis oídos.
Entonces emergió una mole de carne gris y vibrante. La pestilencia se convirtió en una marea de pesadilla. Fue una erupción formidable de gelatina viscosa y supurante, una masa enorme y atroz me pareció alzarse desde las entrañas mismas de la tierra. Y sin embargo, con una súbita y espantosa lucidez que ningún ser humano puede haber experimentado, ¡me di cuenta de que eso no era más que un anillo, un segmento, de un gusano monstruoso que había vivido a ciegas durante años en la oscuridad encapsulada que reinaba debajo de la iglesia maldita!
El libro se inflamó en mis manos, y Eso pareció lanzar un alarido mudo sobre mi cabeza. Calvin recibió un golpe rasante y fue despedido al otro extremo de la iglesia como un muñeco con el cuello roto.
Se replegó... Eso se replegó y dejó sólo un boquete descomunal y mellado, rodeado de baba negra, y un portentoso chillido ululante que pareció disiparse a través de distancias colosales y que al fin se acalló.
Bajé la vista. El libro había quedado reducido a cenizas. Comencé a reír y, después, a aullar como una bestia herida.
Perdí hasta el último vestigio de cordura y me senté en el suelo, sangrando por la sien, gritando y farfullando en esas sombras blasfemas, mientras Calvin, despatarrado en un rincón, me miraba con ojos vidriosos, despavoridos.
No sé cuánto tiempo pasé en ese estado. No podría determinarlo. Pero cuando recuperé mis facultades, las sombras habían trazado largos senderos alrededor de mí y me envolvía el crepúsculo. Un movimiento atrajo mi atención, un movimiento en el boquete abierto al pie del púlpito.
Una mano se deslizó a tientas sobre las tablas claveteadas del suelo.
Una carcajada demencial se me atascó en la garganta. Toda la histeria se fundió en un aturdimiento exangüe.
Una carroña se alzó de las tinieblas con escalofriante y vengativa lentitud y vi que me espiaba la mitad de una calavera. Los escarabajos se arrastraban sobre su frente descarnada. Una sotana podrida se adhería a los huecos sesgados de sus clavículas mohosas. Sólo los ojos estaban vivos: cavidades enrojecidas y vesánicas que me escudriñaban con algo más que demencia. En ellas brillaba la vida vacía de los páramos sin rumbo que se extienden más allá de los confines del Universo. Venía a arrastrarme a la oscuridad.
Fue entonces cuando huí, chillando, dejando desamparado el cuerpo de mi viejo amigo en este antro de iniquidad. Corrí hasta que el aire pareció estallar como magma en mis pulmones y mi cerebro. Corrí hasta llegar de nuevo a esta casa poseída y contaminada, y a mi habitación, donde me dejé caer y donde he permanecido postrado como un muerto hasta hoy. Corrí porque a pesar de mi enajenación había visto un aire de familia en los pingajos de esa figura muerta pero animada. Mas no se trataba de Philip ni de Robert, cuyas imágenes cuelgan en la galería de arriba. ¡ese rostro putrefacto era el de James Boon, Guardián del Gusano!

Él vive todavía en algún lugar de los tortuosos y oscuros recovecos que se enroscan debajo de Jerusalem’s Lot y Chapelwaite... y Eso todavía vive. Al quemar el libro se frustraron los planes de Eso, pero hay otros ejemplares.
Sin embargo yo soy el portal, y soy el último de los linajes de los Boone. Por el bien de toda la Humanidad debo morir..., cortando definitivamente la cadena.
Ahora me voy al mar, Bones. Mi viaje concluye, como mi relato. Que Dios te proteja y te conceda la paz.
Charles.



Este extraño cúmulo de papeles llegó por fin a manos del señor Everett Granzón, a quien habían sido dirigidos. Se supone que una recidiva de la infortunada fiebre encefálica que le había atacado originariamente después de la muerte de su esposa, en 1848, desencadenó la locura de Charles Boone y le indujo a asesinar a su acompañante y amigo de mucho años, el señor Calvin McCann.
Las anotaciones del Diario del señor McCann son un fascinante modelo de falsificación, y es indudable que Charles Boone los escribió él mismo para reforzar sus propios delirios paranoides.
Sin embargo, se ha comprobado que Charles Boone se equivocó respecto de dos cuestiones. En primer término, cuando <<redescubrieron>> (empleo el término en el sentido histórico, por supuesto) la aldea de Jerusalem’s Lot, el piso del púlpito, aunque carcomido, no mostraba huellas de una explosión o de grandes daños. Y si bien los antiguos bancos estaban volcados y había varias ventanas rotas, es lícito suponer que estos actos de vandalismo fueron perpetrados por gamberros de las poblaciones vecinas, a lo largo de los años. Los habitantes más viejos de Preacher’s Corners y Trandrell siguen repitiendo algunos rumores ociosos acerca de Jerusalem’s Lot (quizás, antaño, fue una de aquellas inofensivas leyendas tradicionales la que obnubiló la mente de Boone y la llevó por la senda fatal), pero esto no parece pertinente.
En segundo término, Charles Boone no era el último de su linaje. Su abuelo, Robert Boone, engendró por lo menos dos bastardos. Uno murió en la infancia. El segundo asumió el apellido Boone y se instaló en la ciudad de Central Falls, Rhode Island. Yo soy el último vástago de esta rama del tronco de los Boone, primo segundo de Charles Boone en tercera generación. He sido depositario de estos documentos durante diez años, y ahora los hago publicar aprovechando la circunstancia de que me he instalado en el hogar ancestral de los Boone, Chapelwaite. Espero que el lector se compadezca de la pobre alma descarriada de Charles Boone. Por lo que veo, sólo acertó en una cuestión: esta casa necesita urgentemente los servicios de un exterminador.
A juzgar por el ruido, en las paredes hay unas ratas enormes.

Firmado:
James Robert Boone