viernes, 18 de septiembre de 2015

RELATO: "El pueblo del Círculo Negro", Robert E. Howard (CONAN)





El pueblo del Círculo Negro


Robert E. Howard



1. La muerte de un rey

El rey de Vendhia se estaba muriendo. La noche era cálida y sentía que la cabeza estaba a punto de estallarle. El terrible latido de sus sienes creaba un débil eco en la habitación de cúpula dorada. El rey Bhunda Chand luchaba contra la muerte en una tarima recubierta de terciopelo. Su piel estaba perlada de brillantes gotas de sudor. Sus dedos se crispaban sobre la tela bordada con hilos de oro en la que descansaba su cuerpo. Era joven.
Nadie le había lanzado una flecha, ni había vertido veneno en su vino. Pero sus venas azuladas resaltaban como cuerdas en sus sienes y sus ojos estaban desorbitados ante la proximidad de la muerte. Al pie de la tarima había varias temblorosas esclavas arrodilladas, y a su lado se hallaba su hermana, la Devi Yasmina, inclinada sobre él, contemplándolo con apasionada intensidad. La acompañaba el wazam, un noble que había envejecido en la corte del rey.
La joven levantó la cabeza con un gesto de ira y desesperación, mientras oía el distante redoble de los tambores.
-¡Esos sacerdotes y su algarabía! -exclamó-. ¡No valen más que las sanguijuelas! Mi hermano se está muriendo y nadie sabe por qué. Sí, se muere, y aquí estoy yo, que tampoco sirvo para nada... yo, que sería capaz de incendiar toda la ciudad y de derramar la sangre de miles de hombres para salvarlo.
-Nadie en Ayodhya puede hacer nada por él, Devi -dijo el wazam-. Este veneno...
-¡Te digo que no se trata de veneno! -gritó la joven-. Mi hermano estuvo tan celosamente protegido desde que nació que no pudieron llegar hasta él ni los más hábiles envenenadores de Oriente. Los cinco cráneos de la Torre de los Cautivos constituyen una clara prueba de los intentos que ha habido en ese sentido. Todos fracasaron. Como sabes muy bien, hay diez hombres y diez mujeres cuya única obligación consiste en probar su comida y su bebida, y cincuenta guerreros armados custodian sus aposentos. No, no se trata de veneno. Es brujería..., es espantoso..., es magia negra.
La joven guardó silencio y el rey habló. Sus pálidos labios apenas se movieron y sus ojos vidriosos no reconocían a nadie. Pero su voz se alzó en una pavorosa llamada, confusa y distante, como si la llamara desde allende los abismos barridos por el viento.
-¡Yasmina! ¡Yasmina! Hermana, ¿dónde estás? No te encuentro. Todo es oscuridad y sólo oigo el rugido de vientos terribles.
-¡Hermano! -gritó Yasmina, sosteniendo su mano inerte convulsivamente-. Estoy aquí. ¿No me reconoces...?
No hubo respuesta. El rostro del rey reflejaba el vacío más absoluto. De sus labios surgió un murmullo confuso e ininteligible. Las esclavas que estaban arrodilladas a los pies de la tarima sollozaron gimiendo de miedo y Yasmina, arrebatada por la angustia, se golpeó el pecho con los puños.
En otro lugar de la ciudad, había un hombre asomado a un balcón enrejado que daba a una larga calle. En ésta brillaban numerosas antorchas que daban relieve a los rostros de piel oscura y blancos ojos que miraban hacia arriba. De la multitud partía ocasionalmente un lamento que parecía un canto fúnebre.
El hombre se encogió de hombros y se volvió hacia una habitación llena de arabescos. Se trataba de un individuo alto y corpulento, lujosamente ataviado.
-El rey aún no ha muerto, pero ya suenan los cantos fúnebres -le dijo a otro hombre que estaba sentado sobre una esterilla, en un rincón.
Este último llevaba una túnica de pelo de camello de color marrón, calzaba sandalias y tenía un turbante verde en la cabeza. Su expresión era tranquila y su mirada impersonal.
-El pueblo sabe que el rey no verá otro amanecer -repuso. El primero le dirigió una mirada prolongada e interrogante.
-Lo que no entiendo -dijo- es por qué he tenido que esperar tanto tiempo hasta que tus maestros atacaran. Si ahora han podido asesinar al rey, ¿por qué no lo hicieron hace meses?
-También las artes de lo que se llama magia negra están gobernadas por leyes cósmicas -respondió el hombre del turbante verde-. Al igual que en otros asuntos, las estrellas rigen estos actos. Ni siquiera mis maestros pueden alterarlo. No podían llevar a cabo esta nigromancia hasta que el cielo y las estrellas fueran propicios.
El hombre se detuvo y trazó un diagrama de las constelaciones sobre el suelo de mármol con una larga uña manchada de negro. Luego dijo:
-La inclinación de la luna presagiaba males para el rey de Vendhia. Las estrellas están en desorden, y la Serpiente se encuentra en la Casa del Elefante. Durante esa yuxtaposición desaparecen los guardianes invisibles en el espíritu de Bhunda Chand. Se abre un sendero en los reinos ocultos y una vez que se establece un punto de contacto, se ponen en funcionamiento terribles poderes.
-¿Punto de contacto? -preguntó el otro hombre-. ¿Te refieres a ese bucle de cabellos de Bhunda Chand?
-Sí. Todas las partes desechadas del cuerpo humano siguen perteneciendo a él, unidas por lazos intangibles. Los sacerdotes de Asura tienen vagas nociones acerca de esto. Por ello los recortes de uñas, cabellos y algunas partes del cuerpo de la familia real se reducen cuidadosamente a cenizas, que luego se esconden. Pero ante los insistentes ruegos de la princesa de Kosala, que amó en vano a Bhunda Chand, éste le regaló un bucle de sus largos cabellos negros como recuerdo. Cuando mis maestros decidieron condenarlo a muerte, el bucle, guardado en un estuche dorado incrustado de piedras preciosas, fue robado de debajo de su almohada mientras ella dormía y sustituido por otro tan parecido al primero que jamás notó la diferencia. Luego, el auténtico bucle viajó en una caravana de camellos por la larga ruta que conduce a Peshkhauri y después hasta el desfiladero de Zhaibar, hasta llegar a manos de los interesados.
-¡Tan sólo un bucle de cabellos! -murmuró el noble.
-Por medio del cual un alma se aparta de su cuerpo para atravesar enormes abismos siderales -repuso el hombre de la esterilla. El noble lo miró con curiosidad.
-No sé si eres un demonio o un hombre, Khemsa -dijo finalmente-. Muy pocos de nosotros somos lo que parecemos. Yo mismo, a quien los kshatriyas conocen como Kerim Sha, príncipe de Iranistán , soy tan falso como la mayor parte de los hombres. Todos son traidores de una u otra forma, y la mitad de ellos no saben a quién sirven. En ese sentido, al menos, yo no tengo dudas porque sirvo al rey Yezdigerd de Turan.
-Y yo a los Adivinos Negros de Yimsha -dijo Khemsa-, y mis amos son más poderosos que los tuyos, ya que han logrado con sus artes lo que Yezdigerd no pudo hacer con cien mil espadas.
Afuera, el lamento de miles de personas parecía ascender hacia las estrellas que tachonaban la calurosa noche vendhia.
Todos los guerreros nobles de Ayodhya se hallaban reunidos en el gran palacio o en sus alrededores, y en todas las puertas de entrada había cincuenta centinelas armados con arcos. Pero la muerte entró en el palacio real y nadie pudo impedirle el paso.
El rey volvió a gritar desde la tarima, sacudido por un terrible espasmo. Se oyó una vez más su voz débil y lejana, y una vez más, la Devi se inclinó sobre él, temblando a causa de un miedo más oscuro que la muerte.
-¡Yasmina! ¡Ayúdame! ¡Estoy lejos de mi casa mortal! Los brujos se han llevado mi alma a través de la oscuridad azotada por los vientos. Están intentando cortar el cordón de plata que me une a mi cuerpo moribundo. Me rodean. Sus manos se ciernen sobre mí y sus ojos son rojos como llamas en la oscuridad. ¡Sálvame, hermana! ¡Sus dedos de fuego me están tocando! ¡Destrozarán mi cuerpo y condenarán mi alma! ¿Qué es esto que se cierne sobre mí? ¡Ay!
Al oír aquel desesperado grito de terror, Yasmina se arrojó sollozando convulsivamente sobre el cuerpo de su hermano, impulsada por la angustia. Los espasmos se apoderaban del cuerpo del rey. De sus labios surgió una espuma blanca y los crispados dedos del hombre dejaron su huella en los hombros de la joven. Pero en ese preciso instante desapareció súbitamente el velo que cubría los ojos del rey y éste levantó la cabeza para mirar a su hermana, a quien reconoció.
-¡Hermano! -sollozó la muchacha-. Hermano...
-¡Rápido! -exclamó el rey jadeando, pero hablando con claridad-. Ya sé qué es lo que me lleva a la pira. He hecho un largo viaje y ahora lo comprendo. He sido embrujado por los hechiceros himelios. Me arrancaron el alma del cuerpo para llevársela muy lejos, a una habitación de piedra. Allí lucharon por romper el cordón plateado de la vida y meter mi alma en el cuerpo de un ave nocturna de mal agüero que su hechicería conjuró del infierno. ¡Ahora siento que tratan de levantarme! Tu llanto y la presión de tus manos me hicieron regresar, pero me voy rápidamente. Mi alma trata de aferrarse al cuerpo, pero muy débilmente. ¡Pronto...! ¡Mátame antes que atrapen mi alma para siempre!
-¡No puedo! -exclamó la muchacha golpeándose el pecho con los puños.
-¡Pronto, te lo ordeno! -gritó el moribundo con tono imperioso-. Jamás me has desobedecido... ¡Obedece mi última orden! ¡Que mi alma parta limpia hacia Asura! ¡Date prisa! De lo contrario, me condenarás a una eternidad tenebrosa. ¡Pronto! ¡Obedece!
Sollozando sin cesar, Yasmina extrajo una enjoyada daga de su vaina y la hundió hasta la empuñadura en el pecho de su hermano. El rey se agitó y luego permaneció inmóvil, con una sonrisa en sus labios muertos. Yasmina profirió un grito de dolor y se arrojó al suelo, golpeando las alfombras con los puños. Afuera se oían las campanas...

2. El bárbaro de las colinas

Chunder Shan, gobernador de Peshkhauri, dejó a un lado su pluma de oro y leyó cuidadosamente lo que acababa de escribir sobre el pergamino que llevaba su sello oficial. Gobernaba en Peshkhauri desde hacía mucho tiempo, debido a que en todo momento había calculado cada una de sus palabras habladas o escritas. El peligro engendra precaución, y sólo un hombre sagaz logra vivir largo tiempo en un país salvaje en el que las ardientes mesetas vendhias se encuentran con los riscos de los himelios. A una hora de caballo de allí se encuentran las montañas en las que los hombres viven según la ley del cuchillo.
El gobernador se hallaba solo en su habitación, sentado ante la mesa de madera tallada, con incrustaciones de ébano. Por la ventana abierta se veía un pequeño cuadrado azul de noche himelia sembrado de grandes estrellas blancas. El parapeto cercano se había convertido en una línea borrosa, y las almenas y alféizares apenas se distinguían a lo lejos bajo la tenue luz de las estrellas. La fortaleza del gobernador era muy sólida y se encontraba fuera de las murallas de la ciudad. La brisa movía los tapices que había en las paredes y traía los débiles sonidos de las calles de Peshkhauri. El gobernador estaba leyendo detenidamente lo que había escrito, con una mano delante de los ojos para protegerlos de la luz de la lámpara de bronce que había en la habitación. Mientras leía, moviendo ligeramente los labios, oyó el golpe seco de los cascos de los caballos en el exterior de la barracana y luego escuchó la voz de los centinelas.
El gobernador, profundamente inmerso en la lectura de su carta, apenas prestó atención. La misiva iba dirigida al wazam de Vendhia, de la corte de Ayodhya, y, después del encabezamiento de protocolo, decía:
«Tengo el honor de comunicar a Su Excelencia que he cumplido fielmente sus instrucciones. Los siete nativos están bien custodiados en prisión y envían constantemente mensajes a las montañas para que su jefe venga personalmente a negociar su libertad. Pero éste aún no se ha presentado, si bien ha enviado en respuesta otro mensaje en el que declara que a menos que se libere a los prisioneros, incendiará Peshkhauri y cubrirá la silla de su caballo con mi pellejo, si Su Excelencia me permite tal expresión. Estoy convencido de que es muy capaz de hacerlo, y por ello he triplicado el número de lanceros de la guardia. El hombre no es un nativo del Ghulistán. No puedo prever cuál será su próximo paso. Pero puesto que ése es el deseo de la Devi...»
Al cabo de un segundo el gobernador se levantó de su silla de marfil y se acercó a la puerta. Tomó rápidamente la espada curva que se encontraba sobre la mesa, y luego se detuvo en la entrada de la habitación.
Acababa de entrar una mujer sin anunciarse. Vestía una diáfana túnica de gasa que dejaba ver la belleza de su cuerpo alto y esbelto. Un transparente velo caía sobre su pecho desde un tocado sujeto a su cabeza por una triple trenza de oro, adornada con una media luna dorada. Sus ojos oscuros contemplaban al asombrado gobernador por encima del velo, y a continuación descubrió su rostro con un imperioso movimiento de su blanca mano.
-¡Devi!
El gobernador se arrodilló inmediatamente. Tanto su sorpresa como su confusión desmerecieron su digna obediencia. La Devi le ordenó que se levantara con un gesto de la mano, y el gobernador se apresuró a conducirla hacia la silla de marfil, haciendo reverencias sin cesar. Pero sus primeras palabras fueron de reproche.
-¡Majestad, esto es muy poco prudente! Hay peligro en la frontera. Los ataques desde las montañas son constantes. ¿Habéis venido con un gran séquito?
-Sí, me acompañaron varias personas hasta Peshkhauri. Alojé a mi gente allí y vine hasta el fuerte con mi doncella Citara. Chunder Shan palideció horrorizado.
-¡Devi! No acabáis de comprender el peligro que hay en todo esto. A una hora de caballo de aquí, las colinas hierven de bárbaros profesionales del robo y del asesinato Muchas mujeres han sido raptadas y los hombres son acuchillados entre el fuerte y la ciudad. Peshkhauri no es como vuestras provincias del sur...
-Pero me encuentro aquí sana y salva -interrumpió la muchacha con un dejo de impaciencia-. Enseñé mi sortija con el sello al centinela de la entrada y al que está en la puerta de vuestra habitación, y me dejaron entrar sin anunciarme y sin conocerme, pero suponiendo que se trataba de un correo secreto de Ayodhya. No perdamos el tiempo. ¿No habéis recibido ningún mensaje del jefe de los bárbaros?
-Ninguno, a no ser maldiciones y amenazas, Devi. Es un hombre astuto y desconfiado. Considera que puede ser una trampa, y quizá ello sea comprensible. Los kshatriyas no siempre han cumplido sus promesas con los montañeses.
-¡Debe negociar! –exclamó Yasmina con los puños crispados.
-No lo entiendo -repuso el gobernador moviendo la cabeza-. Cuando capturé a esos siete hombres informé al wazam, como es costumbre, y luego, antes que yo pudiese ahorcarlos, llegó la orden de que los retuviera para que se comunicaran con su jefe. Eso hice, pero el hombre no ha venido. Estos bárbaros pertenecen a la tribu de los afghulis, pero su jefe es un extranjero de Occidente y se llama Conan. Amenacé con ahorcarlos mañana al amanecer si no se presenta aquí.
-¡Muy bien! -exclamó la Devi-. Has hecho bien. Y ahora te diré por qué he dado esas órdenes. Mi hermano...
Yasmina se detuvo, ahogada por la emoción, y el gobernador inclinó la cabeza con el acostumbrado gesto de respeto hacia un soberano fallecido.
-El rey de Vendhia fue destruido por la magia -dijo finalmente Yasmina-. Desde ese momento he decidido dedicar mi vida a destruir a sus asesinos. Al morir me proporcionó una pista y la he seguido. He leído el Libro de Skelos y he hablado con un sinfín de ermitaños de las cuevas que hay debajo de Jhelai. Ahora sé cómo y quién lo ha asesinado. Sus enemigos eran los Adivinos Negros del monte Yimsha.
-¡Por Asura! -exclamó Chunder Shan palideciendo. Los ojos de Yasmina parecieron atravesarlo, y a continuación preguntó:
-¿Les temes?
-¿Quién no les teme, Majestad? -repuso el gobernador-. Hay diablos negros vagando por las desiertas colinas de más allá del Zhaibar. Pero la leyenda dice que muy rara vez intervienen en las vidas de los mortales.
-No sé por qué asesinaron a mi hermano -dijo Yasmina-. ¡Pero he jurado ante el altar de Asura que los destruiría a todos! Y necesito la ayuda de un hombre de allende la frontera. Un ejército kshatriya, sin ayuda, jamás llegaría a Yimsha.
-Sí -musitó Chunder Shan-. Es cierto. Sería preciso luchar a cada paso del camino contra miles de bárbaros, que se descolgarían de cada roca para hacernos frente con sus largos cuchillos. En una ocasión los turanios se abrieron paso entre los montes Himelios, pero ¿cuántos regresaron de Khorusún? Muy pocos hombres, que escaparon de las espadas de los kshatriyas después de que el rey, vuestro hermano, derrotara a sus huestes en el río Jhumda, volvieron a ver Secunderam.
-Por eso debo conducir a esos hombres a través de la frontera -dijo Yasmina-. Tienen que ser individuos que conozcan bien el camino hacia el monte Yimsha...
-Pero las tribus temen a los Adivinos Negros y evitan la montaña infernal -repuso el gobernador.
-Y ese jefe Conan, ¿también les teme?
-Dudo que ese diablo sienta temor por nada -musitó el gobernador.
-Eso me han dicho. Por lo tanto, es el hombre con el que necesito tratar. Él desea liberar a sus siete guerreros. Muy bien, pues su rescate será... ¡la cabeza de los Adivinos Negros!
La voz de Yasmina rezumaba odio al pronunciar estas palabras. Sus manos se crisparon con fuerza sobre sus caderas. Parecía la imagen de la ira mientras mantenía la cabeza erguida y jadeaba intensamente.
El gobernador se arrodilló una vez más. Sabía que una mujer en ese estado emocional era más peligrosa que una cobra ciega.
-Se cumplirán vuestros deseos, Majestad -dijo el gobernador. Luego, cuando la mujer pareció calmarse, agregó:
-No puedo prever cómo reaccionará Conan. Las tribus siempre están en pie de guerra, y tengo razones para creer que los emisarios de los turanios las están incitando para que ataquen nuestras fronteras. Como Vuestra Majestad sabe, los turanios se han establecido en Secunderam y en otras ciudades del norte, aun cuando las tribus de las montañas no hayan sido reducidas todavía. El rey Yezdigerd hace tiempo que mira hacia el sur con codicia y es posible que busque, mediante la traición, lo que no pudo conseguir por la fuerza de las armas. Incluso he pensado que Conan podría ser uno de sus espías.
-Lo veremos -repuso Yasmina-. Si siente algún afecto por sus hombres, sin duda alguna al amanecer estará ante las puertas de la ciudad para negociar. Pasaré la noche en la fortaleza. Llegué disfrazada hasta Peshkhauri y alojé a mi séquito en una posada en lugar de hacerlo en el palacio. Además de mi gente, sólo tú sabes que estoy aquí.
-Majestad, os escoltaré hasta vuestros aposentos -dijo el gobernador.
Cuando atravesaron el umbral de la habitación, el gobernador hizo una señal al guerrero que estaba allí de guardia, que saludó rápidamente, sosteniendo entre sus manos una larga lanza.
La doncella esperaba cubierta con un velo, al igual que su señora, en el exterior de la habitación. El grupo recorrió un ancho y tortuoso pasillo iluminado por humeantes antorchas y finalmente llegó a los aposentos reservados para las visitas importantes, generales y virreyes, en su mayor parte. Nunca un miembro de la familia real había honrado aquellas habitaciones de la fortaleza. Chunder Shan tenía la molesta sensación de que aquel lugar no era el más idóneo para un personaje como la Devi, y aun cuando hizo un verdadero esfuerzo por sentirse cómodo en su presencia, sintió un gran alivio cuando la Devi lo despidió. Todos los sirvientes del fuerte recibieron la orden de servir a su invitada real -aunque no se divulgó su identidad- y el gobernador colocó un pelotón de lanceros ante sus puertas, entre ellos el guerrero que siempre vigilaba la suya. Pero, en su preocupación, olvidó reemplazar a su centinela particular.
Hacía poco que el gobernador se había retirado cuando Yasmina recordó súbitamente que deseaba discutir otro asunto con él. Se refería al pasado de un tal Kerim Sha, un noble de Iranistán que había residido durante cierto tiempo en Peshkhauri antes de establecerse en la corte de Ayodhya. En Yasmina se había despertado una vaga sospecha respecto a ese hombre al verlo en Peshkhauri aquella misma noche. Se preguntó si la habría seguido desde Ayodhya. Como era una Devi de carácter poco corriente, Yasmina no llamó al gobernador a sus aposentos, sino que fue a su habitación.
Al entrar en su cuarto, Chunder Shan cerró la puerta y se dirigió hacia la mesa. Tomó la carta que había escrito y la rompió en pedazos. En ese preciso instante oyó un suave ruido en el parapeto cercano y vio una silueta recortada contra la luz de las estrellas. El hombre que había allí se dejó caer en el interior de la habitación. La luz se reflejó en una larga hoja de acero que sostenía en la mano.
-¡Silencio! -advirtió-. ¡Si haces un solo ruido te enviaré a hacerle compañía al diablo!
El gobernador interrumpió el movimiento que acababa de iniciar para coger la espada que estaba apoyada sobre la mesa. Pero comprendió inmediatamente que se hallaba al alcance del largo cuchillo zhaibar que brillaba en la mano del intruso. En seguida se dio cuenta de que se trataba de un habitante de las montañas.
El hombre era alto, fuerte y ágil. Estaba vestido como un bárbaro de las montañas, pero su rostro oscuro y sus ojos azules no conjugaban con el resto.
Chunder Shan jamás había visto un hombre como ése. No se trataba de un oriental, sino más bien de un bárbaro de Occidente. Pero su aspecto era indomable y feroz como el de los miembros de las tribus que habitaban en las montañas de Ghulistán.
-Vienes como un ladrón nocturno -dijo con serenidad el gobernador recuperando su compostura, aun cuando en ese preciso momento recordó que en el exterior no había ningún guardia. Pero el intruso no podía estar al tanto de ese detalle.
-Subí por un bastión -gruñó el hombre de las montañas-. Un centinela asomó la cabeza por una almena, justo a tiempo para que pudiera golpearlo con la empuñadura de mi daga.
-¿Eres Conan?
-¿Qué otro podría ser? Enviaste mensajes a las montañas en los que decías que viniese a negociar contigo. ¡Pues ya estoy aquí, por Crom! Apártate de esa mesa si no quieres que te abra las entrañas.
-Simplemente deseo tomar asiento -repuso el gobernador dejándose caer con todo cuidado sobre su silla de marfil, que inmediatamente apartó de la mesa. Conan se movía delante de él, inquieto, mirando con recelo hacia la puerta y tocando con la yema de un dedo el filo de su cuchillo de un metro de largo. No caminaba como un afghuli y actuaba abiertamente, mientras que cualquier oriental lo hubiera hecho con más sutileza.
-Tienes a siete de mis hombres -dijo de repente-. Rechazaste el rescate que te ofrecí. ¿Qué diablos quieres?
-Discutamos las condiciones -repuso Chunder Shan con calma.
-¿Condiciones? -preguntó Conan con un tono de peligrosa indignación-. ¿Qué quieres decir? ¿No te he ofrecido oro? Chunder Shan se echó a reír.
-¿Oro? Hay más oro en Peshkhauri del que puedas haber visto en toda tu vida.
-"-Eres un embustero -repuso Conan-. He visto el mercado de orfebres de Khorusún.
-Bien, pues entonces más que el que haya podido ver en su vida un afghuli -rectificó Chunder Shan-. Y ésa es solamente una parte del tesoro de Vendhia. ¿Para qué querríamos oro? Para nosotros sería mucho más ventajoso colgar a esos siete ladrones.
Conan profirió un terrible juramento y la larga hoja de su sable tembló durante un segundo en su mano, al tiempo que todos los músculos de sus brazos se ponían en tensión.
-¡Te voy a abrir la cabeza como si fuera un melón maduro! En los ojos de Conan brillaba la indignación, pero Chunder Shan se encogió de hombros sin dejar de mirar la hoja de acero.
-Puedes matarme fácilmente y luego escapar por ese muro. Pero eso no salvaría la vida de tus siete hombres. Los míos seguramente los ahorcarían. Y esos hombres son jefes de los afghulis.
-Lo sé -repuso Conan-. La tribu no hace más que vociferar a mis espaldas porque aún no he conseguido su libertad. Dime claramente lo que deseas, porque, ¡por Crom que si no hay más remedio, conduciré a toda una horda de salvajes hasta las mismas puertas de Peshkhauri!
Chunder Shan miró al hombre que se hallaba de pie ante él, sosteniendo el largo cuchillo en una mano, al tiempo que lo miraba con expresión salvaje, y no dudó de que sería capaz de cumplir su amenaza. El gobernador no creía que ninguna horda de las montañas pudiese conquistar Peshkhauri, pero tampoco deseaba que aquellos bárbaros arrasaran la campiña.
-Hay una misión que debes llevar a cabo -repuso midiendo escrupulosamente sus palabras-. Hay que...
Conan saltó hacia atrás y se dio media vuelta para mirar hacia la puerta, enseñando los dientes como un animal salvaje. Su fino oído había captado un leve ruido de pisadas al otro lado de la puerta. En ese preciso instante ésta se abrió y entró apresuradamente en la habitación una mujer con túnica de seda, que cerró la puerta a sus espaldas... Al ver al bárbaro de las montañas, se detuvo.
Chunder Shan se puso en pie de un salto. Su corazón latía aceleradamente.
-¡Devi! -exclamó involuntariamente, perdiendo la calma por un momento.
-¡Devi! -exclamó Conan como si fuera un eco de las palabras del gobernador.
Shan comprendió que Conan se había dado cuenta de todo, y que en sus fogosos ojos azules brillaba una chispa maliciosa.
El gobernador gritó con desesperación y cogió su espada, pero Conan se movió con la velocidad de un huracán. Dio un salto y derribó a Shan con un golpe salvaje aplicado con la empuñadura de su cuchillo, asió con violencia a la Devi por un brazo y luego se encaramó a la ventana. Chunder Shan luchó por ponerse en pie apresuradamente y vio que en el alféizar de la ventana se agitaban los blancos brazos y las faldas de seda de la Devi. Luego oyó el grito fiero y desafiante de Conan:
-¡Y ahora atrévete a ahorcar a mis hombres!
Entonces Conan saltó el muro, sin soltar a su presa, y desapareció. Hasta los oídos de Shan llegó el grito salvaje del bárbaro de las montañas.
-¡Guardias! ¡Guardias! -gritó el gobernador, que se dirigió hacia la puerta tambaleándose. La abrió y salió al amplio vestíbulo. Sus gritos resonaron con mil ecos por los corredores, y varios guerreros acudieron corriendo. Quedaron perplejos al ver la sangre que manaba de la cabeza del gobernador.
-¡Que salgan inmediatamente los lanceros! -bramó-. ¡Acaba de producirse un secuestro!
Aun en medio de su agitación, de su dolor físico y de su desesperación, el gobernador tuvo suficiente sentido común como para ocultar la verdad. De repente, oyó en el exterior el súbito galope de un caballo, un grito femenino y un alarido bárbaro de triunfo.
El gobernador corrió hacia la escalera, seguido por los asustados guardianes. En el patio del fuerte siempre había un pelotón de lanceros junto a sus caballos, dispuestos a salir galopando al primer aviso. Chunder Shan condujo a su escuadrón de lanceros a galope tras el fugitivo, aun cuando tenía que asirse con ambas manos a la silla a causa del terrible dolor que sentía en la cabeza. No divulgó la identidad de la víctima. Sólo dijo que la mujer noble que mostraba el sello real había sido raptada por el jefe de los afghulis. El secuestrador se había perdido de vista, pero no cabían dudas acerca del camino que seguiría: el que conducía directamente a la boca del Zhaibar. No había luna. Bajo la luz de las estrellas apenas se distinguían las cabañas de los campesinos. Pronto quedaron tras ellos el tétrico bastión del fuerte y las torres de Peshkhauri. Delante de ellos se alzaban los negros muros de los montes Himelios.

3. Khemsa emplea su magia

En medio de la confusión reinante en el fuerte mientras la guardia recibía la alerta, nadie advirtió que la muchacha que había acompañado a la Devi se deslizaba a través de la enorme puerta abovedada y luego desaparecía en la oscuridad. Corrió directamente hacia la ciudad, recogiéndose las faldas. No siguió la ruta normal, sino que atravesó los campos y las colinas, eludiendo vallas y saltando por encima de los canales de riego con la misma seguridad que si fuese pleno día y con la misma agilidad que un entrenado varón. El ruido de los cascos de los caballos de la guardia ya se había apagado en las montañas antes de que la muchacha alcanzara los muros de la ciudad. No se acercó a la puerta de entrada, en la que siempre había lanceros de guardia. Siguió caminando a lo largo del muro hasta llegar a cierto lugar desde el que se divisaba la aguja de una torre por encima de las almenas. Luego se llevó ambas manos a la boca y lanzó un grito gutural que sonó extrañamente.
Inmediatamente se asomó una cabeza en el alféizar de la ventana y cayó una soga desde lo alto. La muchacha colocó un pie en el lazo que había en su extremo y luego levantó un brazo. En seguida unos fuertes brazos tiraron de la soga y la joven ascendió apresuradamente. Un momento después se hallaba de pie sobre las almenas y encima de un tejado plano que cubría una casa construida en el mismo muro. Allí había una trampilla abierta, y junto a ella se encontraba un hombre vestido con una túnica de pelo de camello, que comenzó a enrollar la larga soga en silencio, sin dar la menor muestra de cansancio después de haber jalado a la mujer desde una altura de diez metros.
-¿Dónde está Kerim Sha? -preguntó la muchacha, jadeando por el esfuerzo.
-Durmiendo aquí abajo, en la casa. ¿Hay novedades?
-Conan acaba de raptar a la Devi en la fortaleza y se la ha llevado a las montañas -contestó la joven apresuradamente.
El rostro de Khemsa no denotó la menor emoción. Se limitó a asentir con un movimiento de la cabeza y dijo con calma:
-A Kerim Sha le alegrará saber eso.
-¡Espera!
La muchacha le rodeó el cuello con sus brazos. Jadeaba intensamente, pero no sólo por el esfuerzo realizado. Sus ojos brillaban como azabaches a la luz de las estrellas. Su rostro estaba muy cerca del de Khemsa, pero éste, aunque se sometía a su abrazo, no le correspondió.
-¡No se lo digas al hirkanio! -dijo ella-. ¡Aprovechemos esto para nosotros! El gobernador se ha ido a las montañas con sus jinetes, pero es como si intentara cazar a un fantasma. No ha dicho a nadie que se trata de la Devi. Sólo nosotros lo sabemos.
-Pero ¿qué beneficio puede reportarnos? -preguntó el hombre-. Mis amos me han ordenado que vaya a donde está Kerim Sha para ayudarlo en todo lo que pueda...
-¡Ayúdate a ti mismo! -exclamó la joven fogosamente-. ¡Sacúdete ese yugo de encima!
-¿Quieres decir que... desobedezca a mis maestros? -preguntó asombrado el hombre, al tiempo que su cuerpo se congelaba entre los brazos de la muchacha.
-¡Sí! -repuso la joven mientras le sacudía, impulsada por la emoción-. ¡Tú también eres un mago! ¿Por qué emplear tus poderes sólo para elevar a otros? ¡Emplea tus artes en tu propio beneficio!
-¡Eso está prohibido! -repuso Khemsa, jadeando y temblando-. No pertenezco al Círculo Negro. Solamente bajo las órdenes de mis amos me atrevería a usar los conocimientos que me han transmitido.
-¡Sí que puedes hacerlo! -replicó la muchacha apasionadamente-. Te lo ruego. Conan se ha llevado a la Devi como rehén por los siete hombres que el gobernador tiene en prisión. Destrúyelos a fin de que Chunder Shan no pueda emplearlos para recuperar a la Devi. Luego iremos a las montañas y se la quitaremos a los afghulis. Nada podrán hacer con sus cuchillos frente a tu magia. El tesoro de los reyes vendhios será nuestro, como rescate... y luego, cuando lo tengamos en nuestras manos, podremos engañarlos y vender a la Devi al rey de Turan. Seremos más ricos de lo que jamás podríamos soñar. Entonces compraremos guerreros, tomaremos Khorbhul, expulsaremos a los turanios de las montañas y enviaremos nuestras huestes al sur. ¡Seremos reyes de todo un imperio!
Khemsa temblaba como la hoja de un árbol bajo el viento. Su rostro se había vuelto gris bajo la luz de las estrellas y por su frente se deslizaban unas gruesas gotas de sudor.
-¡Te amo! -exclamó la muchacha fieramente, apretando su cuerpo contra el del hombre, casi ahogándolo con sus brazos-. ¡Haré de ti un gran rey! ¡Por tu amor he traicionado a mi señora! ¡Tú debes traicionar a tus maestros por amor a mí! ¿Por qué temer a los Adivinos Negros? ¡Ya has violado una de sus leyes amándome! ¡Eres tan fuerte como ellos!
Ni siquiera un hombre de hielo habría podido soportar el calor de la pasión de la joven. Khemsa emitió un grito inarticulado y la apretó contra sí, luego se inclinó hacia ella y cubrió con apasionados besos sus ojos, su rostro, sus labios.
-¡Lo haré! -murmuró con voz ronca, al tiempo que se tambaleaba como un borracho-. Utilizaré las artes que me han enseñado en mi propio beneficio y no en el de mis maestros. Seremos los dueños del mundo.
-¡Entonces, ven...!
La joven se apartó de él, lo cogió de la mano y lo condujo hacia la trampilla abierta, al tiempo que agregaba:
-Primero debemos asegurarnos de que el gobernador no cambiará a esos siete afghulis por la Devi.
Khemsa se movía como en un sueño. Luego descendieron por una escalera y la muchacha se detuvo delante de una habitación. Kerim Sha yacía sobre un diván, inmóvil. La joven le apretó el brazo a Khemsa y luego hizo un rápido gesto atravesando su propia garganta. Khemsa levantó una mano. Luego, su expresión cambió y dio un paso hacia atrás.
-He comido su pan y su sal -musitó-. Además, no será un obstáculo para nosotros.
A continuación, condujo a la muchacha a través de una puerta orientada hacia una escalera exterior. Cuando se apagó el sonido de sus pasos volvió a reinar el silencio y el hombre del diván se despertó. Kerim Sha se enjugó el sudor que perlaba su frente. No le asustaba el cuchillo, pero temía a Khemsa igual que a un reptil venenoso.
-Las personas que conspiran sobre los tejados deberían cuidarse de bajar el tono de voz -murmuró el hombre-. Pero dado que Khemsa se ha rebelado contra sus maestros y puesto que él era mi único contacto con ellos, en lo sucesivo no podré contar con la ayuda de aquellos. De ahora en adelante jugaré la partida a mi manera.
Se puso en pie y se acercó rápidamente a una mesa, sacó de su cinto una pluma y un pergamino y garrapateó unas líneas:
«A Khosru, gobernador de Secunderam: Conan el cimmerio se ha llevado a la Devi Yasmina a la aldea de los afghulis. Es una buena oportunidad para que la Devi caiga en nuestras manos, tal como desea el rey desde hace tanto tiempo. Envía de inmediato tres mil jinetes. Me reuniré con ellos en el valle de Gurashah con guías nativos.»
Firmó la nota con un nombre que, evidentemente, no era Kerim Sha.
A continuación extrajo una paloma mensajera de una jaula dorada y sujetó la nota en forma de pequeño cilindro a una de sus patas, empleando un hilo de oro. Después se acercó a una almena y soltó la paloma en el aire de la noche. El animal revoloteó intentando orientarse, hasta que finalmente se alejó como una sombra. Luego Kerim Sha tomó su casco, su espada y su capa, salió apresuradamente de la habitación y descendió por la escalera exterior.
La prisión de Peshkhauri estaba separada del resto de la ciudad por medio de un grueso muro en el que se destacaba una enorme puerta de hierro debajo de un arco. Sobre éste ardía una antorcha y junto a la puerta había un guerrero armado con escudo y lanza, sentado en cuclillas, de guardia.
El hombre, que estaba apoyado sobre su lanza y bostezaba, se puso en pie de un salto cuando advirtió a su lado la presencia de un hombre al que no había oído llegar. Éste vestía una túnica de pelo de camello y llevaba un turbante verde en la cabeza.
-¿Quién eres? -preguntó el centinela adelantando su lanza.
El extraño no pareció perturbarse en lo más mínimo, aun cuando la punta de la lanza estaba apoyada en su pecho. Su mirada sostuvo la del guerrero con una extraña y serena intensidad.
-¿Cuál es tu obligación? -preguntó a su vez el recién llegado.
-Vigilar la puerta -repuso el guerrero en forma mecánica, manteniéndose rígido como una estatua, con los ojos centelleantes.
-¡Mientes! ¡Tu obligación es obedecerme! Has mirado a mis ojos y tu alma ya no te pertenece. ¡Abre esa puerta!
Con movimientos mecánicos y el rostro petrificado, el centinela se dio media vuelta, extrajo una enorme llave de su cinto y abrió rápidamente la puerta. Luego se puso firme, mirando fijamente al vacío.
De las sombras surgió una mujer que tomó ansiosamente al hipnotizador por el brazo.
-Ordénale que vaya a buscar caballos, Khemsa -musitó.
-No es necesario -repuso el rakhsha.
Luego levantó ligeramente la voz y se dirigió al centinela.
-Ya no te necesito. ¡Mátate!
Como un hombre en trance, el guerrero apoyó el extremo inferior de su lanza contra la base del muro y la punta afilada debajo de sus costillas. Luego se dejó caer lenta e imperturbablemente sobre el arma, hasta que ésta le salió por la espalda.
La muchacha lo miró fascinada, con una expresión morbosa, hasta que Khemsa la tomó por un brazo y la condujo a través de la puerta. Las antorchas iluminaban un estrecho espacio que había entre el muro exterior y uno interior más bajo, en el que se veían unas puertas en forma de arco situadas a intervalos. Un guerrero vigilaba el lugar, y al ver que la puerta se abría, se acercó despacio, absolutamente seguro de la inviolabilidad de la fortaleza, hasta que Khemsa y la muchacha entraron. El rakhsha no perdió tiempo en hipnotizar al hombre. Mientras tanto, la muchacha observó toda la escena atónita, pensando que aquello era pura magia. El centinela bajó su lanza amenazadoramente y abrió la boca para dar la alarma que haría salir a numerosos guardias que se encontraban al final del pasillo. Khemsa apartó a un lado la lanza como si fuera una paja y movió su mano derecha como si estuviera acariciando el cuello del guerrero. Éste cayó hacia adelante sin emitir un solo sonido. Su cabeza se balanceaba de forma impresionante en el cuello fracturado.
Khemsa ni siquiera lo miró. Se dirigió directamente a una de las puertas en forma de arco y apoyó la mano sobre la enorme cerradura de bronce. La puerta se abrió con un chirrido siniestro. La muchacha, que iba detrás de Khemsa, vio que la puerta de madera se había hecho astillas, que las cerraduras de bronce estaban arrancadas y las enormes bisagras rotas y separadas de los marcos. Un ariete de mil kilos accionado por cuarenta hombres no hubiera podido destrozarla tan perfectamente. Khemsa estaba ebrio de libertad y de poder, y sembraba a su alrededor demostraciones de fuerza, al igual que un joven gigante que derrochara un vigor innecesario impulsado por el orgullo de su poderío.
La destrozada puerta daba a un pequeño patio iluminado por otra antorcha. Frente a la puerta había una ancha reja de hierro. Una mano peluda se crispaba sobre los barrotes, y la oscuridad del fondo constituía un marco idóneo para el fulgor de unos ojos blancos.
Khemsa permaneció inmóvil y en silencio por un momento, mirando las sombras, desde donde unos ojos le devolvieron la mirada con ardiente intensidad. Entonces buscó algo debajo de su túnica. De su mano salió una suave nube de finísimo polvo que cubrió todo en un segundo. Un fuego de color verde iluminó el lugar. Bajo el suave fulgor se destacaron con nitidez las siluetas de siete hombres de pie, inmóviles tras los barrotes. Se trataba de individuos altos, peludos, vestidos con harapos. No hablaron, pero en sus ojos brilló el fuego de la muerte y sus peludos dedos se crisparon una vez más sobre las rejas.
El fuego se desvaneció, pero permaneció el fulgor verdoso. Era como una bola de color esmeralda que temblaba a los pies de Khemsa. Los ojos de los guerreros estaban fijos en ella. La bola se movía y se alargaba. Luego se convirtió en una fina columna de humo verde, que ascendió suavemente en espiral. Se agitaba como una sombría serpiente que aumentaba de tamaño, adquiriendo constantemente nuevas formas. Luego adoptó la forma de una nube y se extendió por el suelo, avanzando lentamente hacia los barrotes. Los hombres la miraban con los ojos desorbitados. Las rejas temblaron bajo la presión de sus manos. Abrieron la boca, pero eran incapaces de emitir un solo sonido. La nube verde llegó hasta los barrotes y por un segundo ocultó a los siete hombres. Entonces se extendió como si fuera una espesa niebla y formó un muro impenetrable. Desde el otro lado surgió un sonido ahogado, como el de un hombre que se arroja súbitamente al agua.
Khemsa tocó con suavidad el brazo de la muchacha, que se hallaba a su lado contemplando la escena con los ojos desorbitados y con la boca abierta por el asombro. Se alejó mecánicamente en compañía de Khemsa, mirando por encima de su hombro. La verde neblina se estaba desvaneciendo. Cerca de los barrotes vio unos pies calzados con sandalias, con los dedos hacia arriba, y luego las borrosas siluetas de otros hombres tendidos en la misma posición.
Mientras tanto, Khemsa decía:
-Y ahora, iremos en busca del caballo más rápido que haya habido jamás en un establo. Estaremos en Afghulistán antes del amanecer.

4. Encuentro en el desfiladero

Yasmina no recordaba claramente los detalles de su secuestro. Lo inesperado y violento de la acción la había aturdido. Sólo tenía la confusa sensación de haber experimentado un verdadero torbellino de acontecimientos... la fuerza de un poderoso brazo, los ojos brillantes de su raptor y su fogoso aliento, que parecía abrasarle la carne. Recordaba el salto desde la ventana hasta el parapeto, la loca carrera a través de almenas y tejados, cuando sintió un temor espantoso de caer, y luego el rápido descenso por una soga hasta otra almena. El hombre había bajado por la cuerda con su prisionera tendida sobre uno de sus hombros. Luego la subió a un magnífico corcel que parecía volar. Todo esto formaba un caos de recuerdos en la mente de la Devi.
A medida que se fueron aclarando las ideas de la joven, sus primeras sensaciones fueron de rabia y vergüenza. Estaba atónita. Los gobernantes de los dorados reinos situados al sur de los montes Himelios eran considerados casi divinos, y ella era la Devi de Vendhia. El miedo quedó ahogado por la ira. Gritó con furia y comenzó a luchar. ¡Ella, Yasmina, transportada sobre el caballo de un jefe de las montañas, como si fuera una ramera del mercado! El hombre simplemente apretó el brazo de la joven y ésta experimentó, por primera vez en su vida, el poder de una fuerza física superior. Los brazos del hombre eran como de hierro. Luego la miró y sonrió con picardía. Sus blancos dientes brillaron bajo la luz de las estrellas. Las riendas colgaban flojas sobre la crin del fogoso caballo, y todos los músculos del enorme animal se ponían en tensión cuando galopaba haciendo temblar el sendero. Pero Conan cabalgaba con total indiferencia, casi descuidadamente, como un centauro.
-¡Perro de las montañas! -dijo la muchacha jadeando y temblando de vergüenza, cólera y desamparo-. ¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves a...! ¡Pagarás esto con tu vida! ¿Adonde me llevas?
-A las aldeas de Afghulistán -repuso Conan, mirándola por encima del hombro.
Detrás de ellos comenzaban a encenderse las antorchas en los muros de la fortaleza. De repente distinguió un fulgor mucho más intenso, lo que significaba que se había abierto la enorme puerta de entrada. Conan lanzó una sonora carcajada y exclamó:
-El gobernador envía a sus jinetes tras nosotros. ¡Por Crom que le vamos a dar un poco de trabajo! ¿Qué opinas tú, Devi? ¿Crees que pagarán siete hombres por una princesa kshatriya?
-Enviarán a un ejército para ahorcarte a ti y a tu banda de diablos -repuso la joven con absoluta convicción.
Conan se echó a reír y colocó a la muchacha más cómoda entre sus brazos. Pero la joven consideró aquello como una afrenta más y renovó su lucha inútil, hasta que comprendió que sus esfuerzos sólo lograban divertir al hombre, y procuró tranquilizarse.
Incluso sintió que su ira se desvanecía ante el espanto cuando entraron por la boca del desfiladero, situada en las oscuras murallas que se alzaban como un gigantesco bastión que impedía avanzar. Era como si un gigantesco cuchillo hubiera cortado el Zhaibar en la sólida roca. A ambos lados se alzaban las abruptas pendientes a miles de metros de altura, y la boca del desfiladero estaba completamente oscura. Conan no veía bien, pero conocía el camino a la perfección. Sabiendo que bajo la luz de las estrellas cabalgaban tras él varios hombres armados, no refrenó al caballo. El fuerte animal aún no daba muestras de cansancio. Galopó desesperadamente por el sendero que había en el centro del valle, luego subió por la ladera de una montaña y, después de pasar con dificultad por el risco cuyos bordes estaban formados por pizarra resbaladiza, tomó un camino que pasaba por el lado izquierdo del muro.
Ni siquiera Conan pudo distinguir en aquella oscuridad la emboscada que le tendían los indígenas zhaibar. Cuando atravesaron la negra boca de una garganta que se abría al desfiladero, una jabalina pasó silbando a su lado y se hundió en los flancos del caballo. El animal relinchó de dolor y cayó hacia adelante, después de haber amainado el paso. Pero Conan había reconocido el silbido de la jabalina y actuó con fantástica rapidez.
Cuando el caballo se cayó, Conan saltó en el aire sosteniendo a la joven entre sus brazos para protegerla y evitar que se golpeara contra las rocas. Se puso en pie con la agilidad de un felino, depositó a la muchacha en una grieta abierta en las rocas y se lanzó a la oscuridad desenvainando su daga.
Yasmina, aturdida por la rapidez de los acontecimientos, no entendía muy bien lo que había ocurrido. De repente vio una forma vaga que surgía de las sombras, unos pies descalzos que emitían un sonido ahogado sobre la piedra y unos harapos que flotaban bajo la brisa nocturna. Luego distinguió el brillo del acero contra el acero, y acto seguido el espantoso crujido de huesos cuando el largo cuchillo del cimmerio le partió el cráneo a uno de sus enemigos.
Conan saltó hacia atrás y se agachó debajo de unas rocas. Los hombres seguían moviéndose a oscuras, y en ese momento se oyó una voz tronante que decía:
-¿Qué sucede, perros? ¿Os acobardáis? ¡Adelante, malditos, cogedlos!
Conan se movió, miró en la oscuridad y gritó:
-¡Yar Afzal! ¿Eres tú?
Se oyó una maldición y la otra voz respondió:
-¿Conan? ¿Eres tú, Conan?
-¡Sí! -respondió el cimmerio echándose a reír-. ¡Adelante, viejo perro guerrero! He matado a uno de tus hombres.
Hubo un movimiento entre las rocas, una luz brilló tenuemente y luego Conan vio avanzar una llama en dirección a él. Bajo su fulgor se recortó un fiero rostro barbudo. El hombre levantó la antorcha y alargó el cuello para examinar las rocas. En la otra mano sostenía una enorme espada curva. Conan dio un paso adelante, envainando su cuchillo, y el otro hombre bramó un alegre saludo.
-¡Vaya, si es Conan! ¡Salid de vuestro escondite entre las rocas, perros! ¡Es Conan!
Los demás hombres se apiñaron alrededor del círculo de luz. Eran individuos barbudos, de aspecto salvaje, con los ojos de lobo y largos cuchillos en la mano. No vieron a Yasmina porque estaba oculta detrás del voluminoso cuerpo de Conan. Pero desde su escondite, por primera vez en esa noche, la joven sintió verdadero terror. Aquellos hombres parecían lobos más que seres humanos.
-¿Qué estás cazando por la noche en el Zhaibar, Yar Afzal? -preguntó Conan al corpulento jefe, que sonrió como un vampiro.
-¿Quién sabe lo que puede ocurrir en el desfiladero después del anochecer? Los wazulis somos halcones nocturnos. Pero ¿qué haces tú aquí, Conan?
-Tengo una prisionera -repuso el cimmerio.
Se apartó a un lado y dejó a la joven al descubierto. Luego extendió una mano y la empujó hacia adelante. La muchacha temblaba de pies a cabeza.
El imperioso porte de Yasmina había desaparecido. Miró tímidamente el círculo de rostros barbudos y sintió un profundo agradecimiento hacia el brazo que la sostenía posesivamente. La antorcha se acercó más a ella y surgió una exclamación de admiración de los labios de todos los hombres allí presentes.
-Es mi prisionera -advirtió Conan mirando significativamente al hombre que acababa de matar y cuyo cadáver era iluminado por la luz de la antorcha-. Me la llevaba a Afghulistán, pero ahora habéis matado a mi caballo, y los kshatriyas me están pisando los talones.
-Ven con nosotros a nuestra aldea -sugirió Yar Afzal-. Tenemos caballos escondidos en la garganta de la montaña. No podrán seguirnos en la oscuridad. ¿Dices que te siguen de cerca?
-Tanto que ya oigo el ruido de los cascos de sus caballos -repuso Conan con gesto lúgubre.
De inmediato, los hombres se pusieron en movimiento. Se apagó la antorcha y las andrajosas figuras se fundieron como fantasmas en la oscuridad. Conan tomó a la Devi en brazos. La joven no se resistió. El terreno rocoso le hacía daño en los pies, que iban calzados con finas zapatillas de seda. Se sentía pequeña y desamparada en aquella terrible oscuridad.
Al notar que la joven temblaba a causa del viento helado que soplaba en los desfiladeros, Conan arrancó la capa de un guerrero y cubrió a Yasmina con ella. También le ordenó en voz baja que no hiciera el menor ruido. Yasmina no oía el distante sonido de cascos que alertaba a los hombres de las montañas, pero se sentía demasiado atemorizada como para desobedecer.
No veía nada en absoluto, con excepción del pálido fulgor de las estrellas, pero se dio cuenta de que acababan de entrar en la profunda garganta montañosa cuando aumentó la oscuridad. Al cabo de un rato se oyó el inquieto movimiento de unos caballos. Murmuraron unas palabras y Conan montó en el corcel del hombre al que había matado. Colocó a la joven sobre la silla de montar, delante de él. El grupo subió silenciosamente por la sombría garganta. Sólo se oía el ruido de cascos de caballos. Dejaron al animal y al hombre muertos en medio del camino, que media hora después fueron hallados por los jinetes de la fortaleza. Reconocieron que se trataba de un wazuli y llegaron a sus propias conclusiones.
Yasmina, acurrucada en brazos de su raptor, se estaba durmiendo a pesar suyo. El movimiento del caballo, aunque era irregular, tenía un cierto ritmo que, combinado con la lasitud y el agotamiento emocional, la impulsaron al sueño. Había perdido todo sentido del tiempo y de la orientación.
Percibió vagamente que habían cesado todos los ruidos y que luego la levantaron y se la llevaron. Después sintió que su cuerpo descansaba sobre unas suaves hojas susurrantes. Colocaron una prenda doblada bajo su cabeza, tal vez una túnica, y tendieron la capa que la había envuelto durante el viaje sobre su cuerpo. Luego oyó reír a Yar Afzal.
-Magnífico premio, Conan. Digno de un jefe de los afghulis.
-No es para mí -musitó Conan-. Con esta mujer compraremos la vida de mis siete hombres, ¡maldita sea su alma!
Fueron las últimas palabras que oyó la joven antes de sumirse en un profundo sueño.
Mientras Yasmina dormía, hombres armados cabalgaban por las oscuras montañas y se decidía el destino de los reinos. Las estrellas lanzaban destellos sobre sus cascos y espadas.
Una de estas bandas se hallaba en la negra boca de un desfiladero cuando los veloces cascos se perdieron a lo lejos. Su jefe, un hombre corpulento que llevaba un casco sobre la cabeza y una capa bordada en oro sobre los hombros, levantó una mano y permaneció así hasta que los jinetes desaparecieron. Luego se echó a reír suavemente.
-¡Han debido perderse! O de lo contrario se han dado cuenta de que Conan llegó a las aldeas de los afghulis. Serán necesarios muchos jinetes para desalojar esa colmena. Al amanecer habrá escuadrones enteros cabalgando por el Zhaibar.
-Si hay lucha en las montañas, seguramente habrá botín -susurró una voz detrás de él en el dialecto de los irakzai.
-Habrá botín -repuso el hombre del casco-. Pero antes tendremos que alcanzar el valle de Gurashah y esperar a los jinetes que galoparán hacia el sur, desde Secunderam, antes del amanecer.
El individuo tomó las riendas de su caballo y salió del desfiladero. Sus hombres lo siguieron de cerca. Eran treinta fantasmas harapientos bajo la luz de las estrellas.

5. El caballo negro

El sol estaba ya muy alto cuando Yasmina se despertó. No se sobresaltó; ni siquiera preguntó dónde estaba. Se despertó con pleno conocimiento de todo lo que había ocurrido. Sus esbeltos brazos y piernas estaban entumecidos por el largo viaje, y su firme carne todavía parecía sentir el contacto del musculoso brazo que la había llevado tan lejos.
Estaba tendida sobre una piel de cabra que había encima de un jergón de hojas secas en el suelo de tierra apisonada. Una chaqueta de piel de cordero le servía de almohada y una andrajosa capa hacía las veces de manta. La habitación era grande. Tenía una enorme puerta de bronce, que seguramente había sido robada en alguna ciudad de la frontera vendhia. Frente a ella había una abertura hecha en el muro y cerrada con varios barrotes de madera. Al otro lado del enrejado, Yasmina vio un magnífico corcel negro masticando sobre una pila de heno seco. El edificio era fuerte, y tenía la vivienda y el establo en una misma pieza.
En el otro extremo de la habitación, una muchacha ataviada con la túnica y los anchos pantalones de las mujeres de las montañas estaba agachada junto a un pequeño fuego, asando trozos de carne sobre una parrilla de hierro sostenida por unos bloques de piedra. La salida de humo se encontraba a poca distancia del suelo y parte de él ascendía hacia allí. El resto flotaba por toda la habitación.
La muchacha de las montañas miró a Yasmina por encima del hombro. Tenía un rostro agradable de rasgos muy marcados. Luego siguió cocinando. Se oyeron unas voces en el exterior. La puerta se abrió violentamente, de un puntapié, y por ella entró Conan. Parecía más grande que nunca con el sol de la mañana a sus espaldas, y Yasmina notó algunos detalles que había pasado por alto la noche anterior. Las ropas que llevaba Conan estaban limpias y sin rasgar. El ancho cinto bakhariota que sostenía la daga de vaina ornamentada era digna de un príncipe, y bajo su camisa se veía una fina cota de malla turania.
-Tu prisionera está despierta, Conan -dijo la muchacha wazuli.
El cimmerio gruñó algo ininteligible, se acercó al fuego con dos largas zancadas y dejó caer los trozos de carne en un plato de piedra.
La joven lo miró y rió con picardía, y Conan sonrió con gesto lobuno. Introdujo un pie debajo del vestido de la muchacha y la tiró al suelo. La joven pareció divertirse enormemente con aquella broma ruda, pero Conan no le prestó más atención. Tomó un trozo de pan y una jarra de vino de un rincón de la habitación y se los llevó a Yasmina, que acababa de ponerse en pie sobre el jergón y lo miraba con expresión dubitativa.
-Un poco ordinario para una Devi, muchacha -dijo Conan-, pero es lo mejor que tenemos. Al menos, llenará tu estómago.
Dejó el plato en el suelo, y en ese momento Yasmina se dio cuenta de que tenía hambre. Se sentó sobre el jergón sin hacer el menor comentario, cruzó las piernas y luego colocó el plato sobre su regazo. Empezó a comer con los dedos, ya que no disponía de ningún utensilio. Después de todo, la adaptabilidad es una de las características de la verdadera aristocracia. Conan se quedó mirándola durante un rato. Él nunca se sentaba con las piernas cruzadas al estilo oriental.
-¿Dónde estoy? -preguntó Yasmina abruptamente.
-En la cabaña de Yar Afeal, el jefe de los wazulis de Khurum -contestó Conan-. Afghulistán está a muchas leguas de distancia hacia el oeste. Nos quedaremos aquí algún tiempo. Los kshatriyas baten las colinas buscándote, y varios grupos de ellos ya han sido aniquilados por las tribus.
-¿Qué piensas hacer? -volvió a preguntar la muchacha.
-Tenerte conmigo hasta que Chunder Shan esté dispuesto a negociar la libertad de mis siete hombres -repuso Conan con un gruñido-. Las mujeres de los wazulis están haciendo tinta con hojas de shoki, y dentro de un rato podrás escribir una carta al gobernador.
Yasmina se sintió invadida por la cólera al pensar en el desastroso resultado de sus planes, entre los que contaba con dominar al hombre que la había hecho prisionera. Dejó violentamente el plato en el suelo y se puso en pie de un salto, presa de la ira.
-¡No escribiré ninguna carta! Si no me devuelves, colgarán a tus siete hombres y a mil más.
La muchacha wazuli se echó a reír irónicamente. Conan dijo algo que la hizo callar, y en ese preciso instante se abrió la puerta y por ella entró Yar Afeal. El jefe wazuli era tan alto como Conan y tal vez más corpulento, pero estaba gordo y fofo en comparación con la compacta dureza del cimmerio.
Miró a la muchacha wazuli al tiempo que se acariciaba la barba. La joven se puso en pie y desapareció inmediatamente de la habitación. Entonces Yar Afeal se volvió hacia su invitado.
-Esta condenada gente murmura, Conan -dijo-. Quieren que te mate y me quede con la joven como rehén. Dicen que cualquiera puede adivinar por sus ropas que se trata de una dama noble. Se preguntan por qué los perros afghulis han de aprovecharse de ella cuando es esta aldea la que corre el riesgo de tenerla.
-Préstame tu caballo -replicó Conan-. Me la llevaré de aquí. Yar Afzal soltó una sonora carcajada y luego dijo:
-¿Crees que no soy capaz de manejar a mi gente? Puedo hacerlos bailar en la punta de sus lanzas durante una noche entera si se me antoja. No te quieren... ni a ti ni a ningún otro forastero... pero me salvaste la vida una vez y no lo olvido. Sal un momento, Conan. Acaba de regresar uno de mis exploradores.
Conan se ajustó mecánicamente el ancho cinto y siguió al jefe hasta el exterior. Cerraron la puerta a sus espaldas y Yasmina atisbo a través de una agujero. Vio una gran extensión de terreno llano delante de la cabaña. En el extremo más alejado había un grupo de cabañas de barro y piedra, junto a las cuales vio a unos niños desnudos que jugaban entre las rocas y a las bien formadas mujeres de las montañas dedicadas a sus tareas.
Frente a la misma puerta de la cabaña, había un grupo de hombres con largas melenas, barbudos y harapientos, formando un círculo. Estaban todos sentados en el suelo. Conan y Yar Afeal se hallaban de pie ante la puerta, y entre ellos y el grupo de guerreros había otro hombre sentado con las piernas cruzadas. Este último hablaba con su jefe con el duro acento wazuli que Yasmina apenas entendía, aunque como parte de su educación real le habían enseñado las lenguas de Iranistán y los dialectos afines y tribales del Ghulistán.
-Hablé con un dagozai que vio a los jinetes anoche -dijo el explorador-. Se hallaba oculto en las cercanías cuando ellos llegaron al lugar en el que le tendimos la emboscada a Conan. Escuchó lo que decían. Chunder Shan estaba con ellos. Encontraron el caballo muerto, y uno de los hombres reconoció que era el de Conan. También hallaron al hombre que mató Conan y se dieron cuenta de que se trataba de un wazuli. Pensaron que Conan había muerto y que los wazulis se habían llevado a la mujer, y por eso abandonaron su propósito de llegar hasta el Afghulistán. Pero no sabían de qué aldea era el hombre muerto, y no dejamos ninguna huella que los kshatriyas pudiesen seguir.
»Por ello cabalgaron hasta el poblado wazuli más cercano, el de Jugra, lo incendiaron y mataron a mucha gente. Pero los hombres de Khojur los atacaron en la oscuridad, mataron a algunos de ellos e hirieron al gobernador. Los sobrevivientes se retiraron al Zhaibar en plena oscuridad, antes del amanecer, pero regresaron con refuerzos antes de que saliera el sol y hubo escaramuzas y peleas en las colinas durante toda la mañana. Se asegura que llegará un gran ejército para barrer las montañas que rodean al Zhaibar. Las tribus afilan sus cuchillos y tienden emboscadas en todos los desfiladeros que hay desde aquí hasta el valle de Gurashah. Además, Kerim Sha ha regresado a las montañas.
Del círculo de hombres partió un gruñido y Yasmina se acercó más al agujero al oír ese nombre, del que empezaba a desconfiar.
-¿Adonde fue? -preguntó Yar Afzal.
-El dagozai no lo sabía. Con él había treinta irakzais de las aldeas más bajas. Se perdieron a caballo entre las montañas.
-Estos irakzais son como chacales que siguen a un león para recoger sus migajas -dijo Yar Afzal con un gruñido-. Están lamiendo las monedas que Kerim Sha reparte entre las tribus fronterizas para comprar hombres como si fuesen caballos. Ese individuo no me gusta aunque sea un pariente nuestro de Iranistán.
-Ni siquiera es eso -repuso Conan-. Lo conozco desde hace tiempo. Es hirkanio y espía de Yezdigerd. Si le pongo las manos encima, colgaré su pellejo de un tamarisco.
-Pero ¿y los kshatriyas? -clamaron los hombres del semicírculo-. ¿Vamos a estar aquí sentados hasta que nos maten a todos? Acabarán sabiendo en qué aldea wazuli está la mujer. Los zhaibar no nos quieren. Ayudarán a los kshatriyas a darnos caza.
-Que vengan -repuso Yar Afzal-. Podemos defender los desfiladeros en honor de un invitado.
Uno de los hombres se puso en pie de un salto y levantó un puño en dirección a Conan.
-¿Hemos de correr todos los riesgos mientras él cosecha recompensas? -bramó-. ¿Acaso debemos pelear por él?
En un par de largas zancadas, Conan se acercó al lugar que ocupaba el hombre y se inclinó para mirar de cerca su barbudo rostro. El cimmerio no sacó su cuchillo, pero tomó la vaina que lo guardaba y la adelantó diciendo:
-Nunca le he pedido a nadie que pelee por mí. ¡Desenvaina tu cuchillo si te atreves, perro asqueroso!
El wazuli retrocedió gruñendo como un felino.
-¡Atrévete a tocarme -dijo- y aquí hay cincuenta hombres que te harán pedazos!
-¡Cómo! -exclamó Yar Afzal enrojeciendo de ira-. ¿Eres tú el jefe de Khurum? ¿Los wazulis reciben órdenes de Yar Afzal o de un perro de baja estofa?
El hombre se encogió ante su invencible jefe, y Yar Afzal se acercó a él, lo cogió por la garganta y lo sacudió violentamente hasta que su rostro adquirió un tono ceniciento. Luego arrojó al hombre con todas sus fuerzas al suelo y lo miró, al tiempo que se veía brillar en su mano la hoja curva de su largo cuchillo. Entonces preguntó:
-¿Hay alguien más que ponga en duda mi autoridad?
Los guerreros agacharon la cabeza, cuando la belicosa mirada de Yar Afzal barrió el semicírculo. Yar Afzal gruñó despreciativamente y envainó el arma con ademán insultante. Luego le dio varios puntapiés al hombre caído hasta que le arrancó gritos de dolor.
-Ve hasta el valle y habla con los vigías -le ordenó-. Luego regresa y dime si han visto algo.
El hombre se alejó temblando de miedo y apretando los dientes con furia.
Yar Afzal tomó asiento pomposamente sobre una roca y se acarició la barba. Conan se quedó de pie cerca de él, con las piernas separadas y los pulgares apoyados en el ancho cinto, observando detenidamente a los demás guerreros. Éstos lo miraron hoscamente, sin atreverse a despertar otra vez la cólera de Yar Afzal, pero odiando al forastero como sólo sabían odiar los hombres de las montañas.
-Y ahora escuchadme, hijos de perros bastardos. Conan y yo hemos planeado engañar a los kshatriyas...
La voz tronante de Yar Afzal llegó incluso a oídos del guerrero que se alejaba. El hombre pasó junto al grupo de cabañas, donde las mujeres que habían contemplado su derrota se rieron de él haciendo jocosos comentarios, y luego se apresuró a tomar el camino que serpenteaba en dirección a la entrada del valle entre enormes formaciones rocosas.
Cuando tomó la primera curva y perdió de vista la aldea, se detuvo asombrado. Nunca había creído que un extranjero pudiese entrar en el valle de Khurum sin ser localizado de inmediato por los vigías de las alturas, esos hombres con ojos de halcón. Aun así, había un hombre sentado con las piernas cruzadas sobre un pequeño rellano de piedra, junto al camino. Estaba vestido con un túnica de pelo de camello y llevaba un turbante verde.
El wazuli abrió la boca para lanzar un grito de alarma, al tiempo que su mano derecha aferraba la empuñadura de su cuchillo, pero en ese preciso momento sus ojos se encontraron con los del forastero y el grito murió en su garganta, a la vez que su mano se paralizaba. Permaneció inmóvil como una estatua, con los ojos brillantes y mirando al vacío.
Durante unos minutos la escena quedó congelada. Luego, el hombre sentado en el rellano rocoso trazó un símbolo críptico sobre la tierra con el dedo índice. El wazuli no le vio colocar nada dentro del círculo, pero inmediatamente observó que algo brillaba allí... Era una bola redonda, negra, que parecía azabache pulido. El hombre del turbante verde la tomó con una mano y la arrojó hacia el wazuli, que la cogió con gesto mecánico.
-Lleva eso a Yar Afzal -dijo el hombre.
El wazuli se dio media vuelta como un autómata y retrocedió por el sendero, sosteniendo la negra bola en su mano extendida. Ni siquiera volvió la cabeza ante los comentarios jocosos de las mujeres cuando volvió a pasar al lado de las cabañas. No parecía oír nada.
El hombre del turbante lo vio alejarse y esbozó una sonrisa enigmática. Detrás del rellano surgió la cabeza de una joven, que lo miró con admiración, pero con un cierto temor que no había sentido la noche anterior.
-¿Por qué has hecho eso? -preguntó.
El hombre acarició los negros rizos de la muchacha y contestó:
-¿Acaso todavía estás mareada por tu viaje en el caballo volador que pones en duda mi sabiduría?
Después de decir esto se echó a reír y agregó:
-Mientras Yar Afzal viva, Conan estará a salvo entre los guerreros wazulis. Sus cuchillos están muy afilados y son muchos. Lo que planeo será más seguro, incluso para mí, que matarlo y arrebatar a la Devi de sus manos. Porque no hay que ser adivino para predecir lo que harán los wazulis y Conan cuando mi víctima entregue el globo de Yezud al jefe de Khurum.
Yar Afzal, que estaba delante de la cabaña, se detuvo en medio de una frase, sorprendido y disgustado al ver que el hombre que había enviado al valle estaba de regreso.
-¡Te ordené que fueras a ver a los vigías! -bramó el jefe-. Ni siquiera has tenido tiempo de ir hasta allí.
El guerrero no contestó. Permaneció inmóvil, mirando con gesto inexpresivo el rostro de Yar Afzal. En la mano extendida llevaba la bola negra. Conan, mirando por encima del hombro de su amigo, murmuró algo y extendió una mano para tocarle un brazo. Pero al hacerlo, Yar Afzal, impulsado por un ataque de cólera, le dio un golpe en la cara al guerrero con el puño cerrado y lo tiró al suelo. Cuando el hombre cayó, la negra esfera rodó hasta los pies de Yar Afzal y éste, que al parecer la veía por primera vez, se inclinó y la recogió. Los demás hombres miraron perplejos a su camarada, que yacía sin sentido. Observaron que su jefe se inclinaba, pero no vieron lo que éste acababa de recoger del suelo.
Yar Afzal se incorporó, miró la esfera e hizo un movimiento como para guardársela en el cinto.
-Llevad a ese loco a su cabaña -dijo con un gruñido-. Tiene el aspecto de un comedor de loto. Ni siquiera me ha contestado. Yo...
Yar Afzal profirió un grito de dolor. Había sentido un súbito movimiento en su mano derecha. Su voz se apagó repentinamente y sus ojos se quedaron mirando al vacío. Dentro de su puño apretado sentía el pulso del cambio, del movimiento, de la vida. Ya no sostenía entre sus manos la brillante esfera negra. No se atrevía a mirar. La lengua se le pegaba al paladar y no podía abrir la mano. Los atónitos guerreros vieron que los ojos de su jefe se dilataban y su rostro se puso lívido. Luego surgió de sus labios un grito de dolor. Se tambaleó y cayó al suelo boca abajo como derribado por un rayo, y de sus dedos extendidos salió una enorme araña negra, horrible y peluda, que brillaba como el azabache. Los hombres, con un grito, retrocedieron, y el espantoso animal se ocultó rápidamente entre unas rocas cercanas
Entonces se produjo una violenta agitación entre los guerreros, y por encima del clamor se alzó una potente voz de mando que nadie supo de dónde provenía. Ninguno de los hombres que quedaron con vida pudo explicarlo, pero todos la habían oído:
-¡Yar Afzal ha muerto! ¡Matad al extranjero!
Aquel grito unió todas las mentes en una sola. La duda, el temor y el asombro desaparecieron en un segundo, y de todas las gargantas surgió al unísono un fantástico clamor que pedía sangre. El furioso grito ascendió al cielo como respuesta de los bárbaros de las montañas. Atravesaron rápidamente la distancia que los separaba con las capas flotando al viento, los ojos centelleantes y los cuchillos levantados.
Conan actuó con más rapidez que ellos. Al escuchar aquel grito saltó en dirección a la puerta de la cabaña. Pero los hombres de las montañas estaban más cerca de ésta que el cimmerio. Cuando ya había pisado el umbral, se vio obligado a dar media vuelta para evitar la terrible hoja de acero. Esquivó un golpe mortal y, después de deshacerse de un guerrero con el puño izquierdo, apuñaló a otro en el vientre. Luego se acercó a la puerta y apoyó su poderosa espalda sobre ella. A su alrededor, las afiladas hojas arrancaron astillas de la puerta, pero ésta cedió finalmente bajo el fuerte impacto de su cuerpo, abriéndose repentinamente. Conan entró en el interior de la cabaña, tambaleándose. Un barbudo guerrero también logró entrar en la habitación, pero Conan cerró rápidamente la puerta en las mismas narices de los hombres que trataban de entrar. Se oyó el crujido de los huesos bajo el impacto, y un segundo después Conan corría los cerrojos y daba media vuelta para enfrentarse con el hombre que se incorporaba del suelo y entraba en acción como un poseído.
Yasmina, encogida en un rincón, contemplaba horrorizada cómo luchaban los dos hombres, recorriendo la habitación de un lado a otro, hasta el punto de que en más de una ocasión estuvieron a punto de aplastarla.
El sonido metálico del acero llenaba el cuarto, y en el exterior la multitud aullaba como una manada de lobos, golpeando la puerta con sus largos cuchillos y arrojando piedras contra ella. Alguien encontró un tronco de árbol y la puerta comenzó a temblar bajo el fuerte impacto. Yasmina se tapó los oídos, mirando hacia adelante con los ojos desorbitados. En el establo un caballo relinchaba y luego comenzó a dar coces contra la pared. El animal se dio media vuelta y asomó las patas entre los barrotes cuando el guerrero, al retroceder bajo el ataque de Conan, se encontró con ellas. Su espina dorsal se fracturó por tres puntos como una rama seca. Las pezuñas del animal lo arrojaron contra el cimmerio y ambos cayeron al suelo.
Yasmina gritó horrorizada y corrió hacia adelante. La joven pensaba que ambos hombres habían muerto. Conan apartó el cadáver a un lado y se puso en pie. La muchacha lo aferró por un brazo, temblando de pies a cabeza.
-¡Oh, vives! Pensé que... ¡creí que estabas muerto! Conan la miró y vio el pálido rostro de la muchacha y sus grandes ojos desorbitados, que lo miraban llenos de terror.
-¿Por qué tiemblas? -preguntó Conan-. ¿A ti qué puede importarte que yo muera o viva?
La joven trató de recuperar su compostura y se retrajo, realizando un penoso esfuerzo por comportarse como la Devi.
-Eres preferible a esos lobos que aúllan ahí fuera -repuso señalando la puerta, cuyo dintel comenzaba a moverse de manera alarmante.
-No aguantará mucho tiempo -susurró Conan dirigiéndose al establo donde se encontraba el caballo.
Al ver que Conan apartaba a un lado los destrozados barrotes y entraba en el establo donde se hallaba la bestia enloquecida, Yasmina enlazó nerviosamente las manos y contuvo la respiración. El caballo se puso en dos patas, relinchando ferozmente, con los ojos brillantes y las orejas echadas hacia atrás. Pero Conan saltó a un lado, cogió al animal por la crin con un increíble derroche de fuerza y logró que el animal se arrodillara. El caballo resopló y tembló, pero permaneció inmóvil mientras el hombre lo ensillaba, echándole sobre el lomo la silla trabajada en oro con los anchos estribos de plata.
Conan obligó a la bestia a dar media vuelta en el establo y llamó rápidamente a Yasmina. La muchacha se acercó temerosa y eludió las patas traseras del animal. Conan tanteaba el muro con sus manos y hablaba apresuradamente.
-Aquí hay una puerta secreta que ni siquiera los wazulis conocen. Yar Afzal me la enseñó una vez que estaba borracho. Da a la boca del barranco que hay detrás de la cabaña. ¡Aquí está!
Al hacer presión sobre un saliente, toda una sección de la pared giró sobre sus goznes engrasados. La joven miró a través de la abertura y vio un estrecho desfiladero que se abría en un risco cortado a pico, a poca distancia de la pared posterior de la cabaña. Entonces, Conan saltó sobre la silla del caballo y con un solo brazo colocó a la muchacha delante de él. Detrás de ellos, la puerta crujió como una cosa viva y se oyó un tremendo alarido simultáneo cuando aparecieron en el hueco de la puerta unos hombres de rostros barbudos con cuchillos en las manos. De inmediato, el enorme corcel dio un tremendo salto hacia adelante, como arrojado por una catapulta, y entró en el desfiladero galopando velozmente mientras la espuma de su boca era arrastrada por el viento.
Aquel movimiento fue una verdadera sorpresa para los wazulis. Y también para quienes galopaban por el desfiladero. Todo sucedió tan rápidamente... Ese ataque del caballo, como si fuera un huracán... El hombre del turbante verde que había allí no tuvo tiempo de apartarse del camino. Cayó bajo los cascos del frenético animal, y luego se oyó un grito de mujer. Conan sólo pudo verla por una décima de segundo, al pasar como un vendaval a su lado. Era una joven delgada, morena, con pantalones de seda y una tela bordada con piedras preciosas cubriéndole los senos. La muchacha se apretó rápidamente contra el muro. Los hombres que salieron por la puerta secreta del desfiladero, persiguiéndolos, se encontraron con aquella pareja, lo que convirtió sus aullidos de sed de sangre en penetrantes gritos de miedo y de muerte.

6. La montaña de los Adivinos Negros

-¿Adonde vamos ahora? -preguntó Yasmina, intentando mantenerse erguida en la silla y aferrándose desesperadamente a su secuestrador.
La muchacha advirtió avergonzada que no le resultaba desagradable sentir los poderosos músculos del hombre bajo sus dedos.
-A Afghulistán -contestó el cimmerio-. El camino es peligroso, pero el caballo nos conducirá sin problemas, a menos que tropecemos con algunos de tus amigos o con tribus enemigas mías. Ahora que Yar Afzal ha muerto, esos malditos wazulis nos perseguirán. Me sorprende que no estén ya detrás de nosotros.
-¿Quién era ese hombre que atropellaste? -preguntó la joven.
-No lo sé. Jamás lo había visto. No es ghuli, de eso estoy seguro. No sé qué diablos estaría haciendo allí. Había una muchacha con él.
-Sí -repuso la Devi con una expresión sombría en sus ojos-. No lo entiendo. Esa muchacha era mi doncella Gitara. ¿Crees que venía a ayudarme? ¿Ese hombre era un amigo? Si es así, los wazulis los deben de haber capturado a ambos.
-Bueno -repuso Conan-, no podemos hacer nada por ellos. Si regresamos, nos arrancarán el pellejo. No acabo de comprender cómo una muchacha como ésa pudo adentrarse tanto en estas montañas en compañía de un solo hombre... y además, de un erudito con túnica, ya que eso es lo que parecía. Lo cierto es que en todo esto hay algo diabólicamente extraño. Yar Afzal, muerto, y ese hombre que se movía como Un sonámbulo. He visto a los sacerdotes de Zamora llevando a cabo abominables ritos en sus templos prohibidos, y sus víctimas tenían la misma mirada de ese hombre. Los sacerdotes miraban fijamente a sus ojos y murmuraban palabras mágicas, y entonces los hombres se comportaban como autómatas y hacían todo lo que se les ordenaba, con los ojos vidriosos.
»Y entonces vi lo que ese individuo tenía en la mano -siguió diciendo-; lo que Yar Afzal recogió del suelo. Era como una bola negra, muy brillante, parecida a la que usan las sacerdotisas del templo de Yezud cuando bailan ante su dios, es decir, la araña negra. Yar Afzal la sostuvo en la mano y no recogió nada más del suelo. Sin embargo, cuando cayó muerto, una araña similar al dios de Yezud, pero más pequeña, escapó de entre sus dedos. Y entonces, cuando los wazulis se mostraron temerosos e inseguros, una voz los incitó a que me mataran. Y yo sé que esa voz no salió de la garganta de ningún guerrero, ni de las mujeres que miraban desde las cabañas. Parecía venir desde arriba.
Yasmina no dijo nada. Miró hacia el oscuro perfil de las montañas que los rodeaban y se estremeció. Todo su ser tembló ante la sobrecogedora naturaleza. Aquella era una tierra en la que todo podía suceder.
El sol estaba alto y calentaba ferozmente. Sin embargo, el viento que soplaba en ráfagas intermitentes parecía arrastrar consigo trozos de hielo. En un momento, la joven oyó un extraño sonido encima de ellos que no era causado por el viento y, a juzgar por la forma en que Conan levantó la cabeza, Yasmina pensó que se había nublado momentáneamente un trozo de cielo, como si algún objeto invisible se hubiera interpuesto entre ella y el firmamento, pero no estaba segura. Tampoco hizo ningún comentario, pero Conan aflojó el cuchillo en la vaina.
En ese momento iban por un sendero débilmente marcado, que entraba en gargantas tan profundas que el sol jamás llegaba al fondo. A trechos se extendía sobre abruptas pendientes cuyo suelo de pizarra suelta amenazaba desplomarse bajo sus pies, y otras veces seguían por el borde de terribles precipicios que se abrían a ambos lados.
El sol había sobrepasado el cenit cuando cruzaron un estrecho sendero que serpenteaba entre grandes formaciones rocosas. Conan dirigió su caballo hacia el sur, casi en ángulo recto con la dirección que habían seguido hasta ese momento.
-En un extremo de este camino hay una aldea galzai -explicó-. Sus mujeres caminan por este sendero cuando van al pozo en busca de agua. Necesitas ropas nuevas.
Yasmina miró su vestido y asintió con un movimiento de la cabeza. Sus zapatillas de seda bordada en oro estaban deshechas y la ropa interior de seda no era más que un conjunto de harapos que apenas se mantenía en su sitio.
Al llegar a un amplio rincón abierto en la roca, Conan desmontó, ayudó a hacer lo mismo a Yasmina y luego se quedó en actitud de espera. El cimmerio hizo un movimiento con la cabeza, pero la muchacha no oía nada.
-Viene una mujer por el camino -dijo Conan. Yasmina, presa de pánico, se aferró a su brazo.
-¿No... no la matarás? -preguntó en voz baja.
-Normalmente nunca mato a mujeres -repuso Conan con un gruñido-, aunque algunas de las que viven en estas montañas y colinas son verdaderas lobas. No, nada de eso, ¡por Crom!, le pagaré sus ropas. ¿Qué te parece eso?
Conan le enseñó a la joven un puñado de monedas de oro, entre las cuales eligió la más grande. La muchacha asintió en silencio, profundamente aliviada. Tal vez era natural que los hombres pelearan y murieran. Pero Yasmina sintió un escalofrío ante la idea de ver cómo se mataba a una mujer.
Al cabo de un rato apareció una muchacha en una esquina de la garganta. Se trataba de una joven galzai, alta y delgada, muy erguida, que cargaba un enorme pellejo de agua vacío. Hizo un movimiento como si intentara echar a correr, pero luego se dio cuenta de que Conan se encontraba muy cerca de ella como para permitir que escapara, y entonces se quedó inmóvil, mirándolos con una mezcla de temor y de curiosidad.
Conan le enseñó la moneda de oro.
-Te daré este dinero si le das tus ropas a esta mujer -dijo.
La respuesta fue inmediata. La muchacha sonrió con sorpresa y delicia y, con el desdén típico en una mujer de la montaña por las pudorosas convenciones, se quitó rápidamente su túnica bordada, los anchos pantalones y luego la camisa de mangas anchas, al tiempo que se deshacía de sus sandalias. Hizo un bulto con la ropa y se lo entregó a Conan que, a su vez, se lo alcanzó a la atónita Devi.
-Vete detrás de aquella roca y ponte todo esto -dijo, demostrando con su actitud que no era ningún salvaje-. Haz un paquete con tus ropas y dámelo cuando salgas de allí.
-¡El dinero! -exclamó la otra joven extendiendo ansiosamente la mano-. ¡El oro que me prometiste!
Conan le arrojó la moneda. La muchacha la cogió en el aire, la mordió y la ocultó rápidamente entre sus cabellos. Luego se agachó, tomó el pellejo de agua y reanudó su marcha sin darle la menor importancia a su desnudez. Conan esperó con cierta impaciencia mientras la Devi, por primera vez en su vida, se vestía sola. Cuando salió de detrás de la roca, Conan lanzó una exclamación de sorpresa. La muchacha sintió que en su interior ardía un conjunto de emociones mezcladas al ver la fiera admiración que brillaba en los ojos azules del cimmerio. Éste apoyó una mano en el hombro de la muchacha, al tiempo que la contemplaba ávidamente desde todos los ángulos.
-¡Por Crom! -exclamó-. Con las otras ropas tan místicas parecías fría, lejana... sí, remota como una estrella. ¡Ahora eres una mujer de carne y hueso! Cuando te fuiste detrás de esa roca eras la Devi de Vendhia, y ahora has salido de allí como una muchacha de las montañas... ¡aunque mil veces más hermosa que cualquier otra mujer de Zhaibar...! Eras una diosa..., ¡ahora eres una mujer real!
Conan le dio una fuerte palmada a la joven en las nalgas, como expresión de su admiración, y la muchacha lo entendió así, sin sentirse ultrajada en lo más mínimo por esa actitud. Era como si el cambio de ropa hubiera dado lugar a una transformación de su personalidad.
Pero Conan, a pesar de todo, no olvidó que el peligro seguía rondando. Cuanto más se alejaran de Zhaibar, había menos posibilidades de que se encontraran con soldados kshatriyas. Por otro lado, durante todo el camino había oído ruidos que le advertían, sin ninguna duda, de que los vengativos wazulis de Khurum le pisaban los talones.
El bárbaro subió a la Devi a la silla, luego montó él y dirigió el caballo hacia el oeste. Después, arrojó el paquete de ropa de la Devi a un precipicio que seguramente medía miles de metros de profundidad.
-¿Por qué has hecho eso? -preguntó ella-. ¿Por qué no le diste esa ropa a la muchacha?
-Los jinetes de Peshkhauri están peinando estas montañas y colinas -replicó Conan-. Seguramente les tenderán emboscadas y los atacarán en todas las curvas del camino, pero en represalia ellos destruirán todas las aldeas que encuentren a su paso. Puede que en cualquier momento giren hacia el oeste. Si encuentran a una muchacha con tus ropas, la torturarán hasta hacerla hablar, y en ese caso tendrían una buena pista.
_¿Y qué hará esa joven?
-Regresará a su aldea y le dirá a su gente que la atacó un desconocido. Los hombres nos perseguirán. Pero antes tendrá que ir a buscar agua, porque si se atreve a presentarse sin ella le darán latigazos hasta arrancarle el pellejo. Eso nos dará bastante tiempo. Jamás nos cogerán. Hacia la noche cruzaremos la frontera afghuli.
-En este lugar no hay el menor rastro de viviendas humanas -dijo la Devi-. Esta región parece especialmente desierta, incluso tratándose de los montes Himelios. No hemos visto un solo camino desde que dejamos aquel por el que venía la joven.
Como respuesta, Conan señaló hacia el noroeste, donde Yasmina distinguió un pico que sobresalía por encima de los enormes riscos.
-Yimsha -dijo Conan con un gruñido-. Todas las tribus construyen sus aldeas lo más lejos posible de esa montaña. La muchacha se fijó con más atención.
-¡Yimsha! -exclamó-. ¡La montaña de los Adivinos Negros!
-Eso dicen. Jamás he estado tan cerca de ella. Siempre he girado hacia el norte para evitar a los grupos de soldados kshatriyas que vigilaban las montañas. El camino habitual de Khurum a Afghulistán está más al sur. Éste es muy antiguo y está muy poco transitado.
La joven miró fijamente el remoto pico y se clavó las uñas en sus rosadas palmas.
-¿Cuánto tiempo se tardaría en llegar a Yimsha desde aquí?
-El resto del día y toda la noche -repuso Conan, haciendo una mueca-. ¿Quieres ir hasta allí? ¡Por Crom! No es un lugar para seres humanos, según dice la gente de las montañas.
-¿Por qué no se reúnen y matan a los diablos que la habitan?
-preguntó la muchacha.
-¿Matar a hechiceros con espadas? De todos modos, nunca molestan a nadie, a menos que la gente los moleste a ellos. Jamás he visto a uno, aunque he hablado con unos hombres que aseguraban haberlos visto. Cuentan que vieron a unos individuos muy silenciosos, vestidos con túnicas negras, al salir el sol y al atardecer.
-¿Tendrías miedo de atacarlos?
-¿Yo?
Ésa era una idea nueva para Conan. Guardó silencio durante unos segundos y luego dijo:
-Si intentaran atacarme, estarían en juego mi vida y la suya, pero no tengo ningún interés en atacarles yo. He venido a estas montañas para reunir a un grupo de hombres y no a luchar contra brujos.
Yasmina no aceptó de inmediato la respuesta. Miró hacia el pico como si se tratara de un enemigo, sintiendo una extraña sensación de cólera en el pecho. En su interior comenzaba a nacer un nuevo sentimiento. Había pensado enfrentar al hombre que en ese momento la llevaba en brazos con los maestros de Yimsha. Tal vez hubiera otro camino, además del método que había planeado, para lograr su propósito No se equivocaba al calibrar la mirada que le dirigía aquel salvaje cada vez que sus ojos se posaban en ella. Cuando las blancas manos de una mujer tiran de las cuerdas del destino, se derrumban reinos. Súbitamente, Yasmina se puso en tensión y dijo señalando a lo lejos:
-¡Mira!
Sobre el distante pico colgaba una nube de aspecto extraño. Era de color carmesí, con algunas manchas doradas. La nube se movía, giraba y se contraía. De repente, pareció despegarse del pico cubierto de nieve, flotó como una pluma y luego se volvió invisible contra el cielo azul.
-¿Qué era eso? -preguntó la muchacha, preocupada cuando un gran saliente de roca ocultó por un momento la montaña; incluso ese fenómeno natural, a pesar de su belleza, era inquietante.
-Los hombres de las montañas lo llaman la Alfombra de Yimsha, aunque no sé qué puede significar eso -repuso Conan-. He visto a quinientos hombres corriendo como si los persiguiera el mismísimo diablo para ocultarse en cuevas y grietas de las rocas, porque veían flotar esa nube sobre la montaña. ¿Qué diablos...?
En ese momento avanzaban a través de una estrecha garganta entre altos muros y salieron a un amplio rellano flanqueado por una serie de abruptas pendientes por un lado y un gigantesco precipicio por el otro. El pequeño sendero seguía el rellano, giraba alrededor de una formación rocosa y reaparecía a intervalos mucho más abajo, siempre serpenteando. Pero al salir de la garganta que daba al rellano, el caballo se detuvo súbitamente, relinchando y resoplando. Conan le golpeó los flancos con ambos talones, y el animal volvió a relinchar y agitó la cabeza, vacilando y temblando como si se encontrara ante una barrera invisible.
Conan maldijo entre dientes y desmontó. Luego bajó a Yasmina de la silla. Acto seguido avanzó con una mano extendida, como si esperara hallar algún obstáculo o una resistencia imprevista, pero no hubo nada que lo detuviera, si bien cuando cogió al caballo por las riendas el animal se negó a dar un solo paso, relinchando y poniéndose sobre dos patas. Entonces Yasmina gritó y Conan dio media vuelta, llevándose una mano a la empuñadura del cuchillo.
Ninguno de los dos lo había visto llegar, pero allí estaba, con los brazos cruzados. Se trataba de un hombre con una túnica de pelo de camello y turbante verde. Conan gruñó sorprendido cuando reconoció al mismo individuo que había atropellado su caballo al salir disparado de la cabaña por la puerta secreta, en la aldea wazuli.
-¿Quién diablos eres? -preguntó el cimmerio.
El hombre no contestó. Conan vio que sus ojos estaban desorbitados, que tenía la mirada fija y que ésta mostraba una extraña luminosidad. Los ojos del desconocido le sostuvieron la mirada como si fuesen un imán.
La hechicería de Khemsa se basaba en el hipnotismo, como ocurría con casi toda la magia oriental. Muchas generaciones habían vivido firmemente convencidas de la realidad y el poder del hipnotismo. Su fuerza aumentó mediante la práctica y el pensamiento, hasta formar una atmósfera intangible contra la cual el individuo, abrumado por las tradiciones de esa tierra, se sentía absolutamente desamparado.
Pero Conan no era oriental. Esas tradiciones no significaban nada para él. El hipnotismo no existía ni siquiera como mito en Cimmeria Él no había recibido la herencia cultural que preparaba al oriental para someterse a los hipnotizadores.
Sabía perfectamente lo que intentaba hacer Khemsa con él, pero aun así, sentía el impacto de la fuerza de aquel hombre como un vago impulso, como un tira y afloja del cual él podía deshacerse de la misma manera que un hombre se sacude una tela de araña de la ropa.
Puesto que conocía la magia negra, Conan desenvainó el largo cuchillo y atacó con la velocidad de un león de las montañas.
Pero el hipnotismo no era la única ciencia que practicaba Khemsa. Yasmina, que contemplaba la escena asombrada, no pudo ver mediante qué truco de movimientos o arte el hombre del turbante verde esquivó el terrible golpe dirigido a su vientre. Pero la ancha hoja del cuchillo pasó a un lado de su cuerpo. Yasmina tuvo la impresión de que Khemsa simplemente había acariciado la nuca de Conan con la palma de la mano. Lo cierto es que el cimmerio cayó al suelo como un buey apuntillado.
Sin embargo, Conan no estaba muerto. Amortiguó la fuerza de la caída con la mano izquierda y atacó en dirección a las piernas de Khemsa mientras caía al suelo. Pero el rakhsha esquivó el cuchillo dando un increíble salto hacia atrás. Gitara salió de entre las rocas y se acercó a Khemsa. Yasmina, al reconocerla, soltó un agudo grito. El saludo murió en la garganta de la Devi al ver la expresión maligna que se reflejaba en el rostro de la bella muchacha.
Conan se incorporó lentamente, aturdido por la cruel habilidad de aquel golpe que, aplicado con un arte olvidado mucho antes del hundimiento de Atlantis, hubiera quebrado como una rama seca el cuello de un hombre más débil que Conan. Khemsa lo miró con cautela, un tanto desconcertado. El rakhsha había hecho frente con éxito a los cuchillos de los enloquecidos wazulis en el desfiladero, detrás de la cabaña de Khurum. Pero la resistencia del cimmerio había minado un poco su confianza en sí mismo. La magia siempre se fortalece con los éxitos y no con los fracasos.
Dio un paso hacia adelante con una mano levantada... y luego se detuvo, como congelado, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos desorbitados. A pesar de sí mismo, Conan siguió la dirección de su mirada y lo mismo hicieron las mujeres: la muchacha que se hallaba junto al tembloroso caballo y la que estaba al lado de Khemsa.
En ese momento se vio una nube de color carmesí descendiendo por la ladera de la montaña como un remolino de polvo brillante. El oscuro rostro de Khemsa se volvió de color ceniciento, su mano comenzó a temblar y la dejó caer a un lado de su cuerpo.
La nube se separó de la ladera de la montaña y descendió trazando un amplio arco en el aire. Tocó el borde del rellano que había entre Conan y Khemsa, y el rakhsha retrocedió con un grito ahogado. Dio unos pasos hacia atrás e hizo retroceder a Gitara, protegiéndola con ambas manos.
La nube de color carmesí se balanceó durante unos instantes, luego desapareció como una pompa de jabón y estalló en el aire. En el rellano había cuatro hombres de pie. Era milagroso, increíble, imposible, pero real. Allí no había espectros ni fantasmas. Eran cuatro hombres altos, con las cabezas rapadas, parecidas a la de un buitre. Llevaban túnicas negras que les cubrían los pies. Sus manos quedaban ocultas por las anchas mangas de las túnicas. Estaban en silencio y sus cabezas se movían al unísono, como asintiendo. Se encontraban frente a Khemsa, y Conan, situado detrás de ellos, sintió que se le helaba la sangre en las venas. Al levantarse del suelo, retrocedió tambaleándose hasta que sintió la temblorosa piel de su caballo contra la espalda; la Devi corrió hacia él y lo aferró por el brazo. Nadie dijo una sola palabra. Reinaba un silencio de muerte en el lugar.
Los cuatro hombres vestidos de negro miraban a Khemsa. Sus rostros de buitre denotaban la más absoluta impasibilidad y sus ojos miraban fijamente al vacío, en actitud contemplativa. Khemsa temblaba como un hombre atacado por la malaria. El sudor inundaba su oscuro rostro. Su mano derecha se cerraba sobre algo que había debajo de su túnica con tal desesperación que la sangre desapareció de sus dedos y éstos se volvieron completamente blancos. Su mano izquierda se apoyó sobre un hombro de Gitara y se crispó como en plena agonía, como la mano de un hombre que se ahoga. La joven no hizo el menor gesto de dolor aun cuando aquellos dedos se hundieron como garras en su carne.
Conan había visto cientos de batallas a lo largo de su vida, pero jamás había contemplado un enfrentamiento como aquél, en el cual cuatro voluntades diabólicas intentaban derrotar a otra más débil que la suya, pero igualmente demoníaca, que se les oponía. El cimmerio percibió lo monstruoso de aquella lucha. Con la espalda hacia la pared, cercado por sus antiguos maestros, Khemsa luchaba por su vida con todo su oscuro poder, con todos los terribles conocimientos que ellos le habían enseñado a través de largos años de sumisión y vasallaje.
Era mucho más fuerte de lo que él mismo había imaginado, y el libre ejercicio de sus poderes en su propio beneficio había desencadenado fuerzas insospechadas. La desesperación y el terror que sentía le proporcionaban en ese momento una energía increíble. Retrocedió ante el impacto de aquellos ojos hipnóticos, pero aun así se mantuvo firme en su terreno. En su rostro se dibujó una mueca bestial de dolor.
Era una lucha de espíritus, de poderosos cerebros que participaban de un conocimiento negado al resto de los hombres durante millones de años, una lucha de mentes que habían cruzado todos los abismos y explorado las oscuras estrellas donde reinan las sombras.
Yasmina lo comprendía mucho mejor que Conan. Y también entendía vagamente por qué Khemsa podía soportar la fuerza concentrada de esas cuatro voluntades infernales que podrían haber hecho pedazos la misma roca en la que se apoyaban los pies del hombre. Su salvación era la joven a la que se aferraba desesperadamente. Ella era como un ancla para su alma temblorosa, que comenzaba a derrumbarse bajo las olas de aquellas emanaciones psíquicas. Su debilidad era en ese momento su fuerza. Su amor por la joven, por muy violento y maligno que fuese, era todavía un lazo que lo mantenía unido al resto de la humanidad, una ligadura terrenal para su voluntad, una cadena que sus enemigos sobrehumanos no podrían romper, al menos no a través de Khemsa.
Los cuatro hombres vestidos de negro se dieron cuenta de ello antes que él. Entonces, uno de ellos dejó de mirar al rakhsha y posó sus ojos en Gitara. Allí no hubo batalla. La joven se encogió y se marchitó como una hoja. Empujada irresistiblemente hacia la nada, se separó del brazo de su amante antes de darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Entonces ocurrió algo espantoso. La muchacha comenzó a retroceder hacia el precipicio, mirando a sus verdugos con los ojos desorbitados, en los que parecía haber desaparecido toda luz de inteligencia, Khemsa soltó un gruñido y, al tratar de avanzar hacia la muchacha, cayó en la trampa preparada para él. Una mente dividida no podía librar una batalla tan desigual. Estaba derrotado. Era como una pluma en sus manos. La muchacha siguió retrocediendo igual que una autómata y Khemsa caminó hacia ella tambaleándose como un borracho, con las manos extendidas, sollozando, al tiempo que sus pies se movían como si estuvieran muertos.
La joven se detuvo en el mismo borde del precipicio, rígida, con los talones en el borde. Khemsa cayó de rodillas y se arrastró hacia ella, tratando de alcanzarla para evitar su destrucción. Poco antes de que sus temblorosos dedos la tocaran, uno de los brujos se echó a reír. La espantosa carcajada resonó como el repicar de una campana del infierno. La muchacha retrocedió aún más, y súbitamente la expresión de inteligencia volvió a sus ojos, que en aquella décima de segundo reflejaron el más espantoso de los horrores. Gritó y trató de coger las extendidas manos de su amante, y entonces, incapaz de salvarse, cayó al abismo con un terrible alarido de dolor.
Khemsa llegó hasta el borde y miró hacia abajo, moviendo los labios como si murmurara algo para sí. Desde allí se volvió y miró a sus verdugos durante un momento, con unos ojos que carecían de toda luz humana. Y entonces, súbitamente, estallando en un alarido que casi reventó las rocas, se lanzó sobre ellos con el cuchillo en la mano.
Uno de los rakhshas dio un paso hacia adelante y golpeó el suelo rocoso con el pie. Al hacerlo se oyó un repentino tronar que fue aumentando de intensidad. En el punto de la sólida roca en el que acababa de golpear con el pie, se abrió una enorme grieta y entonces cedió toda una sección del rellano con un crujido ensordecedor. Durante una décima de segundo se vio a Khemsa alzando los brazos aterrorizado, desapareciendo después entre el terrible fragor de la avalancha de rocas que caían al abismo.
Los cuatro brujos contemplaron con calma el quebrado borde del sendero que formaba el nuevo límite del precipicio y luego se volvieron. Conan, que se había caído al suelo a causa del temblor de la montaña, se puso en pie junto con Yasmina. Sus movimientos eran tan lentos como sus pensamientos. Se sentía absolutamente aturdido y desorientado. Tenía plena consciencia de la necesidad de ponerse en pie, de subir a la Devi a la silla y de salir galopando con la velocidad del viento, pero una inexplicable torpeza mental y física le impedía todo movimiento.
En ese momento, los cuatro brujos se volvieron hacia él. Levantaron los brazos y Conan vio aterrorizado cómo sus cuerpos se esfumaban y se convertían en una nebulosa, al tiempo que una débil humareda de color carmesí les rodeaba los pies y los envolvía poco a poco. Al cabo de un segundo desaparecieron en una nube que giraba como un torbellino, y Conan advirtió que él también estaba envuelto en una bruma de color carmesí. Oyó los gritos de Yasmina y los gemidos del caballo, que parecían los de una mujer dolorida. La Devi le soltó el brazo, y cuando Conan atacó ciegamente con su cuchillo, una formidable ráfaga de viento tormentoso lo lanzó contra las rocas. Estaba aturdido y veía una nube de color carmesí que giraba, elevándose por la ladera de la montaña. Yasmina había desaparecido, al igual que los cuatro hombres vestidos de negro. Sobre el rellano rocoso de la montaña solamente quedaba su aterrado caballo junto a él.

7. A Yimsha

La nebulosa se disipó del cerebro de Conan, al igual que la bruma se desvanece ante un fuerte viento. Saltó a la silla del caballo profiriendo una terrible maldición, y el animal retrocedió relinchando. Miró hacia la ladera de la montaña, dudó durante un momento y luego avanzó en la misma dirección que seguía antes de ser detenido por Khemsa. Pero ahora ya no avanzaba cautelosamente. Aflojó las riendas, y el corcel saltó hacia adelante como una flecha, como si tratara de aliviar su tensión mediante un violento ejercicio físico. Al otro lado del rellano de piedra, el hombre y el caballo se lanzaron con furia en una carrera desenfrenada por el estrecho sendero. El camino seguía un pliegue de la roca, serpenteando interminablemente hacia abajo, y hubo un momento en el que Conan pudo ver lo que quedaba del trozo de rellano desprendido de la montaña: un enorme montón de rocas situado al pie del gigantesco risco.
Todavía había que descender bastante para llegar hasta el fondo del valle cuando Conan encontró un barranco que parecía una salida natural. Siguió cabalgando entre dos precipicios. Distinguía perfectamente el sendero que debía seguir, que más adelante trazaba una curva cerrada y retrocedía hasta el lecho del río, que estaba a la izquierda. Conan maldijo la necesidad de tener que recorrer tantas leguas, pero era el único camino. Intentar descender hacia el borde que había mas abajo del sendero sería imposible. Sólo un pájaro podría llegar hasta el lecho del río sin romperse el cuello.
Espoleó a su animal hasta que llegó a sus oídos el ruido de los cascos de otro caballo que venía desde mucho más abajo. Conan frenó a su corcel y se acercó hasta el borde del risco para observar el seco lecho del río que corría al pie de la montaña. En la garganta se veía una larga columna de jinetes... unos hombres barbudos sobre caballos semisalvajes. Eran aproximadamente unos quinientos hombres armados. Conan lanzó un grito y se inclinó sobre el abismo, a cien metros de altura.
Los jinetes se detuvieron y quinientos rostros barbudos lo miraron. Un repentino clamor llenó el cañón. Conan no malgastó palabras.
-¡Cabalgaba hacia Ghor! -bramó desde las alturas-. No esperaba encontraros en mi camino, perros.
¡Seguidme tan rápidamente como puedan hacerlo vuestros viejos caballos! Voy a Yimsha y...
-¡Traidor!
El unánime bramido fue como un jarro de agua fría arrojado a su rostro.
-¡Cómo!
Conan miró en dirección a la columna de hombres, incapaz de pronunciar una sola palabra más. Vio una cantidad de ojos que lo observaban con furia, rostros congestionados por la ira y manos empuñando armas.
-¡Traidor! -dijeron los jinetes con odio-. ¿Dónde están los siete jefes cautivos de Peshkhauri?
-Supongo que en la prisión del gobernador.
Un alarido sanguinario surgió de cientos de gargantas. El clamor y el ruido de las armas fue tan fuerte que Conan no pudo comprender lo que decían.
Entonces el cimmerio gritó con todas sus fuerzas:
-¿Qué diablos significa todo esto? ¡Que hable uno solo y así en tenderé lo que queréis decir!
Un viejo jefe enjuto, cuya enorme barba le llegaba hasta la cintura, agitó su espada curva en dirección a Conan, como preámbulo, y gritó:
-¡No nos dejaste ir a Peshkhauri para rescatar a nuestros hermanos!
-¡No, estúpidos! -repuso Conan exasperado-. Aun cuando hubierais salvado el muro, lo que es poco probable, los habrían colgado a todos ellos antes de que llegarais allí.
-¡Y tú te fuiste solo para negociar con el gobernador! -gritó el afghuli furioso.
-¿Y bien?
-¿Dónde están los siete jefes? -bramó el anciano agitando su espada curva-. ¿Dónde están? ¡Muertos!
-¡Cómo! ¿Qué dices? -preguntó Conan estupefacto.
-¡Sí, todos muertos! -gritaron a coro quinientas voces sedientas de sangre. Y el anciano jefe vociferó:
-¡No fueron ahorcados! ¡Un wazuli que estaba en otra celda los vio morir! El gobernador envió a un brujo para matarlos con sus artes mágicas.
-Eso no puede ser verdad -exclamó Conan-. El gobernador no se hubiera atrevido a hacer eso. Anoche hablé con él...
Lo que acababa de decir había sido muy poco acertado. Un alarido de odio y de acusaciones se elevó al cielo.
-¡Sí! ¡Fuiste a verlo completamente solo! ¡Para traicionarnos! Es verdad. El wazuli escapó por la puerta que el brujo abrió para entrar y se lo contó todo a nuestros exploradores, con los que se encontró en Zhaibar. Fueron a buscarte al ver que no regresabas. Cuando oyeron el relato del wazuli volvieron apresuradamente a Ghor, y nosotros ensillamos nuestros caballos y cogimos nuestras espadas.
-¿Y qué deseáis hacer, estúpidos?
-¡Vengar a nuestros hermanos! -gritaron los hombres, al unísono-. ¡Muerte a los kshatriyas! ¡Matadlo, hermanos, es un traidor!
Las flechas comenzaron a caer a su alrededor. Conan se puso de pie sobre los estribos, luchando por hacerse oír por encima del tumulto, y entonces, con una exclamación de cólera, desafío y asco, comenzó a galopar sendero arriba. Detrás y debajo de él galopaban los afghulis con furor, demasiado encolerizados como para advertir que para alcanzar al cimmerio era preciso atravesar el lecho del río en dirección opuesta, tomar luego el sendero en forma de herradura y subir después por el serpenteante camino del risco. Cuando recordaron esto y retrocedieron, su repudiado jefe ya casi había alcanzado el punto en el que el rellano se unía al risco.
Una vez arriba, Conan no tomó el camino por el que había descendido, sino que giró en otra dirección, hacia un sendero sin marcar, por el cual el caballo apenas podía pasar. Aun así, al mirar hacia arriba, comprobó que debía recorrer un trayecto bastante largo para alcanzar el lugar desde donde se habían despeñado Gitara y el hombre del turbante verde.
No había avanzado mucho cuando el caballo relinchó y retrocedió ante algo que se interponía en su camino. Conan vio los restos de un hombre; era un montón de carne y huesos, algo que se parecía ya muy poco a un cuerpo humano, pero que aún conservaba la vida.
Sólo los oscuros dioses que gobiernan los siniestros destinos de los brujos sabían cómo Khemsa había podido arrastrar su destrozado cuerpo desde aquel caos de rocas hasta el sendero.
Impulsado por una misteriosa fuerza, Conan desmontó y contempló durante un momento el horrible cuerpo desfigurado, consciente de que estaba siendo testigo de algo milagroso, contrario a las leyes de la naturaleza. El rakhsha levantó su destrozada cabeza, y sus extraños ojos, que brillaban de dolor ante la cercana muerte, se posaron en Conan y lo reconocieron.
-¿Dónde están? -preguntó.
Su voz no era humana. Era una especie de gruñido de ultratumba.
-Han regresado a su maldito castillo de Yimsha -respondió Conan en voz baja-. Se han llevado con ellos a la Devi.
-¡Iré hacia allí! -murmuró el hombre-. ¡Los seguiré! Mataron a Gitara. ¡Los mataré... a los acólitos, a los Cuatro del Círculo Negro y al mismo Maestro! ¡Los mataré a todos!
Khemsa intentó arrastrar su mutilado cuerpo un poco más, pero ni siquiera aquella indomable voluntad pudo mover ese amasijo de carne y huesos que se mantenía con vida.
-¡Síguelos! -susurró Khemsa vomitando sangre-. ¡Síguelos!
-Eso pienso hacer. Fui a buscar a mis afghulis, pero se han vuelto contra mí. Iré a Yimsha solo. Recuperaré a la Devi aunque tenga que destruir toda esa montaña con mis manos. No pensé que el gobernador se atrevería a matar a mis hombres cuando me llevé a la Devi, pero parece que lo hizo. Eso le costará la cabeza. Ella ya no me sirve como rehén, pero...
-¡Que caiga sobre ellos la maldición de Yizil! -murmuró el rakhsha-. ¡Vete! Yo... Khemsa... me estoy muriendo. Espera... toma mi cinturón...
El moribundo intentó hurgar entre sus harapos con manos temblorosas, y Conan, comprendiendo lo que trataba de hacer, se agachó y le quitó un cinto de aspecto extraño.
-Sigue la veta dorada a través del abismo -musitó Khemsa, sin que Conan entendiera el significado de sus palabras-. Usa el cinturón. Me lo regaló un sacerdote estigio. Te ayudará, aunque a mí me falló al final. Rompe el globo de cristal con las cuatro granadas doradas. Ten mucho cuidado con las transmutaciones del Maestro... Yo me voy con Gitara..., me está esperando en el infierno.¡Ya Skelos yar!
Khemsa murió con un último grito.
Conan contempló el cinturón. El pelo negro con el que había sido tejido no era de caballo. El cimmerio estaba convencido de que eran cabellos de mujer. Entre el pelo había unas joyas diminutas que jamás había visto. La hebilla dorada tenía una forma extraña; parecía la cabeza afilada de una serpiente. Conan se estremeció y se volvió, dispuesto a arrojar el cinturón al precipicio, pero tuvo un momento de duda y por último lo ciñó a su talle bajo el cinto bakhariota que usaba normalmente. A continuación, montó en su caballo y reanudó la marcha.
El sol se había ocultado tras los riscos. Conan siguió subiendo por el sendero, bajo la enorme sombra que arrojaban las pendientes rocosas como un manto azul sobre los valles y barrancos. No faltaba mucho para llegar a la cima cuando, al aproximarse a la arista de un risco, oyó el ruido de cascos de caballos. No dio la vuelta. El camino era tan estrecho que el animal no hubiera podido hacerlo. Siguió cabalgando y, al bordear la arista, desembocó en un sendero un poco más ancho. Un coro de alaridos amenazadores estalló en sus oídos, al tiempo que un brazo que sostenía una cimitarra se disponía a caer sobre su cabeza. Conan detuvo el brazo levantado del jinete, mientras que su corcel hacía retroceder al caballo del otro.
-¡Kerim Sha! -exclamó Conan con los ojos centelleantes.
El turanio no luchó. Los dos individuos se encontraban sobre los caballos, casi hombro con hombro. Los dedos de Conan se crisparon sobre el brazo armado. Detrás de Kerim Sha había un grupo de enjutos irakzais a caballo. Tenían mirada de lobo, pero parecían inseguros a causa de lo estrecho del sendero y de la proximidad del precipicio que había a sus espaldas.
-¿Dónde está la Devi? -quiso saber Kerim Sha.
-¿Qué te importa a ti eso, espía hirkanio? -dijo Conan con un gruñido.
-Sé que tú la tienes -repuso Kerim Sha-. Me dirigía hacia el norte con algunos de mis hombres cuando unos enemigos nos tendieron una emboscada en el desfiladero de Shalizah. Muchos de los míos murieron, y los otros huimos como chacales por las montañas. Cuando logramos deshacernos de nuestros perseguidores, giramos hacia el oeste, hacia el desfiladero de Amir Jehun, y esta mañana nos tropezamos con un wazuli que erraba por las montañas Estaba loco, pero obtuve datos importantes de su cháchara incoherente antes de que muriera. Supe que era el único sobreviviente de un grupo que siguió a un jefe afghuli y a una mujer kshatriya cautiva hasta una garganta situada detrás de la aldea de Khurum. Habló mucho acerca de un hombre de turbante verde al que derribó el afghuli, pero cuando fue atacado por los demás wazulis que lo perseguían, los aplastó con su magia en forma tal que cayeron como si fueran nubes de langostas derribadas por la tormenta.
»No sé cómo escapó ese hombre -agregó-, y tampoco él lo sabía, pero por lo que dijo supe que Conan de Ghor había estado en Khurum con su real prisionera. Luego, cuando cabalgamos a través de las montañas, nos encontramos con una muchacha galzai que llevaba un pellejo de agua y nos contó que había sido desnudada y violada por un gigante extranjero vestido con ropas de jefe afghuli. Dijo además que había entregado sus ropas a una mujer vendhia que lo acompañaba. Y finalmente agregó que os dirigíais hacia el oeste.
Kerim Sha no consideró necesario explicar que se dirigía a su cita con las esperadas tropas de Secunderam cuando encontró el camino bloqueado por montañeses hostiles. La ruta del valle de Gurashah, a través del desfiladero de Shalizah, era más larga que la del desfiladero de Amir Jehun, pero esta última atravesaba parte del país afghuli, que Kerim Sha deseaba evitar hasta que contara con un ejército. Sin embargo, al encontrar bloqueado el camino de Shalizah, había seguido la ruta prohibida hasta que tuvo noticias de que Conan aún no había llegado a Afghulistán con su prisionera. Esto le obligó a girar hacia el sur y a avanzar apresuradamente, con la esperanza de tropezarse con el cimmerio en las montañas.
-De manera que será mejor que me digas dónde está la Devi -sugirió Kerim Sha.
-Si uno de tus perros dispara una sola flecha, te arrojaré de cabeza por ese abismo -amenazó Conan-. De todos modos, matarme no te serviría de nada. Me siguen quinientos afghulis, y si se enteran de que los has engañado, te arrancarán el pellejo a tiras. Por otro lado, la Devi no está en mi poder. Está en manos de los Adivinos Negros de Yimsha.
-¡Por Tarim! -maldijo Kerim Sha en voz baja, perdiendo por un momento su aplomo y su porte elegante-. Khemsa...
-Khemsa ha muerto -dijo Conan con un gruñido-. Sus maestros lo han enviado al infierno. Y ahora, apártate de mi camino. Me gustaría matarte si tuviera tiempo, pero tengo prisa por llegar a Yimsha.
- Iré contigo -dijo el turanio súbitamente.
Conan se echó a reír.
- ¿Acaso crees que confío en ti, perro hirkanio?
-No te pido que lo hagas -repuso Kerim Sha-. Los dos queremos a la Devi. Conoces mis razones. El rey Yezdigerd desea anexionar el reino de la Devi a su imperio, y tenerla a ella misma en su harén. Yo te conocí cuando eras atamán en las estepas kozakas, por lo que conozco tus ambiciones. Quieres saquear Vendhia y obtener un buen rescate por Yasmina. Bien, dejemos de lado de momento nuestro problema personal, unamos nuestras fuerzas y tratemos de rescatar a la Devi de manos de los Adivinos. Si tenemos éxito y vivimos, pelearemos para ver quién se queda con ella.
Conan asintió con la cabeza, al tiempo que soltaba el brazo del turanio.
-De acuerdo -dijo-. ¿Y tus hombres?
Kerim Sha se volvió hacia los silenciosos irakzais y les habló brevemente:
-Este jefe y yo vamos a Yimsha a luchar contra los brujos. ¿Venís con nosotros u os quedáis aquí para ser exterminados por los afghulis que persiguen a este hombre?
Los guerreros lo miraron y en sus ojos se reflejó un tremendo fatalismo. Estaban condenados, y lo sabían. Lo sabían desde que las flechas de sus atacantes dagozai los habían expulsado del desfiladero de Shalizah. El grupo era demasiado pequeño como para abrirse paso desde las montañas hasta las aldeas de la frontera sin la ayuda del hábil turanio. Puesto que ya se consideraban perdidos, respondieron de la única manera en que puede hacerlo un moribundo:
-Iremos contigo y moriremos en Yimsha.
-Entonces partamos ya, en nombre de Crom -gruñó Conan, impaciente, contemplando la débil luz del crepúsculo-. Hemos perdido un tiempo precioso.
Kerim Sha hizo retroceder su caballo saliendo de donde se encontraba, entre el muro rocoso y el caballo de Conan, envainó su espada e hizo dar la vuelta cuidadosamente a su corcel. El grupo de hombres comenzó a avanzar lo más rápido que pudieron por el estrecho sendero. Llegaron a la cima situada a un kilómetro al este del lugar en el que Khemsa había detenido al cimmerio y a la Devi. El camino que habían recorrido era peligroso, incluso para los hombres de las montañas, y por esta razón Conan lo había evitado cuando iba con Yasmina, aunque Kerim Sha, que lo seguía, lo tomó, suponiendo que el bárbaro también lo había hecho. Incluso Conan suspiró aliviado cuando los caballos se alejaron del borde
del precipicio. Los hombres avanzaron como fantasmas a través del reino de las sombras.

8. Yasmina conoce el terror sin límites

Yasmina no tuvo tiempo más que para soltar un grito cuando se sintió envuelta por el remolino de color carmesí y separada de su protector con una fuerza sorprendente. Gritó una vez y después ya no tuvo fuerzas para volver a hacerlo. Tenía la impresión de estar ciega, sorda y muda, y de carecer de cualquier otro sentido a causa de la terrible corriente de aire que la rodeaba. Tenía la terrible sensación de hallarse a una altura impresionante, ascendiendo a una enorme velocidad, y que todos sus sentidos habían enloquecido Luego vino el vértigo y el olvido.
Al recuperar el conocimiento todavía experimentaba un vestigio de tales sensaciones. Gritó desesperadamente, sintiendo que su cuerpo estaba realizando un vuelo involuntario al infinito. Sus dedos tocaron una suave tela y al cabo de un rato tuvo la agradable sensación de estabilidad. Entonces, lanzó una mirada a su alrededor.
Estaba tendida sobre una tarima cubierta de terciopelo negro. La tarima se encontraba al fondo de una enorme habitación llena de tapices con dibujos de dragones de un realismo repelente. Aparentemente, allí no había ventanas ni puertas, aunque podían estar ocultas bajo los tapices. Yasmina no pudo distinguir de dónde procedía la tenue luz que alumbraba el salón. Allí parecía reinar el misterio, las sombras y extrañas formas en las que la muchacha no percibió el menor movimiento, aunque le produjeron un terror infinito.
Sus ojos se posaron en algo tangible. Se trataba de un hombre sentado en otra tarima más pequeña, situada a pocos metros de distancia, que la miraba fijamente. Su larga túnica de terciopelo negro bordada en oro lo envolvía, enmascarando todo su cuerpo. Tenía las manos ocultas en las anchas mangas. Llevaba un gorro de terciopelo en la cabeza. Su rostro reflejaba calma y placidez, y sus ojos brillantes eran ligeramente oblicuos. No movió ni un solo músculo mientras contemplaba a la joven, y su expresión no se alteró al ver que Yasmina recobraba el conocimiento.
Yasmina sintió que el terror le helaba la sangre. Se incorporó apoyándose en ambos codos y miró con aprensión al desconocido.
-¿Quién eres? -preguntó, sintiendo que el tono de su voz sonaba metálico y extraño.
-Soy el Maestro de Yimsha.
La voz del hombre era pictórica y estridente como el sonido de la campana de un templo.
-¿Para qué me has traído aquí? -preguntó Yasmina.
-¿No me buscabas?
-Si eres uno de los Adivinos Negros... ¡sí! -repuso rápidamente ja joven, convencida de que el hombre podía leer sus pensamientos.
-¡Querías que los salvajes hijos de las montañas se volvieran contra los Adivinos de Yimsha! -dijo el Maestro con una sonrisa-. Lo he leído en tu mente, princesa. En tu mente humana llena de mezquinos sueños de odio y venganza.
-¡Mataste a mi hermano! -gritó Yasmina con una mezcla de cólera y horror-. ¿Por qué lo perseguiste? Nunca te ha hecho daño. Los sacerdotes dicen que los Adivinos están muy por encima de los asuntos humanos. ¿Por qué has destruido al rey de Vendhia?
-¿Cómo puede entender un ser humano corriente los motivos de un Adivino? -repuso con calma el Maestro-. Mis acólitos de los templos de Turan, que son los sacerdotes en segundo grado después de los de Tarim, me pidieron que actuara en favor de Yezdigerd. Por motivos personales, me presté a ello.
«¿Cómo podría explicar mis razones místicas para que las comprendiera tu pobre intelecto? Jamás lo entenderías.
-Sólo entiendo esto: ¡que mi hermano ha muerto!
Por las mejillas de la joven se deslizaron lágrimas de rabia y de dolor. Se puso de rodillas y miró al Maestro con ojos centelleantes.
-Tal como lo quiso Yezdigerd -repuso el Maestro con la misma calma-. Durante un tiempo fue mi deseo satisfacer sus ambiciones.
-¿Acaso Yezdigerd es tu vasallo?
Yasmina trataba de mantener inalterable el tono de su voz. Acababa de sentir que una de sus rodillas tocaba algo duro y simétrico bajo un pliegue de terciopelo. Cambió cuidadosamente de posición moviendo una mano bajo el pliegue.
-¿Acaso el perro que lame un hueso podrido en el patio del templo es vasallo de los dioses? -preguntó a su vez el Maestro.
El hombre no parecía darse cuenta de lo que estaba haciendo Yasmina. Ocultos por el terciopelo, los dedos de la joven aferraron lo que estaba segura que era la empuñadura de una daga. Luego inclinó la cabeza para que no se viera la expresión de triunfo que brillaba en sus ojos.
-Estoy cansado de Yezdigerd -dijo el Maestro-. Ahora me dedico a otros entretenimientos... ¡Ah!
Yasmina saltó como un gato de la selva mientras profería un grito feroz, y atacó salvajemente al hombre, con la daga en la mano.
Luego se tambaleó y se deslizó al suelo, desde donde miró al hombre de la tarima. Éste no se había movido. La sonrisa enigmática no se había borrado de su rostro. Yasmina, temblando, levantó una mano y lo miró asombrada. La muchacha vio que sus dedos no sujetaban una daga, sino un ramo de lotos dorados, cuyos aplastados capullos colgaban marchitos del tallo.
Yasmina dejó caer el ramo al suelo como si se tratara de una serpiente y se alejó inmediatamente de donde se encontraba su verdugo. Regresó a su propia tarima porque consideró que era más digno de una reina colocarse en aquel lugar que arrastrarse por el suelo ante los pies de un hechicero. Lo miró con aprensión desde la tarima, esperando la reacción del Maestro. Pero éste no se movió.
-Toda la sustancia es una para quién posee la llave del cosmos -dijo el Maestro enigmáticamente-. Para un adepto nada es inmutable. Los capullos de acero florecen en jardines innominados y las espadas-flores brillan a la luz de la luna a voluntad.
-Eres un demonio -dijo la muchacha sollozando.
-¡Yo no! -repuso el Maestro sonriendo diabólicamente-. Nací en este planeta hace mucho tiempo.
Alguna vez fui un hombre normal, pero no he perdido todos mis atributos humanos en mis infinitos siglos de existencia. Un ser humano iniciado en la magia negra es superior a un diablo. Soy de origen humano, pero gobierno sobre los demonios. Has visto a los Señores del Círculo Negro y te asombraría enormemente saber desde qué reino remoto han acudido a mi llamada y de qué condena los protejo con un cristal mágico y con serpientes doradas.
Hizo una pausa y luego agregó, sin abandonar su diabólica sonrisa:
-Pero sólo yo gobierno sobre ellos. Ese estúpido de Khemsa se creyó poderoso..., ¡pobre imbécil...!, rompiendo puertas materiales y atravesando el aire con su amante, de colina en colina. Sin embargo, de no haber sido destruido su poder, tal vez hubiera llegado a igualar el mío.
El Maestro volvió a reír y continuó:
-¡Y tú, pobrecilla! ¡Planeando enviar a un peludo jefe de las colinas a invadir Yimsha! Pero desde que caíste en sus manos las cosas ocurrieron como si yo mismo las hubiera pensado. Y leí en tu mente infantil la intención de seducirlo con tus encantos femeninos y lograr así tus propósitos. No obstante, y aun teniendo en cuenta tu estupidez, eres una mujer hermosa. Deseo conservarte como esclava.
La hija de mil orgullosos emperadores abrió la boca, asombrada y furiosa por la declaración del Maestro.
¡No te atreverás!
La carcajada burlona del hombre le produjo el mismo efecto que un latigazo sobre sus desnudos hombros.
-¿Acaso no se atreve el rey a pisar a un gusano en el camino? Pequeña estúpida. ¿No comprendes que para mí tu orgullo real no es más que una paja arrastrada por el viento? ¡Yo, que he conocido los besos de las reinas del infierno! ¡Ya has visto cómo trato a los rebeldes!
Asustada y aturdida, la muchacha se acurrucó en la tarima cubierta de terciopelo. La luz se debilitó y el ambiente adquirió un aspecto más fantasmagórico. El rostro del Maestro se volvió sombrío.
-¡Jamás me someteré a ti! -exclamó la joven con voz temblorosa, pero resuelta.
-Lo harás -respondió el Maestro, con terrible convicción-. El miedo y el dolor te enseñarán. Te castigaré con una crueldad que hará temblar cada partícula de tu cuerpo hasta que te conviertas en cera moldeable en mis manos. Conocerás una disciplina que no ha conocido jamás mujer alguna, hasta que la más trivial de mis órdenes sea para ti como la inalterable voluntad de los dioses. Y en primer lugar, para castigar tu orgullo, viajarás a través del tiempo y serás testigo de todas aquellas formas por las que has pasado. ¡Yil la khosa!
Después de que el Maestro pronunciara estas palabras, la habitación comenzó a girar ante los ojos aterrados de Yasmina. Se le pusieron los pelos de punta y sintió la lengua pegada al paladar. En algún lugar sonó un terrible gong. Los dragones de los tapices brillaron con un fuego azulado y después se esfumaron. El Maestro en su tarima no era más que una sombra informe. La tenue luz dio paso a una profunda oscuridad, espesa, casi tangible, que latía con extrañas radiaciones. Yasmina ya no veía al Maestro. No veía nada. Tenía la extraña sensación de que las paredes y el techo se habían alejado de ella.
En algún lugar algo comenzó a brillar como una luciérnaga que cobraba movimiento rítmicamente. Pronto se convirtió en una bola dorada y, al agrandarse, su luz se volvió más intensa y ardió como una llama blanca. De repente estalló, llenando la oscuridad con blancas chispas que no iluminaban las sombras. Pero había una débil luminosidad, como si hubiera quedado una impresión en la habitación, que reveló un esbelto tallo que nacía del suelo en sombras. Bajo la horrorizada mirada de la muchacha, el tallo se extendió y cobró forma. Aparecieron brotes, hojas anchas y grandes flores negras y venenosas que colgaban sobre su cabeza. Yasmina se encogió más sobre la tarima aterciopelada. En el ambiente había un perfume sutil. Era el loto negro que crecía en las selvas prohibidas de Khitai.
Las anchas hojas estaban llenas de vida maligna. Las flores se inclinaron hacia ella, como cosas vivas. Parecían cabezas de serpiente recortadas contra la espesa oscuridad, que se cernían sobre ella, en forma dantesca. Yasmina trató de retroceder al percibir el aroma embriagador y realizó un esfuerzo por alejarse de la tarima. Luego se aferró a ésta como si fuese su único medio de salvación. Gritó aterrada y asió el terciopelo, pero sintió que éste se rasgaba entre sus dedos. Tuvo la sensación de que la estabilidad y la cordura la abandonaban por completo. Era como un átomo sensible arrastrado hacia un vacío helado por un fuerte viento que amenazaba extinguir la poca vida que le quedaba, como si se tratara de una vela apagada bajo la tormenta.
Entonces se mezcló con una miríada de átomos de vida por medio de impulsos y movimientos ciegos, y luego volvió a emerger como individuo consciente, girando en una espiral infinita de diferentes vidas.
En medio de una bruma de terror, revivió todas sus vidas anteriores y volvió a encarnarse en todos los cuerpos que habían transportado a su ego a través del tiempo. Se volvió a lastimar los pies en el largo camino de la vida que la llevaba al doloroso pasado inmemorial. Más allá de los albores del tiempo Yasmina se encogió, temblando, en selvas primordiales, perseguida por terribles animales de presa. Se hundió desnuda en arrozales y pantanos y luchó contra enormes aves acuáticas por capturar el precioso grano. Trabajó junto a los bueyes arando la tierra y vivió en cabañas primitivas terriblemente incómodas.
Vio estallar en llamas ciudades amuralladas y huyó gritando de los verdugos. Caminó desnuda, desangrándose sobre las arenas ardientes, impulsada por el látigo del mercader de esclavos, y conoció el contacto de manos brutales sobre su carne atormentada. Gritó bajo el restallido del látigo y trató de resistirse, loca de horror, a las manos que la forzaban inexorablemente a apoyar su cabeza sobre el cepo del cadalso.
Conoció el dolor del nacimiento y la amargura del amor traicionado. Sufrió todas las humillaciones e injusticias que el hombre infligió a la mujer a través de los siglos, y soportó el desprecio y la maldad de otras mujeres. Pero en ese viaje a través del tiempo Yasmina era consciente de que era la Devi. Era todas las mujeres que había sido y al mismo tiempo seguía siendo Yasmina.
Su vida se mezclaba con otras vidas en un caos espantoso, cada una de ellas con su carga de vergüenza y de dolor, hasta que oyó débilmente su propia voz gritando, como un doloroso lamento que resonaba con mil ecos diferentes a través de los tiempos.
Entonces despertó. Se hallaba sobre la tarima cubierta de terciopelo que había en la misteriosa habitación.
Bajo la grisácea luz fantasmagórica volvió a ver la tarima y la enigmática figura sentada sobre ella. La cabeza encapuchada estaba inclinada y los hombros apenas se distinguían en la oscuridad. Yasmina no percibía claramente todos los detalles, pero la capucha, que había sustituido al gorro de terciopelo, despertó en ella una extraña inquietud. Al mirar al Maestro se quedó helada de horror. Tenía la sensación de que no era el Maestro quien ocupaba la tarima en esos momentos.
La figura se puso en pie. Se inclinó sobre ella y extendió los largos brazos cubiertos por las amplias mangas. Yasmina luchó contra esos brazos, incapaz de pronunciar una sola palabra, sorprendida por la dura delgadez de aquellos miembros. La cabeza encapuchada también se inclinó sobre ella y Yasmina soltó un grito de horror. Unos brazos huesudos rodearon su hermoso cuerpo. Desde la capucha se asomaba un rostro muerto y desintegrado que la miraba..., un rostro que parecía un pergamino podrido adherido a un cráneo destrozado.
Yasmina volvió a gritar, y entonces las enormes y espantosas mandíbulas se acercaron a sus labios y ella perdió el conocimiento...

9. El castillo de los brujos

El sol se levantaba ya sobre los blancos picos de los montes Himelios. Un grupo de jinetes se detuvo al pie de una enorme pendiente y miró hacia arriba. Allí, encima de ellos, se veía una torre en la ladera de la montaña. Más arriba brillaban los muros de un edificio más grande, cerca de la línea donde la nieve comenzaba a cubrir la cima del Yimsha. El paisaje parecía irreal... las laderas de color púrpura subían hacia el fantástico castillo y la blanca cima resplandeciente se recortaba contra el cielo azul.
-Dejaremos los caballos aquí -dijo Conan con un gruñido- Es más seguro subir esa traicionera ladera a pie. Además, estos animales están agotados.
El cimmerio bajó del caballo de un salto. El negro corcel se mantenía en pie con las patas delanteras separadas y la cabeza gacha. Habían cabalgado durante toda la noche, y comieron lo poco que les quedaba en las alforjas. Sólo se habían detenido para dar de comer a los animales los pocos restos de comida que les quedaban.
-Esa primera torre es la de los acólitos de los Adivinos Negros -dijo Conan-. Al menos, eso dice la gente. Perros de presa de sus amos... brujos menores. No dejarán de vigilarnos mientras escalamos esa colina.
Kerim Sha miró hacia la montaña y luego en dirección al camino por el que habían venido. El turanio buscó en vano algún indicio o movimiento que denunciara la presencia de seres humanos en aquellos laberintos rocosos. Evidentemente, los afghulis habían perdido el rastro de su jefe durante la noche.
-En marcha.
Ataron los caballos e iniciaron el ascenso sin más comentarios. No había lugares donde ponerse a cubierto. La pendiente estaba sembrada de rocas que no eran suficientemente grandes como para ocultar a un hombre. Pero, aun así, servían en cierto modo de protección.
El grupo aún no había dado cincuenta pasos cuando una silueta que gruñía furiosa saltó desde una roca. Era uno de los delgados perros salvajes que infestaban las aldeas de las montañas. El animal tenía los ojos rojos y las mandíbulas llenas de espuma. Conan avanzaba delante del grupo, pero el animal no lo atacó. Pasó a su lado velozmente y se abalanzó sobre Kerim Sha. El turanio lo esquivó y el perro cayó sobre el irakzai que venía detrás de él. El hombre gritó y levantó un brazo, que de inmediato fue destrozado por los colmillos de la fiera. En una décima de segundo, una docena de espadas curvas mataron a la bestia. Sin embargo, hasta que no estuvo completamente destrozado, el espantoso animal no dejó de morder y desgarrar a los hombres.
Kerim Sha vendó la herida del guerrero, lo miró fijamente durante un momento y luego se dio media vuelta sin pronunciar una sola palabra. Luego se acercó a Conan y ambos hombres reanudaron el ascenso en silencio.
Al cabo de un rato, Kerim Sha dijo:
-Resulta extraño encontrar a un perro de aldea en este lugar.
-Por aquí no hay desperdicios de ninguna clase -dijo Conan con un gruñido.
Ambos volvieron la cabeza para mirar hacia el guerrero herido que avanzaba tras ellos junto con sus camaradas. El sudor le perlaba el oscuro rostro, en el que se dibujaba una mueca de dolor. Luego, los dos hombres miraron en dirección a la torre de piedra que se alzaba por encima de ellos.
Una extraña quietud reinaba en las alturas. Ni la torre ni el extraño edificio en forma de pirámide que había más arriba mostraban señales de vida. Pero los hombres subían como si estuvieran caminando sobre el borde de un precipicio.
Se encontraban a un tiro de flecha de la torre cuando algo cayó repentinamente del cielo. Pasó tan cerca de Conan que éste sintió el viento que producían sus enormes alas, pero fue un irakzai quien se tambaleó y cayó con la yugular rajada. Un halcón con alas que parecían barnizadas en acero pasó con el pico ganchudo lleno de sangre, al tiempo que Kerim Sha le lanzaba una flecha. El pájaro cayó en picado, pero nadie vio dónde.
Conan se inclinó sobre el guerrero herido por el pájaro, pero el hombre ya estaba muerto. Nadie dijo nada. Era inútil decir que jamás se había visto que un halcón matara a un hombre. La cólera comenzó a despertar en el alma salvaje de los fatalistas irakzais. Unos dedos peludos se crisparon sobre los arcos y los hombres miraron con ansias de venganza hacia la torre cuyo silencio les inquietaba.
Pero el siguiente ataque llegó muy rápidamente. Todos lo vieron... Era una blanca nube de humo de forma redonda, que osciló sobre la torre y luego rodó pendiente abajo en dirección a ellos. Otras bolas de humo siguieron a la primera. Parecían simples e inofensivos globos de espuma, pero Conan se apartó a un lado para evitar el contacto con la primera. Detrás de él, un irakzai dio un salto hacia adelante y hundió su espada en la extraña bola. Inmediatamente una explosión sacudió la montaña. Se produjo una llama cegadora y la bola desapareció, pero del curioso guerrero sólo quedó un montón de huesos calcinados. Su crispada mano todavía aferraba la empuñadura de la espada, pero la hoja de acero había desaparecido, se había fundido, destruida por aquel terrible calor. Sin embargo, los hombres que estaban al lado de la víctima no habían sufrido ninguna herida, excepto la ceguera momentánea producida por el repentino brillo de la explosión.
-¡El acero las hace estallar! -gritó Conan-. ¡Cuidado... ahí vienen!
La pendiente que había encima de ellos estaba cubierta casi por completo de esferas rodantes. Kerim Sha tensó su arco y lanzó una flecha hacia la masa, que explotó en llamas. Los hombres siguieron su ejemplo, y durante los minutos siguientes fue como si uña tormenta inundara la ladera de la montaña, llenándola de rayos y de llamas. Cuando todo cesó, quedaban pocas flechas en las aljabas de los guerreros.
Siguieron ascendiendo por el terreno calcinado y ennegrecido En algunos puntos, la roca se había convertido en lava a causa de la explosión de aquellas bombas diabólicas.
Se hallaban a un tiro de flecha de la silenciosa torre y se desplegaron en línea, con los nervios en tensión, preparados para hacer frente a cualquier horror que descendiera sobre ellos.
En la torre apareció una figura con un cuerno de bronce de tres metros de largo. Su estridente bramido resonó en las montañas con mil ecos, como si se tratara de las trompetas del Juicio Final. Inmediatamente rué contestado desde la misma tierra. El terreno tembló bajo los pies de los invasores y desde las profundidades subterráneas surgieron sonidos extraños.
Los irakzais gritaron retrocediendo como borrachos sobre la abrupta ladera y Conan, con los ojos centelleantes, corrió adelante, cuchillo en mano, y fue directamente hacia la puerta que había en el muro de la torre. Por encima de él, se oyó una vez más el enorme cuerno, que sonó como una burla cruel. Kerim Sha tensó el arco y lanzó una flecha.
Sólo un turanio era capaz de efectuar un disparo así. El rugido del cuerno cesó inmediatamente y en su lugar se oyó un prolongado grito de dolor. La figura vestida de verde que estaba en la torre se tambaleó aferrando el largo dardo que sobresalía de su pecho y acto seguido cayó del otro lado del parapeto. El enorme cuerno se quedó colgando del bordillo, y otra figura vestida de verde corrió para cogerlo, gritando con horror. El turanio lanzó otra flecha y se oyó un aullido de muerte. Al caer el segundo acólito, empujó el cuerno con el codo y el largo instrumento se estrelló contra las rocas que había más abajo.
Conan había recorrido la distancia que lo separaba de la torre a tal velocidad que, mucho antes de que se apagaran los ecos de la caída del cuerno, ya estaba intentando derribar la puerta. Advertido por su instinto salvaje, retrocedió súbitamente en el preciso instante en que caía desde arriba una enorme cantidad de plomo derretido. Pero un segundo después volvió a atacar los paneles con renovada furia. Lo incitaba el hecho de que sus enemigos hubieran tenido que recurrir a armas terrenales. La brujería de los acólitos era limitada. Sus recursos mágicos tenían que agotarse en cualquier momento.
Kerim Sha subía apresuradamente por la ladera mientras sus hombres lo seguían con gran entusiasmo. A medida que avanzaban seguían tirando flechas.
La enorme puerta de teca cedió bajo el furioso ataque del cimmerio, que miró hacia el interior esperando lo peor. En ese momento, estaba contemplando una habitación circular en la que había una serpenteante escalera. Del otro lado de la sala había otra puerta desde la que se veía la ladera de la montaña... y las espaldas de media docena de siluetas verdes que huían despavoridas.
Conan lanzó un grito y entró en la torre, pero una vez más su instinto lo hizo retroceder justo cuando caía al suelo un enorme bloque de piedra, en el mismo lugar en el que había estado él un segundo antes. Luego corrió alrededor de la torre, dando órdenes a su seguidores
Los acólitos habían evacuado su primera línea de defensa. Cuando Conan finalmente rodeó la torre, vio sus verdes túnicas flotando al viento en la montaña. Inició la caza, jadeando con sed de sangre, mientras Kerim Sha y los irakzais lo seguían.
La torre se alzaba en el borde inferior de una estrecha planicie cuya inclinación apenas era perceptible. A unos cientos de metros de distancia, la planicie terminaba abruptamente en un precipicio que no se veía desde la parte baja de la montaña. Los acólitos habían saltado al interior de aquel abismo sin reducir aparentemente la velocidad de su carrera. Sus perseguidores vieron flotar las verdes túnicas, que desaparecieron rápidamente en aquel lugar.
Pocos minutos después, Conan, Kerim Sha y los irakzais se hallaban sobre el borde del abismo que los separaba del castillo de los Adivinos Negros. Se trataba de un barranco cortado a pico que se extendía en todas direcciones, al parecer rodeando la montaña. Mediría aproximadamente unos cuatrocientos metros de ancho por ciento cincuenta metros de profundidad. Y de borde a borde flotaba una neblina extraña, translúcida y brillante.
Conan miró hacia abajo y soltó un gruñido. A sus pies, moviéndose sobre el reluciente fondo que brillaba como la plata, vio las siluetas de los acólitos verdes. Éstas estaban un tanto difuminadas, como si estuvieran en el fondo del agua. Avanzaban en columna de a uno en dirección a la pared de enfrente.
Kerim Sha colocó una flecha en su arco y disparó. Pero cuando el dardo penetró en la extraña neblina que llenaba el abismo, pareció perder fuerza y dirección, y se desvió de su curso.
-¡Si ellos han bajado, también nosotros podremos hacerlo! -dijo Conan mientras Kerim Sha miraba su flecha con asombro-. Los vi hace un momento en este mismo lugar..
Aguzando la vista, distinguió a lo lejos algo brillante; era como una hebra dorada que cruzaba el cañón. Los acólitos parecían seguir aquella senda. Conan recordó inmediatamente las extrañas palabras de Khemsa: «¡Sigue la veta dorada!». Al agacharse descubrió una fina veta de oro brillante sobre el borde, que iba desde una formación rocosa hasta el extremo y continuaba hasta el fondo platea do de la hondonada. Y descubrió algo más que antes no había podido ver a causa de la refracción de la luz. La veta dorada seguía una estrecha rampa que se hundía en el barranco, con peldaños para descender.
-Deben de haber bajado por aquí -le dijo Conan a Kerim Sha-. ¡No son pájaros! Los seguiremos...
En ese momento, el hombre que había sido mordido por el perro lanzó un grito terrible y saltó sobre Kerim Sha, enseñando los dientes como un animal rabioso. El turanio, rápido como un felino, saltó a un lado y el loco cayó de cabeza en la hondonada. Los demás corrieron hacia el borde y lo miraron atónitos. El loco no cayó normalmente. Descendió con suavidad, como si flotara en aguas profundas. Sus miembros se movían como los de un hombre que intentara nadar y su rostro estaba completamente azul. Por último, su cuerpo tocó levemente el brillante fondo del precipicio.
-En este abismo reina la muerte -dijo Kerim Sha-. ¿Qué hacemos ahora, Conan?
-¡Oh! -repuso el cimmerio haciendo una mueca-. Esos acólitos son seres humanos. Si la bruma no los ha matado a ellos, tampoco me matará a mí.
Se ajustó el cinturón y sus manos tocaron el que le había dado Khemsa. Conan esbozó una sonrisa. Había olvidado ese cinto. Sin embargo, la muerte había pasado tres veces a su lado y tocado finalmente a otra persona.
Los acólitos ya habían alcanzado la pared opuesta y subían por ella como enormes moscas verdes. Conan comenzó a descender cautelosamente por la rampa, apoyando un pie en el primer escalón. La nube rosada tocó sus tobillos y fue ascendiendo a medida que él bajaba. La bruma le llegó a las rodillas, muslos y cintura. Conan la sentía como si fuera la pesada niebla de una noche cargada de humedad. Al tocar su barbilla, dudó, y luego siguió descendiendo. Su respiración cesó súbitamente. Sintió que una extraña presión gravitaba sobre sus costillas, ahogándolo. Con un esfuerzo frenético por conservar la vida volvió a subir. Asomó la cabeza a la superficie y tragó aire a grandes bocanadas.
Kerim Sha se inclinó hacia él y le habló, pero Conan no lo escuchó ni le hizo caso. Obstinadamente y recordando todo lo que le había dicho Khemsa al morir, el cimmerio buscó la veta dorada y descubrió que se había desviado de ella al descender. En la rampa había una serie de huecos para apoyar las manos. Colocándose directamente sobre la veta, comenzó a descender una vez más. La rosada bruma lo rodeó. Ahora su cabeza se hallaba bajo la nube, pero podía respirar aire puro. Por encima de él vio a sus compañeros, que lo miraban. Sus rostros aparecían borrosos a causa del halo que flotaba sobre su cabeza. Les hizo una seña para que lo siguieran y descendió rápidamente sin esperar a ver si le obedecían.
Kerim Sha envainó su espada sin hacer el menor comentario y lo siguió. Los irakzais, que tenían más miedo de quedarse solos que de los horrores que pudieran encontrar allí abajo, también fueron detrás de su jefe. Todos los hombres siguieron la veta dorada, tal como había hecho el cimmerio.
Una vez en el fondo del barranco, avanzaron sobre un terreno nivelado y brillante, siempre siguiendo la veta dorada. Era como si caminaran por un túnel invisible. Sentían que la muerte se cernía sobre ellos desde arriba y desde los lados, pero no los tocaba.
La veta dorada ascendía por una rampa similar que había en la pared por la que habían desaparecido los acólitos, y acto seguido Conan y su grupo los siguieron con todos los nervios en tensión, sin saber qué les esperaba entre los salientes rocosos que marcaban el borde del precipicio.
Allí los esperaban los acólitos vestidos de verde con cuchillos en las manos. Tal vez habían alcanzado los límites a los cuales podían retirarse. Quizá el cinto estigio que rodeaba la cintura de Conan fuera la causa de que la magia de aquellas gentes hubiera fracasado tan estrepitosamente. O tal vez fuera también el conocimiento de una muerte imposible lo que los había hecho saltar desde las rocas con los ojos brillantes y los cuchillos en la mano, recurriendo, en su desesperación, a armas materiales.
Allí, entre los colmillos rocosos del borde del precipicio, no se libraba una lucha contra la magia. Era una batalla de acero, en la cual éste hería y se derramaba sangre de verdad.
Un irakzai murió desangrado entre las rocas, pero todos los acólitos cayeron, decapitados o con las entrañas al aire, al suelo plateado que brillaba a sus pies.
Entonces los conquistadores se sacudieron la sangre y el sudor que les cubría los ojos, y se miraron unos a otros. Conan y Kerim Sha se mantenían en pie, junto con cuatro irakzais.
Estaban entre las rocas que formaban el serrado borde del precipicio, y desde allí partía un sendero en suave declive hacia una ancha escalera formada por media docena de escalones, situada a treinta metros de distancia y fabricada con un extraño material de color verde jade. Los escalones, a su vez, conducían a una especie de galería sin techo construida con la misma piedra, y sobre esta galería se alzaba el castillo de los Adivinos Negros. Parecía estar tallado en la misma roca de la montaña. La arquitectura era impecable, pero carecía de adornos. Sus ventanas enrejadas estaban encubiertas por cortinas desde dentro. Allí no había la menor señal de vida.
Ascendieron cautelosamente por el sendero, como si estuvieran pisando la guarida de una serpiente. Los irakzais iban en silencio, convencidos de que se encaminaban a una muerte segura. Incluso Kerim Sha mantenía un absoluto mutismo. Sólo Conan no parecía advertir que aquella invasión significaba una monstruosa violación de todas las tradiciones de ese lugar sagrado. Él no era oriental y pertenecía a una estirpe que luchaba contra diablos y hechiceros con la misma furia que contra enemigos humanos.
Conan subió rápidamente las brillantes escaleras, atravesó la galería y se dirigió directamente hacia la enorme puerta de teca con herrajes dorados que tenía delante. Echó una rápida mirada a la pirámide que se alzaba por encima de él. Luego extendió una mano, la apoyó sobre la manilla de bronce de la puerta y se detuvo sonriendo diabólicamente. La manilla tenía la forma de una serpiente con la cabeza levantada sobre un cuello arqueado. Conan sospechó que aquella cabeza de metal podría cobrar vida en cuanto entrara en contacto con su mano.
La golpeó una sola vez, y el ruido metálico que produjo al caer al suelo brillante no hizo disminuir sus precauciones. La apartó a un lado con la punta de su largo cuchillo y se volvió nuevamente hacia la puerta. En la torre reinaba un silencio absoluto. Las laderas de la montaña se perdían en la bruma purpúrea, y a lo lejos se veía un buitre que parecía estar suspendido en el azul del cielo. Los hombres que había ante la puerta parecían pequeñas manchas negras sobre el fondo verde de la galería de jade.
El helado viento les azotaba el rostro. El cuchillo de Conan despertó ecos dormidos al golpear los paneles de teca. Golpeó una y otra vez, astillando la pulida madera y arrancando las bandas de metal. A través de la destrozada madera miró hacia el interior, alerta y cauteloso como un lobo. Vio una amplia habitación con pulidos muros de piedra sin tapices y un suelo de mosaico sin alfombras. El mobiliario consistía en unas sillas de ébano y una enorme tarima de piedra. No había nadie en la habitación. Al fondo de la sala se veía otra puerta.
-Deja a un centinela en el exterior -dijo Conan con un gruñido-. Yo voy a entrar.
Kerim Sha nombró a un guerrero para que ocupara el puesto, y los demás hombres retrocedieron hasta el centro de la galería con sus arcos preparados. Conan entró en el castillo, seguido del turanio y de los otros tres irakzais. El hombre que había quedado de centinela escupió al suelo y gruñó algo ininteligible. De repente sintió un sobresalto al escuchar una carcajada burlona que llegó a sus oídos.
Levantó la cabeza y vio una ventana encima de él, en la que había una silueta alta, vestida de negro, cuya cabeza descubierta asentía ligeramente al mirarlo. Todo en ese hombre sugería burla y malevolencia. Rápido como un rayo, el irakzai tensó su arco y disparó. La flecha ascendió y se clavó en el pecho cubierto por la túnica negra. La sonrisa burlona no se borró de su rostro. El Adivino se arrancó el dardo del pecho y lo arrojó en dirección al arquero, no como agresión sino con un gesto de desprecio. El irakzai se agachó instintivamente y levantó un brazo. Sus dedos se cerraron sobre la flecha.
Entonces soltó un alarido. El dardo se retorció en su mano. Se volvió flexible como si fundiera con ella. Trató de soltarlo, pero era demasiado tarde. Su mano sostenía una serpiente que ya se había enrollado en la muñeca. La terrible cabeza atacó el brazo musculoso del hombre. Éste volvió a gritar con los ojos desorbitados, como si estuviera contemplando una espantosa visión, y su rostro enrojeció. Cayó de rodillas sacudido por terribles convulsiones y al cabo de unos segundos se quedó completamente inmóvil.
Los hombres que habían entrado en el castillo se dieron media vuelta al oír el grito. Conan se dirigió hacia la puerta y luego se detuvo en seco. Aunque no podía ver nada, sintió como si ante él hubiera un duro cristal colocado en el mismo umbral de la puerta. Entonces vio al irakzai tendido en el suelo con una flecha clavada en el brazo.
El cimmerio levantó su cuchillo y atacó. Los demás hombres se quedaron atónitos al ver que daba golpes en el aire, al tiempo que su hoja sonaba contra una sustancia dura. Conan no desperdició más esfuerzos. Sabía que ni siquiera la legendaria espada curva de Amir Khurum hubiera podido destrozar aquella cortina invisible. Le explicó en pocas palabras al turanio lo que sucedía, y Kerim Sha se encogió de hombros, diciendo:
-Bien, si tenemos la salida bloqueada, debemos encontrar otra. Mientras tanto, nuestro objetivo está por delante, ¿no es así?
El cimmerio gruñó algo y cruzó la habitación dirigiéndose hacia la otra puerta, con la sensación de estar caminando hacia el umbral de la muerte. Al levantar su cuchillo para destrozar la puerta, ésta se abrió silenciosamente como si lo hiciera por sí sola. Entró en un enorme salón flanqueado por altas y brillantes columnas. A unos treinta metros de distancia de la puerta estaban los anchos escalones de color verde jade de una escalera que parecía el lado de una pirámide. Pero entre él y el comienzo de la escalera había un curioso altar brillante de color negro. Cuatro enormes serpientes doradas enroscaban sus colas alrededor del altar, con las cabezas en el aire orientadas hacia los cuatro puntos cardinales como si fueran guardianes de un fabuloso tesoro. Pero en el altar, entre los curvados cuellos de los animales, solamente había un globo de cristal lleno de una extraña sustancia que parecía humo, en la que flotaban cuatro granadas doradas.
Al ver aquello, Conan recordó algo. Luego se detuvo, porque en los escalones inferiores vio cuatro figuras vestidas de negro. No los había visto venir. Eran altos y enjutos, y sus cabezas de buitre se movían al unísono.
Uno de ellos levantó su brazo derecho y la manga se deslizó dejando al descubierto la mano..., pero no era una mano. Conan se detuvo, pese a su deseo de seguir adelante. Acababa de tropezar contra una fuerza muy diferente de la magia de Khemsa y no podía dar un solo paso, aunque comprobó que, si lo deseaba, podía retroceder. Sus compañeros también se detuvieron y parecían aún más desamparados que él, incapaces de moverse en ninguna dirección. El Adivino que había levantado el brazo hizo una seña a uno de los irakzai, y el hombre avanzó hacia él como en trance, con los ojos fijos y sosteniendo débilmente la espada en la mano. Al pasar junto a Conan, éste extendió un brazo y le tocó el pecho para impedir que avanzara más. Conan era mucho más fuerte que el irakzai, hasta el punto de que en circunstancias normales le hubiera resultado muy sencillo partirle el espinazo como si fuese una rama. Pero en ese momento el musculoso brazo del cimmerio fue apartado a un lado con toda facilidad, y el irakzai siguió avanzando rígida y mecánicamente. Llegó hasta los escalones, se arrodilló y entregó su espada con una inclinación de la cabeza. El monje tomó el arma. La hoja brilló como un relámpago. Un segundo después, la cabeza del irakzai cayó al suelo de mármol en medio de un charco de sangre.
La deforme mano volvió a moverse en el aire, y otro irakzai avanzó rígidamente hacia su muerte.
Cuando el tercer irakzai pasó junto a Conan en su camino hacia la muerte, el cimmerio, con las venas de las sienes a punto de estallar por el esfuerzo de romper la invisible barrera que lo retenía, advirtió de repente la presencia de invisibles fuerzas aliadas, que cobraban vida en su interior. Era una revelación inesperada, pero tan poderosa que Conan no dudó de su instinto. Su mano izquierda se deslizó involuntariamente bajo su cinto bakhariota y aferró el cinturón estigio. Al hacerlo, sintió que una nueva fuerza invadía todo su cuerpo. El ansia de vivir latía intensamente en él, acompañada de una cólera sin precedentes.
El tercer irakzai ya se había convertido en un cadáver decapitado, y el dedo del hombre vestido de negro se levantaba una vez más cuando Conan sintió que se rompía la barrera invisible. Un grito involuntario y feroz surgió de sus labios al saltar hacia adelante con furia. Su mano izquierda asió el cinturón del brujo de la misma manera que un hombre se aferra a un madero para no ahogarse. En su mano derecha brilló la hoja de acero del largo cuchillo. Los hombres que estaban en los escalones no se movieron. Contemplaban el espectáculo con una expresión cínica. Si sentían alguna sorpresa, no la exteriorizaban en absoluto. En ese momento, Conan no se permitió el lujo de pensar en lo que podría suceder si se pusiera al alcance de sus cuchillos. La sangre latía en sus sienes y una nube de color carmesí le oscurecía la vista. Sentía unas ansias terribles de matar, de hundir su cuchillo en la carne y en los huesos de sus enemigos.
Unos pasos más, y llegaría a los escalones en los que se hallaban de pie aquellos demonios. Respiró profundamente y su furia aumentó, al igual que la velocidad de su ataque. Ya estaba a punto de pasar junto al altar de las serpientes doradas cuando súbitamente cobraron vida en su cerebro las palabras pronunciadas por Khemsa: «¡Rompe la bola de cristal!».
Su reacción fue casi involuntaria. La ejecución siguió al impulso de modo tan espontáneo que el mago más grande de la época no habría tenido tiempo de leer sus pensamientos o de evitar su acción. Giró sobre sus talones como un felino y dejó caer su cuchillo sobre el cristal. De inmediato, el aire vibró con un espantoso clamor, aunque Conan no alcanzó a darse cuenta si procedía de las escaleras, del cristal o del altar. Unos terribles siseos llenaron sus oídos cuando las serpientes doradas cobraron vida, se retorcieron y atacaron. Pero Conan actuó con la rapidez y la cólera de un tigre enfurecido. Un formidable remolino de acero cayó sobre los abominables animales que se movían a su alrededor, y golpeó el globo de cristal una y otra vez; la esfera estalló con un ruido tremendo, esparciendo por el suelo de mármol miles de trozos diminutos de vidrio. Al mismo tiempo las granadas doradas, como liberadas de su cautiverio, se elevaron hacia el cielorraso y desaparecieron.
En el enorme salón se oyeron alaridos bestiales. Sobre los escalones se retorcían cuatro figuras vestidas de negro, sacudidas por espantosas convulsiones, y una asquerosa espuma colgaba de sus pálidas bocas. Entonces, con un formidable crescendo de aullidos humanos, las figuras se fueron inmovilizando hasta exhalar un último estertor. Estaban muertos. Conan miró hacia el altar y vio trozos de cristal. Cuatro serpientes doradas sin cabeza se hallaban junto a aquél, pero en el brillante metal ya no había vida.
Kerim Sha se incorporó lentamente. Una fuerza invisible lo había arrojado al suelo. Movió la cabeza para aclarar sus ideas.
-¿Has oído ese ruido cuando se rompió el cristal? -preguntó-. Fue como si hubieran estallado mil paneles de vidrio en todo el castillo. ¿Serían las almas de los brujos las que estaban aprisionadas dentro de esas bolas doradas? ¡Cuidado!
Conan se dio la vuelta rápidamente y Kerim Sha desenvainó su espada.
Otra figura se hallaba de pie en la parte alta de la escalera. Su túnica también era negra, pero de terciopelo lujosamente bordado, y llevaba un gorro del mismo material. Su rostro expresaba una gran calma, y no era del todo desagradable.
-¿Quién diablos eres? -preguntó Conan, mirándolo, con el cuchillo en la mano.
-¡Soy el Maestro de Yimsha!
La voz del hombre sonaba como la campana de un templo, aun cuando en ella se percibía cierto tono de crueldad.
-¿Dónde está Yasmina? -quiso saber Kerim Sha.
El Maestro se echó a reír mirándolo fijamente a la cara.
-¿Y a ti qué te importa, cadáver? ¿Acaso has olvidado ya mi fuerza, la que una vez te enseñé, que vienes a mí armado, pobre estúpido? ¡Creo que te arrancaré el corazón, Kerim Sha!
Extendió su mano como para recibir algo, y el turanio profirió un grito agudo, como el de un hombre agonizando. Retrocedió tambaleándose como un borracho y su corazón, rasgando su pecho, fue a parar a la mano extendida del Maestro, como si fuera un trozo de hierro deslizándose hacia un imán. El turanio cayó al suelo, donde permaneció inmóvil, y el Maestro se echó a reír, arrojando el corazón a los pies del cimmerio.
Conan soltó un rugido y una maldición y avanzó en dirección a la escalera. El cinturón de Khemsa le daba fuerza y se sentía invadido por un odio mortal hacia aquella terrible emanación de poder que se enfrentaba a él. El aire se llenó de una bruma acerada a la que Conan se arrojó de cabeza, con el brazo izquierdo protegiéndole el rostro y empuñando el formidable cuchillo en la mano derecha. Sus ojos medio ciegos miraron por encima de su codo, y vio la odiada figura del Adivino. La silueta de aquella negra figura se movía delante de él como si se tratara de un reflejo sobre aguas agitadas.
Se sentía vapuleado y torturado por fuerzas que escapaban a su comprensión, pero a pesar del poder del brujo y de su propio dolor se sentía impulsado hacia adelante por una fuerza inexorable.
Ya había alcanzado la parte superior de las escaleras, y el rostro del Maestro seguía flotando entre la oscura bruma que había delante de sus ojos. Sin embargo, en aquellos ojos inescrutables se reflejaba un extraño temor. Conan atravesó la bruma y su cuchillo se levantó velozmente, como si tuviera vida. La afilada punta rasgó la túnica del Maestro en el momento en que éste saltaba hacia atrás con un grito. Luego, el mago desapareció ante los ojos de Conan... simplemente se esfumó como una voluta de humo, y una cosa larga y ondulante ascendió rápidamente por las escaleras más pequeñas que partían a derecha e izquierda desde el rellano.
Conan corrió tras esa cosa, en dirección a la escalera de la izquierda, sin estar muy seguro de qué se trataba.
Entró en un ancho pasillo cuyo suelo y paredes desnudas eran de jade pulido. La cosa alargada se deslizó rápidamente delante de él por el corredor y entró por una puerta cubierta por una cortina. Del interior de aquella habitación surgió un grito espantoso de terror. El grito prestó alas a los pies de Conan, que en un par de formidables saltos entró en la sala.
Entonces sus ojos contemplaron una escena terrible. Yasmina, encogida en el extremo más alejado de una tarima cubierta de terciopelo negro, gritaba aterrada, protegiéndose el rostro con el antebrazo, mientras que delante de ella se balanceaba la cabeza de una gigantesca serpiente con el brillante cuello arqueado. Conan, con una maldición, arrojó su cuchillo.
El animal se dio media vuelta instantáneamente y se abalanzó sobre él como un vendaval. El largo cuchillo aún vibraba en el cuello de la bestia. La empuñadura sobresalía por uno de sus lados, mientras que por el otro se veía la hoja acerada. Pero eso no hizo más que enfurecer al reptil. La enorme cabeza de la gigantesca serpiente se balanceó por encima de Conan y luego descendió en un rápido ataque, abriendo las mandíbulas y mostrando los terribles colmillos llenos de veneno. Pero Conan ya había extraído una daga de su cinto y golpeó de abajo arriba cuando la cabeza de la serpiente descendió. La punta de la daga atravesó su mandíbula inferior y se clavó en la superior, uniendo a ambas. Un segundo después, el enorme tronco del animal estaba enrollado en el cuerpo de Conan; al no poder usar los colmillos, empleaba otra forma de ataque.
El brazo izquierdo de Conan estaba sujeto entre los potentes anillos del animal, pero le quedaba libre el derecho. Separando los pies para conservar mejor el equilibrio, extendió la mano, que aferró la empuñadura del largo cuchillo, y con un fuerte tirón lo sacó del cuello de la serpiente, empapándose el brazo de sangre. Como si adivinara sus intenciones con algo más que una inteligencia animal, la serpiente se retorció, tratando de atrapar entre sus anillos el brazo derecho de Conan. Pero el largo cuchillo subió y bajó con la velocidad de la luz y cortó en dos el tronco del repugnante animal
Antes que pudiera atacar de nuevo, los grandes anillos se aflojaron sobre el brazo de Conan y el monstruo se arrastró por el suelo dejando un reguero de sangre. Conan saltó hacia adelante con el cuchillo levantado, pero su golpe cortó el aire cuando la serpiente se alejó de él y su cabeza chocó contra un panel de madera de sándalo. El panel giró hacia adentro y el semidestrozado cuerpo del animal desapareció por la abertura
Conan atacó instantáneamente el panel y lo deshizo con unos cuantos golpes. Luego miró hacia la alcoba tenuemente iluminada que había más allá. No se veía ninguna serpiente. Había sangre en el suelo de mármol y las huellas llegaban hasta una puerta en forma de arco. Pero las huellas de sangre pertenecían a unos pies humanos descalzos.. .
-¡Conan!
El cimmerio corrió hacia la habitación para recibir en sus brazos a la Devi de Vendhia. La muchacha cruzó corriendo la sala y rodeó el cuello de Conan con sus brazos, medio histérica de terror, gratitud y alivio.
A Conan le hervía la sangre por todo lo sucedido. Apretó a la muchacha contra su cuerpo en un abrazo que la hubiera hecho gemir de dolor en otras circunstancias, y apretó sus labios contra los de la joven. Yasmina no opuso la menor resistencia. Cerró los ojos y bebió sus besos fieros y ardientes con todo el abandono de su pasión.
-Sabía que vendrías a buscarme -susurró ella-. Estaba segura de que no me abandonarías en esta guarida de diablos.
Ante las palabras de la muchacha, Conan pareció recordar súbitamente todo lo que los rodeaba. Levantó la cabeza y escuchó con atención. Un silencio amenazador reinaba en el castillo de Yimsha Se sentía un peligro invisible agazapado en todos los rincones.
-Será mejor que nos vayamos de aquí mientras podamos hacerlo -dijo Conan-. Esas heridas habrían sido más que suficientes para matar a una bestia corriente... o a un hombre..., pero los brujos tienen una docena de vidas. Hieres a uno de ellos e inmediatamente se aleja como una serpiente para obtener veneno fresco de alguna fuente mágica.
Cogió a la joven en brazos como si fuera una niña, salió al corredor de jade brillante y bajó las escaleras con todos los nervios en tensión, alerta ante cualquier sonido o señal.
-Me encontré con el Maestro -murmuró la joven, temblando y apretando más el cuello del cimmerio con sus brazos-. Trató de doblegar mi voluntad empleando su magia. Pero lo más terrible fue un cuerpo monstruoso que me tomó entre sus brazos...; entonces me desmayé y estuve mucho tiempo como muerta. Poco después recobré el sentido y oí ruidos de pelea que llegaban desde abajo, después gritos, y luego esa serpiente se deslizó bajo los tapices. Sabía que no se trataba de una ilusión, sino que era de verdad una serpiente que intentaba matarme.
-Al menos no era una sombra -repuso Conan enigmáticamente-. Sabía que estaba derrotado y pensó en matarte antes que alguien te rescatara.
-¿A quién te refieres? -preguntó la muchacha, inquieta.
Luego se acurrucó contra Conan sollozando y olvidando su pregunta. Había visto los cadáveres al pie de las escaleras. No resultaba nada agradable ver los cuerpos muertos de los Adivinos. Retorcidos, con los pies y manos al descubierto, constituían un espectáculo verdaderamente repugnante. Yasmina se puso lívida y ocultó su rostro en el poderoso hombro de Conan.

10. Yasmina y Conan

Conan atravesó rápidamente el vestíbulo y la habitación exterior y se acercó a la puerta que daba a la galería. Entonces vio el suelo sembrado de diminutos trozos de vidrio. El panel de cristal que cubría el umbral se había hecho pedazos, y recordó el fuerte ruido que había acompañado al estallido del globo de cristal. Conan pensó que todas las piezas de vidrio que había en el castillo se habrían roto, y el instinto le sugirió la verdad de la monstruosa relación existente entre los Señores del Círculo Negro y las granadas doradas. Sintió que se le erizaba el cabello y trató de no pensar más en el asunto.
Respiró profundamente aliviado cuando salió a la galería de jade verde. Todavía tenía que cruzar la garganta del desfiladero, pero al menos veía brillar los picos de la montaña bajo el sol y las laderas de la colina que se perdían a lo lejos entre las azuladas brumas.
Los irakzais yacían en el suelo en el mismo lugar en el que habían caído, formando un desagradable montón de cadáveres sobre la pulida superficie. Mientras descendía por el serpenteante camino, Conan se sorprendió al ver que el sol aún no había rebasado el cenit. El cimmerio tenía la sensación de que habían transcurrido muchas horas desde que entrara en el castillo de los Adivinos Negros.
Sintió que debía darse prisa, no sólo por el pánico que sentía, sino por la sensación de que acechaba el peligro. No le dijo nada a Yasmina. La muchacha parecía contenta y segura en sus brazos de hierro, con su morena cabeza apoyada en el amplio pecho del cimmerio. Conan se detuvo un instante al borde del precipicio con el ceño fruncido. La bruma que había antes en la estrecha garganta del desfiladero ya no tenía aquel tono rosáceo y brillante. Ahora era más bien gris, sutil, fantasmagórica. Conan pensó que en cierta forma la magia de los brujos debía de haber cambiado el paisaje.
Pero allí abajo el suelo brillaba como la plata y la veta de oro seguía resplandeciendo. Conan cargó a Yasmina sobre un hombro. La joven se dejó llevar dócilmente. El cimmerio descendió deprisa por la rampa, y a continuación atravesó el fondo a toda velocidad. Tenía la convicción de que estaban luchando contra el tiempo, de que sus posibilidades de salvación dependían de cruzar pronto aquella garganta de horrores, antes de que el herido Maestro del castillo recuperase fuerzas para lanzar sobre ellos alguna nueva maldición.
Cuando por fin Conan ascendió la rampa y llegó a la cima, respiró hondo y dejó a Yasmina de pie sobre el suelo.
-Hay que caminar desde aquí -dijo Conan- colina abajo sin parar.
La muchacha lanzó una mirada hacia la brillante pirámide que se alzaba al otro lado del precipicio. El extraño castillo se recortaba contra la nevada ladera de la montaña como una ciudadela de silencio y de mal eterno.
-¿Acaso eres un mago? ¿Cómo has vencido a los Adivinos Negros de Yimsha? -preguntó la joven al descender por el sendero, mientras Conan rodeaba la frágil cintura con su musculoso brazo.
-Fue el cinto que me entregó Khemsa antes de morir -repuso Conan-. Sí, lo encontré en el sendero. Se trata de un cinto muy extraño que te enseñaré cuando tenga tiempo. Era ineficaz contra algunas prácticas de brujería, pero poderoso contra otras, y un buen cuchillo es un arma que sirve siempre bien a quien lo sabe emplear.
-Pero si el cinto te ayudó a vencer al Maestro, ¿por qué no ayudó a Khemsa? -preguntó la muchacha.
Conan movió la cabeza y respondió:
-¿Quién sabe? Khemsa había sido esclavo del Maestro. Tal vez eso debilitó su magia. El Maestro no tenía el mismo dominio sobre mí que sobre Khemsa. Sin embargo, no puedo decir que lo derroté. Él se retiró. Pero tengo la sensación de que lo volveremos a ver. Quiero poner la mayor cantidad de leguas de distancia entre nosotros y su guarida.
Conan se sintió más aliviado aún al comprobar que los caballos estaban atados entre los tamariscos, tal como los había dejado. Los soltó rápidamente. Montó sobre el negro corcel y colocó a Yasmina delante de él. Los demás animales los siguieron con renovadas fuerzas gracias al descanso que habían tenido.
-¿Y ahora qué? -preguntó la muchacha-. ¿A Afghulistán?
-¡Todavía no! -replicó Conan con una extraña sonrisa-. Alguien, quizá el gobernador, mató a mis siete hombres. Esos estúpidos que me siguen creen que yo he tenido algo que ver con ello, y a menos que pueda convencerlos de lo contrario, me darán caza como a un chacal herido.
-¿Y qué será de mí? Si los jefes han muerto ya no te sirvo como rehén. ¿Me matarás para vengarte?
Conan miró a la Devi con ojos brillantes y se echó a reír.
-Entonces cabalguemos hacia la frontera -dijo ella-. Allí estarás a salvo de los afghulis.
-Sí, para caer en una trampa vendhia.
-Soy la reina de Vendhia -le recordó la joven con su antiguo orgullo-. Me has salvado la vida y recibirás una recompensa por ello.
La muchacha no había tenido intención de darle ese tono a sus palabras, pero Conan gruñó algo ininteligible, un poco indignado.
-¡Guarda tus tesoros para tus perros, princesa! ¡Si tú eres la reina de los llanos, yo soy el jefe de las montañas, y no daré ni un solo paso más para llevarte a la frontera!
-Pero estarías a salvo... -comenzó a decir Yasmina, perpleja.
-Y tú serías de nuevo la Devi -la interrumpió Conan-. No, muchacha, te prefiero como eres ahora: una mujer de carne y hueso cabalgando junto a mí sobre este caballo.
-¡Pero no me puedes retener! -exclamó la Devi-. No puedes...
-¡Espera y lo verás!
-Te daré una buena recompensa...
-¡Que el diablo se lleve tu recompensa! -repuso Conan bruscamente.
Luego la apretó con más fuerza contra su cuerpo y agregó:
-El reino de Vendhia no podría darme nada que desee tanto como a ti. Arriesgué mi vida por salvarte. Si tus cortesanos quieren recuperarte, que vengan a Zhaibar y que peleen por ti.
-¡Pero ahora no tienes partidarios! -protestó la joven-. ¡Te persiguen! ¿Cómo puedes defender tu vida, y mucho menos la mía?
-Todavía tengo amigos en las montañas -repuso-. Hay un jefe khurakzai que te cuidará mientras yo discuto con los afghulis. Si no quieren saber nada de mí, ¡por Crom!, cabalgaré hacia el norte contigo, hasta las estepas de los kozakos. Fui jefe de los Compañeros Libres antes de venir al sur. ¡Te haré reina del río Zaporoska!
-¡Pero no puedo! -protestó la muchacha-. No debes retenerme...
-Si la idea te resulta tan repulsiva -dijo Conan-, ¿por qué me has besado con tanta pasión?
-Una reina también es un ser humano -repuso Yasmina ruborizándose-. Pero mi obligación es pensar en mi reino, ¡ Ven a Vendhia conmigo!
-¿Me harías tu rey? -preguntó Conan irónicamente.
-Bueno, hay costumbres... -tartamudeó la muchacha. Conan soltó una sonora carcajada.
-Sí, costumbres civilizadas que no te permitirían hacer lo que deseas. Te casarás con algún rey decrépito de las llanuras, y yo tendría que seguir mi camino con el recuerdo de algunos besos robados a tus labios.
-¡No!
-¡Debo regresar a mi reino! -repitió la joven.
-¿Para qué? -preguntó Conan furioso-. ¿Para apoyar las nalgas sobre tronos de oro y escuchar los aplausos de unos estúpidos vestidos de terciopelo? ¿Para qué? Escucha: Yo nací en las montañas cimmerias, donde todos son bárbaros. He sido soldado mercenario, corsario, kozako y otras cien cosas más. ¿Qué rey ha viajado por tantos países, peleado en tantas batallas, amado a tantas mujeres y conquistado la fama que yo tengo?
Conan hizo una pausa y luego agregó:
-He venido a Ghulistán para conseguir hombres y conquistar los reinos del sur... entre ellos el tuyo. Ser jefe de los afghulis era sólo un comienzo. Si puedo convencerlos, dentro de un año contaré con una docena de tribus. De lo contrario, regresaré a las estepas y saquearé las fronteras turanias con los kozakos. Y tú me acompañarás. ¡Al diablo con tu reino! Sus habitantes se las arreglaban perfectamente bien antes de que tú nacieras.
La muchacha estaba en sus brazos, mirándolo. En su interior, sentía algo que la impulsaba hacia ese hombre. Pero mil generaciones de soberanía pesaban sobre ella.
-¡No puedo! -exclamó-. ¡No puedo!
-No te queda otra alternativa -afirmó Conan-. Tú... ¿Pero qué diablos?
Habían dejado Yimsha muy atrás y avanzaban a lo largo de un elevado risco que separaba dos profundos valles. Se encontraban en una cima desde la que podían divisar perfectamente el valle que había a la derecha. Allí abajo se libraba una batalla. Soplaba un fuerte viento que les impedía oír bien, pese a lo cual percibían el sonido del metal y de los cascos de los caballos.
Vieron el reflejo del sol sobre la punta de las lanzas y de los cascos en espiral. Tres mil guerreros protegidos por cotas de malla empujaban delante de ellos a un grupo de harapientos jinetes que huían defendiéndose como lobos.
-¡Turanios! -exclamó Conan-. Escuadrones de Secunderam. ¿Qué diablos están haciendo aquí?
-¿Quiénes son los hombres a los que persiguen? -preguntó Yasmina-. ¿Y por qué retroceden? No pueden enfrentarse a una caballería tan organizada.
-Quinientos de mis estúpidos afghulis -gruñó Conan mirando hacia el valle-. Están en una trampa y lo saben.
El valle, evidentemente, era un callejón sin salida.
Se estrechaba formando una garganta de altos muros y se abría después en un redondo cuenco sin salida, flanqueado por paredes imposibles de escalar.
Los harapientos jinetes tocados con turbantes eran empujados hacia la garganta porque no había otro lugar adonde ir, y en consecuencia retrocedían, contraatacando fieramente entre una verdadera lluvia de flechas y un torbellino de espadas. Los jinetes con cascos los atacaban, pero sin demasiada fuerza. Conocían la furia desesperada de las tribus de las montañas, y sabían también que tenían a su presa cogida en una trampa de la que era imposible escapar. Se habían dado cuenta de que los montañeses eran afghulis y deseaban capturarlos vivos, hacer que se rindieran, pues necesitaban rehenes para conseguir sus objetivos.
Su emir era un hombre de decisión e iniciativa. Cuando llegó al valle de Gurashah y vio que no lo esperaban guías ni emisarios, siguió avanzando, confiado en sus propios conocimientos del terreno. Durante el camino desde Secunderam se habían entablado luchas, y algunas tribus se lamían sus heridas en las aldeas de las montañas. Sabía que existía la posibilidad de que ni él ni sus hombres volvieran jamás a Secunderam, ya que en ese momento las tribus de las montañas los perseguirían, pero estaba firmemente decidido a cumplir las órdenes que había recibido. Éstas consistían en arrebatar a la Devi Yasmina de manos de los afghulis y llevarla prisionera a Secunderam o, si esto era absolutamente imposible, cortarle la cabeza antes que él mismo, jefe de todas aquellas tropas, muriese.
Por supuesto, los que contemplaban el espectáculo desde la cima del risco no sabían nada de esto. Pero Conan jugueteó con las riendas de su caballo con cierto nerviosismo.
-¿Por qué diablos se habrán dejado atrapar de esa manera? -preguntó en voz alta-. Sé lo que estaban haciendo aquí. ¡Esos perros intentaban atraparme! Se metieron en todos los valles hasta que los han encerrado en éste. ¡Estúpidos! Por el momento aguantan en esa garganta, pero no podrán hacerlo por mucho tiempo. Cuando los turanios los hagan entrar en ese callejón sin salida, no quedará un solo afghuli vivo.
El fragor de la batalla aumentó de intensidad. En la boca de la estrecha garganta los afghulis resistían desesperadamente contra los armados y protegidos turanios que no se decidían a lanzarse contra ellos con todas sus fuerzas.
Conan frunció el ceño, se movió inquieto acariciando la empuñadura de su cuchillo y dijo:
-Devi, tengo que bajar junto a esos hombres. Encontraré un lugar para que te escondas hasta que regrese. Hablaste de tu reino... bien, no pretendo cuidar de esos diablos peludos corno si fueran mis hijos, pero después de todo son mis hombres. Un jefe jamás debe abandonar a sus seguidores, aun cuando ellos hayan desertado primero. Creen que tuvieron razón al expulsarme... ¡Diablos, no lo permitiré! Todavía soy el jefe de los afghulis y lo demostraré. Puedo bajar a pie hasta la garganta.
-¿Y qué será de mí? -se quejó la joven-. Me apartaste a la fuerza de mi pueblo. Y ahora me dejas morir sola en las montañas mientras tú bajas ahí para sacrificarte inútilmente.
Las venas de Conan estaban a punto de estallar por el conflicto de sus emociones.
-Es cierto -murmuró el cimmerio-. Crom sabe lo que yo puedo hacer.
La muchacha volvió la cabeza ligeramente, con una extraña expresión en su bello rostro, y luego dijo:
-¡Escucha! ¡Escucha!
Hasta los oídos de ambos llegó un fuerte sonido de trompetas. Miraron hacia el profundo valle de la izquierda y en su extremo más alejado distinguieron el brillo del acero. Una larga línea de lanzas y de pulidos cascos avanzaba por el valle, brillando bajo la luz del sol.
-¡Los jinetes de Vendhia! -exclamó la joven, contenta.
-¡Son miles! -dijo Conan-. Hace mucho, mucho tiempo que un kshatriya no ha entrado en estas montañas.
-¡Me están buscando! ¡Dame tu caballo! ¡Me uniré a mis guerreros! Este risco no es tan abrupto en la ladera izquierda y puedo llegar con facilidad al fondo del valle. Tú puedes ir con tus hombres y hacer que resistan un poco más, y yo conduciré a mis jinetes hasta el valle por el otro extremo, para atacar a los turanios. Los aplastaremos en un abrir y cerrar de ojos. ¡Rápido, Conan! ¿Serías capaz de sacrificar a tus hombres en aras de tus deseos?
La ardiente pasión de las estepas y de los densos bosques brilló en los ojos del hombre, pero negó violentamente con la cabeza al tiempo que desmontaba y entregaba las riendas del caballo a la joven.
-¡Tú ganas! ¡Corre como el mismísimo diablo!
Yasmina descendió por la ladera izquierda y Conan corrió a lo largo del risco hasta que llegó a la entrada de la garganta en cuyo extremo se libraba la batalla. Bajó por la pared como un mono, aferrándose a grietas y salientes, para caer al fin de pie en medio del combate, cuyos ecos llenaban cada resquicio de las montañas.
Al poner pie en tierra gritó como un lobo, cogió un caballo por sus riendas bordadas en oro y, esquivando el terrible golpe de una cimitarra, atacó con su cuchillo hacia arriba, en dirección a las entrañas de un jinete. Un segundo después se encontraba sobre la silla del caballo impartiendo órdenes a los afghulis. Por un momento, todos lo miraron estúpidamente. Después, al ver la brecha que su acero estaba abriendo entre el enemigo, se pusieron de nuevo a su lado, aceptándolo sin hacer un solo comentario. En aquel infierno de espadas y sangre no había tiempo para hacer preguntas ni para contestarlas.
Los jinetes, con sus cascos y sus cotas de malla bordadas en oro, se apiñaban en la entrada de la garganta. El desfiladero estaba abarrotado de caballos y de hombres, y los guerreros luchaban a brazo partido, atacando mortalmente cuando había tiempo suficiente para emplear las espadas. Cuando un hombre caía, ya no podía levantarse porque lo pisoteaban los cascos de los caballos. La importancia de la fuerza era decisiva, y el jefe de los afghulis realizaba la labor de diez. En momentos como ése la costumbre une a los hombres, y los guerreros, que estaban habituados a ver a Conan en la vanguardia, redoblaron sus esfuerzos a pesar de seguir desconfiando de él.
Pero también contaba el número. La presión de los hombres de retaguardia hizo que los jinetes turanios penetraran más y más en la garganta. Poco a poco los afghulis fueron retrocediendo, dejando el suelo del desfiladero cubierto de cadáveres. Mientras su cuchillo hacía estragos, Conan no dejaba de pensar y de preguntarse si Yasmina cumpliría su promesa. Si se unía a sus guerreros y giraba hacia el sur, él y sus afghulis serían aniquilados.
Pero finalmente, cuando los minutos de batalla transcurridos parecían siglos, se escuchó otro clamor fuera del valle, que se alzó por encima del choque del acero y de los gritos de dolor. Y entonces, con un sonido de trompetas que hizo temblar los muros de piedra, cinco mil jinetes de Vendhia atacaron a las huestes de Secunderam.
El repentino ataque dividió a los turanios, y al cabo de un rato los hombres se dispersaban por el valle, destrozados, y se produjo un choque caótico en el que se mezclaron la sangre, los gritos y el relinchar de los caballos. El emir cayó con el pecho atravesado por una lanza, y los jinetes de casco en espiral espolearon furiosamente a sus caballos buscando la manera de salir del valle entre los vendhios. A medida que se dispersaban, los perseguidores seguían acosándolos, y ambos grupos llenaron el valle, las laderas de las montañas y las cimas de los riscos. Los afghulis que aún quedaban a caballo salieron de la garganta y se unieron a sus enemigos, aceptando la inesperada alianza, al igual que habían aceptado el regreso de su repudiado jefe.
El sol se ocultaba ya detrás de los lejanos picos cuando Conan, con sus ropas destrozadas y la cota de malla manchada de sangre, caminó cuchillo en mano sobre el suelo lleno de cadáveres hasta donde se encontraba Yasmina en su caballo, entre sus nobles, cerca de un profundo precipicio.
-¡Has cumplido tu promesa, Devi! -exclamó-. ¡Por Crom! Aunque pasé algunos malos momentos en esa garganta... ¡Cuidado!
En ese preciso instante un gigantesco buitre descendió del cielo batiendo sus alas y derribó a varios hombres de sus caballos.
El pico del ave, en forma de cimitarra, se dirigió hacia la garganta de la Devi, pero Conan fue más rápido... Echó una corta carrera, dio un salto de tigre y le clavó salvajemente el cuchillo. El buitre soltó un terrible aullido y acto seguido cayó rodando por la pendiente del risco en dirección al río que pasaba trescientos metros más abajo. Mientras caía, sus negras alas azotaron el aire, y al descender adoptó aspecto humano y extendió sus brazos y piernas.
Conan se volvió hacia Yasmina, con el cuchillo manchado de sangre en la mano. Sus fogosos ojos azules brillaban con un terrible fulgor, y de las heridas de sus musculosos brazos y piernas manaba abundante sangre.
-Eres otra vez la Devi -dijo.
Sonrió fieramente mientras contemplaba la túnica bordada en oro que la muchacha se había echado sobre el vestido de montañesa, sin mostrar el menor asombro por el brillante cortejo de nobles que la rodeaban. Luego agregó:
-Tengo que darte las gracias por haber salvado la vida a mis trescientos cincuenta hombres, que finalmente se han convencido de que no los había traicionado. Has puesto mis manos una vez más sobre las riendas de la conquista.
-Todavía te debo mi recompensa -dijo Yasmina mirándolo con los ojos brillantes por la emoción-. Te pagaré diez mil piezas de oro.
-Recibiré tu recompensa a mi manera, cuando llegue el momento. La cobraré en tu palacio de Ayodhya e iré hasta allí con cincuenta mil hombres para asegurarme de que la balanza esté equilibrada.
La joven se echó a reír, cogió las riendas del caballo y replicó:
-¡Te recibiré a orillas del Jhumda con cien mil hombres!
Los ojos de Conan brillaron con admiración cuando retrocedió y levantó la mano en un gesto de aceptación, al tiempo que indicaba a la joven que tenía el camino libre.