Una
ráfaga de humo verde ascendió desde el lecho de carbones encendidos
sobre el que Rimush, el adivino real de Zembabwei, había arrojado el
corazón palpitante de un ibis, la sangre de un mono macho y la
lengua bífida de una serpiente.
Las
brasas esparcían un fulgor rojizo. La tenue luz transformaba las
ceñudas y marcadas facciones de Conan en una pensativa máscara de
cobre, mientras que la vacilante y rojiza luminosidad metamorfoseaba
los rasgos del negro rostro de su acompañante, Mbega, el
recientemente coronado rey de la ciudad de la selva, y lo convertían
en la imagen de un primitivo ídolo de ébano.
No
se percibía ruido alguno en la húmeda habitación de piedra, salvo
el chirrido y el crujido de los carbones, y los balbuceos del
demacrado y viejo hechicero shemita. Rimush se arrebujó en su hábito
de astrólogo, lleno de colores y recamado con los símbolos místicos
de su poder, y se acercó al brasero. El resplandor del fuego hacía
que su anciana cabeza pareciera
una calavera adornada con una barba blanca,
en la cual solamente los ojos, hundidos en las órbitas, estaban
vivos y se movían.
Conan
daba muestras de impaciencia. Le disgustaba
mezclarse con artes mágicas o brujería. Desde hacía tiempo, había
volcado su sencilla fe en el sombrío dios
bárbaro de su lejano y nórdico país, Crom, que exigía
muy poco de sus seguidores, pero les infundía la fuerza necesaria
para aplastar a sus enemigos.
— ¡Terminemos
con esta ceremonia! —gruñó, dirigiéndose
a Mbega—. ¡Dame una legión de tus guerreros
y rastrillaré personalmente la selva en busca de Thoth-Amon
sin necesidad de brujerías!
El
gigante negro tocó en el hombro a Conan a modo
de advertencia, y le indicó con la cabeza que observara
al anciano astrólogo. El adivino se enderezó convulsivamente,
apretando los dientes. La espiral de
humo verde se elevó, arremolinándose, y se formó
un arabesco de color verde jade, mientras aparecían burbujas de
espuma en las comisuras de los labios
de Rimush.
— La
revelación comenzará en cualquier momento —murmuró
Mbega.
El
viejo shemita emitió un susurro en que las palabras
se fueron haciendo gradualmente audibles:
— Al
sur... al sur... batir de alas en la noche de la selva... hacia la
Gran Catarata... luego al este, a la Tierra Sin
Retorno... hacia las altas montañas... a la Gran Calavera de
Piedra...
El
susurro se interrumpió bruscamente; el adivino se
puso rígido como si le hubieran herido.
— Lo
encontrarás en el fin del mundo, allí donde los
hombres-serpiente gobernaron mucho tiempo antes
de la llegada del hombre —dijo el shemita con voz clara.
Luego
se desplomó, y cayó sin vida a los pies del humeante
brasero.
— ¡Crom!
—exclamó Conan, sintiendo un hormigueo
en los tensos antebrazos.
Mbega,
de rodillas en el suelo, palpó el pecho del anciano.
Poco después, se incorporó con el ceño fruncido.
— ¿Ocurre
algo malo? —preguntó Conan, advirtiendo un relámpago de sombrío
temor en el monarca al que
había ayudado a coronarse como único rey después
que Zembabwei fuese gobernada durante siglos por
pares de gemelos.
— Muerto
—dijo Mbega lentamente—. Como si le hubiera
fulminado un rayo... o mordido una serpiente mortífera.
Palántides
estaba por contradecir abiertamente a su
señor, como nunca había osado hacerlo en los muchos
años en que había servido al rey de Aquilonia. El
viejo soldado iba profiriendo violentos juramentos mientras
luchaba por levantarse del lecho cubierto de sedas, donde yacía con
la pierna izquierda vendada.
— ¡Por
la cabeza de Nergal! ¡Majestad! ¡No voy a permitir
que te internes solo en la selva sin que una tropa
de fuertes aquilonios te respalde! ¡Por las tripas de Dagón!
¿Cómo puedes confiar en que esos negros no desfallezcan
y salgan corriendo al primer resplandor del
acero? ¿O que no te vayan a asar y a comer en cuanto
comiencen a faltar los víveres? Si bien no puedo andar
con esta maldita pierna, al menos soy capaz de montar
a caballo.
Conan
cogió al jefe de sus tropas por los hombros y
lo tumbó en el lecho.
— ¡Por
la sangre de Crom, viejo amigo! Personalmente,
nada me gustaría más. ¡Pero lo que es, es; y lo que debe
ser, será! Mis aquilonios están exhaustos tras haberse
abierto camino a través de muchas leguas de esta
maloliente selva. La mitad están fuera de combate
a causa de las heridas recibidas al tomar la ciudad, y
la otra mitad también, debido a la fiebre y la disentería. No puedo
esperar más. El rey Mbega me ofrece la
flor y nata de sus tropas. Si permanezco aquí, en Zembabwei,
a la espera de que mis propios muchachos estén nuevamente en pie,
Thoth-Amon podría arrastrarse
a su guarida estigia, o tal vez huir a Vendhia, a
Khitai o a los confines del mundo ¡que todo cabe suponer! ¡De modo
que no puedo esperar más!
— Pero
Majestad, estos negros salvajes...
— ¡Son
guerreros poderosos, Palántides, y que nadie
ose decir lo contrario! —interrumpió Conan, irritado—.
He vivido entre ellos, he luchado con ellos y combatido
contra ellos hasta que llegaron a llamarme «el
rey negro de piel blanca». Nadie los supera en cuanto
a hombría; mi viejo camarada Juma podría enfrentarse
con tres de tus caballeros aquilonios a mano limpia
y salir bien parado y sonriente. Pero, por otra parte,
están las amazonas.
Palántides
refunfuñó; tenía demasiada experiencia como
para seguir discutiendo. Dos semanas antes, una
compañía de guerreras negras se había presentado
en la Gran Zembabwei para la coronación de Mbega,
en representación de la reina Nzinga. Estaban a
las órdenes de la hija de Nzinga, una hermosa muchacha
de unos veinte años de edad, de pechos firmes,
elástica como una leona, que superaba por media cabeza al más alto
de los aquilonios.
Palántides
sabía que más de veinte años antes, en su época de bucanero
zingario, Conan había visitado el
país de las Amazonas. Allí conoció a la reina Nzinga... en el
más amplio sentido de la palabra. Palántides
sabía también que Conan sospechaba que la princesa
amazona (que nevaba el nombre de Nzinga, como todas
las reinas y herederas de su misma estirpe) era su
propia hija. De modo que el general, ducho en el
proceder de
los reyes y conocedor del temperamento
de Conan, optó por callarse.
Enterada
de que Conan planeaba hacer una expedición
a las remotas regiones del desconocido sur, donde
la tierra tiene su fin, la joven Nzinga arrojó su lanza
a los pies del cimmerio, ofreciéndose a sí misma y a
sus guerreras como aliadas. Conan aceptó al instante.
Palántides
expuso nuevos argumentos:
— Antes
de llegar a esa tierra sin retorno de la que habló el astrólogo,
tendréis que recorrer miles de leguas.
Ni siquiera Mbega tiene mapas de esa región; unos
súbditos que mandó hasta allí no volvieron para contar
lo que habían visto.
Conan
esbozó una torva sonrisa.
— Tienes
razón, pero no sólo vamos a marchar, pues tanto
yo, como Conn y los militares más selectos de la
guardia real de Mbega montaremos dragones ala dos.
Cuando Thoth-Amon escapó en una de esas bestias,
no todas quedaron sueltas; un buen número de esos
demonios alados quedó dentro de las torres sin techo,
en cantidad suficiente como para llevar a muchos
de nosotros. Vamos a volar a la vanguardia, cabalgando en los
dragones, mientras Nzinga, al frente de
sus amazonas, y Trocero, al mando de una compañía
de lanceros, seguirán a pie. Nos adelantaremos en busca
de los mejores caminos. Cuando avistemos la Gran
Calavera de Piedra de la que nos habló el brujo shemita,
retrocederemos hasta unirnos con nuestras fuerzas de tierra, a fin de
lanzarnos al combate desde el
cielo y desde la selva.
Palántides
se mordisqueó la barba.
— Tú
no sabes montar esos demonios alados —dijo con
un gruñido.
Conan
sonrió.
— Puedo
probar. He montado caballos, camellos y, una
vez, hasta un elefante. ¡De modo que un simple dragón no debería
acobardarme!
2. Un vuelo de dragones
Bien
pronto, Conan tuvo que reconocer que había mucho
de verdad en lo que había dicho Palántides. Los
gigantescos dragones, criados y adiestrados por los guerreros
de Zembabwei, no eran los corceles más tratables
que cupiera imaginar. Tenían mal temperamento,
eran agresivos y estúpidos y manifestaban una desagradable
tendencia a olvidarse de sus jinetes, descendiendo
entonces de golpe y en picado sobre las praderas
y los ríos en busca de presas. Además hedían espantosamente.
Conan
había protestado con indignación cuando los
cuidadores de las bestias lo ataron firmemente a la sólida
montura, un artefacto de cuero muy resistente estirado sobre un
bastidor de bambú. Pero, en el primer
vuelo, su terrible cabalgadura se zambulló bruscamente en
pos de una gacela fugitiva, y el bárbaro se convenció
de lo necesarias que eran las correas que lo
ataban a la silla.
Los
zembabweis llevaban pesados garrotes de madera
de teca atados a una hebilla de la montura, con los
cuales azotaban a los dragones para hacerlos obedecer
cuando sus instintos depredadores se sobreponían
a las enseñanzas recibidas. Conan zurró a su dragón
para que retomara su vacilante vuelo, y pensó que
hubiera preferido probar suerte en la selva con los
guerreros de Nzinga y Mbega.
Con
todo, no se podía negar que los dragones alados
se movían con una velocidad que dejaba muy atrás al
ejército de tierra. Mientras los soldados negros se abrían
camino por la densa espesura, Conan y su fuerza exploradora se movían
muy por delante de ellos, investigando
los mejores caminos. En una ocasión, avistaron
un ejército de negros dispuestos a tender una emboscada a
las fuerzas de tierra. El simultáneo embate de los
dragones los puso en rápida y ruidosa fuga.
Después
de unas jornadas, la selva se hizo menos densa
y más transitable, se transformó en campiña, y el
ejército de tierra avanzó más deprisa. Pero marchaban todavía
a paso de tortuga en comparación con el escuadrón
de dragones, que podía superar ampliamente
la velocidad de un jinete. Y en aquellas latitudes
no había caballos, pues según le explicaron a Conan,
estaban atravesando una zona en la cual una devastadora enfermedad mataba a todos los caballos. De
vez en cuando, una pequeña mancha negra en la llanura delataba a un
rebaño de antílopes, búfalos y otros rumiantes.
Día
tras día, el cimmerio se remontaba muy a la vanguardia
de su ejército. Luego retrocedía para juntarse
con sus fuerzas de tierra: las amazonas de Nzinga,
los guerreros de Mbega bajo el mando del conde Trocero,
y una caravana de mujeres que llevaban alimento
y provisiones sobre la cabeza. Vistos desde la altura, parecían una
columna de hormigas negras. En razón
de su edad, Trocero no podía mantener el tren de marcha de los
guerreros, por lo que la mayor parte del tiempo le llevaban en una
litera, a hombros de cuatro
de los fornidos negros.
Conan
ardía de impaciencia cada vez que comprobaba
cuan escasa distancia había cubierto su pequeña
fuerza desde el amanecer, aun cuando aquella gente
avanzaba a un ritmo que sus rudos aquilonios hubieran
tenido dificultad en mantener.
La
noche en que Conan y su hijo habían destronado
a Nenaunir, rey cogobernante y usurpador del trono
en el que pretendió sentarse en solitario echan do
en prisión a su hermano gemelo, había luna llena. La
luna se había convertido en un fino menguante plateado
cuando Conan y su pequeño ejército se lanzaron
en persecución de Thoth-Amon.
Durante
el viaje, el satélite se convirtió dos veces en
luna llena para volver luego a delgado menguante de
plata. Se acercaba nuevamente a la fase de luna llena.
A la derecha de Conan, hacia el oeste, el brumoso y
enrojecido sol se ponía sobre los dentados picos que
se divisaban en el horizonte. A su izquierda, al este,
la pálida luna, en su cuarto creciente, lucía muy alta
en el cielo.
A
unas ciento cincuenta yardas por debajo de Conan, que iba montado en
su dragón, el campo se veía ondulado y áspero, cortado por
numerosas hondonadas
y barrancos. Estaba cubierto de hierba dorada y seca,
con zonas de maleza, hierbas espinosas y árboles, la mayor parte de
los cuales no tenían hojas y parecían
estar muertos, pues en el país reinaba la estación seca. Más
adelante, las lomas daban paso a una cadena
de colinas. De acuerdo con la información balbucida
por el viejo Rimush antes de su misteriosa muerte, y con lo dicho por
los nativos interrogados
a lo largo del camino, debían de estar acercándose a la gran
catarata de la que el viejo astrólogo había hablado.
Algún
tiempo después, el corazón de Conan empezó a latir con fiera
alegría cuando avistó una especie
de bruma que se elevaba frente a sus ojos desde una
hendidura que se encontraba entre los montes. Unos
cuantos aletazos más y gracias a las potentes alas del
reptil tuvo a la vista el blanco resplandor de la catarata. Allí
surgió un pequeño río entre las colinas, que se precipitaba sobre
un montículo desde una altura
equivalente a la mitad de la altitud a la que volaba Conan.
El
cimmerio se preguntó si debía regresar al encuentro de su ejército,
que había quedado muy rezagado.
No, recorrería una distancia de unas cuantas le guas
hacia el este, según le indicara el astrólogo shemita y luego
viraría nuevamente rumbo al norte. Así creía
que podría reunirse con sus tropas antes del anochecer.
Por
tanto, Conan tiró de las riendas e hizo girar al monstruo volador
hacia la izquierda. Tras él el príncipe
Conn y los guardias de Mbega siguieron la misma
dirección.
Conan
se volvió, y el viento hizo que los cabellos de
su melena gris le cubrieran el rostro, por lo que miró
con ojos húmedos hacia donde cabalgaba su hijo.
El joven Conn sonreía. Su cara de cuadrada mandíbula
se mostraba ansiosa, y sus fieros ojos azules brillaban
llenos de vida. Conan suavizando la dura expresión
de su faz, masculló una imprecación, en medio de un suspiro.
Indudablemente,
el muchacho se lo estaba pasando
muy bien. Desde que se había unido a la expedición en
Nebthu cabe el río Styx, había tomado parte en la lucha
del desierto, había atravesado la selva y había intervenido
en el sitio de Zembabwei. Ya debía de haber
aprendido unas cuantas cosas acerca de lo que significaba
ser un rey guerrero. Ni sus tutores ni sus libros hubieran
podido enseñarle todo lo que había aprendido
a lo largo de aquella aventurada marcha hacia el Lejano
Sur. De suerte que Conan decidió que había hecho
bien en ignorar los consejos y objeciones de sus
asesores e incorporar a su hijo a la expedición.
Al
caer la tarde, las escarpadas colinas crecieron hasta convertirse en
frías mesetas y ásperas montañas.
Aquello debía de ser la Tierra Sin Retorno de la que
había hablado el viejo Rimush. Conan pensaba sobrevolar
brevemente la parte más cercana de las montañas
a fin de explorar los desfiladeros, para luego girar hacia el norte y
reunirse con Nzinga, el conde
Trocero y sus hombres. Azuzó a su dragón para que
acelerara el vuelo, pues no deseaba ser sorprendido
por la oscuridad, y quizás faltar por ello a la cita con sus fuerzas
de tierra.
Un
atronador aleteo se hizo oír a su izquierda. Aguzó
la mirada y vio a Conn que, con la cara encendida por la excitación,
volaba a su lado. Al llevar me nos
peso, el dragón del muchacho estaba menos fatigado
que el de su padre. Conn señaló hacia adelante, a la
derecha.
Siguiendo
las indicaciones de su hijo, Conan escudriñó
la niebla y vio algo curioso. Era una montaña de piedra blanca en
que la parte inferior de la ladera había
sido tallada toscamente para darle la forma de una
inmensa calavera con una sonriente mueca.
Sus
terrores supersticiosos despertaron, y los labios
se le fijaron en un rictus de espanto mientras sen tía
el escozor de la premonición en la piel. ¡Era la Gran
Calavera de Piedra anunciada por Rimush!
Los
penetrantes ojos azules del bárbaro sondearon las
tinieblas. Más adelante, una franja de tierra yerma se extendía
hasta el pie del acantilado. Allí se abría el negro
arco de un portal. Su dintel estaba tallado como la
mandíbula superior y dentada de una calavera. Más arriba
había dos cavidades semejantes a las órbitas de los ojos. Era algo
terrible de ver.
¡Entonces
se desencadenó el terror!
Un
estremecimiento agitó al corpulento cimmerio,
y lo dejó jadeante y tembloroso, algo extraño en él.
Sus sentidos quedaron embotados; su corazón latía
trabajosamente, como si hubiera estado volando
en medio de una invisible nube de vapor venenoso.
La
misma fuerza extraña afectó al reptil que montaba.
El dragón se tambaleó, se fue a un lado y luego se
precipitó hacia la estéril llanura, donde la blanca calavera
se cernía sobre una tierra siniestra y habitada por
fantasmas.
3. Tierra de ilusiones
Conan
sujetó las riendas, dando un tirón tan fuer te
que hubiera roto la quijada de un caballo. El dragón
respondió perezosamente, sus ojos rojos se nublaron
y su cola de serpiente quedó colgando, fláccida. Pero reaccionó
abriendo sus alas articuladas para aprovechar
el viento, y se esforzó por no caer en picado.
El
atontado reptil llegó al suelo con un estruendoso
batir de alas. Conan desató rápidamente las correas
que lo sujetaban a la montura y saltó sobre un terreno
cubierto de hierba, sacudiendo la cabeza para aclarar
su embotada mente. ¿Habría atravesado durante
su vuelo alguna corriente de vapor nocivo?
Miró
hacia arriba: Los demás componentes de su grupo de exploración
habían tropezado con la misma barrera
aérea. Una a una, sus aturdidas cabalgaduras iban
cayendo del cielo, dando tumbos. El primero fue el
príncipe Conn. Se bamboleaba, sujeto por las correas
de la montura, con la cara pálida y aparentemente
sin conocimiento.
A
Conan se le contrajeron los músculos del estómago.
El sabor del miedo, untuoso y ácido, se asemejaba
en su boca al de un vil metal, y la frente se le cubrió
de sudor al observar como su hijo se precipitaba a tierra con la
cabalgadura. El envejecido rey ahogó
un grito, al tiempo que abría y cerraba los puños
infructuosamente en el vacío.
Pero
luego la corriente de aire limpio pareció reanimar
al semidesmayado muchacho, que, con ojos vagos,
empezó a distinguir borrosamente la tierra que parecía
precipitarse hacia él; entonces, su mirada chocó
con las llamaradas que ardían en la de su poderoso
progenitor, y se restableció así el habitual brillo de sus ojos.
Conn se dio cuenta al instante del peligro en el
que se hallaba y, poniendo en juego todo el vigor
contenido en
sus juveniles músculos, tiró de las riendas
hacia atrás como había hecho Conan unos momentos
antes, y logró con ello que el alado reptil respondiese,
aunque algo pesadamente.
El
rey de Aquilonia sintió un inmenso alivio al ver que
su hijo lograba hacer bajar a tierra al dragón, dando
bandazos como de borracho. Corrió hacia la montura
sobre la que se desplomaba Conn, tembloroso pero
sano y salvo. Conan aflojó las correas, ayudó a Conn
a bajar y estrujó al chico con un cálido y silencioso
abrazo.
No
todos los de la expedición aérea fueron tan afortunados. Dos de los
guardias de Mbega no lograron recuperarse de los efectos de la
embrujada barrera que habían encontrado en el cielo. Se estrellaron
contra el suelo con un terrible crujido de huesos. Sin embargo, el
resto consiguió que sus aturdidos reptiles aterrizaran a trompicones
y, en algunos casos, con impactos que les sacudían las entrañas.
Los
sentidos de Conan se aguzaron a medida que el efecto anestésico de
la mágica barrera fue desapareciendo. Se dio cuenta de que algo no
marchaba. Conn tuvo la misma sensación, y le indicó algo a su
padre, mudo de asombro.
Desde
arriba habían visto una llanura cubierta de tierra estéril o
arenosa, que se extendía hasta alcanzar la ladera de la montaña
blanca, grotescamente tallada a modo de sonriente calavera. Ahora
estaban metidos hasta la rodilla en la abundante hierba de una
aterciopelada pradera, sembrada de pequeñas flores blancas, azules y
escarlata. A poca distancia, un rebaño de reses con largos cuernos
pastaba en la hierba. La pradera llegaba hasta el acantilado que ya
habían visto.
Pero
ese mismo acantilado presentaba un aspecto totalmente diferente. Los
fogosos ojos de Conan se contrajeron, y un pavor sobrenatural le
produjo una sensación de hormigueo en la nuca. Porque el acantilado
que desde el aire parecía tallado en forma de calavera se había
convertido en un espléndido y ornamentado palacio, frente al cual se
erguía con gracia una hilera de pilastras. Éstas sostenían un
ancho arquitrabe cincelado en relieve con ninfas, sátiros y dioses
multicéfalos. En el centro del conjunto arquitectónico se levantaba
un pórtico, y, detrás de éste, un alto portal conducía al
interior del acantilado.
El
rostro de Conan reflejaba incredulidad. El fornido bárbaro solía
confiar en sus sentidos, pero en aquel momento se preguntaba cuál
era la ilusión y cuál la realidad: la forma de calavera vista desde
el cielo, o el exótico y ornado esplendor que en aquel momento tenía
delante. Se preguntó si la barrera a través de la cual había
volado no estaría constituida por algún gas melifico que embotaba
la vista y provocaba alucinaciones en la mente.
Tras
él, los negros de Mbega, ya repuestos de los vapores aspirados en la
barrera aérea, desmontaban de los reptiles que les servían de
cabalgadura.
Lleno
de dudas, el cimmerio se agachó para palpar los pastos ondulantes, y
sus macizas manos acariciaron con delicadeza las pequeñas flores.
Levantó la cabeza para permitir que el aire puro penetrara
profundamente en sus pulmones. El intenso aroma de las flores llenaba
sus fosas nasales.
Miró
hacia el acantilado. A la rojiza luz del sol del atardecer,
resplandecían las vetas de cuarzo; la fachada, con su decoración de
mármol blanco, aparecía claramente ante sus ojos. Todos los
detalles eran precisos sin ambigüedades.
Se
encogió de hombros. Indudablemente pudo haber una zona de vapor
venenoso que le despertara visiones fantásticas, o... Pero no ganaba
nada quedándose donde estaba, reflexionando. Su carácter lo
inclinaba a resolver tales acertijos, no discutiendo teorías consigo
mismo, sino investigando sin más dilación el origen del enigma.
Conan
ya se había echado a andar cuando un agudo
grito de «¡Angalia!»
hizo
que se volviera. Era Mkwawa,
el oficial al mando de la guardia, que le llamaba la atención
haciendo señales. Enseguida surgieron
puntas de lanza cuyas hojas despedían fulgores rojizos, y los
guerreros se pusieron inmediatamente en
guardia.
Por
entre los pilares del frente divisaron unas figuras que salían del
palacio y se dirigían a su encuentro por la pradera cuya hierba
agitaba el viento. Eran mujeres
morenas, sinuosas, con la sonrisa en sus labios rojos
y ojos negros como el azabache. Llevaban prendidas
en los rizos de su cabellera pequeñas campanas de
cristal, de manera que cada una de las gráciles figuras se
movía acompañada por una suave música cadenciosa.
Eran jóvenes, bien formadas, e iban cubiertas
con un velo transparente.
Mkwawa
dirigió una mirada interrogativa a Conan. El
rey frunció el ceño y se encogió de hombros.
— Las
bestias están todavía atontadas a causa del aire
viciado que atravesamos —dijo—. Démosles un descanso
antes de volver a levantar el vuelo. Mientras tanto,
tal vez podamos averiguar algo acerca de estas mujeres, que no
parecen peligrosas. Di a la mitad de tus hombres que me acompañen
como escolta, mientras la otra mitad se ocupa de los dragones.
Destaca a un
hombre y ordénale que vaya volando al encuentro del ejército para
indicarle nuestro paradero.
El
oficial negro transmitió enérgicamente las órdenes.
Por su parte, Conan, Conn y una docena de guardias
iniciaron la marcha hacia el enigmático palacio. El
cimmerio se retorcía pensativamente el poblado bigote.
Su rostro adquirió el aspecto impasible de una máscara
de bronce, pero en su fuero interno estaba preocupado. ¿Era aquello
una trampa preparada de antemano?
No en vano había vivido casi sesenta años,
y su larga experiencia lo había dotado de un sólido instinto de
desconfianza. Ciertamente había algo que
parecía falso en un lugar que cambiaba enteramente de apariencia en
un abrir y cerrar de ojos.
4. Vino dorado
Caía
la tarde del tercer día después de la llegada de Conan
al palacio enclavado en las rocas; en realidad, se
trataba de una pequeña ciudad edificada en el interior
de una cueva. Su nombre, según averiguó, era Yanyoga.
La reina Lilit había prometido obsequiar a sus
visitantes con una espléndida fiesta en cuanto pudiera,
y el momento de la celebración había llegado.
Sobre
el suelo de mármol del gran salón, en compañía
de los parientes y de los ministros de la reina, Conan
se hallaba tendido sobre cojines de seda, y se deleitaba
con un cuerno lleno de vino dulce y acariciador.
El bárbaro se sentía curiosamente perezoso y relajado.
Se había atiborrado de comidas sutilmente condimentadas.
El dorado vino era fino y suave, y sentía
correr por las venas su embriagadora canción. A un
lado del salón, los guardias también celebraban su festín.
Más
allá, el joven Conn, luciendo su coraza meticulosamente
pulida, se echó sobre los cojines. Miraba con
disimulo a un grupo de bailarinas cuyos cuerpos sinuosos
se movían con gracia, adoptando posturas sugestivas.
Por toda vestimenta llevaban sartas de perlas
en la cintura y en las ingles. Conan sonrió indulgentemente
ante la mirada absorta de su hijo, pero
no dijo nada. Dentro de muy poco, el muchacho
habría de desflorar a su primera doncella. Él mismo
había tenido aproximadamente la misma edad al inicio
de sus correrías, con las cuales había transgredido
el severo puritanismo de una aldea cimmeria.
La
reina Lilit, soberana del palacio-caverna, se hallaba
apartada de sus huéspedes, sentada sobre un estrado
de ónice. A pesar de que Conan la había interrogado
largamente, insistió en que no sabía nada de Thoth-Amon
ni del acantilado que, visto desde el aire,
semejaba una calavera. Explicó que por aquellas tierras
había muchos géiseres y fumarolas, por lo que existían
vapores nocivos y alucinógenos que se esparcían
por el aire, proveniente de cavidades subterráneas.
Conan
consideró que era mejor aceptar por el momento
dicha explicación, pero sus sospechas no se disiparon.
Por otra parte, la reina Lilit, hablando el idioma
comercial shemita corriente entre las naciones
negras, había contado una historia plausible de cómo
ella y sus súbditos habían llegado hasta aquellas
tierras.
— Hace
algunos siglos —dijo—, un poderoso rey de Vendhia
envió una flota a Iranistán en misión comercial.
Un tifón apartó considerablemente dicha flota de
su ruta a través del Océano del Sur, y los magullados
sobrevivientes pisaron tierra no lejos de donde ahora
nos hallamos. Encontraron una raza de aborígenes
pequeños y de tez amarilla, a los que esclavizaron;
todavía los empleamos como siervos. Los hombres
de la expedición se casaron con las muchachas esclavas
que fueron enviadas desde Vendhia como parte
del cargamento. Estos sujetos y sus descendientes construyeron
Yanyoga, excavando las rocas blandas
y cretáceas de esta cara del acantilado.
El
palacio era demasiado ostentoso y exótico para el
gusto de Conan, pues él prefería un estilo de vida más austero.
El palacio real de Tarantia, construido con gran magnificencia por su
predecesor Numedides, también
era demasiado lujoso para su gusto. Desde hacía
largo tiempo había desechado de sus aposentos privados
de palacio los tapices de seda, alfombras y esculturas
adornadas con joyas, pues prefería las paredes
de piedra desnuda y los suelos que podían lavarse
rápidamente, como los que había conocido de muchacho en su ruda
tierra natal de Cimmeria.
Aquel
lugar tenía el lujo de los palacios que conociera en sus años
mozos: el del rey Yildiz de Turan, a quien
había servido como mercenario en Aghrapur; el
de Shamballah, la capital del misterioso valle de Meru, más
allá de las desoladas estepas de Hirkania; el del rey
Shu de Kusán, en el lejano Khitai. Allí también se veían paredes
profusamente ornamentadas y fantásticamente
talladas, así como dinteles esculpidos. Recordando
su breve período de esclavitud en Shamballah,
la Ciudad de las Calaveras, Conan se perdió en un
ensueño de viejos tiempos, camaradas desaparecidos
y guerras casi olvidadas. ¿O acaso aquel vino con dulce
sabor a miel le estaba embotando los sentidos?
Cayó
en un breve sopor. Por eso no se percató de que
Conn, después de echar un rápido vistazo a su progenitor,
se escabullía de su sitio y salía silenciosa mente
del salón.
Tampoco
vio al hombre moreno de rostro torvo y demacrado, que con ojos
complacidos lo observaba todo,
oculto tras una columna. El hombre cubría su estragado cuerpo con
una túnica descolorida de color
verde esmeralda. Si bien para cualquier observador
aquella persona hubiera parecido notablemente vieja,
Conan habría reconocido de inmediato a su antiguo
enemigo: Thoth-Amon.
Conn
era joven y robusto, y tenía la sangre caliente.
Una de las bailarinas lo había cautivado. Tenía algunos
años más que él, pechos turgentes como frutas doradas
y labios rojos que invitaban al beso. Su cálida mirada
buscó los ojos de Conn mientras movía su cuerpo felino y ardiente
con gracia animal.
Cuando
la danza hubo terminado, el muchacho vio
que la joven se demoraba y lo miraba desde detrás
de una columna algo alejada. Viendo que él también
la observaba a través del salón, la muchacha se humedeció
los labios y se acarició el vientre y los muslos
de manera lasciva.
Temblando
por dentro, Conn se deslizó entre los comensales
en pos de la bailarina. «Ahora o nunca», pensó.
No
era del todo ignorante en cuanto al trato con mujeres.
Allá en Aquilonia, más de una ayudante de
cocina, o una criada de pechos turgentes, había tratado
de llamar la atención del hijo del rey. Sin embargo,
salvo algunas caricias inexpertas o unos besos
robados, ninguna de esas relaciones había culminado
en lo que Conn y la mayoría de los muchachos
consideraban la verdadera prueba de su masculinidad.
¡Por
fin, ésta era la oportunidad para demostrar su hombría!
La
joven seguía de pie, oculta por la columna. Conn
le pasó su brazo joven y fuerte por la cintura y la atrajo hacia sí
para darle un beso, pero ella se rió, eludiendo
su intento.
— ¡Aquí
no! —dijo en un suspiro—. La reina...
— ¿Dónde,
entonces?
— Ven...
Escapando
de su abrazo, pero cogiéndolo de la mano,
la bailarina condujo a Conn a la oscura soledad
de corredores y habitaciones interiores. Sin pensar
en una posible trampa, pues su mente hervía con
imágenes totalmente distintas, el muchacho la siguió.
Uno
a uno, los agasajados se levantaban para irse, y
dejaban a Conan dormitando solo sobre los cojines.
El
dulce vino dejó un charco en el suelo de mármol, donde
el gran cuerno de búfalo se le había caído de la
mano.
En
el salón casi vacío aparecieron morenos y esbeltos
servidores, que con pasos silenciosos se movían
entre los cojines abandonados por los comen sales.
Los guardias negros habían dejado sus lanzas, hachas
de guerra y pesadas mazas, suponiendo que no
las necesitarían en los lances amorosos que esperaban tener. Los
servidores se apoderaron de las ar mas,
llevándolas fuera del salón. Dos de ellos se dirigieron hacia donde
Conan roncaba tendido sobre los cojines,
y unas manos hábiles lo despojaron de su pesado
alfanje aquilonio y de su puñal.
Los
servidores interrogaron con los ojos a la reina Lilit,
que desde lo alto de su trono observaba todas estas
maniobras con una sonrisa enigmática. Utilizando
un lenguaje susurrante, muy distinto al que empleaba
en la conversación con sus huéspedes, la reina
y sus sirvientes hablaron en voz baja. Ellos y Conan
eran los únicos que permanecían en el salón.
Lilit
se puso en pie y descendió grácilmente los escalones que la
separaban del lugar donde Conan, embriagado,
roncaba sonoramente. Se adelantó hacia el sirviente
que sostenía las armas del cimmerio, y entre ellas
eligió el largo puñal. Tras sacar el arma de su vaina, sonrió,
mirando al indefenso monarca.
Luego,
con un movimiento rápido como el de una serpiente cuando desenrosca
su lengua venenosa, dirigió
el puñal hacia su corazón.
5. Los hijos de la serpiente
En
la penumbra del solitario aposento, alumbrado por
un par de velas de llama vacilante, Conn cogió a la
esclava en brazos y la cubrió de ardientes besos en el
cuello y en los hombros mientras la forzaba a tenderse
sobre un diván cubierto con ricas sedas.
Echado
sobre la reclinada bailarina, el príncipe se quitó
el cinturón y trató impacientemente de soltar las
ataduras de su coraza. La armadura era de pulido acero
y le cubría el pecho y la espalda. Le quedaba un tanto
ajustada, pues Conn había crecido en los doce meses
transcurridos desde que el armero real la forjara
a su medida. Era la primera pieza blindada que había
pertenecido a Conn. Su orgullo por la posesión de
aquella coraza hacía que, mientras el resto de las tropas aquilonias
descansaban de una ardua jornada, él
se pasara horas puliéndola para que no le quedara ni
sombra de herrumbre.
Mientras
la muchacha desnuda se contoneaba lánguidamente sobre el diván,
ronroneando, Conn logró al
fin desatar las trabas y quitarse la coraza. Demasiado
encariñado con la armadura como para dejarla caer descuidadamente
y dañar su plateada superficie, aun en
aquel instante de pasión, la puso en el suelo con sumo
cuidado.
Entonces,
a la débil luz de las velas, la imagen de la
muchacha se reflejó en la superficie pulida del pectoral, y en
ese espejo pudo ver Conn cómo era realmente.
El
cuerpo de la joven seguía siendo humano, aunque
menos que cuando lo miraba directamente. Pero en
su extremo superior, allí donde tenía que haber una
cara sonriente, había una horrorosa máscara que le
hizo sentir un escalofrío. Porque la cabeza de la muchacha
era la de una serpiente escamosa, en forma de cuña,
con ojos sin párpados, pupilas hundidas, mandíbulas dentadas y
lengua bífida.
Conn
actuó sin pensarlo siquiera. Millones de años de
primitivo instinto yacían adormecidos en las capas
más profundas de su mente, y una sola mirada a aquellos
ojos desalmados bastó para que su cerebro recibiera
una inyección vital de miles de eones de instintos
primordiales.
El
muchacho se apartó del lecho de un salto y buscó
su cinto. El acero raspó el cuero cuando desenvainó
su espada, y se adelantó nuevamente hacia el diván.
La luz se reflejó en el reluciente acero cuando Conn,
con la cara pálida de horror, hundió la hoja entre
los suaves y redondos pechos de la mujer-serpiente.
Sacó
la espada, que chorreaba sangre, y la volvió a hundir
una y otra vez.
La
muchacha murió, pero no con facilidad. Quedó exangüe
tras prolongados y violentos espasmos. Al escapársele
la vida, su cuerpo iba perdiendo el aspecto
humano. Escamas opacas y grises aparecieron en lugar
de la cálida piel morena. Conn apartó la mirada, asqueado,
ante la revelación final. Bajó la espada, dando
un golpe seco, y se tambaleó hacia un rincón, súbitamente
indispuesto, presa de un incontrolable espasmo de repugnancia.
Después
que hubo vomitado, se sintió débil pero limpio.
Su mente se aclaró. Entendía ya el significado de
todo lo acontecido. La cosa-muchacha lo había atraído
afuera, como sin duda lo habían hecho otras de
su misma especie con los negros de Mbega, y quizás
también con su padre. Los habían embaucado con
un abrazo amoroso a fin de abrir sus fauces de serpiente
e hincar los venenosos dientes en la carne de
quienes soñaban en convertirse en sus amantes.
Tal
vez él fuera el único que había escapado a los enredos
de la misteriosa trampa, y todo porque la mágica
ilusión no se podía reproducir ni reflejar en una
superficie pulida. Esta ilusión era como un espejismo
minuciosamente detallado y superpuesto a la realidad.
Conn
se devanaba los sesos, esforzándose por comprender
tales revelaciones. Conocía los antiguos mitos
de los hombres-serpiente. El dios de los aquilonios
era Mitra, el Dador de Luz, que en las leyendas del
Occidente había dado muerte a la Antigua Serpiente,
Set. Pero la realidad en que se basaba la leyenda era
más antigua y siniestra.
No
fue la espada de un dios inmortal la que abatió a
la Víbora de la Antigua Noche, sino hombres ordinarios, que
combatieron a los hijos de Set en una guerra que
duró un millón de años. Los primeros hombres, descendientes
de los simios, vivieron en un principio envilecidos
bajo el látigo de sus amos serpientes. Contra
este estado de esclavitud se sublevaron los héroes del
amanecer de los tiempos, rompieron sus cadenas y condujeron
a su pueblo a la victoria obtenida tras cruentas
y feroces batallas.
Los
hombres-serpiente, según rezaban los antiguos mitos,
habían recibido de su padre Set el poder de obnubilar
la mente de los hombres, de manera que a ojos
humanos aparecían como hombres corrientes.
Kull,
el rey-héroe de la antigua Valusia, había triunfado
por escaso margen sobre los sublevados hombres-serpiente tras
descubrir que la grey de reptiles vivía
libre de sospechas en las mismas ciudades que habitaban
los hombres.
Al parecer, los últimos sobrevivientes de aquella guerra,
que duró milenios, habían huido por el mundo
hasta su más lejano límite, y allí, en las desconocidas
montañas que se alzaban entre la selva y el mar, habían
pasado sus días sin ser molestados.
Los
ojos del muchacho brillaron al darse cuenta de que
sólo él, entre todos los hombres vivientes, había descubierto
el secreto.
6. El hombre con cara de calavera
— ¡Detente!
—gritó una voz atronadora.
La
mano de Lilit quedó inmóvil en mitad de su trayectoria, al
conjuro de la orden cuyo eco se propagó por el salón cargado de
incienso. La punta del puñal no
alcanzó el pecho de Conan por cuestión de pulgadas.
La
reina Lilit se volvió para enfrentarse con la demacrada y
encorvada figura de quien, envuelto en una túnica
verde esmeralda, descolorida y manchada, había
impedido que matase al inconsciente cimmerio. Sus
labios se entreabrieron para mostrar afilados dientes
blancos; los ojos, como negras pedrerías, echaban miradas
cargadas de furia, mientras su afilada lengua
de punta roja se agitaba nerviosamente entre los dientes.
— ¿Quién
manda aquí, estigio, tú o yo?
Thoth-Amon
la miró sin pestañear. El poderoso mago
había envejecido desde el momento en que, meses
atrás, Conan lograra destruir el Anillo Negro en
la batalla de Nebthu. Con la pérdida de sus poderes
básicos, el brujo más poderoso de la tierra se vio arrojado por las
férreas legiones aquilonias hacia el sur,
a Zembabwei, donde su último aliado reinaba sobre
un trono de sangre.
Pero
el sanguinario reino del rey-mago Nenaunir había
sido destruido. Thoth-Amon huyó de nuevo, escapando de la venganza
del cimmerio. Conan lo persiguió
hasta el limite del mundo.
Con
cada derrota, sus cientos de años le pesaban cada
vez más. Estaba viejo, encogido y débil, y su cara era
una calavera recubierta de piel reseca, arrugada y apergaminada. Pero
su ardiente mirada todavía conservaba
un terrible poder, y su voz, respaldada por la férrea
voluntad de una mente disciplinada, era una insidiosa
arma de persuasión.
Finalmente
había huido para refugiarse junto a sus postreros
aliados, los hombres-serpiente anteriores a la
aparición del hombre. Durante algunos siglos, los había
mantenido confinados en aquellos dominios del sur.
Los retenía gracias a disensiones internas, al soborno
y a encantamientos mágicos; porque, aunque tanto ellos como él
veneraban a Set, no tenía la menor
intención de permitir que volvieran a gobernar a la
raza humana. El imperio del mal que soñaba implantar en el Oeste
había de ser regentado sólo por él mismo.
Pero
había perdido a todos sus aliados humanos. Presa
de desesperación, salió en busca de la patria de los
hombres-serpiente, y se ofreció como aliado en lugar
de mostrarse como adversario. Lo habían aceptado,
y él lo sabía, no por amistad o compasión, pues tales
sentimientos eran ajenos a aquella especie, sino para
utilizarlo en la reconstrucción de su imperio, desapareciendo
siglos atrás. Ciertamente había perdido predicamento
entre los servidores de Set; pero no estaba
dispuesto a que Conan de Aquilonia se le escapara.
— La
venganza es mía, Lilit —dijo, con mirada inescrutable y
sombría—. En todo lo demás, me inclino ante
ti; pero en esto soy inflexible. El cimmerio es mi prisionero.
La
mujer-serpiente lo miró de reojo.
— Conozco
tu astuto corazón, chacal de Estigia —dijo con un silbido—. Tú
piensas sacrificarlo al Padre Set y, de
esa manera, al ofrecerle al más grande adalid de Mitra,
volver a gozar de sus favores, que tus errores del
pasado te hicieron perder. Pero yo también tengo mis
planes para el cimmerio.
Nunca
se llegaría a saber cuáles eran esos planes,
pues, en el preciso momento en que abría la boca para
expresarlos, se tambaleó bruscamente debido a un
golpe que acababa de recibir por la espalda. Con ojos
vidriosos contempló la punta de una lanza que sobresalía...
roja, y chorreando sangre... por entre sus pechos.
Su
espalda se arqueó; sus gélidas facciones se alteraron y se
convirtieron en una cabeza de serpiente. Cayó de bruces sobre las
gradas, retorciéndose con los lentos espasmos de la muerte.
Thoth-Amon se volvió
rápidamente para enfrentarse con el grupo de
gigantescas mujeres negras que irrumpieron de improvisto
en el oscuro salón.
— ¡Por
la maza guerrera de Mamajambo! —exclamó la
princesa Nzinga, retirando la lanza que había arrojado—.
¡Hemos llegado justo a tiempo!
Trocero,
con su fina barba gris, seguido por un destacamento
de guerreros de Mbega, irrumpió en el salón
y vio a Nzinga inclinada sobre el cuerpo de la
reina-serpiente, que se retorcía lentamente en su agonía.
—¿Qué
monstruosa brujería es ésta? —preguntó Nzinga
con rudeza—. De lejos, vimos un acantilado parecido
a una enorme calavera, pero cuando nos acercamos
se transforma en un maravilloso palacio, y la árida
tierra se convierte en una fértil pradera. Y aquí encontramos
al rey Conan roncando como un atontado borracho, y a esta mujer
inclinada sobre él con un
cuchillo, y a un viejo vestido de verde...
— ¡Por
todos los dioses... es Thoth-Amon! —exclamó el conde.
— ¿Ah,
sí? —murmuró distraídamente la muchacha negra
al tiempo que volvía la mirada hacia la figura que
yacía en las gradas—. ¿Y qué clase de engendro del
demonio es éste?
Las
finas facciones de Trocero se contrajeron horrorizadas.
Su voz se apagó y sólo se oyó un suave susurro.
— ¡La...
serpiente... que... habla! — murmuró.
La
joven lo miró con ojos fieros, poniendo la mano en
la empuñadura de su pesada espada.
— ¡Noble
anciano, hablas de aquello que ningún hombre
debe nombrar en voz alta! No obstante, ¿podría
ser quizás que los antiguos mitos negros fueran... verdad?
— La
prueba de ello se retuerce a tus pies —dijo serenamente el
noble aquilonio—. ¡Mira! Mientras hacemos
comentarios... eso... va
cambiando...
La
joven amazona observó mientras pudo aguantar.
Pero luego se apartó, cerrando los ojos, como para borrar
hasta el recuerdo de su memoria. En las gradas,
ante ellos, la impensable monstruosidad que antes fuera majestuosa,
radiante y voluptuosa mujer se estaba
muriendo.
Entonces, las hordas sibilantes salieron súbitamente
de detrás de las columnatas donde se ocultaban y cayeron sobre
ellos. Trocero y Nzinga no pudieron hablar más demasiado ocupados en
acometer con la lanza,
la daga y la espada.
Debido
a la rápida sucesión de acontecimientos inexplicables,
ni el noble aquilonio ni la guerrera ama zona
se percataron de que ocurría algo aún más extraño
e inexplicable.
Porque
Conan y Thoth-Amon habían desaparecido. Ambos,
el inconsciente cimmerio y su mágico y poderoso
enemigo, se habían esfumado, como evaporados
en el aire.
7. En los Confines del Mundo
Conan
despertó bruscamente de su drogado letargo.
Volvió en sí repentinamente, como un gato cuyos delicados
sentidos se ponen alerta ante la presencia de
un enemigo. El cimmerio había adquirido esta salvaje
cualidad durante los años de su adolescencia en las
llanuras del Norte. Las décadas de su reinado sobre
un sofisticado imperio sólo habían impreso una fina
capa de civilización en su alma primitiva.
Se
quedó tendido y quieto mientras sus agudos sentidos
analizaban lo que le rodeaba. A sus oídos llegó
el sordo bramido de las olas que batían en una playa
rocosa. Su nariz detectaba el olor salobre del mar abierto.
Entreabriendo
los ojos, vio que estaba acostado sobre
arena húmeda, en medio de grandes rocas. Por encima de él, las
sombras purpúreas de la noche se veían
iluminadas por brillantes estrellas; junto a éstas, la
luna casi llena fulguraba como un escudo plateado, cuya
luz imprimía un halo de plata a las grandes olas de
un mar desconocido.
Lanzando
una rápida mirada al estrellado cielo, Conan
se dio cuenta de que el mar se extendía hacia el
sur. Pero, por más que su ardiente mirada escudriñase
las tinieblas de la noche, no podía ver tierra. Le parecía
que estaba en el mismísimo extremo del mundo,
y que los infinitos mares de la eternidad bañaban la playa a su
alrededor.
¿Cómo
había llegado hasta allí?
Se
puso en pie y miró en derredor. Entonces, su mirada
se clavó en una figura que estaba instalada en un
sólido peñasco, por encima de él.
El
hombre, otrora grande e imponente, se veía reducido,
encorvado, encogido. El rostro de halcón, rasurado
y huesudo, había sido severo y de aspecto majestuoso;
ahora, sus carnes caían fláccidas, y su expresión demacrada y
torva parecía la de una calavera. La
descolorida y manchada túnica verde cobraba tonalidades
grises a la luz de la luna.
Con
una mano semejante a un enjuto garfio, la silenciosa
figura oprimía contra el pecho un talismán en
forma de gema tallada. En su dedo medio se en roscaba
un macizo anillo de cobre, en forma de serpiente
que se muerde la cola. El centro de la gema arrojaba
destellos que alumbraban sus demacradas facciones.
Desde sus órbitas hundidas, los negros ojos
de Thoth-Amon lanzaban dardos de fuego contra
Conan, que ya en otra ocasión había sentido la fuerza
de sus misteriosos y agudos destellos.
— ¡Nos
volvemos a encontrar, perro cimmerio! —dijo Thoth-Amon
con voz tenue.
— ¡Por
última vez, chacal de Estigia! —bramó Conan.
El
cimmerio estaba desarmado, pero la fuerza que aún
conservaba en sus férreos brazos y hombros era suficiente para
despedazar el desgarbado y encorvado cuerpo de su antiguo enemigo.
Sin embargo, Conan
no hizo ningún movimiento. Conocía los poderes
que Thoth-Amon podía desatar con una sola palabra,
un gesto o un esfuerzo de su voluntad, y respetaba
dichos poderes.
Sentía
curiosidad por saber por qué Thoth-Amon lo
había traído a aquella playa situada en los límites del
mundo conocido. Mientras estaba aletargado bajo los
efectos del alcohol, el gran hechicero podría haberlo matado
fácilmente. Pero había permitido que viviera,
y lo había llevado a aquel ignoto lugar con ayuda
de los invisibles demonios que aún le servían. ¿Por
qué?
Como
respuesta a la silenciosa pregunta de Conan, Thoth-Amon
empezó a hablar lentamente, con voz indiferente
y cansada, como si la llama de la vida fuera
a apagarse en aquel cuerpo gastado. Sin embargo, a medida
que hablaba, su voz comenzó a hacerse más potente,
hasta recuperar el tono resonante y dominador
del Thoth-Amon de antaño. Conan escuchaba tranquilo,
con los brazos cruzados sobre su poderoso pecho
y el rostro impasible.
—Tú
me has perseguido a lo largo del mundo, perro
bárbaro —dijo Thoth-Amon—. Me has ido separando
uno por uno de mis más poderosos aliados. En Nebthu
rompiste el Anillo Negro y dispersaste a los brujos
del sur, precisamente después de quebrantar la
Mano Blanca en la húmeda y glacial Hiperbórea. Gracias a la suerte
o al destino, derribaste el trono de Nenaunir.
No hay ningún lugar al que pueda huir para
buscar refugio.
Conan
no dijo nada. Thoth-Amon suspiró, se en cogió
de hombros, y prosiguió:
— Aquí,
en los confines del mundo, habitan los últimos
sobrevivientes de la raza de hombres-serpiente que
gobernó la Tierra antes de la llegada del hombre. Los primeros
reinos humanos lucharon contra ellos y quebrantaron
su poder. Cuando, mediante artimañas mágicas,
pensaban prolongar su existencia disfrazados
entre los hombres, tu propio ancestro, Kull el Conquistador,
descubrió su secreto y los aplastó una vez
más.
«Tiempo
ha que yo sabía que los últimos de entre los
gobernantes primitivos del mundo vivían aquí, en
secreto, sin abandonar jamás la esperanza de reconquistar lo que
consideraban su justo lugar en el cosmos.
De ellos aprendí los conocimientos que me permitieron
llegar a ser el vicario de Set en el Oeste, encargado de la alta
misión de destruir los abominables
cultos de Mitra, de Ishtar y de Asura. Al mismo tiempo, tenía en
jaque a los hombres-serpiente, pues conocía
su insaciable ambición y no tenía el menor deseo
de compartir mi propio dominio con ellos.
»Sólo
tú has conseguido desbaratar mis admirables planes.
Cómo lo lograste, yo mismo no lo sé. Tú no eres
sacerdote, ni profeta, ni brujo. No eres sino un aventurero
rudo, ignorante, rústico y embrollón, engrandecido
por los avalares del destino. Puede ser que
tus degenerados y afeminados dioses del Oeste te
hayan ayudado de manera sutil. En cualquier caso, has frustrado todas
mis esperanzas y me has arrojado del
trono del que gozaba en una sociedad mundial de hechiceros; has
transformado al que iba a ser el conquistador
de Occidente en un perseguido fugitivo.
«¡Pero
todavía no está todo perdido! Porque he de ofrecer
en sacrificio tu alma inmortal al mismo Set. El Escurridizo
Dios va a celebrar un buen festín con el alma
viva de Conan el cimmerio. Y al gozar nuevamente
de sus favores, he de desatar los misteriosos poderes
de los hombres-serpiente en una última y gran
cruzada.
Entonces,
Conan decidió atacar. Con las ceñudas facciones
contraídas en indómito visaje, se lanzó a la
carrera y, dando un gran salto hacia arriba, cogió la descarnada
garganta de Thoth-Amon entre sus férreas
manos. El impacto de la carga arrojó a ambos fuera
de la roca, y cayeron enzarzados en lucha sobre la
arena húmeda.
Era
extraña la batalla entre el adalid de la luz y el adalid de las
tinieblas, que combatían en los confines del
mundo, bajo la luz brillante de las estrellas.
8. Réquiem por un brujo
El
embate felino de Conan tomó por sorpresa al escuálido estigio. En
el marchito cuerpo de Thoth-Amon
quedaban escasas fuerzas, y Conan debería haber
podido partirle el pescuezo como una rama seca.
Sin embargo, los poderes mágicos del estigio le concedían
recursos sobrehumanos. A pesar de que los
dedos de Conan seguían estrujando el frágil cuello
de Thoth-Amon, una garra descarnada golpeó al cimmerio
en la frente con la refulgente gema que el brujo
oprimía contra su pecho.
El
suave golpe iluminó la frente de Conan, pero su contacto
era como el de un fuego helado.
El
cimmerio jadeó, mientras sus sentidos flaqueaban, insensibilizados
por una entorpecedora parálisis que
se propagaba por todos sus nervios. Frías ondas de
oscuridad embotaron su conciencia. Al bárbaro le parecía que se
hundía en negras aguas cuyo contacto entumecía
su carne, hasta que sólo quedó erguido su espíritu,
que resistía, apoyado por fuerzas desconocidas
que emergían de las oscuras arenas.
Y
Conan aún aferraba a Thoth-Amon con sus fuer tes
manos. Era como si el brujo también hubiera perdido su descarnado
tegumento. Dos espíritus intangibles
eran transportados, en medio de la vorágine de la
lucha, hacia una sombría región que estuviera más allá
del mundo. Alrededor de ellos, una bruma se arremolinaba
y se agrandaba; sobre sus cabezas brillaban las pálidas estrellas de
un cielo natural; su luz era
tan fría como el soplo de los vientos árticos.
A
Conan le pareció que el enjuto cuerpo del estigio se convertía en
una retorcida espiral de vapor. A su
propio cuerpo le había ocurrido prácticamente lo mismo:
se había convertido en el ondulado y espeso rizo
de alguna neblina ardiente. Carentes ambos de extremidades,
colgaban, diríase, unidos en un combate sin cuerpos, revolcándose
bajo el resplandor de las
apagadas estrellas.
Conan
luchó como nunca lo había hecho antes, no
con el férreo poder de sus potentes músculos, sino
con una fuerza intangible que encontraba dentro de su propio
espíritu. Tal vez era la esencia misma de su
vigor, de su coraje y de su hombría lo que le inflamaba el corazón.
En
forma de espíritu, Thoth-Amon también poseía una fortaleza muy
superior a la de su carne marchita. Cada
uno de sus golpes semejaba un estallido de gélidos
fuegos de odio. Bajo su efecto, Conan jadeaba,
las fuerzas lo abandonaban y su consciencia se iba oscureciendo.
Enzarzados
en combate, ambos se retorcían bajo las
negras estrellas, si bien, mientras el poder de Thoth-Amon crecía,
el de Conan se iba desvaneciendo. Pero el
cimmerio todavía tenía cogido a su enemigo con implacable
fuerza. Seguía luchando salvajemente, aun cuando
llegara ya al límite de la consciencia y su embotada
mente se viera envuelta en una oscura nube.
En
ese momento, la espiral de ondulante vapor que era
el espíritu de Thoth-Amon se puso rígida, y luego se
retorció en el intangible abrazo de Conan. Lanzó
un aullido que no resonó... un terrible y cavernoso
grito de agonía y desesperación. La cosa incorpórea
se fundió en las manos de Conan, se desintegró y
se desvaneció en la fría neblina de la nada.
Por
unos instantes, Conan frotó en el vacío, jadean do,
mientras las fuerzas renacían en su exhausto espíritu. De
alguna manera, supo que la fuerza vital de Thoth-Amon
había dejado de existir.
Al
cabo de un tiempo, Conan volvió en sí, tendido sobre la playa
arenosa y junto al mar sin nombre. Un muchacho
deshecho en lágrimas se aferraba a él, pidiéndole
que viviera. Miró a la cosa muerta que yacía debajo de su cuerpo, a
la que todavía estrujaba mecánicamente
con sus manos doloridas. Después observó
lo que el muchacho había utilizado, y luego arrojado sobre la arena.
La
espada estaba empapada en negra sangre hasta la
empuñadura. Era la espada que le había arrojado a Conn
en su último cumpleaños. La espada en cuya hoja,
en un momento de ocio, Diviátix, el Druida Blanco,
había escrito el Signo de Protección... la combada
cruz de Mitra, Señor de la luz... ¡la
Cruz de la Vida!
Y
así fue como terminó la Última Batalla. Durante cuarenta
años, Conan y Thoth-Amon de Estigia se ha bían
enfrentado en el gran tablero que era el mundo occidental.
Y, en los confines del Universo, el largo duelo
había tocado a su fin.
— ¡Padre,
te estaba matando!
No
sabía qué hacer, de
modo que lo atravesé con la espada... y luego pensé
que habías muerto, ¡pues te quedaste tan inmóvil! —tartamudeó
el muchacho entre gruesas lágrimas Conan
abrazó a su vástago.
—Todo
va bien, querido hijo. Sigo con vida, aunque
Crom sabe cuan cerca estuve de las Negras Puertas
de la Muerte. Pero éstas se abrieron para llevarse otra
alma y no la mía. ¡Mira!
Observaron
al hombre que yacía sobre la arena. Mientras
aún lo miraban, vieron como por fin los años se
vengaban en los restos del más poderoso mago de la
sombría Estigia, la plagada de fantasmas. La carne de
Thoth-Amon se secó, se consumió y se fue reduciendo
a polvo impalpable, hasta que su descarna da
calavera les sonrió. Luego, la propia calavera se resquebrajó
y se deshizo, al tiempo que los huesos cubiertos por la vacía túnica
verde se convertían en polvo.
Conan
se puso en pie, dando la espalda a aquellos despojos.
Recogió la reluciente gema con la que Thoth-Amon
lo había golpeado y la arrojó al mar lo más
lejos que pudo.
— ¡Que
de una vez por todas termine esta mágica farsa! —exclamó—. ¡Que
permanezca en el fondo del mar
por más de cien mil años!
9. Espadas contra sombras
—La
muchacha se transformó en un monstruo con cabeza
de serpiente, y me hubiera mordido con sus dientes
envenenados hasta matarme —explicaba Conn—, pero
le clavé mi espada y murió. Y cuando regresé al salón para
advertirte, allí estaba Thoth-Amon, y también
la reina, que se inclinaba sobre ti, y tú estabas dormido.
Entonces, entraron las amazonas y la princesa
atravesó a la reina con su lanza, y ésta se convirtió en un
reptil. Pero Thoth-Amon y un sirviente, no pude verlo bien pero tenia
cuernos y era fuerte como un
toro, te sacaron del salón, y nadie parecía capaz de verlo
excepto
yo, como si un encantamiento no les hubiera
permitido ver lo que estaba sucediendo ante sus
ojos.
»Te
sacaron por un panel secreto escondido detrás de
un tapiz, y luego se internaron en un largo y oscuro túnel excavado
en la montaña. Después, otros hombres-serpiente entraron
atropelladamente en el salón.
Los seguí en cuanto me fue posible, pero, cuan do
conseguí salir y me encontré bajo el cielo estrellado,
no supe dónde estabas, pues había grandes rocas alrededor
y tuve que buscar y buscar... hasta que te encontré
luchando con Thoth-Amon, y parecía como si
estuvieras dormido, como si estuvieras luchando
en sueños...
Conan
asentía sombríamente, dejando que el muchacho contara todo cuanto
sabía mientras desandaban
el sendero por el que Conn había venido. Hallaron la entrada del
túnel secreto que conducía a través de
la montaña y llevaba al palacio en forma de cala vera,
donde los poderes sobrenaturales de los hombres-serpiente
les habían poblado los sentidos con sombras
y alucinaciones. Un clamor distante resonó como
un débil eco a lo largo del lóbrego túnel; una furiosa
batalla se estaba librando en el salón de fiestas.
Los
fieros labios de Conan se distendieron en una sonrisa,
y su corazón saltó de gozo en el fornido pecho. Después de las
misteriosas batallas mágicas bajo el brillo
de las estrellas negras, enfrentarse a un enemigo de carne
y hueso, con un limpio acero en las manos, era para
Conan como el placer de comer y beber.
Bien
sabía que allí dentro Nzinga y sus amazonas, junto
con Trocero y los guerreros de Zembabwei, luchaban
con los últimos hombres-serpiente. Entre to dos
eran pocos, Conan lo sabía; pero tanto la joven amazona
como él estaban deseando darse el lujo de un buen
combate. Y los hombres-serpiente no habían luchado contra huestes
mortales desde tiempos in memoriales,
seguros y confiados como estaban de hallarse
muy apartados de la tierra en la que moraban los
hombres.
Con
su reina muerta y Thoth-Amon hundido en los
helados infiernos de la muerte, eran pocos y menos
fuertes de lo que de otro modo habrían podido ser.
Sin duda, la lucha sería prolongada y dura, y Conan
se estremeció de placer ante la idea de combatir junto
a las negras amazonas en la última batalla contra
enemigos tan viejos como el mundo. Echó una breve
mirada al lugar donde Thoth-Amon había caído,
y pensó: «Fue el más grande de todos los enemigos
a quienes vencí. En cierto modo, voy a echar de menos
al viejo bribón».
—¿Tienes
todavía tu espada? —gruñó Conan.
—No,
padre, la dejé en la playa.
—Entonces,
dame tu puñal y vuélvete atrás para buscarla;
te esperaré aquí.
Mientras
el muchacho se marchaba precipitada mente,
Conan comenzó a hurgar por los alrededores en
busca de un buen guijarro. Encontró una piedra de
forma oval, dura como un pedernal, grande como un
cráneo humano. La levantó, con una mirada de aprobación
en los ojos. Ansiaba aplastar con ella la cabeza
de unos cuantos hombres-serpiente.
Las
serpientes tardan en morir; lo sabía. Pero al final
también mueren.
Conn
regresó aferrando la reluciente espada con su joven y fuerte puño.
Ambos, padre e hijo, penetraron
en el oscuro túnel para unirse a sus amigos en la
última batalla contra los enemigos más ancestrales del
hombre....
No hay comentarios:
Publicar un comentario