La bestia de Averoigne
Clark Ashton Smith
CUAL POLILLA que roe los tapices, la vejez pronto deshará mis recuerdos, como hace con los de todos los hombres. Por eso yo, Luc el Calderero, otrora brujo y astrólogo, pongo por escrito el verdadero origen y el violento final de la Bestia de Averoigne. Y cuando haya concluido, sellaré los documentos en una caja que esconderé en una cámara secreta de mi casa en Ximes, a fin de que nadie profane su contenido hasta que hayan transcurrido muchas décadas. Porque no sería bueno que ciertos prodigios se divulgasen cuando ciertas almas todavía pululan por los dominios terrenales del Purgatorio. La verdad sólo la conocemos los pocos que, un día, juramos mantenerla en secreto.
Como saben todos los hombres, el advenimiento de la Bestia aconteció a la par que la del cometa rojo que surgió detrás de la constelación del Dragón a comienzos del verano de 1369. Cabellera rutilante de Satán, cabalgando sobre el viento de Gehenna hacia nuestro mundo, el cometa cruzó el firmamento sobre Averoigne con una estela de horror y pestilencia. Y entre la gente se expandió velozmente el rumor de un ser extraño y malvado, una bestia sin sentido sobre la que no circulaba ninguna leyenda.
Antes que ningún otro, el hermano Gerome, de la abadía benedictina de Perigon, fue el primero en contemplar aquel horror. La oscuridad lo sorprendió muy tarde, de regreso al monasterio tras cumplir un encargo en santa Zenobia. La luna no se había dignado brillar para alumbrarle el itinerario; sin embargo, entre los nudosos arbustos y los antiquísimos robles, contempló el resplandor ígneo y vindicador del cometa, que parecía perseguirlo a medida que avanzaba por el camino. Aguijado por un siniestro terror producido por las envolventes sombras, Gerome se apresuró para llegar cuanto antes a la poterna de la abadía. Entre los espesos árboles que se alzaban en el camino hacia Perigon creyó divisar luz en las ventanas, hecho que le levantó el ánimo y le tranquilizó. Pero al proseguir descubrió que en realidad la luz brillaba casi delante de él, debajo de un arbusto. Revoloteaba como una llama baja; cambiaba de color constantemente, de pálida como la tez de un santo a carmesí como sangre recién vertida, o a verde como la ponzoñosa destilación que circunda la luna.
Y entonces, con inefable terror, Gerome contempló el ser rodeado por la luz infernal, siguiendo sus movimientos e insinuando la oscura abominación de una cabeza y unas extremidades que no podían ser obra del Sumo Hacedor. El engendro mantenía una postura erecta, más alto que un hombre de elevada estatura; se balanceaba como una enorme serpiente y sus miembros se ondulaban y curvaban como cera caliente. La gran cabeza plana se aposentaba sobre un cuello de ofidio. Los ojos, pequeños y sin párpados, relumbraban como las ascuas en el brasero de un brujo, lejos de la parte superior y muy juntos, encima de una ristra de enormes dientes, afilados como los de un poderoso murciélago, sin nada que vagamente recordase a una nariz. Poco más pudo ver Gerome, antes de que el ser pasara delante de él, rodeado por su nimbo que cambiaba de verde ponzoñoso a intenso carmesí. No se pudo hacer una idea de cuáles eran sus auténticas dimensiones, cuántas extremidades tenía realmente. Con movimientos rápidos y deslizantes, desapareció entre los cansados y antiguos robles. Eso fue todo.
Casi muerto de miedo, Gerome llegó por fin a la poterna de la abadía y pidió entrar. El portero, tras escuchar el relato del espeluznante episodio, se abstuvo de amonestarlo por haberse demorado.
Antes de nones, de madrugada, en el bosque que se alzaba detrás de Perigon descubrieron un venado muerto. No había sido víctima de lobos ni cazadores furtivos pues el animal apareció exánime de un modo inexplicable. Sólo presentaba un profundo corte por la columna, desde el cuello hasta la cola. La espina dorsal estaba destrozada y el tuétano succionado. El resto del cuerpo permanecía intacto. Nadie se pudo explicar quién habría procedido de aquella manera. Ahora bien, los hermanos, teniendo muy presente la historia de Gerome, creyeron que por Averoigne pululaba alguna criatura infernal. Y Gerome elevó una plegaria a la Gracia Divina por haberle preservado del destino del venado.
Noche tras noche crecía el tamaño del cometa, que ardía cual calígine de sangre y fuego, a la par que había hecho retroceder a los astros circundantes. No pasaba jornada en que a la abadía no llegasen noticias de misteriosas y repugnantes depredaciones: lobos muertos con la columna abierta y el tuétano sorbido, caballos y bueyes... Era como si aumentase la osadía del engendro, como si poco le importaran las indefensas criaturas silvestres y de las granjas. Al principio no molestó a las personas vivas, sino que se limitó a darse festines a base de cadáveres cual degenerada carroñera. Sorbió el tuétano a dos cadáveres recientemente enterrados en el cementerio de santa Zenobia, tras haberlos extraído de sus respectivas sepulturas. En ambos casos apenas había probado la médula; sin embargo, como si algo lo hubiese enfurecido o decepcionado, destrozó los cuerpos hasta conseguir que sus restos en descomposición no se pudieran discernir de las mortajas. Se pensó que sólo le complacían las columnas vertebrales de seres acabados de asesinar.
A partir de aquel episodio no volvió a perturbar la perpetua paz de los muertos, pero a la noche siguiente a la profanación de las tumbas, hallaron muertos en su cabaña a dos quemadores de carbón vegetal que efectuaban sus labores en el bosque, no muy lejos de Perigon. Otros quemadores que residían cerca oyeron sus horrísonos gritos y percibieron con temor el pesado silencio que se hizo a continuación. Mirando por los resquicios de las puertas atrancadas de sus cabañas, al poco contemplaron, a la luz de las estrellas, una forma que relumbraba obscenamente y que salía de la cabaña para remontarse a las alturas celestes. No fue hasta el amanecer que osaron acercarse a la cabaña para comprobar el destino fatal de sus compañeros, idéntico al de los animales masacrados.
Theophile, abad de Perigon, había consagrado todos sus esfuerzos a combatir a este demonio que había decidido manifestarse en la zona y cuyas abominaciones había cometido a pocas horas de la mismísima abadía. Pálido a causa de las privaciones y el poco dormir, convocó en asamblea a los monjes. A medida que hablaba, en sus cansados ojos resplandeció el ardor propio de quienes combaten a los secuaces de Asmodai:
-En verdad os digo que nos hallamos frente a un difícil adversario. Ha venido con un cometa surgido de Malebolge. Nosotros, los hermanos de Perigon, con cruces y agua bendita, debemos ir a buscarlo si es preciso hasta su oculta madriguera, que acaso se encuentre debajo de estos mismos cimientos.
Así, aquella misma mañana, Theophile, Gerome y seis hermanos más elegidos por su valentía salieron a dar una batida por el bosque. Penetraron en cuevas provistos de antorchas, las cruces bien enhiestas, mas sólo hallaron algún que otro lobo y tejones asustados. Rastrearon también las destrozadas cámaras del ruinoso castillo de Faussesflammes, el cual se decía que lo habitaban los vampiros. Sin embargo, ni se toparon con el monstruo ni descubrieron indicios de su presencia.
Transcurrió la mitad del verano bajo la nocturna explosión del cometa. Más de cuarenta hombres, mujeres y niños cayeron víctimas de la Bestia que, si bien parecía mostrar predilección por la proximidad de la abadía, sus incursiones llegaban aun a las orillas del Isoile y a las puertas de La Frenâie y Ximes. Muchos la habían visto de noche, envuelto en aquella maligna luminosidad, pero nunca en pleno día. Además, siempre se desplazaba en silencio, reptando como una colosal serpiente.
Una vez lo divisaron a la luz de la luna en el huerto de la abadía, mientras se deslizaba en dirección al bosque entre las hileras de guisantes y nabos. Y al amparo de las tinieblas, penetró en los muros. Sin despertar a los demás, sobre los que debió de lanzar el hechizo del Leteo, eligió al hermano Gerome, que dormía en su camastro al final de la fila de lechos. El cadáver se descubrió a la mañana siguiente, cuando el monje que dormía justo a su lado se despertó y lo vio inerme boca abajo, empapado en sangre, con toda la parte posterior del hábito destrozada y la carne al descubierto.
La Bestia retornó una semana después. La nueva víctima fue el hermano Augustin. Pese a los exorcismos y las aspersiones de agua bendita en todos los umbrales, puertas y ventanas, se deslizó por las estancias del monasterio dejando tras de sí un rastro rebosante de blasfemia. Muchos creyeron que el abad corría peligro. Constantin, el hermano cillerero, cuando regresaba de una visita a Vyones, lo descubrió a la luz de las estrellas trepando por el muro exterior hacia la ventana que daba a la celda de Theophile, orientada justo hacia el gran bosque. Al reparar en Constantin, la grotesca criatura se dejó caer al suelo como un enorme simio y se esfumó entre los árboles.
Aquel suceso armó un gran revuelo y sembró una profunda consternación en la comunidad monacal. Se dijo que, lamentablemente, el enemigo acechaba al abad, el cual pasaba día y noche en su celda en constante plegaria, pálido y demacrado como un santo moribundo, mortificando la carne hasta desfallecer de pura debilidad. Una fiebre interior lo devoraba ostensiblemente. Y cada vez más, aparte de campar a sus anchas por la abadía, el monstruo amplió su radio de acción hasta penetrar en los muros de las ciudades. A mediados de agosto, cuando el cometa había iniciado un tímido declive, aconteció la lamentable muerte de la hermana Therese, la joven y amada sobrina de Theophile, que apareció muerta en su celda del convento benedictino de Ximes. En aquella ocasión, los últimos transeúntes de la jornada vieron a la Bestia en la calle y otros, remontar las murallas, ascendiendo cual ingente escarabajo o araña sobre la piedra desnuda, para finalmente salir de Ximes y desvanecerse en su secreto escondrijo. Se dijo que las inertes manos de la devota Therese asían firmemente una carta de Theophile en la que le comentaba algunos de los sucesos padecidos en su monasterio; asimismo, le confesaba sentirse cautivo del pesar y la impotencia al no saber cómo contrarrestar las abominables acciones de semejante criatura.
De todos estos hechos me enteré aquel verano en mi casa de Ximes, aunque desde el principio tuve conocimiento de ellos debido a mis tratos con las ciencias ocultas y las fuerzas de la oscuridad: aquella bestia ignota era un asunto que me concernía de veras. Una criatura de aquella naturaleza era, de entrada, algo inconcebible. Tampoco llegué a ninguna conclusión tras analizar su origen y su abyecto comportamiento. En vano consulté a las estrellas, la geomancia y la nigromancia fueron inútiles. Cuantas personas interrogué se confesaron ignorantes, pero afirmaban que la Bestia procedía de otros mundos, que estaba más allá de la comprensión de los espíritus sublunares.
Sin saber por qué, un día recordé un extraño anillo oracular que había heredado de mis padres, también hechiceros. Forjado en la antigua Hiperbórea, durante un tiempo propiedad del brujo Eibon, estaba hecho a base de un oro más rojo que el producido por la Tierra en las últimas edades. Llevaba engarzada una gran gema púrpura oscura y palpitante de las que ya no se encuentran. En la gema vivía cautivo un viejo demonio, un espíritu de los mundos prehumanos que contestaba a las preguntas de magos y hechiceros.
Extraje el anillo, depositado en un ataúd abierto y llevé a cabo los preparativos pertinentes para formular las preguntas. Cuando invertí la piedra púrpura sobre un pequeño brasero que ardía con ámbar, el genio me respondió con una voz que salía del mismo aliento de las llamas. Me dijo que el origen de la Bestia, que había surgido del cometa rojo, se remontaba al de una raza de demonios estelares que no visitaban la Tierra desde la fundación de Atlantis. Me refirió los atributos de la Bestia: en su estado natural era invisible e intangible para los mortales, sólo tomaba forma del más abominable de los modos. Asimismo, me reveló el único modo en que la Bestia devenía ser vulnerable. Tales revelaciones constituyeron un crisol de horror y sorpresa aun para alguien como yo, habituado a tratar tal clase de menesteres. El exorcismo que me reveló el genio consistía en una de las prácticas más peligrosas y atroces que se pudiera imaginar. Sin embargo, el genio del anillo insistió en que ese era el único modo de vencerla. Mientras aguardaba el momento propicio, según la conjunción astral, para actuar, me refugié en mis libros y alambiques para distraer la inquietud.
Poco después del horrible final de la hermana Therese, me visitaron el mariscal de Ximes y el abad Theophile, en cuyas facciones y ademanes advertí los estragos del sufrimiento, el horror y la humillación. Ambos, procurando vencer sus naturales escrúpulos respecto a tratar con una persona que ejercía las artes ocultas, me solicitaron consejo y ayuda para acabar con la Bestia.
-Gozáis de excelente reputación de sabio en conocimientos arcanos y en las artes de la brujería -observó el mariscal-, así como en los hechizos que convocan y expulsan a los demonios. Por eso quizá vos triunféis donde otros han fracasado. Hemos acudido a vuestra casa con reticencias, ya que no está bien visto que la Iglesia y la ley se alíen con la brujería; sin embargo, la situación es desesperada y debemos evitar que el engendro se cobre nuevas víctimas. En recompensa a vuestros servicios os prometemos una sustanciosa recompensa en oro, así como inmunidad perpetua frente a la Inquisición. El obispo de Ximes y el arzobispo de Vyones están al corriente de esta oferta, que se debe mantener en el más estricto secreto.
-No deseo ninguna recompensa -repliqué-, aunque esté en mi mano librar a Averoigne de la presencia de este monstruo. Se trata de una misión extremadamente difícil, erizada de peligros y de final incierto.
-Se os concederá cuanto necesitéis -agregó el mariscal-; contad si es preciso con el apoyo de gente de armas.
Theophile, con voz trémula y quebradiza, me aseguró que todas las puertas, incluso las de la abadía de Perigon, quedaban abiertas a mis peticiones, y que pondría todos los medios a su alcance para que pudiese terminar con la amenaza.
Reflexioné durante unos instantes y contesté:
-Marchaos, pero una hora antes del crepúsculo enviadme a dos soldados a caballo con una tercera montura vacía. Y que estos hombres se distingan por su valor y discreción: esta misma noche haré una visita a Perigon, donde parece que el horror se ceba.
Recordando los consejos del genio cautivo en la gema, el único preparativo que hice para el viaje fue colocarme en el índice el anillo de Eibon y proveerme de una pesada maza, que me ceñí al cinto en lugar de una espada. A continuación, me dispuse a esperar la hora del ocaso, cuando los soldados llegaron puntualmente con los caballos. Se trataba de guerreros fuertes, de reputada fama, ataviados con cotas de malla y armados con espadas y alabardas. Monté sobre la tercera cabalgadura, una yegua negra y vigorosa, y nos encaminamos de Ximes a Perigon por un sendero muy poco transitado que atravesaba la floresta encantada por los hombres lobo. Tenía por compañeros a gente taciturna, sólo abrían la boca para responder lacónicamente a preguntas puntuales, lo cual fue de mi agrado: eso significaba que nunca revelarían lo que pudiesen presenciar antes del amanecer.
Nos desplazamos con rapidez, mientras el Sol bañado en sangre se ponía a lo lejos, detrás de la masa arbolada, hasta que las tinieblas se fueron señoreando del mundo como un inexorable manto de maldad. Incluso yo, maestro en hechicerías, me estremecí al pensar en lo que podría haber más allá, en lo profundo de la oscuridad. No obstante, llegamos a la abadía sin ser importunados cuando la luna estaba en lo alto; todos los monjes, excepto el anciano portero, ya se habían retirado. A su regreso de Ximes, el abad había avisado al portero de nuestra llegada y no habría abierto de haber sido esa mi intención, pues tenía otros planes. Le comenté al portero que, en mi opinión, la Bestia volvería a entrar en la abadía aquella misma noche, y le referí mi intención de impedírselo desde fuera de los muros. Le pedí que nos acompañase a dar una vuelta por los alrededores de la construcción, para que desde allí nos mostrase las distintas zonas y salas. Así lo hizo y, mientras nos guiaba, señaló una de las ventanas del segundo piso diciendo que se trataba de la celda de Theophile. Estando orientada al bosque, comenté la temeridad que significaba dejarla abierta. El portero aseveró que tal era la costumbre del abad, a pesar de las constantes invasiones demoniacas que sufría el monasterio. Tras la ventana se intuía el resplandor de una vela, como si el abad estuviese inmerso en sus nocturnas y desgastadoras plegarias.
Concluida la ronda, dejamos las monturas al cuidado del buen portero. Regresamos al lugar desde el que se divisaba la ventana de Theophile, y así comenzó nuestra larga vigilancia. Pálida y huera como la expresión de un cadáver, la luna se elevó más sobre el firmamento y proyectó un espectral manto de plata sobre los sombríos robles y los sólidos muros de la abadía. En occidente, el cometa ardía entre los astros inermes ocultando el enhiesto aguijón de Escorpio.
Hora tras hora aguardamos bajo la menguante sombra de un alto roble; desde allí nadie nos podía ver desde las ventanas. Y cuando la luna inició su descenso hacia poniente, la sombra comenzó a alargarse hacia el muro. Imperaba la más mortal de las calmas, la luz y la sombra eran los únicos movimientos del mundo. La vela del abad se apagó en la equidistancia entre la media noche y el amanecer, como si se hubiera consumido totalmente, y la estancia quedó en tinieblas.
En absoluto silencio, las armas prestas, mis compañeros de vigilancia no movieron un solo músculo ni profirieron la más leve queja. Conscientes del horror demoníaco que debíamos combatir, sus ademanes permanecían inalterables. Entonces me saqué el anillo de Eibon del índice y procedí tal como me había instruido el genio.
Siguiendo mis estrictas órdenes, los hombres se habían quedado más cerca del bosque que yo, siempre en constante alerta. Sin embargo, las tinieblas permanecieron inalterables durante toda la noche y en el cielo se esbozaron los primeros atisbos de claridad. Una hora antes del amanecer, cuando la sombra del gran roble ya tocaba el muro y trepaba hacia la ventana de Theophile, surgió lo que había predicho. Apareció de un modo muy repentino: sin que nada lo hubiera anunciado, se materializó una llama de un rojo infernal, veloz como una centella, que emergió de la floresta y que saltó por donde estábamos, cansados y ojerizos tras toda la noche en vela.
Uno de los soldados había caído al suelo; por encima de él se cernía la masa sanguinolenta y fantasmagórica, en forma de serpiente, de la Bestia. Una cabeza enorme, absurda, sin orejas ni nariz, le destrozaba con sus dientes largos y afilados. Podíamos oír el desagradable chirrío del acero rasgado y hendido. Sin perder un instante, dejé el anillo de Eibon sobre una piedra que había preparado con antelación y machaqué la oscura gema con el martillo que había traído.
El genio de la piedra surgió de los fragmentos, envuelto en una nube vaporosa y grisácea, al principio diminuto como la llama de una vela, después aumentando de tamaño como la leña que se apila para formar una pira. Con voz sibilante, con el acento del fuego y de las llamas, y emitiendo unos poderosísimos destellos dorados, el genio se abalanzó sobre la Bestia para contender contra ella, tal como me había prometido a cambio de liberarle de eones de confinamiento.
Alto y poderoso como las llamas de un auto de fe, atacó fieramente a la Bestia, que entonces se desentendió del guerrero y se contorsionó como una serpiente chamuscada. Su cuerpo y sus extremidades se convulsionaron violentamente, parecieron fundirse como la cera, tenue y horriblemente bajo las llamas, para mostrar una increíble metamorfosis. A cada instante que se sucedía, como un hombre lobo que retorna de su estado salvaje, fue cobrando la figura de un ser humano. La imprecisa negrura de su cuerpo se fue transformando para tomar paulatinamente la forma de las tramas de un tejido y, a su vez, las tramas fueron cambiando hasta adquirir la forma de un hábito oscuro y una capucha como los que llevan los monjes benedictinos. Y en la capucha comenzó a aparecer un rostro que, pese a la deformidad de sus facciones, era el del abad Theophile.
Mis acompañantes y yo contemplamos aquellos prodigios sólo por un instante: el genio ígneo siguió agrediendo a lo que un momento antes había sido la temible Bestia. Su rostro volvió a fundirse en una tonalidad oscura como de cera quemada y se elevó una gran columna de humo, acompañada del hedor propio de carne quemada y putrefacta. Y entre la gran columna de humo, por encima de la sibilante voz del genio, percibimos el único grito que emitió Theophile. Enseguida el humo aumentó su espesor y ocultó tanto al atacante como a su víctima; las llamas de un fuego reavivado fueron el único sonido que se percibió a continuación.
Finalmente, el oscuro humo empezó a ascender y a mezclarse con la espesura. Y la luz llameante del genio, transformado en la figura de una quimera, siguiendo unos movimientos rítmicos, se elevó sobre los tenebrosos árboles en dirección a las estrellas. Entonces supe que el genio del anillo había cumplido su promesa y que, por lo tanto, había retornado a la remota y ultramundana profundidad de Hiperbórea a la que lo había arrastrado el brujo de Eibon para aprisionarlo en la gema púrpura.
El aire se limpió del hedor a quemado y a corrupción. De la Bestia no quedaba vestigio alguno. Por eso supe que el feroz demonio de la gema se había llevado al horror nacido del cometa rojo. El soldado que había sido atacado se alzó del suelo prácticamente indemne, aunque con la cota de malla destrozada. Tanto él como el otro guerrero se pusieron a mi lado. Durante largo rato ni se movieron ni dijeron nada. Consciente de que ellos también habían presenciado la inesperada metamorfosis de la Bestia y que la verdad había aparecido ante sus ojos, bajo la luna gris, a punto de amanecer, les hice jurar que guardarían aquel episodio en secreto y que corroborarían la historia que me encargaría de contar a los monjes de Perigon.
Después de tomar todas aquellas precauciones para salvaguardar el buen nombre del abad Theophile, despertamos al portero. Le explicamos que la Bestia nos había pillado desprevenidos; que antes de poderlo evitar, alcanzó la celda del abad y, al poco, salió de ella con Theophile preso en sus extremidades de reptil, como si tuviese la intención de llevárselo al cometa. Lancé un exorcismo al inicuo demonio, que se desvaneció en una nube de fuego y vapor azufrado. Desgraciadamente, el abad se consumió entre las llamas. Su muerte, añadí, fue un caso de auténtico martirio que no había sido en vano: la Bestia no volvería a molestar ni Perigon ni al resto de la comarca, puesto que había usado un exorcismo infalible.
Con grave pesar y aflicción por la pérdida de Theophile, ninguno de los hermanos dudó de la veracidad y coherencia de este relato. En cierto modo la historia no era falsa del todo, ya que Theophile era inocente, nunca había sido consciente de la metamorfosis que tenía lugar en él cada noche, en su celda, ni de las abominaciones que la Bestia había cometido por medio de su cuerpo. Cada noche el ser abandonaba el cometa para saciar su hambre infernal. Sin el cuerpo del abad carecía de forma y de poder para materializar su obscena figura, procedente de mundos allende las estrellas. La noche que vigilábamos detrás de la abadía había logrado matar a una pobre chica en santa Zenobia. Pero después de aquel suceso, nunca más se vio a la Bestia en Averoigne, ni se repitieron aquellos inefables crímenes. El cometa se dirigió a otros cielos y el horror que arrastraba consigo tomó cuerpo en leyendas que varían según el lugar, incluso con otros nombres. Se canonizó a Theophile por haber sufrido aquel extraño martirio.
Quienes en el futuro lean esta historia no la creerán, pues afirmarán que no hay monstruo ni engendro demoníaco capaz de prevalecer sobre la auténtica santidad. En realidad, lo mejor sería que nadie creyese en la veracidad de estas palabras: débil es el muro que media entre el hombre y el ateísmo. Los cielos están poblados de seres cuyo conocimiento comporta la locura; entre la Tierra y la Luna, y aun por las galaxias más alejadas, transitan extrañas abominaciones. Nos han visitado seres innombrables y, no os quepa duda, volverán a visitarnos. Y el mal de las estrellas no es como el mal que gobierna la Tierra.
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