El que camina sobre el polvo
Clark Ashton Smith
Los
antiguos magos lo conocían, y lo llamaban Quachil-Uttaus. Raramente se
manifiesta: porque él mora más allá del círculo exterior, en el oscuro limbo
fuera del tiempo y del espacio. Mortal es la palabra que le llama, a no ser que
permanezca en la mente sin ser pronunciada: porque Quachil-Uttaus es la última
corrupción; y el instante de su llegada es como el paso de muchas eras; y ni la
carne ni la piedra pueden resistir su paso, sino que todas las cosas se desmenuzan
átomo sobre átomo bajo él. Y por esto, algunos lo han llamado: El que camina sobre el polvo.
(Testamento de
Carnamagos)
Fue
después de una discusión y un debate interminables consigo mismo, después de
muchos intentos por exorcizar la oscura, incorpórea legión de miedos, que John
Sebastian volvió a la casa que tan rápidamente había abandonado. Sólo había
estado ausente tres días, pero incluso eso era una interrupción sin precedentes
en la vida de reclusión y estudio a la que se había entregado completamente
después de haber heredado la vieja Mansión junto con una generosa suma de
dinero. En ningún momento hubiera podido definir completamente la razón de su
fuga: no obstante, ésta había parecido imperativa. Había habido una horrible
urgencia que le había llevado a hacerla; pero ahora, desde que se había
propuesto volver, la urgencia quedaba en una mera cuestión de nervios alterados
por una dedicación a sus libros demasiado larga y prolongada.
Sebastian
imaginaba ciertas cosas, pero sus imaginaciones eran patentemente absurdas y
sin base alguna. Si bien los fenómenos que le habían perturbado no eran en
absoluto imaginarios, tenía que haber alguna explicación natural que no se le
hubiera ocurrido a su excitada mente hasta aquel momento. El repentino
amarillear de un cuaderno recientemente comprado, el desmenuzamiento de los
bordes de sus hojas, no tenía ninguna duda, aquello se debía a una latente
imperfección del papel; y el extraño descoloramiento de las frases escritas en
él, que de la noche a la mañana se habían vuelto apagadas, como escritos
antiguos, era claramente el resultado del uso de productos baratos y
defectuosos en la tinta.
El
aspecto de la fina, quebradiza y agujereada por los gusanos antigüedad que se
había manifestado por sí misma en ciertos muebles, ciertas partes de la
mansión, no era más que la repentina revelación de una oculta desintegración
que había pasado inadvertida para él en su asidua dedicación a oscuras pero
absorbentes investigaciones. Y era aquella misma dedicación, con sus años
ininterrumpidos de tarea y confinamiento, la que le provocaba un prematuro
envejecimiento; quizá por eso, al haberse mirado en el espejo de aquella mañana,
la misma mañana de su huida, había quedado tan sobrecogido e impactado como con
la aparición de una momia marchita. Su sirviente, el señor Timmers había sido
viejo desde que podía recordar. Sólo fue la exageración de unos nervios
enfermos lo que hizo que hallara en Timmers una decrepitud tan extrema que
parecía que podía caer, sin el paso intermedio de la muerte, en la corrupción
de la tumba.
De
hecho, podía explicar todo lo que le había perturbado sin referencias al
salvaje, remoto saber, los sistemas y demonologías olvidados en los que había
ahondado. Esos pasajes del Testamento de Carnamagos, que él había
examinado con extraña consternación, eran pertinentes sólo en los horrores
evocados por hechiceros locos en eones pasados. Sebastian, firme en sus
convicciones, volvió al atardecer a su casa. No tembló ni vaciló mientras
cruzaba los campos repletos de pinos y subió rápidamente las escaleras
frontales. Pensó, pero no pudo estar seguro, de que había signos recientes de
dilapidación en las escaleras; y la propia casa, mientras se aproximaba a ella,
parecía inclinarse un poco oblicuamente, como por una ruinosa instalación de
los cimientos; pero esto, se dijo, era una ilusión producida por la llegada del
crepúsculo.
No
había lámparas encendidas, pero Sebastian no estaba indebidamente sorprendido de
esto, porque sabía que Timmers, dedicado a sus propios asuntos, tendía a estar
en la oscuridad como un búho envejecido, mucho después de que hubiera llegado
el momento apropiado para encender las lámparas. Por otro lado, Sebastian
siempre había sentido aversión a la oscuridad o incluso a las sombras; y
últimamente su aversión se había acrecentado. Invariablemente encendía todas
las bombillas de la casa tan pronto como la luz del día empezaba a
desvanecerse. Y rezongando ahora por la falta de puntualidad de Timmers, empujo
la puerta y llegó deprisa al vestíbulo para encender la luz.
Puede
que por una agitación nerviosa de la que no era dueño, anduvo a tientas varios
minutos sin encontrar el interruptor. La sala estaba extrañamente oscura, y un
destello del ceniciento anochecer, que se había dirigido entre altos pinos al
portal detrás de él, parecía no poder penetrar en el umbral. No podía ver nada;
era como si la noche de eras muertas hubiera morado en ese vestíbulo; y sus
fosas nasales, mientras permanecía buscando a tientas, fueron asaltadas por un
seco resquemor como de polvo ancestral, un olor de cadáver y féretro
indistinguible, el aroma del decaimiento.
Al
final encontró el interruptor; pero la luz que surgió era de algún modo oscura
e insuficiente, y pareció haber un sombrío titilar, como si el circuito tuviera
un fallo. Sea como sea, le tranquilizó ver que la casa, a todas luces, estaba
en gran parte como la había dejado. Puede que, inconscientemente, hubiera
temido encontrar los paneles de roble desmenuzados en cribada podredumbre, y la
alfombra convertida en colgajos devorados por las polillas; hubiera aprehendido
el rompedor pasar de las podridas tablas bajo su paso.
¿Pero
dónde estaba Timmers? El anciano factótum, en despecho de su creciente
senilidad, había sido siempre rápido en aparecer, y aunque no hubiera oído
entrar a su amo, el encenderse las luces podía haberle señalado el retorno de
Sebastian. Sin embargo, por más que Sebastian escuchara con laboriosa atención,
no oyó el crujido de los familiares pasos vacilantes. El silencio estaba por
todas partes, como un funerario, como un inmóvil tapiz.
Sin
lugar a dudas, pensó Sebastian, había alguna explicación de sentido común. Timmers
se había ido al pueblo cercano, puede que para renovar la despensa, o esperando
recibir una carta de su amo, y Sebastian no le había encontrado camino a casa
desde la estación. O puede que el anciano hubiera caído enfermo y estuviera
ahora tumbado y desvalido en su habitación. Con este último pensamiento en
mente, fue directo al dormitorio de Timmers, que estaba en la planta baja, en
la parte trasera de la mansión. Estaba vacío, y la cama estaba limpiamente
hecha y obviamente no había sido ocupada desde la noche anterior. Con un
suspiro de alivio que pareció extirpar un horrible íncubo de su pecho, decidió
que su primera conjetura había sido correcta.
Ahora,
pendiente el retorno de Timmers, se animó a sí mismo a hacer otro acto de
inspección y fue sin dilación a su estudio. No podía admitir con precisión lo
que había temido ver, pero tras una primera mirada, la habitación no había
cambiado, y todas las cosas estaban como habían estado en su aturullada salida.
El confuso y apilado montón de manuscritos, volúmenes, cuadernos en su mesa de
escribir había permanecido al parecer sin ser tocado por nada excepto su propia
mano, y sus estanterías, con su bizarra y terrorífica formación de autoridades
en demonología, necromancia, en todas las ciencias ridiculizadas y descastadas,
seguían en su sitio intactas. Y en el viejo atril que usaba para sus tomos más
pesados, se encontraba el Testamento de
Carnamagos, con sus cubiertas de piel de tiburón con pasadores de huesos
humanos, yacía abierto en la página que le había asustado de forma tan
inexplicable con sus horribles insinuaciones.
Entonces,
mientras caminaba entre el atril y la mesa, percibió por primera vez la
inexplicable abundancia de polvo en todo. Una capa gris de átomos muertos que había
cubierto sus manuscritos con una película espesa, y que se había colocado entre
las sillas, los volúmenes y los ricos rojos y amarillos como amapolas de las
alfombrillas orientales que se habían oscurecido por la acumulación. Era como
si muchos desolados años hubieran pasado por la cámara desde su propia salida,
y hubieran agitado de sus ropas como mortajas el polvo de todas las cosas
ruinosas. El misterio de aquello pasmó a Sebastian: sabía que la sala había
sido barrida sólo tres días antes, y Timmers tendría que haber echado polvo en aquel
lugar cada mañana con meticuloso cuidado durante su ausencia para generar
aquella terrible atmósfera.
Y
ahora aquella capa de podredumbre se elevaba en una luminosa nube
arremolinándose a su alrededor, llenando
los agujeros de su nariz con el mismo olor seco, como de disolución
fantásticamente antigua, que había encontrado en la sala. Al mismo tiempo
percibió una fría corriente de aire que había entrado de algún modo en la
habitación. Pensó que una de las ventanas se había quedado abierta, pero una
mirada le hizo saber que estaban cerradas, y que las cortinas estaban estrechamente
corridas, y la puerta había sido cerrada detrás de él. La corriente era ligera
como el suspiro de un fantasma, pero donde quiera que pasara, el polvo sin peso
se levantaba hacia arriba, llenando el aire y colocándose de nuevo con extrema
lentitud.
Sebastian
sintió una alarma extraña, como si el viento le hubiera soplado desde alguna
dimensión extraña, o a través de alguna grieta o hendidura, y simultáneamente
fue víctima de un paroxismo de prolongada y violenta tos. No pudo localizar la
fuente de la corriente, pero mientras se movía de forma inquieta alrededor, su
ojo fue atraído por un bajo y extenso montón del polvo gris que hasta ahora
había permanecido oculto de la vista desde la mesa. Aquel montón yacía al lado
de la silla en la que usualmente se sentaba mientras escribía. Y muy cerca
estaba el plumero que usaba Timmers en su ronda diaria de limpieza.
Le
pareció a Sebastian que la inclemencia de un gran y letal frío había invadido
todo su ser. No pudo seguir inspeccionado por varios minutos, pero permaneció
escudriñando el inexplicable montón, pues en el centro de aquel montículo había
visto una vaga depresión, como la marca de una huella muy pequeña. Una huella
que había sido medio borrada por las ráfagas de aquel viento que evidentemente
habían tomado mucho del polvo y lo habían esparcido por la cámara. Al final
volvió la capacidad de moverse de Sebastian. Sin consciente reconocimiento del
impulso que le movía, recogió el plumero, pero mientras sus dedos lo tocaban,
el mango y las plumas se desmenuzaron en fino polvo que, colocado en una pila
pequeña, preservaba vagamente el contorno del objeto original.
Entonces
la debilidad se apoderó de Sebastian, como si la carga de la edad excesiva y la
mortalidad se hubiera reunido aplastantemente en sus hombros entre un instante
y el siguiente. Hubo un remolino de vertiginosas sombras ante sus ojos en la
luz de la lámpara, y sintió que se iba a desmayar a no ser que se sentara
inmediatamente. Asomó su mano para alcanzar la silla y con un solo toque, se
derrumbó en numerosas nubes de polvo que se desmoronaron hacia abajo.
Después
—tanto tiempo después que ni el propio Sebastian supo decir cuánto— se encontró
a sí mismo sentado en la gran silla frente a la lectura del Testamento de Carnamagos. Estaba confusamente sorprendido de que
el asiento no se hubiera desmoronado bajo él. Sentía, como ya había sucedido
antes, la urgencia de una rápida, repentina huida de esa casa maldita, pero
pareció que se había hecho demasiado viejo, demasiado fatigado y débil, y que
nada importaba demasiado, ni siquiera el gris destino en el que parecía
atrapado. Ahora, mientras permanecía en un estado mitad terror mitad estupor,
sus ojos se sintieron atraídos hacía el libro mágico que tenía ante él: los
escritos de aquel maligno sabio y vidente, Carnamagos, que habían sido
recuperados hacía mil años de una tumba greco-bactriana, y transcritos por un
monje renegado del griego original, con la sangre de un monstruo concebido por
un íncubo.
En
ese volumen estaban las crónicas de grandes hechiceros de edad, y las historias
de demonios terrenos y ultra-cósmicos, y los hechizos verdaderos con los que
los demonios podían ser llamados y controlados y expulsados. Sebastian, profundo
conocedor y estudiante de semejantes saberes, creyó durante mucho tiempo que el
libro era una mera leyenda medieval; y se sobresaltó tanto como se alegró
cuando encontró aquella copia en los estantes de un mercader de manuscritos
viejos e incunables. Se decía que sólo han existido dos copias, y que la otra
había sido destruida por la Inquisición Española en el siglo trece.
La
luz vaciló de nuevo, como si ominosas alas hubieran volado a través de ella, y
los ojos de Sebastian se empañaron mientras el reuma se le acumulaba y leía de
nuevo aquel siniestro pasaje fatal que había servido para provocarle miedos
sombríos:
Aunque Quachil-Uttaus
venga raramente, debe decirse que su llegada no es siempre en respuesta a la
runa hablada y al pentáculo dibujado... Claro está que pocos magos llamarían a
un espíritu tan pernicioso... pero ha de comprenderse que quien lea para sí en
el silencio de su cámara, la fórmula aquí debajo descrita, incurrirá en un
grave riesgo si en su corazón mora abiertamente u oculto el menor deseo de
muerte y aniquilación. Por ello puede que Quachil-Uttaus acuda a él, dándole
ese destino tocando su cuerpo y convirtiéndolo en polvo eterno, tocando su alma
y convirtiéndola en vapor indisoluble. Y la llegada de Quachil-Uttaus se puede
predecir con ciertas señales; en la persona del evocador, y tal vez en la de
aquellos a su alrededor, aparecerán los
signos de la vejez repentina; y su casa, y sus pertenencias y todo aquello que
hayan tocado asumirán las marcas del decaimiento y de la antigüedad precoz.
Sebastian
no supo que estaba musitando las frases medio en voz alta mientras las leía, porque
también estaba musitando el terrible encantamiento que las seguía... Sus pensamientos
hormigueaban como a través de una atmósfera fría y congelante. Con una
empañada, horrible certeza, supo que Timmers no había ido al pueblo. Debió
haber advertido a Timmers antes de irse; debió haber cerrado y encerrado bajo llave
el Testamento de Carnamagos... porque
Timmers era, a su manera, como un estudiante, y su curiosidad concerniente a
los estudios ocultos de su amo era creciente. Timmers era capaz de leer el
griego de Carnamagos... incluso esa horrible y devoradora fórmula a la que Quachil-Uttaus,
demonio de la última corrupción, podía responder desde el vacío exterior.
Sebastian
adivinó demasiado bien el origen del polvo gris, la razón de los misteriosos
desmoronamientos... De nuevo sintió el impulso de huir, pero su cuerpo era un
seco y muerto íncubo que rehusaba obedecer su voluntad. De cualquier modo, reflexionó,
era ya demasiado tarde, porque los signos de condena se habían reunido en él y
a su alrededor... Hasta ahora, seguramente no había habido en su corazón el
menor deseo de muerte y destrucción. Sólo había deseado continuar sus
incursiones en los misterios más negros que rodeaban el estado mortal. Y
siempre había sido cauteloso, había tenido cuidado de meterse con círculos
mágicos y evocaciones de presencias. Había aprendido que había espíritus del
mal, espíritus de la ira, la perdición y la aniquilación; pero nunca, por
voluntad propia, habría invocado a ninguno de ellos desde sus abismos en los
confines de la noche...
Su
letargo y debilidad parecieron incrementarse, y le pareció que los lustros y
las décadas de senectud habían caído sobre él en el suspirar de un aliento. El
hilo de sus pensamientos estaba roto a intervalos, y se recuperó con
dificultad. Sus memorias, excepto sus miedos, parecían titubear en el filo de
algún olvido final, y con los oídos embotados oyó un sonido como de maderas
rompiéndose y cayendo en algún sitio de la casa. Sus ojos nublados como los de
un anciano vieron las luces balancearse y desvanecerse bajo el vuelo de una
oscuridad con forma de murciélago negro. Era como si la noche de alguna
catacumba se desmoronase, era como si él hubiera quedado encerrado allí.
Sintió
por momentos el frío y delicado aliento de la corriente que le había confundido
antes con su misterio, y de nuevo el polvo elevándose en sus fosas nasales; y entonces
se percató de que la habitación no estaba completamente oscura, porque pudo
discernir el oscuro contorno del atril ante él. Seguramente ningún rayo era
admitido por las cortinas corridas, pero de algún modo había luz. Sus ojos,
levantándose con enorme esfuerzo vieron por primera vez que un tosco e
irregular hueco había aparecido en la otra pared de la habitación, encima de la
esquina norte. A través de él, una única estrella brillaba en la cámara, fría y
remota como el ojo de un demonio que miraba a través de golfos intercósmicos.
Desde
aquella estrella —desde los espacios ocultos tras ella— un rayo de radiación
lívida, pálida y mortal fue arrojado como una lanza hacia Sebastian. Quieto
como una tabla, firme e inamovible, pareció atravesar su propio cuerpo y formar
un puente entre sí mismo y los mundos de inimaginable oscuridad. Estaba allí
petrificado por la mirada de la Gorgona, cuando a través de la apertura algo se
deslizó firme y rápidamente por la habitación hacia él, atravesando aquel rayo.
El muro pareció desmoronarse, la grieta ensancharse mientras entraba.
Era
una figura no mayor que la de un niño, pero arrugada como una momia milenaria.
Su cabeza sin pelo y su cara sin rasgos, sujetas por un cuello de esquelética
delgadez, estaban cubiertas de miles de arrugas reticuladas. Su cuerpo era como
una especie de monstruoso y marchito feto abortado, que nunca hubiera llegado a
respirar. Y sus extremidades tubulares, terminadas en garras óseas, estaban
extendidas como anquilosadas en una eterna y horrible postura de brazos
abiertos. Las piernas, con pies como los de una Muerte pigmea, estaban
estrechamente unidas como si hubieran sido aprisionadas por una especie de faja
en la tumba; tampoco había ningún movimiento, ni pasos, ni zancadas. Derecho y
rígido, el horror flotó velozmente hacia abajo por el descolorido, por el mortal
rayo gris que se dirigía y atravesaba el cuerpo de Sebastian.
Ahora
estaba cerca de él, la cabeza al nivel de su frente y los pies frente a su
pecho. Por un efímero instante supo que aquel horror le había tocado con su
mano, con sus rígidamente flotantes pies; y pareció fundirse con él, ser uno
con su ser. Sintió que sus venas eran ahogadas por el polvo, que su cerebro se
desmenuzaba célula a célula. Ya no existía John Sebastian, solo un universo de
estrellas muertas y mundos que caían arremolinándose en la oscuridad antes del
tremendo soplido de algún viento intraestelar... Y aquella cosa a la que los magos
inmemoriales habían llamado Quachil-Uttaus se había ido, y la noche y la luz de
las estrellas habían vuelto a la ruinosa cámara. Sin embargo, en ninguna parte
había vestigios de John Sebastian: tan solo un pequeño montón de polvo en el
suelo, junto al atril, marcado por una pequeña y decrépita huella.
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