viernes, 20 de septiembre de 2019

RELATO: "El que camina sobre el polvo", Clark Ashton Smith







El que camina sobre el polvo

Clark Ashton Smith 




Los antiguos magos lo conocían, y lo llamaban Quachil-Uttaus. Raramente se manifiesta: porque él mora más allá del círculo exterior, en el oscuro limbo fuera del tiempo y del espacio. Mortal es la palabra que le llama, a no ser que permanezca en la mente sin ser pronunciada: porque Quachil-Uttaus es la última corrupción; y el instante de su llegada es como el paso de muchas eras; y ni la carne ni la piedra pueden resistir su paso, sino que todas las cosas se desmenuzan átomo sobre átomo bajo él. Y por esto, algunos lo han llamado: El que camina sobre el polvo.

(Testamento de Carnamagos)


Fue después de una discusión y un debate interminables consigo mismo, después de muchos intentos por exorcizar la oscura, incorpórea legión de miedos, que John Sebastian volvió a la casa que tan rápidamente había abandonado. Sólo había estado ausente tres días, pero incluso eso era una interrupción sin precedentes en la vida de reclusión y estudio a la que se había entregado completamente después de haber heredado la vieja Mansión junto con una generosa suma de dinero. En ningún momento hubiera podido definir completamente la razón de su fuga: no obstante, ésta había parecido imperativa. Había habido una horrible urgencia que le había llevado a hacerla; pero ahora, desde que se había propuesto volver, la urgencia quedaba en una mera cuestión de nervios alterados por una dedicación a sus libros demasiado larga y prolongada.

Sebastian imaginaba ciertas cosas, pero sus imaginaciones eran patentemente absurdas y sin base alguna. Si bien los fenómenos que le habían perturbado no eran en absoluto imaginarios, tenía que haber alguna explicación natural que no se le hubiera ocurrido a su excitada mente hasta aquel momento. El repentino amarillear de un cuaderno recientemente comprado, el desmenuzamiento de los bordes de sus hojas, no tenía ninguna duda, aquello se debía a una latente imperfección del papel; y el extraño descoloramiento de las frases escritas en él, que de la noche a la mañana se habían vuelto apagadas, como escritos antiguos, era claramente el resultado del uso de productos baratos y defectuosos en la tinta.

El aspecto de la fina, quebradiza y agujereada por los gusanos antigüedad que se había manifestado por sí misma en ciertos muebles, ciertas partes de la mansión, no era más que la repentina revelación de una oculta desintegración que había pasado inadvertida para él en su asidua dedicación a oscuras pero absorbentes investigaciones. Y era aquella misma dedicación, con sus años ininterrumpidos de tarea y confinamiento, la que le provocaba un prematuro envejecimiento; quizá por eso, al haberse mirado en el espejo de aquella mañana, la misma mañana de su huida, había quedado tan sobrecogido e impactado como con la aparición de una momia marchita. Su sirviente, el señor Timmers había sido viejo desde que podía recordar. Sólo fue la exageración de unos nervios enfermos lo que hizo que hallara en Timmers una decrepitud tan extrema que parecía que podía caer, sin el paso intermedio de la muerte, en la corrupción de la tumba.

De hecho, podía explicar todo lo que le había perturbado sin referencias al salvaje, remoto saber, los sistemas y demonologías olvidados en los que había ahondado. Esos pasajes del  Testamento de Carnamagos, que él había examinado con extraña consternación, eran pertinentes sólo en los horrores evocados por hechiceros locos en eones pasados. Sebastian, firme en sus convicciones, volvió al atardecer a su casa. No tembló ni vaciló mientras cruzaba los campos repletos de pinos y subió rápidamente las escaleras frontales. Pensó, pero no pudo estar seguro, de que había signos recientes de dilapidación en las escaleras; y la propia casa, mientras se aproximaba a ella, parecía inclinarse un poco oblicuamente, como por una ruinosa instalación de los cimientos; pero esto, se dijo, era una ilusión producida por la llegada del crepúsculo.

No había lámparas encendidas, pero Sebastian no estaba indebidamente sorprendido de esto, porque sabía que Timmers, dedicado a sus propios asuntos, tendía a estar en la oscuridad como un búho envejecido, mucho después de que hubiera llegado el momento apropiado para encender las lámparas. Por otro lado, Sebastian siempre había sentido aversión a la oscuridad o incluso a las sombras; y últimamente su aversión se había acrecentado. Invariablemente encendía todas las bombillas de la casa tan pronto como la luz del día empezaba a desvanecerse. Y rezongando ahora por la falta de puntualidad de Timmers, empujo la puerta y llegó deprisa al vestíbulo para encender la luz.

Puede que por una agitación nerviosa de la que no era dueño, anduvo a tientas varios minutos sin encontrar el interruptor. La sala estaba extrañamente oscura, y un destello del ceniciento anochecer, que se había dirigido entre altos pinos al portal detrás de él, parecía no poder penetrar en el umbral. No podía ver nada; era como si la noche de eras muertas hubiera morado en ese vestíbulo; y sus fosas nasales, mientras permanecía buscando a tientas, fueron asaltadas por un seco resquemor como de polvo ancestral, un olor de cadáver y féretro indistinguible, el aroma del decaimiento.

Al final encontró el interruptor; pero la luz que surgió era de algún modo oscura e insuficiente, y pareció haber un sombrío titilar, como si el circuito tuviera un fallo. Sea como sea, le tranquilizó ver que la casa, a todas luces, estaba en gran parte como la había dejado. Puede que, inconscientemente, hubiera temido encontrar los paneles de roble desmenuzados en cribada podredumbre, y la alfombra convertida en colgajos devorados por las polillas; hubiera aprehendido el rompedor pasar de las podridas tablas bajo su paso.

¿Pero dónde estaba Timmers? El anciano factótum, en despecho de su creciente senilidad, había sido siempre rápido en aparecer, y aunque no hubiera oído entrar a su amo, el encenderse las luces podía haberle señalado el retorno de Sebastian. Sin embargo, por más que Sebastian escuchara con laboriosa atención, no oyó el crujido de los familiares pasos vacilantes. El silencio estaba por todas partes, como un funerario, como un inmóvil tapiz.

Sin lugar a dudas, pensó Sebastian, había alguna explicación de sentido común. Timmers se había ido al pueblo cercano, puede que para renovar la despensa, o esperando recibir una carta de su amo, y Sebastian no le había encontrado camino a casa desde la estación. O puede que el anciano hubiera caído enfermo y estuviera ahora tumbado y desvalido en su habitación. Con este último pensamiento en mente, fue directo al dormitorio de Timmers, que estaba en la planta baja, en la parte trasera de la mansión. Estaba vacío, y la cama estaba limpiamente hecha y obviamente no había sido ocupada desde la noche anterior. Con un suspiro de alivio que pareció extirpar un horrible íncubo de su pecho, decidió que su primera conjetura había sido correcta.

Ahora, pendiente el retorno de Timmers, se animó a sí mismo a hacer otro acto de inspección y fue sin dilación a su estudio. No podía admitir con precisión lo que había temido ver, pero tras una primera mirada, la habitación no había cambiado, y todas las cosas estaban como habían estado en su aturullada salida. El confuso y apilado montón de manuscritos, volúmenes, cuadernos en su mesa de escribir había permanecido al parecer sin ser tocado por nada excepto su propia mano, y sus estanterías, con su bizarra y terrorífica formación de autoridades en demonología, necromancia, en todas las ciencias ridiculizadas y descastadas, seguían en su sitio intactas. Y en el viejo atril que usaba para sus tomos más pesados, se encontraba el Testamento de Carnamagos, con sus cubiertas de piel de tiburón con pasadores de huesos humanos, yacía abierto en la página que le había asustado de forma tan inexplicable con sus horribles insinuaciones.

Entonces, mientras caminaba entre el atril y la mesa, percibió por primera vez la inexplicable abundancia de polvo en todo. Una capa gris de átomos muertos que había cubierto sus manuscritos con una película espesa, y que se había colocado entre las sillas, los volúmenes y los ricos rojos y amarillos como amapolas de las alfombrillas orientales que se habían oscurecido por la acumulación. Era como si muchos desolados años hubieran pasado por la cámara desde su propia salida, y hubieran agitado de sus ropas como mortajas el polvo de todas las cosas ruinosas. El misterio de aquello pasmó a Sebastian: sabía que la sala había sido barrida sólo tres días antes, y Timmers tendría que haber echado polvo en aquel lugar cada mañana con meticuloso cuidado durante su ausencia para generar aquella terrible atmósfera.

Y ahora aquella capa de podredumbre se elevaba en una luminosa nube arremolinándose a su  alrededor, llenando los agujeros de su nariz con el mismo olor seco, como de disolución fantásticamente antigua, que había encontrado en la sala. Al mismo tiempo percibió una fría corriente de aire que había entrado de algún modo en la habitación. Pensó que una de las ventanas se había quedado abierta, pero una mirada le hizo saber que estaban cerradas, y que las cortinas estaban estrechamente corridas, y la puerta había sido cerrada detrás de él. La corriente era ligera como el suspiro de un fantasma, pero donde quiera que pasara, el polvo sin peso se levantaba hacia arriba, llenando el aire y colocándose de nuevo con extrema lentitud.

Sebastian sintió una alarma extraña, como si el viento le hubiera soplado desde alguna dimensión extraña, o a través de alguna grieta o hendidura, y simultáneamente fue víctima de un paroxismo de prolongada y violenta tos. No pudo localizar la fuente de la corriente, pero mientras se movía de forma inquieta alrededor, su ojo fue atraído por un bajo y extenso montón del polvo gris que hasta ahora había permanecido oculto de la vista desde la mesa. Aquel montón yacía al lado de la silla en la que usualmente se sentaba mientras escribía. Y muy cerca estaba el plumero que usaba Timmers en su ronda diaria de limpieza.

Le pareció a Sebastian que la inclemencia de un gran y letal frío había invadido todo su ser. No pudo seguir inspeccionado por varios minutos, pero permaneció escudriñando el inexplicable montón, pues en el centro de aquel montículo había visto una vaga depresión, como la marca de una huella muy pequeña. Una huella que había sido medio borrada por las ráfagas de aquel viento que evidentemente habían tomado mucho del polvo y lo habían esparcido por la cámara. Al final volvió la capacidad de moverse de Sebastian. Sin consciente reconocimiento del impulso que le movía, recogió el plumero, pero mientras sus dedos lo tocaban, el mango y las plumas se desmenuzaron en fino polvo que, colocado en una pila pequeña, preservaba vagamente el contorno del objeto original.

Entonces la debilidad se apoderó de Sebastian, como si la carga de la edad excesiva y la mortalidad se hubiera reunido aplastantemente en sus hombros entre un instante y el siguiente. Hubo un remolino de vertiginosas sombras ante sus ojos en la luz de la lámpara, y sintió que se iba a desmayar a no ser que se sentara inmediatamente. Asomó su mano para alcanzar la silla y con un solo toque, se derrumbó en numerosas nubes de polvo que se desmoronaron hacia abajo.

Después —tanto tiempo después que ni el propio Sebastian supo decir cuánto— se encontró a sí mismo sentado en la gran silla frente a la lectura del Testamento de Carnamagos. Estaba confusamente sorprendido de que el asiento no se hubiera desmoronado bajo él. Sentía, como ya había sucedido antes, la urgencia de una rápida, repentina huida de esa casa maldita, pero pareció que se había hecho demasiado viejo, demasiado fatigado y débil, y que nada importaba demasiado, ni siquiera el gris destino en el que parecía atrapado. Ahora, mientras permanecía en un estado mitad terror mitad estupor, sus ojos se sintieron atraídos hacía el libro mágico que tenía ante él: los escritos de aquel maligno sabio y vidente, Carnamagos, que habían sido recuperados hacía mil años de una tumba greco-bactriana, y transcritos por un monje renegado del griego original, con la sangre de un monstruo concebido por un íncubo.

En ese volumen estaban las crónicas de grandes hechiceros de edad, y las historias de demonios terrenos y ultra-cósmicos, y los hechizos verdaderos con los que los demonios podían ser llamados y controlados y expulsados. Sebastian, profundo conocedor y estudiante de semejantes saberes, creyó durante mucho tiempo que el libro era una mera leyenda medieval; y se sobresaltó tanto como se alegró cuando encontró aquella copia en los estantes de un mercader de manuscritos viejos e incunables. Se decía que sólo han existido dos copias, y que la otra había sido destruida por la Inquisición Española en el siglo trece.

La luz vaciló de nuevo, como si ominosas alas hubieran volado a través de ella, y los ojos de Sebastian se empañaron mientras el reuma se le acumulaba y leía de nuevo aquel siniestro pasaje fatal que había servido para provocarle miedos sombríos:


Aunque Quachil-Uttaus venga raramente, debe decirse que su llegada no es siempre en respuesta a la runa hablada y al pentáculo dibujado... Claro está que pocos magos llamarían a un espíritu tan pernicioso... pero ha de comprenderse que quien lea para sí en el silencio de su cámara, la fórmula aquí debajo descrita, incurrirá en un grave riesgo si en su corazón mora abiertamente u oculto el menor deseo de muerte y aniquilación. Por ello puede que Quachil-Uttaus acuda a él, dándole ese destino tocando su cuerpo y convirtiéndolo en polvo eterno, tocando su alma y convirtiéndola en vapor indisoluble. Y la llegada de Quachil-Uttaus se puede predecir con ciertas señales; en la persona del evocador, y tal vez en la de aquellos a su  alrededor, aparecerán los signos de la vejez repentina; y su casa, y sus pertenencias y todo aquello que hayan tocado asumirán las marcas del decaimiento y de la antigüedad precoz.


Sebastian no supo que estaba musitando las frases medio en voz alta mientras las leía, porque también estaba musitando el terrible encantamiento que las seguía... Sus pensamientos hormigueaban como a través de una atmósfera fría y congelante. Con una empañada, horrible certeza, supo que Timmers no había ido al pueblo. Debió haber advertido a Timmers antes de irse; debió haber cerrado y encerrado bajo llave el Testamento de Carnamagos... porque Timmers era, a su manera, como un estudiante, y su curiosidad concerniente a los estudios ocultos de su amo era creciente. Timmers era capaz de leer el griego de Carnamagos... incluso esa horrible y devoradora fórmula a la que Quachil-Uttaus, demonio de la última corrupción, podía responder desde el vacío exterior.

Sebastian adivinó demasiado bien el origen del polvo gris, la razón de los misteriosos desmoronamientos... De nuevo sintió el impulso de huir, pero su cuerpo era un seco y muerto íncubo que rehusaba obedecer su voluntad. De cualquier modo, reflexionó, era ya demasiado tarde, porque los signos de condena se habían reunido en él y a su alrededor... Hasta ahora, seguramente no había habido en su corazón el menor deseo de muerte y destrucción. Sólo había deseado continuar sus incursiones en los misterios más negros que rodeaban el estado mortal. Y siempre había sido cauteloso, había tenido cuidado de meterse con círculos mágicos y evocaciones de presencias. Había aprendido que había espíritus del mal, espíritus de la ira, la perdición y la aniquilación; pero nunca, por voluntad propia, habría invocado a ninguno de ellos desde sus abismos en los confines de la noche...

Su letargo y debilidad parecieron incrementarse, y le pareció que los lustros y las décadas de senectud habían caído sobre él en el suspirar de un aliento. El hilo de sus pensamientos estaba roto a intervalos, y se recuperó con dificultad. Sus memorias, excepto sus miedos, parecían titubear en el filo de algún olvido final, y con los oídos embotados oyó un sonido como de maderas rompiéndose y cayendo en algún sitio de la casa. Sus ojos nublados como los de un anciano vieron las luces balancearse y desvanecerse bajo el vuelo de una oscuridad con forma de murciélago negro. Era como si la noche de alguna catacumba se desmoronase, era como si él hubiera quedado  encerrado allí.

Sintió por momentos el frío y delicado aliento de la corriente que le había confundido antes con su misterio, y de nuevo el polvo elevándose en sus fosas nasales; y entonces se percató de que la habitación no estaba completamente oscura, porque pudo discernir el oscuro contorno del atril ante él. Seguramente ningún rayo era admitido por las cortinas corridas, pero de algún modo había luz. Sus ojos, levantándose con enorme esfuerzo vieron por primera vez que un tosco e irregular hueco había aparecido en la otra pared de la habitación, encima de la esquina norte. A través de él, una única estrella brillaba en la cámara, fría y remota como el ojo de un demonio que miraba a través de golfos intercósmicos.

Desde aquella estrella —desde los espacios ocultos tras ella— un rayo de radiación lívida, pálida y mortal fue arrojado como una lanza hacia Sebastian. Quieto como una tabla, firme e inamovible, pareció atravesar su propio cuerpo y formar un puente entre sí mismo y los mundos de inimaginable oscuridad. Estaba allí petrificado por la mirada de la Gorgona, cuando a través de la apertura algo se deslizó firme y rápidamente por la habitación hacia él, atravesando aquel rayo. El muro pareció desmoronarse, la grieta ensancharse mientras entraba.

Era una figura no mayor que la de un niño, pero arrugada como una momia milenaria. Su cabeza sin pelo y su cara sin rasgos, sujetas por un cuello de esquelética delgadez, estaban cubiertas de miles de arrugas reticuladas. Su cuerpo era como una especie de monstruoso y marchito feto abortado, que nunca hubiera llegado a respirar. Y sus extremidades tubulares, terminadas en garras óseas, estaban extendidas como anquilosadas en una eterna y horrible postura de brazos abiertos. Las piernas, con pies como los de una Muerte pigmea, estaban estrechamente unidas como si hubieran sido aprisionadas por una especie de faja en la tumba; tampoco había ningún movimiento, ni pasos, ni zancadas. Derecho y rígido, el horror flotó velozmente hacia abajo por el descolorido, por el mortal rayo gris que se dirigía y atravesaba el cuerpo de Sebastian.

Ahora estaba cerca de él, la cabeza al nivel de su frente y los pies frente a su pecho. Por un efímero instante supo que aquel horror le había tocado con su mano, con sus rígidamente flotantes pies; y pareció fundirse con él, ser uno con su ser. Sintió que sus venas eran ahogadas por el polvo, que su cerebro se desmenuzaba célula a célula. Ya no existía John Sebastian, solo un universo de estrellas muertas y mundos que caían arremolinándose en la oscuridad antes del tremendo soplido de algún viento intraestelar... Y aquella cosa a la que los magos inmemoriales habían llamado Quachil-Uttaus se había ido, y la noche y la luz de las estrellas habían vuelto a la ruinosa cámara. Sin embargo, en ninguna parte había vestigios de John Sebastian: tan solo un pequeño montón de polvo en el suelo, junto al atril, marcado por una pequeña y decrépita huella.




No hay comentarios:

Publicar un comentario