Artista: Gerald Brom
La
reina de la Costa Negra
Robert E. Howard
Conan regresa a los reinos
hibóreos, donde sirve como jefe de mercenarios en Nemedia, en Ofir y
más tarde en Argos. En este último lugar, ciertas desavenencias con
los representantes de la ley le obligan a embarcarse en la primera
nave que sale hacia el extranjero. En el momento de producirse estos
acontecimientos, Conan tiene unos veinticuatro años.
1.
Conan se une a los piratas
«Creedme, los verdes brotes
despiertan en primavera y el otoño pinta las hojas con un fuego
sombrío; creedme, yo aún conservo virgen mi corazón para prodigar
mis ardientes deseos a un solo hombre.»
(La canción de Belit)
Los cascos del caballo resonaban
en la calle que conducía a los muelles. La gente que gritaba y se
apartaba a su paso tuvo visión fugaz de un jinete enfundado en una
cota de malla que cabalgaba sobre un negro corcel, mientras su capa
de color escarlata ondeaba al viento. Del otro extremo de la calle
llegaba el clamor de sus perseguidores, pero el jinete no volvió la
cabeza. Irrumpió en el embarcadero y detuvo el caballo al borde del
muelle. Los marineros lo miraron boquiabiertos, mientras izaban la
vela de franjas en el palo de la galera, una nave ancha y de proa
alta. El capitán, un hombre corpulento de barba negra que se hallaba
en la proa dirigiendo la maniobra de desatraque lanzó un grito
iracundo cuando el jinete saltó desde la silla del caballo y con un
ágil brinco aterrizó en el centro de la cubierta.
-¿Quién te ha invitado a subir a
bordo? -preguntó a gritos el capitán.
-¡Poneos en marcha! -dijo el
intruso con un rugido, subrayando la frase con un gesto violento y
feroz que hizo caer gotas de sangre de su espada.
-¡Pero vamos hacia las costas de
Kush! -protestó el patrón de la nave.
-¡Entonces yo también voy a
Kush!
El capitán lanzó una rápida
mirada a la calle por la que venía un grupo de jinetes a todo
galope; más atrás venía un pelotón de arqueros, con sus armas
colgadas al hombro.
-¿Puedes pagar el pasaje?
-preguntó el patrón del barco.
-¡Te voy a pagar con acero!
-gruñó el desconocido de la cota de malla mientras empuñaba una
gran espada que lanzaba destellos azulinos bajo el sol-. ¡Por Crom
que si no zarpas inmediatamente voy a inundar la galera con la sangre
de la tripulación!
El capitán conocía muy bien a
los seres humanos. Echó un solo vistazo al rostro oscuro y lleno de
pequeñas cicatrices del hombre de la espada, endurecido por la
furia, y dio una orden a sus marineros. La galera se separó del
muelle y los remos comenzaron a hundirse rítmicamente en el agua
cristalina; luego una ráfaga de viento hinchó la vela mayor. La
ligera nave escoró levemente al impulso de la brisa y avanzó como
un cisne, cortando a su paso las olas y dejando un rastro de espuma.
En el muelle, los jinetes agitaban
sus espadas, lanzaban gritos de amenaza y daban órdenes que los del
barco desoyeron, acuciando a los arqueros para que se colocaran al
borde del embarcadero antes de que la nave quedara fuera del alcance
de sus armas.
-Dejad que ladren -dijo sonriendo
el hombre de la espada-. Y tú, sigue tu rumbo, capitán.
El patrón del barco descendió
del pequeño puente de proa, avanzó entre las filas de remeros y
ascendió al puente de popa. El desconocido permaneció allí, con la
espada apoyada en el mástil, con la mirada alerta y el sable
dispuesto a todo. El capitán le observó atentamente, procurando no
acercarse demasiado a la enorme espada. Tenía enfrente a un joven
alto, corpulento cubierto con una negra cota de malla llena de
escamas, bruñidas grebas y un casco de acero azulino, del que salían
un par de cuernos muy finamente pulidos. De sus hombros colgaba una
capa de color escarlata que ondeaba al viento. Un ancho cinturón de
cuero repujado, con una hebilla dorada, sostenía la vaina de la
espada. Por debajo del casco asomaba una melena negra y lisa, que
contrastaba con sus ardientes ojos azules.
-Si vamos a viajar juntos -dijo el
capitán-, será mejor que nos llevemos bien. Me llamo Tito y soy
patrón de barco con licencia del puerto de Argos. Me dirijo hacia
Kush para traficar con abalorios, sedas, azúcar y espadas con
empuñadura de latón, a cambio de lo cual espero que los reyes
negros me den marfil, copra, mineral de cobre, esclavos y perlas.
El hombre de la espada lanzó una
mirada a los muelles, que iban quedando rápidamente atrás, y donde
los jinetes todavía agitaban los brazos en vano, pues parecían no
encontrar una embarcación lo suficientemente rápida como para
seguir a la veloz galera.
-Yo soy Conan el cimmerio -repuso
el joven-. He venido a Argos en busca de una plaza en el ejército,
pero como no había ninguna guerra, me encontré sin trabajo.
-¿Por qué te persiguen esos
guardias? -preguntó Tito-. Sé que no es asunto mío, pero pensé
que quizás...
-No tengo nada que ocultar -dijo
el cimmerio-. Por Crom, aunque he pasado mucho tiempo entre vosotros,
los hombres civilizados, todavía no entiendo vuestra forma de
actuar.
»Pues bien, anoche estaba en una
taberna y un capitán de la guardia real quiso abusar de la amiga de
un soldado joven que, por supuesto, mató al oficial. Pero parece ser
que hay una maldita ley que castiga severamente a quienes matan a los
guardias del rey y por ello el soldado y la muchacha tuvieron que
huir. Se corrió el rumor de que me habían visto con ellos y por eso
me llevaron hoy ante el magistrado, que me preguntó hacia dónde
habían huido los dos jóvenes. Yo respondí que puesto que él era
mi amigo, no podía traicionarlo. El tribunal se indignó y el juez,
furioso, habló acerca de mis deberes hacia el Estado, la sociedad y
otras cosas que no entendí, y me ordenó que revelara el paradero de
mi amigo. Para entonces era yo quien me había enojado, pues ya había
explicado claramente mi posición.
»Pero dominé mi ira y conservé
la calma. El juez dijo gritando que yo había manifestado un profundo
desprecio hacia el tribunal y que debía ser encerrado en una
mazmorra para que me pudriera allí, hasta que traicionara a mi
amigo. Por consiguiente, y viendo que estaban todos locos, desenvainé
mi espada y le partí la cabeza al juez; después me abrí paso entre
el público presente y al ver allí cerca el caballo del alguacil, me
apoderé de él y cabalgué hasta los muelles, donde esperaba
encontrar un barco que partiera hacia el extranjero.
-Bueno -dijo Tito con aire
disgustado-, los tribunales me han perjudicado muchas veces en
ocasión de litigios con ricos mercaderes, por lo que no les guardo
ningún afecto. Tendré que responder a muchas preguntas si vuelvo a
este puerto, pero supongo que podré demostrar que actué bajo
amenaza de muerte. Puedes envainar tu espada. Somos pacíficos
marinos y no tenemos nada contra ti. Además, no está mal tener a
bordo un guerrero como tú. Vamos a popa a beber una jarra de
cerveza.
-Me parece bien -repuso
rápidamente el cimmerio mientras envainaba su espada.
El Argus era un barco pequeño y
resistente, como todos los que comerciaban entre los puertos de
Zingara y Argos y los de las costas del sur; estas embarcaciones
solían mantenerse siempre a la vista de la costa y raras veces se
aventuraban en alta mar. El Argus tenía una proa alta rematada en
una roda curva; era ancho en el centro y se afinaba nuevamente hacia
popa, desde donde se la hacía avanzar con un remo muy largo. El
principal medio de propulsión lo suministraba la gran vela de seda
con franjas de colores, auxiliada por un foque. Los remos se
utilizaban para entrar o salir de los puertos y bahías, así como en
las calmas, cuando no soplaba el viento. Había diez remos por banda,
cinco a proa y cinco a popa de la cubierta central. La carga de mayor
valor se colocaba debajo de esta cubierta de proa. Los marineros
dormían en cubierta o entre las filas de bancos, protegidos durante
el mal tiempo por unos baldaquines. La tripulación estaba compuesta
por veinte hombres que manejaban los remos, tres en el timón y el
capitán del barco.
Así pues, el Argus avanzó
resueltamente hacia el sur, ayudado por el buen tiempo reinante. El
sol calentaba más intensamente a medida que pasaban los días, por
lo que se plegaron los baldaquines de seda con franjas de colores,
que hacían juego con las velas y con las brillantes telas doradas de
la proa y de las bordas.
Después de unos días de
navegación avistaron la costa de Shem, formada por extensas praderas
onduladas en las que se divisaban de lejos los blancos remates de las
torres de las ciudades, así como algunos jinetes de barba negra y
narices aguileñas que, sentados en sus corceles a lo largo de la
costa, contemplaban con recelo el paso de la galera. Ésta no fondeó
allí, pues era escaso el beneficio que se obtenía comerciando con
los fieros y astutos hijos de Shem.
Tampoco se decidió el capitán
Tito a atracar en la amplia bahía a la que iba a desembocar el
caudaloso río Styx y donde se alzaban los elevados castillos negros
de Khemi sobre las aguas azules. Ningún barco entraba sin ser
invitado en aquel puerto, donde unos brujos morenos lanzaban
terribles hechizos entre el humo oscuro de los sacrificios, que
ascendía permanentemente de los altares manchados de sangre. En
éstos había mujeres desnudas que gritaban desesperadamente y Set,
la Antigua Serpiente, el superdemonio de los hiborios, pero dios de
los estigios, retorcía los brillantes anillos de su cuerpo entre sus
fieles.
El patrón del barco se apartó de
aquella costa de ensueño y de aguas transparentes, aun cuando tras
un promontorio de tierra apareció una góndola con la proa en forma
de serpiente y un grupo de desnudas muchachas morenas con grandes
flores rojas en el pelo llamaban a los marineros y se ofrecían
descaradamente en poses incitantes.
Luego dejaron de verse las
brillantes torres de la costa. Habían dejado atrás la frontera de
Estigia y navegaban a lo largo de las costas de Kush. El mar y sus
caminos eran una fuente de misterios insondables para Conan, que
había nacido y se había criado en las elevadas montañas del norte.
Por su parte, el bárbaro también despertaba el interés de los
rudos marineros que jamás habían visto a un hombre de su raza.
Eran marineros típicos de Argos,
bajos y fornidos. Conan era mucho más alto que ellos, y dos juntos
no alcanzaban a tener la fuerza del bárbaro. Aunque ellos eran
resistentes y robustos, el cimmerio tenía la fuerza y la vitalidad
de un lobo, con los músculos duros y los nervios aguzados por la
vida que solía llevar en las zonas más inhóspitas del mundo. El
cimmerio siempre tenía una sonrisa a flor de labios, pero era igual
de rápido y terrible para la cólera. Conan tenía un apetito
prodigioso, y las bebidas fuertes constituían su pasión y su
debilidad. Era ingenuo como un niño en muchos aspectos, y no
terminaba de acostumbrarse a los artificios de la civilización;
tenía una gran inteligencia natural, era muy celoso de sus derechos
y podía ser peligroso como un tigre hambriento. Aunque era joven por
su edad, los viajes y las guerras lo habían endurecido, y su
estancia en muchos países se hacía evidente en su indumentaria. El
casco adornado con cuernos era característico de los rubios aesires
de Nordheim; su camisa de malla de acero, así como las placas para
proteger sus extremidades, se contaban entre los trabajos más finos
de los artesanos de Koth; la fina malla que protegía sus brazos y
piernas era de Nemedia; la espada que ceñía al cinto era un enorme
sable forjado en Aquilonia y su magnífica capa de color escarlata
sólo podía ser producto de los telares de Ofir.
Siguieron navegando hacia el sur.
Al cabo de un tiempo, el patrón del barco comenzó a buscar con la
mirada las aldeas de altas murallas de las gentes de color. Pero al
llegar a una bahía sólo encontraron ruinas humeantes y entre éstas
los cadáveres de negros desnudos. Tito lanzó un juramento.
-Yo hice buenos negocios aquí en
anteriores ocasiones -manifestó-. Esto es obra de los piratas.
-¿Y si nos enfrentáramos a
ellos? -preguntó el cimmerio mientras desenvainaba su enorme espada.
-Éste no es un barco de guerra
-repuso el capitán—. Nosotros escapamos, no luchamos. Sin embargo,
algunas veces hemos vencido a la tripulación de un barco pirata,
aunque nunca nos hemos enfrentado al Tigresa, de Belit.
-¿Quién es Belit?
-La más salvaje y demoníaca de
las mujeres. A menos que haya visto mal, fueron sus carniceros
quienes arrasaron esa aldea de la bahía. ¡Ojalá pueda verla algún
día colgando de un peñol! La llaman la reina de la Costa Negra. Es
una mujer de raza shemita que manda sobre un grupo de hombres negros.
Constituyen una amenaza para la navegación y ya han enviado a muchos
buenos comerciantes al fondo del mar.
Tito trajo del puente de popa unas
chaquetas acolchadas, así como cascos de acero, arcos y flechas.
-De poco servirá enfrentarnos a
ellos si nos atacan -dijo con un gruñido-. Pero duele en el alma dar
la vida sin presentar un poco de resistencia.
Era justo el alba cuando el vigía
lanzó una voz de alarma. En torno al extenso cabo de una isla
situada a estribor se deslizó la forma amenazante y esbelta de una
larga galera con una cubierta que iba de proa a popa a más altura de
lo normal. Cuarenta remos a cada lado la impulsaban velozmente por el
agua, y las bordas estaban atestadas de negros desnudos que entonaban
cánticos y golpeaban sus lanzas contra unos escudos ovalados. En lo
alto del mástil ondeaba un largo pendón de color carmesí.
-¡Belit! -exclamó Tito
palideciendo-. ¡Atención! ¡Poned la nave a cubierto! ¡Vamos hacia
aquella caleta! ¡Si conseguimos llegar a la costa antes de que nos
aborden, tendremos posibilidades de escapar con vida!
Inmediatamente el Argus viró y se
dirigió hacia los rompientes que se encontraban a lo largo de la
playa sembrada de palmeras. Tito iba de un lado a otro, exhortando a
los jadeantes remeros que multiplicaran sus esfuerzos. Al capitán se
le pusieron los pelos de punta y sus ojos lanzaban destellos.
-Dadme un arco -dijo Conan-. No lo
considero un arma de hombres, pero he aprendido a manejarlo con los
hirkanios, y me resultará fácil abatir a unos cuantos enemigos en
la cubierta de aquel barco.
De pie sobre el puente de popa, el
cimmerio observó la galera en forma de serpiente que avanzaba
ligeramente sobre las olas, y aunque era hombre de tierra, le
resultaba evidente que el Argus jamás podría ganar aquella carrera.
Las flechas que lanzaban desde la cubierta de la nave pirata caían
con un silbido en el agua, a menos de veinte pasos de la popa.
-Será mejor que nos enfrentemos a
ellos -dijo el cimmerio bruscamente-. De lo contrario moriremos todos
con una flecha clavada en la espalda y sin haber devuelto un solo
golpe.
-¡Remad fuerte, perros! -rugió
Tito, haciendo un violento ademán con el musculoso puño.
Los barbudos remeros gruñeron al
inclinarse aún más sobre los remos; los músculos se marcaban en
sus brazos y su piel estaba completamente bañada en sudor. La madera
de la pequeña y ancha galera crujía violentamente mientras el casco
hendía las aguas. El viento había dejado de soplar y la vela
colgaba floja en el mástil. La nave enemiga se acercaba
inexorablemente y se encontraba todavía a una milla de los
rompientes cuando uno de los hombres que manejaba el timón cayó
sobre el palo con una larga flecha clavada en el cuello. Tito saltó
para ocupar su lugar, y Conan, de pie y con las piernas abiertas
sobre la cubierta de popa, levantó su arco. Ahora alcanzaba a ver
algunos detalles del barco pirata. Los remeros estaban protegidos por
unas planchas metálicas ligeras dispuestas a los lados de la nave,
pero los guerreros que danzaban sobre la alta y estrecha cubierta se
hallaban totalmente al descubierto. Estaban casi todos desnudos y
tenían el cuerpo pintado, llevaban plumas y empuñaban lanzas y
escudos.
En la elevada plataforma de proa
se erguía una delgada figura cuya piel blanca constituía un
deslumbrante contraste con el brillo de ébano de los hombres que se
encontraban a su alrededor. Era Belit, sin duda alguna. Conan cogió
una flecha con plumas, y entonces una especie de escrúpulo o
vacilación desvió su mano y lanzó el dardo que atravesó el cuerpo
de un alto arquero emplumado que estaba al lado de ella.
El barco pirata iba ganando
distancia al barco más pequeño. Las flechas llovían sobre la
cubierta del Argus y alguno de sus tripulantes lanzaban un
grito de vez en cuando. Todos los timoneles habían caído bajo la
lluvia de flechas y Tito manejaba solo el pesado timón, mientras
lanzaba maldiciones y hacía esfuerzos inauditos con los brazos y
piernas. Pero en ese momento se derrumbó con un estertor porque una
flecha que tenía clavada en la espalda le había atravesado el
corazón. El Argus quedó a la deriva, a merced de la
marejada. Los tripulantes comenzaron a gritar aumentando la confusión
y entonces Conan decidió tomar el mando, como era habitual.
-¡Arriba el ánimo, muchachos!
-rugió mientras disparaba una flecha-. ¡Empuñad vuestras armas y
devolved a esos perros algunos golpes antes de que os corten el
pescuezo! ¡Ya de nada vale que os esforcéis sobre los remos! ¡Los
tendremos a bordo antes de cincuenta remadas!
Los remeros abandonaron a la
desesperada los bancos y cogieron sus armas. Era una actitud
valiente, pero inútil. Tenían tiempo para arrojar algunas flechas
antes de que los piratas estuvieran encima de ellos. Sin nadie que
manejase el timón, el Argus se balanceaba con fuerza y un
momento después
el espolón acerado de la proa de
los atacantes chocó contra el barco mercante por el centro de la
nave. Los rezones crujieron. Desde la elevada cubierta, los piratas
negros lanzaron una lluvia de flechas que atravesaron las
chaquetillas acolchadas de los desventurados marineros y luego
saltaron con una lanza en la mano para completar la matanza. En la
cubierta del barco pirata yacían una docena de cadáveres, fruto de
la destreza de Conan con el arco.
La lucha en el Argus fue
breve y sangrienta. Los rechonchos marineros no pudieron oponer
resistencia a los bárbaros de elevada estatura, y fueron cayendo de
uno en uno. En otro lugar de la nave, la lucha había tomado un cariz
especial. Conan, de pie sobre la elevada popa, se hallaba al mismo
nivel que la cubierta del barco pirata. Cuando la proa de acero se
hundió en el costado del Argus, el cimmerio consiguió
guardar el equilibrio a pesar del encontronazo, desechando luego el
arco. Un corsario de gran estatura saltó sobre la borda y fue
recibido en el aire por el enorme sable de Conan, que le cortó en
dos por la cintura, de modo que el tronco cayó hacia un lado y las
piernas hacia el otro. A continuación, y con un estallido de furia
que dejó un montón de cadáveres sobre la cubierta, Conan dio un
gran salto por la borda y cayó de pie sobre el Tigresa. En un
instante, Conan se convirtió en el centro de un huracán de
violencia; a su alrededor zumbaban las flechas y las lanzas, pero él
se movía con una velocidad enceguecedora. Las flechas rebotaban en
su armadura o azotaban el aire, al tiempo que su espada cortaba el
aire con su son de muerte. La locura combativa de su raza se había
apoderado de él, y con los ojos velados por una roja neblina
irracional, hundía cráneos, aplastaba pechos, cercenaba miembros y
desgarraba entrañas, dejando la cubierta llena de sangre y de
despojos humanos. El espectáculo era espantoso.
Invulnerable con su cota de malla
y con la espalda apoyada contra el mástil, el cimmerio seguía
amontonando cadáveres destrozados a sus pies, hasta que sus enemigos
comenzaron a retroceder jadeando de miedo y de furia. Entonces,
cuando los piratas lanzaron a un tiempo las lanzas con la intención
de atacar y Conan se puso en tensión dispuesto a saltar y a morir,
un grito agudo detuvo los brazos en alto. Los gigantes negros se
quedaron inmóviles como estatuas de ébano, al igual que Conan, que
se quedó rígido, con la espada chorreando sangre.
Belit saltó delante de sus negros
guerreros y les obligó a bajar las lanzas. Luego se volvió hacia
Conan, con el pecho jadeante y los ojos centelleantes. Unos dedos
fieros y ardientes estrujaron el corazón del cimmerio, que se colmó
de una fogosa admiración. La mujer era delgada, pero tenía formas
de diosa, esbeltas y voluptuosas a un tiempo. Su único atuendo
consistía en un ancho cinto de seda. Las blancas extremidades y las
esferas marfileñas de sus senos hicieron latir el pulso de Conan con
loca pasión, aun en medio del furor de la batalla pendiente. Sus
cabellos eran oscuros como una noche de Estigia y le caían en suave
cascada sobre su delicada espalda. Sus ojos negros ardían cuando
miraba al cimmerio.
La joven era indómita como el
viento del desierto, ágil y peligrosa como una pantera. Se acercó a
Conan sin prestar atención a la enorme espada manchada con la sangre
de sus hombres. El suave muslo de la mujer rozó la pierna de él.
Sus labios rojos se entreabrieron cuando miró los sombríos y
amenazantes ojos azules del cimmerio.
-¿Quién eres? —preguntó-. Por
Ishtar, que jamás he visto a nadie como tú, a pesar de haber
recorrido estos mares desde las costas de Zingara hasta las últimas
hogueras del sur. ¿De dónde vienes?
-De Argos -respondió él
escuetamente, temiendo algún movimiento traicionero.
Si la mano de la mujer se acercaba
a la enjoyada daga que llevaba en el cinto, de un solo manotón la
dejaría sin sentido sobre la cubierta. Sin embargo, el cimmerio, en
lo más profundo de su ser, no temía; había estrechado a demasiadas
mujeres, civilizadas o bárbaras, en sus brazos de hierro, como para
no reconocer el brillo que ardía en los ojos de aquélla.
-¡Tú no eres un blando hiborio!
—exclamó ella-. Eres valiente y duro como un lobo gris. Esos ojos
nunca se han visto encandilados por las luces de la ciudad. Esos
músculos no se han ablandado por la vida fácil entre paredes de
mármol.
-Soy Conan el cimmerio -contestó
él.
Para las gentes de climas
tropicales y exóticos, el norte era un intrincado reino mítico
poblado de feroces gigantes de ojos azules que de cuando en cuando
descendían de sus heladas tierras con una antorcha y una espada. Sus
incursiones nunca los habían llevado más al sur de Shem, por lo que
aquella joven shemita no distinguía entre aesires, vanires o
cimmerios. Con su inequívoco instinto femenino, se había dado
cuenta de que había hallado a su amante y de que su raza no
significaba nada salvo para proporcionarle el encanto que confieren
los países remotos.
-Y yo soy Belit -exclamó ella,
como diciendo: «Soy una reina».
A continuación, la muchacha le
tendió los brazos abiertos y le dijo:
-¡Mírame, Conan! ¡Soy Belit, la
reina de la Costa Negra! Oh, tigre del norte, eres tan frío como las
nevadas montañas que te vieron nacer. ¡Tómame y estréchame con tu
fiero amor! ¡Ven conmigo a los confines de la tierra y de los mares!
¡Yo soy reina por el fuego, el acero y la muerte...; sé tú mi rey!
Los ojos de Conan escrutaron las
filas de guerreros manchados de sangre, en busca de una expresión de
ira o de celos. Pero no vio nada de eso. La furia se había disipado
en los rostros de ébano. El bárbaro se dio cuenta de que para
aquellos hombres, Belit era algo más que una mujer. Era una diosa
cuya voluntad era incuestionable. Conan lanzó una mirada al Argus,
que se balanceaba sobre un mar teñido de rojo, con las cubiertas
ensangrentadas, y retenido por los rezones de abordaje. Luego miró
hacia la costa de tonalidades azules, después hacia las verdes
brumas del océano y finalmente al vibrante cuerpo que se hallaba
delante de él, y su corazón bárbaro se estremeció. Dominar
aquellas brillantes tierras azuladas junto a la joven tigresa de piel
blanca... Amar, reír, navegar, conquistar botines...
-¡Iré contigo! -dijo él
roncamente, sacudiendo las gotas de sangre de su espada.
-¡Eh, N'Yaga! -dijo entonces la
muchacha con voz vibrante como la cuerda de un arco-. ¡Trae hierbas
curativas y atiende las heridas de tu amo! Los demás, traed el botín
a bordo y alejémonos de aquí.
Mientras Conan tomaba asiento con
la espalda contra la barandilla de popa, para que el viejo chamán
atendiese los cortes que tenía en brazos y piernas, la carga de la
infortunada Argus fue rápidamente trasladada a bordo del Tigresa y
almacenada en pequeños compartimentos que había debajo de cubierta.
Los cadáveres de los tripulantes del barco mercante y de los piratas
que habían muerto durante la batalla fueron arrojados por la borda y
sirvieron de alimento a los tiburones que infestaban aquellas aguas.
Los piratas heridos quedaron en el centro de la cubierta para ser
curados. A continuación se soltaron los rezones de abordaje, y
mientras el Argus se hundía silenciosamente en las aguas teñidas de
sangre, el Tigresa se alejaba hacia el sur entre rítmicos golpes de
remo.
Cuando el barco comenzó a navegar
por las cristalinas aguas azules, Belit subió a popa. Sus ojos
ardían como los de una pantera en la oscuridad cuando se quitó sus
adornos, sus sandalias y su cinto de seda y arrojó todo a los pies
del cimmerio. Entonces, poniéndose de puntillas, con los brazos
extendidos hacia arriba y completamente desnuda, gritó a sus gentes:
-¡Lobos del mar azul, observad la
danza del apareamiento de Belit, cuyos padres fueron reyes de
Asgalun!
Y bailó como un torbellino en el
desierto, como una llama inextinguible, como el impulso de la
creación y de la muerte. Sus pies blancos rozaban suavemente la
cubierta manchada de sangre, y los moribundos se olvidaron de morir
mientras la contemplaban extasiados. Entonces, al tiempo que las
blancas estrellas brillaban tenuemente a través del terciopelo azul
del atardecer, haciendo de su cuerpo una borrosa llama marfileña,
Belit lanzó un grito salvaje y se arrojó a los pies de Conan. El
ciego deseo del cimmerio le hizo olvidar el mundo cuando estrujó su
jadeante cuerpo contra las negras placas de su pecho acorazado.
2.
El loto negro
«En aquella ciudadela de la
muerte de piedras destrozadas, sus ojos cayeron en la trampa de aquel
fulgor profano y terrible. Una extraña locura me oprimió con fuerza
la garganta, como un rival que se interpone entre dos amantes.»
(La canción de Belit)
El Tigresa surcó los mares, y
todas las aldeas negras de la costa se estremecieron. El tam-tam
resonó en la noche, anunciando que la diablesa del mar había
encontrado un compañero, un hombre de hierro cuya violencia superaba
la del león herido. Entonces los sobrevivientes de los despojados
navíos estigios maldijeron el nombre de Belit y el del blanco
guerrero de los ojos azules. Por ello los príncipes estigios
recordaron eternamente a este hombre, y su memoria fue un árbol
amargo que dio frutos de color carmesí en los años que siguieron.
Pero el Tigresa siguió navegando
despreocupado como el viento errante, hasta que ancló frente a las
costas del sur, en la desembocadura de un caudaloso y turbulento río
cuyas orillas eran murallas selváticas llenas de misterio.
-Éste es el río Zarkheba, que
significa Muerte -dijo Belit-. Sus aguas son venenosas. ¿Ves cuan
turbias y cenagosas fluyen? Sólo los reptiles ponzoñosos pueden
vivir en ese río. Los hombres de piel negra lo evitan siempre. Una
vez, una galera estigia que huía de mi barco se internó por este
río y desapareció. Yo anclé en este mismo lugar, y algunos días
después la galera volvió flotando a la deriva sobre las oscuras
aguas; estaba desierta y su cubierta aparecía manchada de sangre.
Había un solo hombre a bordo, pero se había vuelto loco y murió
sollozando. El cargamento estaba intacto, pero la tripulación había
desaparecido silenciosa y misteriosamente.
«Amado mío, yo creo que a
orillas de este río hay una ciudad. He oído relatos acerca de
torres gigantescas y de murallas que contemplaron desde lejos los
pocos marinos que osaron remontar esta corriente. Nosotros no tememos
a nada ni a nadie. ¡Conan, vayamos hacia allí y saqueemos la
ciudad!
Conan asintió; como hacía
generalmente cuando Belit trazaba un plan. Ella era quien planeaba
las incursiones y el cimmerio quien las llevaba a cabo. Poco le
importaba a él hacia dónde navegar o contra quién combatiesen,
mientras no dejaran de navegar y de combatir. El cimmerio estaba
satisfecho con ese tipo de vida.
Las batallas habían mermado la
tripulación; sólo quedaban unos ochenta lanceros, apenas los
suficientes para la larga galera. Pero Belit no quería perder el
tiempo navegando hacia el sur, hasta las remotas islas donde
reclutaba a sus bucaneros. La fogosa muchacha estaba deseando
emprender aquella aventura; por consiguiente, el Tigresa se internó
por la desembocadura del río. Los remeros tuvieron que esforzarse a
fondo para superar el empuje de la caudalosa corriente.
Doblaron el misterioso recodo que
impedía la vista desde el mar, y al atardecer ya navegaban entre los
bancos de arena en los que se movían extraños y ondulantes
reptiles. Pero no vieron ni un solo cocodrilo, ni divisaron animal
alguno ni pájaros que acudieran a saciar su sed en aquellas aguas.
Continuaron avanzando en la oscuridad que precede a la salida de la
luna, entre costas que eran como sólidas empalizadas de una
vegetación impenetrable, de donde llegaba de vez en cuando un
misterioso rumor de crujidos y de pisadas sigilosas, y se divisaba el
fulgor de unos ojos amenazantes. Y una vez que se oyó la voz
inhumana y burlona de un mono, Belit dijo que las almas de los
hombres malvados estaban presas en aquellos animales parecidos al
hombre, como castigo por sus crímenes pasados. Pero Conan tenía sus
dudas al respecto, porque en cierta ocasión había visto en una
jaula de barrotes dorados de una ciudad hirkania un animal triste de
ojos abismales que, según le dijeron, era un mono, y que no tenía
nada de la demoníaca malevolencia que vibraba en la risa chillona
que les llegaba desde la oscura selva.
Entonces salió la luna como una
mancha sanguinolenta, con un halo negro, y de las orillas surgió una
terrible algarabía, como saludándola. Los rugidos, aullidos y
gritos hicieron temblar a los guerreros negros, pero aquel bullicio,
según pudo notar Conan, procedía del interior de la selva, como si
los animales, al igual que los hombres, huyeran de las negras aguas
del Zarkheba.
Elevándose por encima de la densa
negrura de los árboles y de los cimbreantes bosques frondosos, la
luna plateaba la superficie del río, y la estela del barco se
convertía en un centelleo de burbujas fosforescentes que se
ensanchaba creando una luminiscencia de fulgurantes piedras
preciosas. Los remos se hundían en las aguas y salían como
empapados de plata helada. Las plumas de los guerreros se balanceaban
bajo el viento y las gemas de las empuñaduras y arneses
resplandecían con una luz helada.
La fría luz de la luna iluminaba
también las joyas que adornaban los negros rizos de Belit cuando
extendió su hermoso cuerpo sobre una piel de leopardo colocada sobre
la cubierta. Apoyada sobre los codos y con la barbilla entre las
manos, la joven observaba el rostro de Conan, que estaba acostado a
su lado con la oscura melena agitada bajo la tenue brisa. Los ojos de
Belit eran como oscuras gemas que ardían a la luz de la luna.
-El misterio y el terror nos
rodean, Conan, y nos deslizamos hacia el reino del horror y de la
muerte -dijo Belit-. ¿Tienes miedo?
Por toda respuesta, él se limitó
a encoger los hombros, cubiertos con la cota de malla.
-Tampoco yo tengo miedo -repuso
ella con aire meditabundo-. Jamás lo tuve. He contemplado demasiadas
veces los desnudos colmillos de la muerte. Dime, Conan, ¿temes a los
dioses?
-Yo no pisaría sus sombras
-contestó el bárbaro prudentemente-. Algunos son malignos y otros
son propicios; al menos, eso afirman sus sacerdotes. Mitra, la diosa
de los hiborios, debe ser una diosa fuerte, porque su pueblo ha
construido ciudades en todo el mundo. Pero hasta los hiborios temen a
Set. Y Bel, dios de los ladrones, es un dios bueno.
Cuando yo era ladrón, en Zamora,
aprendí mucho de él.
-¿Cómo son los dioses de tu
pueblo? Nunca te he oído hablar de ellos.
-El dios principal es Crom, que
vive en una gran montaña. Pero de nada vale invocarlo. Le importa
muy poco si los hombres viven o mueren. ¡Es mejor callar que
reclamar su atención, ya que suele enviar desdichas y no fortuna! Es
implacable y sin compasión, pero infunde poder para luchar y matar
en el momento de nacer. ¿Qué más puede pedir un ser humano?
-¿Y cómo es vuestro mundo, más
allá del río de la muerte? -insistió ella.
-En el culto de mis gentes no hay
esperanza aquí ni en el más allá -respondió Conan-. En este mundo
los hombres luchan y sufren en vano, y sólo encuentran placer en el
torbellino enloquecedor de la batalla; una vez muertos, sus almas
entran en un reino gris, lleno de nubes y azotado por vientos
helados, donde vagan tristes y melancólicas durante toda la
eternidad.
Belit se estremeció y dijo:
-Por mala que sea la vida, es
mejor que semejante destino. ¿Tú qué crees, Conan?
El cimmerio se encogió de hombros
una vez más y dijo:
-He conocido muchos dioses. Quien
niegue su existencia está tan ciego como el que confía en ellos con
una fe desmesurada. Yo no busco nada después de la muerte. Puede que
exista la oscuridad de la que hablan los escépticos nemedios, o el
reino helado y nebuloso de Crom, o las llanuras nevadas o los grandes
salones de piedra del Valhalla de los habitantes de Nordheim. No lo
sé, ni me importa. Que me dejen vivir intensamente mientras viva;
quiero saborear el rico jugo de la carne roja y sentir el sabor ácido
del vino en mi paladar, gozar del cálido abrazo de una mujer y de la
jubilosa locura de la batalla cuando llamean las azules hojas de
acero; eso me basta para ser feliz. Que los maestros, los sacerdotes
y los filósofos reflexionen acerca de la realidad y la ilusión. Yo
sólo sé esto: que si la vida es ilusión, yo no soy más que eso,
una ilusión, y ella, por consiguiente, es una realidad para mí.
Estoy vivo, me consume la pasión, amo y mato; con eso me doy por
contento.
-Pero los dioses son reales -dijo
ella, siguiendo la línea de sus pensamientos-. Y por encima de todo
están los dioses shemitas: Ishtar, Ashtoreth, Derketo y Adonis. Bel
también es shemita, pues nació en la antigua Shumir hace muchísimo
tiempo y entró en el mundo riendo, con su barba rizada y sus ojos
picaros e inteligentes, a robar las joyas de los reyes de la
antigüedad.
-Existe la vida más allá de la
muerte; yo lo sé, y también sé esto, Conan de Cimmeria -dijo Belit
poniéndose ágilmente de pie y estrechándole con un abrazo de
pantera-: ¡Sé que mi amor es más fuerte que la muerte! Me has
estrechado en tus brazos, jadeando con la violencia de nuestro amor;
me has cogido y estrujado y me has conquistado, atrayéndome el alma
a tus labios con la violencia de tus hirientes besos. ¡Mi corazón
está soldado al tuyo; mi alma es parte de tu alma! ¡Si yo muero y
tú tuvieras que luchar por tu vida, yo volvería del abismo para
ayudarte; sí, lo haría tanto si mi espíritu flotara bajo las velas
purpúreas del mar cristalino del paraíso, como si se retorciese
entre las llamas del infierno! ¡Soy tuya, y ni los dioses ni la
eternidad podrán separarnos!
Un grito de espanto llegó desde
el puesto de proa. Tras apartar a Belit a un lado, Conan se puso en
pie de un salto, con la espada resplandeciente bajo la luz de la luna
y los pelos de punta por la escena que estaba viendo. El vigía negro
se tambaleaba sobre la cubierta apoyado en algo que parecía el
tronco de un árbol oscuro y sinuoso que se balanceaba sobre la
barandilla. Entonces Conan se dio cuenta de que se trataba de una
gigantesca serpiente que había saltado por encima de la borda y
sujetaba al desdichado vigía con sus enormes fauces. Las chorreantes
escamas brillaban pálidamente bajo la luz de la luna, a medida que
el reptil se retiraba de la cubierta, mientras el guerrero atrapado
gritaba y se retorcía como una rata en los colmillos de una
serpiente pitón. Conan corrió hacia la proa y alzando su enorme
espada casi cortó en dos al gigantesco animal, que era más grueso
que el cuerpo de un hombre. La sangre empapó la cubierta mientras el
monstruo moribundo se alejaba sin soltar a su víctima, hasta que se
hundió en el tenebroso río, anillo tras anillo, dejando tras de sí
una sanguinolenta espuma, bajo la cual el hombre y el reptil
desaparecieron juntos. A partir de entonces, Conan prosiguió la
guardia personalmente, pero ningún otro monstruo llegó reptando
desde las cenagosas profundidades del río. Cuando el cielo clareaba
en la selva, el cimmerio divisó los negros colmillos de unas torres
oscuras que se alzaban entre los árboles. Llamó a Belit, que aún
dormía sobre la cubierta, envuelta en su capa de color escarlata, y
ella corrió a su lado con los ojos brillantes por la emoción. la
joven ordenó a sus guerreros que prepararan los arcos y las flechas.
Entonces sus hermosos ojos se abrieron desorbitados. Lo que
vieron cuando doblaron un recodo y quedó ante su vista aquella
orilla, era el fantasma de una ciudad. La maleza y los arbustos
crecían profusamente entre las piedras rotas y las losas de lo que
en un tiempo habían sido calles, plazas y grandes patios. Por todas
partes, excepto en la misma orilla del río, crecía la selva,
ocultando columnas caídas y túmulos derruidos con su verde veneno.
Aquí y allá se veían enormes torres que alzaban su precario
equilibrio contra el cielo de la mañana, así como columnas rotas
que sobresalían por encima de los muros en ruinas. En el centro de
la plaza se levantaba una pirámide de mármol rematada por una fina
estatua, hasta que sus ojos agudos percibieron señales de vida.
-Es un enorme pájaro -dijo uno de
los guerreros, de pie en la popa.
-No, es un murciélago monstruoso
-afirmó otro.
-Es un mono -dijo Belit.
En ese momento, el engendro
extendió unas alas muy amplias y desapareció volando hacia la
selva. -Era una especie de mono alado -dijo el viejo N'Yaga, con
gesto inquieto-. Será mejor que nos dejemos cortar el cuello antes
que desembarcar en ese lugar. Está encantado.
Belit se burló del supersticioso
anciano y ordenó que la galera se acercara a la orilla y atracase en
los muelles derruidos. Ella fue la primera en saltar a tierra,
seguida de cerca por Conan; luego desembarcó la tropa de piratas de
piel de ébano con sus blancas plumas ondeando bajo la brisa de la
mañana, con las lanzas preparadas y los ojos observando con recelo
la selva que los rodeaba.
En aquel lugar reinaba un silencio
tan siniestro como el de una serpiente dormida. Belit se irguió
entre las ruinas; su vibrante y esbelto cuerpo, lleno de vida,
contrastó extrañamente con la desolación y la destrucción que
había a su alrededor. El sol se alzaba lentamente sobre la selva,
llameante y amenazador, inundando las torres con una tenue luz dorada
que hacía resaltar las sombras que se agazapaban entre los muros
derruidos. Belit señaló una fina torre redondeada que parecía
tambalear sobre sus inseguros cimientos. Conducía hasta ella un
camino de losas flanqueado por columnas rotas entre las que crecían
plantas; delante de la torre había un enorme altar. Belit recorrió
con rapidez el antiguo camino de piedra y se detuvo delante del
altar.
-Éste era el templo de los
antiguos -le dijo a Conan-. Mira, esos canalillos que hay a los lados
del altar son para la sangre. Las lluvias de diez mil años no han
conseguido lavar las oscuras manchas que hay en la piedra. Las
paredes se han derrumbado y este bloque de piedra sigue desafiando el
tiempo y los elementos.
-Pero ¿quiénes eran esos
antiguos? -preguntó Conan. Ella extendió sus finas manos con un
gesto de desamparo para subrayar sus palabras.
-Ni siquiera en las leyendas se
menciona a esta ciudad -dijo-. ¡Pero fíjate en los orificios para
las manos que hay en ambos extremos del altar! Los sacerdotes solían
esconder sus tesoros debajo de sus altares. ¡A ver si entre cuatro
de vosotros podéis levantar esa losa!
Belit retrocedió unos pasos para
dejar sitio, al tiempo que miraba hacia la torre que se alzaba por
encima de ellos. Tres de los guerreros más fuertes ya habían
aferrado la losa por los huecos -que curiosamente no estaban hechos
para manos humanas-, cuando Belit dio un paso atrás lanzando un
grito de horror. Los negros se quedaron paralizados en su sitio y
Conan, que se había agachado para ayudarlos, giró en redondo al
tiempo que lanzaba una maldición.
-Hay una serpiente entre la hierba
-dijo ella retrocediendo-. Ven a matarla, Conan. Vosotros, seguid
intentando alzar la losa.
El cimmerio se acercó rápidamente
a la joven y otro negro ocupó su lugar. Mientras Conan examinaba la
hierba en busca de la serpiente, los gigantescos negros se apoyaron
firmemente sobre los pies y entre gruñidos fueron levantando poco a
poco la piedra, con los músculos tensos debajo de la piel de ébano.
La losa del altar giró repentinamente hacia un lado. Al mismo tiempo
se oyó un terrible estruendo y la torre se desplomó sepultando a
los cuatro negros bajo los bloques de piedra.
Un grito de horror surgió entre
las filas de sus compañeros. Los finos dedos de Belit se clavaron en
el brazo de Conan.
-No había ninguna serpiente
-susurró ella-. Era una artimaña para alejarte del altar. Sentí
miedo, pues sabía que los antiguos guardaban bien sus tesoros. Ahora
despejemos las piedras.
Eso hicieron, y luego levantaron
los cuerpos destrozados de los cuatro hombres. Debajo de éstos los
piratas hallaron una cripta tallada en la roca viva. El altar, que
giraba ingeniosamente hacia un lado por medio de rodillos de piedra,
había servido de tapadera. A primera vista, parecía que la cripta
estaba llena a rebosar de un fuego líquido que reflejaba la temprana
luz del sol con un millón de facetas resplandecientes.
Allí, ante los ojos atónitos de
los piratas, había una fortuna incalculable: diamantes, rubíes,
sanguinarias, zafiros, turquesas, piedras de la luna, ópalos,
esmeraldas, amatistas y otras gemas desconocidas, que relucían como
los ojos de una mujer maligna. La cripta estaba abarrotada de
brillantes piedras preciosas que centelleaban bajo los rayos del sol.
Al tiempo que lanzaba un grito,
Belit se dejó caer de rodillas entre los escombros manchados de
sangre junto al borde de la cripta y hundió sus blancos brazos hasta
el hombro en aquel mar de esplendor. Luego retiró los brazos,
aferrando algo que le hizo lanzar otro grito de asombro. ¡Tenía en
la mano una larga sarta de rubíes, que parecían coágulos de
sangre, unidos por un grueso hilo de oro! Al reflejarse en el collar,
la dorada luz del sol se convirtió en un resplandor rojizo.
Los ojos de Belit parecían los de
una mujer en trance. El corazón de los shemitas se
emborrachaba con las riquezas y con el esplendor material, pero aquel
espectáculo hubiera trastornado hasta el corazón del emperador de
Shushan.
-¡Recoged estas piedras
preciosas, perros! -gritó ella, sin poder dominar su emoción.
-¡Mirad! Un musculoso brazo negro
señaló en dirección al Tigresa y Belit giró en redondo enseñando
los dientes, como si esperara ver a un pirata rival acercándose para
despojarla del botín. Pero sólo vieron alzarse, por encima de la
borda del barco, una oscura sombra que se alejó volando hacia la
selva.
-¡El mono maligno ha estado en
nuestro barco! -musitaron los negros inquietos.
-¿Y eso qué importa? -exclamó
Belit lanzando un juramento, al tiempo que se alisaba un rizo rebelde
con gesto impaciente-. Haced una litera con las lanzas y las capas
para cargar todas estas joyas. Eh, Conan, ¿dónde demonios vas?
-Voy a echar un vistazo a la
galera -dijo el cimmerio con un gruñido-. Esa especie de murciélago
pudo haber hecho un agujero en la base de la galera, sin que nos
hayamos dado cuenta. El bárbaro corrió rápidamente por las
destrozadas piedras del embarcadero y saltó hacia la nave. Después
de examinar por un momento el barco bajo cubierta, Conan lanzó una
maldición y echó una mirada en dirección al lugar por el que había
desaparecido el monstruo alado. Volvió rápidamente hacia donde
estaba Belit, dirigiendo el saqueo de la cripta. La muchacha se había
puesto el collar y los rojos rubíes brillaban esplendorosamente
sobre su blanco pecho. Un negro enorme estaba sumergido hasta las
caderas en la rebosante cripta y extraía grandes puñados de piedras
preciosas, que pasaba a los hombres impacientes que se hallaban
arriba. Sartas de heladas iridiscencias colgaban entre los oscuros
dedos del negro; eran como gotas de fuego rojo que formaban un
increíble arco iris. El negro parecía un gigante a horcajadas sobre
los llameantes pozos del infierno, con las manos llenas de estrellas.
-Aquel maldito demonio volador ha
agujereado las barricas de agua -dijo Conan-. Si no hubiéramos
estado tan deslumbrados por estas piedras preciosas, hubiéramos oído
el ruido que hacía el monstruo al acercarse. Fuimos necios al no
haber dejado un centinela a bordo. No podemos beber el agua de este
río.
Voy a llevar veinte hombres para
buscar agua fresca y potable en la selva.
Ella le miró con expresión
confusa, con los ojos velados por la extraña pasión que la
embargaba, mientras acariciaba con dedos nerviosos las piedras
preciosas que llevaba en el pecho.
-Está bien -repuso ella
distraídamente, casi sin prestarle atención-. Voy a hacer que
lleven el tesoro a bordo.
La selva se cerró rápidamente
detrás del grupo, al tiempo que la luz cambiaba del oro intenso al
gris sombrío. De las ramas que formaban arcadas caían enredaderas
que parecían serpientes. Los guerreros avanzaban en fila india, como
negros fantasmas deslizándose bajo la luz crepuscular.
Dentro de la selva la vegetación
era menos densa de lo que Conan había pensado. El suelo estaba
blando, pero no húmedo. Al alejarse del río, se inclinaba poco a
poco formando pendiente. Cuanto más se internaban por la verde
espesura, menores señales había de proximidad de agua, ya sea de
fuentes o de pozos. Conan se detuvo súbitamente; sus guerreros le
imitaron y se quedaron inmóviles como estatuas de basalto. En el
tenso silencio que siguió, el cimmerio dijo en voz baja a N'Gora, un
hombre de confianza:
-Seguid derecho hasta que no
podáis verme; entonces deteneos y esperadme. Creo que nos están
siguiendo. He oído algo.
Los negros parecían inquietos,
pero obedecieron. Mientras ellos seguían su camino, Conan se ocultó
rápidamente detrás de un enorme árbol, al tiempo que miraba hacia
el lugar por el que habían venido. De aquella espesa vegetación
podía surgir cualquier cosa. Pero no ocurrió nada, y los débiles
sonidos de la marcha de los lanceros se apagaron a lo lejos. De
pronto el cimmerio sintió que el aire estaba impregnado de un aroma
exótico. Algo le rozó suavemente la sien. Conan se volvió con
rapidez. Desde una mata cuyas hojas tenían formas muy extrañas,
unas enormes flores negras se inclinaron hacia él. Una de ellas era
la que le había tocado. Parecían llamarle arqueando sus tallos en
señal de invitación. Se extendían y susurraban, aunque no soplaba
la menor brisa.
Conan retrocedió rápidamente al
reconocer el loto negro, cuya savia era mortal y cuyo perfume
producía un sopor con sueños terribles. El cimmerio ya comenzaba a
sentir un ligero letargo. Trató de desenvainar la espada para cortar
los ondulantes tallos que se cernían sobre él, pero sus brazos se
quedaron inertes a ambos lados del cuerpo. Abrió la boca para llamar
a sus guerreros, pero de ella no salió más que un débil jadeo. Un
segundo después, la selva empezó a dar vueltas con asombrosa
rapidez y Conan comenzó a ver todo borroso, no, oyó los gritos de
espanto que se escuchaban un poco más allá, pues se le doblaron las
rodillas y cayó al suelo sin sentido. Por encima de su cuerpo
postrado, las enormes flores negras se balanceaban en el aire sin que
las moviera el viento.
3. Horror en la selva
«¿Fue un sueño lo que trajo
el loto negro?
Entonces, maldito sea el sueño
que angustió mi vida,
y maldita la rezagada hora que
no ve
la cálida sangre goteando del
cuchillo de color carmesí.»
(La canción de Belit)
Primero fue la oscuridad del vacío
más absoluto, en el que soplaban fríos vientos del espacio cósmico.
Luego unas formas vagas, monstruosas y etéreas se agitaron en el
sórdido escenario de la nada, como si la oscuridad hubiera adoptado
una forma material. El viento siguió soplando hasta que se formó un
vórtice, una pirámide giratoria de rugiente negrura, del que salió
la Forma y la Dimensión. Y de pronto, como si fueran nubes, las
tinieblas se desvanecieron y una enorme ciudad de piedra de color
verde oscuro se alzó a orillas de un río caudaloso que fluía por
una planicie sin límites. Por aquella ciudad se movían unos seres
de formas extrañas.
Aunque fundidos en el molde de la
humanidad, se veía claramente que no eran hombres. Tenían alas y
eran de dimensiones gigantescas. No provenían de una rama del
misterioso tronco cuya evolución culminó con el ser humano, sino
que se trataba del fruto maduro de un árbol diferente y extraño.
Aparte de sus alas, aquellos seres se parecían físicamente al
hombre en la misma medida en que éste se parece a los grandes monos.
En desarrollo espiritual, estético e intelectual eran superiores al
hombre de la misma manera que éste es superior al gorila. Pero
cuando construyeron su gigantesca ciudad, los primitivos antepasados
del hombre aún no habían surgido del limo de los océanos
primordiales.
Estos seres eran mortales, del
mismo modo que lo es todo lo que está hecho de carne y sangre.
Nacían, amaban y morían, si bien vivían muchísimos años.
Entonces, después de incontables
millones de años, se inició el Cambio. El paisaje tembló como si
fuera una imagen proyectada en una cortina agitada por el viento. Las
eras pasaron por la ciudad y el campo al igual que fluyen las olas en
el mar, y cada una de ellas produjo grandes cambios. En algún lugar
del planeta se estaban alterando los centros magnéticos; los enormes
glaciares y los campos de hielo se desplazaron hacia los nuevos
polos.
El litoral del gran río también
se alteró. Las llanuras se convirtieron en pantanos en los que
pululaban asquerosos reptiles. Donde se extendían fértiles
praderas, surgieron primero bosques y luego densas selvas. Las
transformaciones obraron también sobre los habitantes de la ciudad,
si bien éstos no emigraron hacia nuevas tierras. Razones
incomprensibles para el hombre los retuvieron ligados a su funesto
destino.
Y mientras aquella tierra, que
antes fuera rica y poderosa, se hundía cada vez más en el negro
cieno de la sombría selva, el caos se abatió sobre los habitantes
de la ciudad. Terribles convulsiones estremecieron la tierra; las
noches eran espeluznantes y los volcanes en erupción se recortaban
como rojas columnas de fuego en el oscuro horizonte.
Después de un terremoto que
sacudió desde las murallas exteriores hasta las torres más altas de
la ciudad, el río adquirió un color negro durante varios días;
alguna sustancia letal se había escapado de las profundidades
subterráneas; una terrible transformación química se produjo en
las aguas que las gentes habían bebido durante milenios. Muchas
personas murieron después de beber aquellas aguas, pero quienes
sobrevivieron sufrieron un cambio paulatino, tan sutil como
aterrador. Al tener que adaptarse a las nuevas condiciones del medio,
se hundieron muy por debajo de su nivel original. Pero las aguas
letales provocaron en ellos una alteración mucho más terrible, y
las nuevas generaciones se volvieron cada vez más bestiales. Los que
habían sido dioses alados se convirtieron en demonios sin alas, con
todo el vasto conocimiento de sus antepasados, pero distorsionado y
pervertido de manera espantosa e infernal. Del mismo modo que habían
alcanzado niveles muy superiores a los que la humanidad puede soñar,
se hundieron más bajo de lo que se podía concebir en las peores
pesadillas. Morían pronto, víctimas de su propio canibalismo, y en
medio de las tinieblas de la medianoche estallaban en la selva
tremendas peleas. Por último, entre las ruinas cubiertas por
líquenes, entre los escombros de lo que había sido su esplendorosa
ciudad, sólo quedó un ser, un cuerpo agazapado y deforme, una
horrenda perversión de la naturaleza.
Luego aparecieron los primeros
seres humanos: hombres de piel oscura y rostro aguileño, que
llevaban arneses de cobre y cuero y utilizaban arcos; se trataba de
los guerreros de la prehistórica Estigia. Eran tan sólo cincuenta
hombres agotados, demacrados y hambrientos a causa del prolongado
esfuerzo; estaban sucios y cubiertos de arañazos y de vendajes
manchados de sangre seca. La suya era una historia de guerras y
derrotas, de una huida ante una tribu más fuerte que los llevó cada
vez más hacia el sur, hasta que se perdieron en el gran océano de
la selva y del mar.
Se tendieron exhaustos entre las
ruinas. Unas plantas que había allí y que sólo florecían una vez
cada siglo agitaron sus rojos pétalos a la luz de la luna. Entonces
les invadió el sueño. Mientras dormían, un ser repulsivo de ojos
ardientes salió reptando de las sombras y realizó espantosos ritos
extraños sobre todos los durmientes. La luna colgaba del cielo
sombrío tiñendo la selva de rojo y negro; por encima de los hombres
que dormían brillaban tenuemente las flores rojas como manchas de
sangre. Luego la luna se ocultó y los ojos del nigromante relucieron
como rubíes en la noche oscura como el ébano.
Cuando el alba extendió su blanco
velo sobre el río, no había hombres a la vista; sólo el espantoso
ser alado y peludo que estaba agazapado en medio de un círculo de
cincuenta hienas enormes de piel manchada, que apuntaban con sus
temblorosos hocicos hacia el cielo mortecino y aullaban como las
almas condenadas en el infierno.
A continuación una escena siguió
a la otra con vertiginosa rapidez. Hubo un movimiento confuso, un
retorcerse y fundirse de luces y sombras contra el fondo de la negra
selva, las ruinas de piedras verdes y el cenagoso río. Unos hombres
negros llegaron río arriba en barcas que tenían una calavera en la
proa; otros se ocultaron sigilosamente entre los árboles, con lanzas
en la mano. Corrían gritando en la oscuridad, huyendo de un par de
ojos rojos y de unos colmillos imponentes. El aullido de hombres
moribundos estremeció las sombras; unos pies furtivos avanzaron en
silencio y unos ojos de vampiro horadaron las tinieblas con su fuego
rojo. Hubo festines aterradores a la luz de la luna, ante cuyo disco
luminoso una sombra con alas de murciélago aleteaba sin cesar.
Y de repente, en claro contraste
con aquellas escenas, por el recodo del río se vio llegar una larga
galera atestada de brillantes cuerpos de ébano, en cuya proa se
alzaba un gigante de piel blanca cubierto con una malla de acero.
En ese momento, Conan se dio
cuenta de que estaba soñando. Hasta aquel instante no había tenido
consciencia de su existencia individual. Pero cuando se vio a sí
mismo sobre la cubierta del Tigresa reconoció la frontera entre la
realidad y el sueño, si bien no se despertó.
Mientras esto pasaba por su mente,
la escena cambió súbitamente hacia el claro de la selva en el que
N'Gora y diecinueve lanceros negros se hallaban en actitud de espera.
Cuando Conan empezó a comprender que le esperaban a él, un ser
horroroso bajó del cielo, y la impasibilidad de los hombres fue
interrumpida por el terror. Presas de pánico, arrojaron sus armas y
corrieron como locos a través de la selva, seguidos de cerca por el
monstruo que agitaba sus grandes alas por encima de ellos.
El caos y la confusión siguieron
a estas visiones, mientras Conan luchaba por despertar con las pocas
fuerzas que le quedaban. Se veía vagamente a sí mismo acostado bajo
una movediza mata de flores negras, mientras desde los matorrales una
figura repulsiva se arrastraba hacia él. Haciendo un esfuerzo
titánico, Conan rompió las ligaduras invisibles que le mantenían
preso en sus sueños, y se despertó.
El cimmerio lanzó una mirada
llena de asombro a su alrededor. Divisó cerca de él el loto negro
que se agitaba y se apresuró a alejarse de la maligna planta.
En el mullido suelo, cerca de
donde se encontraba, vio un rastro que semejaba el de un animal al
acecho antes de salir de su escondrijo, para luego retirarse sin
llevar a cabo su propósito. Aquellas huellas parecían las de una
hiena increíblemente grande.
Conan gritó para llamar a N'Gora.
Un silencio primordial se cernía sobre la selva, en la que sus
gritos sonaron frágiles y huecos como una burla. No podía ver el
sol, pero su instinto de hombre salvaje conocedor de la naturaleza le
indicó que el día llegaba a su fin. Una sensación de pánico le
invadió al darse cuenta de que había estado sin sentido durante
muchas horas. Rápidamente siguió las huellas de los lanceros, hasta
que llegó a un claro. Allí se detuvo en seco y un escalofrío le
recorrió el cuerpo al reconocer el claro que había visto en el
sueño que tuvo bajo la influencia del. loto negro. Había escudos y
lanzas desparramadas por todas partes, como si hubieran sido
arrojados al emprender una precipitada fuga.
Por las huellas que llevaban fuera
del claro de vuelta hacia la espesura de la selva, Conan se dio
cuenta de que los lanceros negros habían escapado frenéticamente de
algo que les amenazaba. Las pisadas se superponían y se confundían
entre los árboles. Con la velocidad del rayo, el cimmerio salió de
la selva y llegó hasta una rocosa colina empinada que caía de
pronto formando un abrupto precipicio que tenía unos doce metros de
altura. En el borde del abismo había algo agazapado.
Al principio, Conan creyó que se
trataba de un enorme gorila negro. Luego vio que era un negro
gigantesco que estaba sentado en cuclillas, como un mono, con los
largos brazos colgando y una baba espumosa cayéndole de los labios.
Sólo cuando ese ser lanzó un alarido que parecía un sollozo y
corrió hacia él levantando las manos, Conan advirtió que se
trataba de N'Gora. El negro hizo caso omiso del grito de Conan y
atacó con los ojos en blanco y los brillantes dientes al
descubierto; su rostro era una máscara inhumana.
Con la piel erizada por el horror
que la locura siempre inspira a las personas cuerdas, Conan alzó la
espada y traspasó con ella el cuerpo del negro; luego, evitando las
garras que se tendían hacia él mientras N'Gora caía, avanzó hacia
el borde del precipicio.
Durante un instante el cimmerio se
quedó mirando las abruptas rocas que se divisaban abajo y sobre las
cuales yacían los lanceros de N'Gora con el cuerpo retorcido, los
miembros destrozados y los huesos deshechos. Ninguno de ellos se
movía. Una nube de enormes moscas negras zumbaba por encima de las
piedras manchadas de sangre; las hormigas habían comenzado a roer
los cadáveres. En las ramas de los árboles más cercanos aguardaban
los buitres y un chacal que, al mirar hacia arriba y ver a un hombre
vivo en el risco, huyó furtivamente del lugar.
Conan se quedó inmóvil durante
unos segundos. Luego giró en redondo y volvió corriendo por donde
había llegado, entre las hierbas, arbustos y enredaderas que le
rodeaban y se interponían en su camino como serpientes. Llevaba la
espada baja en la mano derecha y tenía una palidez desusada en el
oscuro rostro.
El silencio que reinaba en la
selva no se veía interrumpido por nada. El sol acababa de ponerse en
el horizonte y grandes sombras se alzaban del limo de la oscura
tierra. Conan avanzaba rápidamente a través de las gigantescas
sombras de la muerte y la desolación, cubierto con la cota de malla.
No se escuchaba otro sonido que su propio jadeo cuando salió de las
sombras y llegó hasta las márgenes del río rodeadas de una luz
crepuscular.
Vio la galera adosada al muelle
podrido. Sus restos se tambaleaban en la semioscuridad.
Aquí y allá, divisó manchas de
color rojo vivo entre las piedras, como si una mano descuidada
hubiera dado unas pinceladas con una brocha empapada de pintura de
color carmesí.
Conan adivinó nuevamente la
presencia de la muerte y de la destrucción. Frente a él yacían sus
hombres, tendidos en el espacio que iba desde el límite de la selva
hasta la orilla del río, entre las columnas rotas y a lo largo de
los muelles derruidos, mutilados y devorados a medias, como tristes
remedos de seres humanos.
Alrededor de los cadáveres y de
sus miembros cercenados, se veían numerosas huellas de enormes
patas, similares a los rastros que dejan las hienas.
Conan avanzó en silencio por el muelle, y al
acercarse a la nave vio que de la cubierta colgaba algo que brillaba
con un claro tono marfileño. Sin decir una sola palabra, el cimmerio
se detuvo y vio el cuerpo de la reina de la Costa Negra que colgaba
del peñol de su propia galera. Entre la cuerda de la que colgaba y
su garganta había una ristra de piedras que parecían coágulos de
color carmesí que brillaban como la sangre..., pero era el collar de
oro con los enormes y resplandecientes rubíes.
4.
Ataque desde el aire
«Estaba rodeado de negras
sombras; las fauces chorreantes se abrieron desmesuradamente y
cayeron gotas rojas más gruesas que la lluvia; pero mi amor era más
fuerte que el negro hechizo de la muerte, y ni siquiera
las puertas de hierro del infierno podrían alejarme de su lado.»
(La canción de Belit)
La selva era como un gigante negro
que sostenía las ruinas de piedra entre sus hercúleos brazos.
Aún no había salido la luna y
las estrellas eran fragmentos de ámbar incandescente en un
firmamento en el que le esperaba la muerte agazapada. Conan el
cimmerio estaba sobre la pirámide situada entre las torres
derruidas, sentado como una estatua de hierro con la barbilla apoyada
en sus fuertes puños. En las oscuras sombras se oyeron unos pasos
quedos y se vio el fulgor de unos ojos rojos. Los muertos yacían en
la misma posición en la que habían caído. Pero en la cubierta del
Tigresa, en una pira hecha con bancos rotos, trozos de lanza y pieles
de leopardo, dormía la reina de la Costa Negra su último sueño,
con el botín amontonado a su alrededor: sedas, telas de oro, galones
de plata, cofres llenos de joyas y de monedas de oro, lingotes de
plata y teocalis dorados.
Pero del botín de la ciudad
maldita sólo podían hablar las turbias aguas del Zarkheba, en las
que Conan lo había arrojado al tiempo que lanzaba una maldición
pagana. Ahora estaba sentado con gesto hosco en la pirámide,
esperando a sus invisibles enemigos. La negra furia que alentaba en
su corazón había alejado de él todo vestigio de temor. No sabía
qué sombras podían surgir de la oscuridad, ni le importaba
demasiado.
Tampoco dudaba acerca de la
veracidad de las visiones del loto negro. Comprendió que mientras le
esperaban en el claro del bosque, N'Gora y sus compañeros habían
sido atacados por el monstruo alado y que al huir, presas del pánico,
se habían caído por el precipicio. Todos murieron menos su jefe,
que de alguna manera había escapado a la muerte, aunque no a la
locura. Mientras tanto, o quizá inmediatamente después, se produjo
la aniquilación de los que estaban en la orilla del río. Conan
tenía la seguridad de que aquello había sido una matanza más que
una batalla. Dominados por el terror supersticioso, los negros
murieron probablemente sin devolver un solo golpe en defensa propia
cuando se vieron atacados por sus inhumanos enemigos.
El cimmerio no comprendía por qué
le perdonaban la vida tanto tiempo, a menos que el ser maligno que
dominaba aquel lugar quisiera mantenerlo vivo para torturarlo con la
pena y el miedo. Todo apuntaba hacia una inteligencia humana o
sobrehumana: la destrucción de las barricas de agua para dividir a
los piratas, el hecho de haber atraído a los negros hacia el
precipicio y el último y más significativo detalle: la burla atroz
del collar de rubíes anudado como el dogal de un ahorcado alrededor
del blanco cuello de Belit.
Habiendo dejado, pues, al cimmerio
como víctima escogida y tras haberle infligido una refinada tortura
mental, era probable que el desconocido enemigo concluyera el drama
matándole a él también. Los ojos de Conan se iluminaron con una
cruel sonrisa de hierro al pensar en esto.
La luna se alzó arrojando fuego
sobre el casco de cuernos del cimmerio. De repente, el aire nocturno
entró en tensión y la selva entera contuvo el aliento.
Instintivamente, Conan comenzó a desenvainar su enorme espada. La
pirámide sobre la que se encontraba tenía cuatro caras; una, la que
daba a la selva, tenía unos amplios escalones. El cimmerio sostenía
en una mano un arco shemita como el que Belit había enseñado a usar
a sus piratas, y a sus pies había un montón de flechas con plumas.
Finalmente, algo se movió en la
oscuridad. Recortándose súbitamente contra la luna que se alzaba en
el horizonte, Conan vio una cabeza y unos hombros oscuros de aspecto
bestial. Y detrás de aquel engendro llegaban corriendo rápida y
silenciosamente... veinte hienas de piel manchada. Sus colmillos
lanzaban destellos a la luz de la luna y sus ojos brillaban como
nunca habían brillado los ojos de un animal.
Eran veinte. Conan cogió una
flecha. Se oyó el chasquido de la cuerda del arco y una sombra de
ojos ardientes saltó por los aires y cayó al suelo retorciéndose.
El resto de la manada no vaciló. Seguían avanzando y las flechas
del cimmerio caían sobre los monstruos como una lluvia de muerte,
lanzadas con toda la fuerza y la precisión de sus músculos de acero
movidos por un odio infernal.
A pesar de su ciega furia, Conan
no erró el blanco. El aire se llenó de flechas cargadas de muerte.
Los estragos causados por la embestida de la manada eran aterradores.
Más de la mitad de sus enemigos cayeron antes de alcanzar el pie de
la pirámide. Otros ascendieron por los amplios escalones. Al mirar
sus ojos llameantes, Conan comprendió que aquellos seres no eran
animales. No era sólo su tamaño sobrehumano lo que establecía la
diferencia, sino que de ellos emanaba un aura tangible, como la
oscura bruma que se alza de un pantano sembrado de cadáveres. No era
capaz de adivinar qué alquimia infernal había dado vida a aquellos
seres, pero lo que sí sabía era que se enfrentaba con una diabólica
magia más negra que la del pozo de Skelos.
Firmemente apoyado sobre sus pies,
Conan tensó el arco y lanzó su última flecha contra el enorme
cuerpo peludo que se abalanzaba sobre su garganta.
La flecha salió disparada como un
rayo de luna. El monstruo sufrió una convulsión en el aire y se
estrelló de cabeza, con el cuerpo atravesado de parte a parte.
Entonces los demás se
precipitaron sobre Conan como una pesadilla de ojos centelleantes y
colmillos afilados. Su enorme espada dio cuenta del primer atacante,
pero el desesperado embate de los demás le hizo caer al suelo.
Aplastó un pequeño cráneo con la empuñadura de su sable,
sintiendo que los huesos se quebraban y la sangre y los sesos se
derramaban sobre su mano. Luego dejó caer la espada, pues de nada le
valía ante la proximidad de sus enemigos, y aferró la garganta de
dos de los monstruos, que lanzaban zarpazos y dentelladas con una
furia silenciosa. Un intenso olor acre inundaba sus fosas nasales y
el sudor le cegaba. Sólo la cota de malla le había salvado hasta
ese momento de quedar destrozado en un segundo. Su mano derecha asió
por el peludo cuello a un adversario, y la izquierda, no pudiendo
aferrar otra garganta, apresó una pata de la fiera y se la rompió.
Un breve quejido, el único grito aterradoramente semihumano que se
oyó en aquella lúgubre batalla, partió de las fauces de la bestia.
Ante el espantoso horror que le produjo ese grito infrahumano, Conan
aflojó involuntariamente a su presa.
Otro de sus malignos enemigos, con
la sangre chorreando de la destrozada yugular, saltó sobre Conan en
un último espasmo de violencia y le clavó los colmillos en el
cuello, si bien cayó muerto en el mismo instante.
La otra fiera, apoyándose en sus
tres patas ilesas, se abalanzó sobre el vientre del cimmerio
lanzando dentelladas como un lobo, y le destrozó varios eslabones de
su cota de malla. Conan esquivó a la bestia agonizante y la levantó
con un esfuerzo que hizo surgir un quejido de sus labios manchados de
sangre. Se tambaleó por un momento, sintiendo el aliento fétido y
caliente del monstruo sobre su rostro, con las mandíbulas
chasqueando al lado de su cuello, y luego le arrojó con violencia;
en seguida se oyó el crujido de los huesos rotos al chocar contra
los escalones de mármol.
Mientras se
tambaleaba tratando de recobrar el equilibrio y el aliento, el
cimmerio oyó el espantoso aleteo de un murciélago. Conan se puso
nuevamente a la defensiva, sacó rápidamente su espada y la empuñó
con fuerza, asestando un mandoble con las dos manos; luego sacudió
la sangre que empañaba sus ojos y su rostro para mirar al cielo con
intención de ver a su alado enemigo.
Pero en lugar del esperado ataque
procedente del aire, Conan notó súbitamente que la pirámide se
tambaleaba, y vio que la elevada columna que estaba junto a él
oscilaba como un péndulo. Aferrándose a la vida con todas sus
fuerzas, Conan saltó lo más lejos que pudo; sus pies dieron en un
escalón situado hacia el centro de la pirámide, y el siguiente
salto lo impulsó lejos del monumento. En el momento en que sus
talones se apoyaban en el suelo, por un instante cataclísmico, del
cielo parecieron llover fragmentos de piedra y de mármol. Poco
después, la luna iluminaba con su luz blanquecina un montón de
escombros.
Conan se quitó de encima los
pequeños trozos de piedra que cubrían parte de su cuerpo, y en ese
momento un fuerte golpe le despojó del casco y le dejó
momentáneamente aturdido. Encima de sus piernas tenía un enorme
fragmento de columna que lo inmovilizaba contra el suelo. No sabía
si sus extremidades estaban rotas o no. Sus negros rizos estaban
impregnados de sudor, y la sangre le goteaba de las heridas que había
recibido en la garganta y en las manos. El cimmerio levantó un brazo
para tratar de librarse de los escombros que lo aprisionaban.
Entonces algo descendió de las
estrellas y cayó a su lado sobre el césped. Conan se dio media
vuelta y vio... ¡al ser alado! Con la velocidad de un rayo, el
monstruo se precipitó sobre el cimmerio, que pudo ver fugazmente al
ser que le atacaba: era una figura gigantesca, humanoide, de piernas
arqueadas, peludos brazos atrofiados, enormes garras negras y una
cabeza deforme en cuyo rostro sólo se distinguía un par de ojos
inyectados en sangre. Esa cosa no era humana, ni animal, ni
demoníaca, aunque estaba dotada de características infrahumanas y
sobrehumanas a la vez.
Pero Conan no tenía tiempo para
reflexiones ni especulaciones. Extendió los brazos hacia la espada
que estaba en el suelo, pero sus dedos, arqueados como garfios, no
pudieron cogerla. Lleno de desesperación, trató de empujar el trozo
de columna que inmovilizaba sus piernas y las venas de las sienes se
le hincharon por el esfuerzo. El pesado bloque fue cediendo poco a
poco, pero el cimmerio se dio cuenta de que antes de que pudiera
liberarse, el monstruo estaría encima de él. Y sabía muy bien que
aquellas negras garras significaban la muerte.
El ser alado no había dejado de
volar. Se cernió durante unos instantes sobre el postrado cimmerio
como una sombra negra, con los brazos extendidos... y de repente un
fulgor blanco se interpuso entre Conan y el murciélago.
En un instante enloquecedor, ella
estaba allí, con su cuerpo tenso y blanco, vibrante de fiero amor
como una pantera. El asombrado cimmerio divisó entre su cuerpo y la
muerte que se abalanzaba sobre él, el esbelto cuerpo blanco como el
marfil; vio el resplandor de sus ojos oscuros a la luz de la luna, la
espesa mata de cabellos sedosos y brillantes, el pecho jadeante y los
labios entreabiertos, que lanzaron un grito agudo que resonó como el
acero cuando ella se abalanzó sobre el pecho del monstruo alado.
-¡Belit! -exclamó Conan.
Ella dirigió una rápida mirada
al cimmerio y sus hermosos ojos oscuros reflejaron toda la fuerza de
su amor, un amor natural como el fuego ardiente y como la lava
incandescente. Un momento después ella desapareció y el cimmerio
sólo vio al demonio alado que retrocedía dominado por un miedo
insólito, con los brazos levantados como para defenderse de un
ataque. Entonces Conan supo que Belit se hallaba realmente en la pira
del Tigresa. En sus oídos resonó nuevamente la frase
apasionada de la muchacha: «Si yo muero y tú tuvieras que luchar
por tu vida, yo volvería del abismo para ayudarte...».
Al tiempo que lanzaba un grito
terrible, el cimmerio apartó la piedra a un lado. El monstruo alado
volvió a atacar y Conan saltó para enfrentarse con él, con
la sangre inflamada por la furia. Los poderosos músculos de sus
antebrazos se pusieron en tensión cuando empuñó la enorme espada y
describió un arco mortal apoyándose en los talones. Su mandoble
alcanzó al monstruo justamente encima de las caderas y lo dividió
en dos; las piernas cayeron a un lado y el tronco hacia el otro.
Conan se quedó inmóvil bajo la
silenciosa luz de la luna, con la espada apoyada en el suelo,
contemplando los restos de su enemigo. Los incandescentes ojos rojos
lo miraron durante unos instantes, luego se pusieron vidriosos y
después se cerraron. Las grandes manos se estremecieron con un
espasmo hasta que quedaron rígidas. La raza más antigua del mundo
se había extinguido.
Conan levantó la cabeza,
buscando maquinalmente a las bestias que habían sido esclavas y
ejecutoras del monstruo alado. Pero no vio a ninguna de ellas. Los
cuerpos que ahora vio tendidos sobre la hierba eran de hombres, no de
bestias; hombres rostros aguileños, de piel negra, traspasados por
las flechas o destrozados por la espada. Y poco a poco se iban
convirtiendo en polvo delante de sus ojos.
¿Por qué el amo alado no había
acudido en ayuda de sus esclavos mientras Conan luchaba contra ellos?
¿Acaso temía ponerse al alcance de unos colmillos que podían
volverse contra él. La astucia y la cautela se habían albergado en
aquel cráneo deforme, pero al final no le habían servido de nada.
El cimmerio dio media vuelta y se
encaminó hacia los muelles derruidos, llegó hasta la galera y subió
a bordo. Hizo unos cuantos cortes en las cuerdas, y la nave quedó a
la deriva. Luego se dirigió al puente. El Tigresa se balanceó sobre
las turbias aguas y se deslizó lentamente hacia el centro del río,
hasta que corriente lo arrastró. Conan se inclinó sobre el timón,
al tiempo que su sombría mirada se clavaba en el cuerpo que se
encontraba en la pira envuelto en su capa y rodeado de riquezas que
valían el rescate de una emperatriz.
5.
La pira funeraria
« Terminaron para siempre las
aventuras; no se alzarán más los remos, ni ondearán las velas;
el pendón escarlata ya no será
el terror de las costas oscuras; mares azules del mundo, recibid
nuevamente en vuestro seno a la mujer que me habéis entregado.»
(La canción de Belit)
El alba tino nuevamente las aguas
del océano de un tono violáceo. Un resplandor más rojo aún
iluminó luego la desembocadura del río. Conan el cimmerio se apoyó
sobre su espada, y desde la playa de arena blanca contempló al
Tigresa, que se alejaba en su último viaje. No había luz en
aquellos ojos que contemplaban las olas cristalinas. Sobre las
ondulantes extensiones azules se alejaba toda su gloria y su alegría.
Un estremecimiento le sacudió de pies a cabeza, mientras la verde
superficie del mar se convertía en una misteriosa bruma de color
púrpura.
Belit había formado parte del
mar, al que había conferido esplendor y vitalidad. Sin ella, los
océanos habrían sido una vasta extensión desolada y triste. La
joven había pertenecido al mar y él la devolvía a su insondable
misterio. No podía hacer más. Para Conan, el radiante esplendor
azul era más odioso aún que los verdes bosques que susurraban a sus
espaldas y a los que debía regresar.
No había nadie conduciendo el
timón del Tigresa; ningún remo impulsaba la nave sobre las aguas.
Pero un viento límpido y fresco henchía la gran vela de seda y, al
igual que un cisne salvaje se remonta al cielo para buscar su nido,
así avanzó la galera mar adentro mientras las llamas ascendían
cada vez más alto desde la cubierta, lamiendo el mástil y
envolviendo el cuerpo cubierto con su capa de color escarlata.
Así desapareció la reina de la
Costa Negra. Siempre apoyado en su espada manchada de sangre, Conan
permaneció en silencio hasta que el rojo fulgor se hubo desvanecido
entre las brumas azules del horizonte y el amanecer tiñó de rosa y
oro la superficie del océano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario