Ante todo, he de declarar que no puedo demostrar la autenticidad de esta historia. Tal vez haya sido una pesadilla, o, lo que sería peor, un síntoma de algún grave desequilibrio mental, pero yo sé que es verídica. Después de todo, ¿qué sabemos de lo que puede ocurrir en este mundo? Estamos acostumbrados a leer diariamente numerosas relaciones de increíbles monstruosidades y extrañas perversiones. Cada guerra, cada nuevo descubrimiento científico o geográfico sirve para comprobar una vez más que el mundo que habitamos no es el ameno lugar que tanto nos gusta imaginarnos. Por tanto, ¿cómo vamos a estar seguros de nuestros conceptos concernientes a lo que es, a lo que debe ser la realidad?
Un
hombre, de entre un millón, recibe conocimientos y revelaciones que
causan verdadero espanto, mientras que el resto de sus semejantes
sigue viviendo, por fortuna, sin sospechar siquiera la existencia de
ese «saber». Algunos de los sabios que tras eventual desaparición
vuelven a la luz pública son considerados como locos, al paso que
otros se reservan para sí lo que han aprendido, con lo que
demuestran sensatez y sagacidad. Todos hemos leído relatos de
serpientes de mar, leyendas de enanos y gigantes, horrendos informes
de experimentos biológicos... Y, por otra parte, estamos enterados
de que aún existen caníbales y necrófilos, asesinos maníacos y
practicantes de la brujería y el espiritismo. Por eso... cuando
pienso en lo que vi con mis propios ojos y lo comparo con todas estas
otras muestras de anormalidad, temo por mis facultades mentales.
El
doctor Pierce me recomienda siempre que tenga calma, que no me
preocupe demasiado. Y también fue él quien me aconsejó que
escribiese este relato, a fin de descargar mi mente y despojarme de
mis temores, pero yo no puedo calmarme. No me calmaré hasta que sepa
la verdad, de una vez por todas. Hasta que me halle completamente
convencido de que esos temores no se fundan en una horrenda realidad.
Ya
tenía yo los nervios un poco alterados cuando llegué a Bridgetown
para pasar allí un período de reposo. Había trabajado mucho en mi
clase de la universidad, en el curso del año, y me sentía contento
de encontrarme lejos de la rutina diaria, siquiera por una corta
temporada. Y si elegí el pueblo de Bridgetown para disfrutar mis
vacaciones, fue por el hecho de que en su lado abundan las truchas, y
yo soy un apasionado de la pesca. También era un veterano en este
deporte el dueño del hotel adonde fui a alojarme, míster Gates,
cuyo padre había montado una industria pesquera a finales del pasado
siglo. Y como las habitaciones eran limpias y espaciosas, y la comida
muy abundante y excelentemente preparada por la hermana del hotelero,
¿qué más podía desear?
El
primer día de mi estancia en Bridgetown me encontré casualmente con
Simon Manglore. Lo había conocido en la universidad, durante mi
segundo año como profesor de literatura. Incluso entonces me había
impresionado su aspecto, y no sólo por sus características físicas,
pese a que éstas eran bastante inusitadas. Simon Manglore era de
elevada estatura y delgada complexión, pero siempre andaba encorvado
hacia delante, no como un verdadero jorobado, sino como si padeciera
algún tumor situado bajo el omóplato izquierdo. Resultaba obvio que
hacía lo posible por ocultar la deformidad, pero era tan prominente
que sus esfuerzos no obtenían el efecto apetecido.
Por
lo demás, y aparte esta malformación, bien podría haberse
considerado a Simon como un hombre de grata presencia. Con sus
oscuros cabellos y sus ojos grises, parecía un ejemplar de la clase
más inteligente de la humana sociedad. Y a este respecto, he de
indicar que fue su inteligencia, precisamente, lo que más me
impresionó. Sus trabajos eran verdaderamente singulares, pues en
muchos casos revelaban el genio de su autor. Pese a la morbosa
tendencia de todas sus obras, ensayos y poesías, no podía dejar de
advertirse la notable imaginación capaz de producir esos escritos.
Uno de sus poemas, «La Bruja Ahorcada», le valió el premio
«Edsworth Memorial» del año en que lo presentó a concurso, y
varios de sus mejores trabajos fueron publicados en algunas
colecciones privadas.
Otra
de las facetas de la personalidad de Simon consistía en su propensión
a la soledad. No alternaba nunca con los demás estudiantes, a muchos
de los cuales les habría complacido su compañía, debido a su
afable carácter y a su vasto conocimiento en materia de arte y
literatura. De todos modos, y paulatinamente, fui ganándome su
confianza, y con ella, su amistad, hasta el punto de que llegó a
invitarme a su alojamiento, donde mantuvimos interesantes
conversaciones. Así me enteré de su afición a las ciencias ocultas
y de su ascendencia italiana. Uno de sus antepasados había sido un
agente secreto de los Medicis. Y gran parte de su familia había
emigrado a América, huyendo de ciertos cargos presentados contra sus
miembros por el tribunal de la Sagrada Inquisición.
También
me habló Simon Manglore de sus estudios en los terrenos de lo
desconocido, y me enseñó dibujos que había realizado inspirándose
en sus sueños, así como una serie de extrañas imágenes de
arcilla. Los estantes de su biblioteca contenían infinidad de libros
antiguos, entre los que vi el «De Masticatione Motuorum (sic) in
Tumulis», de Ranfts, publicado en 1734; el valiosísimo «Cábala de Saboth», traducción griega de alrededor del 1686; los «Comentarios
sobre Brujería», de Mycroft, la ignominiosa obra de Ludvig Prinn,
«Misterios del Gusano».
Muchas
visitas hice al departamento de Simon Manglore, antes de que éste
abandonara súbitamente sus estudios en la universidad, hacía ya dos
años, a causa del fallecimiento de sus padres, acaecido en una
ciudad del Este. Se había marchado sin despedirse de nadie, pero eso
no obstó para que yo siguiera respetándole y admirando su capacidad
de trabajo, y, sobre todo, para que me sintiese interesado en sus
proyectos, uno de los cuales era un libro sobre la historia de la
supervivencia de cultos mágicos en los Estados Unidos. No había
vuelto a tener noticias suyas, porque no me escribió ninguna carta,
y por eso me sorprendí aún más, al tropezarme inopinadamente con
él en una calle de Bridgetown.
Simon
me reconoció al punto. Y fue quien se dirigió a mí, para
saludarme, porque yo no le habría reconocido, debido al cambio
experimentado en su aspecto. Al estrecharle la mano, reparé en su
descuidada apariencia, lo mismo que en la delgadez de su rostro, más
pálido que en la última ocasión en que lo había visto. Además,
mostraba violáceas ojeras y una mirada apagada y su voz sonaba con
tono más ronco que antes, mientras me preguntaba por mi estado de
salud y por el motivo de mi presencia en aquel pueblo. Tras haberle
contestado, escuché a mi vez lo que me dijo, al explicarme que vivía
en Bridgetown, que había vivido allí desde la muerte de sus padres,
que estaba trabajando intensamente en la redacción de un libro, pero
que los resultados de su tarea justificarían sobradamente los
esfuerzos que en aquellos días realizaba. Luego añadió que le
gustaría charlar un largo rato conmigo. Por desdicha, se hallaba muy
atareado, aunque era posible que fuese a verme al hotel la semana
próxima. A continuación, murmuró una frase de saludo y giró sobre
sus talones, para alejarse con rápidos pasos. Y entonces recibí
otra impresión, al advertir que el bulto de su espalda había
aumentado de tamaño, hasta adquirir casi el doble del volumen que
tenía dos años atrás. Por lo visto, el exceso de trabajo le había
costado a Simon una buena parte de sus energías, porque aquel
absceso... o lo que fuera, resultaba ya imposible de disimular. ¿Y
si se tratase de un sarcoma?
Con
un estremecimiento, opté por volver al hotel. Y a lo largo del
trayecto no pude por menos de apiadarme por la desdicha que afligía
a aquel amigo y ex alumno mío, cuya salud se hallaba minada. Me
propuse hacer lo que estuviese a mi alcance para aliviar su
situación, pero antes de llegar al hotel se me ocurrió otra idea:
la de interrogar a míster Gates acerca de Simon Manglore y sus
trabajos, ya que el dueño del establecimiento podía estar enterado
de todo lo referente a él y facilitarme algunos datos sobre su
curiosa transformación. Minutos después, busqué a míster Gates y
le expuse mi deseo. Y lo que oí no me satisfizo en absoluto. Al
parecer, los habitantes del pueblo no simpatizaban con Simon
Manglore, ni tampoco habían mantenido cordiales relaciones con su
familia, cuyo apellido seguía teniendo mala fama desde los tiempos
en que el primero de sus miembros había llegado a la comarca. Brujas
y hechiceros. Así calificaban los vecinos de Bridgetown a todos los
Manglores, los cuales habían procurado ocultar siempre sus
actividades, mas sin éxito alguno, pues las gentes del pueblo sabían
fisgar en vidas ajenas. Por otra parte, parecía que todos los
miembros de esa familia estaban afectados por deformidades físicas,
que los ponían aún más en evidencia. Algunos de ellos habían
nacido en extrañas circunstancias y con malformaciones; otros habían
sido acusados de causar «mal de ojo», y no faltaban entre ellos los
que veían mejor de noche que de día. En cuanto al propio Simon, no
era el primero de su familia que padecía abscesos o sarcoma en la
espalda, ni mucho menos. Su abuelo había sufrido un tumor por el
estilo, y también el abuelo de su abuelo.
En
opinión de Gates, los Manglores practicaban una especie de
segregación familiar, lo cual inducía a suponer que todos ellos se
dedicaban a nefandas actividades de brujería. Prueba de ello, según
Gates y sus convecinos, era el hecho de que los Manglores hubieran
esquivado siempre el trato con la gente del pueblo, apartados como
vivían en su viejo caserón de la colina. Además, nunca asistían a
las ceremonias religiosas. Y por si fuera poco, todos estaban
enterados de su afición a pasearse por los campos durante las horas
de la noche, cuando las personas conscientes y respetables se
hallaban entregadas al descanso.
Por
mi parte, pensé que tal vez tuvieran los Manglores sus buenas
razones para desear que nadie fuese a visitarles, cosas que querían
mantener ocultas en su casa, quizás cosas de valor, pero la gente
afirmaba que no había allí nada de valor, sino libros, tratados de
brujería, de los que sacaban fórmulas mágicas para obrar hechizos.
El caso era que todos los miembros de aquella familia habían actuado
de modo misterioso, y era lógico que suscitaran sospechas. Y por lo
que pude escuchar de boca de Gates, el peor de todos era el propio
Simon.
Simon
había venido al mundo en medio de desgracias. Su nacimiento ocasionó
la muerte de su madre. Luego, y por espacio de varios años, nadie le
había visto. Su padre y un tío suyo se habían encargado de criarle
y cuando cumplió los siete años le enviaron a un colegio de fuera
de la población. En ese internado estuvo hasta los doce años, que
fue cuando volvió a su casa, para coincidir con el fallecimiento de
su tío, que según algunos, se había vuelto loco de repente y había
sufrido una hemorragia cerebral. Aparte el bulto que presentaba en la
espalda, Simon era entonces un chico de agradable apariencia. Habíase
ausentado nuevamente, para regresar dos años atrás, a la muerte de
su padre, que murió en el caserón sin que nadie lo supiera. Su
cuerpo no había sido descubierto hasta varias semanas después,
cuando un vendedor ambulante llamó a la puerta y se decidió a
abrirla para echar un vistazo al vestíbulo, al no recibir respuesta.
Allí estaba Jeffry Manglore, muerto en un sillón, con los ojos
abiertos y expresión aterrorizada. Frente a su cuerpo se encontró
un enorme libro, cuyas páginas mostraban extraños e indescifrables
garabatos.
El
médico que reconoció el cadáver dijo que la muerte había sido
debida a un colapso, pero el vendedor ambulante no estaba tan seguro
de tal cosa... y habría registrado gustosamente toda la casa, si no
hubiera sido por otro hecho misterioso: la inesperada llegada de
Simon, aquella misma noche.
La
gente del pueblo sabía que nadie le había avisado de lo ocurrido, por
la sencilla razón de que todos ignoraban su paradero. Tampoco sirvió
para aclarar la cuestión la presentación por Simon de
una
carta escrita por su padre, en la que éste le advertía que se
sentía muy enfermo y temía un fatal desenlace. En consecuencia, los
vecinos empezaron a murmurar y a rehuir a Simon, que acabó por
recluirse en su casa y no bajar al pueblo sino cuando tenía
necesidad de comprar algunas cosas, entre las que se contaban drogas
sedantes. Por su parte, no se mostraba tampoco muy accesible, ya que
hablaba poco y solía responder escuetamente a lo que se le
preguntaba, si bien con cortesía. Y al paso que sus visitas iban
haciéndose cada vez menos frecuentes, la gente del pueblo aceptó el
rumor de que estaba escribiendo un libro, antes de dedicar sus
comentarios al creciente bulto que deformaba su espalda.
Lo
que más extraño resultaba era que Simon, pese al inconfundible mal
que le afectaba, no hubiera acudido nunca al médico. Por si fuera
poco, notábase que su constitución física se hallaba en declive.
Cada vez que se le veía ofrecía la impresión de estar más débil
y avejentado, hasta el punto de que empezaba a parecerse a su tío.
Con todas estas circunstancias, compréndase que los vecinos de
Bridgetown prodigaran sus comentarios sobre aquel miembro de la
familia Manglore, la cual había provocado hablillas en el pueblo a
lo largo de varias generaciones.
Más
tarde, la especulación de la gente del pueblo tuvo nuevos y más
tangibles motivos en que basarse, a causa de las visitas que Simon
realizaba a algunas aisladas fincas de la comarca. Al presentarse en
esas casas de campo, Simon declaraba que estaba escribiendo un libro
sobre folklore, e interrogaba a los ancianos acerca de viejas
leyendas y creencias, como por ejemplo, la del «Mensajero Negro».
También preguntaba si había allí alguna «casa encantada» o que
tuviera fama de albergar fantasmas, así como si recordaban historias
concernientes a sacrificios de ganado efectuados en algún aquelarre.
Esta clase de preguntas no hizo más que despertar la prevención de
los campesinos, los cuales, aun en caso de haber dispuesto de tal
información, jamás la habrían revelado a aquel hombre que era un
forastero para ellos. Por eso tropezaba Simon con respuestas evasivas
o rotundas negativas dondequiera que fuese.
Uno
de los granjeros, llamado Thatcherton, declaró que Simon se había
presentado en su casa una noche, a eso de las ocho, para preguntarle
si sabía dónde se encontraba un cementerio abandonado que debía de
hallarse cerca de allí. Según afirmó Thatcherton, el visitante
daba señales de gran agitación y hacía constantes alusiones a los
«secretos de la tumba», al «decimotercer pacto», al «Banquete de
Ulder» y al «cántico de Doel». También se refirió al «ritual
del tío Yig», y quiso saber si se celebraban extrañas ceremonias
en los bosques de los alrededores, y si de vez en cuando faltaba
alguna cabeza de ganado. Luego, al responder el dueño de la casa
negativamente y prohibir la entrada en su finca al desazonado Simon,
éste había montado en cólera y empezado a protestar. Pero entonces
había ocurrido un hecho misterioso, y fue que Simon palideció y se
calló de repente, para excusarse y marcharse en seguida. Por lo
visto, debía de sentirse acometido por súbitos retortijones, pues
Thatcherton vio que se alejaba doblado por la cintura y con expresión
de intenso dolor. Y también...
También
creyó haber visto Thatcherton otra cosa, pero no quería dar crédito
a sus ojos. Al menos, le había parecido que el enorme bulto formado
por el absceso de Simon... ¡se movía! Algo así como si su
visitante hubiera llevado algún animal a la espalda, bajo su
chaqueta, pero como se encontraba impresionado por el tema de la
conversación, no se fijó con suficiente atención como para poder
asegurarlo más tarde. Lo que no obstó para que se apresurase a
difundir lo que había visto, o, mejor dicho, lo que había creído
ver. A partir de aquella vez, Simon se había recluido en su casa y
no había vuelto al pueblo hasta pocos minutos antes, que fue cuando
yo lo había encontrado.
No
me sentía yo muy dispuesto a admitir aquellos datos. Mi larga
experiencia me había enseñado a desconfiar de tales rumores.
Conocía de sobra la psicología rural para saber que cualquier hecho
inusitado suele suscitar recelos entre los campesinos. ¿Que la
familia Manglore había vivido apartada del trato de los demás?
Bueno, ¿y qué? Casi todas las familias de origen extranjero
acostumbran a hacer eso. Y el hecho de que algunos de sus miembros
presentaran deformidades físicas no quería decir que fuesen
hechiceros. La fantasía popular ha tachado muchas veces de brujos a
los pobres contrahechos. ¿Que los Manglores leían libros raros?
Nada de particular u ofensivo tenía esta costumbre. Como tampoco, el
hecho de que algunos de ellos viesen mejor de noche que de día. En
cuanto a la propensión a la locura que también se les atribuía...
era lógico que unos seres que vivían en casi perpetua soledad se
comportasen de modo desusado, pero Simon no tenía nada de
desequilibrado. Al contrario, siempre había revelado inteligencia y
claridad de juicio, aparte su pasión por el ocultismo, claro está.
Su error había consistido en buscar informes para su libro entre los
iletrados y desconfiados campesinos, sin tener en cuenta que éstos
reaccionarían cazurramente, de acuerdo con su condición.
De
todos modos, me propuse ir a hablar cuanto antes con mi ex alumno,
para tratar de persuadirle a librarse de tan desfavorable ambiente y
convencerle de la necesidad de someterse a los cuidados de un buen
médico. Porque era una lastima que su genio creador se perdiese en
aquel pueblo. Con tal propósito, cené y me acosté. Y a las cinco
de la tarde del día siguiente eché a andar por la carretera, rumbo
a la casa de los Manglores. Confieso que al ver aquel enorme y viejo
caserón, con sus desencajadas ventanas y su general aspecto de
abandono, no pude evitar un estremecimiento, pero me repuse en
seguida y me acerqué a la puerta, tirando del cordón de la
campanilla. Segundos después, el rumor de unos espaciados pasos me
indicó que alguien acudía a recibirme. Y al abrirse la puerta con
inesperada brusquedad...
Aquí
estaba Simon, más encorvado que nunca, apretados los puños a ambos
lados de su escuálido cuerpo y mirándome con expresión de
contenida rabia. Su aspecto evocaba el de una fiera preparada para
saltar sobre su presa. Y sus enrojecidos ojos se fijaron en los míos,
al par que su voz sonaba con acerba entonación:
—Ya
está viendo cómo me encuentro hoy. Márchese de aquí. No sea
idiota y... ¡largo de aquí!
Y
cerró de un portazo.
*
* *
De
regreso en la habitación del hotel, procuré sacudir mi
aturdimiento, a fin de razonar. Era muy posible que el pobre Simon se
encontrase gravemente afectado por algún trastorno nervioso, como
parecía indicarlo uno de los rumores que circulaban por el pueblo,
con respecto a sus compras de productos sedantes, en la farmacia. Y
yo, un tanto influido por el relato del dueño del hotel, había
llegado a creer que estaba desequilibrado, a causa de su brusca
reacción. Prometime entonces que volvería a visitarle y me
disculparía, y que a continuación haría lo posible por convencerle
de que debía marcharse del pueblo y ponerse en tratamiento, pues sus
nervios lo estaban consumiendo.
A
la mañana siguiente, Simon Manglore me recibió de muy distinta
forma que el día anterior. A pesar de su aspecto enfermizo, su
mirada y su voz eran los de siempre, los que yo había conocido en la
universidad. Tras haberse excusado por su actitud hacia mí, me
aseguró que estaba decidido a tomarse una temporada de reposo, ya
que comprendía el peligro que corría si se esforzaba demasiado con
su trabajo. Por otra parte, se sentía contento, porque estaba a
punto de terminar el libro que escribía. Sólo le faltaban unas
cuantas páginas...
A
poco, el tema de la conversación fue variando insensiblemente, hasta
que recayó en los recuerdos de la facultad, de los días en que él
y yo cambiábamos pareceres sobre diversas cuestiones y sobre muchos
otros puntos que me impidieron dirigirle preguntas directas acerca de
su estado de salud, lo que no obstó para que advirtiese que no era
normal. En efecto, no dejó de notar la intensa palidez de su rostro,
reveladora de pobreza de sangre, tensión nerviosa y muchas otras
causas, y también el monstruoso aumento de volumen experimentado por
aquel bulto en la espalda, que tanto temía yo que dado su anormal y
alarmante aspecto, fuese un tumor canceroso.
Aprovechando
una pausa, le interrogué a propósito de su trabajo. Y me contestó,
en tono vago, que era bastante complicado y que no quería excitarse
con la relación de sus interesantes descubrimientos en el campo de
la brujería. Luego se refirió a sus estudios e investigaciones
sobre los demonios llamados «familiares», que según creencia
popular son los emisarios de Satanás y asisten a las brujas en sus
prácticas, adoptando forma de pequeños animales. Y seguidamente
indicó que en su libro aludía a la alimentación de estos
familiares por medio de sangre extraída de los cuerpos de brujas y
hechiceros, así como a los efectos de ciertos desórdenes
glandulares en los casos conocidos como de «posesión diabólica».
Al llegar a este punto, Simon se calló bruscamente y dijo que se
sentía fatigado.
Mientras
le seguía por el pasillo, en dirección al vestíbulo, pude notar la
extremada delgadez de aquel pobre joven que parecía un viejo
achacoso, así como la enorme hinchazón de su espalda y el temblor
que agitaba su cuerpo, tan extraño, que el bulto daba la impresión
de moverse. Entonces recordé el relató que Thatcherton había hecho
circular en el pueblo, insinuando que aquel tumor fuese algún animal
escondido bajo la chaqueta de Simon. Claro que la suspicaz mentalidad
de un campesino podía inducirle a creer muchas cosas, incluso
inverosímiles.
Una
vez en la puerta, Simon se volvió hacia mí y me deseó buenos días,
pero no me ofreció la mano. Resultaba obvio que quería despedirse
cuanto antes, y además, no cabía duda de que había vuelto a
acometerle el dolor que tanto había extrañado a Thatcherton; un
dolor que crispaba sus facciones y le obligaba a encorvarse
notablemente, como la noche anterior, como si se dispusiera a
arrojarse contra mí. Pese a que me hallaba prevenido, no pude evitar
que mi expresión trasluciera la sorpresa que me dominaba. Simon
abrió la boca como si fuera a decirme algo, pero se agachó aún más
y emitió una estridente risotada, cuyo sonido me produjo un
estremecimiento, antes de echarse atrás y cerrar la puerta con
violencia.
Perplejo
y atemorizado, empecé a caminar hacia el pueblo, en tanto me
preguntaba si Simon Manglore no habría perdido la razón. Porque lo
que acababa de hacer no era propio de un hombre normal. ¿Hasta dónde
le conducirían sus alterados nervios?
*
* *
Tras
una noche de concienzudas reflexiones, decidí que no había tiempo
que perder. Tuviese o no que terminar su condenado libro, Simon
Manglore debía marcharse cuanto antes a un sanatorio, porque su
equilibrio mental se hallaba en gravísimo peligro. Y puesto que
sabía lo inútiles que habrían resultado mis esfuerzos por
convencerle en tal sentido, me propuse emplear métodos más
coercitivos que el simple intento de obligarle a razonar. En
consecuencia, aquella misma tarde fui en busca del doctor Carstairs,
el médico del pueblo, y después de referirle lo que había llegado
a mi conocimiento con respecto a Simon, le sugerí que me acompañase
a su casa. Accedió a mi petición y preparó inmediatamente su
maletín con lo necesario para efectuar un completo reconocimiento
del enfermo.
Poníase
el sol en el momento en que monté en el asiento posterior del coche
del doctor Carstairs. Al cabo de un rato nos aproximamos al caserón,
y como ambos íbamos en silencio, podíamos oír los graznidos de los
cuervos que pululaban por los alrededores. Por eso oímos también el
escalofriante alarido que de pronto partió de aquella aislada casa,
y que hizo que asiese a mi acompañante de un brazo. Poco después
corríamos por el sendero que llevaba a la escalinata, tirando con
fuerza del cordón de la campanilla y aporreando la puerta con los
puños. En vista de que nadie acudía, optamos por introducirnos por
una ventana lateral y a continuación el doctor Carstairs encendió
su linterna y me precedió por las silentes y desiertas habitaciones,
hasta la puerta del estudio, donde Simon y yo habíamos estado
hablando el día anterior. Sin consultarnos previamente, empujamos la
puerta... y proferimos una horrorizada exclamación.
Simon
Manglore yacía boca abajo en el suelo, sobre un charco de sangre.
Sus ropas aparecían desgarradas desde el cuello a la cintura, de
modo que toda la espalda quedaba al descubierto. Y cuando vimos... lo
que vimos, nos apoyamos el uno en el otro y luego procedimos a hacer
lo único que podía realizarse en aquellas circunstancias, pero con
la vista apartada de aquella «cosa» monstruosa que estaba sobre la
espalda del muerto.
Por
fortuna, las impresiones fuertes aturden a un hombre y le embotan los
sentidos, porque de lo contrario, la reacción podría resultar
fatal. Ahorraré al lector descripciones detalladas, y sólo diré
que el doctor Carstairs y yo, de mutuo acuerdo, destruimos sin
tardanza los documentos y libros que encontramos en la biblioteca del
infortunado Simon, así como la obra que no había terminado de
escribir. Los quemamos en la chimenea, antes de ir en busca de la
policía. Y si el doctor hubiera hecho prevalecer su criterio,
también debíamos haber destruido aquella monstruosidad, pero la
dejamos para que la viesen las autoridades. Y a continuación nos
marchamos al pueblo, donde aún me quedaba otra cosa que destruir:
la carta que, dirigida a mi nombre, encontré sobre el escritorio de
Simon, y que entre otras cosas decía lo siguiente:
«...
y por eso me decidí a estudiar artes de brujería, porque eso
me obligó a hacerlo. Si yo pudiera expresarle el horror que sentí
al saber que había nacido con ese monstruo pegado a mi cuerpo... Al
principio, era muy pequeño. Los médicos dijeron que se trataba de
un hermano gemelo cuyo desarrollo se había interrumpido durante la
gestación, ¡pero estaba vivo! Tenía cabeza y dos manos y sus
piernas se hundían en mi propia carne, como si fueran raíces...
»Por
espacio de tres años los médicos lo tuvieron sometido a estudio,
secretamente, claro está. Su posición era siempre la misma, de cara
a mi espalda y con las manos sujetas a mis hombros. Tenía unos
pulmones rudimentarios, pero carecía de aparato digestivo. Por eso
se nutría mediante un tubo flexible que lo conectaba con mi cuerpo.
¡Y crecía! Fue creciendo poco a poco, y llegó el momento en que
abrió los ojos y le salieron los dientes. Una vez le mordió en la
mano a uno de los médicos, y éstos decidieron enviarme a casa,
donde mi padre no conocía la verdad del caso, ni se enteró hasta
poco antes de mi llegada. Qué cambio hubo entonces en casa... ¡ Qué
cambio infernal!
»El
monstruo me hablaba. Movía sus ojos enrojecidos, en esa cara de
mono, y me pedía constantemente, con su vocecilla chillona: «Más
sangre, Simon; quiero más sangre.» Y seguía creciendo. Yo tenía
que alimentarlo dos veces al día y cortarle las uñas de sus negras
manecitas.
»Lo
que nunca sospeché en mi niñez fue que llegara a dominar mi
voluntad. Si lo hubiera sabido, habría sido capaz de matarme, porque
los médicos habían dicho que la separación quirúrgica resultaría
fatal para mí. El año pasado me ordenó que escribiera este
libro... y a veces me obligaba a salir de noche, con extraños
cometidos. Su sed de sangre era insaciable, y yo me sentía cada vez
más débil. Traté de resistirme, pero sin éxito alguno. Tampoco
dieron resultado mis estudios sobre los demonios familiares, con
miras a desembarazarme de su dominio. Todo fue inútil. Eso
siguió
creciendo y conforme adquiría vigor se volvía más atrevido, más
exigente... No sé si participar en un aquelarre para...
»Sé
que estoy volviéndome loco. La constante pérdida de sangre...
Ahora, eso
ha
logrado dominarme por completo. Sabe que no puedo salir de casa, por
temor a que se mueva y asuste a la gente. Y aprovecha mis estados de
inconsciencia para dictarme lo que tengo que escribir en mi libro, el
cual es obra suya, de su diabólico cerebro, y no mía. Sé que usted
pretende llevarme a un sanatorio, pero él
se
opondrá. Incluso en este momento noto sus mandatos cerebrales, con
los que me ordena que deje de escribir esta carta, pero yo no le
obedeceré. Quiero que destruya todos los libros antiguos que están
en mi biblioteca. Y por encima de todo, quiero que me mate, en caso
de que advierta que este horrible enano se ha apoderado totalmente de
mi voluntad, porque sólo Dios sabe lo que intentará hacer, si
llegara a subyugarme por completo. Le aseguro que me cuesta mucho
escribir, con esas órdenes de que deje la pluma y rompa el papel. No
cederé. Debo seguir escribiendo, hasta que le ponga en antecedentes
de todo lo que esta horrenda criatura me ha comunicado: sus planes
demoníacos, lo que se propone hacer en el mundo, en cuanto haya
acabado de esclavizarme. No puedo ni siquiera pensar en lo que
escribo, pero lo escribiré. Me ha dicho... Me está clavando las
uñas en el cuello, no pue...»
Así
terminaba aquella carta, que Simon Manglore no pudo concluir porque
cayó muerto. El monstruo no quiso que sus secretos se divulgaran.
Por eso habíase elevado un poco más por la espalda de Simon, para
abrazarse a su cuello... para mordérselo y roérselo hasta que le
produjo la muerte.
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