domingo, 12 de abril de 2020

RELATO: "El señor de la muerte", Robert E. Howard (STEVE HARRISON)



El señor de la muerte


Robert E. Howard




I.

La carnicería resultó tan inesperada como una cobra invisible. En un segundo, Steve Harrison caminaba con desenfado por el callejón a oscuras… y, al siguiente, luchaba desesperado por su vida contra una furia rugiente y babeante, que había caído sobre él con garras y colmillos. Aquella cosa era, obviamente, un hombre, aunque, durante los primeros y vertiginosos segundos de la contienda, Harrison incluso llegó a dudar de ello. El estilo de lucha del atacante resultaba apabullantemente cruel y bestial, hasta para Harrison, que estaba acostumbrado a los trucos sucios que se empleaban en los bajos fondos.
  El detective sintió cómo las fauces de su asaltante se hundían en su carne y lanzó un alarido de dolor. Pero, además, empuñaba un cuchillo, que desgarró su abrigo y su camisa, haciendo brotar la sangre, y sólo la ciega casualidad, que le hizo cerrar los dedos alrededor de una muñeca nervuda, mantuvo la afilada punta alejada de sus órganos vitales. Estaba tan oscuro como la puerta trasera del Erebus. Harrison percibía a su asaltante tan solo como una mancha negra en la oscuridad que le envolvía. Los músculos que aferraban sus dedos eran tirantes y acerados como cuerdas de piano, y había una terrorífica robustez en el cuerpo que se enfrentaba al suyo, que llenó de pánico a Harrison. Rara vez el gran detective había encontrado a un hombre que se le pudiera igualar en fuerza; pero este ciudadano de la oscuridad no solo era tan fuerte como él, sino que era mucho más ágil… más veloz y más salvaje de lo que jamás podría ser un hombre civilizado.
  Rodaron sobre los desperdicios del callejón, mordiéndose, golpeándose, debatiéndose, y, aunque el invisible enemigo gruñía cada vez que los pétreos puños de Harrison se estampaban contra él, no mostraba el menor signo de debilidad. Su muñeca era como un amasijo de cables de acero, que amenazaba con romper de un momento a otro la presa de Harrison. Su carne se estremeció de pavor ante el frío acero, y el detective agarró aquella muñeca con las dos manos, e intentó romperla. Un aullido sediento de sangre indicó lo fútil de su intento, y una voz que, hasta entonces había boqueado en un idioma desconocido, susurró al oído de Harrison:
  —¡Perro! ¡Morirás en la basura, como yo morí en la arena! ¡Tú dejaste mi cadáver a los buitres! ¡Yo dejaré el tuyo a merced de las ratas del callejón! ¡Wallah!
  Un dedo mugriento tanteaba el rostro de Harrison, en busca de su ojo, y, rendido a la desesperación, el detective echó su cuerpo hacia atrás, y proyectó hacia delante la rodilla, con una fuerza capaz de destrozar los huesos. El desconocido asaltante resolló y rodó lejos de él, con la agilidad de un gato. Harrison se puso en pie tambaleándose, perdió el equilibrio y se apoyó contra la pared. Su enemigo, tras lanzar un grito, volvió a cargar contra él. Harrison escuchó silbar la hoja del cuchillo, que se clavó en el muro detrás de él, y se lanzó a ciegas, con el empuje de sus poderosos hombros. Chocó contra algo sólido, notó cómo su víctima tropezaba, cayendo hacia atrás, y escuchó cómo se estampaba contra los desperdicios que cubrían el suelo. Entonces, por primera vez en su vida, Steve Harrison le dio la espalda a un solo enemigo y corrió tambaleándose, pero a buen paso, hasta la salida del callejón.
  Respiraba con dificultad, y sus pies tropezaban con charcos y montones de basura. Esperaba recibir un cuchillo en la espalda de un momento a otro.
  —¡Hogan! —baló desesperado. Por detrás de él sonaban las veloces pisadas de su letal oponente.
  Se catapultó fuera de la entrada del negro callejón, topándose de bruces con el patrullero Hogan, que había escuchado su urgente bramido, y acudía a la carrera. El patrullero se quedó sin aliento, lanzando un jadeo agónico, y los dos hombres se desplomaron sobre la acera.
  Harrison no gastó tiempo en levantarse. Agarrando el Colt especial del 38 del cinturón de Hogan, disparó contra la sombra que, por un instante, se proyectó hacia el exterior de la boca del callejón. Tras ponerse en pie, se acercó a la oscura entrada, sosteniendo aún el arma humeante. No se escuchaba sonido alguno desde esa abertura estigia.
  —Dame tu linterna —pidió, y Hogan se puso en pie, con una mano en su amplia barriga, y le tendió el artículo solicitado. El haz de luz blanca no mostró cuerpo alguno en el fango del callejón—. Se ha largado —musitó Harrison.
  —¿Quién? —quiso saber Hogan, aún espantado—. Además, ¿de qué va todo esto? Te oí gritar «¡Hogan!» como si el demonio te tuviera sentado en sus rodillas, y al momento siguiente, te lanzas contra mí, embistiéndome como un toro. Qué…
  —Cierra el pico, y exploremos este callejón —espetó Harrison. No pretendía abalanzarme sobre ti. Alguien saltó sobre mí…
  —¿Alguien o algo? —el patrullero examinó a su compañero bajo la incierta luz de la distante farola de la esquina. El abrigo de Harrison colgaba hecho trizas; su camisa colgaba en jirones, revelando su pecho, amplio y velludo, que se agitaba con su respiración. El sudor descendía por su cuello de toro, mezclándose con la sangre que teñía los arañazos de sus brazos, hombros y pecho. Llevaba el pelo manchado de mugre, y sus ropas olían a basura—. Debes de haberte topado con toda una banda —decidió Hogan.
  —Sólo era un hombre —dijo Harrison—. Un hombre o un gorila, pero hablaba. ¿Vienes?
  —Creo que no. Fuera lo que fuera, ya se ha ido. Vuelve a enfocar hacia el callejón. ¿Lo ves? Nada a la vista. No tiene sentido que hagamos una ronda para ver si le encontramos. Será mejor que vayas a que te curen esos cortes. Ya te he avisado antes sobre lo peligroso que es adentrarse en estos callejones a oscuras. Hay muchos hombres que tienen cuentas pendientes contigo.
  —Iré a casa de Richard Brent —dijo Harrison—. Él me hará un arreglo. ¿Vienes conmigo?
  —Claro, pero será mejor que me dejes…
  —¡Sea lo que sea, no! —dijo Harrison, furioso por los cortes y su vanidad herida. Y escucha, Hogan… no menciones esto por ahí, ¿vale? Quiero arreglar este asunto yo solo. No parece un caso ordinario.
  —No parece que lo sea… cuando un bicho ha logrado vapulear así a «Hombre de Hierro» Harrison —fue el mordaz comentario de Hogan, tras el cual, Harrison maldijo entre dientes.
  La residencia de Richard Brent se alzaba justo al final del recorrido habitual de Hogan… un bloque solitario y respetable en medio de la marea de deterioro que engullía el vecindario, pero de la que Brent, absorto siempre en sus estudios, no podía ser consciente.
  Brent se encontraba en su estudio atestado de reliquias, volcado sobre los oscuros volúmenes que eran, a la vez, su vocación y su pasión. Su apariencia erudita contrastaba vivamente con la de sus visitantes. Pero se hizo cargo de la situación sin turbarse en absoluto, y aplicando sus estudios de medicina.
  Hogan, tras asegurarse de que las heridas de Harrison eran poco más que meros arañazos, regresó a su ronda y, poco después, el gran detective tomaba asiento frente a su anfitrión, con un gran vaso de whisky en su descomunal manaza.
  La altura de Steve Harrison estaba por encima de la media, pero parecía mucho más bajo debido a la anchura de sus hombros y la amplitud de su pecho. Sus fuertes brazos colgaban lacios, y su cabeza se inclinaba hacia delante, de forma agresiva. Su frente, ancha y baja, coronada por una mata de salvaje cabello negro, sugería más a un hombre de acción que a un pensador, pero sus fríos ojos azules reflejaban una profundidad mental inesperada.
  —«… como yo morí en la arena» —estaba diciendo—. Eso es lo que me dijo. ¿Estaba como una cabra… o qué demonios…?
  Brent sacudió la cabeza, observando las paredes con aire ausente, como si buscara inspiración en las armas, antiguas y modernas, que las adornaban.
  —¿Y no pudiste entender el idioma en el que te había hablado antes?
  —Ni una palabra. Todo lo que sé es que no era inglés, ni tampoco chino. Ni siquiera sé si ese tipo no era más que acero y hueso. Pelear con él era como hacerlo con una cesta llena de gatos salvajes. A partir de ahora voy a llevar siempre un arma de reglamento. La rechacé hace poco, porque las cosas han estado muy tranquilas. Siempre me figuré que, con los puños, podría resultar un buen rival para cualquier ser humano ordinario. Pero ese diablo no era un ser humano ordinario; se parecía más a un animal salvaje.
  Trasegó su whisky de forma sonora, se limpió la boca con el canto de la mano, y se inclinó hacia Brent con un brillo de curiosidad en los ojos.
  —Nunca le diría esto a nadie que no fueras tú —dijo con una extraña actitud de duda—. Y puede que pienses que estoy loco… pero… bueno, me he cargado a muchos hombres a lo largo de mi vida. Imagina que… bueno, los chinos creen en los vampiros, los gules y los muertos que caminan… y todo eso que dijo acerca de que había estado muerto, y que yo le había matado… Imagina que…
  —¡Tonterías! —exclamó Brent con una risa incrédula—. Cuando un hombre se ha muerto, se ha muerto. No puede regresar.
  —Eso había creído yo siempre —musitó Harrison. Pero ¿a qué diablos se refería con eso de que yo le dejé para que alimentara a los buitres?
  —¡Yo te lo diré! —una voz tan dura y despiadada como el filo de un cuchillo interrumpió la conversación.
  Harrison y Brent se giraron sobresaltados, y el segundo casi se cae de la silla. En el otro extremo de la habitación, una de las altas ventanas había quedado abierta para que entrara el aire. Ahora, junto a ella, se alzaba un hombre alto y fibroso cuya vestimenta hecha jirones no podía ocultar la peligrosa robustez de sus miembros ni la anchura de sus recios hombros. Su barato atuendo, apolillado y manchado de sangre, parecía incongruente junto al fiero y oscuro rostro de halcón, y la llama que ardía en sus ojos oscuros. Harrison gruñó de forma explosiva, al percibir la concentrada ferocidad de su mirada.
  —Escapaste de mí en la oscuridad —musitó el extraño, apoyando el peso de su cuerpo sobre la parte anterior de sus pies, tensándose como un felino, mientras una daga curva brillaba en su mano. ¡Estúpido! ¿Acaso creías que no iba a seguirte? Aquí hay luz: ¡No volverás a escapar!
  —¿Quién diablos eres? —quiso saber Harrison, alzándose en una inconsciente posición defensiva, con los brazos flexionados y los puños cerrados.
  —¡De pocas agallas y memoria débil! —se burló el otro—. ¿No te acuerdas de Amir Amin Izzedin, a quien mataste en el Valle de los Buitres hace treinta años? ¡Pues yo sí que lo recuerdo! ¡Desde la cuna, te recuerdo! Desde antes de que supiera hablar o caminar, supe que era Amir Amin, y me acordaba del Valle de los Buitres. Pero sólo después de una profunda vergüenza y un largo vagar, me fue revelando el pleno conocimiento. ¡Logré verlo en el humo de Shaitán! Has cambiado tu recipiente de carne, Ahmed Pasha, perro beduino, pero no podrás escapar de mí. ¡Por el Becerro de Oro!
  Corrió hacia él con un aullido felino, empuñando en alto la daga. Harrison saltó hacia un lado, con una agilidad sorprendente para un hombre de su tamaño, y descolgó una lanza antigua de la pared. Con un alarido sin palabras, que más parecía un grito de guerra, se lanzó hacia delante, agarrándola con ambas manos, como si fuera un fusil con la bayoneta calada. Amir Amin le esquivó deslizándose a un lado, y contorsionando su cuerpo de pantera para evitar la afilada punta. Cuando Harrison se dio cuenta de su error, ya era demasiado tarde… sabía que recibiría una puñalada tan pronto pasara de largo al escurridizo oriental. Pero no podía detener el ímpetu de su acometida. Y, entonces, el pie de Amir Amin resbaló con una alfombra suelta. La punta de la lanza atravesó su apolillado abrigo, y se enterró en sus costillas, haciendo brotar un reguero de sangre. Herido y desequilibrado, apuñaló a ciegas y, entonces, el descomunal hombro de Harrison les derribó a ambos al suelo.
  Amir Amin fue el primero en levantarse, pero sin su cuchillo. Mientras paseaba una mirada salvaje a su alrededor, buscándolo, Brent, temporalmente paralizado ante aquella violencia inusitada, entró en acción. El erudito agarró un arma de fuego del expositor de la pared, y sus ojos mostraron una sombría determinación. Al apuntar la pistola, Amir Amin emitió un alarido, y se lanzó como una bestia por la ventana más cercana. El estampido del cristal hecho añicos se mezcló con el atronador rugido del arma de fuego. Al acercarse a la ventana, Brent, parpadeando aún por la humareda de la pólvora, vislumbró una forma oscura que corría por la avenida en sombras, bajo los árboles, hasta desaparecer de la vista. Se dio la vuelta y contempló a Harrison, que se incorporaba, mientras maldecía profusamente.
  —¡Dos veces en una noche es condenadamente demasiado! Además, ¿quién es ese chalado? ¡No le había visto en mi vida!
  —¡Es un druso! —explicó Brent—. Su acento… su mención al Becerro Dorado… su apariencia de halcón… estoy seguro de que es druso.
  —¿Qué demonios es un druso? —bramó Harrison con un espasmo de irritación. Las vendas se le habían rasgado, y sus heridas volvían a sangrar.
  —Viven en un área montañosa de Siria —respondió Brent. Es una tribu de fieros guerreros…
  —En eso estoy de acuerdo —escupió Harrison. Jamás esperé encontrar a nadie que pudiera igualarme en un combate cuerpo a cuerpo, pero este demonio me ha tenido contra las cuerdas. De todos modos, es un alivio saber que no es más que un ser humano. No tengo por costumbre tomar precauciones, y no empezaré ahora. Pensaba quedarme aquí, esta noche, si tienes alguna habitación en la que se pueda cerrar con llave las puertas y ventanas. Mañana, iré a ver a Woon Sun.


II.

Pocos hombres llegaban a entrar jamás en la modesta tienda de curiosidades que daba a la caótica River Street, y menos aún pasaban a través de las crípticas cortinas de la puerta del fondo, para asombrarse de lo que había más allá: un lujo absoluto en forma de tapices de terciopelo cosidos a mano, divanes forrados de seda, tazas de té de porcelana tintada o pequeñas mesitas de juguete de ébano lacado, todo ello iluminado por el suave resplandor de bombillas eléctricas escondidas en el interior de linternas chinas de papel.
  Los anchos hombros de Steve Harrison resultaban tan incongruentes entre todos aquellos enseres exóticos del mismo modo que Woon Sun, —un individuo de baja estatura, delgado y ataviado con una túnica de seda negra—, parecía adaptarse a ellos.
  El chino sonreía, pero había hierro templado detrás de su máscara de suavidad.
  —De modo que… —sugirió cortésmente.
  —De modo que quiero que me ayudes —dijo Harrison de forma brusca. Su naturaleza no era la de un sutil estoque, que fintara o parara, aguardando una oportunidad, sino la de un martillo, que golpeara directamente su objetivo—. Sé que conoces a todos los orientales de la ciudad. Ya te he descrito a ese pájaro. Brent dice que es un druso. Es imposible que no sepas nada de él. Resaltaría en medio de cualquier muchedumbre. No pertenece a la clase de rata callejera habitual de River Street. Más bien diría que es un lobo.
  —De hecho, lo es —murmuró Woon Sun—. Resultaría del todo inútil intentar ocultar el hecho de que conozco a ese joven bárbaro. Se llama Ali ibn Suleyman.
  —Se hacía llamar de otro modo —contradijo Harrison.
  —Quizás. Pero, para sus amigos, es Ali ibn Suleyman Es un druso, como muy bien dijo su amigo. Su tribu vive en ciudades de piedra, en las montañas de Siria… en concreto, en las montañas conocidas como las Druas de Djebel.
  —Mahometanos, ¿eh? —rumió Harrison—. ¿Árabes?
  —No. Es como si fueran una raza aparte. Adoran a un Becerro tallado en oro, creen en la reencarnación, y practican impíos rituales perseguidos por los musulmanes. Primero fueron los turcos, y, luego, los franceses, los que intentaron doblegarles, pero, en realidad, no han sido conquistados jamás.
  —No acabo de creer eso último —musitó Harrison. Pero ¿por qué me llamó «Ahmed Pasha»? ¿Qué puede tener contra mí?
  Woon Sun mostró las palmas de las manos, en actitud de desconocimiento.
  —Bueno, de cualquier modo —gruñó Harrison—, ya estoy acostumbrado a cuidarme de que me intenten apuñalar en callejones oscuros. Quiero que hagas los arreglos para que pueda echarle el guante. A lo mejor, si logro sujetarle el tiempo suficiente, puedo sacarle algo que tenga sentido. Quizá pueda discutir con él y disuadirle de esa idea que tiene de matarme, sea por el motivo que sea. Más parece un fanático que un criminal. De todos modos, tengo que descubrir de qué va todo esto.
  —¿Qué puedo hacer yo? —murmuró Woon Sun, posando las manos sobre su oronda barriga, mientras la malicia asomaba por detrás de sus párpados rasgados—. E incluso podría ir más lejos, y preguntar: ¿Por qué debería yo hacer nada?
  —Te has mantenido en el lado de la ley desde que llegaste aquí —dijo Harrison—. Sé que esta tienda de curiosidades no es más que una tapadera. No se puede hacer negocio con esto. Pero sé, además, que no has estado mezclado en actividades criminales. Tuviste pasado turbio —muy turbio— antes de venir aquí, pero eso ya no es asunto mío.
  »Pero, Woon Sun —Harrison se inclinó hacia delante y bajó la voz—. ¿Te acuerdas de ese joven euroasiático llamado Josef La Tour? Yo fui el primer hombre que encontró su cadáver, la noche en que le mataron en el garito de juego de Osman Pasha. Encontré un cuaderno de notas en su chaqueta, y aún lo conservo. ¡Woon Sun, tu nombre está en ese cuaderno!
  Un silencio electrizante recorrió la atmósfera. Los suaves rasgos amarillos de Woon Sun permanecieron impasibles, pero unos puntos rojos resplandecieron en la negrura de sus ojos.
  —La Tour debía de haber estado intentando chantajearte —dijo Harrison. Recopiló un buen montón de datos interesantes. Al leer ese cuaderno de notas, descubrí que tu nombre no siempre ha sido Woon Sun, y también me enteré de dónde procede todo tu dinero.
  Los puntos rojos habían desaparecido de los ojos de Woon Sun, cuya mirada parecía ahora nublada. Una palidez verdosa se sobrepuso al amarillo de su rostro.
  —Te has escondido muy bien, Woon Sun —musitó el detective—. Pero traicionar a tu sociedad y largarte con todo su dinero es una cosa muy fea. Si alguna vez llegaran a encontrarte, te darían de comer a las ratas. Aún no estoy muy seguro de si es mi deber escribir una carta a cierto mandarín de Cantón llamado…
  —¡Basta! —la voz del chino parecía irreconocible—. ¡No hable más, por el amor de Buda! Haré lo que me dice. Disfruto de la confianza de ese druso, y puedo arreglarlo fácilmente. Ahora apenas está oscureciendo. Acuda a medianoche al callejón de River Street que los chinos conocen como «el Callejón del Silencio». ¿Sabe a cuál me refiero? Bien. Aguarde en el quicio que forman las paredes en ángulo, cerca del final del callejón, y Alí ibn Suleyman no tardará en pasarse por allí, ignorante de su presencia. Luego, si se atreve a intentar arrestarle, eso ya es cosa suya.
  —Esta vez llevaré un arma —gruñó Harrison—. Si haces esto por mí, me olvidaré del cuaderno de notas de La Tour. Pero no intentes traicionarme, o…
  —Tiene usted mi vida en sus manos —respondió Woon Sun—. ¿Cómo podría traicionarle?
  Harrison gruñó, escéptico, pero se puso en pie sin hacer más comentarios, cruzó el cortinaje de la entrada y la tienda de más allá, y salió a la calle. Woon Sun observó, inescrutable, los anchos hombros que se abrían paso por entre la multitud de atareados orientales, tanto hombres como mujeres, que deambulaban por River Street casi a cada momento. Luego cerró la puerta de la tienda y se apresuró a cruzar de nuevo el cortinaje hasta la ornamentada cámara de la parte trasera. Una vez allí, se detuvo, y miró a su alrededor.
  Una azulada espiral de humo se elevaba desde un diván de satén, y, sobre aquel diván, había una joven… una criatura esbelta, de oscura sutileza, cuyos cabellos —negros como la noche—, labios, —rojos y plenos—, y ojos almendrados sugerían una sangre mucho más exótica de lo que aparentaba su lujosa vestimenta. Esos labios rojos se curvaban en una sonrisa de burla maliciosa, pero el brillo de sus ojos negros mitigaba cualquier sensación de humor, aunque fuera satírico, al igual que su vitalidad contradecía la aparente languidez de la mano en la que sostenía el cigarrillo.
  —¡Joan! —los ojos del chino devinieron en meras ranuras que ardían de sospecha—. ¿Cómo has entrado aquí?
  —A través de esa puerta de ahí atrás, que se abre a un pasillo, que, a su vez, se abre al callejón que discurre por detrás del edificio. Ambas puertas estaban cerradas… pero hace ya mucho que aprendí a forzar cerraduras.
  —¿Por qué…?
  —Observé que el valiente detective entraba aquí. Llevo algún tiempo vigilándole… aunque él no lo sabe —los vitales ojos de la muchacha se tornaron aún más rasgados durante un instante.
  —¿Has estado escuchando al otro lado de la puerta? —quiso saber Woon Sun, cuya tez se volvía grisácea por momentos.
  —No soy ninguna fisgona. No necesitaba escuchar. Me suponía a qué había venido… y tú… ¿has prometido ayudarle?
  —No sé de qué estás hablando —replicó Woon Sun con un secreto suspiro de alivio.
  —¡Mientes! —la joven se tensó sobre el diván, mientras sus dedos destrozaban el cigarrillo de forma convulsiva y su rostro se crispaba momentáneamente. Luego recuperó la compostura, con una fría determinación, mucho más peligrosa que cualquier estallido de rabia—. Woon Sun —dijo con calma, extrayendo una pistola automática del interior de su bolso— podría matarte fácilmente y sin pestañear… ahí mismo… donde estás… pero no deseo hacerlo. Debemos seguir siendo amigos. Mira, ya guardo él arma… pero no me tientes, amigo mío. No intentes echarme o emplear la violencia conmigo. Ven aquí, siéntate y toma un cigarrillo. Hablaremos con calma de todo este asunto.
  —No sé de qué deseas hablar —dijo Woon Sun, zambulléndose en un diván y tomando el cigarrillo que se le ofrecía con un gesto mecánico, como si estuviera hipnotizado por el resplandor de los magnéticos ojos negros de su visitante… y por el conocimiento de la existencia de esa pistola, ahora oculta. Toda su inmovilidad oriental no podía ocultar el hecho de que temía a esa joven pantera… aún más de lo que temía a Harrison.
  —El detective vino aquí tan sólo para hacerme una visita amistosa —dijo—. Tengo muchos amigos en la policía. Si me encontraran asesinado se tomarían muchas molestias para encontrar a la persona culpable.
  —¿Quién habla de matarte? —protestó Joan, encendiendo una cerilla con la punta de una uña tintada con henna, y tendiendo la diminuta llama hasta el cigarrillo de Woon Sun. En el instante del contacto, sus rostros permanecieron muy próximos, y el chino retrocedió sobresaltado, rehuyendo la intensidad que ardía en sus ojos oscuros. Nervioso, se acercó el cigarrillo a la boca e inhaló profundamente.
  —He sido amigo tuyo —dijo—. No deberías venir aquí a amenazarme con una pistola. Soy un hombre de no poca importancia en River Street. Es posible que no estés tan a salvo como crees estar. Puede que llegue un tiempo en que necesites un amigo como yo…
  De repente fue consciente de que la joven no respondía y que ni siquiera se molestaba en escuchar sus palabras. El cigarrillo de la muchacha ardía entre sus dedos, sin haber sido aspirado una sola vez, y, a través de la nube de humo, sus ojos llameantes le observaban con la terrible mirada de una bestia depredadora. Con un sobresalto, se quitó el cigarrillo de los labios y se lo acercó a la nariz.
  —¡Diablesa! —emitió un alarido de puro terror. Lanzando lejos el humeante cilindro, se puso en pie, y permaneció mareado, balanceándose sobre unas piernas ahora lacias y muertas. Sus dedos se extendieron hacia la joven como si pretendiera estrangularla—. Veneno… opio… el loto negro…
  La mujer se puso en pie, lanzó la mano abierta contra el pecho cubierto de seda del mercader, y le empujó de vuelta al diván. El hombre cayó dando tumbos, y quedó inmóvil, con los ojos abiertos, y la mirada fija y vacía. La mujer se inclinó sobre él, tensa, y estremecida por la intensidad de sus emociones.
  —Eres mi esclavo —susurró, del mismo modo que un hipnotizador implanta sugestiones en su víctima—. Careces de voluntad, y obedeces la mía. Tu mente consciente está dormida, pero tu lengua está libre para decir la verdad. Tan sólo la verdad queda en tu drogado cerebro. ¿Por qué vino aquí el detective Harrison?
  —Vino preguntando por Ali ibn Suleyman, el druso —musitó Woon Sun, con una curiosa voz, cantarina y carente de vida.
  —¿Prometiste traicionar al druso para que le atrape?
  —Lo prometí, pero mentí —continuó la monótona voz—. El detective acudirá a medianoche al Callejón del Silencio, que es la antesala de la morada del Amo. Muchos cadáveres pasan por esa puerta con los pies por delante. Es el mejor lugar para deshacerse de su cuerpo. Le diré al Amo que había venido a espiarle, y así me ganaré los honores, además de deshacerme de un enemigo. El bárbaro blanco estará escondido en un recodo entre las paredes, aguardando al druso, tal como yo le dije. Él no sabe que hay una trampa que puede abrirse desde la pared de atrás, y una mano resuelta puede matarle con un hacha. Mi secreto morirá con él.
  Aparentemente, a Joan le resultaba indiferente a qué secreto se refería, ya que no hizo más preguntas al drogado comerciante. Pero la expresión de su hermoso rostro no era placentera.
  —No, mi amarillo amigo —murmuró la joven—. Dejemos que el blanco acuda al Callejón del Silencio… sí, pero no será un tripudo amarillo quien le ataque en la oscuridad. Le concederemos su deseo. Se encontrará con Ali ibn Suleyman… ¡Y, después de él, con los gusanos que se lo comerán en la oscuridad de la tumba!
  Tras extraer un frasquito de entre sus pechos, escanció algo de vino de una jarra de porcelana en un cáliz de ámbar, y vertió en la bebida el contenido del frasco. Luego acercó el cáliz hasta los lacios dedos de Woon Sun y, con voz cortante, le ordenó que bebiera, guiando el recipiente hasta sus labios. El mercader trasegó el vino de manera mecánica y, de inmediato, cayó por el lado del diván y yació inerte.
  —Esta noche no empuñarás hacha alguna —musitó ella—. Cuando te despiertes, dentro de muchas horas, mis deseos se habrán cumplido… y, además, ya no tendrás que volver a preocuparte de Harrison… sea lo que sea lo que tiene contra ti.
  Pareció preocupada por un repentino pensamiento, y se detuvo cuando estaba a punto de salir por la puerta que daba al pasillo posterior.
  —¿Que no estoy tan a salvo como creo estar? —murmuró, casi en voz alta—. ¿Qué querría decir con eso? —una sombra, casi de aprensión, cruzó su rostro. Luego se encogió de hombros—. Ahora ya es demasiado tarde para que me lo cuente. No importa. El Amo no sospecha nada… ¿y qué si lo hace? No es mi Amo. Ya he perdido demasiado tiempo.
  Salió al pasillo, cerrando la puerta detrás de ella. Entonces, al darse la vuelta, se detuvo en seco. Ante ella se alzaban tres sombrías figuras, altas, desgarbadas, y con túnicas negras; sus cabezas, afeitadas como las de los buitres, asentían siniestramente bajo la tenue luz del pasillo.
  En ese instante, paralizada por una espantosa certeza, se olvidó de su pistola escondida. Abrió la boca para lanzar un grito, que se tornó un gorgoteo cuando una mano huesuda se cerró sobre sus labios.


III.

El callejón, de nombre desconocido para los blancos, pero conocido por las incontables hordas de River Street como el Callejón del Silencio, resultaba tan opaco y misterioso como las características de la raza que solía frecuentarlo. No discurría en línea recta, sino que serpenteaba alejándose de River Street, abriéndose camino a través de un laberinto de altos edificios a oscuras que, al menos a simple vista, parecían almacenes alquilados, y de olvidadas casas decrépitas, ocupadas sólo por las ratas, y cuyas ventanas estaban tapadas con tablones.
  Al igual que River Street era el corazón del Barrio Oriental, el Callejón del Silencio era el corazón de River Street, aunque, en apariencia, estuviera vacío y desierto. Al menos esa era la idea de Steve Harrison, aunque no lograba encontrar ninguna razón concreta por la que se le pudiera conceder tanta importancia a un callejón oscuro, sucio y maloliente que no parecía conducir a ninguna parte. Los hombres de la comisaría se burlaban de él, diciéndole que había trabajado tanto tiempo entre los intrincados laberintos plagados de ratas de River Street, que su cerebro estaba empezando a tornarse tan retorcido como el de los chinos.
  Pensó en ello, mientras se agazapaba con impaciencia en un recodo formado por las paredes finales del insalubre callejón. Tras una cauta mirada a las manecillas luminosas de su reloj, descubrió que eran ya más de las doce. Tan sólo las pisadas de las ratas rompían el silencio. Estaba bien escondido en aquel quicio formado por dos paredes que se cruzaban sin tocarse, y cuyos planos formaban una suerte de triángulo abierto, que asomaba al callejón. La arquitectura de aquel lugar resultaba tan absurda como algunas de las historias que se contaban sobre su profunda oscuridad. A unos pocos pasos de allí, el callejón terminaba abruptamente ante la negrura inescalable de una pared casi ciega, que carecía de ventanas, y no tenía más que una puerta de metal.
  Todo eso lo sabía Harrison gracias a la vaga luminiscencia gris que se filtraba en el callejón desde la parte superior de los edificios. Las sombras acechaban en las esquinas, más oscuras que los abismos estigios, y la puerta de metal no era más que una vaga mancha en la superficie de la pared. Harrison supuso que debía de tratarse de un almacén vacío, abandonado, y medio derruido por los años. Probablemente, su fachada principal daría a la orilla del río, flanqueada por unos muelles decrépitos, olvidados y sin usar en años, ya que el comercio del río y toda la actividad que llevaba aparejada, se había trasladado a una parte más nueva de la ciudad.
  Se preguntó si le habrían visto deslizarse en el callejón. No había entrado directamente desde River Street, llena siempre de figuras furtivas que la recorrían en silencio durante casi toda la noche. Había accedido por una calleja lateral, avanzando por entre las tapias y las paredes desconchadas hasta salir al oscuro y laberíntico callejón. Demasiado tiempo llevaba en el Barrio Oriental como para no adoptar la cautela y el sigilo de sus habitantes.
  Pero pasaba de la medianoche, y no había ni rastro del hombre al que estaba dando caza. De repente, se puso en tensión. Alguien venía por el callejón. Pero las pisadas eran suaves, no del tipo que uno podría haber asociado con un hombre de la corpulencia de Alí ibn Suleyman. Una figura alta y encorvada se perfiló vagamente en la penumbra y pasó junto al escondite del detective. Su mirada entrenada, incluso en la negrura, reveló a Harrison que aquel no era el hombre que buscaba.
  El desconocido caminó directo hacia la puerta metálica y llamó tres veces con un largo intervalo entre las llamadas. De forma abrupta, en la puerta brilló un círculo rojo. Se susurraron palabras en chino. El hombre del exterior replicó en la misma lengua, y sus palabras llegaron con claridad hasta el atento detective:
  —¡Erlik Khan!
  Entonces, de un modo inesperado, la puerta se abrió hacia dentro y el extraño entró, quedando iluminado brevemente por la luz rojiza que salía por la abertura. Luego, tras cerrarse la puerta, la oscuridad regresó, y el silencio volvió a reinar en el homónimo callejón.
  Pero, agazapado en su oscuro rincón, Harrison sintió como el corazón parecía a punto de salir de entre sus costillas. Había reconocido al sujeto que entrara por la puerta como al asesino chino Fang Yim, cuya cabeza se pagaba a buen precio. Pero no era eso lo que había provocado que la sangre del detective latiera de ese modo en sus venas. Era la contraseña musitada por el malencarado visitante: «¡Erlik Khan!». Era como ver materializada una terrible pesadilla, como ver confirmada una leyenda malvada.
  Durante más de un año, habían circulado rumores por los negros callejones y los cochambrosos portales, en los que el misterioso pueblo amarillo se movía de forma tan inescrutable como si fueran fantasmas. Ni tan siquiera eran rumores. Aquel era un término demasiado concreto y definido para poder aplicarse a los murmullos de los tratantes de opio, los balbuceos de los locos, o los estertores de los hombres agonizantes susurros deslavazados que se alejaban en la brisa nocturna. Pero, de entre esas murmuraciones inconexas se imponía un temido nombre, repetido con pavor, en susurros estremecidos: «¡Erlik Khan!».
  Era una frase siempre asociada a acontecimientos oscuros; como un viento negro que ululara a través de los árboles, a medianoche; un destello, un suspiro, un mito, que ningún hombre podía confirmar ni negar. Nadie sabía si era el nombre de un hombre, de un culto, de un plan de acción, de una maldición o de un sueño. Aunque siempre se asociaba a todo aquello que significara amenaza: un susurro de aguas negras que lamía los podridos pilares de muelles olvidados; la sangre goteando sobre piedras resbaladizas; estertores de agonía en rincones oscuros; pies sigilosos, deslizándose a medianoche hasta destinos inciertos.
  Los hombres de la comisaría se reían de Harrison cuando este juraba que sentía una conexión entre varios crímenes que no parecían estar conectados. Le decían, como siempre, que llevaba demasiado tiempo trabajando entre los laberintos del Distrito Oriental. Pero, precisamente ese hecho, le había vuelto más sensible que sus compañeros a las impresiones sutiles y furtivas. Y, en ocasiones, casi le parecía sentir una forma vaga y monstruosa que se movía tras una telaraña de ilusión.
  Y ahora, como el siseo de una serpiente oculta en la oscuridad, había logrado encontrar algo concreto al escuchar aquellas palabras susurradas: ¡Erlik Khan!
  Harrison salió de su escondrijo y caminó a paso vivo hacia la puerta de metal. Su disputa con Ali ibn Suleyman fue apartada a un lado. El detective aprovechaba las oportunidades que se le presentaban. Cuando era así, actuaba primero, y planeaba después. Y su instinto le decía que estaba en el umbral de algo muy grande.
  Un zumbido lento, casi imperceptible, había comenzado a sonar. En lo alto, por encima de las altas paredes negras, captó el atisbo de densos nubarrones grises, tan bajos que casi parecían fundirse con las azoteas, reflejando débilmente la miríada de luces de la ciudad. El murmullo del tráfico lejano llegó a sus oídos, tenue y distorsionado. Cuanto le rodeaba le parecía curiosamente extraño y ajeno. Lo mismo podría haber estado en la penumbra de Cantón, o en la prohibida Pekín… o en Babilonia, o en la egipcia Menfis.
  Deteniéndose ante la puerta, recorrió la superficie metálica con las manos, y tanteó las planchas que, aparentemente, la condenaban. Descubrió que algunas de ellas eran falsas. Se trataba de un truco ingenuo para hacer que la puerta pareciera inaccesible a una mirada casual.
  Asegurando los pies, con la sensación de estar saltando a ciegas en la oscuridad, Harrison llamó tres veces, igual que hiciera el asesino, Fang Yim. Casi al instante, un ventanuco redondo se abrió en la puerta, a la altura de su cara, dejando escapar un resplandor rojo en el que distinguió un semblante amarillo mongoloide. Escuchó un sibilino susurro en chino.
  El ala del sombrero de Harrison caía sobre sus ojos, y la solapa del abrigo, subida para protegerle de la intemperie, ocultaba parte de sus rasgos. Pero el disfraz no era necesario. El hombre del interior no se parecía a nadie que conociera a Harrison.
  —¡Erlik Khan! —musitó el detective. Los ojos rasgados no mostraron el menor atisbo de sospecha. Evidentemente, por esa puerta ya habían pasado antes otros hombres blancos. Se abrió hacia dentro, y Harrison entró, con los hombros encorvados y las manos en los bolsillos del abrigo: la viva imagen de un maleante de los muelles. Escuchó como la puerta se cerraba detrás de él, y se encontró en una pequeña cámara cuadrada en el extremo de un estrecho pasillo. Notó que la puerta estaba reforzada con una gran barra de acero, que el chino estaba colocando en su lugar sobre recios pestillos de hierro colocados a ambos lados del portal; además, el agujero del centro quedó cubierto por un disco de acero, que giró sobre un pivote. Aparte de un destartalado asiento para el portero la estancia carecía de mobiliario.
  La mirada entrenada de Harrison captó todo esto en un rápido vistazo, mientras avanzaba por la cámara. Sentía que, si deseaba hacerse pasar por un miembro de lo que fuera ese lugar, no podía permitirse permanecer mucho tiempo en el vestíbulo. Una pequeña linterna roja, que colgaba del techo, iluminaba la estancia, pero el pasillo parecía carecer de iluminación, salvo la que procedía de la citada linterna.
  Harrison enfiló el corredor en sombras, sin mostrar evidencia alguna de la tensión de sus nervios. Al mirar de reojo, se fijó en la solidez de las paredes, que parecían nuevas. Obviamente, se había llevado a cabo una gran obra de rehabilitación en el interior de ese edificio, que parecía desierto.
  Al igual que el callejón del exterior, el pasillo no discurría de forma recta. Giraba frente a él, en un tramo que disfrutaba de un suave torrente de luz, y, más allá de esa esquina, Harrison escuchó acercarse unas débiles pisadas. Se lanzó sobre la puerta más cercana, que se abrió en silencio al empujarla, y volvió a cerrarse detrás de él con el mismo sigilo. Descendió unos escalones en la más absoluta oscuridad; tropezó, y a punto estuvo de caer, pero se agarró a la pared, mientras maldecía por el ruido que estaba haciendo. Escuchó que las suaves pisadas se detenían fuera, frente a la puerta; luego, una mano la empujó hacia dentro. Pero Harrison tenía el codo y el antebrazo presionando contra el panel de madera. Tanteando con los dedos encontró un cerrojo, y lo echó, mientras volvía a maldecir —esta vez mentalmente—, por el tenue chirrido que provocaba. Una voz susurró algo en chino, pero Harrison no respondió. Se dio la vuelta y volvió a descender con cuidado por las escaleras.
  Sus pies no tardaron en llegar al suelo y, al instante siguiente, se encontró con una puerta. Tenía una linterna en el bolsillo, pero no se atrevía a usarla. Tanteó la puerta y descubrió que no estaba cerrada. El marco, la hoja y las jambas parecían estar aisladas a prueba de ruidos. Sus sensibles dedos recorrieron las paredes, y descubrió que estaba especialmente tratadas con la misma finalidad. Con un escalofrío, se preguntó que gritos y qué sonidos espantosos estaban destinados a ser amortiguados por aquella puerta y paredes.
  Al abrir del todo la puerta, parpadeó al percibir una tenue luz rojiza, y extrajo su pistola llevado por el pánico. Pero no fue recibido por gritos ni disparos, y, según sus ojos se fueron acostumbrando a la luz, descubrió que se encontraba en el interior de un gran sótano, vacío excepto por tres grandes cajas embaladas. Había puertas en el extremo y en ambos lados, pero todas ellas estaban cerradas. Evidentemente, se encontraba a cierta distancia bajo el suelo.
  Se acercó a las cajas, que, aparentemente, habían sido abiertas en fecha reciente, y su contenido aún no había sido extraído. Las tapas yacían en el suelo, junto a ellas, acompañadas de virutas y restos de embalaje.
  —¿Bebida? —musitó para sí—. ¿Opio? ¿Contrabando?
  Frunció el ceño al bajar la vista hasta el interior de la caja más cercana. Una simple capa de virutas de embalar cubría el contenido, y no pudo evitar quedar perplejo ante el contorno que dibujaban. Luego, de repente, con la piel de gallina, agarró las virutas y las apartó… para después retroceder un paso, temblando de horror. Tres rostros amarillos, gélidos e inmóviles, miraban hacia arriba, sin ver, en dirección a la lámpara roja. Una capa por debajo, parecía haber tres más.
  Sudando y boqueando, Harrison llevó a cabo la escalofriante tarea de verificar lo que a duras penas podía creerse. Y, un vez concluida esta, se limpió la frente de sudor.
  —¡Tres cajas llenas de chinos muertos! —susurró estremecido—. ¡Dieciocho fiambres amarillos! ¡Por el gato sagrado! ¡Parece como si revendieran cadáveres asesinados! Y yo que pensaba que había visto tantas cosas infernales que ya nada podía afectarme. ¡Pero esto es demasiado macabro!
  Fue el sigiloso sonido de una puerta abriéndose lo que le sacó de sus mórbidas meditaciones. Se giró, en tensión. Ante él se agazapaba una forma monstruosa y brutal, como una criatura salida de una pesadilla. El detective captó el atisbo de un descomunal torso medio desnudo, un cráneo afeitado con forma de bala, hendido por una sonrisa brutal… y luego la bestia cayó sobre él.
  Harrison no era un pistolero; todos sus instintos le impelían a combatir con sus fuertes brazos. En lugar de emplear su pistola, lanzó su puño derecho en dirección a aquella repulsiva sonrisa y fue recompensado por un reguero de sangre. La cabeza de la criatura cayó hacia atrás en un ángulo imposible, pero sus dedos huesudos se habían aferrado a las solapas del detective. Harrison enterró el puño izquierdo en lo más profundo del diafragma de su atacante, provocando que su rostro de cobre adoptara un tinte verdoso, pero el oriental aguantó, y, de un tirón, colocó el abrigo de Harrison detrás de sus hombros. Reconociendo la treta para inmovilizarle los brazos, Harrison no se resistió al movimiento, sino que incluso lo facilitó, proyectando hacia delante su poderoso cuerpo, propinando un cabezazo contra la nuez del amarillo, y liberando a continuación los brazos de sus mangas.
  El gigante retrocedió tambaleándose, boqueando para respirar, mientras levantaba la inútil prenda arrebatada como si fuera un escudo. Y Harrison, inexorable en su ataque, le envió contra la pared con la sola fuerza de su mano, y, con fuerza demoledora, golpeó su mandíbula con ambas manos. El gigante se derrumbó hacia atrás, con la mirada fija; la cabeza impactó contra la pared, haciendo manar un torrente de sangre, y cayó de bruces al suelo, donde permaneció inmóvil, con su cabeza de bala rodeada por un charco de sangre.
  —¡Un estrangulador mongol! —jadeó Harrison, bajando la mirada hacia él—. ¿En qué clase de pesadilla me he metido?
  Fue justo en ese instante cuando una porra, empuñada a su espalda, impactó contra su cabeza; las luces se apagaron.


IV.

Algún tipo de conexión, fuera de lugar con su presente situación, provocó que Steve Harrison sufriera un desagradable sueño sobre la Inquisición española justo antes de recobrar la consciencia. Posiblemente se tratara del tintineo de las cadenas. Regresando de un mundo de sueños forzados, su primera sensación fue un espantoso dolor de cabeza, que le hizo tocarse el cráneo con suavidad, y maldecir amargamente.
  Yacía tendido sobre un suelo de hormigón. Una banda de acero le aprisionaba la cintura hasta los riñones, y estaba cerrada con un recio candado de acero. De la banda salía una cadena, el extremo de la cual estaba empotrada en un anillo de la pared. Una pequeña lámpara de papel, suspendida del techo, iluminaba la estancia, que no parecía tener más que una puerta, y ninguna ventana. La puerta estaba cerrada.
  Harrison notó que había otros objetos en la estancia, y, mientras parpadeaba, e iban adoptando su forma definitiva, fue víctima de una gélida premonición, demasiado fantástica y monstruosa para concederle el menor crédito. Aún así, los objetos que estaba mirando resultaban, de igual modo, increíbles.
  Había un aparato con émbolos, cadenas y palancas. Una cadena colgaba del techo, así como varios objetos que parecían atizadores de hierro. Y, en una esquina, había un enorme bloque oscuro, junto al que descansaba una descomunal hacha de dos hojas. El detective se estremeció a su pesar, preguntándose si no estaría inmerso en un maldito sueño medieval. No podía dudar del significado de tales objetos. Había visto duplicados de algunos en los museos.
  Al darse cuenta de que la puerta se había abierto, se dio la vuelta y observó la figura que se perfilaba en el umbral… una forma alta y sombría, ataviada con una túnica negra como la noche. La figura entró en la cámara como si fuera el espectro de la condenación, y cerró la puerta. Desde la sombra de su capucha, dos ojos gélidos brillaban tenebrosos, rodeados por un rostro vago, amarillo y ovalado.
  Durante un instante reinó el silencio, roto de súbito por el airado bramido del detective.
  —¿Qué demonios es esto? ¿Quién eres tú? ¡Quítame estas cadenas!
  La única respuesta fue un silencio burlón, y, bajo el taladrante escrutinio de aquellos ojos fantasmales, Harrison sintió un sudor frío en la frente, y bajo las palmas de las manos.
  —¡Necio! —Harrison se sobresaltó, nervioso ante la particular oquedad de aquella voz—. ¡Te enfrentas a tu perdición!
  —¿Quién eres tú? —quiso saber el detective.
  —Los hombres me llaman Erlik Khan, que significa «Señor de la Muerte» —respondió el otro. Un torrente de hielo descendió por la columna vertebral de Harrison; no llegaba a ser miedo, sino una escalofriante emoción al darse cuenta de que, por fin, se hallaba cara a cara con la materialización de sus sospechas.
  —De modo que, después de todo, Erlik Khan no es más que un hombre —gruñó el detective—. Ya estaba empezando a creer que era el nombre de una sociedad secreta china.
  —Yo no soy chino —replicó Erlik Khan. Soy mongol… descendiente directo de Genghis Khan, el gran conquistador, frente al que se postró Asia entera.
  —¿Por qué me cuentas eso? —gruñó Harrison, ocultando su interés por escuchar más.
  —Porque no tardarás en morir —fue la tranquila respuesta— y me gustaría que te dieses cuenta de que no estás en manos de un gángster, o ese tipo de basura maleante a la que estás acostumbrado.
  »Yo fui el líder de una lamasería en las montañas del interior de Mongolia, y, si hubiera podido contener un poco mi ambición, podría haber reconstruido un imperio perdido… sí, el antiguo imperio de Genghis Khan. Pero algunos necios se opusieron a mí, y por poco no escapo con vida.
  »Vine a América, y, una vez aquí, un nuevo propósito nació en mi interior: reunir todas las sociedades secretas orientales en una única y poderosa organización que controlara a voluntad, y extender mis tentáculos invisibles al otro lado del mar, hasta las tierras más recónditas. Aquí, a salvo de toda sospecha por parte de necios como tú, he construido mi fortaleza. Y ya he logrado bastante. Aquellos que se oponen a mí, mueren de forma repentina, o… ya has visto a esos estúpidos en las cajas del sótano. Son miembros del Yat Soy, que tenían pensado desafiarme.
  —¡Por Judas! —musitó Harrison— ¡Un tong entero masacrado!
  —No están muertos —corrigió Erlik Khan—. Tan sólo están en un estado cataléptico, inducido por ciertas drogas que fueron vertidas en su licor por siervos de confianza. Fueron traídos hasta aquí para que yo pudiera convencerles de la locura que cometen al intentar oponerse a mí. Dispongo de un gran número de criptas subterráneas como esta, en las que tengo instalados toda clase de instrumentos y máquinas diseñadas para hacer cambiar de parecer incluso al más testarudo.
  —¡Cámaras de tortura bajo River Street! —murmuró el detective—. ¡Que me condenen si esto no es una pesadilla!
  —¿Acaso tú, que has rebuscado tanto tiempo entre los laberintos de River Street, te sorprendes ahora por los misterios que acechan dentro de otros misterios? —musitó Erlik Khan. En verdad que no has hecho más que arañar la superficie de tales secretos. Muchos hombres hacen mi voluntad… chinos, sirios, mongoles, hindús, árabes, turcos, egipcios…
  —¿Por qué? —quiso saber Harrison— ¿Por qué habrían de servirte hombres tan dispares y de religiones tan hostiles entre sí?
  —Por encima de toda diferencia de religión o creencia —dijo Erlik Khan— subyace la eterna Unidad que es la esencia y la raíz vital de Oriente. Antes de que existiera Mahoma, o Confucio, o Gautama, había una serie de símbolos y de señales, antiguos más allá de toda creencia, pero comunes a todos los hijos de Oriente. Hay cultos más fuertes y antiguos que el Islam o el Budismo, cultos cuyas raíces se han perdido en la oscuridad de la edad del amanecer del hombre, antes de que existiera Babilonia, o incluso antes de que se hundiera la Atlántida.
  »Para un adepto, todas estas nuevas religiones y creencias no son más que nuevas vestiduras, que esconden la realidad que hay más allá. Aunque, ni siquiera a un muerto puedo revelarle más. Te bastará saber que yo, a quién los hombres llaman Erlik Khan, tengo un poder que está por encima de los poderes de Buda o el Islam.
  Harrison permaneció en silencio, meditando sobre las palabras del mongol, y poco después, este prosiguió:
  —No debes culparte más que por tu mala suerte. Estoy convencido de que no has entrado aquí esta noche para espiarme… pobre patán, necio bárbaro, que ni siquiera sospechaba de mi existencia. Me he enterado de que, a tu ruda manera, viniste aquí esperando atrapar a uno de mis sirvientes, el druso Alí ibn Suleyman.
  —Le enviaste a matarme —gruñó Harrison.
  Una risa burlona le hizo enseñar los dientes, irritado.
  —¿De verdad te crees tan importante? No movería un solo dedo para aplastar a un gusano ciego. Fue otra persona la que puso al druso sobre tu pista… una persona miserable y egoísta, que en estos momentos está pagando el precio de su estupidez.
  »Alí ibn Suleyman es, como muchos de mis sicarios, un exiliado de su pueblo, y su vida está amenazada.
  »De todas las virtudes, la que más estiman los drusos es la más elemental, el coraje físico. Cuando un druso muestra el menor signo de cobardía, nadie le dice nada, pero cuando los guerreros se reúnen para beber café, uno de ellos escupe en su abba. Eso equivale a una sentencia de muerte. A la primera oportunidad, es obligado a marcharse, para buscar la muerte del modo más heroico posible.
  »Alí ibn Suleyman fracasó en una misión en la que el éxito era imposible. Al ser joven, no se dio cuenta de que su fanática tribu le tacharía de cobarde por haber fallado y no dejarse matar. Pero la copa de la vergüenza se derramó sobre su túnica. Alí era joven; no sentía deseos de morir. Rompió una costumbre milenaria; huyó del Djebel druso y se convirtió en un vagabundo errante.
  »Con el paso de los años, se unió a mis seguidores, y yo, personalmente, le di la bienvenida a su desesperado coraje y a su terrible habilidad para el combate. Pero, recientemente, esa persona estúpida a la que ya he mencionado, decidió usarle para zanjar un asunto privado, que de ningún modo estaba conectado con los míos. Eso fue algo muy poco sabio. Mis seguidores no viven más que para servirme, se den cuenta de ello o no.
  »Alí frecuenta a menudo cierta casa para fumar opio, y esta persona arregló que fuera drogado con el polvo del loto negro, que produce un estado hipnótico. Durante ese tiempo, el sujeto es permeable a sugestiones, las cuales, si le son repetidas de forma continua, se acaban imponiendo en las horas de vigilia de la víctima.
  »Los drusos creen que cuando un druso muere, su alma se reencarna al instante en un bebé druso. El gran héroe druso, Amir Amin Izzedin, fue asesinado por el árabe Shaykh Ahmed Pasha, la misma noche en que nació Alí ibn Suleyman. Alí siempre ha creído que era la reencarnación del alma de Amir Amin, y se quejaba porque no iba a poder vengar a su antiguo yo, matando a Ahmed Pasha, pues este, a su vez, murió pocos días después de matar al jefe druso.
  »Todo esto era bien conocido por la persona de que hablo, y, por medio del loto negro, conocido también como el Humo de Shaitán, convenció al druso de que tú, el detective Harrison, eras la reencarnación de su viejo enemigo Shaykh Ahmed Pasha. Fueron necesarios mucho tiempo y mucha astucia, incluso estando drogado, para convencerle de que un Shaykh árabe podía reencarnarse en un detective americano. Pero la persona era muy lista, de modo que al fin, Alí quedo convencido. Desobedeció mis órdenes… que se refieren a no molestar a la policía a menos que se interpongan en mi camino, y, aún en ese caso, siguiendo sólo mis instrucciones. Pues no deseo publicidad. También él habrá de recibir una lección.
  »Ahora debo irme. Ya he pasado demasiado tiempo contigo. En breve vendrá alguien que te liberará de tus pesares terrenales. Consuélate pensando que la estúpida persona que te ha tendido la trampa, va a expiar su crimen del mismo modo que tú. De hecho, lo hará separada de ti por ese panel acolchado. ¡Escucha!
  De algún lugar cercano se alzó una voz femenina, incoherente pero con urgencia.
  —Esa estúpida se da cuenta ahora de su error —sonrió con benevolencia Erlik Khan. Aún así, estas paredes dejan escuchar sus lamentos. Bueno, no es la primera persona que lamenta sus acciones estúpidas en estas criptas. Ahora debo marcharme. Esos necios Yat Soys no tardarán en despertar.
  —¡Espera, Diablo! —rugió Harrison, forcejando con su cadena— ¿Qué…?
  —¡Basta ya, basta! —había un toque de impaciencia en el tono del mongol—. Me hastías. Lleva a cabo tus últimas meditaciones, pues el tiempo que te queda es breve. Adiós, detective Harrison… no au revoir.
  La puerta se cerró en silencio, y el detective se quedó a solas con sus pensamientos, que estaban lejos de resultar placenteros. Se maldijo a sí mismo por caer en aquella trampa; maldijo su peculiar obsesión por trabajar siempre a solas. Nadie sabía de la pista que había intentado seguir. No le había comunicado sus planes a nadie.
  Al otro lado del panel, continuaron los sollozos amortiguados. El sudor empezó a perlar la frente de Harrison. Sus nervios, indiferentes a su propio destino, comenzaron a sentir simpatía ante aquella voz aterrorizada.
  Entonces la puerta volvió a abrirse, y Harrison, al darse la vuelta, supo con absoluta seguridad que estaba mirando a su verdugo. Era un mongol alto y desgarbado, ataviado sólo con unas sandalias y una especie de faldellín de seda amarilla, que colgaba de un cinturón en el que se veían varios manojos de llaves. Llevaba un gran cuenco de bronce y algunos otros objetos que recordaban a varillas de incienso. Colocó estos últimos en el suelo, cerca de Harrison, y, desperdigándolos fuera del alcance del prisionero, empezó a ordenar las malolientes varillas en una especie de volumen piramidal en el interior del cuenco. Y Harrison, al mirar, recordó de repente un horror medio olvidado, entre la miríada de nebulosos terrores propios de River Street. Había encontrado un cadáver en una habitación cerrada, en la que una acre humareda ascendía aún sobre un chamuscado cuenco de bronce… el cadáver pertenecía a un hindú, y se encontraba consumido y arrugado como si fuera cuero viejo… momificado por un humo letal, que mataba a su víctima, consumiéndola como a una rata envenenada.
  Desde la otra celda le llegó un alarido tan agudo y aterrador que Harrison dio un respingo y maldijo en voz alta. El mongol hizo una pausa en su tarea, con una cerilla en la mano. Su apergaminado semblante emitió un gruñido apreciativo, abriendo la boca, y revelando que carecía de lengua. El hombre era mudo.
  Los gritos incrementaron su intensidad, aparentemente más por el miedo que por dolor, aunque cierto elemento de dolor parecía evidente. El mudo, con una mirada de éxtasis, se puso en pie, inclinándose junto a la pared, aplicando la oreja al panel para no perderse ni uno solo de los gemidos de agonía procedentes de la celda de al lado. Un reguero de baba caía desde la comisura de su boca entreabierta; contuvo el aliento, ansioso, mientras, de forma inconsciente, se acercaba aún más a la pared. De repente, el pie de Harrison salió disparado hacia delante, golpeándole fieramente en los tobillos. El mongol extendió los brazos y cayó de bruces sobre los expectantes brazos del detective.
  La llave con la que Harrison rompió el cuello del verdugo carecía de fundamentos científicos. Su furia contenida le hacía olvidarse de todo, excepto de un locura de berserk, que le obligaba a pegar, sajar y quebrar con una pasión primitiva. Se abrazó a su verdugo como si fuera un oso grizzli, y sintió cómo las vértebras se quebraban como el bambú podrido.
  Mareado aún por su arranque de furia, se incorporó, abrazado aún a la figura inerte, mientras boqueaba incoherentes blasfemias. Sus dedos se cerraron sobre las llaves que colgaban del cinturón del hombre muerto y, tras tirar de ellas, lanzó salvajemente el cadáver al suelo en un paroxismo de exceso de ferocidad. La figura cayó y permaneció inerte, con la mirada vidriosa y una sonrisa espeluznante asomando por encima del hombro amarillo.
  De manera mecánica, Harrison probó las llaves en la argolla de su cintura. Un instante después, libre de sus ataduras, se tambaleó hasta el centro de la celda, sobrecogido aún por el indómito estallido de emociones… esperanza, exaltación y sensación de libertad. Empuñó el hacha de dos manos que descansaba junto al bloque manchado de materia oscura, y a punto estuvo de aullar con una alegría sedienta de sangre cuando notó el perfecto equilibrio de la pesada arma, y comprobó lo afilado de su hoja.
  Dedicó un mero instante a abrir la puerta con llave. Se asomó a un estrecho corredor, vagamente iluminado, flanqueado con puertas cerradas. Desde la más cercana se escuchaban aún los estremecedores gritos, amortiguados por la puerta acolchada y las paredes especialmente tratadas.
  Inmerso como estaba en su ira berserk, no gastó tiempo en probar las llaves con aquella puerta. Levantando la descomunal hacha con ambas manos, la estampó contra los paneles, sin prestar atención al ruido que producía, consciente tan sólo de su ansia frenética de acción violenta. La puerta se destrozó hacia dentro bajo la acción de sus demoledores golpes, y pasó a través de sus restos con los ojos ardientes y los labios contraídos en una mueca asesina.
  Entró en una celda muy parecida a la que acababa de dejar. Había un potro… una auténtica máquina del demonio, de los tiempos de la edad media… y sobre su cruel superficie se agitaba una figura blanca y patética… una muchacha, vestida tan sólo con una pequeña camisa. Un enorme mongol se inclinaba sobre la rueda, girándola lentamente. Otro más se encargaba de calentar ál rojo un hierro afilado sobre un pequeño brasero.
  Todo eso lo vio al primer vistazo, mientras la joven volvía la cabeza hacia él, y gritaba de agonía. Entonces, el mongol con el atizador de hierro corrió hacia él en silencio, manejando como una lanza el resplandeciente acero al rojo blanco. A pesar de la roja furia que le poseía, Harrison no perdió la cabeza. Una sonrisa de lobo asomó a sus labios, se echó hacia un lado, y hendió la cabeza del torturador como si fuera un melón. Luego, mientras el cuerpo se desplomaba, desparramando sangre y sesos por el suelo, se giró como un felino para hacer frente a la acometida del otro hombre.
  El ataque de este fue tan silencioso como el del primero. Ambos eran mudos. No se lanzó a la desesperada, como hiciera su compañero, pero su cautela le sirvió de poco cuando Harrison volvió a tajar con su hacha goteante. Mientras el mongol alzaba el brazo izquierdo, el filo curvo se incrustó entre los músculos y los huesos, dejando el miembro casi amputado, colgando tan solo de una breve tira de carne. El torturador saltó hacia él como si fuera una pantera moribunda, hundiendo su cuchillo con la furia de la desesperación, mientras la ensangrentada hacha volvía a descender. La punta del cuchillo rasgó la camisa de Harrison, arañándole la carne del pecho. Mientras retrocedía de forma involuntaria, hizo girar el hacha y, con un golpe plano, quebró el cráneo del mongol como si fuera una cáscara de huevo.
  Lanzando improperios como un pirata, el detective avanzó unos pasos, mientras miraba a su alrededor, en busca de nuevos contrincantes. Entonces recordó a la muchacha del potro, y, al acercarse a ella, la reconoció al fin.
  —¡Joan La Tour! ¿Qué demonios…?
  —¡Suéltame! —imploró ella— ¡Oh, por el amor de Dios, sácame de aquí!
  El mecanismo de aquella máquina diabólica parecía desafiarle. Pero se fijó en que la muchacha estaba atada con fuertes sogas en las muñecas y tobillos, de modo que, tras cortarlas, logró liberarla. Harrison sacó los dientes al pensar en las roturas, dislocamientos y terribles heridas internas que la joven podía haber sufrido, pero evidentemente la tortura no había avanzado lo bastante como para causarla un daño permanente. La muchacha no parecía estar del todo mal físicamente, pero debido a su experiencia estaba al borde de la histeria. Al contemplar su desvalida figura sollozante, estremeciéndose bajo su escueto atuendo, y recordando la autosuficiente y sofisticada belleza que solía ser habitualmente, Harrison sacudió la cabeza, asombrado. En verdad que Erlik Khan sabía cómo doblegar a sus víctimas con su despótica voluntad.
  —Salgamos de aquí —rogó ella entre sollozos—. Vendrán más… habrán escuchado el combate.
  —De acuerdo —gruñó él—. Pero ¿dónde diablos estamos?
  —No lo sé —confesó la joven—. En algún lugar de la casa de Erlik Khan. Estos mongoles mudos me trajeron aquí a primera hora de la noche, a través de pasadizos y túneles que conectaban varias partes de la ciudad con este lugar.
  —Bueno, vamos —dijo él—. También nosotros podemos ir a alguna parte.
  Tomando su mano, la sacó al pasillo y, tras mirar a su alrededor de manera incierta, observó una estrecha escalera ascendente. Subieron por ella hasta detenerse frente a una puerta acolchada, que resultó no estar cerrada con llave. Harrison la cerró tras ellos, probando las llaves sobre la cerradura. No tuvo éxito: ninguna de las llaves encajaba en aquella puerta.
  —No sé si nos habrán oído o no —gruñó—, es posible que no sea así, a menos que hubiera alguien cerca. Este edificio está diseñado para amortiguar los sonidos. Creo que estamos en algún lugar de los sótanos.
  —Jamás saldremos vivos de aquí —gimió la muchacha—. Estás herido… he visto sangre en tu camisa.
  —No es más que un arañazo —gruñó el gran detective, investigando con cuidado el feo corte que le desgarraba desde el pecho hasta el abdomen, anegándole de sangre. Ahora que su furia empezaba a remitir, empezó a sentir el dolor.
  Abandonando la puerta, siguió subiendo, envuelto en una densa oscuridad, guiando a la joven, de cuya presencia se aseguraba tan sólo por medio del contacto de una suave mano en la suya. Entonces la escuchó llorar de forma convulsiva.
  —¡Todo esto es culpa mía! ¡Yo te metí en esto! El druso, Alí ibn Suleyman…
  —Lo sé —gruñó él—. Erlik Khan me lo contó. Pero nunca sospeché que eras tú la que indujo a ese chalado para que se me apuñalara. ¿Acaso mentía Erlik Khan?
  —No, —gimió ella—. Mi hermano… Josef. Hasta esta misma noche, pensaba que tú le habías matado.
  Harrison se sobresaltó.
  —¿Yo? ¡Pero si no lo hice! No sé quién fue. Alguien le disparó por encima de mi hombro… apuntándome a mí, eso lo reconozco, durante la redada en el garito de Osman Pasha.
  —Eso lo sé ahora —musitó ella—. Pero siempre había creído que mentías sobre el tema. Pensaba que le habías matado tú mismo. Mucha gente lo cree, ¿sabes? Quería venganza. Me la jugué a lo que yo pensaba que era un plan seguro. El druso no me conoce. Jamás me ha visto mientras estaba despierto. Soborné al propietario del fumadero de opio que frecuenta Alí ibn Suleyman, para poder drogarle con el loto negro. Luego empecé a trabajar con él. Se parece mucho a la hipnosis.
  »De todos modos, el dueño del fumadero debe de haber hablado. Erlik Khan se enteró de cómo me estaba sirviendo de Alí ibn Suleyman, y decidió castigarme. A lo mejor temía que el druso hubiera hablado demasiado mientras estaba drogado.
  »También yo sé demasiado, para ser alguien que no ha jurado obediencia a Erlik Khan. Tengo sangre oriental en mis venas, y me he visto obligada a meterme en los manejos de River Street hasta que el asunto hubiera concluido. Josef también jugaba con fuego, igual que yo he estado haciendo. Le costó la vida. Erlik Khan me ha dicho esta noche quién fue el verdadero asesino. Fue Osman Pasha. No te apuntaba a ti. Quería matar a Josef.
  »He sido una estúpida —dijo con un suspiro—. Ahora mi vida está perdida. Erlik Khan es el rey de River Street.
  —No lo será por mucho tiempo —gruñó el detective—. Vamos a salir de aquí de algún modo, y luego volveré con un escuadrón de policías para limpiar esta condenada ratonera. Le enseñaré a Erlik Khan que esto es América, no Mongolia. Cuando vuelva a encontrarme con él…
  Se interrumpió de repente, cuando los dedos de Joan se cerraron sobre él de forma convulsiva. Desde algún lugar por debajo de ellos, sonó un murmullo confuso. Qué podía haber por encima, era algo que no podía saber, pero la piel se le erizaba al pensar en que pudieran volver a atraparles en aquella oscura e intrincada escalera. Siguió subiendo, tirando de la muchacha, casi arrastrándola, hasta que llegaron ante una puerta sin cerrar.
  Al llegar allí, una luz brilló bajo ellos, y un agudo alarido galvanizó a los fugitivos. Muy por debajo, Harrison pudo divisar un conjunto de vagas figuras bajo el resplandor rojizo de una antorcha o una linterna. Decenas de ojos brillaban blanquecinos, y numerosos aceros lanzaban destellos.
  Atravesaron la puerta y la cerraron tras ellos; durante un frenético instante, Harrison buscó una llave que pudiera encajar en la cerradura. Cuando no la encontró, agarró la muñeca de Joan y corrió por un pasillo que discurría por entre negras colgaduras de terciopelo. A dónde conducía, no podía saberlo. Había perdido todo sentido de la orientación. Pero sabía que la muerte, sombría e implacable, les pisaba los talones.
  Detrás de ellos, una espeluznante jauría se extendió por el corredor: hombres amarillos con chaquetas de seda y pantalones bombachos, armados con cuchillos. Frente a ellos se alzaba una entrada tapada con un cortinaje. Apartando a un lado las pesadas colgaduras de satén, abrió la puerta y cruzó el umbral, tirando de la muchacha. La puerta se cerró tras ellos, y se detuvieron en seco, como dos cadáveres. Una gélida desesperación oprimió el corazón de Harrison.


V.

Se encontraban en un vasto salón semejante a una cámara, como jamás hubieran podido soñar que existiera bajo las prosaicas azoteas de una ciudad occidental. Exóticas linternas con fantásticos dragones tallados colgaban del altísimo techo, arrojando un lustre dorado sobre las colgaduras de terciopelo que ocultaban las paredes. En sus negras superficies se veían dragones contorsionados, cosidos en hilo de plata, oro y escarlata. En una alcoba cercana a la puerta descansaba un ídolo chato, voluminoso, mucho más alto que un hombre, y medio oculto por una pesada pantalla lacada, una obscena y brutal burla de la naturaleza que sólo una mente mongola podía haber concebido. Junto a él se alzaba un altar del cual ascendía una espiral de humo de incienso.
  Harrison le prestó poca atención al ídolo en ese momento. Le parecía más importante la figura con capa y capucha que permanecía sentada con las piernas cruzadas sobre un diván de terciopelo en el otro extremo del salón. Se habían metido directos en la boca del lobo. Alrededor de Erlik Khan, en actitud sumisa, se sentaba un grupo de orientales, chinos, sirios y turcos.
  La parálisis de la sorpresa que había contenido a ambos grupos, quedó rota por un grito particularmente amenazador, proferido por Erlik Khan, que se había puesto en pie, llevándose las manos al cinturón. Los hombres se alzaron de un salto, aullando y buscando sus armas. Tras él, Harrison escuchaba el clamor de sus perseguidores, al otro lado de la puerta. En aquel instante, reconoció y aceptó la única y desesperada alternativa a una captura inmediata. Saltó hacia el ídolo, arrojando a la muchacha al pequeño nicho en la pared que había detrás, y entró tras ella. Luego se giró hacia la entrada. Era la última apuesta… el final del camino.
  No tenía esperanzas de poder escapar; sus motivaciones eran tan sólo las de un lobo herido que se arrastra hacia un rincón, al que sus enemigos tendrán que acudir frente a frente.
  La enorme masa de piedra verdosa del ídolo bloqueaba la entrada del nicho salvo por un lateral, en el que había un estrecho espacio entre su deformado muslo, el hombro, y la esquina de la pared. El espacio del otro lado era demasiado estrecho como para que un gato pudiera deslizarse por él, y, además, estaba tapado por la pantalla lacada. Mirando a través de los intersticios de dicha pantalla, Harrison pudo divisar toda la sala, en la que sus perseguidores acababan de irrumpir. El detective reconoció a su líder como Fang Yim, el lanzador de hachas.
  Se alzó un furioso murmullo, dominado por la voz de Erlik Khan, que hablaba en inglés, la única lengua en común ante toda aquella mezcla de razas.
  —Se esconden detrás del Dios; sacadles de ahí.
  —Disparémosle una andanada —protestó un hombre de piel oscura y constitución robusta, a quién Harrison reconoció como Ak Boga, un turco cuyo fez contrastaba con su atuendo occidental—. Arriesgamos nuestras vidas quedándonos aquí, a la vista; podría dispararnos desde la pantalla.
  —¡Necio! —la voz del mongol irradiaba ira—. Si tuviera un arma de fuego ya nos habría disparado. Que ningún hombre apriete el gatillo. Pueden refugiarse tras el ídolo, y nos llevaría demasiados disparos acabar con ellos. Ahora no estamos en las Criptas del Silencio. Una ráfaga de disparos provocaría un ruido innecesario. Puede que un solo disparo no fuera escuchado en las calles, pero ese único disparo no sería suficiente. No tiene más que un hacha. ¡Doblegadle y cortadle en rodajas!
  Sin dudar, Ak Boga corrió hacia ellos, seguido por el resto. Harrison afianzó sus manos sobre el hacha. Sólo podía entrar un hombre cada vez…
  Ak Boga estaba en la estrecha apertura entre el ídolo y la pared antes de que Harrison pudiera moverse por detrás de la enorme masa verde. El turco aulló fiera y triunfalmente, y se lanzó hacia delante, alzando su cuchillo. Su masa bloqueaba la entrada, y los hombres que tenía detrás, no podían tener más que un atisbo —por encima de su hombro—, del sombrío rostro de Harrison y su ardiente mirada.
  Harrison enterró el mango del hacha en lo más profundo del rostro de Ak Boga, partiendo nariz, labios y dientes. El turco retrocedió, gorgoteando y sin dejar de escupir sangre. Medio cegado, contraatacó con el salvajismo de una pantera moribunda. El filo cortante de su puñal arañó el rostro de Harrison desde la frente hasta la barbilla, y, entonces, la hoja del hacha se estrelló contra el pecho de Ak Boga, enviándole hacia atrás, donde se desplomó moribundo.
  Los hombres de fuera retrocedieron espantados. Harrison, sangrando como un cerdo herido, volvió a refugiarse tras el ídolo. Los atacantes no podían ver al gigante blanco que acechaba en la entrada bajo la sombra del dios, pero veían a Ak Boga, atragantándose en el suelo, mientras la vida se le escapaba por la herida del pecho. Más parecía alguna clase de sangriento sacrificio, y su visión sacudía los nervios de los más fieros.
  Y entonces, cuando el asunto parecía estar en un callejón sin salida, y el mismo Señor de la Muerte parecía indeciso, un nuevo factor apareció por su cuenta en aquel tenso drama. Se abrió una puerta y una figura fantástica apareció a su través. Harrison escuchó a la joven, detrás de él, que tragaba saliva, incrédula.
  Era Alí ibn Suleyman quien penetró en el gran salón como si caminara por su propio castillo en el misterioso Djebel druso. Había dejado de vestirse con los atuendos propios de la civilización occidental. Sobre la cabeza, llevaba un kafiyeh, fijado a la frente con una ancha banda brillante, Bajo su voluminoso abba mostraba unas botas muy ornamentadas, y repujadas con plata. Sus párpados estaban pintados con kohl, haciendo que sus ojos parecieran poseer una mirada aún más letal de lo habitual. Llevaba en la mano una gran cimitarra curva.
  Harrison se quitó la sangre de la cara y se encogió de hombros. Nada en casa de Erlik Khan podía ya sorprenderle, ni siquiera aquella pintoresca figura, que parecía haber salido de algún sueño producto del opio de oriente.
  La atención de todos quedó centrada en el druso que avanzaba por el centro del salón, con un aspecto más alto y formidable, con su atuendo nativo, que el que tenía con las ropas occidentales. No mostró más deferencia ante el Señor de la Muerte que la que antes mostrara ante Harrison. Se detuvo directamente frente a Erlik Khan y habló sin reparos:
  —¿Por qué no se me ha dicho que mi enemigo estaba prisionero en esta casa? —demandó en inglés, evidentemente la única lengua que tenía en común con el mongol.
  —No estabas aquí —replicó bruscamente Erlik Khan, molesto por las altivas maneras del druso.
  —No, pero acabo de llegar, y me he enterado de que el perro que una vez fue Ahmed Pasha se esconde en un nicho en esta cámara. Me he vestido del modo adecuado para la ocasión —y, dándole la espalda al Señor de la Muerte, caminó hacia el ídolo con grandes zancadas.
  —¡Oh, infiel! —llamó— ¡Sal de ahí y enfréntate a mi acero! En lugar de la muerte de perro que te corresponde, te ofrezco una batalla honorable… tu hacha contra mi espada. ¡Sal de ahí, o si no tendré que entrar y sacarte tirándote de las barbas!
  —¡Jamás me he dejado barba! —gruñó el detective— ¡Entra aquí a cogerme!
  —No —se quejó Alí ibn Suleyman. Cuando eras Ahmed Pasha, al menos eras un hombre. Sal fuera, para que tengamos sitio para blandir nuestras armas. Si me matas, quedarás en libertad. ¡Lo juro por el Becerro de Oro!
  —¿Puedo arriesgarme a confiar en él? —musitó Harrison.
  —Un druso siempre mantiene su palabra —susurró Joan. Pero también está Erlik Khan…
  —¿Quién eres tú para hacer promesas? —gritó Harrison. El amo aquí es Erlik Khan.
  —¡No en lo concerniente a mis asuntos privados! —fue la arrogante respuesta—. Juro por mi honor que ninguna mano se alzará contra ti, y que, si me matas, podrás marcharte, libre. ¿No es así, Erlik Khan?
  —Que sea como deseas —respondió el mongol, alzando las manos en un gesto de resignación.
  Joan agarró de forma convulsa el brazo de Harrison, susurrando con urgencia:
  —¡No te fíes de él! ¡No mantendrá su palabra! ¡Os traicionará tanto a ti como a Alí! Nunca se conformará con que el druso te mate… ¡Su modo de castigar a Alí, será hacer que sea otro el que acabe contigo! No… no…
  —De todos modos es el final —murmuró Harrison, apartando la sangre y el sudor de sus ojos—. Creo que puedo asumir ese riesgo. En caso contrario, volverán a atacar, y estoy sangrando tanto, que dentro de poco estaré demasiado débil para pelear. Espera tu ocasión, muchacha, e intenta escabullirte mientras todo el mundo se fija en el combate entre Alí y yo —y en voz alta añadió— Hay una mujer aquí conmigo, Alí. Deja que se marche antes de que empecemos a luchar.
  —¿Para que llame a la policía y que esta acuda en tu rescate? —demandó Alí—. ¡No! Se quedará aquí, y caerá si tú caes. ¿Vas a salir?
  —Ya salgo —anunció Harrison. Agarrando el hacha con fuerza, salió de la alcoba, conformando una figura sombría y espantosa, con la sangre enmascarando su rostro y la vestimenta desgarrada. Vio a Alí ibn Suleyman que se acercaba hacia él, con la cabeza agachada, y su descomunal cimitarra, brillando con luz azulada. Levantó el hacha, debatiéndose contra una repentina sensación de debilidad… escuchó un sonido apagado, y, en ese mismo instante, sintió un paralizador impacto contra su cabeza. No fue consciente de haber caído, pero se dio cuenta de que yacía en el suelo, aún despierto, pero incapaz de hablar o moverse.
  Un alarido salvaje llegó hasta sus oídos, y Joan La Tour, una fugaz figura blanca, se tendió a su lado, mientras unos dedos recorrían frenéticos su cabeza.
  —¡Sois unos perros… unos perros! —sollozaba la joven de manera histérica— ¡Le habéis matado! —la muchacha alzó la cabeza y gritó— ¿Dónde está ahora tu honor, Alí ibn Suleyman?
  Desde donde yacía, Harrison pudo ver a Alí, que permanecía junto a él, empuñando aún su cimitarra, con la mirada ardiente y la boca abierta, como la encarnación del horror y la sorpresa. Y, más allá del druso, el detective divisó el silencioso grupo que se apiñaba en torno a Erlik Khan; y Fang Yim empuñaba una pistola automática con un cañón extrañamente alargado… un silenciador Maxim. Un disparo con silenciador no sería escuchado desde la calle.
  Un alarido fiero y frenético salió de la garganta de Alí ibn Suleyman.
  —¡Aie, mi honor! ¡Mi palabra empeñada! ¡Mi juramento al Becerro de Oro! ¡Lo habéis quebrantado! ¡Me habéis avergonzado ante un infiel! ¡Me habéis robado, a la vez, la venganza y el honor! ¿Soy acaso un perro para que me tratéis de esa manera? ¡Ya Maurf!
  Su voz se convirtió en un rugido felino, y, lanzándose hacia delante, avanzó como un cegador rayo de luz. El grito de Fang Yim se tornó en espeluznante gorgoteo, y la cimitarra hendió el aire en una llamarada azul. La cabeza del chino voló de sus hombros con un abundante chorro de sangre, y aterrizó en el suelo, sonriendo de forma siniestra bajo la luz dorada. Con un aullido de terrible exaltación, Alí ibn Suleyman saltó directo contra la figura encapuchada sentada en el diván. Numerosas figuras, tocadas con fez y turbantes se interpusieron en su camino. Los aceros resonaron, haciendo saltar chispas, la sangre manó, y los hombres gritaron. Harrison vio cómo la cimitarra del druso resplandecía azulada sobre la cabeza encapuchada de Erlik Khan. La capucha cayó, partida en dos mitades, y el Señor de la Muerte se desplomó contra el suelo, mientras sus dedos se abrían y cerraban de forma convulsa.
  Los demás se desplegaron alrededor del enloquecido druso, hostigándole para después retroceder. La figura con el amplio abba era el blanco de una docena de hojas afiladas, y de un grupo jadeante y blasfemante de cuerpos endurecidos. Y aún así, la goteante cimitarra resplandecía hendiendo el aire, abriéndose camino a través de carne, huesos y tendones, mientras los pies de los vivos tropezaban con los cadáveres mutilados. Bajo el impacto de los cuerpos que combatían, el altar cayó al suelo, y el humeante incienso se esparció sobre las alfombras. Al instante siguiente, las llamas empezaban a rozar las colgaduras de las paredes. Con un creciente rugido, el fuego envolvió todo un lateral del gran salón, pero los combatientes no parecieron notarlo.
  Harrison fue consciente de que alguien le arrastraba en sus brazos, alguien que gemía y sollozaba, pero que no cejaba en sus esfuerzos. Un par de manos esbeltas se aferraban a su camisa convertida en jirones, mientras se veía arrastrado con fuerza a través de una densa humareda que le cegó y a punto estuvo de asfixiarle. Las manos que le agarraban parecieron perder fuerza, pero no le soltaron, y su propietaria hizo acopio de todas sus fuerzas. Entonces, de repente, el detective sintió una ráfaga de aire limpio, y fue consciente de que sus hombros se hallaban sobre un suelo de cemento, en lugar de madera forrada con alfombras.
  Yacía sobre la acera de una calleja, mientras, por encima de él, una pared se iluminaba con un resplandor rojizo. En el otro lado se percibían los destartalados muelles, y, más allá, el lujurioso resplandor se reflejaba sobre el agua. Escuchó los aullidos de las sirenas de bomberos, y notó los murmullos y gritos del gentío que comenzaba a rodearle.
  La vida y el movimiento fueron regresando poco a poco a sus entumecidas venas; levantó la cabeza, dolorido, y vio a Joan La Tour, agachada a su lado, indiferente a la lluvia y a su escaso atuendo. Cuando le vio moverse, corrieron lágrimas por sus mejillas, y exclamó:
  —Oh, no estás muerto… me pareció que quedaba muy poca vida en tu interior, pero no quise que ellos lo supieran…
  —Me han herido bajo el cuero cabelludo —murmuró él, con voz pastosa— y me noquearon durante algunos minutos… aunque pude ver lo que pasaba, antes de que… me sacaras de allí…
  —Mientras luchaban, aproveché para escapar; pensaba que jamás encontraríamos una puerta que diera al exterior… ¡Aquí vienen los bomberos! ¡Al fin!
  —¡Los Yat Soys! —recordó Harrison de repente, e intentó levantarse— Hay dieciocho chinos en ese sótano… ¡Dios mío, se van a achicharrar!
  —¡No podemos ayudarles! —jadeó Joan La Tour— Demasiada suerte hemos tenido ya, salvándonos nosotros. ¡Oh!
  La muchedumbre retrocedió, gritando, cuando el tejado empezó a derrumbarse en una lluvia de chispas. Y, a través de los intactos muros, como por obra de un milagro, asomó una terrible figura… Alí ibn Suleyman. Sus ropajes colgaban en jirones ensangrentados, revelando las espantosas heridas que había debajo. Casi le habían cortado en pedazos. El tocado de su cabeza había desaparecido, su cabello estaba alborotado, su piel cuarteada y ennegrecida, en las partes en las que no estaba cubierta de sangre. Su cimitarra había desaparecido, y la sangre manaba por el brazo, hasta unos dedos que ahora sostenían una daga goteante.
  —¡Aie! —gritó, con un espantoso graznido— ¡Te veo, Ahmed Pasha, a través del humo y el fuego! ¡Aún vives, a pesar de la traición del mongol! ¡Eso está bien! ¡Tan sólo la mano de Alí ibn Suleyman, el que fue Amir Amin Izzedin, podrá darte muerte! ¡He lavado mi honor en sangre, y todo está resuelto! De Maruf soy yo un hijo, de las Montañas del Cobijo. ¡Cuando mi espada vea oxidar haré que vuelva a brillar con la sangre de mis enemigos!
  Y, avanzando, se arrojó de cabeza al vacío, mirando a los ojos a Harrison mientras caía; luego, tras aterrizar de espaldas, quedó inmóvil, mirando sin ver en dirección a los cielos iluminados por el resplandor de las llamas.







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