El libro negro de Alsophocus
Martin Warnes y H.P. Lovecraft
Mis recuerdos son muy confusos, apenas si sé cuando empezó todo; es
como si, en determinados momentos, contemplase visiones de los años
transcurridos a mi alrededor, mientras que, otras veces, parece que
el presente se difumina en un punto aislado dentro de una palidez
informe e infinita. Ni tan siquiera sé a ciencia cierta cómo
expresar lo sucedido. Mientras hablo, tengo la vaga sensación de que
necesitaré sostener lo que voy a decir con ciertas pruebas extrañas
y, posiblemente, terribles. Mi propia identidad parece escabullirse.
Es como si hubiese sufrido un fuerte golpe; producido, quizá, por el
advenimiento de algún proceso monstruoso que tuvo lugar en los
hechos que me acontecieron.
Estos ciclos de experiencia tienen sus inicios en aquel libro
carcomido. Recuerdo el lugar donde lo encontré; apenas si estaba
iluminado, escondido al lado del río cubierto de brumas por donde
fluyen unas aguas negras y aceitosas. El edificio era muy viejo, las
enormes estanterías atesoraban cientos de libros decrépitos que se
acumulaban sin fin en habitaciones y corredores sin ventanas. Había,
además, masas informes de volúmenes amontonados descuidadamente por
el suelo; y fue en uno de estos montones donde encontré el tomo. Al
principio no sabía cómo se titulaba ya que le faltaban las primeras
páginas; pero lo abrí por el final y vi algo que enseguida llamó
mi atención.
Se trataba de una especie de fórmula -una pequeña lista de cosas
que hacer y decir- que sonaban como algo oscuro y prohibido; pero
seguí leyendo y descubrí ciertos párrafos en los que se mezclaban
la fascinación y la repulsión, ocultos en las amarillentas páginas,
antiguas y extrañas, poseedoras de los secretos del universo que yo
ansiaba conocer. Era una llave -una guía- a ciertas puertas y
entradas que los magos ya habían soñado y musitado cuando el
hombre era joven, y que conducían a lugares más allá de las tres
dimensiones conocidas, a regiones de extrañas vidas y materias.
Durante años los hombres no habían sabido reconocer su esencia
vital, ni sabían dónde encontrarla, pero el libro era realmente
antiguo, No estaba impreso; había sido escrito por la mano de algún
monje loco que había comunicado a aquellas palabras latinas ciertos
conocimientos prohibidos de horripilante antigüedad.
Recuerdo que el viejo vendedor temblaba asustado, e hizo un curioso
gesto con sus manos cuando me lo llevé. Se negó a aceptar dinero
por el libro, pero hasta mucho después no descubrí el porqué.
Mientras me escurría por los estrechos callejones portuarios,
laberintos cubiertos de bruma, tenía la vaga sensación de ser
seguido por unos pies invisibles que se arrastraban tras de mí. Las
casas decrépitas y antiguas que se erguían a mi alrededor parecían
animadas de una vida malsana, como si una ráfaga de maligno
entendimiento las hubiese animado. Sentía como si aquellas abombadas
paredes y buhardillas, hechas de ladrillo y cubiertas de musgo -con
redondas ventanas que parecían espiarme-, tratasen de cerrarme el
paso y aplastarme... aunque sólo había leído una pequeña porción
de los oscuros secretos que contenía el libro, antes de cerrarlo y
salir con él bajo el brazo.
Recuerdo con qué ansiedad leí el libro, pálido, encerrado en la
habitación del ático que me servía de refugio en mis extraños
descubrimientos. La enorme casona permanecía caldeada, pues había
salido pasada la medianoche. Creo que vivía con algún familiar
-aunque los detalles son inciertos- y sé que tenía muchos
sirvientes. No sé exactamente qué año era; desde entonces he
conocido muchas edades y dimensiones, y mi noción del tiempo ha
terminado por desvanecerse. Estuve leyendo a la luz de las velas -recuerdo el incesante gotear de la cera derretida-, y mientras me
llegaba el sonido de lejanas campanas que tañían de cuando en
cuando. Prestaba una atención especial al sonido de aquellas
campanas, como si temiera escuchar algo muy lejano, un son extraño y
especial.
Y entonces se produjo una especie de golpear y arañar en la ventana
abuhardillada que se abría sobre un laberinto de tejadillos. Sucedió
nada más acabar de pronunciar en voz alta el noveno verso de un
conjuro primordial, y supe, aterrorizado, cuál era su significado.
Pues aquel que atraviesa el umbral siempre lleva una sombra consigo,
y ya nunca vuelve a estar solo. Yo la había evocado; el libro era
realmente todo lo que había sospechado. Aquella noche atravesé la
puerta que conduce a un abismo de tiempo y dimensiones cruzadas, y
cuando el amanecer me sorprendió en el ático descubrí en las
paredes y anaqueles de la habitación aquello que nunca antes había
visto.
Desde entonces el mundo no era para mí lo mismo que antes. Mezclado
con el presente, siempre había un poco del pasado y un poco del
futuro, y todos los objetos que alguna vez me parecieron familiares
me resultaban ahora extraños bajo la nueva perspectiva que tenían
mis enfebrecidos ojos. Desde aquel momento me vi envuelto en un
fantástico sueño poblado de formas desconocidas y medio recordadas,
y cada vez que cruzaba un nuevo umbral me costaba más reconocer los
objetos de la estrecha esfera a la que tanto tiempo había
pertenecido. Lo que descubrí sobre mi propio yo, nadie puede
saberlo; cada vez hablaba menos y permanecía más tiempo solo, y la
locura rondaba mi alrededor. Los perros me rehuían, pues captaban
la sombra que me acompañaba. Pero seguí leyendo, adentrándome en
libros ocultos y prohibidos, en manuscritos y fórmulas que ahora
ansiaba conocer, y atravesaba puertas espaciales y existencias y
regiones que se abren más allá del universo conocido.
Recuerdo bien la noche que tracé los cinco círculos concéntricos
de fuego en el suelo, y canté, erguido en el círculo central,
aquella monstruosa letanía que invocaba al mensajero de Tartaria.
Las paredes se difuminaron mientras era arrastrado por un tenebroso
viento a través de abismos fantasmagóricos y grises, en los que
relucían, a infinidad de metros por debajo de mí, los picos crueles
de desconocidas montañas. Después hubo un momento de total oscuridad
y luego la luz de millones de estrellas que dibujaban extrañas
constelaciones. Por fin descubrí una verdosa llanura en la lejanía,
debajo de mí, y vislumbré las empinadas torres de una ciudad cuya
mampostería es totalmente ajena a la tierra. Según me iba acercando
a la ciudad, distinguí un enorme edificio hecho a base de piedras en
mitad de un paraje desolado, y sentí que el miedo se apoderaba de
mí, atenazándome. Grité, debatiéndome aterrorizado y, después de
un lapsus de oscuridad, me encontré de nuevo en mi buhardilla,
tirado en el suelo sobre los cinco círculos concéntricos de
fuego. El vagabundeo de aquella noche no había sido más fantástico
que los de muchas otras, pero había sentido más terror debido a la
certeza de saber que me había acercado más a aquellos abismos y
mundos exteriores. Desde entonces fui más cauteloso con mis
conjuros, pues no quería perderme, separarme de mi cuerpo, del
mundo, y vagar por abismos desconocidos de los que jamás podría
volver.
De cualquier forma, y en la situación en la que me encontraba, mi
capacidad para reconocer los objetos y escenas normales iba
desapareciendo poco a poco según adquiría nuevos conocimientos,
haciendo que mi visión de la realidad se tornase inexacta, geométrica y distorsionada. Mi sentido del oído también se vio afectado. El
tañido de las distantes campanas me parecía más ominoso,
terroríficamente etéreo, como si el son me llevase a través de
extraños golfos y lejanas regiones, donde las almas atormentadas
gritan eternamente su pena y dolor. Según pasaban los días me iba
alejando más y más de lo que me rodeaba, los eones se separaban de
los cánones terrestres, ocultándose entre lo innominable. El tiempo
se convirtió en algo incierto, y mis recuerdos de acontecimientos y
gentes que había conocido antes de adquirir el libro se
desvanecieron en una neblina de irrealidad que evitaba todos mis
desesperados intentos de recuperar.
Recuerdo la primera vez que escuché las voces; voces inhumanas,
sibilinas, que parecían provenir de las regiones más exteriores del
tenebroso espacio, donde seres amorfos se inclinan y bailan ante un
ídolo fétido y monstruoso creado por el devenir infinito de los
siglos. Con el advenimiento de estas voces comencé a tener unos
sueños de espantosa intensidad, pesadillas mortales en las que soles
negros y verdes brillaban sobre grotescos monolitos y ciudades
malignas que se elevan, torre sobre torre, como queriendo escapar de
sus condicionantes terrestres. Pero todos estos sueños y pesadillas
no eran nada comparados con el terrorífico coloso que más tarde
emergió de mi consciencia; incluso ahora me es imposible recordar
aquel horror en toda su magnitud, pero cuando pienso en ello siento
una sensación de vastedad, de una enormidad desconocida, y veo
tentáculos que ondulan y se contraen, como si estuviesen dotados de
inteligencia propia y de una maligna vileza. Y alrededor del coloso
danzaban monstruosidades deformes, cuyas voces entonaban un canto
salvaje y cacofónico:
«Mwlfgab pywfg btagn Ghtyaf nglyf lgbya.»
Estos horrores me acompañaban siempre, al igual que la sombra del
más allá.
Y aun así continuaba estudiando los libros y manuscritos, y seguía
atravesando las oscuras puertas que conducen a desconocidas
dimensiones, donde unos seres tenebrosos me instruían en artes tan
infernales que incluso la más prosaica de las mentes sería incapaz
de soportar.
Recuerdo la forma en que descubrí el título del libro; la noche
estaba muy avanzada y yo hojeaba las polvorientas páginas cuando
descubrí un párrafo que arrojó cierta luz sobre el origen del
misterioso volumen:
"Nyarlathotep reina en Sharnoth, más allá del espacio y del
tiempo; sumido en las sombras de su palacio de ébano espera su
segundo advenimiento y, en compañía de sus siervos y acólitos,
celebra impíos festines en lo más profundo de la noche.
Que nadie se interponga con conjuros y encantamientos... que le
conciernen, pues quedaría atrapado sin remedio. Que cuide el
ignorante, lo dice el Libro Negro, pues terrible es en verdad
la ira de Nyarlathotep."
Yo ya había encontrado referencias al Libro Negro en secretos
manuscritos: este legendario tomo fue escrito hace siglos por el gran
hechicero Alsophocus, que vivía en las tierras de Erongil antes de
que los antiguos hombres dieran sus primeros pasos inseguros sobre la
tierra.
El misterio había quedado aclarado; realmente me hallaba ante el
blasfemo Libro Negro. Con este conocimiento comencé a devorar
vorazmente todas las enseñanzas que contenía el volumen; aprendí
fórmulas para ocultar, invocar y crear seres, y me sentía poderoso
por el dominio de tales fuerzas. Descubrí nuevas entradas y puertas,
los demonios de las más oscuras regiones estaban bajo mi poder; pero
aún había barreras que no podía atravesar, los negros abismos del
espacio que se extienden más allá de Fomalhaut, donde el horror
último acecha, rodeado de sibilantes blasfemias más viejas que las
estrellas. Buceé en el De Vermis Mysteriis, de Ludvig Prinn,
y en Cultes des Goules, de Comte d’Erlette, en busca de más
antiguos secretos, pero todos aquellos misterios primigenios eran
nada comparados con las enseñanzas que contenía el esotérico Libro
Negro. Este volumen mostraba ciertos encantamientos de tan
terrible poder que incluso el mismísimo Alhazred habría temblado
ante su sola contemplación: la llamada de Boromir, los oscuros
secretos del Trapezoedro Resplandeciente -aquella ventana abierta al
espacio y al tiempo- y la invocación de Cthulhu desde su palacio
oceánico la acuática ciudad de R’lyeh; todos aquellos secretos
estaban allí guardados, esperando al valiente, o loco, que fuera lo
suficientemente temerario para utilizarlos.
Me hallaba en la cima de mi poder; el tiempo se expandía o se
contraía a mi voluntad, y el universo no encerraba ningún secreto
que yo no conociese. Mis ataduras con los acontecimientos mundanos se
quebraron a causa de mis estudios secretos, y mi poder se hizo tan
grande que llegué a intentar lo imposible, el paso de la última y
terrorífica puerta, el umbral que se abre a los oscuros secretos del
más allá, donde los Primigenios aguardan prisioneros, planeando su
próximo retorno a la tierra, de la cual fueron expulsados por los
Dioses Antiguos. Lleno de vanidad supuse que yo -una diminuta mota de
polvo en mitad de un vasto cosmos de tiempo- podría atravesar los
negros abismos del espacio que se extienden más allá de las
estrellas, donde reina la anarquía y el caos, volver con la mente
intacta y libre de los horrores de cientos de eones de antigüedad
que allí moran.
De nuevo tracé los cinco círculos concéntricos sobre el
suelo y me situé en el centro, invocando a los poderes inimaginables
con un hechizo tan inconcebiblemente terrible que mis manos temblaban
mientras hacía los misteriosos signos y símbolos. Las paredes se
disolvieron y un poderoso viento oscuro me arrastró a través de
abismos sin fondo y grises regiones de materia informe. Viajaba más
rápido que el pensamiento, pasando sobre planetas sin luz y
desconocidas regiones que bullían a inconmensurable distancia; las
estrellas discurrían con tanta rapidez que parecían regueros de luz
entremezclándose en el espacio, haces luminosos resaltando contra la
oscuridad etérea más negra que las fabulosas profundidades de
Shung.
Trascurrió un minuto -o un siglo- y aún seguía volando
vertiginosamente. Las estrellas escaseaban cada vez más; agrupadas
en montoncitos, parecían buscar compañía en toda aquella
desolación; todo lo demás permanecía igual. Me sentía
terriblemente solo en aquel viaje; colgando suspendido en el espacio
y el tiempo, como si no avanzase, aunque la velocidad debía ser
increíble, y mi espíritu se revelaba ante la soledad horrible, la
quietud y el silencio de la nada; era como un hombre sepultado en
vida en un sepulcro inmenso y oscuro. Pasaron los eones y vi cómo se
desvanecía el último grupo de estrellas, las últimas luces en un
espacio milenario; más allá no había nada excepto una oscuridad
impenetrable, el fin del universo. De nuevo volví a gritar
horrorizado, mas en vano; mi búsqueda interminable siguió a través
de corredores silenciosos y muertos.
Continué viajando durante una eternidad interminable, y nada
cambiaba excepto el ritmo de los latidos de mi corazón. Y entonces
empezó a hacerse visible una tenue luz verdosa; había pasado a
través de una ausencia de tiempo y materia; había atravesado el
Limbo. Ahora me encontraba más allá del universo, a inconcebible
distancia del cosmos conocido; había cruzado el último umbral, la
última puerta que se abría al olvido. Delante brillaban los dos
soles de mis visiones, entre los que fui conducido a lo que ahora
parecía una velocidad lentísima; alrededor de estos prodigios de
colores negros y verdes, rotaba un solo planeta; adiviné su nombre:
Sharnoth.
Floté suavemente alrededor de esta negra esfera y, mientras me
aproximaba, pude contemplar la verdosa llanura que se extendía
debajo de mí, sobre la que descansaba la gigantesca y laberíntica ciudad de mis primeras pesadillas, y que parecía deforme y desproporcionada bajo la luz antinatural. Fui
guiado sobre los tejados de la muerta ciudad, contemplando los
desvencijados muros y erosionados pilares que resaltaban como
cuchillos contra la oscura línea del cielo. No se movía nada, pero
tenía la sensación de que allí habitaba algo vivo, un ser
corrompido y lleno de maldad que conocía mi presencia.
Mientras descendía a la ciudad recobré mis sentidos físicos; sentí
frío, un frío helador, y mis dedos estaban entumecidos. Descendí
al borde de un espacio abierto, en cuyo centro se erguía un
gigantesco edificio con una puerta enorme y abovedada que bostezaba
tenebrosa como las fauces de algún terrible animal primigenio. De
este edificio emanaba un aura de palpable malevolencia; me quedé
petrificado por la sensación de terror y desesperación que me
invadió, y, mientras permanecía inmóvil ante el monstruoso
edificio, recordé aquel pequeño párrafo del Libro Negro:
«En un espacio abierto en el centro de la ciudad se yergue el
palacio de Nyarlathotep. Aquí se pueden aprender todos los secretos,
aunque el precio de tales conocimientos es verdaderamente horrible.»
Supe sin ningún género de dudas que aquél era el cubil del taimado
Nyarlathotep. Aunque el pensamiento de entrar en aquella estructura
me asqueaba, caminé descuidadamente atravesando la puerta, como si
una mente que no era la mía guiara mis piernas. Atravesé aquel
enorme portalón metiéndome en una oscuridad tan profunda como la
que había soportado en mi largo viaje espacial. Poco a poco la
impenetrable oscuridad fue dando paso a la verdosa luz que iluminaba
la superficie del planeta; y en aquella tétrica luminosidad contemplé lo que nadie debería ver nunca.
Me hallaba en una larga sala abovedada sostenida por pilares de
ébano; a ambos lados se delineaban unas criaturas con formas de
pesadilla. Allí estaba Khnum, y Anubis, con cabeza de zorro, y
Taveret, la Madre, horriblemente obesa. Grotescos seres encorvados,
espiando, y tenebrosas existencias que me observaban con malignidad;
entre todas estas criaturas amorfas e infernales, mi cuerpo luchaba contra mi alma. Unas garras me asieron por brazos y piernas, y mi
estómago se revolvió de asco ante el contacto de la carne
putrefacta. El aire estaba lleno de gritos y aullidos mientras las
figuras danzaban con obscenidad a mi alrededor, deleitándose en un
ritual blasfemo y depravado; y al final de la enorme sala, perdido en
la distancia, se ocultaba el horror último, el terrible coloso negro
de mis visiones, el amo del palacio, Nyarlathotep.
El Primigenio me observó atentamente, su mirada quemaba mis
entrañas, llenándome de un horror tan espantoso que cerré los ojos
para evitar aquella visión de infinita maldad. Bajo aquella mirada
mi ser se contrajo, desvaneciéndose, como si estuviese siendo
absorbido por una fuerza irresistible. Perdí la poca identidad que
me quedaba; mis poderes necrománticos que, ahora lo sabía, no eran
nada comparados con los del habitante de este oscuro mundo,
desaparecieron, perdiéndose en el ignoto universo para no ser jamás
recuperados.
Bajo aquella mirada, mi mente y mi alma se llenaban de un espanto
aterrador; no podía hacer nada mientras él absorbía mi existencia,
quitándome la vida poco a poco. La desesperación hizo presa en mí,
pero estaba indefenso, y era incapaz de hacer frente a la
irresistible fuerza que me apresaba. Apenas sin sentirlo, algo se iba
esfumando de mi ser, algo insustancial, pero totalmente necesario
para mi futura existencia; no podía hacer nada, había ido demasiado
lejos y ahora estaba pagando el error. Mi visión se nubló con miles
de rayos; imágenes de mi casa y mi familia flotaban ante mis ojos y
luego se desvanecían como si nunca hubiesen existido. Y entonces,
lentamente, sentí cómo cambiaba, disolviéndome en la no existencia.
Me elevé, sin cuerpo, escurriéndome sobre las cabezas de aquella
hueste de pesadilla, a través de la fría mampostería de piedra de
aquel palacio que ya no era un obstáculo para mi avance, hasta que
salí a la diabólica luz verdosa de la superficie del planeta. No
estaba vivo ni muerto, aunque la muerte hubiese sido mucho mejor. La
ciudad se desparramaba debajo de mí, mostrándome todo su esplendor
y malignidad, y sobre aquel tétrico edificio que era el palacio de
Nyarlathotep vi una masa amorfa que salía, extendiéndose por toda
la ciudad. Se fue agrandando poco a poco hasta que ocultó la ciudad
de mi vista, y cuando había cubierto toda la región que podía
contemplar, se contrajo de nuevo, transformándose en el negro coloso
de mis visiones. Comencé a temblar aterrorizado, pero según me iba
alejando de la ciudad, ganando altura, la escena se fue reduciendo de
tamaño y contemplé la escena con un poco menos de miedo.
Poco a poco, la masa de tierra que se extendía debajo de mí fue
tomando el aspecto de una esfera mientras me alejaba, introduciéndome
en las negras profundidades del espacio. Colgando sin sentido,
mientras nada se movía a mi alrededor, o en las regiones del
Primigenio, me aterrorizaba pensar en el último acto del drama que
yo había desatado. De la superficie del planeta surgió un rayo de
luz o energía, que cruzó el espacio, perdiéndose en su infinidad,
dirigiéndose, estaba seguro, al planeta que me había visto crecer.
A partir de entonces todo estuvo en calma, y quedé totalmente solo
en aquel universo más allá de las estrellas.
Mis recuerdos se desvanecían; pronto no me quedaría ninguna memoria
de mi pasado, pronto todos los vestigios de mi humanidad se
esfumarían. Y mientras permanecía suspendido en el espacio y el
tiempo por toda la eternidad, sentí algo difícil de explicar. Una
sensación de paz, de una paz que ni la muerte podría dar; aunque
esa paz era perturbada por un recuerdo, un recuerdo que yo esperaba
que pronto se borrase de mi mente. No recuerdo cómo sabía esto,
pero estaba más seguro de ello que de mi propia existencia.
Nyarlathotep ya no volvería a pisar la superficie de Sharnoth, jamás
se reuniría con su corte en aquel enorme palacio negro, pues aquel
rayo de luz que viajaba en el espacio tenebroso llevaba consigo algo
más.
En una pequeña buhardilla, débilmente iluminada, un cuerpo se
estiraba, poniéndose en pie. Sus ojos eran dos trozos de carbón al
rojo, y una diabólica sonrisa cruzaba su rostro; y mientras
observaba los tejadillos de la ciudad a través de la pequeña
ventana, sus brazos se elevaron en un gesto de triunfo.
Había atravesado las barreras creadas por los Dioses Antiguos;
estaba libre, libre para caminar por la tierra una vez más, libre
para manejar la mente de los hombres y esclavizar sus almas. Era
aquel al que yo había dado la oportunidad de escapar, yo que, a
causa de mis ansias de poder, le había procurado los medios para
volver a la tierra.
Nyarlathotep caminaba por la tierra con la forma de un hombre, pues
cuando me robó mis recuerdos y mi ser, también retuvo mi aspecto
físico. En mi cuerpo moraba ahora la esencia inmortal de
Nyarlathotep el Terrible.
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