lunes, 26 de septiembre de 2016

RELATO: "Haïta el pastor", Ambrose Bierce




Haïta el pastor


Ambrose Bierce



En el corazón de Haïta las ilusiones de la juventud no habían sido suplantadas por esas, de la edad y la experiencia. Sus pensamientos eran puros y placenteros, pues su vida era simple y su alma estaba desprovista de ambición. Se levantaba con el sol y andaba a rezar al santuario de Hastur, el dios de los pastores, quien oía y se complacía. Después de realizar ese rito piadoso, Haïta destrancaba el portón del redil y, con una mente animada, conducía su rebaño a la campiña, comiendo su matinal harina de cuajada y pastel de avena mientras andaba, haciendo una pausa, ocasionalmente, para agregar unas pocas bayas frías de rocío, o para beber de las aguas que venían de las colinas para unirse al riachuelo en el centro del valle, y ser llevadas a lo largo de éste él no sabía adónde.

Durante el largo día de verano, mientras sus ovejas pacían la hierba buena, que los dioses habían hecho crecer para ellas, o yacían con sus patas delanteras dobladas bajo sus pechos, y rumiaban el bolo, Haïta, reclinado a la sombra de un árbol, o sentado sobre una roca, tocaba una música tan dulce en su flauta de junco que a veces, por el rabillo del ojo, tenía vislumbres accidentales de las deidades selváticas menores, que se inclinaban afuera del matorral para oír, aunque si él las miraba de forma directa, éstas se desvanecían. De esto -pues él debía estar pensando si no se convertiría en una de sus propias ovejas- extrajo la solemne inferencia de que la felicidad podía venir si no era buscada, y que si era buscada nunca sería vista; pues junto al favor de Hastur, que nunca se revelaba, Haïta valoraba mucho el amistoso interés de sus vecinos, los tímidos inmortales del bosque y el riachuelo. Al anochecer conducía su rebaño al redil de vuelta, veía que el portón estuviera asegurado y se retiraba a su cueva para refrescarse y para los sueños.
Así pasaba su vida, un día igual a otro, salvo cuando las tormentas proferían la furia de un dios ofendido. Entonces Haïta se agachaba en su cueva, el rostro oculto entre las manos, y rezaba para que sólo él pudiera ser castigado por sus pecados, y el mundo se salvara de la destrucción. A veces, cuando había una gran lluvia y el riachuelo se salía de sus orillas, y lo compelía a empujar a su rebaño aterrado a las tierras altas, intercedía por las gentes de las ciudades, que le habían dicho estaban en la llanura más allá de las dos colinas azules, que formaban la puerta de entrada de su valle.
-Es amable de tu parte, oh Hastur -así rezaba-, que me hayas dado unas montañas tan cercanas a mi vivienda y mi redil, que yo y mis ovejas podamos escapar de los torrentes coléricos, pero tú mismo debes liberar al resto del mundo de algún modo que yo no sé, o no te voy a adorar más.
Y Hastur, sabiendo que Haïta era un joven que mantenía su palabra, se apiadaba de las ciudades y hacía volver las aguas al mar.
Así había vivido desde que podía recordar. No podía concebir rectamente cualquier otro modo de existencia. El santo ermitaño que moraba en la cabeza del valle, a toda una hora de viaje, de quien había oído el cuento de las grandes ciudades, donde moraban las gentes -¡pobres almas!- que no tenían ovejas, no le dio ningún conocimiento de ese tiempo temprano, cuando, como razonaba, él debió haber sido pequeño e indefenso como un cordero.
Fue a través de la meditación de esos misterios y maravillas, y de ese cambio horrible hacia el silencio y la corrupción, que estaba seguro debería llegarle a él en algún tiempo, como había visto llegarle a muchas ovejas de su rebaño -como le llegaba a todos los seres vivos excepto a los pájaros- que Haïta fue consciente por primera vez de lo miserable y sin esperanza que era su suerte.
-Es necesario -dijo-, que yo sepa de dónde y cómo he venido, ¿pues cómo puede uno realizar sus deberes, a menos que sea capaz de juzgar lo que éstos son, por la forma en que fue instruido con ellos? ¿Y qué contento puedo tener yo, cuando no sé cuánto tiempo va a durar eso? Acaso, antes del otro sol, yo pueda haber cambiado, ¿y entonces qué será de las ovejas? ¿Qué, en efecto, habrá sido de mí?
Al ponderar estas cosas Haïta se tornó melancólico y hosco. Ya no le habló a su rebaño de modo animado, ni corrió con alacridad al santuario de Hastur. En cada brisa oyó los susurros de las deidades malignas, cuya existencia observaba ahora por primera vez. Cada nube fue un portento que significaba un desastre, y la oscuridad estaba llena de terrores. Su flauta de junco, cuando se la aplicaba a los labios, no soltaba una melodía, sino un lamento lúgubre; las inteligencias selváticas y ribereñas ya no se agolpaban en la espesura para escuchar, sino huían del sonido, como él sabía por las hojas agitadas y las flores inclinadas. Él se relajó en su vigilancia, y muchas de sus ovejas se alejaron hacia las colinas y se perdieron. Las que quedaron se pusieron magras y enfermas por la carencia de buen pastoreo, pues él no lo buscaba para ellas, sino las conducía día tras día al mismo sitio, sumido en la mera abstracción, mientras se quedaba perplejo con lo misterioso de la vida y la muerte, con la inmortalidad que no conocía.
Un día, mientras se entregaba a las reflexiones más tenebrosas, súbitamente, saltó de la roca en la que estaba sentado y, con un gesto decidido de la mano derecha, exclamó: -Yo no voy a ser más un suplicante del conocimiento que los dioses retienen. Que ellos miren a que no me hagan mal. Yo voy a cumplir con mi deber lo mejor que pueda, ¡y si me equivoco que caiga sobre sus propias cabezas!
Súbitamente, mientras hablaba, una gran brillantez cayó sobre él, haciéndolo mirar hacia arriba, pensando que el sol había irrumpido por una grieta en las nubes, pero no había nubes. No más lejos que la longitud de un brazo, estaba parada una bella doncella. Era tan bella que las flores a sus pies doblaban sus pétalos con desespero, e inclinaban sus cabezas en muestra de sumisión; tan dulce su mirada que los colibríes se agolpaban en sus ojos, y lanzaban sus picos sedientos casi en éstos, y las abejas silvestres estaban alrededor de sus labios. Y su brillantez era tal, que las sombras de todos los objetos yacientes divergían de sus pies, girando mientras ella se movía.
Haïta estaba en trance. Se levantó, se arrodilló delante de ella en adoración, y ella puso su mano sobre su cabeza.
-Ven -dijo ella con una voz que tenía la música de todas las campanas de su rebaño-, ven, tú no estás para adorarme, pues yo no soy una diosa, pero si tú eres verídico y obediente, yo habitaré contigo.
Haïta tomó su mano y, tartamudeando su regocijo y gratitud, se levantó y, mano con mano, se pararon y se sonrieron a los ojos el uno al otro. Él la miraba con reverencia y rapto. Le dijo: -Yo te ruego, adorable doncella, decirme tu nombre y de dónde y por qué has venido.
Ante eso ella puso un dedo de advertencia en su labio, y empezó a retirarse. Su belleza sufrió una visible alteración que lo hizo estremecer a él, sin saber por qué, pues ella era bella aún. El paisaje fue oscurecido por una sombra gigante que recorrió el valle con la velocidad de un buitre. En la oscuridad la figura de la doncella se volvió borrosa y confusa, y su voz pareció venir desde la distancia, mientras ella decía, en un tono de pesaroso reproche: -¡Joven presuntuoso y desagradecido!, ¿yo debo entonces dejarte tan pronto? ¿No habría nada que hacer, para que tú no debas romper por una vez el pacto eterno?
Indeciblemente agraviado, Haïta cayó de rodillas y le imploró que se quedara, se levantó y la buscó en la oscuridad profunda, corrió en círculos, la llamó en voz alta, pero todo fue en vano. Ella ya no era visible, pero fuera de la tiniebla él oía su voz diciendo: -No, tú no me tendrás si me buscas. Ve a tu deber, pastor sin fe, o nunca nos volveremos a encontrar.
La noche había caído, los lobos estaban aullando en las colinas, y las ovejas aterradas se agrupaban junto a los pies de Haïta. Con las demandas de la hora éste olvidó su decepción, condujo sus ovejas al redil y, acudiendo a su lugar de adoración, derramó su corazón en gratitud a Hastur, por haberle permitido salvar su rebaño, luego se retiró a su cueva y durmió.
Cuando Haïta se despertó, el sol estaba alto y resplandecía adentro de la cueva, iluminando ésta con una gran gloria. Y allí, junto a él, estaba sentada la doncella. Ella le sonrió con una sonrisa, que parecía la música visible de su flauta de junco. Él no se atrevió a hablar, temiendo ofenderla como antes, pues no sabía qué se podría aventurar a decir.
-Porque -dijo ella-, tú hiciste tu deber con el rebaño, y no te olvidaste de agradecer a Hastur por detener a los lobos en la noche, yo vengo a ti de nuevo. ¿Quieres tenerme por compañera?
-¿Quién no quisiera tenerte para siempre? -replicó Haïta-. ¡Oh! Nunca más me dejes hasta que, hasta que yo cambie y me vuelva silencioso y estático.
Haïta no tenía una palabra para la muerte.
-Me gustaría, en efecto -continuó-, que tú fueras de mi propio sexo, para que pudiéramos luchar y correr carreras, y así nunca cansarnos de estar juntos.
Ante esas palabras la doncella se levantó y salió de la cueva, y Haïta, saltando de su lecho de ramas fragantes, para adelantarse y detenerla, observó para su asombro que la lluvia estaba cayendo, y que el riachuelo en medio del valle se había salido de sus orillas. Las ovejas estaban balando con terror, pues las aguas crecidas habían invadido su redil. Y había peligro para las ciudades desconocidas de la llanura distante.
Pasaron muchos días antes de que Haïta viera a la doncella de nuevo. Un día estaba retornando de la cabeza del valle, donde había ido con leche de oveja, torta de avena y bayas para el santo ermitaño, que era demasiado viejo y débil para proveerse de alimentos.
-¡Pobre viejo! -dijo en voz alta, mientras caminaba con dificultad a casa. 
-Voy a retornar mañana, y me lo voy a llevar en mi espalda a mi propia vivienda, donde puedo cuidar de él. Sin dudas, es por eso que Hastur me ha criado por todos estos muchos años, y me ha dado salud y fuerza.
Mientras hablaba, la doncella, vestida con prendas lustrosas, lo encontró en el sendero con una sonrisa que le quitó el aliento.
-Yo vengo de nuevo -dijo-, para morar contigo si tú me quieres tener ahora, pues nadie más me tendrá. Tú puede que hayas adquirido sabiduría, y estés deseando tomarme como yo soy, sin cuidarte de saber.
Haïta se arrojó a sus pies. -Ser bello -gritó-, si sólo te dignas a aceptar toda la devoción de mi corazón y alma, después que Hastur sea servido, éstos serán tuyos para siempre. ¡Pero ay!, tú eres caprichosa y descarriada. Antes del sol de mañana yo puedo perderte de nuevo. Prométeme, te lo ruego, que si en mi ignorancia yo puedo ofenderte de algún modo, tú me vas a perdonar y quedarte conmigo para siempre.
Apenas había terminado de hablar, cuando una tropa de osos salió de las colinas, corriendo hacia él con bocas carmesíes y ojos feroces. La doncella se desvaneció de nuevo, y él se volteó y huyó para salvar su vida. No se detuvo hasta que estuvo en la cabaña del santo ermitaño, de donde había salido. Tras atrancar la puerta rápido contra los osos, se echó al suelo y lloró.
-Hijo mío -dijo el ermitaño desde su lecho de paja, recién reunida esa mañana por las manos de Haïta-, no es como si tú lloraras por los osos, dime qué pesar te ha caído, la edad puede ministrar las heridas de la juventud con bálsamos, como el de la sabiduría.
Haïta le dijo todo: cómo se había encontrado tres veces con la doncella radiante, y las tres veces que ella lo había dejado desamparado. Él relató de forma minuciosa todo lo que había pasado entre ellos, sin omitir ni una palabra de lo que se ha dicho.
Cuando hubo terminado, el santo ermitaño estuvo un momento en silencio, luego dijo: -Hijo mío, yo he atendido a tu historia, y conozco a la doncella. Yo mismo la he visto, como muchos. Sabe entonces que su nombre, que ella incluso no te permitiría preguntar, es Felicidad. Tú le dijiste la verdad, que ella es caprichosa porque impone condiciones que un hombre no puede cumplir, y el descuido es castigado con la deserción. Ella viene sólo cuando no es buscada, y no se le pregunta. Una manifestación de curiosidad, un signo de duda, una expresión de recelo, ¡y ella está lejos! ¿Cuánto tiempo la tuviste cada vez antes de que huyera?
-Sólo un instante -respondió Haïta, sonrojado de vergüenza con la confesión-. Cada vez la llevé lejos en un momento.
-¡Joven infortunado! -dijo el santo ermitaño-, si no fuera por tu indiscreción, la habrías podido tener dos.


Título original: Haïta, the Shepherd. Publicado por primera vez en Wave, enero de 1891.

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