jueves, 22 de septiembre de 2016

RELATO: "Nacerá una bruja", Robert E. Howard (CONAN)







Nacerá una bruja


Robert E. Howard




1. La media luna escarlata

Taramis, reina de Khaurán, se despertó de un pesado sueño y se vio envuelta en un silencio que parecía más la quietud de una tumba que el de un palacio en horas de la noche. Se quedó mirando hacia la oscuridad, preguntándose por qué se habrían apagado los candelabros. El fulgor de las estrellas no llegaba a iluminar el interior de la habitación a través de los barrotes dorados de la ventana. Pero mientras Taramis se hallaba tendida en su lecho notó que frente a ella había un resplandor luminoso que brillaba en la penumbra. Lo observó desconcertada y advirtió que el punto luminoso crecía en intensidad y en tamaño hasta convertirse en una especie de círculo de luz que flotaba sobre los tapices de terciopelo que había en la pared de enfrente. Taramis contuvo la respiración y se incorporó hasta quedar sentada en el lecho. Entonces advirtió que dentro del círculo luminoso se estaba materializando algo: era una cabeza humana.
Presa del pánico, la reina abrió la boca para gritar, pero se contuvo. El resplandor se hizo más intenso, y la cabeza aparecía delineada muy claramente. Se trataba de una cabeza de mujer, pequeña y delicada, que transmitía un soberbio equilibrio y tenía una mata de cabello negro y lustroso peinado hacia arriba. El rostro se hacía cada vez más nítido, y fueron esas facciones las que paralizaron a Tamaris. ¡Aquellos rasgos eran los de su propia cara! Era como si se mirara en un espejo que alterara sutilmente sus facciones... ese rostro felino tenía una expresión maligna, una mirada salvaje, un rictus de venganza.
-¡Por Ishtar! -dijo Taramis con voz entrecortada-. ¡Estoy embrujada!
Entonces habló la aparición, cuya voz era como un veneno almibarado.
-¿Embrujada? No, querida hermana. Esto no es brujería.
-¿Hermana? -preguntó atónita la reina tartamudeando-. No..., yo no tengo ninguna hermana...
-¿Nunca la has tenido? -prosiguió la voz, vengativa y burlona-. ¿No tuviste una hermana gemela, cuya carne era tan suave para las caricias y las heridas como la tuya?
-Bueno, tuve una hermana... -repuso Taramis, convencida de que aún se hallaba bajo el influjo de una especie de pesadilla-; pero murió.
El hermoso rostro que había en el círculo luminoso pareció crisparse con una expresión de intensa ira. El gesto se volvió tan demoníaco que Taramis se echó atrás, como si temiera que los ondulados cabellos de la aparición se convirtieran en un manojo de víboras.
-¡Mientes! -exclamó la bella cabeza, que lanzó la acusación con los rojos labios contraídos por el odio-. ¡Ella no murió! ¡Necia! ¡Oh, basta ya de estupideces! ¡Mírame con tus malditos ojos y comprende de una vez!
La voz inundó súbitamente los tapices, que parecían serpientes en llamas, y, asombrosamente, los cirios que había en los candelabros dorados se volvieron a encender. Taramis se acurrucó en su lecho de terciopelo, con las hermosas y finas piernas dobladas bajo su cuerpo, mirando con ojos muy abiertos a la silueta de aspecto de pantera y aire burlón que se encontraba ante ella. Era como si contemplara a otra Taramis, idéntica a ella en cada línea de su cuerpo, aunque insuflada de un espíritu maligno y con una personalidad muy diferente a la suya. El rostro de la otra reflejaba sentimientos completamente opuestos a los de la soberana. La sensualidad y el misterio centelleaban en los oscuros ojos de la desconocida; la crueldad curvaba sus labios llenos, y cada movimiento de su esbelto cuerpo resultaba sutilmente insinuante. Su peinado era igual al de la reina y sus pies calzaban unas sandalias doradas como las que Taramis tenía en su tocador. La escotada túnica de seda, sujeta en la cintura por un lazo dorado, era idéntica a la de la reina.
-¿Quién eres? -preguntó Taramis, sintiendo que se le helaba la sangre en las venas-. ¡Explica tu presencia, si no quieres que mis doncellas llamen a los guardias!
-¡Puedes gritar hasta que crujan los techos! -respondió con dureza la otra-. Tus mujerzuelas no se despertarán hasta que amanezca, aunque el palacio se incendiara. Y tus centinelas no oirán tus chillidos, pues han sido enviados fuera de esta ala del palacio.
-¿Cómo? -exclamó Taramis, irguiéndose con airada majestad-. ¿Quién ha osado dar a mis guardias una orden semejante?
-Fui yo, dulce hermana -repuso la otra joven con tono burlón-. Lo hice antes de entrar aquí. Creyeron que yo era su adorada reina. ¡Oh, qué bien representé el papel! ¡Con qué imperiosa dignidad, atenuada por una femenina dulzura, me dirigí a tus fornidos patanes, que se arrodillaron ante mí con sus armaduras y sus cascos emplumados!
Taramis sintió que la perplejidad la envolvía como una red que la paralizaba.
-¿Quién eres? -gritó al fin, con desesperación-. ¿Qué locura es ésta? ¿Para qué has venido?
-¿Quieres saber quién soy?
Sus suaves palabras eran como el silbido de una serpiente. La joven aparición se acercó al borde del lecho, cogió a la reina por sus blancos hombros y la miró con fiereza. Y bajo el hechizo de aquella mirada hipnótica, la reina se olvidó del ultraje inaudito que significaba el que alguien pusiera las manos sobre el cuerpo de una soberana.
-¡Necia! -dijo la aparición con los dientes apretados-. ¿Todavía lo preguntas? ¡Soy Salomé!
Taramis suspiró profundamente y se le erizó el cabello al comprender el alcance de aquella increíble revelación.
-¡Salomé! -exclamó con una voz casi inaudible la reina-. Yo creía que habías muerto una hora después de haber nacido las dos...
-Eso mismo pensaron muchos... -dijo la mujer que decía llamarse Salomé-. ¡Me llevaron al desierto para dejarme morir allí, malditos sean! A mí, cuya vida era entonces tan frágil como la vacilante llama de un candil. ¿Y sabes por qué querían que me muriera?
-Me han contado la historia... -dijo Taramis con un titubeo.
Salomé se rió con fiereza y de un manotón se bajó el escote de la túnica, hasta que quedó al descubierto la parte superior de sus firmes pechos. Entre sus senos había una extraña marca: una media luna roja y brillante como la sangre.
-¡La marca de la bruja! -exclamó Taramis retrocediendo.
-¡Sí! -afirmó Salomé con una risa que era como un puñal impregnado de odio-. ¡La maldición de los reyes de Khaurán! ¡Sí, cuentan esta historia hasta en los mercados! Dicen que la primera reina de nuestro linaje tuvo trato carnal con un demonio de las tinieblas y dio a luz una hija que vive en esa infame leyenda hasta nuestros días. Y desde entonces, en cada siglo nace una niña de la dinastía Askhauria con una media luna de color escarlata entre los senos, como testimonio de su destino.
»"En cada siglo nacerá una bruja", dice la antigua maldición -prosiguió Salomé-. Y así ha sido. Algunas han sido asesinadas al nacer, como creyeron haberme matado a mí. Otras erraron por la tierra como brujas, altivas hijas de Khaurán, con la luna infernal brillando entre sus pechos de marfil. Todas se llamaban Salomé. Yo también. Siempre Salomé, la bruja, aun después de que las montañas de hielo avancen rugiendo desde los polos y conviertan en ruinas la civilización, y luego surja un nuevo mundo de las cenizas y el polvo. Incluso entonces, habrá Salomés errando por el mundo, para seducir a los hombre con sus hechicerías, para bailar ante todos los reyes del mundo y hacer que las cabezas de los hombres sabios caigan con sólo desearlo.
-Pero..., pero tú... -balbució Taramis.
-¿Yo? -dijo Salomé, y sus ojos ardieron como el oscuro fuego del misterio-. Me llevaron al desierto, lejos de la ciudad, y me dejaron desnuda sobre la arena caliente, bajo el sol abrasador. Y luego se marcharon dejándome a merced de los chacales, los buitres y los lobos del desierto.
»Pero la vida que había en mí era más fuerte que la del común de los mortales -agregó-, pues participa de la esencia de las fuerzas que existen en los negros abismos siderales. Pasaron las horas y el sol quemaba como las llamas del infierno, pero yo no rendí mi vida. Todavía recuerdo aquel tormento, que me parece lejano y borroso, como un sueño antiguo. Luego vinieron unos camellos con unos hombres de piel amarilla que vestían ropas de seda y hablaban en una lengua extraña. Se habían extraviado de la ruta de las caravanas y, al pasar cerca de mí, su jefe me vio y reconoció la marca de la media luna escarlata en mi pecho. Me levantó del suelo y me devolvió a la vida.
»Era un mago de la remota Khitai -prosiguió-, que regresaba a su reino natal después de un largo viaje por Estigia. Me llevó con él a Paikang, la ciudad de las torres de color púrpura, con sus minaretes elevándose por encima de las selvas de plantas trepadoras y de bambú. Allí crecí y me hice mujer, educada por él. Con el tiempo había adquirido profundos conocimientos de magia negra. Me enseñó muchas cosas...
Salomé hizo una pausa y sonrió enigmáticamente, con un brillo misterioso y maligno en sus ojos oscuros. Luego echó la cabeza atrás y continuó:
-Finalmente me echó de su lado, pues decía que yo era una bruja corriente, a pesar de sus enseñanzas, y que no era la persona apropiada para dominar la poderosa magia que él hubiera podido enseñarme. Dijo que él me habría convertido en la reina del universo y que habría dominado a todas las naciones del mundo a través de mí. Pero no había nada que hacer, pues yo no era más que una prostituta de la magia negra. ¿Y a mí qué me importa? No soportaba la idea de verme encerrada en una torre dorada, pasando largas horas en la contemplación de una bola de cristal, farfullando encantamientos escritos sobre una piel de serpiente con sangre de jóvenes vírgenes, o estudiando viejos libros llenos de polvo en lenguas olvidadas.
»El mago dijo que yo era un espíritu demasiado terrenal -prosiguió-, que no sabía nada acerca de los profundos abismos de la magia cósmica. Este mundo tiene todo lo que yo puedo desear: poder, boato, apuestos hombres que me sirvan de amantes y dóciles mujeres que sean mis esclavas. Me reveló quién era yo, así como la maldición de mi ascendencia. Por lo tanto, he venido a tomar lo que me corresponde, pues tengo tanto derecho a ello como tú. Será mío por la ley de posesión.
-¿Qué quieres decir? -repuso Taramis, poniéndose en pie de un salto y enfrentándose a su hermana, sobrepuesta de su asombro y su miedo-. ¿Crees que por el hecho de haber drogado a algunas de mis doncellas y engañado a algunos de mis soldados, tienes derecho al trono de Khaurán? ¡No olvides que yo soy la legítima soberana de este país! Te concederé un lugar de honor, como hermana mía, pero...
Salomé se rió sarcásticamente, y luego dijo:
-¡Qué generosa eres, querida hermana! Pero antes de que me pongas en ese lugar, ¿quieres decirme quiénes son esos soldados que acampan en la llanura que hay fuera de las murallas de la ciudad?
-Son mercenarios shemitas al mando de Constantius, un voivoda kothio que dirige a los Compañeros Libres.
-¿Y qué hacen en Khaurán? -preguntó la bruja.
Tamaris comprendió que Salomé se estaba burlando de ella, pero respondió con la poca dignidad que le quedaba:
-Constantius me pidió permiso para cruzar el territorio de Khaurán en su camino hacia Turan.
El mismo Constantius ha quedado como garantía buen comportamiento de sus tropas durante el tiempo que éstas permanezcan en mis dominios.
-¿Y acaso no ha pedido Constantius tu mano hoy mismo?
Taramis miró a la otra con recelo.
-¿Cómo lo sabes? -le preguntó.
Por toda respuesta, la bruja se encogió de hombros con gesto insolente. Pero agregó:
-Y tú te negaste, ¿verdad, hermana?
-¡Por supuesto que me negué! -exclamó Taramis furiosa-. ¿Crees que la reina de Khaurán, de la dinastía Askhauria, a la que tú también perteneces, puede hacer otra cosa que rechazar con desdén semejante proposición? ¿Crees que puedo casarme con un sanguinario aventurero, con un hombre desterrado de su reino a causa de sus crímenes, y que es el jefe de una banda de saqueadores y asesinos a sueldo? Yo jamás hubiese consentido que trajera a sus barbudos criminales a Khaurán -agregó Taramis-. pero él es virtualmente mi prisionero y está constantemente vigilado por mis soldados en la torre sur. Mañana le ordenaré que abandone el reino con sus tropas. Sin embargo, él permanecerá cautivo hasta que todos los soldados hayan cruzado la frontera. Entre tanto, mis hombres vigilan desde las murallas de la ciudad, y he advertido a Constantius que deberá responder por cualquier desmán que cometan sus mercenarios entre mis súbditos.
-¿Dices que está encerrado en la torre sur? -preguntó Salomé.
-Eso dije. ¿Por qué lo preguntas?
Por toda respuesta, Salomé dio unas palmadas y, levantando la voz, en la que se apreciaba un cruel tono de gozo, exclamó:
-¡La reina te concede audiencia, Halcón!
Se abrió una puerta dorada, adornada con arabescos, y entró en la habitación un hombre alto y delgado. Cuando Taramis lo vio, profirió una exclamación de asombro e ira.
-¡Constantius! ¿Cómo osas entrar en mis aposentos? -preguntó la reina.
-¡Ya lo ves, Majestad! -repuso el recién llegado, e inclinó con burlona humildad su oscura cabeza de halcón.
Constantius, a quien sus hombres llamaban Halcón, era alto, tenía espaldas anchas y caderas delgadas; era fuerte y flexible como una varilla de acero. Era un hombre de una extraña belleza aquilina y cruel. Su rostro estaba bronceado por el sol y el cabello que coronaba su alta frente era negro como el ala de un cuervo. La mirada de sus ojos oscuros era penetrante y atenta, y la dureza de sus finos labios era subrayada por el pequeño bigote negro. Usaba botas de cuero de Kordava y su jubón de seda lisa y sin adornos estaba algo descolorido por el uso y tenía manchas de óxido de la armadura.
Mientras se atusaba el fino bigote, Constantius recorrió el cuerpo de la reina con su mirada. Su expresión era tan insolente, que Taramis no pudo menos que echarse atrás de vergüenza ante la afrenta.
-Por Ishtar, Taramis -dijo él con tono meloso-. Te encuentro más atractiva con el camisón que con tus vestidos de reina. ¡A decir verdad, creo que esta va a ser una noche inolvidable!
El miedo se asomó a los oscuros ojos de la reina.
Pero no era necia y sabía que Constantius jamás cometería un ultraje semejante a menos que estuviera muy seguro de sí mismo.
-¡Estás loco, Constantius! -dijo Taramis-. Si bien yo estoy en tu poder en esta habitación, tú, en cambio, te encuentras en poder de mis súbditos, que te descuartizarán si llegas a tocarme. Vete de una vez, si aprecias en algo tu vida.
Los otros dos se rieron con sarcasmo, y Salomé esbozó un gesto de impaciencia mientras decía:
-Basta ya de esta farsa. Pasemos al siguiente acto del drama. Escucha, querida hermana: fui yo quien hizo venir a Constantius. Cuando decidí apoderarme del trono de Khaurán, busqué al hombre apropiado para que me ayudara, y opté por Halcón. Lo hice porque carece de todo escrúpulo y de lo que los hombres llaman sentido de bien y del mal.
-Estoy impresionado por tus alabanzas, princesa -murmuró Constantius, haciendo una profunda reverencia al tiempo que esbozaba una sonrisa cínica.
-Lo envié a Khaurán, y una vez que sus hombres estuvieron acampados en la llanura y él se encontró en el interior del palacio, yo entré en la ciudad por la pequeña puerta que hay en la muralla occidental, pues los imbéciles que vigilaban creyeron que eras tú, que regresabas de alguna aventura nocturna...
-¡Arpía! -exclamó Taramis con las mejillas inflamadas y perdiendo algo de su real compostura.
Salomé sonrió y dijo:
-A decir verdad, los soldados estaban sorprendidos, pero me dejaron pasar sin hacerme preguntas. Entré en el palacio de la misma manera y ordené a los asombrados guardias que se marchasen. Lo mismo hice con los centinelas que vigilaban a Constantius en la torre sur. Luego vine hasta aquí y me encontré con las damas de honor, que me saludaron al verme pasar.
Taramis palideció y apretó los puños con fuerza. Luego preguntó con voz temblorosa:
-¿Y qué harás ahora?
-¡Escucha! -dijo Salomé inclinando la cabeza.
A la habitación llegaba un creciente rumor de voces y sonidos metálicos. Después se oyeron varios gritos de alarma, que se mezclaron con voces de mando pronunciadas en una lengua extranjera.
-La gente se ha despertado y tiene miedo -dijo Constantius irónicamente-. ¡Será mejor que salgas a tranquilizarlos, Salomé!
-Llámame Taramis -repuso Salomé-. Debemos acostumbrarnos.
-¿Qué habéis hecho? -preguntó la reina con un grito angustiado.
-Fui hasta las puertas de la muralla y ordené a los soldados que las abrieran -respondió Salomé-. Se quedaron atónitos, pero obedecieron. Las voces que oyes son de las tropas del Halcón, que están entrando en la ciudad.
-¡Diabólica mujer! -exclamó Taramis-. ¡Me has hecho aparecer ante mi pueblo como una vil traidora! ¡Oh, debo ir a hablarles...!
Al tiempo que lanzaba una carcajada cruel, Salomé cogió a la reina por la muñeca y la obligó a detenerse. El magnífico y grácil cuerpo de la reina nada pudo hacer contra la fuerza cargada de venganza que emanaba de los miembros acerados de Salomé.
-¿Sabes cómo se va hasta los calabozos del palacio, Constantius? -preguntó la bruja-. Bien, entonces llévate a esta mujerzuela y enciérrala en la celda más segura. Todos los carceleros están narcotizados. Yo me ocupé de ello. Envía un hombre a que les corte el pescuezo antes que despierten. Nadie debe saber jamás lo que ha ocurrido esta noche. De ahora en adelante yo soy Taramis, y esta otra es una prisionera desconocida, recluida en una mazmorra perdida.
Constantius esbozó una amplia sonrisa, mostrando sus blancos dientes bajo el fino bigote.
-Muy bien. Pero no vas a negarme... un poco de diversión antes.
-¡Yo no! Haz lo que quieras con esta despreciable prisionera -dijo Salomé, y con una carcajada maligna empujó a su hermana en brazos de Constantius, después de lo cual salió de la habitación que daba a un corredor.
El terror se reflejó en los hermosos ojos de Taramis, cuyo cuerpo se puso rígido ante el abrazo de Constantius. La muchacha se olvidó de los invasores que corrían la ciudad y del ultraje que se infería a su condición de reina, ante esta amenaza a su feminidad. Dominada por el horror y la vergüenza, se olvidó de todo al ver el profundo cinismo que ardía en los ojos burlones de Constantius, que oprimía su cuerpo encogido con sus fuertes brazos.
Salomé, que avanzaba rápidamente por el pasillo, sonrió con gesto malévolo al oír un grito desesperado que hizo temblar todos los rincones del palacio.


2. El árbol de la muerte

El jubón y las calzas del joven soldado estaban manchados de sangre seca, polvo y sudor. La sangre manaba en abundancia del profundo corte que tenía en el muslo, así como de otras pequeñas heridas que presentaba en el pecho y en los hombros. El sudor cubría su pálido rostro y sus dedos aferraban con fuerza la colcha del diván en el que estaba tendido. Pero sus palabras reflejaban un sufrimiento espiritual mucho mayor que el padecimiento físico que lo abrumaba. 
-¡Debe de estar loca! -repetía el joven una y otra vez, como aturdido ante un hecho monstruoso e increíble-. ¡Es como una pesadilla! ¡Taramis, la soberana amada por todos los khauranios, ha traicionado a su pueblo entregándolo a ese demonio llegado a Koth! ¡Oh, Ishtar!, ¿por qué no me habré muerto en la batalla? ¡Es mejor morir que ver a nuestra reina convertida en una traidora y en una ramera!
-Tranquilízate, Valerius -suplicó la muchacha que lo estaba lavando y le vendaba las heridas con manos temblorosas-. Por favor, amado mío, quédate quieto, o se abrirán tus heridas. No me he atrevido llamar a un médico...
-Has hecho bien -musitó el joven soldado-. Constantius y sus demonios de barbas azuladas estarán buscando por todas las casas para ver si encuentran khauranios heridos. Colgarán a todos los hombres que presenten heridas, pues eso será señal de que han peleado contra ellos. ¡Oh, Taramis!, ¿cómo has podido traicionar así al pueblo que te adoraba?
El joven se retorció y lloró de ira y de vergüenza. La muchacha, aterrada, lo estrechó en sus brazos y le hizo apoyar la cabeza en su pecho mientras le rogaba con tiernas palabras que se calmara.
-Es mejor la muerte que tener que soportar la negra vergüenza que ha caído sobre Khaurán en el día de hoy -dijo con voz quejumbrosa el herido-. Tú lo has visto, ¿verdad, Ivga?
-No, Valerius -repuso ella, mientras seguía curando las heridas del soldado con manos solícitas-. Me despertó el ruido de la pelea en las calles. Miré por un ventanal y vi que los shemitas estaban matando a la gente. Luego oí que me llamabas desde la puerta de calle.
-Había llegado al límite de mis fuerzas -murmuró él-. Me caí y no pude levantarme. Sabía que si me quedaba allí me encontrarían pronto; además, había matado a tres bestias de barbas azuladas. ¡Por Ishtar, al menos ésos no volverán a caminar pavoneándose por las calles de Khaurán! Los demonios se encargarán de destrozar sus almas en el infierno. 
La temblorosa muchacha lo acarició suavemente, como a un niño lastimado, y le cerró la boca con sus labios dulces y frescos. Pero el fuego de ira que ardía en el corazón del joven no le permitía callar por mucho tiempo.
-Yo no estaba en la muralla cuando entraron los shemitas -agregó él de repente-. Yo me encontraba en el cuartel, durmiendo junto a otros soldados que no estaban de guardia. Poco antes del amanecer entró nuestro capitán con el rostro terriblemente pálido bajo el casco. «Los shemitas han entrado en la ciudad», dijo. «La reina fue hasta la puerta sur y dio órdenes de que los dejaran entrar. Luego hizo que los soldados descendiesen de las murallas en las que habían estado desde que Constantius se encuentra en el reino. Nadie entendía nada, pero le oí dar la orden y la obedecimos, como siempre. Nos mandó que nos reuniéramos en la plaza, frente al palacio. Así que formad filas fuera de la barraca y marchad hacia allí, pero dejad las armas aquí. Ishtar sabrá por qué, pero son órdenes de la reina.»
»Así pues, cuando llegamos a la plaza -prosiguió Valerius- los shemitas se hallaban frente al palacio. Eran diez mil demonios de barbas azuladas, e iban armados hasta los dientes. La gente miraba desde las puertas y ventanas que dan a la pinza. Las calles adyacentes estaban atestadas de hombres y mujeres atónitos. Taramis estaba de pie en los escalones del palacio, acompañada de Constantius, que se acariciaba el bigote como un enorme y esbelto gato que acaba de devorar un gorrión. Pero debajo de ellos había cincuenta shemitas con arcos en la mano.
"Allí tenía que haber estado la guardia real que, en cambio, se encontraba al pie de la escalera, tan asombrados como nosotros. Habían llegado con todas sus armas, pese a las órdenes de la reina.
"Entonces, Taramis nos habló y dijo que había reconsiderado la proposición de Constantius, ¡a quien sólo un día antes había rechazado, en presencia de toda la corte!, y que había decidido convertirlo en rey consorte. No explicó por qué había dejado entrar a los shemitas en la ciudad de modo tan traicionero. Pero dijo que, puesto que Constantius tenía a sus órdenes a un cuerpo de soldados profesionales, ya no era necesario el ejército de Khaurán, que quedaba disuelto desde ese momento. Y a continuación nos ordenó que volviéramos pacíficamente a nuestras casas.
»La obediencia a la reina es algo que está muy arraigado en nosotros, pero aquello nos resultaba inexplicable. Rompimos filas casi sin saber lo que hacíamos, como atontados.
»Sin embargo -prosiguió Valerius-, cuando ordenó que la guardia del palacio dejara las armas y se dispersase, su capitán, Conan, se opuso. Los soldados dijeron que había estado de permiso la noche anterior y que se hallaba borracho. Pero en ese momento sabía muy bien lo que hacía. Gritó a los guardias que permanecieran en sus puestos hasta que recibiesen órdenes suyas. Y es tal el ascendiente que tiene entre sus hombres, que le obedecieron a pesar de las órdenes de la reina. Después, Conan subió los escalones del palacio, miró fijamente a Taramis y exclamó: "¡Ésta no es la reina! ¡Ésta no es Taramis! ¡Se trata de una impostora infernal!"
"¡Entonces se desató el infierno! No sé muy bien lo que ocurrió. Creo que un shemita golpeó a Conan y éste lo mató. En pocos segundos la plaza se convirtió en un campo de batalla. Los shemitas cayeron sobre los guardias reales, y sus lanzas y flechas abatieron incluso a muchos soldados que ya se habían dispersado.
"Algunos de nosotros -concluyó el joven soldado- nos apoderamos de las armas que tuvimos a nuestro alcance e iniciamos el contraataque. Apenas sabíamos por qué peleábamos, pero estaba claro que lo hacíamos contra Constantius y sus demonios, y no contra Taramis-, puedo jurarlo. Constantius gritó que dieran muerte a los traidores. ¡Nosotros no éramos traidores!
La desesperación y el desconcierto quebraron su voz. La muchacha murmuró algo intentando consolarlo, sin comprender muy bien lo que ocurría, pero profundamente compenetrada con el sufrimiento de su amado.
-La gente no sabía qué partido tomar -siguió diciendo Valerius-. Aquello era un manicomio en el que reinaba la confusión y el desconcierto. Los que luchábamos no teníamos ninguna posibilidad de vencer, pues no teníamos armaduras y sólo contábamos con las armas que habíamos logrado reunir. Los guardias reales, en cambio, estaban armados y se encontraban reunidos en la plaza, pero sólo eran unos quinientos. Causaron muchas bajas antes de ser aniquilados. Sin embargo, estaba claro cuál iba a ser el resultado de la batalla. Y mientras mataban a su pueblo, Taramis seguía de pie en los escalones del palacio, mientras Constantius le rodeaba la cintura con su brazo, y reía como una despiadada y hermosa aparición infernal. ¡Oh, dioses, es una locura, una verdadera locura!
«Jamás he visto luchar a ningún hombre como lo hizo Conan. Estaba de espaldas contra la muralla, y delante de él había un montón de enemigos muertos. Finalmente consiguieron dominarlo y lo arrojaron al suelo; eran cien contra uno. Cuando lo vi caer, me alejé de allí sintiendo que el mundo se me venía abajo. Constantius ordenó a sus perros que cogieran vivo al capitán de la guardia, mientras se atusaba el bigote, con la odiosa sonrisa de siempre en sus labios.

Aquella sonrisa se volvía a dibujar en los labios de Constantius, ahora lejos del lugar en el que se encontraban el joven Valerius y su amada. Estaba montado a caballo, rodeado de sus hombres, unos fornidos shemitas de rizadas barbas negras y narices aguileñas. El sol poniente arrancaba reflejos de sus cascos puntiagudos y de las escamas plateadas de sus armaduras. A una milla de distancia se alzaban las murallas y las torres de Khaurán.
Al lado de la caravana se alzaba una pesada cruz de la que colgaba un hombre. Unos gruesos clavos de hierro lo sujetaban al madero por las manos y los pies. Estaba desnudo, con excepción de un taparrabo que llevaba atado a la cintura. El hombre era casi un gigante, y sus músculos resaltaban como cuerdas abultadas bajo la sudorosa piel de su cuerpo bronceado por el sol. Una transpiración agónica perlaba su rostro. Pero bajo la alborotada melena negra, sus ojos azules ardían con un fuego inextinguible. La sangre manaba lentamente de sus laceradas manos y de sus pies.
Constantius lo saludó con gesto burlón.
-Lo siento, capitán -dijo-, pero no puedo quedarme para acompañarte en los últimos momentos de tu vida, pues tengo mucho que hacer en la ciudad. ¡No debo hacer esperar a nuestra deliciosa reina! De modo que te abandono a tu propia suerte, ¡y a esas preciosuras!
Constantius señaló con gesto significativo el cielo, donde los buitres volaban incesantemente por encima del lugar.
-De no ser por ellos -agregó-, supongo que un bruto como tú podría sobrevivir en la cruz varios días. Aunque te dejo sin vigilancia, no te hagas ilusiones de que alguien venga a liberarte. Ya he advertido que cualquiera que venga a buscarte, vivo o muerto, será desollado en una plaza pública junto con todos los miembros de su familia. Estoy tan firmemente afianzado en Khaurán que mi orden resulta tan eficaz como un regimiento de guardias. Y no dejo centinelas porque los buitres no se acercarían mientras hubiera gente cerca, y yo no quisiera que se reprimiesen. Por esa misma razón te he traído tan lejos de la ciudad. Así pues, valiente capitán, ¡adiós! Me acordaré de ti cuando, dentro de una hora, tenga a Taramis en mis brazos.
La sangre volvió a manar intensamente de las agujereadas palmas de la víctima cuando ésta apretó furiosamente los puños. Los músculos se contrajeron formando nudos en sus poderosos brazos, y Conan inclinó su cabeza hacia adelante y escupió con una fuerza salvaje en el rostro de Constantius. El voivoda se echó a reír con absoluta frialdad, se secó la saliva con una manga y tiró de las riendas de su caballo.
-Acuérdate de mí cuando los buitres te desgarren la carne -dijo sarcásticamente-. Esos devoradores de carroña del desierto son muy voraces. He visto a muchos hombres colgados durante horas y horas de una cruz, sin ojos, sin orejas y sin cuero cabelludo, antes de que los afilados picos llegaran a las entrañas.
Sin mirar hacia atrás, Constantius emprendió el camino de regreso a la ciudad, erguido y radiante en su pulida armadura, mientras sus fornidos esbirros lo seguían a caballo. Una ligera nube de polvo se levantó a su paso.
El hombre que colgaba de la cruz era el único ser vivo en el desolado paisaje desértico a aquellas horas del atardecer. Khaurán estaba a casi una milla de distancia, pero era como si se hallara en el otro extremo del mundo, o como si existiera en otra época.
Conan sacudió la cabeza para librarse del sudor que le tapaba los ojos y echó una mirada inexpresiva hacia ese terreno que le resultaba tan familiar. A ambos lados de la ciudad y más allá de ella, se extendían las fértiles praderas en las que pastaba apaciblemente el ganado. Hacia el oeste y el norte, el horizonte aparecía sembrado de pequeñas aldeas, que se veían diminutas en la distancia. Más cerca, en dirección sudeste, un fulgor plateado señalaba el curso de un río, y más allá de éste comenzaba repentinamente un desierto arenoso que se perdía de vista en el lejano horizonte. Conan observó la vasta extensión de tierras desoladas que brillaban con reflejos dorados a la luz del sol poniente. Parecía un halcón acorralado mirando el cielo. Un sentimiento de repugnancia lo invadió al mirar las torres de Khaurán. La ciudad le había pagado con una traición que le valía ahora estar clavado a una cruz de madera como una liebre a un árbol.
Un rojo deseo de venganza se sobrepuso a todos los demás pensamientos de Conan. Los juramentos surgieron como un torrente de los labios del cimmerio. Todo su universo se contrajo, concentrándose en los cuatro clavos de hierro que lo privaban de libertad y pronto apagarían su vida. Sus enormes músculos se estremecieron y se tensaron como cables de hierro. Bañado en sudor, intentó desgarrar la carne de sus manos para liberarlas de los clavos, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. El sufrimiento abismal de ese dolor insoportable le hizo desistir de sus intentos. Las cabezas de los clavos eran demasiado grandes y no podía hacerlas pasar a través de las heridas. Un sentimiento de impotencia se abatió sobre el gigante por primera vez en su vida. Entonces permaneció inmóvil, con la cabeza apoyada en el pecho y los ojos cerrados para evitar el intenso resplandor del sol.
Un batir de alas le hizo levantar la cabeza, y al momento una sombra llena de plumas descendió vertiginosamente del cielo. Un pico agudo, que apuntaba a sus ojos, le cortó una mejilla. Conan volvió la cabeza a un lado y cerró los párpados involuntariamente, profiriendo un grito ronco y desesperado. Los buitres retrocedieron asustados y volvieron a trazar círculos por encima de su cabeza. La sangre manaba sobre la boca de Conan, que se lamió los labios instintivamente y escupió al notar el cálido sabor salado.
La sed lo torturaba hasta el límite de lo soportable. Había bebido mucho vino la noche anterior, y no había tomado agua desde antes de comenzar la lucha en la plaza, al amanecer de aquel día. Y matar da mucha sed. Miró hacia el lejano río con desesperación, como un hombre que en el infierno mira la reja abierta. Pensó en los sorbos de agua pura que había tomado, en grandes jarras rebosantes de espumosa cerveza, en las copas de vino que había bebido o derramado despreocupadamente en el suelo de las tabernas, y se mordió los labios para no proferir un grito de angustia intolerable, como el de un animal agonizante.
El sol se hundió en el horizonte como una bola de fuego en un mar de sangre. Sobre la franja de color carmesí que se divisaba a lo lejos, las torres de la ciudad flotaban como en un sueño. El cielo parecía estar teñido de sangre. Se volvió para lamer sus labios ennegrecidos y miró con ojos enrojecidos el río, que se había tornado de color carmesí. Las sombras que avanzaban desde el este eran negras como el ébano.
Sus embotados sentidos percibieron un intenso batir de alas. Levantó la cabeza y contempló con mirada de lobo las aves que describían círculos por encima de su cabeza. Sabía que sus gritos ya no las espantarían. Uno de los buitres descendió con más y más rapidez, y Conan esperó con estremecedora serenidad. Luego echó bruscamente hacia atrás la cabeza cuando el buitre pasó a su lado con un fuerte batir de alas. El pico trazó un surco en la barbilla de Conan, pero éste, con todos los músculos en tensión, volvió nuevamente la cabeza con la rapidez de un rayo y atrapó con los dientes el cuello del pájaro, como si se tratara de un lobo con un indefenso conejo.
Inmediatamente, el buitre comenzó a graznar con desesperación. Sus aleteos histéricos cegaron al cimmerio y sus garras le hirieron el pecho. Pero el bárbaro persistió en su empeño, con los músculos de las mandíbulas temblando a causa del esfuerzo. Las vértebras del cuello del buitre crujieron bajo los poderosos dientes que lo atenazaban y en seguida el ave quedó inerte. Conan dejó caer el cuerpo cubierto de plumas y escupió la sangre que tenía en la boca. Los demás buitres, aterrados por la suerte corrida por su congénere, echaron a volar hacia un árbol distante, donde se agruparon como negros demonios celebrando un cónclave.
Un feroz sentimiento de triunfo se apoderó de Conan. La vida latía violentamente en sus venas. Todavía podía enfrentarse con la muerte. Aún estaba vivo. Cualquier sensación intensa, aunque fuese de dolor, era la negación de la muerte.
-¡Por Mitra!
Conan se preguntó si había escuchado una voz, o si tenía alucinaciones.
-¡Jamás he visto algo parecido! -dijo la voz. 
Conan sacudió la cabeza para quitarse el sudor que cubría sus ojos y vio a cuatro jinetes que lo miraban desde sus caballos. Tres de ellos eran enjutos zuagires del desierto, sin duda nómadas que venían de allende el río. El cuarto iba vestido de blanco, al igual que los otros tres, pero su amplia túnica y la kefia sujeta a la cabeza por una trenza de pelo de camello indicaban que no era shemita. La oscuridad todavía no era total, por lo que la mirada de halcón de Conan pudo distinguir perfectamente los rasgos físicos de aquel hombre.
Era tan alto como el cimmerio, aunque de brazos y piernas más delgados. Tenía hombros anchos y su esbelto cuerpo era duro como el acero. Su corta barba negra no ocultaba del todo el aire agresivo de su prominente mandíbula, y sus ojos, grises, fríos y penetrantes como una espada, lanzaban destellos a la sombra de la kefia que le cubría la cabeza. El hombre tranquilizó a su nervioso caballo con unas palmadas y dijo a continuación:
-¡Por Mitra, creo que conozco a este hombre!
-¡Sí! ¡Es el cimmerio que desempeñaba el cargo de capitán de la guardia real! -dijo uno de los zuagires con acento gutural.
-La reina debe de estar deshaciéndose de todos sus antiguos favoritos -musitó el jinete-. ¿Quién lo habría dicho de Taramis? Yo hubiera preferido una guerra larga y sangrienta. De ese modo, las gentes del desierto hubiéramos tenido oportunidad de saquear la ciudad. En cambio, cuando nos acercamos a las murallas, sólo encontramos este penco -se quejó mirando al potro que llevaba de las riendas uno de los nómadas- y a ese perro moribundo.
Conan levantó la cabeza ensangrentada y repuso:
-¡Si pudiera bajar de esta cruz, el perro agonizante serías tú, ladrón zaporosko!
-¡Por Mitra, el bribón me conoce! -exclamó el otro-. Ea, bellaco, ¿cómo me has reconocido?
-Sólo hay uno como tú en toda la región -murmuró Conan-. Eres Olgerd Vladislav, el jefe de los proscritos.
-¡Sí! He sido caudillo de los kozakos del río Zaporoska. Dime, ¿te gustaría vivir?
-Sólo un necio puede hacer semejante pregunta -respondió el cimmerio con voz jadeante.
-Soy un hombre duro -dijo Olgerd-, y ésa es la única cualidad que respeto en los demás. Ya veré si eres un hombre o sólo un perro, digno de quedarte aquí y morir.
-Si lo bajamos, nos pueden ver desde las murallas -opinó uno de los nómadas.
Olgerd movió negativamente la cabeza.
-Está demasiado oscuro. Ten, toma esta hacha, Djebal, y corta el madero por la base.
-Si cae hacia adelante, la cruz lo aplastará -objetó Djebal-. Puedo cortar el madero de modo que caiga hacia atrás, pero entonces el golpe de la caída podría destrozarle el cráneo.
-Si es digno de cabalgar a mi lado, sobrevivirá a esa prueba -repuso Olgerd imperturbable-. De lo contrario, no merece vivir. ¡Corta!
El primer impacto del hacha contra la madera y las vibraciones consiguientes produjeron dolores lacerantes en los hinchados pies y manos de Conan. Una y otra vez cayó la hoja del hacha con golpes que resonaban en su cabeza herida y constituían una tortura para sus nervios. Pero el cimmerio apretó los dientes y no dijo nada. Finalmente, la cruz se tambaleó y cayó hacia atrás. Conan hizo de su cuerpo una férrea masa de músculos contraídos y apretó la cabeza contra la madera, manteniéndola rígida. La cruz golpeó el suelo pesadamente y rebotó un poco. El impacto abrió aún más sus heridas y lo dejó aturdido por un instante. Luchó contra las tinieblas que lo invadían y, aunque dolorido y mareado, se dio cuenta de que sus músculos de hierro lo habían salvado de un daño irreparable.
Conan no dijo una sola palabra ni pronunció queja alguna, a pesar de que la sangre manaba de su nariz y de que los músculos de su vientre se contraían por las náuseas. Gruñendo en tono de aprobación, Djebal se inclinó sobre el cimmerio con un par de tenazas de las que se emplean para extraer los clavos de las herraduras de los caballos y desgarró la piel de su mano para poder llegar hasta la cabeza de hierro del clavo, hundida en la carne. Las tenazas eran pequeñas para semejante trabajo, y Djebal forcejeaba y sudaba, moviendo la herramienta en la carne en una y otra dirección, como si se tratara de madera. La sangre manó en abundancia hasta empapar los dedos del cimmerio. Éste permanecía tan quieto como si estuviera muerto. El primer clavo cedió al fin, y Djebal lo alzó con un gruñido de satisfacción. Luego lo arrojó a un lado y se inclinó sudando sobre la otra mano.
Repitió la operación, y después Djebal comenzó a manipular los clavos de los pies. Pero el cimmerio se incorporó hasta sentarse, le quitó las tenazas a Djebal y le dio un violento empujón que lo envió trastabillando hacia atrás. Las manos de Conan estaban hinchadas y habían alcanzado un volumen doble del normal. Tenía los dedos casi paralizados, y el solo hecho de cerrar la mano constituía un tormento, que le hizo apretar los dientes hasta sangrar. Pero logró asir con dificultad las tenazas con ambas manos y extrajo uno tras otro todos los clavos.
Luego se puso en pie y su cuerpo rígido se tambaleó sobre los pies lacerados e hinchados, como si estuviese borracho. Un sudor helado le inundó el rostro, y los calambres le recorrían todo el cuerpo. Entonces apretó las mandíbulas para no vomitar.
Olgerd, que observaba imperturbable al cimmerio, le señaló el caballo que había robado. Conan avanzó hacia el animal, y cada paso que daba era como una puñalada que le llenaba los labios de espuma roja.
Una de sus manos, deforme y temblorosa, se tendió insegura hacia la silla del animal. Un pie sangrante se introdujo torpemente en el estribo. Mientras montaba, Conan estuvo a punto de desmayarse en el aire. Pero consiguió acomodarse en la silla, y en ese momento Olgerd fustigó al caballo con el látigo. El animal retrocedió asustado y su jinete se tambaleó sobre la silla como un saco de arena. Pero Conan se enrolló una rienda en cada mano, sosteniéndolas con el pulgar. Con un esfuerzo sobrehumano, logró dominar al corcel. Éste relinchó con las mandíbulas casi dislocadas.
Uno de los shemitas levantó su cantimplora y miró a Olgerd, que hizo un movimiento negativo con la cabeza y dijo:
-Que espere hasta que lleguemos al campamento. Está a sólo diez millas de distancia. Si está capacitado para vivir en el desierto, resistirá sin beber.
El grupo cabalgó hacia el río como si se tratara de una banda de fantasmas. Entre ellos iba Conan, tambaleándose como un borracho sobre su silla, con los ojos inyectados en sangre y los labios negros cubiertos de espuma.


3. Carta a Nemedia

El sabio Astreas, que viajaba por Oriente en su incesante búsqueda de saber, escribió una carta a su amigo y colega, el filósofo Alcemides, que vivía en Nemedia. En dicha misiva se hablaba de todo lo que se sabía en Occidente acerca de los hechos ocurridos en aquel período en los países orientales, siempre envueltos en un misterio casi mítico.
Esto era lo que decía, en parte, la carta de Astreas:

«Difícilmente podrías imaginar, querido amigo, las condiciones imperantes en este minúsculo reino desde que Taramis admitió a Constantius y sus mercenarios, sucesos que te describí brevemente en mi ultima carta. Siete meses han pasado desde entonces y la situación no ha hecho más que empeorar; parecería que el mismísimo diablo anduviera suelto por este desdichado reino. Taramis parece haberse vuelto loca. Si antes era famosa por su virtud, su sentido de la justicia y su ecuanimidad, ahora destaca por todo lo contrario. Su vida privada es escandalosa, aunque quizá "privada" no sea la palabra adecuada, puesto que ni siquiera trata de ocultar la depravación que reina en su corte. Organiza constantemente las más infames orgías a las que están obligadas a asistir sus damas de honor, tanto si son casadas como vírgenes.
«Ella misma no se ha tomado la molestia de casarse con su amante, Constantius, quien, sin embargo, se sienta al lado de ella en el trono y gobierna como verdadero príncipe consorte. Los oficiales de éste siguen su ejemplo y no vacilan en violar a toda mujer que deseen, independientemente de su rango o condición. El desgraciado reino gime bajo unos impuestos exorbitantes, las granjas son esquilmadas y los mercaderes se hunden en la miseria. Dichosos son si escapan con vida.
»Sé que te resultará difícil creerme, buen Alcemides; quizá pienses que exagero cuando describo la situación imperante en Khaurán. Admito que tales condiciones son increíbles para un habitante de un país occidental, pero debes comprender la enorme diferencia que existe entre Oriente y Occidente, especialmente si nos referimos a esta zona de Oriente. En primer lugar, Khaurán es un reino de pequeñas dimensiones, uno de los muchos principados que antiguamente formaban parte del imperio de Koth y que posteriormente se independizaron. Esta zona del mundo está constituida por diminutos reinos, minúsculos en comparación con los grandes reinos de Occidente o con los grandes sultanatos del Este. Sin embargo, tienen importancia, puesto que controlan las rutas de las caravanas, y porque son muy ricos.
«Khaurán es el principado más importante del sudeste, y linda con los desiertos orientales de Shem. Su capital, llamada también Khaurán, es la única ciudad de cierta magnitud que hay en el reino y se halla cerca del río que separa los prados del desierto, como una fortaleza que vigila las fértiles praderas que hay detrás. La tierra es tan rica que produce tres e incluso cuatro cosechas al año. Los llanos que hay al norte y al oeste de la ciudad, en cambio, están sembrados de pequeñas aldeas. Al que está acostumbrado a las grandes plantaciones y a las haciendas ganaderas de Occidente, le resulta extraño ver estos minúsculos campos, huertos y viñedos. Sin embargo, la riqueza en granos y frutos fluye de estas tierras como si se tratara del cuerno de la abundancia. Los habitantes de la zona se dedican exclusivamente a la agricultura. Son gentes pacíficas, incapaces casi de defenderse, y tienen prohibida la posesión de armas. Dependen enteramente de los soldados de la ciudad en cuanto a su protección y se sienten desamparadas en las condiciones actuales. Por lo tanto, aquí resultan casi imposibles las violentas revueltas de las zonas rurales, tan corrientes en las naciones occidentales.
»Los nativos de este país trabajan como bestias bajo la mano férrea de Constantius, cuyos hombres de barba negra cabalgan incesantemente por los campos con látigos en la mano, como los negreros de las plantaciones del sur de Zíngara.
»Los moradores de las ciudades no viven mejor. Son despojados de sus riquezas, y sus hijas más hermosas sirven para aplacar el deseo insaciable de Constantius y sus mercenarios. Estos hombres son implacables; presentan todos los defectos de los shemitas: crueldad bestial, lascivia y ambición sin límites. Los habitantes de la ciudad de Khaurán pertenecen a la casta gobernante del país, y son en su mayoría hiborios valientes y belicosos. Pero la traición de su reina los ha puesto en manos de sus opresores. Los shemitas constituyen la única fuerza armada de Khaurán e imponen los castigos más crueles a los nativos a los que encuentran en posesión de armas. Se ha iniciado una campaña sistemática para exterminar a los jóvenes khauranios que estén en condiciones de portar armas. Muchos han sido asesinados salvajemente y otros fueron vendidos como esclavos a los turanios. Miles de ellos huyeron del reino, para entrar al servicio de otros gobernantes o para convertirse en proscritos integrantes de alguna de las numerosas bandas que hay a lo largo de las fronteras.
«Actualmente existe una vaga posibilidad de que se produzca una invasión desde el desierto habitado por tribus de nómadas shemitas. Los mercenarios de Constantius proceden de las ciudades shemitas del oeste de ese reino; son pelishtios, anakios y akkharios, y todos ellos son terriblemente odiados por los zuagires y por otras tribus errantes. Como sabes, buen Alcemides, los países de estos bárbaros están divididos en dos zonas: en la occidental, formada por las praderas que se extienden hasta el lejano océano, se alzan las ciudades importantes; en la oriental, desértica, vagan los enjutos nómadas. Hay una lucha incesante entre los habitantes de la ciudad y los del desierto.
»Los zuagires han luchado contra los khauranios y han invadido el país durante siglos, pero sin éxito, por lo que están resentidos contra los conquistadores occidentales. Se rumorea que ese antagonismo es fomentado actualmente por el hombre que fuera capitán de la guardia real, al que Constantius hizo crucificar, pero que consiguió huir milagrosamente, uniéndose después a los nómadas. Se llama Conan y es un bárbaro, uno de esos taciturnos cimmerios cuya ferocidad han conocido nuestros soldados a un precio muy alto. Se dice que es la mano derecha de Olgerd Vladislav, el aventurero kozako que llegó desde las estepas del norte y llegó a jefe de una banda de zuagires. También hay rumores de que esa banda ha crecido notablemente en número en los últimos meses, y que Olgerd, incitado seguramente por el cimmerio, está considerando la posibilidad de llevar a cabo una incursión contra Khaurán.
»Esto no podrá pasar de ser una simple incursión, dado que los zuagires no tienen máquinas de asedio, ni los conocimientos necesarios para sitiar una ciudad.
Además, se ha demostrado muchas veces en el pasado que la escasa disciplina o, mejor dicho, la falta de formación de las tropas nómadas, no puede rivalizar jamás con la disciplina y el armamento de los guerreros reclutados en las ciudades shemitas. Los nativos de Khaurán quizá vean con buenos ojos esta conquista, ya que los nómadas no podrían tratarlos peor que sus actuales amos. Incluso es probable que prefieran la aniquilación total al sufrimiento que tienen que soportar. Pero están tan acobardados e indefensos, que no son capaces de ayudar a los invasores.
«La suerte de estas gentes es muy triste. Taramis parece estar poseída por el demonio y no se detiene ante nada. Ha abolido el culto a Ishtar y convertido el templo en un antro de idolatría. Mandó destruir la imagen de marfil de la diosa que veneran estos hiborios orientales (y aunque su culto es inferior en comparación con la verdadera religión de Mitra que practicamos nosotros, los occidentales, es superior a la demoníaca religión de los shemitas) y llenó el templo de Ishtar con bastos ídolos de las especies más extrañas: dioses y diosas de la noche, representados en las posturas más obscenas y perversas y con las características físicas más repugnantes que pueda concebir el cerebro más degenerado. Muchas de esas imágenes pueden ser identificadas como falsos dioses de shemitas, turanios, vendhios y khitanios, pero otras son reminiscencias de cultos terribles, perdidos en la noches de los tiempos, que tal vez perduran en las más oscuras leyendas. Es imposible adivinar dónde ha podido conocer la reina dichos cultos.
»Por si fuera poco, la soberana ha instituido los sacrificios humanos y, desde que vive con Constantius, no menos de quinientas personas -hombres, mujeres y niños- han sido inmolados. Algunos de ellos murieron en el altar que la reina mandó erigir en el templo y bajo la daga empuñada por ella. Pero otros se han enfrentado con un destino más terrible aún.
»Taramis tiene un monstruo desconocido encerrado en una cripta del templo. Nadie sabe cómo es ni cuándo llegó hasta allí. Pero poco después de aplastar la desesperada revuelta de sus soldados contra Constantius, la reina pasó una noche entera en el escarnecido templo, con la única compañía de una docena de prisioneros encadenados. Las aterradas gentes de la ciudad vieron salir por la cúpula un humo espeso y maloliente y oyeron toda la noche los frenéticos cánticos de Taramis, así como los gritos de agonía de los torturados cautivos. Hacia el amanecer, una voz se mezcló con estos ruidos. Era una especie de graznido estridente e inhumano que heló la sangre de quienes lo oyeron.
»Cuando hubo amanecido, Taramis salió como ebria del templo, con una expresión de triunfo demoníaco en sus ojos centelleantes. Jamás se volvió a saber nada de las víctimas, y tampoco se volvió a oír el siniestro graznido. Pero hay una habitación en el templo en la que nadie ha entrado jamás, salvo la reina, junto con algún prisionero al que ha decidido sacrificar. Jamás se vuelve a ver a la víctima. Todos saben que en ese recinto tétrico hay un monstruo, venido de la oscura noche de los tiempos, que devora a los aterrados seres humanos que Taramis le suministra.
»Ya no puedo imaginar a la reina como a una mujer de carne y hueso, sino como a un feroz demonio femenino, sentado en cuclillas en su sangrienta guarida, entre huesos y trozos de sus víctimas, con las manos manchadas de sangre. Mi fe en la justicia divina se tambalea por momentos cuando pienso que los dioses permiten que realice semejantes monstruosidades, sin hacer que reciba su merecido castigo.
»Al comparar su actual conducta con la sensatez que demostró cuando me recibió al llegar yo a Khaurán, hace siete meses, me siento desconcertado; no puedo sino pensar lo que cree mucha gente: que Taramis está poseída por un demonio. Un joven soldado llamado Valerius pensaba de otro modo. Él creía que una bruja había asumido una forma idéntica a la de la adorada soberana de Khaurán.
Opinaba que la reina podía estar recluida en algún calabozo y que quien gobierna en lugar de ella no es más que una bruja. Valerius juraba que encontraría a la auténtica reina, si todavía estaba viva. Pero creo que Valerius también ha sido víctima de la crueldad de Constantius. Se vio complicado en la rebelión de los guardias del palacio, por lo que huyó y permaneció oculto durante algún tiempo, negándose tercamente a buscar refugio en el extranjero. Yo lo encontré durante ese período y fue entonces cuando me contó cuáles eran sus sospechas.
»Pero, como he dicho, ahora ha desaparecido, al igual que tantos otros cuyo destino nadie se atreve a imaginar. Y me temo que haya sido aprehendido por los espías al servicio de Constantius.
»Debo terminar esta carta y enviarla secretamente por medio de una paloma mensajera que la llevará hasta la frontera de Koth, donde compré el pájaro. Luego seguirá viaje con una caravana de camellos, que espero te entreguen esta misiva personalmente. Debo darme prisa para terminar esta carta antes de que amanezca. Es tarde, y las estrellas brillan con pálido fulgor en las terrazas y jardines de Khaurán. Un inquietante silencio envuelve a la ciudad, en la que sólo se oye el redoble de un tambor proveniente del templo. No hay duda de que Taramis está allí, fraguando alguna de sus brujerías.»

Pero el sabio se equivocaba respecto al paradero de la mujer que él llamaba Taramis. La muchacha a la que el mundo conociera como reina de Khaurán se hallaba en un calabozo iluminado tan sólo por la llama vacilante de una antorcha, que hacía resaltar la cruel belleza de su diabólico rostro.
Estaba sentada en el suelo, con el cuerpo desnudo cubierto de andrajos.
Salomé rozó desdeñosamente con su sandalia dorada el cuerpo de Taramis y sonrió con gesto vengativo al ver que su víctima se estremecía.
-¿No te gustan mis caricias, querida hermana? -preguntó.
Taramis seguía siendo hermosa, a pesar de sus harapos y de las privaciones de siete largos meses de encierro.No contestó a las ironías de su hermana, sino que inclinó la cabeza, como si estuviera acostumbrada a aquellas burlas.
Esa resignación no agradaba a Salomé, que se mordía el labio inferior mientras golpeaba con el zapato sobre la piedra. Salomé iba ataviada con el bárbaro esplendor de las mujeres de Shushán. Las piedras preciosas brillaban en sus sandalias y en las placas de oro que cubrían sus pechos, así como en las pulseras que llevaba en los brazos y alrededor del tobillo. Su peinado era similar al de las mujeres shemitas y de sus orejas colgaban unos pendientes de jade que arrojaban destellos con cada movimiento de impaciencia de la altiva cabeza. Un cinto con pequeñas gemas sujetaba su falda de seda, tan transparente que parecía una cínica burla a los convencionalismos.
De sus hombros colgaba una capa de color escarlata, que le cubría un hombro y ocultaba algo que Salomé llevaba en una mano.
La hechicera se inclinó súbitamente, y con su mano libre cogió a su hermana por los cabellos y la obligó a que la mirara a los ojos. Taramis se enfrentó a esa felina mirada sin inmutarse.
-Veo que no lloras con tanta facilidad como antes, dulce hermana -murmuró la bruja.
-Ya no conseguirás que derrame más lágrimas -repuso Taramis-. Has gozado demasiadas veces del espectáculo de ver a la reina de Khaurán sollozando y pidiendo piedad de rodillas. Ahora comprendo que no me has matado a fin de tener el placer de atormentarme. Por eso tus torturas han sido más refinadas de lo que acostumbras. Pero ya no temo; me has privado del último vestigio de esperanza, de miedo y de vergüenza. ¡Mátame y acabemos de una vez, porque ya he derramado mi última lágrima, engendro del infierno!
-¡Cuántos halagos, mi querida hermana! -dijo Salomé con fingida ternura-. Hasta ahora sólo he hecho sufrir tu hermoso cuerpo y tu orgullo. Pero no olvides que, a diferencia de mí, eres capaz de sufrir tormentos mentales. Los descubrí cuando me complacía relatándote las farsas de que me valí para hacerte quedar mal ante tus estúpidos súbditos. Pero esta vez he traído una prueba más fehaciente de la forma en que actúo. ¿Sabes que Krallides, tu fiel consejero, ha vuelto de Turan y ha sido capturado?
Taramis palideció.
-¿Qué..., qué le has hecho? -preguntó la reina. 
Por toda respuesta, Salomé extrajo el misterioso bulto que ocultaba bajo la capa. Levantó las sedas que lo cubrían y dejó al descubierto algo... Era la cabeza de un hombre joven con las facciones contraídas, como si hubiera muerto en medio de atroces sufrimientos.
Taramis lanzó un grito, como si un cuchillo le hubiese traspasado el corazón.
-¡Oh, Ishtar! ¡Krallides!
-¡Sí! El muy necio trataba de levantar a la gente contra mí, diciéndoles que Conan decía la verdad cuando afirmaba que yo no era Taramis. Pero, por otra parte, ¿cómo se va a levantar el pueblo contra los shemitas del Halcón? ¿Con palos y piedras? ¡Bah! Los perros se están comiendo ahora su cuerpo decapitado en la plaza del mercado, y sus restos serán arrojados después a una cloaca.
Salomé miro a Taramis con una sonrisa cruel y exclamó:
-¿Cómo, hermana, resulta que aún te quedan lágrimas? ¡Eso está mejor! Veo que acerté al reservar el tormento mental para el final. De ahora en adelante, sabré proporcionarte muchos espectáculos como... ¡éste!
De pie, y con la cabeza decapitada en la mano, bajo la luz de las antorchas, Salomé no parecía un ser nacido de mujer, a pesar de su belleza atroz. Taramis no levantó la vista. Estaba tendida en el húmedo suelo, con el cuerpo sacudido por gemidos de dolor y golpeando las paredes de piedra con las manos. Salomé, sin decir una sola palabra, se dirigió a la puerta mientras las argollas que adornaban sus tobillos tintineaban a cada paso que daba.

Poco después, Salomé salía por una puerta que conducía a un patio, que a su vez daba a una sinuosa callejuela. Un hombre que esperaba allí se volvió hacia ella. Era un gigantesco shemita de ojos sombríos, espaldas de toro y una enorme barba negra que le caía sobre la poderosa coraza de plata que cubría un pecho.
-¿Ha llorado? -preguntó con voz profunda y acalorada.
Era el general de los mercenarios, uno de los pocos colegas de Constantius que conocía el secreto de la reina de Khaurán.
-Sí, Khumbanigash. Hay zonas enteras de su sensibilidad que aún no he tocado. Cuando una de ellas se embote debido a la continua laceración, descubriré otra, intacta, que la hará sufrir más. ¡Eh, ven aquí, perro!
Una figura temblorosa, cubierta de harapos y de suciedad y con el pelo enmarañado, se acercó a Salomé. Era uno de los mendigos que dormían en las callejuelas y en los patios de la ciudad. Salomé le arrojó la cabeza, que llevaba en la mano y dijo:
-Ten, arroja esto a la cloaca más cercana. Explícaselo por señas, Khumbanigash. Este hombre está completamente sordo.
-¿Por qué seguís con esta farsa? -preguntó Khumbanigash a Salomé-. Estás tan firmemente asentada en el trono, que nada puede desplazarte de él. ¿Qué importaría que estos estúpidos khauranios supieran la verdad? No podrán hacer nada. Es mejor que proclames tu verdadera identidad. Muéstrales a su bienamada ex reina... ¡y córtale la cabeza en una plaza pública!
-Todavía no, mi buen Khumbanigash...
A continuación se cerró la puerta del patio y se escuchó el eco de las pisadas del general que se alejaba. El mendigo mudo estaba escondido en el patio. Nadie había observado que sus manos, que se habían extendido para arrojar la cabeza a la alcantarilla, estaban temblando. Eran manos fuertes, musculosas y bronceadas, muy poco en consonancia con el cuerpo encorvado y los sucios andrajos.
-¡Lo sabía! -susurró con tono fiero y vibrante, aunque apenas audible-. ¡Ella vive! ¡Oh, Krallides, tu martirio no ha sido en vano! ¡La han encerrado en ese calabozo! ¡Ishtar, si amas a los hombres de verdad, ayúdame en este difícil trance!


4. Lobos del desierto

Olgerd Vladislav llenó su enjoyada jarra con el vino de un botellón de vidrio, que luego deslizó sobre la mesa de ébano hasta donde estaba Conan el cimmerio. Olgerd iba ataviado con una pompa que hubiese satisfecho la vanidad de cualquier caudillo zaporosko.
Llevaba una túnica de seda llamada, con perlas cosidas en la parte inferior. Un ancho cinturón de raso sujetaba sus amplias calzas que se introducían por abajo en unas botas cortas de suave cuero verde adornadas con hilos de oro. Llevaba un turbante de seda, también verde, que se envolvía en torno a un pequeño casco dorado. Su única arma era una ancha daga con vaina de marfil, que llevaba muy alta sobre la cabeza izquierda, al estilo kozako.Arrellanado en su silla adornada con águilas talladas, Olgerd estiró las piernas y bebió vino espumoso, a grandes sorbos.
Aquel esplendor contrastaba con el sencillo porte del gigantesco cimmerio, de negra melena, rostro bronceado lleno de pequeñas cicatrices y fogosos ojos azules de mirar ardiente. Llevaba puesta una cota de malla negra, y en su atuendo sólo resultaba llamativa la ancha hebilla dorada del cinturón del que colgaba la espada envainada.
Estaban solos en la tienda de campaña, en cuyo interior colgaban tapices y cortinas bordadas con hilos de oro, y cuyo suelo estaba cubierto de ricas alfombras y cojines de terciopelo, todo ello obtenido como botín de numerosas caravanas. Del exterior llegaba un murmullo incesante, como el que suele acompañar a las grandes concentraciones de hombres. El viento movía de cuando en cuando las hojas de las palmeras del oasis, produciendo un suave murmullo.
-Hoy a la sombra y mañana al sol -dijo Olgerd, aflojándose un poco de cinturón de color carmesí y tendiendo nuevamente la mano hacia la jarra de vino-. Así es la vida. He sido caudillo de los zaporoskos; ahora lo soy de las gentes del desierto. Hace siete meses tú colgabas de una cruz, fuera de las murallas de Khaurán. Y ahora eres el lugarteniente del saqueador más poderoso que existe en Turan y en las praderas occidentales. ¡Deberías estarme agradecido!
-¿Porque has sabido reconocer lo que valgo? -dijo Conan, echándose a reír y alzando su jarra de vino-. Cuando se permite que un hombre mejore su posición, puede uno tener la seguridad de que será él mismo el primero en beneficiarse de ello. Todo lo que tengo me lo he ganado con mi sudor y mi sangre. 
Conan miró las cicatrices que tenía en las palmas de las manos. También había cicatrices en su cuerpo, que no existían siete meses antes.
-Debo admitir que peleas como un regimiento de demonios -reconoció Olgerd-. Pero no es gracias a ti que tantos hombres se han unido a nuestras tropas, sino a consecuencia de nuestros éxitos en el pillaje, dirigidos con mano sabia por mí. Estos nómadas siempre buscan un buen jefe al que seguir, y suelen tener más fe en los extranjeros que en los de su propia raza.
»¡No hay límites en lo que podemos conseguir, Conan! -continuó-. Ya tenemos once mil hombres bajo nuestro mando. Dentro de un año, el número se habrá triplicado. Hasta el momento nos hemos contentado con realizar incursiones en las fronteras de Turan y en las ciudades del oeste. Con treinta o cuarenta mil hombres no haremos más incursiones, sino que invadiremos un país, lo conquistaremos y nos estableceremos en él. Entonces yo seré emperador de Shem, y tú mi visir, siempre y cuando obedezcas mis órdenes incondicionalmente. Mientras tanto, creo que nos encaminaremos hacia el este para saquear el puerto fronterizo de Vezek, donde las caravanas tienen que pagar tributo.
Conan movió la cabeza haciendo un gesto negativo, y dijo:
-No me parece acertado. 
Olgerd lo miró furioso y contestó:
-¿Qué quieres decir con eso de que no te parece acertado? ¡En este ejército, el que piensa soy yo!
-En nuestra banda hay suficientes hombres para llevar a cabo mis planes -repuso el cimmerio-. Estoy harto de esperar, y tengo que arreglar una cuenta pendiente.
-Ah, siempre recordando lo de la cruz, ¿eh? -dijo Olgerd, que tomó un trago de vino y sonrió complacido. Bueno, me gustan los hombres que saben odiar. Pero eso puede esperar, por el momento.
-Me dijiste que me ayudarías a tomar Khaurán -afirmó Conan.
-Sí, pero eso fue antes de conocer las inmensas posibilidades que tiene el poder. Además, sólo pensaba en hacer una incursión rápida para saquear la ciudad. No quiero malgastar nuestras fuerzas. Khaurán es un hueso demasiado duro de roer ahora. En cambio, dentro de un año quizá...
-Será dentro de una semana -repuso Conan, y el kozako se sorprendió ante la firmeza del cimmerio.
-Escúchame -dijo Olgerd-. Aun cuando yo estuviera dispuesto a empujar a mis hombres a una empresa tan descabellada, ¿qué conseguiríamos? ¿Crees que estos lobos del desierto pueden asediar y tomar una ciudad como Khaurán?
-No habrá asedio -dijo Conan-. Conozco un modo de atraer a Constantius a la llanura.
-¿Y después qué? -protestó el kozako bramando un juramento-. En un combate con arqueros, nuestros jinetes llevarán las de perder, porque las armaduras de los asshuri son mejores que las nuestras. Y si se tratara de luchar con espadas, sus filas cerradas de diestros espadachines aventajan a nuestras formaciones abiertas, a las que dispersarán como hojas al viento.
-No ocurrirá eso si cuento con tres mil jinetes hiborios desesperados que formen una sólida cuña -afirmó el cimmerio.
-¿Y de dónde vas a sacar tres mil hiborios? ¿Vas a conseguirlos por arte de magia? -se burló Olgerd.
-Ya los tengo -repuso Conan imperturbable-. Son tres mil hombres de Khaurán que están esperando órdenes mías en el oasis de Akrel.
-¿Cómo? -exclamó Olgerd, sin dar crédito a lo que escuchaba.
-Lo que has oído. Se trata de hombres que han escapado a la tiranía de Constantius. La mayor parte de ellos han vivido como proscritos en los desiertos que se encuentran al este de Khaurán. Son hombres enjutos, duros y osados como tigres salvajes. Cada uno de ellos puede habérselas con tres mercenarios achaparrados. La opresión ha endurecido sus músculos y ha puesto el fuego del infierno en sus extrañas. Estaban dispersos en pequeñas bandas, y lo único que necesitaban era un jefe que los reuniera y los dirigiera. Creyeron en el mensaje que les hice llegar a través de mis jinetes, se han reunido en el oasis y están a mi disposición.
-¿Y todo ello sin mi conocimiento? -preguntó Olgerd con una luz salvaje y peligrosa en los ojos, al tiempo que echaba mano del arma que llevaba colgada del cinto.
-Querían seguirme a mí, y no a ti.
-¿Y qué les dijiste a esos descastados, para haberte ganado su voluntad? -inquirió Olgerd con voz amenazadora.
-Les dije que emplearía esa horda de lobos del desierto para aniquilar a Constantius y devolver la ciudad de Khaurán a sus habitantes.
-¡Necio! -susurró Olgerd-. ¿Acaso te consideras el jefe?
Los dos hombres estaban de pie, frente a frente, a ambos lados de la mesa de ébano. Una luz demoníaca bailaba en los fríos ojos grises de Olberd, mientras que el cimmerio esbozaba una sonrisa feroz.
-Te haré descuartizar entre cuatro palmeras -dijo el kozako con aparente serenidad.
-¡Llama a tus hombres y dales esa orden! -repuso Conan, desafiante-. ¡Veremos si te obedecen!
Olgerd gruñó enseñando los dientes y levantó la daga, pero se detuvo a medio camino. Había algo en el rostro oscuro del cimmerio que lo hizo estremecer. Sus ojos centelleaban como los de un lobo.
-Escoria de las montañas occidentales -musitó el kozako-. ¿Has osado socavar mi poder?
-No tuve necesidad de hacerlo -repuso Conan-. Mentías, cuando dijiste que nada tengo que ver con la llegada de los nuevos soldados que recluíamos.
Yo soy el verdadero motivo de su adhesión. Ellos obedecen tus órdenes, pero luchan por mí. Los zuagires no pueden tener dos jefes a la vez.
Ellos saben que yo soy el más fuerte y que los entiendo mejor que tú, porque yo, al igual que ellos, soy un bárbaro.
-¿Y qué dirán cuando les pidas que luchen por los khauranios? -preguntó Olgerd con tono sarcástico.
-Me seguirán. Voy a prometerles un camello cargado de oro que nos entregará el palacio. La ciudad de Khaurán estará dispuesta a pagarlo como recompensa por librarse de Constantius. Luego los dirigiré contra los turanios, como tú habías planeado. Lo que quieren estos hombres es botín y, para conseguirlo, lucharán contra Constantius como contra cualquier otro enemigo.
En los ojos de Olgerd se reflejó el reconocimiento de su derrota. En sus sueños de grandeza había pasado por alto algunos detalles que, si bien antes le habían parecido carentes de importancia, adquirían ahora su verdadero significado, demostrando que lo que Conan decía no eran meras fanfarronadas. La gigantesca figura cubierta con cota de malla que se encontraba frente a él era el verdadero jefe de los zuagires.
-¡Pero no serás el jefe si mueres! -murmuró Olgerd, y su mano aferró la empuñadura de su daga.
Conan alargó el brazo al otro lado de la mesa con la rapidez de un rayo, y sus dedos aferraron el antebrazo de Olgerd. Se oyó un crujido de huesos rotos, y la escena se congeló durante unos instantes cargados de tensión: los hombres se encontraban cara a cara, inmóviles como estatuas. La frente del kozako se cubrió de sudor, y Conan se echó a reír, sin aflojar la presión sobre el brazo roto.
-¿Eras apto para vivir, Olgerd?
La sonrisa del cimmerio no cambió mientras sus dedos estrujaban la carne temblorosa del kozako y se oía el ruido de huesos rotos que se rozaban. El rostro ceniciento de Olgerd se quedó rígido y la sangre comenzó a manar de su labio inferior, en el que había clavado los dientes. Sin embargo, no se le escapó un quejido ni dijo una sola palabra.
Con otra carcajada, Conan soltó al kozako y retrocedió. Olgerd se tambaleó, y tuvo que apoyarse en la mesa con la mano sana para no caer.
-Te concedo la vida, Olgerd, como tú me la regalaste a mí -dijo Conan con absoluta tranquilidad-. Si bien tú me hiciste descender de la cruz para que te ayudara a conseguir tus objetivos. Además, me sometiste a unas pruebas amargas y difíciles que tú mismo no habrías resistido, ni nadie que no fuera un bárbaro occidental.
«Ahora coge tu caballo y márchate -agregó-. Ya lo tienes, enjaezado detrás de la tienda. Encontrarás agua y comida en las alforjas. Nadie te verá marchar, pero vete rápido. No hay sitio en el desierto para un jefe derrotado. Si los guerreros te vieran así, tullido y destronado, no te dejarían abandonar vivo el campamento.
Olgerd no contestó. Lentamente, y sin decir una sola palabra, se volvió y salió de la tienda, apartando con la mano la tela de seda que cubría la entrada. Luego, siempre en silencio, se subió al enorme caballo blanco que estaba atado a la sombra de una palmera. Finalmente, con su brazo roto apretado contra el pecho, tiró de las riendas e hizo girar a su corcel hacia el este, en dirección al desierto, y se alejó para siempre de los zuagires.
Dentro de la tienda, Conan vació la jarra de vino y chasqueó la lengua con deleite. Luego arrojó la jarra vacía a un rincón y, después de ajustarse el cinturón, salió al exterior. Se detuvo un momento para recorrer con la mirada las líneas de tiendas de piel de camello que se hallaban ante él, así como las siluetas vestidas de blanco que se movían entre las tiendas, discutiendo o cantando, mientras ponían en orden sus arreos o afilaban sus cimitarras.
Entonces Conan levantó la voz, que llegó hasta los confines del campamento como un trueno.
-¡Aguzad los oídos, perros, y escuchadme! ¡Venid a mi lado! ¡Tengo algo que deciros!


5. La voz de la bola de cristal

En una habitación de una torre cercana a las murallas de la ciudad, un grupo de hombres escuchaba atentamente las palabras de uno de ellos. Eran jóvenes fuertes y musculosos, con ese aspecto que sólo confieren la desesperación y la adversidad. Vestían cotas de malla y ropas de cuero gastado, y de sus cintos colgaban las espadas envainadas.
-¡Sabía que Conan decía la verdad cuando aseguró que ella no era Taramis! -exclamó el que hablaba-. Durante meses he rondado por las cercanías del palacio, haciéndome pasar por un mendigo sordo. Finalmente pude confirmar lo que ya había imaginado, o sea, que nuestra reina se halla prisionera en los calabozos adyacentes al palacio. Esperé mi oportunidad y capturé a un carcelero shemita, al que dejé sin sentido cuando salía del patio, a altas horas de la noche. Lo arrastré a un sótano cercano y allí lo interrogué. Antes de morir me dijo lo que acabo de contaros, y lo que hemos sospechado todo este tiempo: que la mujer que gobierna Khaurán es una bruja llamada Salomé. Dijo que Taramis se halla prisionera en una de las celdas que hay en el sótano de la prisión.
»Esta invasión de los zuagires nos ofrece la oportunidad que buscábamos -agregó-. No sé cuáles son las intenciones de Conan. Quizás sólo desea vengarse de Constantius, o tal vez pretenda saquear la ciudad y luego destruirla. Es un bárbaro, y es imposible saber lo que les pasa por la cabeza a esa gente.
»Pero sé muy bien lo que debemos hacer nosotros -continuó-: ¡Rescatar a Taramis mientras se lucha en las calles! Constantius va a salir con sus tropas al llano para presentar batalla. Sus hombres ya están montando a caballo. Hará eso porque no hay comida suficiente en la ciudad para resistir un asedio. Conan llegó tan imprevistamente del desierto que no hubo tiempo de conseguir provisiones. Y el cimmerio está equipado para sitiar la ciudad. Los exploradores de Constantius han informado que los zuagires tienen máquinas de asedio construidas siguiendo las instrucciones de Conan, que aprendió todas las artes de la guerra en Occidente.
»Constantius no desea que se prolongue el cerco -agregó-, y por ello quiere enfrentarse con el enemigo en la llanura, donde espera dispersar a las tropas de Conan de un solo golpe. En la ciudad dejará sólo unos cientos de hombres para que vigilen desde las murallas y las torres que dominan las puertas de la ciudad.
»En la prisión casi no habrá vigilancia -concluyó el hombre-. Cuando hayamos liberado a Taramis, actuaremos según lo aconsejen las circunstancias. Si gana Conan, debemos enseñar a Taramis a su pueblo, y decirle a la gente que se rebele, lo que harán, ¡ya lo creo que lo harán! Estas gentes son capaces de matar a los shemitas que quedan en la ciudad con las manos. Luego cerrarán las puertas, tanto para defenderse de los mercenarios como de los nómadas, y ninguno de éstos podrá entrar en la ciudad. Entonces parlamentaremos con Conan, que siempre fue leal a Taramis. Cuando él conozca la verdad y la reina le hable, creo que no someterá a asedio ni saqueará la ciudad. Si es Constantius el que vence, lo que parece más probable, deberemos escapar de Khaurán junto con la reina. 
El joven miró a los demás y preguntó:
-¿Está claro?
Todos respondieron afirmativamente.
-En ese caso, aflojad vuestras espadas de las vainas, encomendémonos a Ishtar y vayamos a la prisión, pues los mercenarios se dirigen en este momento a la puerta sur de la ciudad.
Así era. La luz del alba se reflejaba en los cascos puntiagudos que avanzaban rítmicamente hacia la amplia arcada exterior. Aquella sería una batalla de jinetes, como sólo era posible en tierras de Oriente. Las tropas pasaban a través de las puertas como un río de acero. Eran siluetas sombrías cubiertas con cotas de malla negras o plateadas, con oscuras barbas rizadas y narices aguileñas, con ojos inexorables en los que brillaba la fatalidad de su raza, la seguridad de sus decisiones y la absoluta falta de piedad.
Las calles y ventanas estaban abarrotadas de gente que observaba en silencio a aquellos guerreros extranjeros que, paradójicamente, iban a defender su ciudad. No decían una sola palabra. Aquellos individuos enjutos, con ropas raídas y gorros en sus manos miraban con ojos inexpresivos.
En una torre que dominaba la ancha calle por la que se llegaba a la puerta sur, se encontraba Salomé, tendida sobre un diván de terciopelo. Miró sonriente a Constantius mientras éste se ajustaba la espada al cinto y se ponía los guanteletes de la armadura. Estaban solos en la habitación. El rítmico sonido metálico de los arneses y de los cascos de caballo contra el empedrado llegaba hasta la habitación a través de los barrotes dorados.
-Antes de que caiga la noche -manifestó Constantius, mientras se atusaba el bigote-, tendrás algunos prisioneros para alimentar a tu demonio del templo. A lo mejor ya está cansado de la suave carne ciudadana y preferiría los recios músculos de los hombres del desierto.
-Y tú ten cuidado de no ser la víctima de una bestia más feroz que el mismísimo Thaug -advirtió Salomé-. No olvides quién es el jefe de esos lobos del desierto.
-Imposible olvidarlo -respondió Constantius-. Ésa es una de las razones por las que me adelanto a recibirlo. Ese perro ha luchado en Occidente y conoce las artes del asedio. Mis exploradores tuvieron dificultades para acercarse a sus tropas, ya que los hombres de su escolta tienen vista de halcón. Pero se aproximaron lo suficiente como para ver los aparatos que arrastran largas filas de camellos. Tienen catapultas, arietes, balistas y otros artilugios. ¡Por Ishtar, ha debido de tener diez mil hombres trabajando día y noche durante un mes! Lo que no comprendo es de dónde sacó el material para construir esos aparatos. Quizás haya hecho un trato con los turanios y éstos lo provean de lo necesario.
»De todas formas -continuó-, no les valdrá de nada. Ya he luchado contra esos lobos del desierto en una oportunidad. Un intercambio de flechas, en el cual mis guerreros, con sus cotas de malla, saldrán mejor parados, luego una carga de caballería a través de las abiertas filas de los nómadas, y los habré dispersado a los cuatro vientos. Volveré a la ciudad antes de que se ponga el sol, con cientos de prisioneros desnudos atados a la cola de mis caballos. Esta noche haremos un gran festín en la plaza principal para celebrarlo. A mis soldados les encanta desollar vivos a sus enemigos, y haremos que los habitantes de la ciudad contemplen el espectáculo. En cuanto a Conan, sería un enorme placer cogerlo vivo para empalarlo en las escaleras del palacio.
-Desuella a todos los que quieras -respondió Salomé con indiferencia-. Me gustaría hacerme un vestido con piel humana. Pero prométeme que me entregarás al menos cien prisioneros para el altar y para Thaug. 
-Así se hará, descuida -repuso Constantius, que se apartó con una mano el cabello de la frente bronceada por el sol, y agregó-: ¡Por la victoria y el honor de la reina Taramis!
Tras decir estas sarcásticas palabras, se puso el casco bajo el brazo, levantó la otra mano como saludo y salió con paso majestuoso de la habitación. Hasta Salomé llegó la voz tajante de Constantius dando órdenes a sus oficiales.
La mujer se tendió en el lecho, bostezó, se estiró como un enorme gato flexible y sensual y llamó:
-¡Zang!
Un sacerdote, de piel amarilla y apergaminada sobre un rostro que parecía una calavera, entró sin hacer ruido en la habitación.
Salomé se volvió hacia un pedestal de marfil sobre el que se podían ver dos bolas de cristal y, cogiendo la más pequeña, se la entregó al sacerdote.
-Ve con Constantius -le ordenó-, y dame noticias de la batalla. ¡Vamos, márchate!
El hombre de rostro cadavérico hizo una profunda reverencia, escondió la bola bajo su oscuro manto y salió apresuradamente de la habitación.
Fuera, en la ciudad, no se oía otro ruido que el resonar de los cascos de caballo, y después el de las enormes puertas al cerrarse. Salomé subió por una amplia escalera de mármol que llevaba hasta la terraza del palacio, que sobresalía entre todos los demás edificios de la ciudad. Las calles estaban desiertas y en la gran plaza que había frente al palacio no se veía un alma. En épocas normales, la gente entraba y salía del sombrío templo que se alzaba al otro lado de la plaza, pero ahora aquello parecía una ciudad muerta. Tan sólo en la muralla sur y en los techos que daban a ella había señales de vida. Allí se abarrotaba la gente dispuesta a presenciar la batalla. No manifestaban nada, porque no sabían si desear la victoria o la derrota de Constantius. Su victoria significaba más años de miseria bajo un gobierno implacable. La derrota supondría, probablemente, el saqueo de la ciudad y una terrible masacre. No se sabía nada acerca de las intenciones de Conan, pero tenían presente que se trataba de un bárbaro sediento de venganza.
Los escuadrones de mercenarios se dirigían hacia la llanura. De este lado del río avanzaba otra masa compacta y oscura. Parecían jinetes. Del otro lado del río estaban las máquinas de asedio. Conan no había querido cruzar esos aparatos por el río, probablemente por temor a que lo atacaran a mitad de camino. Pero sí había hecho cruzar a toda la caballería. En esos momentos, el sol se alzaba con intenso fulgor sobre la oscura multitud de hombres armados. La caballería de Constantius inició el galope, y el estruendo de los cascos llegó hasta la gente que se hallaba en las murallas.
Los dos grandes grupos de caballos y jinetes se acercaron a galope tendido y al fin chocaron con tremendo fragor metálico y terrible confusión. Era difícil identificar a los combatientes. Densas nubes de polvo se alzaron de la llanura, bajo el golpe furioso de los cascos de los caballos. A través de esas nubes aparecían y desaparecían los guerreros entre el remolino de las lanzas.
Salomé se encogió desdeñosamente de hombros y bajó por la escalera. En el palacio reinaba un profundo silencio. Los esclavos habían corrido hacia la muralla para contemplar la lucha que se desarrollaba en el sur.
Salomé entró en la habitación en la que había estado hablando con Constantius y se acercó al pedestal de marfil. Contempló la bola de cristal y vio que estaba turbia, cruzada por vetas de color carmesí. Se inclinó sobre la bola, mientras juraba entre dientes.
-¡Zang! -llamó-. ¡Zang!
La bruma giró en el interior de la bola y dejó ver, entre nubes de polvo, negras siluetas que luchaban violentamente, envueltas en los reflejos hirientes del acero. Luego apareció con nitidez el rostro cadavérico de Zang, cuyos ojos parecían mirar a Salomé. La sangre le chorreaba de una herida que tenía en la cabeza, y su piel se había vuelto grisácea. Sus labios se retorcieron primero con una mueca de dolor, y a continuación se oyó su voz como si se encontrara en la habitación, gritando y contorsionándose en la pequeña esfera, y no a leguas de distancia. Sólo los dioses de las tinieblas sabían qué mágicos lazos invisibles unían a esas dos resplandecientes bolas de cristal.
-¡Salomé! -exclamó la sangrante cabeza-. ¡Salomé!
-¡Te escucho! -gritó ella-. ¡Habla! ¿Cómo se desarrolla la batalla?
-¡La maldición ha caído sobre nosotros! -respondió quejumbrosa la aparición con cabeza en forma de calavera-. ¡Khaurán está perdida! Sí, han derribado mi caballo y no puedo moverme. ¡Nuestros soldados caen como moscas, a pesar de sus cotas de malla y de sus armaduras plateadas!
-¡Deja de lamentarte y cuéntame lo que ha sucedido! -ordenó Salomé con aspereza.
-Avanzamos contra los perros del desierto hasta que los dos ejércitos se encontraron frente a frente -dijo el sacerdote con un aullido de dolor-. Las flechas nublaban el cielo. Los nómadas vacilaron al principio, y Constantius ordenó atacar. Arremetimos contra ellos en filas ordenadas y al galope.
-Luego las hordas de nómadas se separaron y por la brecha avanzaron como una centella tres mil jinetes hiborios, cuya existencia no habíamos sospechado siquiera. ¡Eran hombres de la ciudad de Khaurán, enloquecidos de odio! ¡Jinetes corpulentos, con armaduras completas y montados en robustos caballos! Como una cuña de acero arremetieron contra nosotros, con la fuerza del rayo. Antes de que nos diéramos cuenta, ya nos habían dispersado y a continuación los nómadas del desierto se abalanzaron sobre nuestras desconcertadas filas.
»¡Han arrollado y destrozado nuestros flancos! -exclamó Zang-. ¡Era una artimaña de ese demonio de Conan! Las máquinas de asedio eran falsas; se trataba de simples armazones de madera y tela pintada, que engañaron de lejos a nuestros exploradores. ¡Nuestros guerreros huyen! Khumbanigash ha caído, derribado por el mismo Conan, que lo ha matado implacablemente. No veo a Constantius. Los jinetes de Khaurán se abren paso entre nuestras tropas como leones sedientos de sangre, y los hombres del desierto nos rematan con las flechas. Ahora... ¡Aaah!
En la bola se vio un resplandor como de un relámpago, luego una mancha se sangre de color escarlata, y finalmente la imagen del cristal desapareció por completo. Salomé se quedó mirando la esfera, que ahora sólo reflejaba su iracundo semblante.
Permaneció totalmente inmóvil durante un momento, luego dio unas palmadas y entró otro sacerdote con el mismo aspecto cadavérico y tan inmutable y silencioso como el anterior.
-Constantius ha sido derrotado -se apresuró a decir Salomé-. Nada podemos esperar. Dentro de una hora, Conan estará ante las puertas de la ciudad. Si me apresa, no guardo ninguna ilusión respecto a lo que me espera. Sin embargo, primero voy a asegurarme de que mi maldita hermana jamás volverá a sentarse en el trono. ¡Sígueme! Pase lo que pase, daremos a Thaug un festín.
Descendieron las escaleras del palacio, mientras del exterior llegaba un creciente rumor. Los espectadores de la lucha comenzaron a darse cuenta de que Constantius estaba perdiendo la batalla. A través de las nubes de polvo se veía a los grupos de jinetes que galopaban hacia la ciudad.
El palacio y la prisión estaban conectados por un largo corredor techado con bóvedas sombrías. La falsa reina y su servidor pasaron vertiginosamente por una imponente puerta que daba acceso al recinto iluminado de la prisión. En el extremo de otro pasillo, había unas escaleras que descendían hacia la oscuridad. De pronto, Salomé retrocedió, al tiempo que lanzaba una maldición. En la penumbra de la habitación vio un cuerpo inerte en el suelo. Se trataba del carcelero shemita. Su corta barba apuntaba hacia el techo y tenía la cabeza casi separada del resto del cuerpo. Salomé oyó unas voces agitadas que procedían de abajo y se escondió en el hueco de una arcada. Empujó hacia atrás al sacerdote, al tiempo que se recogía el vestido.


6. Las alas del buitre

La humeante luz de una antorcha despertó a Taramis, la reina de Khaurán, de un sueño que ella pensó que la liberaría de la realidad. Apoyándose en una mano, se echó atrás el enmarañado cabello y parpadeó. Esperaba encontrar el rostro burlón de Salomé y su maligna sonrisa, presagio de nuevos tormentos. En lugar de ello, oyó una exclamación de espanto y de compasión.
-¡Taramis! ¡Oh, mi reina!
Aquellas palabras resultaron tan extrañas a los oídos de la prisionera que creyó que estaba soñando. Detrás de la antorcha pudo divisar algunas siluetas, el brillo del acero y luego cinco rostros que se inclinaban hacia ella. No eran caras morenas y de nariz aguileña, sino semblantes delgados y de piel blanca. Taramis se acurrucó contra la pared y se quedó mirando fijamente a los recién llegados.
Uno de los hombres se adelantó y cayó de rodillas ante ella; luego abrió los brazos y dijo con voz compasiva:
-¡Oh, Taramis, demos gracias a Ishtar por haberte encontrado! ¿No me recuerdas, mi señora? Soy Valerius. Una vez tuviste palabras de elogio para mí, después de la batalla de Korveka.
-¡Valerius! -exclamó ella con voz insegura, al tiempo que las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas-. ¡Oh, debo de estar soñando! ¡Es otra hechicería con la que Salomé me atormenta de nuevo!
-¡No, mi señora! -dijo Valerius lleno de gozo-. ¡Son tus verdaderos vasallos que vienen a rescatarte! Pero debemos darnos prisa. Constantius está luchando en el llano contra Conan el cimmerio, que ha cruzado el río con los zuagires. Sin embargo, en la ciudad quedan aún trescientos shemitas. Matamos al carcelero y le quitamos las llaves. No hemos visto a más guardianes. Pero debemos irnos ya. ¡Vamos, deprisa!
La reina intentó ponerse en pie, pero sus fuerzas le fallaron, más a causa de la emoción que por debilidad. Valerius la levantó en brazos como a una niña, y abandonaron la mazmorra detrás del soldado que llevaba la tea. El ascenso por la húmeda escalera parecía interminable, pero finalmente salieron a un corredor.
Al pasar ante una oscura arcada, la antorcha se apagó súbitamente y su portador exhaló un leve grito de agonía. En el corredor brilló un fuego azul, que iluminó momentáneamente el rostro furioso y maligno de Salomé y al hombre de aspecto brutal que la acompañaba. Luego, los fugitivos quedaron cegados por el resplandor.
Valerius trató de echar a correr por el pasillo con la reina en brazos. Percibió un sonido similar al de un cuchillo que se hundía repetidas veces en la carne, acompañado de estertores de muerte. Luego le arrebataron violentamente a la reina de los brazos, y después un golpe brutal lo hizo caer al suelo.
Se puso en pie con gran esfuerzo y sacudió la cabeza como para librarse de la llama azulina que todavía parecía bailar ante sus ojos. Valerius se aclaró la vista, y se encontró en el corredor... rodeado únicamente de muertos. Sus cuatro compañeros yacían entre charcos de sangre, con la cabeza y el pecho destrozados a puñaladas. Cegados por esa llama infernal, habían muerto sin poder defenderse. La reina había desaparecido.
Al tiempo que profería una maldición, Valerius recogió su espada. Luego se quitó el abollado casco, que dejó caer al suelo, y la sangre resbaló sobre su rostro desde un corte que tenía en el cuero cabelludo.
Estaba desesperado y sin saber qué hacer, cuando oyó una voz angustiada que decía:
-¡Valerius! ¡Valerius!
Avanzó trastabillando en dirección a la voz, y de repente sintió un cuerpo cálido y esbelto que se apretaba frenéticamente contra él.
-¡Ivga! ¿Estás loca? -dijo el joven.
-¡Tenía que venir! -murmuró ella sollozando-. Te seguí y me oculté en el hueco de una arcada. Hace un momento vi a Salomé en compañía de un esbirro que llevaba a una mujer en brazos. Me di cuenta de que era la reina y comprendí que habías fracasado en tu intento. ¡Oh, estás herido!
-Es sólo un arañazo -repuso él, al tiempo que apartaba a la muchacha-.¡Rápido, Ivga, dime hacia dónde fueron!
-Cruzaron la plaza en dirección al templo.
Valerius palideció y dijo:
-¡Por Ishtar! ¡El demonio! ¡Quiere ofrendar a Taramis al demonio que venera! ¡Deprisa, Ivga, ve hasta la muralla sur, donde la gente está viendo la batalla! ¡Diles que la verdadera reina ha sido encontrada y que la impostora la lleva hacia el templo! ¡Corre!
Todavía sollozando, la joven se alejó velozmente. Valerius salió a la calle, cruzó la plaza y se dirigió a la gran estructura de piedra del templo. Ascendió rápidamente la amplia escalinata de mármol y pasó corriendo entre las columnas del pórtico. Al entrar en el recinto, Valerius divisó al extraño grupo. Era evidente que la prisionera había opuesto más resistencia de la que cabía esperar. Al ver que estaba perdida sin remedio, Taramis se debatía con toda la fuerza de su espléndido y joven cuerpo. En una ocasión se vio libre de los brazos del repelente sacerdote, pero este volvió a aferraría.
El grupo se hallaba casi en el centro de la amplia nave, al fondo de la cual se alzaba un sombrío altar. Detrás de éste se podía ver la gran puerta de metal por la que habían entrado tantos hombres, mujeres y niños para no salir nunca más. Taramis jadeaba. Su harapiento vestido le había sido arrancado del cuerpo en la lucha. Se debatía bajo la presión de las manos de su simiesco captor como una blanca ninfa desnuda entre los brazos de un sátiro. Salomé miraba con gesto cínico, mientras el grupo avanzaba con rapidez hacia la puerta tallada. Desde las elevadas paredes oscuras, las estatuas de algunos dioses obscenos y las gárgolas miraban sonrientes hacia abajo, como si estuvieran vivas.
Jadeando de rabia, Valerius corrió hacia el centro de la enorme sala, con la espada en la mano. Ante un grito de advertencia de Salomé, el sacerdote de rostro cadavérico miró hacia arriba, soltó a Taramis y extrajo un puñal manchado de sangre. A continuación corrió en dirección al recién llegado.
Pero apuñalar a unos hombres deslumbrados por una llama lanzada por Salomé no era lo mismo que luchar contra un musculoso joven cegado por la ira y el deseo de venganza.
El hombre levantó el puñal ensangrentado, pero la afilada hoja de la espada de Valerius silbó en el aire y la mano que empuñaba la daga saltó de la muñeca, con una lluvia de sangre. Valerius asestó un mandoble tras otro con todas sus fuerzas. La hoja atravesó la carne y el hueso, y la cabeza del sacerdote cayó hacia un lado, mientras el resto del cuerpo se desplomaba hacia el otro.
Valerius giró en redondo con la rapidez y la ferocidad de un felino de la selva y buscó a Salomé con la mirada. Esta había agotado ya el polvillo inflamable que empleara en la prisión y se inclinaba ahora ante Taramis, a la que tenía sujeta por los cabellos, mientras empuñaba una daga en la otra mano. Entonces, al tiempo que gritaba salvajemente, Valerius clavó su espada en el pecho de la bruja con una fuerza y un ímpetu tal que la punta le salió por la espalda. Salomé se derrumbó con un grito aterrador y quedó retorciéndose convulsivamente en el suelo. Luego aferró la afilada hoja en el momento en que la joven la extraía de su cuerpo. Las manos de la bruja se inundaron de sangre y sus ojos adoptaron una expresión inhumana. En una lucha desesperada contra la muerte, se apretó la herida que teñía de color carmesí sus vestidos y cortaba justo por la mitad la roja media luna de su pecho de marfil. Finalmente cayó al suelo, arañando las frías losas de piedra.
Valerius se dirigió hacia Taramis, que estaba a punto de desmayarse, y la levantó del suelo. Luego volvió la espalda al cuerpo que aún se retorcía sobre las losas de piedra y corrió hacia el pórtico. Se detuvo en lo alto de la escalinata y vio que la plaza estaba colmada de gente. Algunas personas habían acudido ante los gritos incoherentes de Ivga, en tanto que otros se habían alejado de las murallas por temor a las hordas que llegaban del desierto. Todos se habían congregado en la plaza sin saber qué hacer. La sombría resignación de la gente había desaparecido, y ahora gritaban violentamente. Cerca de la muralla sonaban ya las voces de los invasores.
Un grupo de oscuros shemitas se abrió paso sin contemplaciones entre la multitud. Eran los centinelas de las puertas del sector norte, que corrían a ayudar a sus camaradas de la puerta sur. Cuando vieron al joven que llevaba en brazos a la mujer desnuda, se detuvieron. Todas las cabezas se volvieron hacia la escalera del templo, y el asombro se añadió a la confusión reinante.
-¡Ésta es vuestra reina! -exclamó Valerius, tratando de hacerse oír entre el clamor popular.
La rugiente multitud no le entendió y respondió con gritos. Valerius trató en vano de dominar el tumulto con su voz. Los shemitas avanzaron hacia los escalones del templo, atacando sin piedad a la muchedumbre con sus lanzas.
Entonces ocurrió algo que aumentó el terrible desconcierto. De la oscuridad del templo que estaba detrás de Valerius surgió una silueta blanca, bañada en sangre. La multitud gritó estremecida. Allí, en brazos de Valerius, había una mujer que parecía ser la reina. Y del templo salía, vacilante, otra figura que parecía una réplica exacta de ésta. Todos la miraron atónitos. El mismo Valerius sintió que la sangre se le helaba en las venas al ver a Salomé entre las columnas del pórtico. Su espada le había traspasado el corazón. La mujer debía estar muerta, de acuerdo con todas las leyes de la naturaleza. Sin embargo, allí se encontraba, tambaleándose, aferrada de un modo terrible a la vida.  
-¡Thaug! -exclamó Salomé retrocediendo-. ¡Thaug! Como respuesta a esa invocación aterradora, se oyó un espantoso graznido procedente del interior del templo.
-¡Esa es la reina! -rugió el capitán de los shemitas, al tiempo que levantaba su arco-. ¡Matad a ese hombre y a la otra mujer!
Pero de la multitud se elevó un rugido como de cien jaurías. Al fin habían comprendido la verdad, y se daban cuenta de que la mujer que estaba en brazos del joven era su verdadera reina. Con un grito estremecedor se abalanzaron sobre los shemitas, luchando con uñas y dientes, con la desesperación que da la ira largo tiempo contenida. Más arriba, Salomé se tambaleó una vez más y luego se desplomó sobre la escalera de mármol, muerta ya por fin.
Las flechas silbaron en torno a Valerius mientras éste corría entre las columnas del pórtico, escudando con su cuerpo el de la reina Taramis. Por su parte, los shemitas, que tenían que vérselas ahora con la muchedumbre enardecida disparaban sus arcos a mansalva. Valerius corrió hacia la puerta del templo, pero cuando ya tenía puesto un pie en el umbral, retrocedió espantado y gritó.
De las tinieblas que reinaban en la gran sala del templo salía dando grandes saltos hacia él, una silueta oscura que no alcanzaba a divisar del todo. Vio el resplandor de unos ojos enormes, sobrehumanos, y el brillo de algo que parecían garras o colmillos. Al retroceder, oyó el silbido de una lanza que pasó muy cerca de su cabeza cortando el aire, advirtiéndole que la muerte estaba agazapada tras él. Cuatro o cinco shemitas se habían abierto paso entre la multitud y subían a caballo por la escalinata con los arcos dispuestos para el ataque. Valerius se ocultó tras una columna, contra la cual se quebraron las flechas. Taramis se había desmayado, y parecía una mujer muerta en sus brazos.
Antes que los shemitas pudieran atacar de nuevo, la puerta del templo quedó bloqueada por una figura gigantesca. Los mercenarios profirieron gritos de horror, se volvieron y comenzaron a apartar a la aterrada muchedumbre con sus armas, para alejarse corriendo.
El monstruo parecía estar mirando a Valerius y a la reina. Hizo pasar un enorme y viscoso cuerpo a través del vano de la puerta y saltó hacia el joven, que ya corría escaleras abajo. Valerius sintió a sus espaldas la sombría masa, ese engendro de la naturaleza surgido del corazón de la noche, en el que sólo se veían con claridad sus grandes ojos y los colmillos relucientes.
En ese preciso momento se oyó el resonar de cascos de caballos. Los shemitas huyeron a través de la plaza en desbandada. Otros llegaron empapados en sangre por el sur, y tras ellos irrumpió un grupo de jinetes que rugían maldiciones en una lengua conocida y blandían espadas rojas de sangre. ¡Eran los hiborios exiliados que regresaban a la ciudad! Con ellos llegaban cincuenta jinetes del desierto, a cuya cabeza cabalgaba un gigante protegido por una cota de malla de color negro.
-¡Conan! -exclamó Valerius-. ¡Conan!
El gigante dio una orden y, sin frenar a sus caballos, los hombres del desierto levantaron sus arcos y dispararon. Una nube de flechas cruzó silbando la plaza, por encima de la multitud, y se hundió hasta las plumas en el cuerpo del negro monstruo. Éste se detuvo, se tambaleó y comenzó a retroceder de espaldas al templo. Era como una enorme mancha recortada contra las columnas de mármol. Las cuerdas de los arcos volvieron a vibrar, y el terrible monstruo cayó al suelo y rodó por las escaleras, tan muerto como la bruja que lo había llamado desde la noche de los tiempos.
Conan tiró de las riendas delante del pórtico y saltó del caballo. Valerius, agotado por la emoción, había depositado a Taramis sobre el suelo de mármol. La multitud se agolpó alrededor del grupo, pero el cimmerio los hizo retroceder gritando una maldición. Luego dijo:
-¡Por Crom, ésta es la verdadera reina Taramis! Entonces, ¿quién es ésa que está allí?
-El demonio impostor -repuso Valerius jadeando.
Conan bramó otro juramento, arrancó la capa de uno de los soldados y envolvió con ella el cuerpo desnudo de la reina. Las largas pestañas de Taramis parpadearon sobre sus mejillas. Luego abrió los ojos y observó con gesto incrédulo el rostro lleno de cicatrices del cimmerio.
-¡Conan! -exclamó-. ¿Estoy soñando? ¡Ella me dijo que estabas muerto...!
-¡Casi! -dijo él sonriendo-. No estás soñando, mi señora. Hoy vuelves a ser la reina de Khaurán. He derrotado a Constantius junto al río. La mayor parte de sus perros no vivieron lo suficiente para llegar hasta las murallas de la ciudad, pues di órdenes de que no se tomaran prisioneros... con excepción de Constantius. Los guardias de la ciudad nos cerraron las puertas en las narices, pero nos abrimos paso con los arietes. He dejado a todos mis hombres al otro lado de la muralla, menos a estos cincuenta khauranios, que me parecieron suficientes para dominar a los centinelas de las puertas de la ciudad.
-¡Ha sido una pesadilla! -dijo la reina suspirando-. ¡Oh, mi pobre pueblo! Conan, deberás ayudarme a recompensarlos por los sufrimientos que han padecido por mí. ¡Desde ahora eres mi consejero, además de capitán!
El cimmerio sonrió y movió la cabeza. Luego ayudó a Taramis a ponerse en pie, y después a un grupo de jinetes khauranios que seguían persiguiendo a los shemitas y declaró:
-No, muchacha, eso ha terminado. Ahora soy el jefe de los zuagires, y debo conducirlos a saquear las ciudades y aldeas turanias, pues de lo he prometido. Este muchacho, Valerius, será mejor capitán que yo. No estoy hecho para vivir entre paredes de mármol. Y ahora he de dejarte, porque debo terminar mi trabajo. Todavía hay shemitas vivos en Khaurán.
Mientras Valerius cruzaba la plaza detrás de Taramis, entre una multitud que lanzaba frenéticos vítores a la reina, el joven sintió una suave mano que buscaba la suya. Se volvió y apretó contra él el hermoso cuerpo de Ivga. Luego la estrechó entre sus brazos y bebió sus besos con la gratitud del exhausto guerrero que puede descansar después de tantas tribulaciones y batallas.
Pero no todos los hombres buscaban el reposo y la paz; algunos habían nacido con espíritu tormentoso y eran los heraldos inquietos de la violencia y de la guerra, pues no conocían otra forma de vida...

El sol se alzaba en el horizonte. El antiguo camino de las caravanas estaba atestado de jinetes con túnicas blancas. La línea ondulante que formaban se extendía desde las murallas de Khaurán hasta un lejano lugar de la planicie. Conan el cimmerio se encontraba a la cabeza de esa columna. Estaba de pie frente a un madero, enterrado profundamente en la tierra. Cerca del madero había una pesada cruz, a la que un hombre estaba clavado por las manos y los pies.
-Hace siete meses, Constantius -dijo Conan-, era yo el que colgaba de la cruz, y tú el que se sentaba sobre el caballo.
Constantius no respondió. Se mordió los labios grises, en tanto que sus ojos estaban vidriosos por el dolor y el miedo. Los músculos de su cuerpo delgado estaban en tensión.
-Veo que sabes mejor infligir la tortura que soportarla -agregó el cimmerio con calma-. Estuve colgado de esa cruz como tú ahora, y sobreviví gracias a las circunstancias y a un temple y un vigor que sólo poseemos los bárbaros. Pero vosotros, los llamados hombres civilizados, sois blandos. Vuestras vidas no están clavadas a vuestras espinas dorsales como las nuestras. Vuestra fuerza reside principalmente en provocar tormentos, no en soportarlos. Estarás muerto antes de que se ponga el sol. Así pues, Halcón, te dejo en compañía de otros pájaros del desierto.
Y diciendo esto, señaló a los buitres cuyas sombras cruzaban la arena, mientras daban vueltas arriba, en el cielo. De los labios de Constantius surgió un grito inhumano, lleno de espanto y desesperación, al comprender el irremediable destino que le esperaba.
Conan agitó las riendas de su corcel y se dirigió hacia el río, que brillaba como una gran cinta de plata bajo el sol de la mañana. Detrás del cimmerio, la larga columna de jinetes vestidos de blanco se puso en marcha y avanzó lentamente. Al pasar delante de la cruz, cada uno de ellos miró con indiferencia al condenado, con la característica falta de compasión de los hijos del desierto. Y mientras la oscura silueta del madero se recortaba ante el disco del sol naciente, los cascos de los caballos hollaron el suelo levantando tenues nubes de polvo. Las alas de los hambrientos buitres planeaban cada vez más bajo.




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