Nacerá una bruja
Robert E. Howard
1. La media luna escarlata
Taramis, reina de
Khaurán, se despertó de un pesado sueño y se vio envuelta en un
silencio que parecía más la quietud de una tumba que el de un
palacio en horas de la noche. Se quedó mirando
hacia la oscuridad, preguntándose por qué se habrían apagado los
candelabros. El fulgor de las
estrellas no llegaba a iluminar el interior de la habitación a
través de los barrotes dorados de la ventana. Pero mientras
Taramis se hallaba tendida en su lecho notó que frente a ella había
un resplandor luminoso que brillaba en la penumbra. Lo observó
desconcertada y advirtió que el punto luminoso crecía en intensidad
y en tamaño hasta convertirse en una especie de círculo de luz que
flotaba sobre los tapices de terciopelo que había en la pared de
enfrente. Taramis contuvo
la respiración y se incorporó hasta quedar sentada en el lecho.
Entonces advirtió que dentro del círculo luminoso se estaba
materializando algo: era una cabeza humana.
Presa del pánico,
la reina abrió la boca para gritar, pero se contuvo. El resplandor se
hizo más intenso, y la cabeza aparecía delineada muy claramente. Se trataba de una
cabeza de mujer, pequeña y delicada, que transmitía un soberbio
equilibrio y tenía una mata de cabello negro y lustroso peinado
hacia arriba. El rostro se
hacía cada vez más nítido, y fueron esas facciones las que
paralizaron a Tamaris. ¡Aquellos rasgos
eran los de su propia cara! Era como si se
mirara en un espejo que alterara sutilmente sus facciones... ese
rostro felino tenía una expresión maligna, una mirada salvaje, un
rictus de venganza.
-¡Por Ishtar!
-dijo Taramis con voz entrecortada-. ¡Estoy embrujada!
Entonces habló la
aparición, cuya voz era como un veneno almibarado.
-¿Embrujada? No, querida
hermana. Esto no es brujería.
-¿Hermana?
-preguntó atónita la reina tartamudeando-. No..., yo no
tengo ninguna hermana...
-¿Nunca la has
tenido? -prosiguió la voz, vengativa y burlona-. ¿No tuviste una
hermana gemela, cuya carne era tan suave para las caricias y las
heridas como la tuya?
-Bueno, tuve una
hermana... -repuso Taramis, convencida de que aún se hallaba bajo el
influjo de una especie de pesadilla-; pero murió.
El hermoso rostro
que había en el círculo luminoso pareció crisparse con una
expresión de intensa ira. El gesto se volvió
tan demoníaco que Taramis se echó atrás, como si temiera que los
ondulados cabellos de la aparición se convirtieran en un manojo de
víboras.
-¡Mientes!
-exclamó la bella cabeza, que lanzó la acusación con los rojos
labios contraídos por el odio-. ¡Ella no murió! ¡Necia! ¡Oh, basta ya de
estupideces! ¡Mírame con tus
malditos ojos y comprende de una vez!
La voz inundó
súbitamente los tapices, que parecían serpientes en llamas, y,
asombrosamente, los cirios que había en los candelabros dorados se
volvieron a encender. Taramis se
acurrucó en su lecho de terciopelo, con las hermosas y finas piernas
dobladas bajo su cuerpo, mirando con ojos muy abiertos a la silueta
de aspecto de pantera y aire burlón que se encontraba ante ella. Era
como si contemplara a otra Taramis, idéntica a ella en cada línea
de su cuerpo, aunque insuflada de un espíritu maligno y con una
personalidad muy diferente a la suya. El rostro de la
otra reflejaba sentimientos completamente opuestos a los de la
soberana. La sensualidad y el misterio centelleaban en los oscuros
ojos de la desconocida; la crueldad curvaba sus labios llenos, y cada
movimiento de su esbelto cuerpo resultaba sutilmente insinuante. Su peinado era
igual al de la reina y sus pies calzaban unas sandalias doradas como
las que Taramis tenía en su tocador. La escotada túnica
de seda, sujeta en la cintura por un lazo dorado, era idéntica a la
de la reina.
-¿Quién eres?
-preguntó Taramis, sintiendo que se le helaba la sangre en las
venas-. ¡Explica tu
presencia, si no quieres que mis doncellas llamen a los guardias!
-¡Puedes gritar
hasta que crujan los techos! -respondió con dureza la otra-. Tus mujerzuelas no
se despertarán hasta que amanezca, aunque el palacio se incendiara. Y tus centinelas
no oirán tus chillidos, pues han sido enviados fuera de esta ala del
palacio.
-¿Cómo? -exclamó
Taramis, irguiéndose con airada majestad-. ¿Quién ha osado
dar a mis guardias una orden semejante?
-Fui yo, dulce
hermana -repuso la otra joven con tono burlón-. Lo hice antes de
entrar aquí. Creyeron que yo
era su adorada reina. ¡Oh, qué bien
representé el papel! ¡Con qué
imperiosa dignidad, atenuada por una femenina dulzura, me dirigí a
tus fornidos patanes, que se arrodillaron ante mí con sus armaduras
y sus cascos emplumados!
Taramis sintió
que la perplejidad la envolvía como una red que la paralizaba.
-¿Quién eres?
-gritó al fin, con desesperación-. ¿Qué locura es
ésta? ¿Para qué has
venido?
-¿Quieres saber
quién soy?
Sus suaves
palabras eran como el silbido de una serpiente. La joven
aparición se acercó al borde del lecho, cogió a la reina por sus
blancos hombros y la miró con fiereza. Y bajo el hechizo
de aquella mirada hipnótica, la reina se olvidó del ultraje
inaudito que significaba el que alguien pusiera las manos sobre el
cuerpo de una soberana.
-¡Necia! -dijo la
aparición con los dientes apretados-. ¿Todavía lo
preguntas? ¡Soy Salomé!
Taramis suspiró
profundamente y se le erizó el cabello al comprender el alcance de
aquella increíble revelación.
-¡Salomé!
-exclamó con una voz casi inaudible la reina-. Yo creía que
habías muerto una hora después de haber nacido las dos...
-Eso mismo
pensaron muchos... -dijo la mujer que decía llamarse Salomé-. ¡Me llevaron al
desierto para dejarme morir allí, malditos sean! A mí, cuya vida
era entonces tan frágil como la vacilante llama de un candil. ¿Y sabes por qué
querían que me muriera?
-Me han contado la
historia... -dijo Taramis con un titubeo.
Salomé se rió
con fiereza y de un manotón se bajó el escote de la túnica, hasta
que quedó al descubierto la parte superior de sus firmes pechos.
Entre sus senos había una extraña marca: una media luna roja y
brillante como la sangre.
-¡La marca de la
bruja! -exclamó Taramis retrocediendo.
-¡Sí! -afirmó
Salomé con una risa que era como un puñal impregnado de odio-. ¡La maldición de
los reyes de Khaurán! ¡Sí, cuentan
esta historia hasta en los mercados! Dicen que la
primera reina de nuestro linaje tuvo trato carnal con un demonio de
las tinieblas y dio a luz una hija que vive en esa infame leyenda
hasta nuestros días. Y desde entonces,
en cada siglo nace una niña de la dinastía Askhauria con una media
luna de color escarlata entre los senos, como testimonio de su
destino.
»"En cada
siglo nacerá una bruja", dice la antigua maldición -prosiguió
Salomé-. Y así ha sido. Algunas han sido
asesinadas al nacer, como creyeron haberme matado a mí. Otras erraron por
la tierra como brujas, altivas hijas de Khaurán, con la luna
infernal brillando entre sus pechos de marfil. Todas se llamaban
Salomé. Yo también. Siempre Salomé,
la bruja, aun después de que las montañas de hielo avancen rugiendo
desde los polos y conviertan en ruinas la civilización, y luego
surja un nuevo mundo de las cenizas y el polvo. Incluso entonces,
habrá Salomés errando por el mundo, para seducir a los hombre con
sus hechicerías, para bailar ante todos los reyes del mundo y hacer
que las cabezas de los hombres sabios caigan con sólo desearlo.
-Pero..., pero
tú... -balbució Taramis.
-¿Yo? -dijo
Salomé, y sus ojos ardieron como el oscuro fuego del misterio-. Me llevaron al
desierto, lejos de la ciudad, y me dejaron desnuda sobre la arena
caliente, bajo el sol abrasador. Y luego se
marcharon dejándome a merced de los chacales, los buitres y los
lobos del desierto.
»Pero la vida que
había en mí era más fuerte que la del común de los mortales
-agregó-, pues participa de la esencia de las fuerzas que existen en
los negros abismos siderales. Pasaron las horas
y el sol quemaba como las llamas del infierno, pero yo no rendí mi
vida. Todavía recuerdo
aquel tormento, que me parece lejano y borroso, como un sueño
antiguo. Luego vinieron
unos camellos con unos hombres de piel amarilla que vestían ropas de
seda y hablaban en una lengua extraña. Se habían
extraviado de la ruta de las caravanas y, al pasar cerca de mí, su
jefe me vio y reconoció la marca de la media luna escarlata en mi
pecho. Me levantó del suelo y me devolvió a la vida.
»Era un mago de
la remota Khitai -prosiguió-, que regresaba a su reino natal después
de un largo viaje por Estigia. Me llevó con él
a Paikang, la ciudad de las torres de color púrpura, con sus
minaretes elevándose por encima de las selvas de plantas trepadoras
y de bambú. Allí crecí y me
hice mujer, educada por él. Con el tiempo
había adquirido profundos conocimientos de magia negra. Me enseñó
muchas cosas...
Salomé hizo una
pausa y sonrió enigmáticamente, con un brillo misterioso y maligno
en sus ojos oscuros. Luego echó la cabeza atrás y continuó:
-Finalmente me
echó de su lado, pues decía que yo era una bruja corriente, a pesar
de sus enseñanzas, y que no era la persona apropiada para dominar la
poderosa magia que él hubiera podido enseñarme. Dijo que él me
habría convertido en la reina del universo y que habría dominado a
todas las naciones del mundo a través de mí. Pero no había
nada que hacer, pues yo no era más que una prostituta de la magia
negra. ¿Y a mí qué me
importa? No soportaba la
idea de verme encerrada en una torre dorada, pasando largas horas en
la contemplación de una bola de cristal, farfullando encantamientos
escritos sobre una piel de serpiente con sangre de
jóvenes vírgenes, o estudiando viejos libros llenos de polvo en
lenguas olvidadas.
»El mago dijo que
yo era un espíritu demasiado terrenal -prosiguió-, que no sabía
nada acerca de los profundos abismos de la magia cósmica. Este mundo tiene
todo lo que yo puedo desear: poder, boato, apuestos hombres que me
sirvan de amantes y dóciles mujeres que sean mis esclavas. Me reveló quién
era yo, así como la maldición de mi ascendencia. Por lo tanto, he
venido a tomar lo que me corresponde, pues tengo tanto derecho a ello
como tú. Será mío por la
ley de posesión.
-¿Qué quieres
decir? -repuso Taramis, poniéndose en pie de un salto y
enfrentándose a su hermana, sobrepuesta de su asombro y su miedo-. ¿Crees que por
el hecho de haber drogado a algunas de mis doncellas y engañado a
algunos de mis soldados, tienes derecho al trono de Khaurán? ¡No olvides que
yo soy la legítima soberana de este país! Te concederé un
lugar de honor, como hermana mía, pero...
Salomé se rió
sarcásticamente, y luego dijo:
-¡Qué generosa
eres, querida hermana! Pero antes de que me pongas en ese lugar,
¿quieres decirme quiénes son esos soldados que acampan en la
llanura que hay fuera de las murallas de la ciudad?
-Son mercenarios
shemitas al mando de Constantius, un voivoda kothio que dirige a los
Compañeros Libres.
-¿Y qué hacen en
Khaurán? -preguntó la bruja.
Tamaris comprendió
que Salomé se estaba burlando de ella, pero respondió con la poca
dignidad que le quedaba:
-Constantius me
pidió permiso para cruzar el territorio de Khaurán en su camino
hacia Turan.
El mismo
Constantius ha quedado como garantía buen comportamiento de sus
tropas durante el tiempo que éstas permanezcan en mis dominios.
-¿Y acaso no ha
pedido Constantius tu mano hoy mismo?
Taramis miró a
la otra con recelo.
-¿Cómo lo sabes?
-le preguntó.
Por toda
respuesta, la bruja se encogió de hombros con gesto insolente. Pero
agregó:
-Y tú te negaste,
¿verdad, hermana?
-¡Por supuesto
que me negué! -exclamó Taramis furiosa-. ¿Crees que la
reina de Khaurán, de la dinastía Askhauria, a la que tú también
perteneces, puede hacer otra cosa que rechazar con desdén semejante
proposición? ¿Crees que puedo
casarme con un sanguinario aventurero, con un hombre desterrado de su
reino a causa de sus crímenes, y que es el jefe de una banda de
saqueadores y asesinos a sueldo? Yo jamás hubiese
consentido que trajera a sus barbudos criminales a Khaurán -agregó
Taramis-. pero él es virtualmente mi prisionero y está
constantemente vigilado por mis soldados en la torre sur. Mañana le
ordenaré que abandone el reino con sus tropas. Sin embargo, él
permanecerá cautivo hasta que todos los soldados hayan cruzado la
frontera. Entre tanto, mis hombres vigilan desde las murallas de la
ciudad, y he advertido a Constantius que deberá responder por
cualquier desmán que cometan sus mercenarios entre mis súbditos.
-¿Dices que está
encerrado en la torre sur? -preguntó Salomé.
-Eso dije. ¿Por
qué lo preguntas?
Por toda
respuesta, Salomé dio unas palmadas y, levantando la voz, en la que
se apreciaba un cruel tono de gozo, exclamó:
-¡La reina te
concede audiencia, Halcón!
Se abrió una
puerta dorada, adornada con arabescos, y entró en la habitación un
hombre alto y delgado. Cuando Taramis lo vio, profirió una
exclamación de asombro e ira.
-¡Constantius!
¿Cómo osas entrar en mis aposentos? -preguntó la reina.
-¡Ya lo ves,
Majestad! -repuso el recién llegado, e inclinó con burlona humildad
su oscura cabeza de halcón.
Constantius, a
quien sus hombres llamaban Halcón, era alto, tenía espaldas anchas
y caderas delgadas; era fuerte y flexible como una varilla de acero. Era un hombre de
una extraña belleza aquilina y cruel. Su rostro estaba
bronceado por el sol y el cabello que coronaba su alta frente era
negro como el ala de un cuervo. La mirada de sus
ojos oscuros era penetrante y atenta, y la dureza de sus finos labios
era subrayada por el pequeño bigote negro. Usaba botas de
cuero de Kordava y su jubón de seda lisa y sin adornos estaba algo
descolorido por el uso y tenía manchas de óxido de la armadura.
Mientras se
atusaba el fino bigote, Constantius recorrió el cuerpo de la reina
con su mirada. Su expresión era
tan insolente, que Taramis no pudo menos que echarse atrás de
vergüenza ante la afrenta.
-Por Ishtar,
Taramis -dijo él con tono meloso-. Te encuentro más
atractiva con el camisón que con tus vestidos de reina. ¡A decir verdad,
creo que esta va a ser una noche inolvidable!
El miedo se asomó
a los oscuros ojos de la reina.
Pero no era necia
y sabía que Constantius jamás cometería un ultraje semejante a
menos que estuviera muy seguro de sí mismo.
-¡Estás loco,
Constantius! -dijo Taramis-. Si bien yo estoy
en tu poder en esta habitación, tú, en cambio, te encuentras en
poder de mis súbditos, que te descuartizarán si llegas a tocarme. Vete de una vez,
si aprecias en algo tu vida.
Los otros dos se
rieron con sarcasmo, y Salomé esbozó un gesto de impaciencia
mientras decía:
-Basta ya de esta
farsa. Pasemos al
siguiente acto del drama. Escucha, querida hermana: fui yo quien hizo
venir a Constantius. Cuando decidí apoderarme del trono de Khaurán,
busqué al hombre apropiado para que me ayudara, y opté por Halcón. Lo hice porque
carece de todo escrúpulo y de lo que los hombres llaman sentido de
bien y del mal.
-Estoy
impresionado por tus alabanzas, princesa -murmuró Constantius,
haciendo una profunda reverencia al tiempo que esbozaba una sonrisa
cínica.
-Lo envié a
Khaurán, y una vez que sus hombres estuvieron acampados en la
llanura y él se encontró en el interior del palacio, yo entré en
la ciudad por la pequeña puerta que hay en la muralla occidental,
pues los imbéciles que vigilaban creyeron que eras tú, que
regresabas de alguna aventura nocturna...
-¡Arpía!
-exclamó Taramis con las mejillas inflamadas y perdiendo algo de su
real compostura.
Salomé sonrió y dijo:
-A decir verdad,
los soldados estaban sorprendidos, pero me dejaron pasar sin hacerme
preguntas. Entré en el
palacio de la misma manera y ordené a los asombrados guardias que se
marchasen. Lo mismo hice con los centinelas que vigilaban a
Constantius en la torre sur. Luego vine hasta
aquí y me encontré con las damas de honor, que me saludaron al
verme pasar.
Taramis palideció
y apretó los puños con fuerza. Luego preguntó
con voz temblorosa:
-¿Y qué harás
ahora?
-¡Escucha! -dijo
Salomé inclinando la cabeza.
A la habitación
llegaba un creciente rumor de voces y sonidos metálicos. Después se
oyeron varios gritos de alarma, que se mezclaron con voces de mando
pronunciadas en una lengua extranjera.
-La gente se ha
despertado y tiene miedo -dijo Constantius irónicamente-. ¡Será mejor que
salgas a tranquilizarlos, Salomé!
-Llámame Taramis
-repuso Salomé-. Debemos
acostumbrarnos.
-¿Qué habéis
hecho? -preguntó la reina con un grito angustiado.
-Fui hasta las
puertas de la muralla y ordené a los soldados que las abrieran
-respondió Salomé-. Se quedaron
atónitos, pero obedecieron. Las voces que
oyes son de las tropas del Halcón, que están entrando en la ciudad.
-¡Diabólica
mujer! -exclamó Taramis-. ¡Me has hecho
aparecer ante mi pueblo como una vil traidora! ¡Oh, debo ir a
hablarles...!
Al tiempo que
lanzaba una carcajada cruel, Salomé cogió a la reina por la muñeca
y la obligó a detenerse. El magnífico y grácil cuerpo de la reina
nada pudo hacer contra la fuerza cargada de venganza que emanaba de
los miembros acerados de Salomé.
-¿Sabes cómo se
va hasta los calabozos del palacio, Constantius? -preguntó la
bruja-. Bien, entonces
llévate a esta mujerzuela y enciérrala en la celda más segura. Todos los
carceleros están narcotizados. Yo me ocupé de
ello. Envía un hombre
a que les corte el pescuezo antes que despierten. Nadie debe saber
jamás lo que ha ocurrido esta noche. De ahora en
adelante yo soy Taramis, y esta otra es una prisionera desconocida,
recluida en una mazmorra perdida.
Constantius esbozó
una amplia sonrisa, mostrando sus blancos dientes bajo el fino
bigote.
-Muy bien. Pero no
vas a negarme... un poco de diversión antes.
-¡Yo no! Haz lo
que quieras con esta despreciable prisionera -dijo Salomé, y con una
carcajada maligna empujó a su hermana en brazos de Constantius,
después de lo cual salió de la habitación que daba a un corredor.
El terror se
reflejó en los hermosos ojos de Taramis, cuyo cuerpo se puso rígido
ante el abrazo de Constantius. La muchacha se
olvidó de los invasores que corrían la ciudad y del ultraje que se
infería a su condición de reina, ante esta amenaza a su feminidad. Dominada por el
horror y la vergüenza, se olvidó de todo al ver el profundo cinismo
que ardía en los ojos burlones de Constantius, que oprimía su
cuerpo encogido con sus fuertes brazos.
Salomé, que
avanzaba rápidamente por el pasillo, sonrió con gesto malévolo al
oír un grito desesperado que hizo temblar todos los rincones del
palacio.
2.
El árbol de la muerte
El
jubón y las calzas del joven soldado estaban manchados de sangre
seca, polvo y sudor. La sangre manaba en abundancia del profundo corte que tenía en el
muslo, así como de otras pequeñas heridas que presentaba en el
pecho y en los hombros. El sudor cubría su pálido rostro y sus dedos aferraban con fuerza
la colcha del diván en el que estaba tendido. Pero sus palabras reflejaban un sufrimiento espiritual mucho mayor
que el padecimiento físico que lo abrumaba.
-¡Debe
de estar loca! -repetía el joven una y otra vez, como aturdido ante
un hecho monstruoso e increíble-. ¡Es como una pesadilla! ¡Taramis, la soberana amada por todos los khauranios, ha traicionado
a su pueblo entregándolo a ese demonio llegado a Koth! ¡Oh,
Ishtar!, ¿por qué no me habré muerto en la batalla? ¡Es
mejor morir que ver a nuestra reina convertida en una traidora y en
una ramera!
-Tranquilízate,
Valerius -suplicó la muchacha que lo estaba lavando y le vendaba las
heridas con manos temblorosas-. Por
favor, amado mío, quédate quieto, o se abrirán tus heridas. No
me he atrevido llamar a un médico...
-Has
hecho bien -musitó el joven soldado-. Constantius y sus demonios de
barbas azuladas estarán buscando por todas las casas para ver si
encuentran khauranios heridos. Colgarán
a todos los hombres que presenten heridas, pues eso será señal de
que han peleado contra ellos. ¡Oh, Taramis!, ¿cómo has podido
traicionar así al pueblo que te adoraba?
El joven se retorció y lloró de ira y de vergüenza. La muchacha,
aterrada, lo estrechó en sus brazos y le hizo apoyar la cabeza en su
pecho mientras le rogaba con tiernas palabras que se calmara.
-Es
mejor la muerte que tener que soportar la negra vergüenza que ha
caído sobre Khaurán en el día de hoy -dijo con voz quejumbrosa el
herido-. Tú lo has visto, ¿verdad, Ivga?
-No,
Valerius -repuso ella, mientras seguía curando las heridas del
soldado con manos solícitas-. Me
despertó el ruido de la pelea en las calles. Miré
por un ventanal y vi que los shemitas estaban matando a la gente. Luego
oí que me llamabas desde la puerta de calle.
-Había
llegado al límite de mis fuerzas -murmuró él-. Me caí y no pude levantarme. Sabía que si me quedaba allí me
encontrarían pronto; además, había matado a tres bestias de barbas
azuladas. ¡Por
Ishtar, al menos ésos no volverán a caminar pavoneándose por las
calles de Khaurán! Los
demonios se encargarán de destrozar sus almas en el infierno.
La
temblorosa muchacha lo acarició suavemente, como a un niño
lastimado, y le cerró la boca con sus labios dulces y frescos. Pero
el fuego de ira que ardía en el corazón del joven no le permitía
callar por mucho tiempo.
-Yo
no estaba en la muralla cuando entraron los shemitas -agregó él de
repente-. Yo me encontraba en el cuartel, durmiendo junto a otros soldados que
no estaban de guardia. Poco
antes del amanecer entró nuestro capitán con el rostro
terriblemente pálido bajo el casco. «Los shemitas han entrado en la
ciudad», dijo. «La reina fue hasta la puerta sur y dio órdenes de
que los dejaran entrar. Luego hizo que los soldados descendiesen de
las murallas en las que habían estado desde que Constantius se
encuentra en el reino. Nadie entendía nada, pero le oí dar la orden y la obedecimos, como
siempre. Nos
mandó que nos reuniéramos en la plaza, frente al palacio. Así que formad filas fuera de la barraca y marchad hacia allí, pero
dejad las armas aquí. Ishtar sabrá por qué, pero son órdenes de
la reina.»
»Así
pues, cuando llegamos a la plaza -prosiguió Valerius- los shemitas se
hallaban frente al palacio. Eran
diez mil demonios de barbas azuladas, e iban armados hasta los
dientes. La gente miraba desde las puertas y ventanas que dan a la pinza. Las
calles adyacentes estaban atestadas de hombres y mujeres atónitos. Taramis
estaba de pie en los escalones del palacio, acompañada de
Constantius, que se acariciaba el bigote como un enorme y esbelto
gato que acaba de devorar un gorrión. Pero
debajo de ellos había cincuenta shemitas con arcos en la mano.
"Allí
tenía que haber estado la guardia real que, en cambio, se encontraba
al pie de la escalera, tan asombrados como nosotros. Habían llegado con todas sus armas, pese a las órdenes de la reina.
"Entonces,
Taramis nos habló y dijo que había reconsiderado la proposición de
Constantius, ¡a quien sólo un día antes había rechazado, en
presencia de toda la corte!, y que había decidido convertirlo en rey
consorte.
No explicó por qué había dejado entrar a los shemitas en la ciudad
de modo tan traicionero. Pero
dijo que, puesto que Constantius tenía a sus órdenes a un cuerpo de
soldados profesionales, ya no era necesario el ejército de Khaurán,
que quedaba disuelto desde ese momento. Y
a continuación nos ordenó que volviéramos pacíficamente a
nuestras casas.
»La
obediencia a la reina es algo que está muy arraigado en nosotros,
pero aquello nos resultaba inexplicable. Rompimos filas casi sin saber lo que hacíamos, como atontados.
»Sin
embargo -prosiguió Valerius-, cuando ordenó que la guardia del
palacio dejara las armas y se dispersase, su capitán, Conan, se
opuso. Los soldados dijeron que había estado de permiso la noche
anterior y que se hallaba borracho. Pero en ese momento sabía muy bien lo que hacía. Gritó a los
guardias que permanecieran en sus puestos hasta que recibiesen
órdenes suyas. Y
es tal el ascendiente que tiene entre sus hombres, que le obedecieron
a pesar de las órdenes de la reina. Después, Conan subió los
escalones del palacio, miró fijamente a Taramis y exclamó: "¡Ésta
no es la reina! ¡Ésta no es Taramis! ¡Se
trata de una impostora infernal!"
"¡Entonces
se desató el infierno! No sé muy bien lo que ocurrió. Creo que un shemita golpeó a Conan y éste lo mató. En pocos
segundos la plaza se convirtió en un campo de batalla. Los shemitas
cayeron sobre los guardias reales, y sus lanzas y flechas abatieron
incluso a muchos soldados que ya se habían dispersado.
"Algunos
de nosotros -concluyó el joven soldado- nos apoderamos de las armas
que tuvimos a nuestro alcance e iniciamos el contraataque. Apenas sabíamos por qué peleábamos, pero estaba claro que lo
hacíamos contra Constantius y sus demonios, y no contra Taramis-,
puedo jurarlo. Constantius
gritó que dieran muerte a los traidores. ¡Nosotros no éramos traidores!
La
desesperación y el desconcierto quebraron su voz. La muchacha
murmuró algo intentando consolarlo, sin comprender muy bien lo que
ocurría, pero profundamente compenetrada con el sufrimiento de su
amado.
-La
gente no sabía qué partido tomar -siguió diciendo Valerius-. Aquello era un manicomio en el que reinaba la confusión y el
desconcierto. Los que luchábamos no teníamos ninguna posibilidad de
vencer, pues no teníamos armaduras y sólo contábamos con las armas
que habíamos logrado reunir. Los guardias reales, en cambio, estaban armados y se encontraban
reunidos en la plaza, pero sólo eran unos quinientos.
Causaron muchas bajas antes de ser aniquilados. Sin
embargo, estaba claro cuál iba a ser el resultado de la batalla. Y
mientras mataban a su pueblo, Taramis seguía de pie en los escalones
del palacio, mientras Constantius le rodeaba la cintura con su brazo,
y reía como una despiadada y hermosa aparición infernal. ¡Oh, dioses, es una locura, una verdadera locura!
«Jamás
he visto luchar a ningún hombre como lo hizo Conan. Estaba de espaldas contra la muralla, y delante de él había un
montón de enemigos muertos. Finalmente
consiguieron dominarlo y lo arrojaron al suelo; eran cien contra uno. Cuando lo vi caer, me alejé de allí sintiendo que el mundo se me
venía abajo. Constantius ordenó a sus perros que cogieran vivo al capitán de la
guardia, mientras se atusaba el bigote, con la odiosa sonrisa de
siempre en sus labios.
Aquella sonrisa se volvía a dibujar en los labios de Constantius,
ahora lejos del lugar en el que se encontraban el joven Valerius y su
amada. Estaba montado a caballo, rodeado de sus hombres, unos fornidos
shemitas de rizadas barbas negras y narices aguileñas. El
sol poniente arrancaba reflejos de sus cascos puntiagudos y de las
escamas plateadas de sus armaduras. A una milla de distancia se
alzaban las murallas y las torres de Khaurán.
Al
lado de la caravana se alzaba una pesada cruz de la que colgaba un
hombre. Unos gruesos clavos de hierro lo sujetaban al madero por las
manos y los pies. Estaba desnudo, con excepción de un taparrabo que
llevaba atado a la cintura. El hombre era casi un gigante, y sus
músculos resaltaban como cuerdas abultadas bajo la sudorosa piel de
su cuerpo bronceado por el sol. Una transpiración agónica perlaba
su rostro. Pero bajo la alborotada melena negra, sus ojos azules
ardían con un fuego inextinguible. La sangre manaba lentamente de
sus laceradas manos y de sus pies.
Constantius
lo saludó con gesto burlón.
-Lo
siento, capitán -dijo-, pero no puedo quedarme para acompañarte en
los últimos momentos de tu vida, pues tengo mucho que hacer en la
ciudad. ¡No debo hacer esperar a nuestra deliciosa reina! De
modo que te abandono a tu propia suerte, ¡y a esas preciosuras!
Constantius
señaló con gesto significativo el cielo, donde los buitres volaban
incesantemente por encima del lugar.
-De
no ser por ellos -agregó-, supongo que un bruto como tú podría
sobrevivir en la cruz varios días. Aunque te dejo sin vigilancia, no
te hagas ilusiones de que alguien venga a liberarte. Ya
he advertido que cualquiera que venga a buscarte, vivo o muerto, será
desollado en una plaza pública junto con todos los miembros de su
familia. Estoy tan firmemente afianzado en Khaurán que mi orden resulta tan
eficaz como un regimiento de guardias. Y
no dejo centinelas porque los buitres no se acercarían mientras
hubiera gente cerca, y yo no quisiera que se reprimiesen. Por esa
misma razón te he traído tan lejos de la ciudad. Así
pues, valiente capitán, ¡adiós! Me
acordaré de ti cuando, dentro de una hora, tenga a Taramis en mis
brazos.
La
sangre volvió a manar intensamente de las agujereadas palmas de la
víctima cuando ésta apretó furiosamente los puños. Los músculos se contrajeron formando nudos en sus poderosos brazos,
y Conan inclinó su cabeza hacia adelante y escupió con una fuerza
salvaje en el rostro de Constantius. El voivoda se echó a reír con absoluta frialdad, se secó la saliva
con una manga y tiró de las riendas de su caballo.
-Acuérdate
de mí cuando los buitres te desgarren la carne -dijo
sarcásticamente-. Esos devoradores de carroña del desierto son muy voraces. He visto a
muchos hombres colgados durante horas y horas de una cruz, sin ojos,
sin orejas y sin cuero cabelludo, antes de que los afilados picos
llegaran a las entrañas.
Sin
mirar hacia atrás, Constantius emprendió el camino de regreso a la
ciudad, erguido y radiante en su pulida armadura, mientras sus
fornidos esbirros lo seguían a caballo. Una ligera nube de polvo se levantó a su paso.
El hombre que colgaba de la cruz era el único ser vivo en el
desolado paisaje desértico a aquellas horas del atardecer. Khaurán estaba a casi una milla de distancia, pero era como si se
hallara en el otro extremo del mundo, o como si existiera en otra
época.
Conan
sacudió la cabeza para librarse del sudor que le tapaba los ojos y
echó una mirada inexpresiva hacia ese terreno que le resultaba tan
familiar. A
ambos lados de la ciudad y más allá de ella, se extendían las
fértiles praderas en las que pastaba apaciblemente el ganado. Hacia
el oeste y el norte, el horizonte aparecía sembrado de pequeñas
aldeas, que se veían diminutas en la distancia. Más cerca, en dirección sudeste, un fulgor plateado señalaba el
curso de un río, y más allá de éste comenzaba repentinamente un
desierto arenoso que se perdía de vista en el lejano horizonte. Conan
observó la vasta extensión de tierras desoladas que brillaban con
reflejos dorados a la luz del sol poniente. Parecía un halcón
acorralado mirando el cielo. Un sentimiento de repugnancia lo invadió al mirar las torres de
Khaurán. La ciudad le había pagado con una traición que le valía
ahora estar clavado a una cruz de madera como una liebre a un árbol.
Un
rojo deseo de venganza se sobrepuso a todos los demás pensamientos
de Conan. Los juramentos surgieron como un torrente de los labios del cimmerio. Todo su universo se contrajo, concentrándose en los cuatro clavos de
hierro que lo privaban de libertad y pronto apagarían su vida. Sus
enormes músculos se estremecieron y se tensaron como cables de
hierro. Bañado en sudor, intentó desgarrar la carne de sus manos
para liberarlas de los clavos, pero todos sus esfuerzos fueron
inútiles. El sufrimiento abismal de ese dolor insoportable le hizo desistir de
sus intentos. Las cabezas de los clavos eran demasiado grandes y no
podía hacerlas pasar a través de las heridas. Un sentimiento de impotencia se abatió sobre el gigante por primera
vez en su vida. Entonces permaneció inmóvil, con la cabeza apoyada en el pecho y
los ojos cerrados para evitar el intenso resplandor del sol.
Un batir de alas le hizo levantar la cabeza, y al momento una sombra
llena de plumas descendió vertiginosamente del cielo. Un pico agudo, que apuntaba a sus ojos, le cortó una mejilla. Conan
volvió la cabeza a un lado y cerró los párpados involuntariamente,
profiriendo un grito ronco y desesperado. Los buitres retrocedieron
asustados y volvieron a trazar círculos por encima de su cabeza. La
sangre manaba sobre la boca de Conan, que se lamió los labios
instintivamente y escupió al notar el cálido sabor salado.
La
sed lo torturaba hasta el límite de lo soportable. Había
bebido mucho vino la noche anterior, y no había tomado agua desde
antes de comenzar la lucha en la plaza, al amanecer de aquel día. Y
matar da mucha sed. Miró hacia el lejano río con desesperación, como un hombre que en
el infierno mira la reja abierta. Pensó en los sorbos de agua pura que había tomado, en grandes
jarras rebosantes de espumosa cerveza, en las copas de vino que había
bebido o derramado despreocupadamente en el suelo de las tabernas, y
se mordió los labios para no proferir un grito de angustia
intolerable, como el de un animal agonizante.
El
sol se hundió en el horizonte como una bola de fuego en un mar de
sangre. Sobre la franja de color carmesí que se divisaba a lo lejos,
las torres de la ciudad flotaban como en un sueño. El cielo parecía estar teñido de sangre. Se volvió para lamer sus labios ennegrecidos y miró con ojos
enrojecidos el río, que se había tornado de color carmesí. Las
sombras que avanzaban desde el este eran negras como el ébano.
Sus
embotados sentidos percibieron un intenso batir de alas. Levantó la
cabeza y contempló con mirada de lobo las aves que describían
círculos por encima de su cabeza. Sabía que sus gritos ya no las espantarían. Uno de los buitres
descendió con más y más rapidez, y Conan esperó con estremecedora
serenidad. Luego echó bruscamente hacia atrás la cabeza cuando el buitre pasó
a su lado con un fuerte batir de alas. El pico trazó un surco en la barbilla de Conan, pero éste, con
todos los músculos en tensión, volvió nuevamente la cabeza con la
rapidez de un rayo y atrapó con los dientes el cuello del pájaro,
como si se tratara de un lobo con un indefenso conejo.
Inmediatamente,
el buitre comenzó a graznar con desesperación. Sus aleteos histéricos cegaron al cimmerio y sus garras le hirieron
el pecho. Pero el bárbaro persistió en su empeño, con los músculos de las
mandíbulas temblando a causa del esfuerzo. Las vértebras del cuello del buitre crujieron bajo los poderosos
dientes que lo atenazaban y en seguida el ave quedó inerte. Conan dejó caer el cuerpo cubierto de plumas y escupió la sangre
que tenía en la boca. Los demás buitres, aterrados por la suerte
corrida por su congénere, echaron a volar hacia un árbol distante,
donde se agruparon como negros demonios celebrando un cónclave.
Un
feroz sentimiento de triunfo se apoderó de Conan. La vida latía violentamente en sus venas. Todavía podía
enfrentarse con la muerte. Aún estaba vivo. Cualquier sensación
intensa, aunque fuese de dolor, era la negación de la muerte.
-¡Por
Mitra!
Conan
se preguntó si había escuchado una voz, o si tenía alucinaciones.
-¡Jamás
he visto algo parecido! -dijo la voz.
Conan sacudió la cabeza para
quitarse el sudor que cubría sus ojos y vio a cuatro jinetes que lo
miraban desde sus caballos. Tres
de ellos eran enjutos zuagires del desierto, sin duda nómadas que
venían de allende el río. El
cuarto iba vestido de blanco, al igual que los otros tres, pero su
amplia túnica y la kefia sujeta a la cabeza por una trenza de pelo
de camello indicaban que no era shemita. La oscuridad todavía no era
total, por lo que la mirada de halcón de Conan pudo distinguir
perfectamente los rasgos físicos de aquel hombre.
Era
tan alto como el cimmerio, aunque de brazos y piernas más delgados. Tenía hombros anchos y su esbelto cuerpo era duro como el acero. Su
corta barba negra no ocultaba del todo el aire agresivo de su
prominente mandíbula, y sus ojos, grises, fríos y penetrantes como
una espada, lanzaban destellos a la sombra de la kefia que le cubría
la cabeza. El hombre tranquilizó a su nervioso caballo con unas palmadas y dijo
a continuación:
-¡Por
Mitra, creo que conozco a este hombre!
-¡Sí! ¡Es el cimmerio que
desempeñaba el cargo de capitán de la guardia real! -dijo uno de
los zuagires con acento gutural.
-La
reina debe de estar deshaciéndose de todos sus antiguos favoritos
-musitó el jinete-. ¿Quién lo habría dicho de Taramis? Yo hubiera preferido una guerra larga y sangrienta. De ese modo, las gentes del desierto hubiéramos tenido oportunidad
de saquear la ciudad. En cambio, cuando nos acercamos a las murallas, sólo encontramos
este penco -se quejó mirando al potro que llevaba de las riendas uno
de los nómadas- y a ese perro moribundo.
Conan
levantó la cabeza ensangrentada y repuso:
-¡Si
pudiera bajar de esta cruz, el perro agonizante serías tú, ladrón
zaporosko!
-¡Por
Mitra, el bribón me conoce! -exclamó el otro-. Ea, bellaco, ¿cómo
me has reconocido?
-Sólo
hay uno como tú en toda la región -murmuró Conan-. Eres Olgerd
Vladislav, el jefe de los proscritos.
-¡Sí!
He sido caudillo de los kozakos del río Zaporoska. Dime, ¿te gustaría vivir?
-Sólo
un necio puede hacer semejante pregunta -respondió el cimmerio con
voz jadeante.
-Soy
un hombre duro -dijo Olgerd-, y ésa es la única cualidad que
respeto en los demás. Ya veré si eres un hombre o sólo un perro, digno de quedarte aquí
y morir.
-Si
lo bajamos, nos pueden ver desde las murallas -opinó uno de los
nómadas.
Olgerd
movió negativamente la cabeza.
-Está
demasiado oscuro. Ten, toma esta hacha, Djebal, y corta el madero por
la base.
-Si
cae hacia adelante, la cruz lo aplastará -objetó Djebal-. Puedo
cortar el madero de modo que caiga hacia atrás, pero entonces el
golpe de la caída podría destrozarle el cráneo.
-Si
es digno de cabalgar a mi lado, sobrevivirá a esa prueba -repuso
Olgerd imperturbable-. De
lo contrario, no merece vivir. ¡Corta!
El
primer impacto del hacha contra la madera y las vibraciones
consiguientes produjeron dolores lacerantes en los hinchados pies y
manos de Conan. Una
y otra vez cayó la hoja del hacha con golpes que resonaban en su
cabeza herida y constituían una tortura para sus nervios. Pero el cimmerio apretó los dientes y no dijo nada. Finalmente, la
cruz se tambaleó y cayó hacia atrás. Conan hizo de su cuerpo una
férrea masa de músculos contraídos y apretó la cabeza contra la
madera, manteniéndola rígida. La cruz golpeó el suelo pesadamente
y rebotó un poco. El impacto abrió aún más sus heridas y lo dejó
aturdido por un instante. Luchó contra las tinieblas que lo invadían y, aunque dolorido y
mareado, se dio cuenta de que sus músculos de hierro lo habían
salvado de un daño irreparable.
Conan
no dijo una sola palabra ni pronunció queja alguna, a pesar de que
la sangre manaba de su nariz y de que los músculos de su vientre se
contraían por las náuseas. Gruñendo en tono de aprobación, Djebal se inclinó sobre el
cimmerio con un par de tenazas de las que se emplean para extraer los
clavos de las herraduras de los caballos y desgarró la piel de su
mano para poder llegar hasta la cabeza de hierro del clavo, hundida
en la carne. Las tenazas eran pequeñas para semejante trabajo, y Djebal
forcejeaba y sudaba, moviendo la herramienta en la carne en una y
otra dirección, como si se tratara de madera. La sangre manó en
abundancia hasta empapar los dedos del cimmerio. Éste
permanecía tan quieto como si estuviera muerto. El primer clavo
cedió al fin, y Djebal lo alzó con un gruñido de satisfacción. Luego lo arrojó a un lado y se inclinó sudando sobre la otra mano.
Repitió
la operación, y después Djebal comenzó a manipular los clavos de
los pies. Pero el cimmerio se incorporó hasta sentarse, le quitó
las tenazas a Djebal y le dio un violento empujón que lo envió
trastabillando hacia atrás. Las manos de Conan estaban hinchadas y habían alcanzado un volumen
doble del normal. Tenía los dedos casi paralizados, y el solo hecho
de cerrar la mano constituía un tormento, que le hizo apretar los
dientes hasta sangrar. Pero logró asir con dificultad las tenazas con ambas manos y extrajo
uno tras otro todos los clavos.
Luego
se puso en pie y su cuerpo rígido se tambaleó sobre los pies
lacerados e hinchados, como si estuviese borracho. Un sudor helado le inundó el rostro, y los calambres le recorrían
todo el cuerpo. Entonces apretó las mandíbulas para no vomitar.
Olgerd,
que observaba imperturbable al cimmerio, le señaló el caballo que
había robado. Conan
avanzó hacia el animal, y cada paso que daba era como una puñalada
que le llenaba los labios de espuma roja.
Una
de sus manos, deforme y temblorosa, se tendió insegura hacia la
silla del animal. Un pie sangrante se introdujo torpemente en el
estribo. Mientras montaba, Conan estuvo a punto de desmayarse en el aire. Pero
consiguió acomodarse en la silla, y en ese momento Olgerd fustigó
al caballo con el látigo. El animal retrocedió asustado y su jinete se tambaleó sobre la
silla como un saco de arena. Pero Conan se enrolló una rienda en
cada mano, sosteniéndolas con el pulgar. Con un esfuerzo
sobrehumano, logró dominar al corcel. Éste relinchó con las
mandíbulas casi dislocadas.
Uno
de los shemitas levantó su cantimplora y miró a Olgerd, que hizo un
movimiento negativo con la cabeza y dijo:
-Que
espere hasta que lleguemos al campamento. Está a sólo diez millas
de distancia. Si está capacitado para vivir en el desierto,
resistirá sin beber.
El
grupo cabalgó hacia el río como si se tratara de una banda de
fantasmas. Entre
ellos iba Conan, tambaleándose como un borracho sobre su silla, con
los ojos inyectados en sangre y los labios negros cubiertos de
espuma.
3.
Carta a Nemedia
El
sabio Astreas, que viajaba por Oriente en su incesante búsqueda de
saber, escribió una carta a su amigo y colega, el filósofo
Alcemides, que vivía en Nemedia. En dicha misiva se hablaba de todo lo que se sabía en Occidente
acerca de los hechos ocurridos en aquel período en los países
orientales, siempre envueltos en un misterio casi mítico.
Esto era lo que decía, en parte, la carta de Astreas:
«Difícilmente
podrías imaginar, querido amigo, las condiciones imperantes en este
minúsculo reino desde que Taramis admitió a Constantius y sus
mercenarios, sucesos que te describí brevemente en mi ultima carta. Siete meses han pasado desde entonces y la situación no ha hecho más
que empeorar; parecería que el mismísimo diablo anduviera suelto
por este desdichado reino. Taramis parece haberse vuelto loca. Si antes era famosa por su virtud, su sentido de la justicia y su
ecuanimidad, ahora destaca por todo lo contrario. Su vida privada es
escandalosa, aunque quizá "privada" no sea la palabra
adecuada, puesto que ni siquiera trata de ocultar la depravación que
reina en su corte. Organiza constantemente las más infames orgías a las que están
obligadas a asistir sus damas de honor, tanto si son casadas como
vírgenes.
«Ella
misma no se ha tomado la molestia de casarse con su amante,
Constantius, quien, sin embargo, se sienta al lado de ella en el
trono y gobierna como verdadero príncipe consorte. Los
oficiales de éste siguen su ejemplo y no vacilan en violar a toda
mujer que deseen, independientemente de su rango o condición. El desgraciado reino gime bajo unos impuestos exorbitantes, las
granjas son esquilmadas y los mercaderes se hunden en la miseria. Dichosos son si escapan con vida.
»Sé
que te resultará difícil creerme, buen Alcemides; quizá pienses
que exagero cuando describo la situación imperante en Khaurán. Admito
que tales condiciones son increíbles para un habitante de un país
occidental, pero debes comprender la enorme diferencia que existe
entre Oriente y Occidente, especialmente si nos referimos a esta zona
de Oriente. En primer lugar, Khaurán es un reino de pequeñas
dimensiones, uno de los muchos principados que antiguamente formaban
parte del imperio de Koth y que posteriormente se independizaron.
Esta zona del mundo está constituida por diminutos reinos,
minúsculos en comparación con los grandes reinos de Occidente o con
los grandes sultanatos del Este. Sin embargo, tienen importancia,
puesto que controlan las rutas de las caravanas, y porque son muy
ricos.
«Khaurán
es el principado más importante del sudeste, y linda con los
desiertos orientales de Shem. Su
capital, llamada también Khaurán, es la única ciudad de cierta
magnitud que hay en el reino y se halla cerca del río que separa los
prados del desierto, como una fortaleza que vigila las fértiles
praderas que hay detrás. La
tierra es tan rica que produce tres e incluso cuatro cosechas al año. Los
llanos que hay al norte y al oeste de la ciudad, en cambio, están
sembrados de pequeñas aldeas. Al que está acostumbrado a las grandes plantaciones y a las
haciendas ganaderas de Occidente, le resulta extraño ver estos
minúsculos campos, huertos y viñedos. Sin embargo, la riqueza en
granos y frutos fluye de estas tierras como si se tratara del cuerno
de la abundancia. Los
habitantes de la zona se dedican exclusivamente a la agricultura. Son gentes pacíficas, incapaces casi de defenderse, y tienen
prohibida la posesión de armas. Dependen enteramente de los soldados de la ciudad en cuanto a su
protección y se sienten desamparadas en las condiciones actuales. Por
lo tanto, aquí resultan casi imposibles las violentas revueltas de
las zonas rurales, tan corrientes en las naciones occidentales.
»Los
nativos de este país trabajan como bestias bajo la mano férrea de
Constantius, cuyos hombres de barba negra cabalgan incesantemente por
los campos con látigos en la mano, como los negreros de las
plantaciones del sur de Zíngara.
»Los
moradores de las ciudades no viven mejor. Son
despojados de sus riquezas, y sus hijas más hermosas sirven para
aplacar el deseo insaciable de Constantius y sus mercenarios. Estos hombres son implacables; presentan todos los defectos de los
shemitas: crueldad bestial, lascivia y ambición sin límites. Los habitantes de la ciudad de Khaurán pertenecen a la casta
gobernante del país, y son en su mayoría hiborios valientes y
belicosos. Pero la traición de su reina los ha puesto en manos de sus
opresores. Los shemitas constituyen la única fuerza armada de
Khaurán e imponen los castigos más crueles a los nativos a los que
encuentran en posesión de armas. Se ha iniciado una campaña sistemática para exterminar a los
jóvenes khauranios que estén en condiciones de portar armas.
Muchos han sido asesinados salvajemente y otros fueron vendidos como
esclavos a los turanios. Miles de ellos huyeron del reino, para entrar al servicio de otros
gobernantes o para convertirse en proscritos integrantes de alguna de
las numerosas bandas que hay a lo largo de las fronteras.
«Actualmente
existe una vaga posibilidad de que se produzca una invasión desde el
desierto habitado por tribus de nómadas shemitas. Los mercenarios de Constantius proceden de las ciudades shemitas del
oeste de ese reino; son pelishtios, anakios y akkharios, y todos
ellos son terriblemente odiados por los zuagires y por otras tribus
errantes. Como sabes, buen Alcemides, los países de estos bárbaros
están divididos en dos zonas: en la occidental, formada por las
praderas que se extienden hasta el lejano océano, se alzan las
ciudades importantes; en la oriental, desértica, vagan los enjutos
nómadas. Hay
una lucha incesante entre los habitantes de la ciudad y los del
desierto.
»Los
zuagires han luchado contra los khauranios y han invadido el país
durante siglos, pero sin éxito, por lo que están resentidos contra
los conquistadores occidentales. Se
rumorea que ese antagonismo es fomentado actualmente por el hombre
que fuera capitán de la guardia real, al que Constantius hizo
crucificar, pero que consiguió huir milagrosamente, uniéndose
después a los nómadas. Se llama Conan y es un bárbaro, uno de esos taciturnos cimmerios
cuya ferocidad han conocido nuestros soldados a un precio muy alto. Se
dice que es la mano derecha de Olgerd Vladislav, el aventurero kozako
que llegó desde las estepas del norte y llegó a jefe de una banda
de zuagires. También
hay rumores de que esa banda ha crecido notablemente en número en
los últimos meses, y que Olgerd, incitado seguramente por el
cimmerio, está considerando la posibilidad de llevar a cabo una
incursión contra Khaurán.
»Esto
no podrá pasar de ser una simple incursión, dado que los zuagires
no tienen máquinas de asedio, ni los conocimientos necesarios para
sitiar una ciudad.
Además, se ha demostrado muchas veces en el pasado que la escasa
disciplina o, mejor dicho, la falta de formación de las tropas
nómadas, no puede rivalizar jamás con la disciplina y el armamento
de los guerreros reclutados en las ciudades shemitas. Los
nativos de Khaurán quizá vean con buenos ojos esta conquista, ya
que los nómadas no podrían tratarlos peor que sus actuales amos.
Incluso es probable que prefieran la aniquilación total al
sufrimiento que tienen que soportar. Pero están tan acobardados e indefensos, que no son capaces de
ayudar a los invasores.
«La
suerte de estas gentes es muy triste. Taramis parece estar poseída por el demonio y no se detiene ante
nada. Ha abolido el culto a Ishtar y convertido el templo en un antro de
idolatría. Mandó destruir la imagen de marfil de la diosa que veneran estos
hiborios orientales (y aunque su culto es inferior en comparación
con la verdadera religión de Mitra que practicamos nosotros, los
occidentales, es superior a la demoníaca religión de los shemitas)
y llenó el templo de Ishtar con bastos ídolos de las especies más
extrañas: dioses y diosas de la noche, representados en las posturas
más obscenas y perversas y con las características físicas más
repugnantes que pueda concebir el cerebro más degenerado. Muchas de
esas imágenes pueden ser identificadas como falsos dioses de
shemitas, turanios, vendhios y khitanios, pero otras son
reminiscencias de cultos terribles, perdidos en la noches de los
tiempos, que tal vez perduran en las más oscuras leyendas. Es imposible adivinar dónde ha podido conocer la reina dichos
cultos.
»Por
si fuera poco, la soberana ha instituido los sacrificios humanos y,
desde que vive con Constantius, no menos de quinientas personas
-hombres, mujeres y niños- han sido inmolados. Algunos
de ellos murieron en el altar que la reina mandó erigir en el templo
y bajo la daga empuñada por ella. Pero otros se han enfrentado con
un destino más terrible aún.
»Taramis
tiene un monstruo desconocido encerrado en una cripta del templo. Nadie sabe cómo es ni cuándo llegó hasta allí. Pero poco después de aplastar la desesperada revuelta de sus
soldados contra Constantius, la reina pasó una noche entera en el
escarnecido templo, con la única compañía de una docena de
prisioneros encadenados. Las aterradas gentes de la ciudad vieron salir por la cúpula un humo
espeso y maloliente y oyeron toda la noche los frenéticos cánticos
de Taramis, así como los gritos de agonía de los torturados
cautivos. Hacia el amanecer, una voz se mezcló con estos ruidos. Era una
especie de graznido estridente e inhumano que heló la sangre de
quienes lo oyeron.
»Cuando
hubo amanecido, Taramis salió como ebria del templo, con una
expresión de triunfo demoníaco en sus ojos centelleantes. Jamás se volvió a saber nada de las víctimas, y tampoco se volvió
a oír el siniestro graznido. Pero
hay una habitación en el templo en la que nadie ha entrado jamás,
salvo la reina, junto con algún prisionero al que ha decidido
sacrificar. Jamás
se vuelve a ver a la víctima. Todos saben que en ese recinto tétrico hay un monstruo, venido de la
oscura noche de los tiempos, que devora a los aterrados seres humanos
que Taramis le suministra.
»Ya
no puedo imaginar a la reina como a una mujer de carne y hueso, sino
como a un feroz demonio femenino, sentado en cuclillas en su
sangrienta guarida, entre huesos y trozos de sus víctimas, con las
manos manchadas de sangre. Mi fe en la justicia divina se tambalea por momentos cuando pienso
que los dioses permiten que realice semejantes monstruosidades, sin
hacer que reciba su merecido castigo.
»Al comparar su actual conducta con la sensatez que demostró cuando me
recibió al llegar yo a Khaurán, hace siete meses, me siento
desconcertado; no puedo sino pensar lo que cree mucha gente: que
Taramis está poseída por un demonio. Un joven soldado llamado Valerius pensaba de otro modo. Él creía que una bruja había asumido una forma idéntica a la de
la adorada soberana de Khaurán.
Opinaba que la reina podía estar recluida en algún calabozo y que
quien gobierna en lugar de ella no es más que una bruja. Valerius juraba que encontraría a la auténtica reina, si todavía
estaba viva. Pero creo que Valerius también ha sido víctima de la crueldad de
Constantius. Se vio complicado en la rebelión de los guardias del
palacio, por lo que huyó y permaneció oculto durante algún tiempo,
negándose tercamente a buscar refugio en el extranjero. Yo
lo encontré durante ese período y fue entonces cuando me contó
cuáles eran sus sospechas.
»Pero,
como he dicho, ahora ha desaparecido, al igual que tantos otros cuyo
destino nadie se atreve a imaginar. Y
me temo que haya sido aprehendido por los espías al servicio de
Constantius.
»Debo
terminar esta carta y enviarla secretamente por medio de una paloma
mensajera que la llevará hasta la frontera de Koth, donde compré el
pájaro. Luego seguirá viaje con una caravana de camellos, que espero te
entreguen esta misiva personalmente. Debo darme prisa para terminar
esta carta antes de que amanezca. Es tarde, y las estrellas brillan con pálido fulgor en las terrazas
y jardines de Khaurán. Un inquietante silencio envuelve a la ciudad, en la que sólo se oye
el redoble de un tambor proveniente del templo. No hay duda de que Taramis está allí, fraguando alguna de sus
brujerías.»
Pero
el sabio se equivocaba respecto al paradero de la mujer que él
llamaba Taramis. La
muchacha a la que el mundo conociera como reina de Khaurán se
hallaba en un calabozo iluminado tan sólo por la llama vacilante de
una antorcha, que hacía resaltar la cruel belleza de su diabólico
rostro.
Estaba
sentada en el suelo, con el cuerpo desnudo cubierto de andrajos.
Salomé
rozó desdeñosamente con su sandalia dorada el cuerpo de Taramis y
sonrió con gesto vengativo al ver que su víctima se estremecía.
-¿No
te gustan mis caricias, querida hermana? -preguntó.
Taramis
seguía siendo hermosa, a pesar de sus harapos y de las privaciones
de siete largos meses de encierro.No contestó a las ironías de su hermana, sino que inclinó la
cabeza, como si estuviera acostumbrada a aquellas burlas.
Esa
resignación no agradaba a Salomé, que se mordía el labio inferior
mientras golpeaba con el zapato sobre la piedra. Salomé
iba ataviada con el bárbaro esplendor de las mujeres de Shushán. Las piedras preciosas brillaban en sus sandalias y en las placas de
oro que cubrían sus pechos, así como en las pulseras que llevaba en
los brazos y alrededor del tobillo. Su peinado era similar al de las
mujeres shemitas y de sus orejas colgaban unos pendientes de jade que
arrojaban destellos con cada movimiento de impaciencia de la altiva
cabeza. Un cinto con pequeñas gemas sujetaba su falda de seda, tan
transparente que parecía una cínica burla a los convencionalismos.
De
sus hombros colgaba una capa de color escarlata, que le cubría un
hombro y ocultaba algo que Salomé llevaba en una mano.
La
hechicera se inclinó súbitamente, y con su mano libre cogió a su
hermana por los cabellos y la obligó a que la mirara a los ojos.
Taramis se enfrentó a esa felina mirada sin inmutarse.
-Veo
que no lloras con tanta facilidad como antes, dulce hermana -murmuró
la bruja.
-Ya
no conseguirás que derrame más lágrimas -repuso Taramis-. Has gozado demasiadas veces del espectáculo de ver a la reina de
Khaurán sollozando y pidiendo piedad de rodillas. Ahora
comprendo que no me has matado a fin de tener el placer de
atormentarme. Por
eso tus torturas han sido más refinadas de lo que acostumbras. Pero
ya no temo; me has privado del último vestigio de esperanza, de
miedo y de vergüenza. ¡Mátame y acabemos de una vez, porque ya he derramado mi última
lágrima, engendro del infierno!
-¡Cuántos
halagos, mi querida hermana! -dijo Salomé con fingida ternura-.
Hasta ahora sólo he hecho sufrir tu hermoso cuerpo y tu orgullo.
Pero no olvides que, a diferencia de mí, eres capaz de sufrir
tormentos mentales. Los descubrí cuando me complacía relatándote las farsas de que me
valí para hacerte quedar mal ante tus estúpidos súbditos. Pero esta vez he traído una prueba más fehaciente de la forma en
que actúo. ¿Sabes que Krallides, tu fiel consejero, ha vuelto de
Turan y ha sido capturado?
Taramis
palideció.
-¿Qué...,
qué le has hecho? -preguntó la reina.
Por toda respuesta, Salomé
extrajo el misterioso bulto que ocultaba bajo la capa. Levantó las
sedas que lo cubrían y dejó al descubierto algo... Era la cabeza de
un hombre joven con las facciones contraídas, como si hubiera muerto
en medio de atroces sufrimientos.
Taramis
lanzó un grito, como si un cuchillo le hubiese traspasado el
corazón.
-¡Oh,
Ishtar! ¡Krallides!
-¡Sí!
El muy necio trataba de levantar a la gente contra mí, diciéndoles
que Conan decía la verdad cuando afirmaba que yo no era Taramis.
Pero, por otra parte, ¿cómo se va a levantar el pueblo contra los
shemitas del Halcón? ¿Con palos y piedras? ¡Bah! Los perros se
están comiendo ahora su cuerpo decapitado en la plaza del mercado, y
sus restos serán arrojados después a una cloaca.
Salomé
miro a Taramis con una sonrisa cruel y exclamó:
-¿Cómo,
hermana, resulta que aún te quedan lágrimas? ¡Eso está mejor! Veo que acerté al reservar el tormento mental
para el final. De ahora en adelante, sabré proporcionarte muchos
espectáculos como... ¡éste!
De
pie, y con la cabeza decapitada en la mano, bajo la luz de las
antorchas, Salomé no parecía un ser nacido de mujer, a pesar de su
belleza atroz. Taramis
no levantó la vista. Estaba tendida en el húmedo suelo, con el
cuerpo sacudido por gemidos de dolor y golpeando las paredes de
piedra con las manos. Salomé, sin decir una sola palabra, se dirigió
a la puerta mientras las argollas que adornaban sus tobillos
tintineaban a cada paso que daba.
Poco
después, Salomé salía por una puerta que conducía a un patio, que
a su vez daba a una sinuosa callejuela. Un hombre que esperaba allí se volvió hacia ella. Era un gigantesco shemita de ojos sombríos, espaldas de toro y una
enorme barba negra que le caía sobre la poderosa coraza de plata que
cubría un pecho.
-¿Ha
llorado? -preguntó con voz profunda y acalorada.
Era el general de los mercenarios, uno de los pocos colegas de
Constantius que conocía el secreto de la reina de Khaurán.
-Sí,
Khumbanigash. Hay zonas enteras de su sensibilidad que aún no he
tocado. Cuando
una de ellas se embote debido a la continua laceración, descubriré
otra, intacta, que la hará sufrir más. ¡Eh, ven aquí, perro!
Una
figura temblorosa, cubierta de harapos y de suciedad y con el pelo
enmarañado, se acercó a Salomé. Era uno de los mendigos que
dormían en las callejuelas y en los patios de la ciudad. Salomé le
arrojó la cabeza, que llevaba en la mano y dijo:
-Ten,
arroja esto a la cloaca más cercana. Explícaselo por señas,
Khumbanigash. Este hombre está completamente sordo.
-¿Por
qué seguís con esta farsa? -preguntó Khumbanigash a Salomé-. Estás tan firmemente asentada en el trono, que nada puede
desplazarte de él. ¿Qué importaría que estos estúpidos khauranios supieran la
verdad? No
podrán hacer nada. Es mejor que proclames tu verdadera identidad.
Muéstrales a su bienamada ex reina... ¡y córtale la cabeza en una
plaza pública!
-Todavía
no, mi buen Khumbanigash...
A
continuación se cerró la puerta del patio y se escuchó el eco de
las pisadas del general que se alejaba. El mendigo mudo estaba
escondido en el patio. Nadie había observado que sus manos, que se
habían extendido para arrojar la cabeza a la alcantarilla, estaban
temblando. Eran manos fuertes, musculosas y bronceadas, muy poco en consonancia
con el cuerpo encorvado y los sucios andrajos.
-¡Lo
sabía! -susurró con tono fiero y vibrante, aunque apenas audible-. ¡Ella vive! ¡Oh,
Krallides, tu martirio no ha sido en vano! ¡La han encerrado en ese
calabozo! ¡Ishtar, si amas a los hombres de verdad, ayúdame en este difícil
trance!
4.
Lobos del desierto
Olgerd
Vladislav llenó su enjoyada jarra con el vino de un botellón de
vidrio, que luego deslizó sobre la mesa de ébano hasta donde estaba
Conan el cimmerio. Olgerd
iba ataviado con una pompa que hubiese satisfecho la vanidad de
cualquier caudillo zaporosko.
Llevaba una túnica de seda llamada,
con perlas cosidas en la parte inferior. Un ancho cinturón de raso sujetaba sus amplias calzas que se
introducían por abajo en unas botas cortas de suave cuero verde
adornadas con hilos de oro. Llevaba un turbante de seda, también
verde, que se envolvía en torno a un pequeño casco dorado. Su única
arma era una ancha daga con vaina de marfil, que llevaba muy alta
sobre la cabeza izquierda, al estilo kozako.Arrellanado en su silla adornada con águilas talladas, Olgerd estiró
las piernas y bebió vino espumoso, a grandes sorbos.
Aquel
esplendor contrastaba con el sencillo porte del gigantesco cimmerio,
de negra melena, rostro bronceado lleno de pequeñas cicatrices y
fogosos ojos azules de mirar ardiente. Llevaba puesta una cota de
malla negra, y en su atuendo sólo resultaba llamativa la ancha
hebilla dorada del cinturón del que colgaba la espada envainada.
Estaban
solos en la tienda de campaña, en cuyo interior colgaban tapices y
cortinas bordadas con hilos de oro, y cuyo suelo estaba cubierto de
ricas alfombras y cojines de terciopelo, todo ello obtenido como
botín de numerosas caravanas. Del exterior llegaba un murmullo incesante, como el que suele
acompañar a las grandes concentraciones de hombres. El viento movía de cuando en cuando las hojas de las palmeras del
oasis, produciendo un suave murmullo.
-Hoy
a la sombra y mañana al sol -dijo Olgerd, aflojándose un poco de
cinturón de color carmesí y tendiendo nuevamente la mano hacia la
jarra de vino-. Así es la vida. He sido caudillo de los zaporoskos; ahora lo soy de
las gentes del desierto. Hace siete meses tú colgabas de una cruz,
fuera de las murallas de Khaurán. Y ahora eres el lugarteniente del
saqueador más poderoso que existe en Turan y en las praderas
occidentales. ¡Deberías estarme agradecido!
-¿Porque
has sabido reconocer lo que valgo? -dijo Conan, echándose a reír y
alzando su jarra de vino-. Cuando se permite que un hombre mejore su
posición, puede uno tener la seguridad de que será él mismo el
primero en beneficiarse de ello. Todo
lo que tengo me lo he ganado con mi sudor y mi sangre.
Conan miró
las cicatrices que tenía en las palmas de las manos. También había cicatrices en su cuerpo, que no existían siete meses
antes.
-Debo
admitir que peleas como un regimiento de demonios -reconoció
Olgerd-. Pero no es gracias a ti que tantos hombres se han unido a
nuestras tropas, sino a consecuencia de nuestros éxitos en el
pillaje, dirigidos con mano sabia por mí. Estos nómadas siempre buscan un buen jefe al que seguir, y suelen
tener más fe en los extranjeros que en los de su propia raza.
»¡No
hay límites en lo que podemos conseguir, Conan! -continuó-. Ya
tenemos once mil hombres bajo nuestro mando. Dentro
de un año, el número se habrá triplicado. Hasta el momento nos
hemos contentado con realizar incursiones en las fronteras de Turan y
en las ciudades del oeste. Con treinta o cuarenta mil hombres no haremos más incursiones, sino
que invadiremos un país, lo conquistaremos y nos estableceremos en
él. Entonces
yo seré emperador de Shem, y tú mi visir, siempre y cuando
obedezcas mis órdenes incondicionalmente. Mientras tanto, creo que nos encaminaremos hacia el este para saquear
el puerto fronterizo de Vezek, donde las caravanas tienen que pagar
tributo.
Conan
movió la cabeza haciendo un gesto negativo, y dijo:
-No
me parece acertado.
Olgerd lo miró furioso y contestó:
-¿Qué
quieres decir con eso de que no te parece acertado? ¡En
este ejército, el que piensa soy yo!
-En
nuestra banda hay suficientes hombres para llevar a cabo mis planes
-repuso el cimmerio-. Estoy harto de esperar, y tengo que arreglar una cuenta pendiente.
-Ah,
siempre recordando lo de la cruz, ¿eh? -dijo Olgerd, que tomó un
trago de vino y sonrió complacido. Bueno, me gustan los hombres que
saben odiar. Pero eso puede esperar, por el momento.
-Me
dijiste que me ayudarías a tomar Khaurán -afirmó Conan.
-Sí,
pero eso fue antes de conocer las inmensas posibilidades que tiene el
poder. Además, sólo pensaba en hacer una incursión rápida para saquear
la ciudad. No quiero malgastar nuestras fuerzas. Khaurán es un hueso
demasiado duro de roer ahora. En cambio, dentro de un año quizá...
-Será
dentro de una semana -repuso Conan, y el kozako se sorprendió ante
la firmeza del cimmerio.
-Escúchame
-dijo Olgerd-. Aun cuando yo estuviera dispuesto a empujar a mis
hombres a una empresa tan descabellada, ¿qué conseguiríamos? ¿Crees que estos lobos del desierto pueden asediar y tomar una
ciudad como Khaurán?
-No
habrá asedio -dijo Conan-. Conozco un modo de atraer a Constantius a
la llanura.
-¿Y
después qué? -protestó el kozako bramando un juramento-. En un
combate con arqueros, nuestros jinetes llevarán las de perder,
porque las armaduras de los asshuri son mejores que las nuestras. Y
si se tratara de luchar con espadas, sus filas cerradas de diestros
espadachines aventajan a nuestras formaciones abiertas, a las que
dispersarán como hojas al viento.
-No
ocurrirá eso si cuento con tres mil jinetes hiborios desesperados
que formen una sólida cuña -afirmó el cimmerio.
-¿Y
de dónde vas a sacar tres mil hiborios? ¿Vas a conseguirlos por
arte de magia? -se burló Olgerd.
-Ya
los tengo -repuso Conan imperturbable-. Son tres mil hombres de
Khaurán que están esperando órdenes mías en el oasis de Akrel.
-¿Cómo?
-exclamó Olgerd, sin dar crédito a lo que escuchaba.
-Lo
que has oído. Se trata de hombres que han escapado a la tiranía de
Constantius. La mayor parte de ellos han vivido como proscritos en los desiertos
que se encuentran al este de Khaurán. Son hombres enjutos, duros y
osados como tigres salvajes. Cada uno de ellos puede habérselas con tres mercenarios
achaparrados. La opresión ha endurecido sus músculos y ha puesto el
fuego del infierno en sus extrañas. Estaban dispersos en pequeñas bandas, y lo único que necesitaban
era un jefe que los reuniera y los dirigiera. Creyeron en el mensaje
que les hice llegar a través de mis jinetes, se han reunido en el
oasis y están a mi disposición.
-¿Y
todo ello sin mi conocimiento? -preguntó Olgerd con una luz salvaje
y peligrosa en los ojos, al tiempo que echaba mano del arma que
llevaba colgada del cinto.
-Querían
seguirme a mí, y no a ti.
-¿Y
qué les dijiste a esos descastados, para haberte ganado su voluntad?
-inquirió Olgerd con voz amenazadora.
-Les
dije que emplearía esa horda de lobos del desierto para aniquilar a
Constantius y devolver la ciudad de Khaurán a sus habitantes.
-¡Necio!
-susurró Olgerd-. ¿Acaso te consideras el jefe?
Los
dos hombres estaban de pie, frente a frente, a ambos lados de la mesa
de ébano. Una luz demoníaca bailaba en los fríos ojos grises de
Olberd, mientras que el cimmerio esbozaba una sonrisa feroz.
-Te
haré descuartizar entre cuatro palmeras -dijo el kozako con aparente
serenidad.
-¡Llama
a tus hombres y dales esa orden! -repuso Conan, desafiante-. ¡Veremos si te obedecen!
Olgerd
gruñó enseñando los dientes y levantó la daga, pero se detuvo a
medio camino. Había algo en el rostro oscuro del cimmerio que lo
hizo estremecer. Sus ojos centelleaban como los de un lobo.
-Escoria
de las montañas occidentales -musitó el kozako-. ¿Has osado socavar mi poder?
-No
tuve necesidad de hacerlo -repuso Conan-. Mentías,
cuando dijiste que nada tengo que ver con la llegada de los nuevos
soldados que recluíamos.
Yo
soy el verdadero motivo de su adhesión. Ellos obedecen tus órdenes,
pero luchan por mí. Los zuagires no pueden tener dos jefes a la vez.
Ellos saben que yo soy el más fuerte y que los entiendo mejor que
tú, porque yo, al igual que ellos, soy un bárbaro.
-¿Y
qué dirán cuando les pidas que luchen por los khauranios? -preguntó
Olgerd con tono sarcástico.
-Me
seguirán. Voy a prometerles un camello cargado de oro que nos
entregará el palacio. La ciudad de Khaurán estará dispuesta a
pagarlo como recompensa por librarse de Constantius. Luego los dirigiré contra los turanios, como tú habías planeado.
Lo que quieren estos hombres es botín y, para conseguirlo, lucharán
contra Constantius como contra cualquier otro enemigo.
En
los ojos de Olgerd se reflejó el reconocimiento de su derrota. En
sus sueños de grandeza había pasado por alto algunos detalles que,
si bien antes le habían parecido carentes de importancia, adquirían
ahora su verdadero significado, demostrando que lo que Conan decía
no eran meras fanfarronadas. La
gigantesca figura cubierta con cota de malla que se encontraba frente
a él era el verdadero jefe de los zuagires.
-¡Pero
no serás el jefe si mueres! -murmuró Olgerd, y su mano aferró la
empuñadura de su daga.
Conan
alargó el brazo al otro lado de la mesa con la rapidez de un rayo, y
sus dedos aferraron el antebrazo de Olgerd. Se oyó un crujido de
huesos rotos, y la escena se congeló durante unos instantes cargados
de tensión: los hombres se encontraban cara a cara, inmóviles como
estatuas. La frente del kozako se cubrió de sudor, y Conan se echó
a reír, sin aflojar la presión sobre el brazo roto.
-¿Eras
apto para vivir, Olgerd?
La
sonrisa del cimmerio no cambió mientras sus dedos estrujaban la
carne temblorosa del kozako y se oía el ruido de huesos rotos que se
rozaban. El rostro ceniciento de Olgerd se quedó rígido y la sangre
comenzó a manar de su labio inferior, en el que había clavado los
dientes. Sin embargo, no se le escapó un quejido ni dijo una sola
palabra.
Con
otra carcajada, Conan soltó al kozako y retrocedió. Olgerd se
tambaleó, y tuvo que apoyarse en la mesa con la mano sana para no
caer.
-Te
concedo la vida, Olgerd, como tú me la regalaste a mí -dijo Conan
con absoluta tranquilidad-. Si bien tú me hiciste descender de la cruz para que te ayudara a
conseguir tus objetivos. Además, me sometiste a unas pruebas amargas y difíciles que tú
mismo no habrías resistido, ni nadie que no fuera un bárbaro
occidental.
«Ahora
coge tu caballo y márchate -agregó-. Ya lo tienes, enjaezado detrás
de la tienda. Encontrarás agua y comida en las alforjas. Nadie te
verá marchar, pero vete rápido. No hay sitio en el desierto para un
jefe derrotado. Si los guerreros te vieran así, tullido y
destronado, no te dejarían abandonar vivo el campamento.
Olgerd
no contestó. Lentamente, y sin decir una sola palabra, se volvió y
salió de la tienda, apartando con la mano la tela de seda que cubría
la entrada. Luego, siempre en silencio, se subió al enorme caballo
blanco que estaba atado a la sombra de una palmera. Finalmente, con
su brazo roto apretado contra el pecho, tiró de las riendas e hizo
girar a su corcel hacia el este, en dirección al desierto, y se
alejó para siempre de los zuagires.
Dentro
de la tienda, Conan vació la jarra de vino y chasqueó la lengua con
deleite. Luego arrojó la jarra vacía a un rincón y, después de
ajustarse el cinturón, salió al exterior. Se detuvo un momento para recorrer con la mirada las líneas de
tiendas de piel de camello que se hallaban ante él, así como las
siluetas vestidas de blanco que se movían entre las tiendas,
discutiendo o cantando, mientras ponían en orden sus arreos o
afilaban sus cimitarras.
Entonces
Conan levantó la voz, que llegó hasta los confines del campamento
como un trueno.
-¡Aguzad
los oídos, perros, y escuchadme! ¡Venid
a mi lado! ¡Tengo
algo que deciros!
5.
La voz de la bola de cristal
En
una habitación de una torre cercana a las murallas de la ciudad, un
grupo de hombres escuchaba atentamente las palabras de uno de ellos. Eran jóvenes fuertes y musculosos, con ese aspecto que sólo
confieren la desesperación y la adversidad. Vestían cotas de malla
y ropas de cuero gastado, y de sus cintos colgaban las espadas
envainadas.
-¡Sabía
que Conan decía la verdad cuando aseguró que ella no era Taramis!
-exclamó el que hablaba-. Durante meses he rondado por las cercanías
del palacio, haciéndome pasar por un mendigo sordo. Finalmente pude
confirmar lo que ya había imaginado, o sea, que nuestra reina se
halla prisionera en los calabozos adyacentes al palacio. Esperé mi oportunidad y capturé a un carcelero shemita, al que dejé
sin sentido cuando salía del patio, a altas horas de la noche. Lo
arrastré a un sótano cercano y allí lo interrogué. Antes de morir
me dijo lo que acabo de contaros, y lo que hemos sospechado todo este
tiempo: que la mujer que gobierna Khaurán es una bruja llamada
Salomé. Dijo que Taramis se halla prisionera en una de las celdas
que hay en el sótano de la prisión.
»Esta
invasión de los zuagires nos ofrece la oportunidad que buscábamos
-agregó-. No sé cuáles son las intenciones de Conan. Quizás
sólo desea vengarse de Constantius, o tal vez pretenda saquear la
ciudad y luego destruirla. Es un bárbaro, y es imposible saber lo que les pasa por la cabeza a
esa gente.
»Pero
sé muy bien lo que debemos hacer nosotros -continuó-: ¡Rescatar
a Taramis mientras se lucha en las calles! Constantius va a salir con
sus tropas al llano para presentar batalla. Sus hombres ya están
montando a caballo. Hará eso porque no hay comida suficiente en la ciudad para resistir
un asedio. Conan llegó tan imprevistamente del desierto que no hubo tiempo de
conseguir provisiones. Y el cimmerio está equipado para sitiar la
ciudad. Los exploradores de Constantius han informado que los zuagires tienen
máquinas de asedio construidas siguiendo las instrucciones de Conan,
que aprendió todas las artes de la guerra en Occidente.
»Constantius
no desea que se prolongue el cerco -agregó-, y por ello quiere
enfrentarse con el enemigo en la llanura, donde espera dispersar a
las tropas de Conan de un solo golpe. En la ciudad dejará sólo unos cientos de hombres para que vigilen
desde las murallas y las torres que dominan las puertas de la ciudad.
»En
la prisión casi no habrá vigilancia -concluyó el hombre-. Cuando
hayamos liberado a Taramis, actuaremos según lo aconsejen las
circunstancias. Si
gana Conan, debemos enseñar a Taramis a su pueblo, y decirle a la
gente que se rebele, lo que harán, ¡ya lo creo que lo harán! Estas
gentes son capaces de matar a los shemitas que quedan en la ciudad
con las manos. Luego
cerrarán las puertas, tanto para defenderse de los mercenarios como
de los nómadas, y ninguno de éstos podrá entrar en la ciudad. Entonces
parlamentaremos con Conan, que siempre fue leal a Taramis. Cuando
él conozca la verdad y la reina le hable, creo que no someterá a
asedio ni saqueará la ciudad. Si es Constantius el que vence, lo que parece más probable,
deberemos escapar de Khaurán junto con la reina.
El joven miró a
los demás y preguntó:
-¿Está
claro?
Todos
respondieron afirmativamente.
-En
ese caso, aflojad vuestras espadas de las vainas, encomendémonos a
Ishtar y vayamos a la prisión, pues los mercenarios se dirigen en
este momento a la puerta sur de la ciudad.
Así
era. La luz del alba se reflejaba en los cascos puntiagudos que
avanzaban rítmicamente hacia la amplia arcada exterior. Aquella
sería una batalla de jinetes, como sólo era posible en tierras de
Oriente. Las tropas pasaban a través de las puertas como un río de
acero. Eran siluetas sombrías cubiertas con cotas de malla negras o
plateadas, con oscuras barbas rizadas y narices aguileñas, con ojos
inexorables en los que brillaba la fatalidad de su raza, la seguridad
de sus decisiones y la absoluta falta de piedad.
Las
calles y ventanas estaban abarrotadas de gente que observaba en
silencio a aquellos guerreros extranjeros que, paradójicamente, iban
a defender su ciudad. No decían una sola palabra. Aquellos individuos enjutos, con ropas
raídas y gorros en sus manos miraban con ojos inexpresivos.
En
una torre que dominaba la ancha calle por la que se llegaba a la
puerta sur, se encontraba Salomé, tendida sobre un diván de
terciopelo. Miró sonriente a Constantius mientras éste se ajustaba la espada al
cinto y se ponía los guanteletes de la armadura. Estaban solos en la habitación. El
rítmico sonido metálico de los arneses y de los cascos de caballo
contra el empedrado llegaba hasta la habitación a través de los
barrotes dorados.
-Antes
de que caiga la noche -manifestó Constantius, mientras se atusaba el
bigote-, tendrás algunos prisioneros para alimentar a tu demonio del
templo. A
lo mejor ya está cansado de la suave carne ciudadana y preferiría
los recios músculos de los hombres del desierto.
-Y
tú ten cuidado de no ser la víctima de una bestia más feroz que el
mismísimo Thaug -advirtió Salomé-. No olvides quién es el jefe de
esos lobos del desierto.
-Imposible
olvidarlo -respondió Constantius-. Ésa es una de las razones por
las que me adelanto a recibirlo. Ese perro ha luchado en Occidente y
conoce las artes del asedio. Mis exploradores tuvieron dificultades
para acercarse a sus tropas, ya que los hombres de su escolta tienen
vista de halcón. Pero
se aproximaron lo suficiente como para ver los aparatos que arrastran
largas filas de camellos. Tienen catapultas, arietes, balistas y
otros artilugios. ¡Por
Ishtar, ha debido de tener diez mil hombres trabajando día y noche
durante un mes! Lo que no comprendo es de dónde sacó el material
para construir esos aparatos. Quizás haya hecho un trato con los
turanios y éstos lo provean de lo necesario.
»De
todas formas -continuó-, no les valdrá de nada. Ya he luchado
contra esos lobos del desierto en una oportunidad. Un intercambio de
flechas, en el cual mis guerreros, con sus cotas de malla, saldrán
mejor parados, luego una carga de caballería a través de las
abiertas filas de los nómadas, y los habré dispersado a los cuatro
vientos. Volveré a la ciudad antes de que se ponga el sol, con cientos de
prisioneros desnudos atados a la cola de mis caballos. Esta noche
haremos un gran festín en la plaza principal para celebrarlo. A
mis soldados les encanta desollar vivos a sus enemigos, y haremos que
los habitantes de la ciudad contemplen el espectáculo. En cuanto a
Conan, sería un enorme placer cogerlo vivo para empalarlo en las
escaleras del palacio.
-Desuella
a todos los que quieras -respondió Salomé con indiferencia-. Me
gustaría hacerme un vestido con piel humana. Pero prométeme que me
entregarás al menos cien prisioneros para el altar y para Thaug.
-Así se hará, descuida -repuso Constantius, que se apartó con una
mano el cabello de la frente bronceada por el sol, y agregó-: ¡Por
la victoria y el honor de la reina Taramis!
Tras
decir estas sarcásticas palabras, se puso el casco bajo el brazo,
levantó la otra mano como saludo y salió con paso majestuoso de la
habitación. Hasta Salomé llegó la voz tajante de Constantius dando
órdenes a sus oficiales.
La
mujer se tendió en el lecho, bostezó, se estiró como un enorme
gato flexible y sensual y llamó:
-¡Zang!
Un
sacerdote, de piel amarilla y apergaminada sobre un rostro que
parecía una calavera, entró sin hacer ruido en la habitación.
Salomé
se volvió hacia un pedestal de marfil sobre el que se podían ver
dos bolas de cristal y, cogiendo la más pequeña, se la entregó al
sacerdote.
-Ve
con Constantius -le ordenó-, y dame noticias de la batalla. ¡Vamos,
márchate!
El
hombre de rostro cadavérico hizo una profunda reverencia, escondió
la bola bajo su oscuro manto y salió apresuradamente de la
habitación.
Fuera,
en la ciudad, no se oía otro ruido que el resonar de los cascos de
caballo, y después el de las enormes puertas al cerrarse. Salomé
subió por una amplia escalera de mármol que llevaba hasta la
terraza del palacio, que sobresalía entre todos los demás edificios
de la ciudad. Las calles estaban desiertas y en la gran plaza que
había frente al palacio no se veía un alma. En épocas normales, la gente entraba y salía del sombrío templo
que se alzaba al otro lado de la plaza, pero ahora aquello parecía
una ciudad muerta. Tan
sólo en la muralla sur y en los techos que daban a ella había
señales de vida. Allí se abarrotaba la gente dispuesta a presenciar la batalla. No
manifestaban nada, porque no sabían si desear la victoria o la
derrota de Constantius. Su
victoria significaba más años de miseria bajo un gobierno
implacable. La derrota supondría, probablemente, el saqueo de la
ciudad y una terrible masacre. No se sabía nada acerca de las intenciones de Conan, pero tenían
presente que se trataba de un bárbaro sediento de venganza.
Los
escuadrones de mercenarios se dirigían hacia la llanura. De este
lado del río avanzaba otra masa compacta y oscura. Parecían
jinetes. Del otro lado del río estaban las máquinas de asedio.
Conan no había querido cruzar esos aparatos por el río,
probablemente por temor a que lo atacaran a mitad de camino. Pero sí
había hecho cruzar a toda la caballería. En esos momentos, el sol se alzaba con intenso fulgor sobre la oscura
multitud de hombres armados. La caballería de Constantius inició el
galope, y el estruendo de los cascos llegó hasta la gente que se
hallaba en las murallas.
Los
dos grandes grupos de caballos y jinetes se acercaron a galope
tendido y al fin chocaron con tremendo fragor metálico y terrible
confusión. Era difícil identificar a los combatientes. Densas nubes
de polvo se alzaron de la llanura, bajo el golpe furioso de los
cascos de los caballos. A
través de esas nubes aparecían y desaparecían los guerreros entre
el remolino de las lanzas.
Salomé se encogió desdeñosamente de
hombros y bajó por la escalera. En el palacio reinaba un profundo silencio. Los esclavos habían
corrido hacia la muralla para contemplar la lucha que se desarrollaba
en el sur.
Salomé
entró en la habitación en la que había estado hablando con
Constantius y se acercó al pedestal de marfil. Contempló la bola de
cristal y vio que estaba turbia, cruzada por vetas de color carmesí.
Se inclinó sobre la bola, mientras juraba entre dientes.
-¡Zang!
-llamó-. ¡Zang!
La
bruma giró en el interior de la bola y dejó ver, entre nubes de
polvo, negras siluetas que luchaban violentamente, envueltas en los
reflejos hirientes del acero. Luego apareció con nitidez el rostro
cadavérico de Zang, cuyos ojos parecían mirar a Salomé. La sangre
le chorreaba de una herida que tenía en la cabeza, y su piel se
había vuelto grisácea. Sus labios se retorcieron primero con una
mueca de dolor, y a continuación se oyó su voz como si se
encontrara en la habitación, gritando y contorsionándose en la
pequeña esfera, y no a leguas de distancia. Sólo los dioses de las
tinieblas sabían qué mágicos lazos invisibles unían a esas dos
resplandecientes bolas de cristal.
-¡Salomé!
-exclamó la sangrante cabeza-. ¡Salomé!
-¡Te
escucho! -gritó ella-. ¡Habla! ¿Cómo se desarrolla la batalla?
-¡La
maldición ha caído sobre nosotros! -respondió quejumbrosa la
aparición con cabeza en forma de calavera-. ¡Khaurán está
perdida! Sí, han derribado mi caballo y no puedo moverme. ¡Nuestros soldados caen como moscas, a pesar de sus cotas de malla y
de sus armaduras plateadas!
-¡Deja
de lamentarte y cuéntame lo que ha sucedido! -ordenó Salomé con
aspereza.
-Avanzamos
contra los perros del desierto hasta que los dos ejércitos se
encontraron frente a frente -dijo el sacerdote con un aullido de
dolor-. Las flechas nublaban el cielo. Los nómadas vacilaron al
principio, y Constantius ordenó atacar. Arremetimos contra ellos en
filas ordenadas y al galope.
-Luego
las hordas de nómadas se separaron y por la brecha avanzaron como
una centella tres mil jinetes hiborios, cuya existencia no habíamos
sospechado siquiera. ¡Eran
hombres de la ciudad de Khaurán, enloquecidos de odio! ¡Jinetes corpulentos, con armaduras completas y montados en robustos
caballos! Como una cuña de acero arremetieron contra nosotros, con
la fuerza del rayo. Antes
de que nos diéramos cuenta, ya nos habían dispersado y a
continuación los nómadas del desierto se abalanzaron sobre nuestras
desconcertadas filas.
»¡Han
arrollado y destrozado nuestros flancos! -exclamó Zang-. ¡Era una
artimaña de ese demonio de Conan! Las máquinas de asedio eran
falsas; se trataba de simples armazones de madera y tela pintada, que
engañaron de lejos a nuestros exploradores. ¡Nuestros
guerreros huyen! Khumbanigash
ha caído, derribado por el mismo Conan, que lo ha matado
implacablemente. No veo a Constantius. Los
jinetes de Khaurán se abren paso entre nuestras tropas como leones
sedientos de sangre, y los hombres del desierto nos rematan con las
flechas. Ahora... ¡Aaah!
En
la bola se vio un resplandor como de un relámpago, luego una mancha
se sangre de color escarlata, y finalmente la imagen del cristal
desapareció por completo. Salomé se quedó mirando la esfera, que
ahora sólo reflejaba su iracundo semblante.
Permaneció
totalmente inmóvil durante un momento, luego dio unas palmadas y
entró otro sacerdote con el mismo aspecto cadavérico y tan
inmutable y silencioso como el anterior.
-Constantius
ha sido derrotado -se apresuró a decir Salomé-. Nada podemos esperar. Dentro de una hora, Conan estará ante las
puertas de la ciudad. Si me apresa, no guardo ninguna ilusión
respecto a lo que me espera. Sin embargo, primero voy a asegurarme de
que mi maldita hermana jamás volverá a sentarse en el trono. ¡Sígueme! Pase lo que pase, daremos a Thaug un festín.
Descendieron
las escaleras del palacio, mientras del exterior llegaba un creciente
rumor. Los espectadores de la lucha comenzaron a darse cuenta de que
Constantius estaba perdiendo la batalla. A través de las nubes de
polvo se veía a los grupos de jinetes que galopaban hacia la ciudad.
El
palacio y la prisión estaban conectados por un largo corredor
techado con bóvedas sombrías. La
falsa reina y su servidor pasaron vertiginosamente por una imponente
puerta que daba acceso al recinto iluminado de la prisión. En el extremo de otro pasillo, había unas escaleras que descendían
hacia la oscuridad. De pronto, Salomé retrocedió, al tiempo que lanzaba una maldición.
En la penumbra de la habitación vio un cuerpo inerte en el suelo. Se trataba del carcelero shemita. Su corta barba apuntaba hacia el techo y tenía la cabeza casi
separada del resto del cuerpo. Salomé oyó unas voces agitadas que procedían de abajo y se
escondió en el hueco de una arcada. Empujó hacia atrás al sacerdote, al tiempo que se recogía el
vestido.
6.
Las alas del buitre
La
humeante luz de una antorcha despertó a Taramis, la reina de
Khaurán, de un sueño que ella pensó que la liberaría de la
realidad. Apoyándose en una mano, se echó atrás el enmarañado cabello y
parpadeó. Esperaba
encontrar el rostro burlón de Salomé y su maligna sonrisa, presagio
de nuevos tormentos. En
lugar de ello, oyó una exclamación de espanto y de compasión.
-¡Taramis!
¡Oh, mi reina!
Aquellas
palabras resultaron tan extrañas a los oídos de la prisionera que
creyó que estaba soñando. Detrás
de la antorcha pudo divisar algunas siluetas, el brillo del acero y
luego cinco rostros que se inclinaban hacia ella. No eran caras
morenas y de nariz aguileña, sino semblantes delgados y de piel
blanca. Taramis se acurrucó contra la pared y se quedó mirando
fijamente a los recién llegados.
Uno
de los hombres se adelantó y cayó de rodillas ante ella; luego
abrió los brazos y dijo con voz compasiva:
-¡Oh,
Taramis, demos gracias a Ishtar por haberte encontrado! ¿No
me recuerdas, mi señora? Soy
Valerius. Una vez tuviste palabras de elogio para mí, después de la batalla
de Korveka.
-¡Valerius!
-exclamó ella con voz insegura, al tiempo que las lágrimas
comenzaron a rodar por sus mejillas-. ¡Oh,
debo de estar soñando! ¡Es otra hechicería con la que Salomé me
atormenta de nuevo!
-¡No,
mi señora! -dijo Valerius lleno de gozo-. ¡Son tus verdaderos vasallos que vienen a rescatarte! Pero debemos darnos prisa. Constantius está luchando en el llano
contra Conan el cimmerio, que ha cruzado el río con los zuagires. Sin
embargo, en la ciudad quedan aún trescientos shemitas. Matamos al carcelero y le quitamos las llaves. No
hemos visto a más guardianes. Pero debemos irnos ya. ¡Vamos, deprisa!
La
reina intentó ponerse en pie, pero sus fuerzas le fallaron, más a
causa de la emoción que por debilidad. Valerius la levantó en
brazos como a una niña, y abandonaron la mazmorra detrás del
soldado que llevaba la tea. El ascenso por la húmeda escalera
parecía interminable, pero finalmente salieron a un corredor.
Al
pasar ante una oscura arcada, la antorcha se apagó súbitamente y su
portador exhaló un leve grito de agonía. En el corredor brilló un
fuego azul, que iluminó momentáneamente el rostro furioso y maligno
de Salomé y al hombre de aspecto brutal que la acompañaba. Luego,
los fugitivos quedaron cegados por el resplandor.
Valerius
trató de echar a correr por el pasillo con la reina en brazos. Percibió
un sonido similar al de un cuchillo que se hundía repetidas veces en
la carne, acompañado de estertores de muerte. Luego le arrebataron violentamente a la reina de los brazos, y
después un golpe brutal lo hizo caer al suelo.
Se
puso en pie con gran esfuerzo y sacudió la cabeza como para librarse
de la llama azulina que todavía parecía bailar ante sus ojos. Valerius
se aclaró la vista, y se encontró en el corredor... rodeado
únicamente de muertos. Sus cuatro compañeros yacían entre charcos
de sangre, con la cabeza y el pecho destrozados a puñaladas. Cegados
por esa llama infernal, habían muerto sin poder defenderse. La reina
había desaparecido.
Al
tiempo que profería una maldición, Valerius recogió su espada.
Luego se quitó el abollado casco, que dejó caer al suelo, y la
sangre resbaló sobre su rostro desde un corte que tenía en el cuero
cabelludo.
Estaba
desesperado y sin saber qué hacer, cuando oyó una voz angustiada
que decía:
-¡Valerius!
¡Valerius!
Avanzó
trastabillando en dirección a la voz, y de repente sintió un cuerpo
cálido y esbelto que se apretaba frenéticamente contra él.
-¡Ivga!
¿Estás loca? -dijo el joven.
-¡Tenía
que venir! -murmuró ella sollozando-. Te seguí y me oculté en el
hueco de una arcada. Hace un momento vi a Salomé en compañía de un
esbirro que llevaba a una mujer en brazos. Me di cuenta de que era la
reina y comprendí que habías fracasado en tu intento. ¡Oh, estás herido!
-Es
sólo un arañazo -repuso él, al tiempo que apartaba a la muchacha-.¡Rápido,
Ivga, dime hacia dónde fueron!
-Cruzaron
la plaza en dirección al templo.
Valerius
palideció y dijo:
-¡Por
Ishtar! ¡El demonio! ¡Quiere
ofrendar a Taramis al demonio que venera! ¡Deprisa,
Ivga, ve hasta la muralla sur, donde la gente está viendo la
batalla! ¡Diles
que la verdadera reina ha sido encontrada y que la impostora la lleva
hacia el templo! ¡Corre!
Todavía
sollozando, la joven se alejó velozmente. Valerius
salió a la calle, cruzó la plaza y se dirigió a la gran estructura
de piedra del templo. Ascendió rápidamente la amplia escalinata de
mármol y pasó corriendo entre las columnas del pórtico. Al entrar en el recinto, Valerius divisó al extraño grupo. Era evidente que la prisionera había opuesto más resistencia de la
que cabía esperar. Al ver que estaba perdida sin remedio, Taramis se
debatía con toda la fuerza de su espléndido y joven cuerpo. En una ocasión se vio libre de los brazos del repelente sacerdote,
pero este volvió a aferraría.
El
grupo se hallaba casi en el centro de la amplia nave, al fondo de la
cual se alzaba un sombrío altar. Detrás de éste se podía ver la
gran puerta de metal por la que habían entrado tantos hombres,
mujeres y niños para no salir nunca más. Taramis
jadeaba. Su harapiento vestido le había sido arrancado del cuerpo en
la lucha. Se debatía bajo la presión de las manos de su simiesco captor como
una blanca ninfa desnuda entre los brazos de un sátiro. Salomé
miraba con gesto cínico, mientras el grupo avanzaba con rapidez
hacia la puerta tallada. Desde las elevadas paredes oscuras, las estatuas de algunos dioses
obscenos y las gárgolas miraban sonrientes hacia abajo, como si
estuvieran vivas.
Jadeando
de rabia, Valerius corrió hacia el centro de la enorme sala, con la
espada en la mano. Ante
un grito de advertencia de Salomé, el sacerdote de rostro cadavérico
miró hacia arriba, soltó a Taramis y extrajo un puñal manchado de
sangre. A continuación corrió en dirección al recién llegado.
Pero
apuñalar a unos hombres deslumbrados por una llama lanzada por
Salomé no era lo mismo que luchar contra un musculoso joven cegado
por la ira y el deseo de venganza.
El
hombre levantó el puñal ensangrentado, pero la afilada hoja de la
espada de Valerius silbó en el aire y la mano que empuñaba la daga
saltó de la muñeca, con una lluvia de sangre. Valerius asestó un mandoble tras otro con todas sus fuerzas. La hoja
atravesó la carne y el hueso, y la cabeza del sacerdote cayó hacia
un lado, mientras el resto del cuerpo se desplomaba hacia el otro.
Valerius
giró en redondo con la rapidez y la ferocidad de un felino de la
selva y buscó a Salomé con la mirada. Esta había agotado ya el
polvillo inflamable que empleara en la prisión y se inclinaba ahora
ante Taramis, a la que tenía sujeta por los cabellos, mientras
empuñaba una daga en la otra mano. Entonces,
al tiempo que gritaba salvajemente, Valerius clavó su espada en el
pecho de la bruja con una fuerza y un ímpetu tal que la punta le
salió por la espalda. Salomé se derrumbó con un grito aterrador y
quedó retorciéndose convulsivamente en el suelo. Luego
aferró la afilada hoja en el momento en que la joven la extraía de
su cuerpo. Las manos de la bruja se inundaron de sangre y sus ojos
adoptaron una expresión inhumana. En una lucha desesperada contra la
muerte, se apretó la herida que teñía de color carmesí sus
vestidos y cortaba justo por la mitad la roja media luna de su pecho
de marfil. Finalmente cayó al suelo, arañando las frías losas de
piedra.
Valerius
se dirigió hacia Taramis, que estaba a punto de desmayarse, y la
levantó del suelo. Luego
volvió la espalda al cuerpo que aún se retorcía sobre las losas de
piedra y corrió hacia el pórtico. Se
detuvo en lo alto de la escalinata y vio que la plaza estaba colmada
de gente. Algunas personas habían acudido ante los gritos incoherentes de
Ivga, en tanto que otros se habían alejado de las murallas por temor
a las hordas que llegaban del desierto. Todos se habían congregado en la plaza sin saber qué hacer. La
sombría resignación de la gente había desaparecido, y ahora
gritaban violentamente. Cerca
de la muralla sonaban ya las voces de los invasores.
Un
grupo de oscuros shemitas se abrió paso sin contemplaciones entre la
multitud. Eran los centinelas de las puertas del sector norte, que
corrían a ayudar a sus camaradas de la puerta sur. Cuando vieron al joven que llevaba en brazos a la mujer desnuda, se
detuvieron. Todas las cabezas se volvieron hacia la escalera del
templo, y el asombro se añadió a la confusión reinante.
-¡Ésta
es vuestra reina! -exclamó Valerius, tratando de hacerse oír entre
el clamor popular.
La
rugiente multitud no le entendió y respondió con gritos. Valerius
trató en vano de dominar el tumulto con su voz. Los shemitas
avanzaron hacia los escalones del templo, atacando sin piedad a la
muchedumbre con sus lanzas.
Entonces
ocurrió algo que aumentó el terrible desconcierto. De la oscuridad
del templo que estaba detrás de Valerius surgió una silueta blanca,
bañada en sangre. La
multitud gritó estremecida. Allí, en brazos de Valerius, había una
mujer que parecía ser la reina. Y del templo salía, vacilante, otra
figura que parecía una réplica exacta de ésta. Todos la miraron
atónitos. El mismo Valerius sintió que la sangre se le helaba en
las venas al ver a Salomé entre las columnas del pórtico. Su espada le había traspasado el corazón. La mujer debía estar
muerta, de acuerdo con todas las leyes de la naturaleza. Sin embargo,
allí se encontraba, tambaleándose, aferrada de un modo terrible a
la vida.
-¡Thaug!
-exclamó Salomé retrocediendo-. ¡Thaug!
Como respuesta a esa invocación aterradora, se oyó un espantoso
graznido procedente del interior del templo.
-¡Esa
es la reina! -rugió el capitán de los shemitas, al tiempo que
levantaba su arco-. ¡Matad a ese hombre y a la otra mujer!
Pero
de la multitud se elevó un rugido como de cien jaurías. Al
fin habían comprendido la verdad, y se daban cuenta de que la mujer
que estaba en brazos del joven era su verdadera reina. Con un grito estremecedor se abalanzaron sobre los shemitas, luchando
con uñas y dientes, con la desesperación que da la ira largo tiempo
contenida. Más
arriba, Salomé se tambaleó una vez más y luego se desplomó sobre
la escalera de mármol, muerta ya por fin.
Las
flechas silbaron en torno a Valerius mientras éste corría entre las
columnas del pórtico, escudando con su cuerpo el de la reina
Taramis. Por su parte, los shemitas, que tenían que vérselas ahora
con la muchedumbre enardecida disparaban sus arcos a mansalva.
Valerius corrió hacia la puerta del templo, pero cuando ya tenía
puesto un pie en el umbral, retrocedió espantado y gritó.
De
las tinieblas que reinaban en la gran sala del templo salía dando
grandes saltos hacia él, una silueta oscura que no alcanzaba a
divisar del todo. Vio el resplandor de unos ojos enormes,
sobrehumanos, y el brillo de algo que parecían garras o colmillos. Al retroceder, oyó el silbido de una lanza que pasó muy cerca de su
cabeza cortando el aire, advirtiéndole que la muerte estaba
agazapada tras él. Cuatro o cinco shemitas se habían abierto paso
entre la multitud y subían a caballo por la escalinata con los arcos
dispuestos para el ataque. Valerius
se ocultó tras una columna, contra la cual se quebraron las flechas.
Taramis se había desmayado, y parecía una mujer muerta en sus
brazos.
Antes
que los shemitas pudieran atacar de nuevo, la puerta del templo quedó
bloqueada por una figura gigantesca. Los mercenarios profirieron gritos de horror, se volvieron y
comenzaron a apartar a la aterrada muchedumbre con sus armas, para
alejarse corriendo.
El monstruo parecía estar mirando a Valerius y a la reina. Hizo
pasar un enorme y viscoso cuerpo a través del vano de la puerta y
saltó hacia el joven, que ya corría escaleras abajo. Valerius sintió a sus espaldas la sombría masa, ese engendro de la
naturaleza surgido del corazón de la noche, en el que sólo se veían
con claridad sus grandes ojos y los colmillos relucientes.
En
ese preciso momento se oyó el resonar de cascos de caballos. Los
shemitas huyeron a través de la plaza en desbandada. Otros llegaron
empapados en sangre por el sur, y tras ellos irrumpió un grupo de
jinetes que rugían maldiciones en una lengua conocida y blandían
espadas rojas de sangre. ¡Eran los hiborios exiliados que regresaban
a la ciudad! Con ellos llegaban cincuenta jinetes del desierto, a cuya cabeza
cabalgaba un gigante protegido por una cota de malla de color negro.
-¡Conan!
-exclamó Valerius-. ¡Conan!
El
gigante dio una orden y, sin frenar a sus caballos, los hombres del
desierto levantaron sus arcos y dispararon. Una nube de flechas cruzó
silbando la plaza, por encima de la multitud, y se hundió hasta las
plumas en el cuerpo del negro monstruo. Éste se detuvo, se tambaleó
y comenzó a retroceder de espaldas al templo. Era como una enorme
mancha recortada contra las columnas de mármol. Las cuerdas de los
arcos volvieron a vibrar, y el terrible monstruo cayó al suelo y
rodó por las escaleras, tan muerto como la bruja que lo había
llamado desde la noche de los tiempos.
Conan
tiró de las riendas delante del pórtico y saltó del caballo.
Valerius, agotado por la emoción, había depositado a Taramis sobre
el suelo de mármol. La multitud se agolpó alrededor del grupo, pero
el cimmerio los hizo retroceder gritando una maldición. Luego dijo:
-¡Por
Crom, ésta es la verdadera reina Taramis! Entonces, ¿quién es ésa que está allí?
-El
demonio impostor -repuso Valerius jadeando.
Conan
bramó otro juramento, arrancó la capa de uno de los soldados y
envolvió con ella el cuerpo desnudo de la reina. Las largas pestañas
de Taramis parpadearon sobre sus mejillas. Luego
abrió los ojos y observó con gesto incrédulo el rostro lleno de
cicatrices del cimmerio.
-¡Conan!
-exclamó-. ¿Estoy soñando? ¡Ella me dijo que estabas muerto...!
-¡Casi!
-dijo él sonriendo-. No estás soñando, mi señora. Hoy vuelves a
ser la reina de Khaurán. He derrotado a Constantius junto al río.
La mayor parte de sus perros no vivieron lo suficiente para llegar
hasta las murallas de la ciudad, pues di órdenes de que no se
tomaran prisioneros... con excepción de Constantius. Los guardias de
la ciudad nos cerraron las puertas en las narices, pero nos abrimos
paso con los arietes. He dejado a todos mis hombres al otro lado de
la muralla, menos a estos cincuenta khauranios, que me parecieron
suficientes para dominar a los centinelas de las puertas de la
ciudad.
-¡Ha
sido una pesadilla! -dijo la reina suspirando-. ¡Oh, mi pobre
pueblo! Conan, deberás ayudarme a recompensarlos por los
sufrimientos que han padecido por mí. ¡Desde ahora eres mi
consejero, además de capitán!
El
cimmerio sonrió y movió la cabeza. Luego ayudó a Taramis a ponerse
en pie, y después a un grupo de jinetes khauranios que seguían
persiguiendo a los shemitas y declaró:
-No,
muchacha, eso ha terminado. Ahora soy el jefe de los zuagires, y debo
conducirlos a saquear las ciudades y aldeas turanias, pues de lo he
prometido. Este muchacho, Valerius, será mejor capitán que yo. No
estoy hecho para vivir entre paredes de mármol. Y ahora he de
dejarte, porque debo terminar mi trabajo. Todavía hay shemitas vivos
en Khaurán.
Mientras
Valerius cruzaba la plaza detrás de Taramis, entre una multitud que
lanzaba frenéticos vítores a la reina, el joven sintió una suave
mano que buscaba la suya. Se volvió y apretó contra él el hermoso
cuerpo de Ivga. Luego la estrechó entre sus brazos y bebió sus
besos con la gratitud del exhausto guerrero que puede descansar
después de tantas tribulaciones y batallas.
Pero
no todos los hombres buscaban el reposo y la paz; algunos habían
nacido con espíritu tormentoso y eran los heraldos inquietos de la
violencia y de la guerra, pues no conocían otra forma de vida...
El
sol se alzaba en el horizonte. El antiguo camino de las caravanas
estaba atestado de jinetes con túnicas blancas. La línea ondulante
que formaban se extendía desde las murallas de Khaurán hasta un
lejano lugar de la planicie. Conan el cimmerio se encontraba a la
cabeza de esa columna. Estaba de pie frente a un madero, enterrado
profundamente en la tierra. Cerca del madero había una pesada cruz,
a la que un hombre estaba clavado por las manos y los pies.
-Hace
siete meses, Constantius -dijo Conan-, era yo el que colgaba de la
cruz, y tú el que se sentaba sobre el caballo.
Constantius
no respondió. Se mordió los labios grises, en tanto que sus ojos
estaban vidriosos por el dolor y el miedo. Los músculos de su cuerpo
delgado estaban en tensión.
-Veo
que sabes mejor infligir la tortura que soportarla -agregó el
cimmerio con calma-. Estuve colgado de esa cruz como tú ahora, y
sobreviví gracias a las circunstancias y a un temple y un vigor que
sólo poseemos los bárbaros. Pero vosotros, los llamados hombres
civilizados, sois blandos. Vuestras vidas no están clavadas a
vuestras espinas dorsales como las nuestras. Vuestra fuerza reside
principalmente en provocar tormentos, no en soportarlos. Estarás
muerto antes de que se ponga el sol. Así pues, Halcón, te dejo en
compañía de otros pájaros del desierto.
Y
diciendo esto, señaló a los buitres cuyas sombras cruzaban la
arena, mientras daban vueltas arriba, en el cielo. De los labios de
Constantius surgió un grito inhumano, lleno de espanto y
desesperación, al comprender el irremediable destino que le
esperaba.
Conan
agitó las riendas de su corcel y se dirigió hacia el río, que
brillaba como una gran cinta de plata bajo el sol de la mañana.
Detrás del cimmerio, la larga columna de jinetes vestidos de blanco
se puso en marcha y avanzó lentamente. Al pasar delante de la cruz,
cada uno de ellos miró con indiferencia al condenado, con la
característica falta de compasión de los hijos del desierto. Y
mientras la oscura silueta del madero se recortaba ante el disco del
sol naciente, los cascos de los caballos hollaron el suelo levantando
tenues nubes de polvo. Las alas de los hambrientos buitres planeaban
cada vez más bajo.
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