CAPÍTULO 11
Las cuatro treinta y cuatro
Hay sueños sobrecogedores y vacilantes,
que ningún mortal se atrevió a soñar antes.
Poe
La puerta se cerró suavemente tras de mí, y la gran casa a oscuras me pareció más siniestra que nunca. Caminando encorvado, crucé el húmedo césped a buen paso, ofreciendo sin duda un aspecto grotesco e impío, pues cualquier hombre que me viera por casualidad me habría tomado por un simio gigantesco, en lugar de un hombre. ¡Tan detallado e ingenioso era el disfraz diseñado por el Amo! Trepé al muro exterior y me dejé caer a tierra, al otro lado, tras lo cual avancé en la oscuridad, en dirección al grupo de árboles que ocultaban el automóvil.
El conductor negro se reclinó sobre el asiento delantero. Respiré con fuerza, y procuré fingir, en la medida de lo posible, el comportamiento de un hombre que acabara de cometer un asesinato a sangre fría, y que estuviera huyendo de la escena del crimen.
—¿Has oído algo... algún sonido, algún grito? —susurré, agarrándole el brazo.
—No he oído nada salvo un ligero chasquido, cuando forzaste la puerta, —repuso—. Has hecho un buen trabajo... nadie que hubiera pasado por la carretera habría podido sospechar nada.
—¿Has estado en el vehículo todo el tiempo? —pregunté. Y, cuando replicó que así había hecho, le agarré por el tobillo y pasé la mano por la suela de su zapato; estaba completamente seco, así como los bajos de sus pantalones. Satisfecho, me acomodé en el asiento trasero. Si hubiera salido al exterior, tanto sus zapatos como la parte baja de su ropa habrían estado húmedos de rocío, demostrando la falsedad de sus palabras.
Le ordené que no encendiera el motor hasta que no me hubiera quitado el disfraz de simio, y, después, mientras el automóvil avanzaba por las calles nocturnas, comencé a ser víctima de numerosas dudas e inquietudes. ¿Por qué habría de confiar Gordon en la palabra de un extraño, que además había sido aliado del Amo? ¿No pensaría acaso que mi relato era la fantasía de un drogadicto, o incluso una mentira destinada a llevarle a una emboscada? Aún así, si no me había creído, ¿por qué me había dejado marchar?
No me quedaba más alternativa que confiar en él. En cualquier caso, lo que Gordon hiciera o no hiciera, no afectaría a mi fortuna de un modo definitivo, a pesar de que Zuleika me había provisto de aquello que no haría más que aumentar ligeramente los días que me quedaban de vida. Mis pensamientos se centraron en ella, y, más fuerte que mi deseo de venganza sobre Kathulos, era la esperanza de que Gordon pudiera ser capaz de liberarla de las garras de ese villano. En cualquier caso, —pensé sombríamente—, si Gordon me fallaba, aún me quedaban mis manos, y, si podía lograr ponerlas encima de la huesuda figura del Cráneo Viviente.
De forma abrupta, me sorprendí meditando acerca de Yussef Ali y sus extrañas palabras, cuya importancia empezaba a cobrar ahora un raro cariz: «¡El Amo me la ha prometido para cuando lleguen los días del Imperio!»
Los días del Imperio... ¿qué podía significar aquello? El automóvil se detuvo al fin frente al edificio que albergaba al Templo del Silencio... ahora oscuro y silencioso. El trayecto me había parecido interminable, y, mientras me apeaba, observé el reloj que había junto al volante del vehículo. El corazón me dio un vuelco... eran las cuatro y treinta y cuatro, y, a menos que mis ojos me engañaran, había visto un movimiento en las sombras, al otro lado de la calle, lejos del resplandor de las farolas. A esa hora de la noche, sólo podía significar dos cosas... algún secuaz del Amo, esperando mi regreso, o bien que Gordon había mantenido su palabra.
El negro se marchó en el coche, y yo abrí la puerta del bar, —desierto a esas horas—, lo crucé, y entré en la sala del opio. Tanto el suelo como los catres estaban repletos de durmientes, —pues en este tipo de tugurios no suele distinguirse entre el día y la noche, tal como suele hacer la gente normal—, aunque todos ellos parecían narcotizados.
Las lámparas centelleaban a través del humo y el silencio, arrojando una luz brumosa.
CAPÍTULO 12
Al sonar las cinco
Observó gigantescas huellas de destrucción
E innumerables figuras de condenación.
Chesterton
Dos de los muchachos chinos se dedicaban a atender los braseros, y me miraron sin parpadear mientras me abría camino por entre los cuerpos tendidos, en dirección a la puerta del fondo. Por primera vez, atravesé a solas el corredor y tuve ocasión de volver a preguntarme acerca del contenido de los extraños cofres que había alineados a la pared.
Tras dar cuatro golpes a la cara interior de la trampilla, ascendí hasta la sala del ídolo. Jadeé de asombro... y, el hecho de que Kathulos, en todo su horror, se hallara sentado junto a una mesa, frente a mí, no era la causa de mi exclamación. Excepto por la mesa, la silla sobre la que permanecía sentado el Cráneo Viviente, y el altar... desprovisto ahora de incienso... ¡La estancia estaba completamente vacía!
Mis ojos contemplaron las paredes desnudas y desangeladas del almacén abandonado, en lugar de los lujosos tapices a los que había llegado a acostumbrarme. Las palmeras, el ídolo, el biombo lacado... todo había desaparecido.
—Ah, Costigan, sin duda te estarás haciendo muchas preguntas.
La voz muerta del Amo interrumpió mis pensamientos. Sus ojos de serpiente brillaban con malevolencia. Sus largos dedos amarillentos tamborileaban sobre la superficie de la mesa.
—¡No hay duda de que me habías tomado por un necio confiado! —espetó de repente—. ¿De verdad pensabas que no te haría seguir? ¡Estúpido, Yussef Ali estuvo en todo momento pegado a tus talones!
Durante un instante, permanecí sin habla, paralizado por el impacto que esas palabras habían obrado sobre mi cerebro; luego, cuando comprendí su importancia, me lancé hacia delante con un rugido. En el mismo instante, antes de que mis ávidos dedos pudieran cerrarse sobre el horror burlón que había al otro lado de la mesa, aparecieron hombres de todas partes. Los esquivé, y, con la claridad que otorga el odio en estado puro, logré distinguir de entre todas aquellas caras salvajes, el rostro de Yussef Ali, y estampé mi puño derecho contra su sien con toda la fuerza que aún me quedaba. Mientras se desplomaba, Hassim me derribó de rodillas, y un chino me echó una red sobre los hombros. Volví a levantarme, rompiendo los cordeles de la red como si fueran débiles hilos, y, entonces, una cachiporra empuñada por Ganra Singh volvió a derribarme al suelo, aturdido y ensangrentado.
Unas manos nervudas me levantaron y amarraron con unas cuerdas que se clavaron cruelmente en mi carne. Tras emerger de entre las brumas de la semiinconsciencia, me encontré tendido en el altar, con el horrible rostro de Kathulos alzándose sobre mí como si fuera una horrible torre de marfil. A mi alrededor, formando un semicírculo, se hallaban Ganra Singh, Yar Khan, Yun Shatu y algunos otros que reconocí como habituales del Templo de los Sueños. Más allá —y aquella fue una visión que me taladró el corazón— vi a Zuleika asomada a una puerta, con el rostro lívido y las manos apretadas contra sus mejillas, en una actitud de terror abyecto.
—No confiaba del todo en ti, —dijo Kathulos con voz sibilina—, de manera que le ordené a Yussef Ali que te siguiera. Llegó a la arboleda antes que tú, y te siguió hasta la mansión, donde escuchó tu interesante conversación con John Gordon... ¡Sí, porque no tuvo problemas en escalar el muro exterior como si fuera un gato, y se colgó del alféizar de la ventana! Tu conductor se ha retrasado a propósito, con el fin de dar a Yussef Ali el tiempo suficiente para regresar aquí... De todas formas, yo había decidido ya cambiar mi morada. Mis muebles se encuentran ya de camino a otro emplazamiento, y, en cuanto nos hayamos desecho del traidor... ¡de ti!... también nosotros nos marcharemos, dejando atrás una pequeña sorpresa, para cuando tu amigo, Gordon, llegue aquí a las cinco y media.
El corazón me dio un vuelco por la esperanza. Yussef Ali había entendido mal la hora, y Kathulos continuaba aquí, sintiéndose seguro, mientras toda la fuerza de detectives de Londres había acordonado el lugar en silencio. Por encima del hombro, observé como Zuleika desaparecía de la puerta.
Contemplé a Kathulos, absolutamente ajeno a lo que estaba diciendo. No quedaba mucho para las cinco... si lograba aguantar hasta entonces... pero, de repente, me quedé helado cuando el egipcio ladró una orden, y Li Kung, un chino delgado y cadavérico, se adelantó desde el silencioso semicírculo y extrajo una larga daga de entre las mangas de su túnica. Mis ojos buscaron una vez más
el reloj que descansaba aún sobre la mesa, y el corazón estuvo a punto de parárseme por la desesperación. Restaban aún diez minutos para las cinco. Mi muerte no me importaba gran cosa, ya que, en realidad, no era sino una cuestión de acelerar lo que era inevitable, pero, en el interior de mi mente, casi podía ver a Kathulos y sus asesinos, escapando, mientras la policía aguardaba aún las cinco campanadas.
El Cráneo Viviente interrumpió su arenga, y permaneció en silencio, en actitud expectante. Creo que su prodigiosa intuición le avisaba del peligro. Lanzó una serie de órdenes veloces a Li Kung, y el chino avanzó, alzando la daga sobre mi pecho.
La atmósfera se sobrecargó de repente con una tensión dinámica. La afilada punta de la daga pendía por encima de mí... ¡Y entonces, alto y claro, escuché el agudo silbato de la policía, y al instante, un terrorífico estampido proveniente de la fachada del almacén!
Kathulos se lanzó a una actividad frenética. Siseando órdenes como un gato excitado, saltó hacia la trampilla del suelo, seguido por el resto. Los acontecimientos se sucedían con la velocidad de una pesadilla. Li Kung había seguido a los demás, pero Kathulos espetó una orden por encima del hombro, y el chino se dio la vuelta, corriendo al altar sobre el cual me encontraba yo, y levantó en alto la daga, con un semblante desesperado.
Un grito se alzó por encima del clamor reinante, y, mientras me agitaba desesperadamente para evitar la daga que descendía, capté un atisbo de Kathulos llevándose a rastras a Zuleika. Luego, con un movimiento frenético, logré caer del altar justo en el instante en que la daga de Li Kung, buscando mi pecho, se hundía varios centímetros en la superficie manchada de sangre seca, y se quedaba allí, trabada.
Había caído en un lateral, pegado a la pared, y no podía ver lo que estaba ocurriendo en la sala, pero me pareció como si fuera algo muy lejano, y escuché distantes gritos de hombres, de un modo débil pero espantoso. Entonces, Li Kung logró liberar la daga, y saltó, como un tigre, hacia el otro extremo del altar. De forma simultánea, un revólver disparó desde la entrada... el chino se irguió,agitándose, la daga cayó de entre sus manos... y se desplomó al suelo. Gordon, empuñando una pistola aún humeante, entró corriendo por la puerta en la que, segundos antes, había estado Zuleika. Pegados a sus talones corrían tres policías en ropas de paisano. Cortó mis ligaduras y me ayudó a levantarme.
—¡Rápido! ¿Dónde se han ido?
La estancia había quedado desierta, a excepción de mí mismo, Gordon y sus hombres, y dos cadáveres tendidos en el suelo. Encontré la puerta secreta y, tras un par de segundos de búsqueda, localicé la palanca que la abría. Con los revólveres a punto, los hombres se agruparon a mi alrededor y contemplaron, nerviosos, la escalera en tinieblas. Desde su oscuridad total no se escuchaba el menor sonido.
—¡Asombroso! —musitó Gordon—, Supongo que el Amo y sus siervos han entrado por aquí para salir del edificio... ¡Pues lo cierto es que ahora no están aquí!... y Leary y sus hombres deberían poder detenerles, o bien en el túnel mismo, o bien en el cuarto de atrás del local de Yun Shatu. En cualquier caso, a estas alturas ya deberían haberse puesto en contacto con nosotros.
—¡Cuidado, señor! —exclamó de repente uno de los hombres, y Gordon, lanzando un improperio, golpeó con la culata de su pistola destrozando la cabeza de una descomunal serpiente que se había arrastrado en silencio por las escaleras, desde la negrura de abajo.
—Veamos lo que ha sucedido, —dijo, enderezándose.
Pero antes de que pudiera poner el pie en el primer escalón, le detuve, agarrándole del brazo; pues, estremeciéndome de horror, comencé, vagamente, a comprender algo de lo que podía haber ocurrido... comencé a entender el silencio del túnel, la ausencia de detectives, los lejanos gritos que había escuchado, mientras permanecía a un lado del altar. Al examinar la palanca que abría la trampilla, encontré otra palanca de menor tamaño... y empecé a pensar que ya sabía lo que contenían los misteriosos cofres que había alineados en las paredes del túnel.
—Gordon, —dije con voz ronca—, ¿tiene una linterna eléctrica?
Uno de los hombres nos tendió una, de gran tamaño.
—Dirija la luz hacia el túnel, pero, si valora su vida, no se le ocurra poner el pie en los escalones.
El haz de luz partió las sombras, iluminando el túnel, y mostrando una escena tan horripilante que la llevaré en el cerebro el resto de mi vida. En el suelo del túnel, entre los cofres, que ahora se hallaban abiertos de par en par, yacían dos hombres que habían pertenecido a lo más selecto del Servicio Secreto de Londres. Yacían con los miembros retorcidos y los rostros horriblemente contorsionados, y, por encima de ellos, y a su alrededor, reptaban, con largos y brillantes cuerpos escamados, varias decenas de espantosos reptiles.
En ese momento, el reloj dio las cinco.
En ese momento, el reloj dio las cinco.
CAPÍTULO 13
Un mendigo ciego monta en automóvil
Parecía uno de esos mendigos de gran pobreza,
Buscando un mendrugo de pan y algo de cerveza.
Chesterton
El amanecer, frío y gris, se cernía sobre el río cuando accedimos al desierto bar del Templo de los Sueños. Gordon se hallaba interrogando a los dos hombres que habían permanecido de guardia en el exterior del edificio, mientras sus desafortunados compañeros entraban para explorar el túnel.
—Tan pronto como escuchamos el silbato, señor, Leary y Murken irrumpieron en el bar, y pasaron a la sala del opio, mientras nosotros nos quedábamos aquí, en la puerta del bar, según nuestras órdenes. Al poco rato, salieron algunos drogadictos, vestidos con harapos, y les retuvimos. Pero no salió nadie más, y no volvimos a saber nada de Murken y Leary; de modo que nos limitamos a esperar, hasta que apareció usted, señor.
—¿No han visto a un negro gigantesco, o al chino Yun Shatu?
—No, señor. La patrulla no tardó en aparecer, y acordonamos la casa, pero no vimos a nadie.
Gordon se encogió de hombros; tras unas pocas preguntas de rutina, se había dado cuenta de que los prisioneros no eran más que drogadictos inofensivos, de modo que los había soltado.
—¿Está usted seguro de que no salió nadie más?
—Sí, señor... no, aguarde un momento. Un mendigo ciego y hecho polvo, salió por aquí... era todo harapos, y suciedad, y le guiaba una muchacha también harapienta. Le hicimos detenerse, pero no le retuvimos... un despojo como ese no podía ser peligroso.
—¿No? —se sobresaltó Gordon—, ¿Por qué camino se marcharon?
—La chica le condujo calle abajo, hasta la siguiente manzana, y, entonces, un automóvil se detuvo, y subieron a él, señor.
Gordon le miró fijamente.
—No en vano, la estupidez de los detectives londinenses se ha convertido en motivo de burla a nivel mundial, —dijo en tono ácido—. Sin duda, no se le habrá pasado por la cabeza lo extraño que resulta que un mendigo de Limehouse tenga un automóvil a su disposición.
Entonces, despidiendo con un gesto impaciente a aquel hombre, que deseaba seguir hablando, se volvió hacia mí, y observé arrugas de cansancio alrededor de sus ojos.
—Señor Costigan, si quisiera acompañarme a mi apartamento, quizás podamos aclarar un par de cosas.
CAPÍTULO 14
El Imperio Negro
¡Oh, esas lanzas nuevas, en la sangre vital empapadas,
mientras las mujeres se lamentaban en vano!
¡Oh, qué tiempos, antes de los ingleses y su llegada!
¿Volverán alguna vez aquellos días de antaño?
Mundy
Gordon encendió una cerilla y, con gesto ausente, dejó que se apagara en su mano, sin llegar a encender el cigarrillo turco que sostenían sus dedos.
—Esta es la conclusión más lógica a la que uno puede llegar, —estaba diciendo—: El eslabón débil de nuestra cadena era la falta de hombres. Pero, maldición, uno no puede preparar un ejército a las dos de la madrugada, ni siquiera con la ayuda de Scotland Yard. De modo que partí para Limehouse, dejando órdenes para que, en cuanto pudieran reunirse, cierto número de patrulleros me siguieran y acordonaran la casa.
"Sin duda, llegaron demasiado tarde para evitar que los sirvientes del Amo se deslizaran por las puertas y ventanas laterales, como seguramente hicieron sin el menor problema, estando sólo Finnegan y Hansen de guardia en la fachada principal del edificio. No obstante, llegaron a tiempo para evitar que el Amo, en persona, escapara de esa manera... sin duda, no tuvo más remedio, entonces, de emplear su disfraz, y fue detenido. Y, si logró escapar, no fue tanto debido a su astucia y a su audacia, como a la incompetencia de Finnegan y Hansen. La muchacha que le acompañaba...
—Se trataba de Zuleika, sin duda.
Respondí de forma automática, preguntándome una vez más qué clase de ataduras la ligarían al hechicero egipcio.
—Pues le debe usted la vida, —espetó Gordon, encendiendo otra cerilla—. No hallábamos agazapados en las sombras, en frente del almacén, aguardando a que sonara la hora convenida, y, por supuesto, ignorantes de lo que estaba sucediendo en la casa, cuando una muchacha apareció en una de las ventanas cerradas con barrotes, y nos rogó, en nombre de Dios, que hiciéramos algo, pues estaban a punto de asesinar a un hombre. De modo que entramos al momento. No obstante, cuando lo hicimos, ella no estaba allí.
—Sin duda volvió a la estancia principal, —musité—, y fue obligada a acompañar al Amo. Quiera Dios que Él no se haya enterado de su traición.
—No lo sé, —dijo Gordon, dejando caer en un cenicero la cerilla quemada—, al igual que no puedo saber si ella supuso nuestra verdadera identidad o si tan sólo se dirigió a nosotros impulsada por la desesperación.
"De cualquier forma, el punto principal es el siguiente: la evidencia apunta al hecho de que, al escuchar el silbato, Murken y Leary penetraron en el local de Yun Shatu desde la puerta principal, en el mismo instante en que mis tres hombres y yo atacábamos la entrada frontal del almacén. Comoquiera que nos llevó unos segundos destrozar la puerta, resulta lógico suponer que abrieron la trampilla secreta y entraron en el túnel, antes de que lográramos penetrar en el almacén.
"El Amo, conociendo nuestros planes de antemano, y siendo consciente de que se iba a producir una invasión desde el túnel, había llevado a cabo sus propios planes, hacía ya tiempo, para prevenir tal contingencia...
Me estremecí involuntariamente
—El Amo accionó la palanca pequeña, la que abría los cofres... los gritos que escuchó usted tras tirarse del altar eran los alaridos de muerte de Murken y Leary. Luego, dejando atrás al chino para que se encargara de usted, el Amo y los demás descendieron al túnel... —por increíble que parezca— y, tras lograr abrirse camino entre las serpientes, sin resultar heridos, entraron en la casa de Yun Shatu y escaparon desde allí, del modo que ya he descrito.
—Me parece imposible. ¿Por qué las serpientes no se volvieron contra ellos?
Gordon había encendido por fin su cigarrillo, y tomó una profunda calada antes de responder.
—Los reptiles podían estar centrando toda su espantosa atención en los moribundos, o bien... en ocasiones anteriores, me he enfrentado con pruebas indiscutibles del poder del Amo sobre las bestias y reptiles o incluso sobre criaturas de los órdenes más bajos y peligrosos. Por el momento, la cuestión de cómo él y sus esclavos lograron pasar indemnes por entre todas aquellas alimañas, es algo que deberá ser uno más de los muchos misterios sin resolver que rodean a este extraño individuo.
Me agité incómodo en mi asiento. Todo aquello me recordaba el propósito de aclarar las cosas, por el que había acudido al impecable pero un tanto excéntrico apartamento de Gordon.
—Aún no me ha contado, —dije abruptamente—, quién es ese hombre, y cuál es su misión.
—En lo que respecta a quién es, tan sólo puedo decir que se le conoce como usted mismo le llama... el Amo. Jamás le he visto la cara, ni tampoco sé su verdadero nombre, ni su nacionalidad.
—Creo que yo puedo aportar algo de luz a eso, —le interrumpí—. Le he visto la cara, y he escuchado el nombre por el que le llaman sus esclavos.
Los ojos de Gordon ardieron de interés, y se inclinó hacia delante.
—Su nombre, —proseguí—, es Kathulos y dice ser egipcio.
—¡Kathulos! —repitió Gordon—, Dice usted que dice ser egipcio... ¿Tiene algún motivo para dudar de que posea dicha nacionalidad?
—Podría venir de Egipto, —respondí lentamente—, pero, de algún modo, es diferente de cualquier humano que haya visto jamás o con quién haya soñado. Una edad vetusta podría ser la causa de algunas de sus peculiaridades, pero existen ciertas diferencias en los rasgos que, según recuerdo de mis estudios de antropología, deberían haber estado presentes en su rostro desde su nacimiento... me refiero a unos rasgos que resultarían anormales en cualquier otro hombre, pero que son perfectamente normales en Kathulos. Sé que suena paradójico; lo admito. Pero de haber contemplado la horripilante inhumanidad de ese hombre, estoy seguro de que me entendería.
Gordon permaneció sentado, muy atento, mientras yo, rápidamente, le resumía la apariencia del egipcio, tal como la recordaba... pues su aspecto se había quedado grabado en mi mente para siempre.
Cuando hube concluido, asintió.
Cuando hube concluido, asintió.
—Como ya he dicho, jamás he visto a Kathulos excepto cuando va disfrazado de mendigo, de leproso, y ese tipo de atuendos... y siempre va cubierto de harapos. Aún así, también yo he quedado impresionado por cierta extraña diferencia que parece apreciarse en él... algo que no encuentro presente en otros hombres.
Gordon se tamborileó la rodilla con los dedos... un hábito que poseía cuando se encontraba enfrascado en algún problema complejo.
—Acaba de preguntarme cuál es la misión de este hombre, —comenzó a decir lentamente—. Voy a contarle todo lo que sé.
"Mi posición en el gobierno británico es única y muy peculiar. Dirijo lo que podría denominarse como un departamento itinerante... una oficina creada con el único propósito de atender a mis necesidades especiales. Como oficial del Servicio Secreto durante la guerra, logré convencer a la autoridades de la necesidad de dicha oficina, así como de mi habilidad para dirigirla.
"Hará unos diecisiete meses, fui enviado a Sudáfrica para investigar el sentimiento de rebeldía que había estado creciendo entre los nativos del interior incluso desde antes de comenzar la Guerra Mundial, y que, últimamente, había tomado proporciones alarmantes. Allí fue donde, por primera vez, di con la pista de este hombre, Kathulos. Descubrí, por intrincados caminos, que África se estaba convirtiendo en un caldero de rebelión que se extendía desde Marruecos a Cabo Town. La antiquísima alianza había vuelto a forjarse... los negros y los mahometanos, coaligados entre sí, estaban dispuestos a barrer al hombre blanco hasta el otro lado del mar.
"Este pacto ya se había llevado a cabo en otras ocasiones, pero siempre, al menos hasta ahora, había terminado por romperse. Pero ahora, no obstante, sentí un gigantesco intelecto y un genio monstruoso detrás del velo, un genio lo bastante poderoso como para poder tener éxito en aquella unión y para mantenerla intacta. Trabajando exclusivamente a base de rumores y débiles pistas susurradas, seguí su rastro a lo largo de toda áfrica Central, hasta llegar a Egipto. Allí, al fin, me encontré con la prueba definitiva de que dicho hombre existía. Los susurros murmuraban acerca de un muerto en vida... un Cráneo Viviente. Descubrí que aquel hombre era el Sumo Sacerdote de la misteriosa Sociedad del Escorpión, que opera en el norte de África. Se le denomina de varios modos: el Cráneo Viviente, el Amo, y el Escorpión.
"Siguiendo una pista de oficiales sobornados y secretos de estado filtrados, seguí su rastro hasta Alejandría, donde logré verle por primera vez, en un muelle del barrio nativo... iba disfrazado de leproso. Escuché con claridad que los nativos se referían a él como el «Poderoso Escorpión», pero logró escaparse.
"Entonces, perdí el rastro por completo; la pista se había enfriado del todo hasta que llegaron a mis oídos ciertos rumores acerca de extraños acontecimientos en Londres, de modo que regresé a Inglaterra para investigar lo que parecía ser una brecha en la seguridad del Ministerio de la Guerra.
"Tal como había temido, el Escorpión me había precedido. Este hombre, cuya habilidad y educación superan a los de cualquiera que haya conocido jamás, es, sencillamente, el líder e instigador de un movimiento a nivel internacional, como el mundo no haya visto jamás. ¡En resumen, está conspirando para derrocar a la raza blanca!
"¡Su meta definitiva es un Imperio Negro, con él mismo como Emperador del Mundo! Y, para ese fin, ha coaligado en una monstruosa conspiración a los negros, los tostados y los amarillos.
—Ahora comprendo a qué se refería Yussef Ali cuando mencionó «los días del Imperio» —musité.
—Exacto, —espetó Gordon con emoción contenida—. El poder de Kathulos es ilimitado e insospechado. Como si fuera un pulpo, sus tentáculos se extienden desde los lugares más elevados de la civilización, hasta los rincones más remotos del globo. Y su principal arma es... ¡La droga! Ha inundado Europa y, sin duda, América con opio y hachís, y, a pesar de todos mis esfuerzos, me ha resultado imposible descubrir un solo punto débil en las barreras tras las que se transporta la droga infernal. Con ella, embauca y esclaviza a hombres y mujeres.
"Hace poco me ha hablado usted acerca de los hombres y mujeres aristocráticos que vio entrando en el local de Yun Sha— tu. Sin duda eran adictos a las drogas... pues, como ya he dicho, es un hábito que se da incluso en las altas esferas... sin duda se trataba de gente que ostenta altos cargos gubernamentales, y que venían a conseguir las sustancias que necesitaban, ofreciendo a cambio secretos de estado, información interna, y promesas de encubrir los crímenes del Amo.
"¡Oh, jamás deja nada al azar! Antes de que se desencadene esa marea negra, estará preparado; si logra su objetivo, todos los gobiernos de raza blanca serán hervideros de corrupción... y los hombres más fuertes de nuestra raza habrán muerto. Los secretos de guerra del hombre blanco serán suyos.
Cuando suceda, adoptará la forma de una sublevación simultánea contra la supremacía blanca, por parte de todas las razas de color... unas razas que, durante la pasada guerra, aprendieron el modo de batallar del hombre blanco, y que, lideradas por un hombre como Kathulos y armadas con las mejores armas del hombre blanco, resultarán casi invencibles.
"Han estado introduciendo importantes cargamentos de rifles y munición en toda África oriental, y no se detuvieron hasta que no identifiqué su origen. Descubrí que una respetable firma escocesa había estado repartiendo esas armas entre los nativos, y también me enteré de algo más: el administrador de dicha empresa era adicto al opio. Eso fue suficiente. La influencia de Kathulos en ese asunto resultaba evidente. El administrador fue arrestado y se suicidó en su celda... esa es sólo una de las muchas situaciones con las que he tenido que lidiar.
"Lo cual nos lleva al caso del Mayor Fairlan Morley. Él, al igual que yo, gozaba de un puesto bastante flexible y fue enviado al Transvaal para trabajar en el mismo caso. Envió a Londres cierto número de importantes documentos secretos para que fueran guardados en una caja fuerte. Llegaron hace algunas semanas, y fueron depositados en la caja de seguridad de un banco. La carta que los acompañaba daba instrucciones explícitas que indicaban que no debían ser entregados a nadie que no fuera el mismo Mayor, el cual debería de solicitarlos en persona, o, en caso de su muerte, a mí mismo.
"En cuanto me enteré de que había zarpado para África, envié a Burdeos a algunos hombres de confianza, pues esa iba a ser su primera escala en Europa. No lograron salvar la vida del Mayor, pero al menos certificaron su muerte, pues encontraron su cadáver en un barco abandonado cuyo casco estaba varado en una playa. Se hizo todo lo posible por mantener el asunto en secreto, pero, de algún modo, acabó trascendiendo a los periódicos, con el resultado...
—Empiezo a entender por qué tenía que hacerme pasar por el desafortunado Mayor, —le interrumpí.
—Empiezo a entender por qué tenía que hacerme pasar por el desafortunado Mayor, —le interrumpí.
—Exacto. Con una barba postiza, y con su cabello oscuro teñido de rubio, usted se habría presentado en el banco, habría recibido los documentos de manos del banquero, —que conocía muy poco al Mayor Morley, por lo que habría sido engañado con facilidad por su aspecto—, y, entonces, los documentos habrían caído en las garras del Amo.
"No puedo sino suponer el contenido de dichos papeles, pues los acontecimientos se han sucedido con tal rapidez que ni siquiera he podido hacer las gestiones oportunas para obtenerlos. Pero deben hacer referencia a hechos íntimamente relacionados con las actividades de Kathulos. No tengo la menor idea de cómo se enteró de su existencia, o del contenido de la carta que los acompañaba, pero, como ya he señalado, Londres es un hervidero de espías.
"En mi búsqueda de pistas, a menudo frecuenté Limehouse, disfrazado tal como me vio usted por primera vez. Acudía a menudo al Templo de los Sueños e incluso, en una ocasión, me las arreglé para entrar en el cuarto de atrás, pues sospechaba que se celebraban citas de alguna clase en la parte posterior del edificio. La ausencia de salidas traseras me dejó perplejo, y no tuve tiempo de buscar puertas secretas, pues no tardé en ser echado de mala manera por el gigantesco negro, Hassim, que aún no sospechaba mi verdadera identidad. Me fijé en que el leproso entraba y salía del local de Yun Shatu con bastante frecuencia, y, finalmente, comenzó a nacer en mí la sombra de una sospecha: a lo mejor ese supuesto leproso era, en realidad, el Escorpión en persona...
"Esa noche en la que usted me descubrió en el camastro de la sala del opio, había acudido allí sin tener en mente ningún plan específico. Pero, al ver salir a Kathulos, me decidí a levantarme y seguirle, pero usted me lo impidió.
Se masajeó la mandíbula y rió adustamente.
—Fui campeón amateur de boxeo en Oxford, —dijo—, pero ni el mismísimo Tom Cribb podría haber resistido ese golpe... o haberlo propinado.
—Lo lamento mucho, al igual que lamento otras muchas cosas.
—No es necesario que se disculpe. Me salvó usted la vida inmediatamente después... yo estaba aturdido, pero no tanto como para no darme cuenta de que ese demonio bronceado de Yussef Ali estaba deseoso por sacarme el corazón.
—¿Cómo llegó a la mansión de Sir Haldred Frentón? ¿Y cómo es que no hizo una redad en el tugurio de Yun Shatu?
—No deseaba hacer una redada, porque sabía que, de algún modo, Kathulos estaría sobre aviso, y nuestros esfuerzos terminarían siendo fútiles. Esa noche, me encontraba en la mansión de Sir Haldred porque he estado intentando pasar la mayor parte de las noches en ella desde que regresó del Congo. Anticipé que atentarían contra su vida en cuanto escuché de sus propios labios que estaba preparando, gracias a los estudios que había realizado en su viaje, un tratado acerca de las sociedades secretas nativas del África occidental. Dejó caer que las revelaciones que pretendía desvelar resultarían, como mínimo, sensacionales. Dado que a Kathulos le conviene destruir a este tipo de hombres que pueden prevenir al mundo occidental del peligro que le acecha, supe que Sir Haldred era un hombre marcado. De hecho, durante su viaje hacia la costa, desde el interior deÁfrica, ya se habían llevado a cabo dos claros intentos de asesinarle. De manera que coloqué de guardia a dos hombres de confianza, que, incluso ahora, siguen en sus puestos.
"Mientras deambulaba por la mansión a oscuras, escuché el sonido de su entrada, y, tras avisar a mis hombres, me lancé a interceptarle. Mientras duró nuestra conversación, Sir Haldred permaneció sentado en su estudio, a oscuras, con sendos agentes de Scotland Yard a cada lado, cada uno de los cuales empuñaba una pistola. Sin duda, su vigilancia influyó en gran medida, dado que Yussef Ali no logró llevar a cabo la tarea para la que le habían enviado a usted.
"Cuando usted y yo hablamos, hubo algo en sus maneras que me convenció, a pesar del papel que estaba desempeñando, —reflexionó—. Debo admitir que llegué a dudar unos instantes, mientras aguardaba en esa oscuridad que precede al alba, en el exterior del almacén.
Gordon se puso en pie de repente y, acercándose a una recia caja que había en un rincón, extrajo un sobre de gran grosor.
—Aunque Kathulos se ha anticipado hasta ahora a casi todos mis movimientos, —dijo—, tampoco puede decirse que haya perdido mi tiempo. He ido anotando las personas que frecuentaban el local de Yun Shatu, elaborando una lista parcial de los hombres de confianza del egipcio, a la vez que obtenía su historial. Lo que usted me ha contado me ha permitido completar dicha lista. Por lo que sabemos, sus secuaces se extienden por todo el mundo, y, posiblemente, ya sólo en Londres, debe de haber centenares de ellos. No obstante, en esta lista están los que, según creo, deben de pertenecer a su círculo de confianza, pues ahora se encuentran con él, en Inglaterra. Él mismo reconoció ante usted que había muy pocos de entre sus seguidores que hubieran visto su verdadero rostro.
Me tendió una lista que contenía los siguientes nombres:
"Yun Shatu, chino de Hong Kong, sospechoso de tráfico de drogas... regenta el Templo de los Sueños... reside en Limehouse desde hace siete años. Hassim, antiguo cacique sene— galés... buscado en el Congo francés acusado de asesinato. Santiago, un negro... escapó de Haití acusado de llevar a cabo toda clase de atrocidades en el culto del Vudú. Yar Khan, un afridi, de historial desconocido. Yussef Ali, moro, traficante de esclavos en Marruecos... sospechoso de ser un espía alemán durante la Guerra Mundial... instigador de la Rebelión Fellaheen en el Nilo superior. Ganra Singh, Lahore, India, de origen Sikh... ha traficado con armas que transportaba a Afganistán... tomó parte activa en las masacres de Lahore y Delhi... sospechoso de asesinato en dos ocasiones... un hombre peligroso. Stephen Costigan, americano... residente en Inglaterra desde el término de la guerra... adicto al opio... un hombre de notable fuerza física. Li Kung, proveniente del norte de China, traficante de opio.
Había tres nombres tachados, de forma bastante significativa... el mío, el de Li Kung y el de Yussef Ali. No había nada escrito junto al mío, pero, después del nombre de Li Kung, la apresurada caligrafía de Gordon había anotado: «Abatido a tiros por John Gordon durante el ataque al local de Yun Shatu». Y, justo después del nombre de Yussef Ali: «Muerto a manos de Stephen Costigan durante el ataque al local de Yun Shatu.»
¡De modo que el puñetazo que le propiné le había matado! Reí de forma implacable. Con Imperio Negro o sin él, Yussef Ali jamás estrecharía a Zuleika entre sus brazos, pues ya nunca habría de levantarse del golpe que le di.
—Aún no sé, —dijo Gordon con tono sombrío, mientras recogía la lista volvía a guardarla en el sobre—, qué poder posee Kathulos para poder unir a negros y amarillos, y para lograr que todos ellos le sirvan... es algo que une a numerosos enemigos del mundo antiguo. Entre sus seguidores hay hindús, musulmanes y paganos. Y lejos, entre las brumas de Oriente, existen fuerzas gigantescas y misteriosas que se han puesto en marcha, y su poder está alcanzando una escala monstruosa.
—Aún no sé, —dijo Gordon con tono sombrío, mientras recogía la lista volvía a guardarla en el sobre—, qué poder posee Kathulos para poder unir a negros y amarillos, y para lograr que todos ellos le sirvan... es algo que une a numerosos enemigos del mundo antiguo. Entre sus seguidores hay hindús, musulmanes y paganos. Y lejos, entre las brumas de Oriente, existen fuerzas gigantescas y misteriosas que se han puesto en marcha, y su poder está alcanzando una escala monstruosa.
Consultó su reloj.
—Ya casi son las diez. Acomódese como si estuviera en su casa, Sr. Costigan; mientras, yo visitaré Scotland Yard para ver si han logrado alguna pista en referencia al nuevo cuartel general de Kathulos. Creo que estamos estrechando el círculo en torno a él, y, con la ayuda que usted nos preste, le prometo que habremos localizado a la banda en menos de una semana.
CAPÍTULO 15
La marca del tulwar
Yace el lobo bien saciado
con su somnolienta compañera
En un mundo equilibrado;
mientras el lobo flaco espera.
Mundy
Tomé asiento, a solas, en el apartamento de John Gordon, y reí sin alegría. A pesar del estímulo del elixir, la tensión de la noche anterior, con la falta de sueño y los extenuantes sucesos, estaba comenzando a pasarme factura. Mi cerebro era un caótico remolino en el que flotaban los rostros de Gordon, Kathulos y Zuleika a una velocidad mareante. Todo el grueso de la información que Gordon me había proporcionado me parecía confuso e incoherente. Pero, a pesar de todo ello, había algo que tenía muy claro. Debía de encontrar el último escondite del egipcio y arrebatar de sus garras a Zuleika... eso si aún estaba con vida.
Gordon había dicho que sería cosa de una semana... volví a reír... en una semana, yo no estaría en condiciones de poder ayudar a nadie. Ya conocía la dosis adecuada de elixir que podía emplear... conocía la cantidad mínima que mi organismo requería... y sabía que el frasco que aún conservaba no
podía durarme más de cuatro días. ¡Cuatro días! Cuatro días en los que debería registrar todas las ratoneras de Limehouse y Chinatown... cuatro días para encontrar, en algún lugar del laberíntico East
End, la guarida de Kathulos.
Ardía de impaciencia para empezar la caza, pero la naturaleza tenía otros planes, y, tras desplomarme sobre un diván, me quedé dormido casi al instante.
Entonces, alguien empezó a sacudirme.
—¡Despierte, Sr. Costigan!
Me incorporé, parpadeante. Gordon estaba junto a mí, con expresión excitada.
—¡Esto parece obra del mismísimo diablo, Costigan! ¡El escorpión ha vuelto a atacar!
Me levanté de un salto, medio dormido aún, y comprendiendo sólo en parte lo que me estaba contando. Me ayudó a ponerme el abrigo, me tendió mi sombrero, y, entonces, su férrea mano me agarró del brazo impulsándome al rellano exterior, y haciéndome bajar las escaleras. Las farolas de la calle estaban ya encendidas; había dormido mucho más de lo que pensaba.
—¡Era la víctima más lógica! —decía mi compañero—. ¡Me tendría que haber informado de su llegada al instante!
—No comprendo... —acerté a decir, algo perplejo.
Nos encontrábamos en la acera, y Gordon paró un taxi, dándole la dirección de un pequeño y discreto hotel de la zona más respetable de la ciudad.
—El Barón Rokoff, —espetó, mientras avanzábamos a una velocidad de vértigo—. Era un agente libre, un ruso conectado con el Ministerio de Guerra. Regresó ayer de Mongolia y, aparentemente,decidió esconderse. Sin duda se había enterado de al go vital en relación con el lento despertar de Oriente. Aún no se había comunicado con nosotros, y yo no me había enterado de que hubiera vuelto a Inglaterra... hasta ahora mismo.
—Y ha descubierto...
—¡Han encontrado muerto al Barón en su habitación, y su cadáver había sido mutilado de un modo espantoso!
El respetable —y bastante convencional— hotel que el infortunado Barón había elegido como escondite, se hallaba en un estado de gran agitación, contenida por la policía. La dirección había intentado mantener oculto el asunto, pero, de algún modo, los huéspedes se habían enterado de las atrocidades que habían sido cometidas, y muchos de ellos estaban pagando su cuenta para marcharse lo antes posible... o al menos intentándolo, dado que la policía pensaba retenerlos a todos para la investigación.
La habitación del Barón, que se encontraba en la última planta, se hallaba en un estado que desafiaba cualquier posible descripción. Ni siquiera durante la Gran Guerra había contemplado semejante carnicería. No se había tocado nada; todo estaba tal cual lo había encontrado la doncella, hacía tan solo media hora. Las mesas y las sillas yacían destrozadas en el suelo, y tanto el mobiliario como el suelo y las paredes aparecían cubiertos de sangre. El Barón, que en vida había sido un hombre alto y musculoso, yacía en mita de la habitación... un espectáculo dantesco. Le habían sajado el cráneo hasta las cejas, una profunda herida bajo la axila izquierda le había rebanado las costillas, provocando que el brazo izquierdo continuara unido al cuerpo por tan sólo un hilo de carne. Su rostro, frío y barbado, había quedado fijo en una expresión de horror indescriptible.
—Deben de haber empleado una hoja pesada y curva, —dijo Gordon—. Algo parecido a un sable, empuñado con una fuerza terrorífica. Observe cómo un golpe fallido ha perforado varios centímetros del quicio de la ventana. Y, una vez más, el ancho respaldo de esta sólida silla ha sido partido en dos con un sólo golpe. Lo más probable es que haya sido un sable.
—Un tulwar, —musité con voz sombría—. ¿No reconoce el estilo de un carnicero del Asia Central? Yar Khan ha estado aquí.
—¡El afgano! Debe de haber accedido por los tejados, claro está, para después descender hasta el alféizar por medio de una cuerda con nudos, amarrada a alguna de las chimeneas del tejado. A eso de la una y media, la doncella, que pasaba por el pasillo, escuchó un terrible estruendo en el cuarto del Barón... ruido de sillas destrozadas y un repentino alarido que no tardó en convertirse en un espeluznante gorgoteo, antes de cesar... y, después, sonidos de golpes pesados, curiosamente amortiguados, como si pertenecieran a una espada que se estuviera hundiendo en lo más profundo de la carne humana. Entonces, de repente, los sonidos terminaron.
"La moza llamó al director, y, entre ambos, intentaron abrir la puerta, descubriendo que estaba cerrada con llave desde el interior; como quiera que no recibían respuesta a sus gritos, abrieron con la llave maestra. Sólo vieron al cadáver, pero la ventana estaba abierta. Este crimen es extrañamente distinto a lo que suele ser el proceder habitual de Kathulos. Carece de sutileza. Con frecuencia, sus víctimas parecen haber muerto de causas naturales. Me resulta difícil de entender.
—De todos modos, el resultado va a ser el mismo, —repuse—. Tal como están las cosas, no podemos hacer nada para capturar al asesino.
—Es cierto, —admitió Gordon, frunciendo el ceño—. Sabemos quién lo ha hecho, pero no tenemos pruebas... ni siquiera una huella dactilar. Y, aunque supiéramos dónde se oculta el afgano, y le arrestáramos, no podríamos probarle nada... seguramente habrá una docena de tipos que apoyarán su coartada. El Barón regresó ayer mismo. Lo más probable es que Kathulos no se enterara de su vuelta hasta esta misma noche. Sabía bien que, por la mañana, Rokoff me revelaría su presencia y me contaría lo que había descubierto en el norte de Asia. El egipcio tenía que atacar con rapidez, y, al no tener tiempo para preparar una forma más segura y elaborada de asesinato, se limitó a enviar al afridi con su tulwar. Ya no hay nada que podamos hacer, al menos hasta que no descubramos el nuevo escondite del Escorpión; ya no sabremos jamás lo que el Barón había descubierto en Mongolia, aunque podemos estar seguros de que estaba relacionado con los planes y aspiraciones de Kathulos.
Volvimos a bajar las escaleras y salimos a la calle, acompañados por Hansen, uno de los hombres de Scotland Yard. Gordon sugirió que fuéramos paseando hasta su apartamento, y yo agradecí la oportunidad de dejar que el fresco aire de la noche despejara algunas de las telarañas de mi intrigado cerebro.
De repente, mientras caminábamos por las calles desiertas, Gordon lanzó una salvaje imprecación.
—¡Lo que estamos siguiendo es un verdadero laberinto que no conduce a ninguna parte! ¡Aquí, en el mismísimo corazón de una metrópolis civilizada, el enemigo acérrimo de nuestra civilización comete crímenes de la naturaleza más ultrajante, y sale impune! No somos más que niños, vagando en la noche, y debatiéndose contra una maldad invisible... tratamos con un demonio encarnado, cuya verdadera identidad no conocemos, y cuyas ambiciones auténticas tan sólo podemos acertar a sospechar.
"Hasta la fecha ni siquiera hemos logrado arrestar a uno solo de los secuaces de confianza del egipcio, y los pocos peones y sicarios suyos que hemos capturado, han muerto de manera misteriosa antes de que poder contarnos nada. Una vez más, me digo: ¿qué extraño poder ostenta Kathulos para dominar a todos esos hombres de diferentes razas y creencias? Claro está que los hombres que le acompañan en Londres son, en su mayoría, renegados y esclavos de la droga, pero sus tentáculos se extienden por todo Oriente. Hay en él algún tipo de dominio especial: ese poder que hizo que el chino, Li Kung, volverla para matarle a usted, a pesar de enfrentarse a una muerte segura; o ese poder que envió a Yar Khan el musulmán a aventurarse por los tejados de Londres para cometer un asesinato; o el que mantiene a Zuleika, la circasiana, con unos lazos invisibles de esclavitud.
"Por supuesto que sabemos, —prosiguió tras una pausa sombría—, que en Oriente existen numerosas sociedades secretas que se encuentran más allá de cualquier credo o consideración. Hay algunos cultos en África y el Oriente cuyos orígenes se remontan a la mítica Ophir y al hundimiento de la Atlántida. Este hombre debe de poseer una posición de poder en algunas o probablemente en todas esas sociedades. ¡Pero si, dejando a un lado a los judíos, no conozco otra raza oriental que se tan cordialmente despreciada por las demás etnias del este como la de los egipcios! Y, aún así, aquí tenemos a un hombre, que según él es egipcio, y que controla las vidas y los destinos de musulmanes ortodoxos, hindús, shintoístas, e incluso adoradores del diablo. Resulta antinatural.
—¿Alguna vez —preguntó abruptamente— escuchó alguna referencia al océano relacionada con Kathulos?
—¿Alguna vez —preguntó abruptamente— escuchó alguna referencia al océano relacionada con Kathulos?
—Jamás.
—¡Existe una superstición muy extendida en el norte de África, basada en una leyenda muy antigua, que habla de que el gran líder de las razas de color saldría algún día del mar! Y, en una ocasión, escuché a un bereber refiriéndose al Escorpión como «El Hijo del Océano».
—Pero ese es un término habitual de respeto entre las gentes de su tribu, ¿no es así?
—En efecto. Pero, aún así, en ocasiones me pregunto...
CAPÍTULO 16
La momia que reía
Calaveras dispersas yacen riendo,
tras batallas perdidas, mirando al cielo,
con una mueca de eterno contento.
Chesterton
—¿Qué hace abierta una tienda a estas horas? —señaló Gordon de repente.
La niebla había descendido sobre Londres, y, a lo largo de la tranquila calle que estábamos atravesando, las luces centelleaban con el peculiar resplandor rojizo que suele ser característico de tales condiciones atmosféricas. Nuestras pisadas resonaban en el silencio de la acera. Incluso en el corazón de una gran ciudad siempre hay una serie de barrios que tienden a ser ignorados u olvidados.
Aquella calle pertenecía a uno de ellos. Ni siquiera había un patrullero a la vista. La tienda que había atraído la atención de Gordon estaba justo en frente de nosotros, en nuestra misma acera. No había letrero alguno sobre la puerta; tan solo una especie de emblema, algo parecido a un dragón. Salía luz por entre la puerta abierta, así como por los pequeños escaparates laterales. Pero no se trataba de un Café, ni de la entrada de un hotel, de modo que nos llevó a especular ociosamente sobre la razón por la que permanecería abierta a esas horas de la madrugada.
Supongo que, en circunstancias ordinarias, ninguno de nosotros le habría dado al tema la menor importancia, pero nuestros nervios estaban tan alterados que no podíamos evitar sospechar, de forma instintiva, de cualquier cosa que se saliera de lo habitual. Y entonces ocurrió algo que se salía claramente de lo habitual.
Un sujeto muy alto y delgado, considerablemente encorvado, salió de súbito de entre la niebla, justo frente a nosotros, más allá de la tienda. Tan sólo llegué a captar un atisbo de su aspecto... una impresión de delgadez extrema, un atuendo ajado y arrugado, y un sombrero alto, de seda, calado sobre las cejas, ocultando la parte superior de un rostro, mientras que la inferior quedaba escondida tras una bufanda; giró hacia un lado y penetró en la tienda. Un viento gélido y susurrante barrió la calle, convirtiendo la niebla en espectrales espirales de bruma, pero la frialdad que nació en mi interior superó a la del propio viento.
—¡Gordon! —exclamó con voz baja y fiera—. ¡O me fallan los sentidos, o el mismísimo Kathulos, en persona, acaba de entrar en ese edificio!
Los ojos de Gordon llamearon de pasión. Nos encontrábamos ya muy cerca de la tienda, y, apresurando el paso, se lanzó hacia la puerta, con el detective y yo mismo pegados a sus talones.
Nuestros ojos contemplaron un extraño amasijo de mercancías. Las paredes estaban cubiertas de armas antiguas, y el suelo estaba repleto de curiosidades: ídolos maorís junto a incensarios chinos, y fragmentos de armaduras medievales recortándose sombríos sobre raras alfombras orientales y pañuelos de origen latino. El lugar era una tienda de antigüedades. No vimos rastro alguno de la figura que había levantado nuestro interés.
Un anciano, bizarramente ataviado con un fez rojo, una chaqueta de brocado y unas sandalias turcas, apareció al fondo de la tienda; debía de proceder de algún país a orillas del Mediterráneo.
—¿Desean algo, señores?
—Abre usted hasta muy tarde, —dijo Gordon de forma abrupta, mientras sus ojos recorrían velozmente la tienda, en busca de algún escondrijo que pudiera ocultar al objeto de nuestras pesquisas.
—Sí, señor. Entre mis clientes se incluyen numerosos profesores excéntricos, así como estudiantes que llevan un horario bastante irregular. Con frecuencia, los barcos que llegan de noche descargan piezas especialmente para mí, y a menudo recibo clientes aún más tarde. Estamos abiertos toda la noche, señor.
—Tan sólo estamos echando un vistazo, —repuso Gordon, y, de refilón, susurró a Hansen—. Vaya atrás, y detenga a cualquiera que intente salir por allí.
Hansen asintió, y caminó de forma casual hasta el fondo de la tienda. La puerta trasera resultaba claramente visible, a través de un sinnúmero de muebles antiguos y tapices bordados colgados allí para ser exhibidos. Habíamos seguido al Escorpión —si es que era él— tan de cerca que no pensábamos que hubiera tenido tiempo de atravesar todo el largo de la tienda hasta salir por detrás, sin que le viéramos mientras entrábamos... Pues nuestros ojos habían estado posados en la puerta trasera desde el mismo instante en que penetramos en la tienda.
Gordon y yo deambulamos de forma casual entre las curiosidades, toqueteando algunas, y discutiendo sobre ellas, aunque yo desconocía la naturaleza de la mayoría. El mediterráneo se había sentado con las piernas cruzadas sobre una estera moruna, cerca del centro de la tienda, y, aparentemente, tan sólo dedicaba un educado interés a nuestros movimientos.
Al cabo de un rato, Gordon me susurró:
Al cabo de un rato, Gordon me susurró:
—No tiene sentido sentir manteniendo esta farsa. Hemos mirado en todos los lugares en los que el Escorpión podía haberse escondido, al menos de la manera ordinaria. Revelaré mi identidad y haré valer mi autoridad, para que podamos registrar abiertamente todo el inmueble.
Mientras hablaba, una camioneta se detuvo frente a la puerta exterior, y dos corpulentos negros entraron en la tienda. El mediterráneo parecía estar esperándoles, pues se limitó a hacerles señas con la mano, señalando después el fondo de la tienda, y ellos respondieron con un gruñido de entendimiento.
Gordon y yo les observamos con atención mientras se dirigían a un gran sarcófago egipcio que se encontraba levantado, y apoyado contra la pared, a poca distancia del final de la sala. Lo colocaron en posición horizontal y se dirigieron con él hacia la puerta, llevándolo con gran cuidado.
—¡Alto! —Gordon avanzó un paso, mientras levantaba la mano de forma autoritaria—. Represento a Scotland Yard, —añadió con presteza—. Y tengo autoridad para llevar a cabo cualquier acción que considere pertinente. Bajen al suelo esa momia; de esta tienda no va a salir nada sin que antes lo registremos a conciencia.
Los negros obedecieron sin mediar palabra, y mi amigo se volvió hacia el sujeto mediterráneo, el cual, aparentemente, no parecía turbado ni interesado, limitándose a permanecer sentado, fumando una pipa turca de agua.
—¿Quién era ese hombre alto que entró aquí justo antes que nosotros, y dónde ha ido?
—Nadie entró antes que ustedes, señor. O, de ser así, yo no le vi, pues me encontraba en el fondo de la tienda. Por supuesto, tienen ustedes entera libertad para registrar mi comercio, señor.
Y eso fue lo que hicimos, con la habilidad combinada de un experto del servicio secreto y de un ciudadano de los bajos fondos... mientras que Hansen se mantenía en su puesto, en actitud estoica, los dos negros se alzaban junto al sarcófago tallado, observándonos impávidos, y el mediterráneo continuaba sentado en su esterilla, como si fuera una esfinge, expulsando bocanadas de humo al aire de la tienda. Toda la escena parecía gozar de una vivida sensación de irrealidad.
Al final, desconcertados, volvimos nuestra atención al sarcófago de la momia, el cual, ciertamente, parecía lo bastante grande como para ocultar incluso a un hombre de la estatura de Kathulos. No parecía estar sellado, como solía ser la costumbre habitual, y Gordon logró abrirlo sin dificultad. Nuestros ojos contemplaron una figura informe, cubierta de vendas oscurecidas por el tiempo. Gordon apartó parte de las telas hasta revelar varios centímetros de un brazo coriáceo y marrón. Al tocarlo, se estremeció involuntariamente, como un hombre que acabara de tocar a un reptil, o a una cosa inhumanamente fría. Tomó un pequeño ídolo de metal de un expositor cercano, y golpeó con él tanto el brazo de la momia como su hundido pecho. En cada ocasión sonó como algo sólido pero apagado, como si hubiera golpeado madera. Gordon se encogió de hombros.
—Esto de aquí lleva muerto al menos dos mil años, y, de todos modos, no creo que tengamos derecho a destruir una valiosa momia tan sólo para comprobar si es auténtica.
Volvió a cerrar el sarcófago.
—Puede que la momia se haya estropeado un poco, sobre todo debido a su exposición alexterior, aunque es posible que no.
Esa última frase iba dirigida al mediterráneo, el cual se limitó a replicar con un cortés gesto de su mano, y los negros, una vez más, levantaron el sarcófago y lo sacaron al exterior, donde, procedieron a cargarlo en la camioneta; un momento después, tanto la momia, como la camioneta y los negros se habían desvanecido en la niebla de las calles. Gordon siguió husmeando en la tienda, pero yo me quedé paralizado en mitad de la estancia.
Aunque lo atribuí a los estragos de la droga en mi cerebro, sabía que lo que acababa de percibir era real: me había parecido que, tras los harapientos vendajes que cubrían el rostro de la momia, unos grandes ojos habían ardido al fijarse en los míos... unos ojos como estanques de fuego amarillo, que habían penetrado hasta mi alma, dejándome helado e inmóvil. Y, mientras el sarcófago salía por la puerta, fui consciente de que la forma sin vida que yacía en él, —muerta desde sabrá Dios cuántos siglos—, se estaba riendo en silencio, y de un modo espantoso.
CAPÍTULO 17
El cadáver que surgió del mar
Los dioses ciegos rugen, en su agitado soñar,
durmiendo en las ciudades hundidas bajo el mar.
Chesterton
Gordon aspiró con fiereza su cigarrillo turco, mientras, abstraído, miraba sin ver a Hansen, que permanecía sentado frente a él.
—Supongo que debemos contar esto como otro fracaso por nuestra parte. Resulta evidente que ese mediterráneo, Kamonos, es otro sicario de del egipcio, y las paredes y los suelos de su tienda deben de estar probablemente plagados de paneles secretos y portezuelas que asombrarían incluso a un mago escénico.
Hansen respondió algo, pero yo guardé silencio. Desde nuestro regreso al apartamento de Gordon, había sido consciente de sentir una intensa languidez, una desidia que ni siquiera mi presente condición podía explicar. Sabía que mi organismo estaba a rebosar de elixir... pero mi mente parecía extrañamente lenta y le resultaba difícil comprender, de un modo que contrastaba claramente con el estado de claridad mental del que solía disfrutar por efecto de aquella droga infernal.
Aquel atontamiento fue dejándome poco a poco, como una bruma que flotara sobre la superficie de un lago, y me sentí como si estuviera despertando de forma gradual de un sueño largo y antinatural.
Gordon estaba diciendo:
—Podría venirnos bien asegurarnos de que Kamonos es de verdad uno de los esclavos de Kathulos, o si el Escorpión se las arregló para escapar por alguna de las salidas naturales en el momento en que entrábamos en la tienda.
—Kamonos es su siervo, eso está claro, —me descubrí diciendo, aunque hablando muy despacio, como buscando las palabras adecuadas—. Mientras salíamos, vi que su mirada se posaba sobre el escorpión que llevo marcado en la mano. Entrecerró los ojos, y, cuando estábamos saliendo, se las arregló para rozarse conmigo... y me susurró en voz baja: «Soho, 48.»
Gordon se puso en pie como un muelle suelto.
—¿En serio? —espetó—. ¿Y por qué no nos lo dijo en ese momento?
—No lo sé.
Mi amigo me observó detenidamente.
—Me he percatado de que, desde que salimos de la tienda, parecía usted un hombre intoxicado, —dijo—. Lo había atribuido a algún efecto secundario del opio. Pero no. Kathulos es, sin la menor duda, un maestro en la disciplina de Mesmer... su poder sobre los reptiles venenosos nos lo demuestra, y estoy empezando a pensar que esa es la verdadera fuente de su dominio sobre los seres humanos.
"De algún modo, el Amo le sorprendió a usted con la guardia baja cuando estábamos en esa tienda, y recuperó parte de su dominio sobre su mente. Puede que estuviera escondido tras un panel falso, y se las apañara para enviar sus ondas de pensamiento hasta lograr confundirle a usted el cerebro, no lo sé, pero estoy seguro de que Kathulos estaba en algún lugar de esa tienda.
—Estaba allí. En el interior del sarcófago.
—¡En el sarcófago! —exclamó Gordon con un deje de impaciencia—. ¡Eso es imposible! La momia lo llenaba por completo, y ni siquiera alguien tan delgado como el Amo habría podido caber allí.
Me encogí de hombros, incapaz de discutir esa evidencia, pero, de algún modo, seguro, a pesar de todo, de la veracidad de mi afirmación.
—Sin duda, Kamonos, —prosiguió Gordon—, no pertenece al círculo interno, y no sabe nada acerca de su cambio de bando. Al ver que usted llevaba la marca del escorpión, supuso sin vacilar que era usted un espía del Amo. Todo este asunto podría ser una trampa para atraparnos, pero me da la sensación de que el hombre era sincero... Soho 48 debe de ser nada menos que la localización del nuevo escondrijo del Escorpión.
También a mí me parecía que Gordon tenía razón, aunque cierta sospecha comenzaba a abrirse camino en mi mente.
—Ayer mismo recuperé los papeles del Mayor Morley, —continuó—, y, mientras usted dormía, los estuve consultando. La mayor parte de ellos no hacían sino corroborar lo que yo ya sabía... confirmaban el descontento de los nativos y repetían la teoría de que había un vasto intelecto detrás de todo aquello. Pero sugerían un aspecto que me interesó en gran medida, al igual que pienso que también le interesará a usted.
Tras abrir su caja fuerte, extrajo un manuscrito cubierto con la nítida caligrafía del infortunado Mayor, y, con una entonación monótona que traicionaba bien poco su intensa emoción, procedió a leer una narración de pesadilla:
"Considero que esto es digno de quedar por escrito... en cuanto a si, de verdad tiene algo que ver con el caso que nos ocupa, creo que eso es algo que los acontecimientos venideros podrán aclarar. Cuando me encontraba en Alejandría, donde pasé varias semanas buscando alguna pista acerca de la identidad del hombre conocido como el Escorpión, entré en contacto, —gracias a mi buen amigo Ahmed Shah—, con el famoso egiptólogo y profesor Ezra Schuyler, de Nueva York, él mismo verificó la declaración realizada por varios lugareños, y concerniente a la leyenda del «hombre del océano». Este mito, que ha ido pasando de generación en generación, se remonta a las mismísimas brumas del mundo antiguo y consiste, en resumen, en que, un día, saldrá un hombre del mar, y liderará a las gentes de Egipto a una gran victoria sobre todos los demás pueblos. Esta leyenda se ha extendido por todo el continente, hasta el punto que todas las razas negras consideran que hace referencia al advenimiento de una especie de Emperador universal. El profesor Schuyler afirmaba que, en su opinión, el mito estaba de algún modo relacionado con el hundimiento de la Atlántida, que, según piensa él, estuvo localizada en algún lugar entre los continentes africano y sudamericano, y de cuyos habitantes se dice que fueron los ancestros de los primeros egipcios. Las razones para esta conexión son demasiado vagas y extensas como para anotarlas aquí, pero siguiendo en la línea de su teoría, me contó una narración extraña y fantástica. Me dijo que un íntimo amigo suyo, Von Lorfmon de Alemania, una especie de científico trotamundos, ya fallecido, estuvo navegando por la costa de Senegal hace algunos años, con el propósito de investigar y clasificar los raros especímenes de la vida marina autóctona. Para tal propósito, empleaba un pequeño barco de carga, con una tripulación compuesta de moros, griegos y negros.
"A los pocos días de haber perdido de vista la costa, avistaron algo que flotaba, y aquel objeto, tras ser rescatado y subido a bordo, resultó ser un sarcófago para momias, pero de un tipo sumamente peculiar. El profesor Schuyler me explicó los rasgos que lo diferenciaban del habitual estilo egipcio, pero de su descripción, un tanto técnica, tan sólo saqué la impresión de que poseía una forma extraña y que aparecía tallado con unos caracteres que no eran cuneiformes, pero tampoco jeroglíficos. El ataúd estaba lacado y reciamente sellado, a prueba de aire y agua, y Von Lorfmon hubo de afrontar considerables dificultades para lograr abrirlo. No obstante, se las arregló para conseguirlo sin dañar el sarcófago, y descubrió en su interior una momia de lo más inusual. Schuyler decía que él no había llegado a ver ni el sarcófago ni la momia, pero que, según las descripciones que le diera el patrón griego de la embarcación, que estaba presente cuando se abrió el sarcófago, la momia difería tanto de un ser humano ordinario como el sarcófago se distinguía de cualquier otro del tipo convencional.
"Un examen atento probó que el sujeto no había pasado por el habitual proceso de momificación. Todos sus órganos aparecían estar intactos, como estuvieron en vida, pero toda su figura estaba arrugada y endurecida, hasta alcanzar una consistencia similar a la madera. La vestimenta que cubría a aquella cosa se convirtió en polvo y se disolvió en el aire a su alrededor.
"Von Lorfmon quedó impresionado por el efecto que aquello tuvo sobre la tripulación. ¡Los griegos no mostraron más interés que el que habría podido sentir cualquier otro hombre ordinario, pero los moros, y aún más lo negros, parecían haberse vuelto temporalmente locos! Cuando el sarcófago fue izado a bordo, se postraron sobre la cubierta y comenzaron una especie de canto de adoración, hasta el punto que fue necesario emplear la fuerza para lograr apartarles del camarote en el que se guardó la momia. Comenzaron a estallar disputas entre ellos y la parte griega de la tripulación, y, tanto el patrón como Von Lorfmon pensaron que lo mejor sería volver a toda máquina al puerto más cercano. El patrón atribuyó el nerviosismo a la natural aversión que la gente de mar suele sentir a la hora de tener a bordo un cadáver, pero Von Lorfmon parecía presentir un significado más profundo.
"Tomaron tierra en Lagos, y, esa misma noche, Von Lorfmon fue asesinado en la habitación de su hotel, y, tanto el sarcófago como la momia desaparecieron. Todos los marineros moros y negros desertaron del barco esa misma noche. Schuyler decía —y aquí es donde el asunto adquiere un cariz más siniestro y misterioso— que, inmediatamente después de este suceso, fue cuando el descontento en la población nativa comenzó a adoptar una forma tangible; pensaba que, de algún modo, todo esto se hallaba conectado con la antigua leyenda.
"También una aureola de misterio flota sobre la muerte de Von Lorfmon. Se había subido la momia a su habitación, y, previendo un posible ataque de los fanáticos de la tripulación, había atrancado las ventanas y cerrado la puerta con llave y candado. El patrón del barco, un hombre de fiar, juraba que era virtualmente imposible entrar allí desde el exterior. Y todo apuntaba a que las cerraduras habían sido abiertas desde el interior. El científico fue asesinado con una daga que formaba parte de su colección, y que apareció enterrada en su pecho.
"Como ya he señalado, inmediatamente después, el caldero africano empezó a bullir. Schuyler afirmaba que, en su opinión, los nativos consideraban que la antigua profecía se había cumplido. La momia era «El hombre del mar».
«En opinión de Schuyler, el artefacto había sido obra de los antiguos atlantes, y el sujeto que había en el interior del sarcófago había sido un nativo de la perdida Atlántida. En cuanto a cómo había podido salir a flote el antiguo sarcófago de entre todas las toneladas de agua que debían cubrir ahora aquella tierra olvidada, no se aventuró a ofrecer ninguna teoría. Estaba seguro de que, en algún lugar de los espectrales laberintos de la jungla africana, la momia había sido entronizada como si fuera un dios, y que, inspirados por aquella cosa muerta, los guerreros negros se estaban preparando para llevar a cabo una descomunal masacre. Creía también que algún musulmán, astuto y manipulador, era quien movía los hilos de esta amenaza de rebelión.»
Gordon cesó de leer y levantó la mirada hacia mí.
—Parece que las momias juegan un papel continuo y algo inquietante en todo el relato, —dijo—. El científico alemán tomó varias fotografías de la momia con su cámara, y fue justo después de examinarlas —pues, curiosamente, no habían sido robadas junto con el sarcófago y la momia— que el Mayor Morley comenzó a creer que estaba al borde de un descubrimiento monstruoso. Su diario, que refleja su estado mental, se vuelve incoherente... parece reflejar que se encontraba al borde de la locura. ¿Qué pudo descubrir que le desequilibrara tanto? ¿Supone usted que los embrujos mesméricos de Kathulos fueron usados contra él?
—Esas fotografías... —empecé a decir.
—Cayeron en manos de Schuyler, el cual se las dio a Morley. Las encontré entre las hojas de su manuscrito.
Me las tendió, observándome con atención. Las examiné, y entonces me puse en pie, mareado, y me serví una copa de vino.
—No estamos tratando con un ídolo muerto en una choza vudú, —dije abatido—, sino con un monstruo, animado con una vida espantosa, y que recorre el mundo en busca de víctimas. Morley había visto al Amo... y por eso se rompió su cordura. ¡Te aseguro, Gordon, por la vida que espero volver a vivir algún día, que este rostro es el rostro de Kathulos!
Gordon se quedó mirándome, sin habla.
—Es la mano del Amo, Gordon, —reí. Una suerte de humor sombrío penetró entre las nieblas de mi horror, al contemplar cómo aquel inglés de nervios de acero se quedaba impactado y sin habla, sin duda por primera vez en toda su vida.
Se humedeció los labios y dijo, en una voz casi irreconocible:
—Entonces, en el nombre de Dios, Costigan, nada es ya estable o seguro, y la humanidad se encuentra suspendida al borde de desconocidos abismos de un horror innombrable. Si ese monstruo muerto encontrado por Von Lorfmon fuera en realidad el Escorpión, vuelto a la vida de alguna innombrable manera, ¿qué podemos hacer los mortales contra él?
—La momia en el local de Kamonos... —comencé a decir.
—¡Sí, ese hombre cuya carne estaba endurecida por miles de años de no existencia... ese debía de ser Kathulos en persona! Debió de tener el tiempo justo para quitarse la ropa, cubrirse con los linos y vendajes y meterse en el sarcófago justo en el momento en que entrábamos. Recuerde que el ataúd, que estaba de pie, y colocado contra la pared, se hallaba parcialmente tapado por un enorme ídolo birmano, que bloqueaba nuestra visibilidad y que, obviamente, le dio el tiempo suficiente como para poder llevar a cabo sus propósitos. Por Dios, Costigan, ¿con qué horror del mundo prehistórico estamos tratando?
—He oído hablar de algunos faquires hindús que pueden inducirse a una condición muy similar a la muerte, —comencé a decir—, ¿No sería posible que Kathulos, un oriental astuto y manipulador, se hubiera colocado a sí mismo en ese estado, y que sus seguidores hubieran soltado su sarcófago en el océano, cuando y donde resultaba seguro que sería encontrado? ¿No explicaría eso también que haya adoptado esa misma condición esta misma noche, en el local de Kamonos?
Gordon negó con la cabeza.
—No. Yo he visto a esos faquires. Ninguno de ellos fingía la muerte hasta el extremo de arrugarse y tornar su carne tan dura y correosa... o, en una palabra, deshidratada. Morley, al narrar en otro lugar la descripción del sarcófago tal como la anotó Von Lorfmon y recopiló después Schuyler, menciona el hecho de que había grandes porciones de algas adheridas a él... un tipo de algas que sólo se encuentran a grandes profundidades, en el fondo del océano. La madera, además, era de una clase que Von Lorfmon no consiguió reconocer ni clasificar, a pesar del hecho de que era una de las mayores autoridades vivientes en el mundo vegetal. Y sus notas enfatizan una y otra vez la increíble antigüedad de esa cosa. ¡Admitía que no había modo de datar lo vieja que podía ser la momia, pero tenía el secreto convencimiento de que no tenía miles de años, sino millones!
"No. Debemos afrontar los hechos. Dado que está usted seguro de que la fotografía de la momia es también el retrato de Kathulos —y aquí hay muy poco margen para el fraude—, una de las dos siguientes afirmaciones es prácticamente segura: ¡El Escorpión no murió jamás, sino que fue colocado en ese sarcófago hace eones, y su vida quedó preservada de alguna manera, o bien... estaba
muerto y ha sido devuelto a la vida! Cualquiera de las dos teorías, contemplada desde la fría luz de
la razón, resulta absolutamente insostenible. ¿Nos hemos vuelto locos?
—Si hubiera recorrido usted la calzada que conduce a las tierras del opio, —apunté con voz sombría—, pensaría que cualquier cosa puede ser cierta. Y si hubiera llegado a contemplar los reptilescos ojos de Kathulos el hechicero, no dudaría que está, a la vez, muerto y vivo.
Gordon se asomó a la ventana, y su fino rostro aparecía abatido bajo la luz grisácea que había comenzado a filtrarse por ella.
—En cualquier caso, —resumió—, hay dos lugares que pretendo explorar a conciencia antes de que el sol vuelva a salir... la tienda de antigüedades de Kamonos y lo que sea que hay en la calle Soho 48.
CAPÍTULO 18
En las garras del Escorpión
Mientras, desde una orgullosa torre de la ciudad,
la Muerte mira hacia abajo, carente de piedad.
Poe
Hansen roncaba en el lecho mientras yo paseaba por la habitación. Un día más había pasado sobre Londres, y, de nuevo, las farolas brillaban a través del velo de la niebla. Sus luces me afectaban de un modo extraño. Parecían emitir sólidas oleadas de energía contra mi cerebro.
Perforaban la niebla, haciendo que adquiriera formas extrañas y siniestras. Siendo como eran los focos que alumbraban el escenario de las calles de Londres, ¿cuántas escenas sobrecogedoras habrían iluminado? Apreté las manos contra mi frente, intentando que mis pensamientos regresaran del caótico laberinto en el que vagaban.
No había visto a Gordon desde la puesta de sol. Siguiendo la pista de «Soho 48», había partido con audacia para preparar una redada contra el lugar, y pensaba que lo más seguro era que yo permaneciera a cubierto. Tenía la sospecha de que podían intentar atentar contra mi vida, y, además, temía que si me veían husmeando por los tugurios que antes solía frecuentar, aquello levantara sospechas.Hansen seguía roncando. Tomé asiento y comencé a estudiar los zapatos turcos que calzaban mis pies. Zuleika solía llevar sandalias turcas... ¡Con cuánta frecuencia solía flotar en medio de mis sueños de vigilia, logrando que todo lo prosaico brillara gracias a su embrujo! Su rostro parecía sonreírme desde la niebla; sus ojos brillaban desde las farolas; sus suaves pisadas resonaban en las nebulosas cámaras de mi cerebro.
Me recordaban a una interminable cantinela, extraña y hechizante, hasta que me pareció que el eco de sus suaves pisadas resonaban en el pasillo de fuera, muy quedas y sigilosas. De repente, llamaron a la puerta, y me sobresalté.
Hansen continuaba dormido cuando crucé la habitación y abrí la puerta velozmente. Una remolineante espiral de niebla había entrado en el pasillo, y, envuelta en ella, como si llevara un velo plateado, la vi... Zuleika se alzaba ante mí con su resplandeciente cabello, sus rojos labios abiertos y sus grandes ojos oscuros.
Me quedé sin habla, como un estúpido, mientras ella observaba con celeridad el pasillo, de arriba a abajo, para después entrar en la habitación y cerrar la puerta.
—¡Gordon! —susurró con un deje de excitación—. ¡Tu amigo! ¡Ha caído en las garras del Escorpión!
Hansen se había despertado, y ahora se incorporó, bostezando con expresión estúpida mientras observaba extrañado la rara escena que tenía lugar ante sus ojos. Zuleika no le prestó atención alguna.
—¡Oh, Stephen! —sollozó, con lágrimas corriendo por sus mejillas—. He hecho lo imposible por conseguirte algo más de elixir, pero no lo he logrado.
—No te preocupes por eso, —logré articular al fin—. Cuéntame lo de Gordon.
—Volvió a solas a la tienda de Kamonos, y Hassim y Ganra Singh le cogieron prisionero y le llevaron a la casa del Amo. Esta noche se va a reunir una gran cantidad de seguidores del Escorpión, para llevar a cabo un sacrificio.
—¡Un sacrificio! —un escalofrío de horror descendió por mi columna vertebral. ¿Acaso no había límite para el espanto en este asunto?— Deprisa, Zuleika, ¿dónde se encuentra la nueva guarida del Amo?
—En Soho, 48. Debes avisar a la policía y enviar a muchos hombres para que rodeen el lugar, pero tú no debes ir...
Hansen se puso en pie de un salto, dispuesto para entrar en acción, pero me giré hacia él. Mi mente pensaba con suma claridad, o eso me pareció, y discurría a una velocidad antinatural.
—¡Aguarda! —me volví de nuevo hacia Zuleika—. ¿Cuándo tendrá lugar ese sacrificio?
—Al salir la luna.
—Es decir, unas pocas horas antes del amanecer. Aún tenemos tiempo de salvarle, pero si atacamos la casa, le matarán antes de que podamos llegar hasta él. Y sólo Dios sabe cuántas criaturas diabólicas vigilarán todos los accesos.
—No lo sé, —gimió Zuleika—, Tengo que marcharme, o el Amo me matará.
Algo se removió en mi cerebro al escuchar aquello; algo parecido a una marea de salvaje y terrible exaltación cayó sobre mi persona.—¡El Amo no va a matar a nadie! —grité, alzando los brazos— . Antes de que el Este se tiña de rojo por el amanecer, el Amo habrá muerto! ¡Lo juro por todo lo que es sagrado o impío!
Hansen me miró asombrado, y Zuleika retrocedió cuando avancé hacia ella. A mi cerebro, inspirado por la droga, acaba de acudir un súbito relámpago de luz, certero y clarividente. Sabía que Kathulos era un mesmerista... que dominaba por completo la secreta habilidad de controlar el alma y la mente de otros. ¡Y supe que, al fin, había descubierto la razón del poder que ostentaba sobre la muchacha! ¡Mesmerismo! Al igual que una serpiente hipnotiza y fascina a un pajarillo, de igual forma el Amo dominaba a Zuleika a su voluntad con cadenas invisibles. Tan absoluto era su dominio sobre ella que funcionaba incluso cuando ella no estaba ante su vista, o se encontraba a gran distancia.
No existía más que una cosa que pudiera romper esa presa: el poder magnético de alguna otra persona, cuyo control fuera más fuerte sobre ella que el de Kathulos. Deposité las manos sobre sus esbeltos hombros y la obligué a mirarme.
—Zuleika, —dije con voz imperiosa—, aquí estás a salvo; no vas a volver con Kathulos. No hay necesidad de ello. Ahora eres libre.
Pero supe que había fracasado antes incluso de empezar. Sus ojos adoptaron una mirada de asombrado terror irracional y se revolvió tímidamente de mi abrazo.
—¡Stephen, por favor, déjame marchar! —imploró—. Debo hacerlo.... ¡Debo hacerlo!
La senté sobre el lecho y le pedí a Hansen sus esposas. Me las tendió, perplejo, y fijé uno de sus extremos sobre el barrote de la cama, mientras cerraba el otro sobre la delgada muñeca de la muchacha. La joven gimió, pero no ofreció resistencia, y sus ojos límpidos buscaron los míos en una muda petición.
Me dolía en el alma tener que obligarla a someterse a mi voluntad de aquel modo tan aparentemente brutal, pero no tenía más remedio que ser duro.
—Zuleika, —dije con ternura—, ahora eres mi prisionera. El Escorpión no puede culparte por no regresar a su lado, pues no eres capaz de hacerlo... y, antes de que amanezca, quedarás enteramente libre de su dominio.
Me volví hacia Hansen y le hablé en un tono que no admitía discusión.
—Quédese aquí hasta que vuelva, y no abra la puerta. Bajo ninguna circunstancia deje entrar a extraños... es decir, a nadie al que no conozca personalmente. Y le emplazo, por su honor como hombre, a que no suelte a esta muchacha, le diga lo que le diga. Si Gordon y yo no hemos vuelto a las
diez de la mañana, llévela a esta dirección... en esa familia fueron, en una ocasión, amigos míos, y se harán cargo de una joven sin hogar. Yo voy a Scotland Yard.
—Stephen, —imploró Zuleika—, ¡Por favor, no vayas a la guarida del Amo! Te matarán. ¡Manda a la policía, pero no vayas!
Me incliné sobre ella, la estreché entre mis brazos, sentí sus labios contra los míos, y luego logré recomponerme y me marché.
La niebla me envolvía en sus dedos espectrales, fríos como las manos de los difuntos, mientras corría por las calles. No tenía ningún plan, aunque uno empezaba a formarse en mi cerebro, comenzando a agitar ese caldero estimulado que era mi mente. Me detuve al contemplar a un patrullero que hacía su ronda, y, tras llamar su atención, escribí una nota apresurada en una hoja deun cuaderno, y se la tendí.
—Lleve esto a Scotland Yard; es cuestión de vida o muerte, y tiene que ver con el trabajo de John Gordon.
Al escuchar ese nombre, una mano enguantada se alzó en veloz asentimiento, pero la confianza que me había producido se fue esfumando según retomé mi veloz carrera. La nota afirmaba brevemente que Gordon era prisionero en Soho 48 y recomendaba que debía realizarse de inmediato una redada en el inmueble, con gran cantidad de efectivos... bueno, en realidad no lo recomendaba, sino que lo ordenaba en nombre de Gordon.
La razón de mis actos era muy sencilla; sabía que el primer ruido de la redada sellaría la suerte de John Gordon. De algún modo, debía ingeniármelas para llegar primero, con el fin de protegerle o incluso liberarle, antes de que llegara la policía.
El tiempo parecía interminable, pero, al fin, la sombría forma difusa de la casa en Soho 48 se alzó ante mí, como un gigantesco espectro en mitad de la niebla. Era tarde; poca gente se aventuraba por las calles oscuras y cubiertas de niebla cuando me detuve en la acera ante aquel edificio maldito.
No había luz alguna en las ventanas, ni en los pisos superiores, ni abajo. Parecía estar desierto. Pero los escondrijos del escorpión suelen parecen siempre desiertos, hasta que su letal aguijón golpea de repente.
Al detenerme, me asaltó una idea salvaje. De un modo u otro, el drama habría terminado antes del amanecer. Esa noche marcaría el clímax de mi carrera, la cima final de mi vida. Esa noche, yo era el eslabón más fuerte de toda aquella extraña cadena de acontecimientos. Poco importaba que al día siguiente pudiera estar vivo o muerto. Extraje de mi bolsillo el frasco de elixir y lo observé.
Quedaba suficiente para dos días más, si lo dosificaba adecuadamente. ¡Dos días más de vida! O... necesitaba estimulación como nunca antes la había necesitado; la tarea que debía afrontar era de tal magnitud que ningún ser humano corriente podía tener esperanzas de llevarla a cabo. Si me bebiera todo lo que me quedaba de elixir, no tenía ni idea de cuánto durarían sus efectos, pero estaba seguro de que, cuanto menos, durarían toda la noche. Y me temblaban las piernas; mi mente pasaba por curiosos períodos de absoluta vacuidad; la debilidad de cuerpo y mente comenzaba a asaltarme. Levanté en alto el frasco y lo vacié de un solo trago.
Durante un instante, creí que me moría. Jamás había tomado una dosis tan alta. El cielo, e incluso el mundo entero, giraron a mi alrededor, y me sentí como si fuera a disgregarme en un millón de vibrantes fragmentos, como si fuera un globo de acero quebradizo que estallara de repente. ¡Como si fuera fuego, como el fuego del infierno, el elixir recorrió mis venas, convirtiéndome en un gigante! ¡Un monstruo! ¡Un superhombre!
Me volví y caminé hacia el ominoso portal en sombras. No tenía ningún plan; no necesitaba tener ninguno. Al igual que un borracho camina despreocupado hacia el peligro, yo me dirigía al cubil del Escorpión, magníficamente consciente de mi superioridad, imperiosamente confiado en la estimulación que me proporcionaba, y tan seguro como las inmutables estrellas de que lograría abrirme camino.
¡Oh, jamás existió un superhombre como el que golpeó imperiosamente la puerta de Soho 48 enaquella noche de lluvia y niebla!Llamé cuatro veces, la vieja señal que los esclavos habían empleado para ser admitidos en el
interior de la sala del ídolo en el local de Yun Shatu. Se abrió una mirilla en el centro de la puerta, y unos ojos rasgados se asomaron con desconfianza. Se abrieron ligeramente cuando el propietario me reconoció, para, después, quedar de nuevo entrecerrados.
—¡Estúpido! —dije enfurecido—, ¿Es que no ves la marca? —coloqué mi mano ante la mirilla—, ¿No me reconoces? Déjame entrar, maldito seas.
Creo que fue la misma audacia de mi treta la que la hizo funcionar. Lo más probable era que, a esas alturas, todos los esclavos del Escorpión estuvieran al tanto de la rebelión de Stephen Costigan, y supieran que había sido señalado para morir. Pero el hecho de que yo mismo acudiera allí, por mi cuenta, tentando al destino, confundió al portero.
La puerta se abrió, y entré. El hombre que me había dejado pasar era un chino alto y delgado, al que había conocido cuando era sirviente de Kathulos. Cerró la puerta tras de mí, y observé que nos hallábamos en una especie de vestíbulo, iluminado por una lámpara gastada cuyo mortecino resplandor no podía ser detectado desde la calle, porque las ventanas estaban cubiertas de gruesas cortinas. El chino me examinó, indeciso. Le miré y me puse en tensión. Su mirada adoptó una expresión de sospecha, y lanzó la mano hacia algo que debía de ocultar bajo su amplia manga. Pero me lancé al instante contra él y, con las manos desnudas, partí su delgado cuello como si fuera un madero podrido.
Dejé caer su cadáver al suelo alfombrado, y escuché con atención. Ni un solo sonido rompía el silencio. Caminando con el sigilo de un lobo, con los dedos extendidos, como si fueran garras, accedí a la siguiente habitación. Se hallaba amueblada a la manera oriental, con divanes, alfombras y unos tapices bordados de oro, pero estaba desprovista de ocupantes. La crucé y pasé a la siguiente.
La luz fluía suavemente desde los pebeteros colgados del techo, y las alfombras orientales amortiguaron el sonido de mis pisadas; parecía estar moviéndome por un castillo construido con hechizos.
Esperaba toparme en cualquier momento con una hueste de silenciosos asesinos, que me acecharan desde detrás de las cortinas, o que surgieran de repente tras alguno de los biombos decorados con dragones enroscados. Reinaba un silencio absoluto. Exploré el inmueble, habitación tras habitación, y, al fin me detuve al pie de unas escaleras. El sempiterno incensario arrojaba una luz incierta, pero la mayor parte de las escaleras se hallaban cubiertas de sombras. ¿Qué horrores me esperarían arriba?
Pero el miedo desaparece con el elixir, de manera que ascendí por aquella escalera de terror acechante con tanta decisión como había penetrado en aquella casa de horror. Las habitaciones que encontré arriba eran idénticas a las de abajo, y tenían otra cosa en común con ellas: estaban desprovistas de cualquier tipo de vida humana. Busqué alguna salida a la azotea, pero no parecía haber ninguna trampilla por la que subir. Tras volver a la planta baja, comencé a buscar cualquier posible entrada al sótano, pero, una vez más, mis esfuerzos fueron inútiles. Una asombrosa certeza nació en mi interior: a excepción de mí mismo y del cadáver que yacía grotescamente desparramado en el vestíbulo exterior, no había ningún otro hombre en toda la casa, muerto o vivo.
No lograba entenderlo. De haber estado la casa desprovista de mobiliario, habría llegado a la conclusión natural de que Kathulos había escapado... pero mis ojos no habían detectado el menor signo de huida apresurada. Aquello era antinatural, asombroso. Me encontraba ahora en una amplia biblioteca en sombras, completamente desierta, y comencé a sopesar el asunto. No, no me había equivocado al entrar en aquella casa. Incluso si el cadáver desnucado que yacía despatarrado en el vestíbulo no fuera una prueba muda y suficiente, todo en aquella estancia apuntaba hacia la presencia del Amo. Había palmeras artificiales, biombos lacados, tapices, e incluso un ídolo, aunque no hubiera incienso ardiendo frente a él. Las paredes estaban repletas de grandes estanterías rebosantes de libros, encuadernados de un modo extraño y lujoso... libros en todos los idiomas del mundo, según descubrí tras un rápido examen, y que trataban acerca de toda clase de temas... la mayor parte bastante bizarros y poco habituales.
Recordando el pasadizo secreto en el Templo de los Sueños, investigué la pesada mesa de caoba que se alzaba en el centro de la estancia. Pero no encontré nada. Un repentino estallido de furia surgió en mi interior, algo primitivo e irracional. Agarré una estatuilla de la mesa, y la lancé contra la pared cubierta de estanterías. A buen seguro que el ruido que iba a provocar su ruptura, despertaría a toda la banda, sacándola de su escondrijo. ¡Pero el resultado fue aún más asombroso de lo que había imaginado!
La estatuilla golpeó el borde de una estantería, y, al momento, toda la pared cubierta de estanterías, con su pesada carga de libros, se deslizó en silencio hacia fuera... ¡revelando un estrecho pasadizo! Al igual que ocurriera con el otro pasadizo, un tramo de escaleras descendía hacia el sótano. En cualquier otro momento, me habría estremecido con sólo pensar en bajar allí, pues los horrores que moraban en el otro túnel permanecían aún frescos en mi mente, pero, inflamado como estaba por los efectos del elixir, avancé sin dudar un solo instante.
Dado que no había nadie en la casa, debía de haber gente en algún lugar del túnel, o bien en la guarida o escondite al que dicho túnel debía conducir. Comencé a descender, dejando la entrada abierta; la policía la encontraría y podría seguirme, aunque, de algún modo, me sentí como si la mía fuera a ser una tarea que debía desempeñar yo solo, desde el principio hasta el amargo final.
Descendí una distancia considerable y entonces la escalera desembocó en un corredor de unos seis metros de ancho... algo bastante notable. A pesar de su anchura, el techo estaba bastante bajo, y de él colgaban unas pequeñas lámparas de curiosas formas, y que arrojaban una tenue luminiscencia.
Me deslicé con presteza por el corredor, como si fuera la Parca en busca de nuevas víctimas, y, mientras avanzaba, me fijé en el acabado de aquella zona. El suelo consistía en losas enormes y anchas, y las paredes parecían consistir en descomunales bloques de piedra perfectamente cortados.
Resultaba evidente que aquel pasadizo no había sido construido en la época moderna; los esclavos de Kathulos no habían excavado ese túnel. Pensé que debía de tratarse de algún camino secreto de la época medieval... y, después de todo, ¿quién sabe qué catacumbas yacerán bajo Londres, cuyos secretos son más grandes y oscuros que los de Roma o Babilonia?
Proseguí mi marcha, sin detenerme un solo instante, aunque era consciente de que me encontraba a una gran distancia bajo tierra. El aire estaba viciado, y un frío moho goteaba desde las piedras de las paredes y el techo. De vez en cuando, encontré pequeños pasajes que se alejaban en la distancia, pero estaba decidido a seguir por el ancho, hasta llegar al final.Una feroz impaciencia comenzó a consumirme. Me parecía llevar horas recorriendo aquel lugar, y, hasta el momento, mis ojos no habían contemplado más que paredes oscuras y viscosas, losas vacías y vacilantes lámparas. Estaba atento por si encontraba cofres de aspecto siniestro como aquellos que había en el otro pasadizo... pero no vi nada que se le pareciera.
Entonces, cuando estaba a punto de soltar una sarta de salvajes imprecaciones, una nueva escalera emergió de entre las sombras, frente a mí.
CAPÍTULO 19
Furia oscura
El lobo acorralado miró en derredor,
con una luz azul y maligna en la mirada
y dijo, sin su deuda jamás olvidar,
"¡Un gran daño aún os he de causar,
antes de caer en la eterna Nada!"
Mundy
Ascendí las escaleras como un lobo hambriento. Seis metros más allá había una especie de desembarco, a partir del cual partían una serie de corredores, muy parecidos al que acababa de recorrer abajo. Comenzaba a darme cuenta de que todo el subsuelo de Londres debía de estar atestado de pasadizos secretos, unos encima de otros.
A menos de un metro de allí, las escaleras daban a una puerta, y, al llegar a ese punto, vacilé, dudando si debía o no arriesgarme a llamar. Mientras lo meditaba, la puerta comenzó a abrirse. Me pegué a la pared, ocultándome todo lo posible. La puerta se abrió de par en par y un moro salió de ella. No pude captar más que un atisbo del interior de la estancia, y fue por el rabillo del ojo, pero mis sentidos, que estaban alerta de una manera antinatural, se percataron del hecho de que la habitación estaba vacía.
Y, al instante, antes de que pudiera darse la vuelta, propiné al moro un único pero letal puñetazo bajo el ángulo de la mandíbula, y se desplomó de cabeza por las escaleras, deteniéndose en el primer rellano, con los miembros grotescamente retorcidos.
Con la mano izquierda había logrado sujetar la hoja de la puerta, justo cuando empezaba a cerrarse, y, en un instante, crucé la entrada y penetré en la habitación que había al otro lado. Tal como había supuesto, estaba desierta. La recorrí a paso rápido y entré en la siguiente. Todas aquellas estancias estaban decoradas con un estilo ante el cual el mobiliario de la casa del Soho empalidecía hasta parecer insignificante. Bárbaro, terrible, impío... esas palabras sólo pueden sugerir una ligera idea de las espantosas visiones que contemplaron mis ojos. Calaveras, huesos y esqueletos enteros formaban parte de la decoración, si es que podía definirse como tal. Las momias sonreían desde sus sarcófagos y las paredes estaban cubiertas con reptiles disecados. Entre aquellas siniestras reliquias colgaban escudos africanos de cuero y bambú, cruzados de assagais y dagas de guerra. Aquí y allá asomaban ídolos obscenos, negros y espantosos.
Y, dispersos por entre aquellas evidencias de salvajismo y barbarie, había vasijas, biombos, alfombras y tapices producto de la más refinada artesanía oriental; un contraste extraño e incongruente.
Había pasado por aquellas estancias sin encontrar un solo alma humana, y llegué a unas escaleras que volvían a subir. Ascendí por ellas durante varios tramos, hasta llegar a una trampilla en el techo.
Me pregunté si seguiría aún bajo tierra. Seguramente, las primeras escaleras me habían llevado hasta una casa del tipo que fuera. Levanté la trampilla con cautela.
La luz de las estrellas iluminó mis ojos y me aupé hacia arriba, al exterior, tras lo cual me quedé inmóvil. Una amplia azotea plana se extendía en todas las direcciones, y, más allá de sus antepechos, brillaban las luces de Londres. No tenía ni idea de sobre qué clase de edificio podía encontrarme, pero podía estar seguro de que era uno muy alto, pues me parecía estar por encima de todas las luces nocturnas de la ciudad. Entonces descubrí que no estaba solo.
De entre las sombras del antepecho que bordeaba la azotea, una descomunal figura amenazante se alzaba a la luz de las estrellas. Un par de ojos me observaron bajo una luz que no parecía del todo cuerda; la luz de las estrellas arrancó destellos plateados en una larga hoja curva de acero. Yar Khan, el asesino afgano, se encaraba conmigo entre las silenciosas sombras.
Me inundó una exaltación fiera y salvaje. ¡Ahora podía empezar a pagar la deuda que tenía con Kathulos y toda su banda infernal! La droga ardía en mis venas, enviando oleadas de un poder inhumano y de una furia oscura. Me puse en pie de un salto, y avancé de forma silenciosa, con un sigilo letal.
Yar Khan era un gigante, mucho más alto y corpulento que yo. Empuñaba un tulwar, y, desde el momento en que le vi, supe que estaba ahíto de la droga a la que, según sabía, era adicto... la heroína.
Al notar mi avance, levantó en el aire su pesada arma, pero antes de que pudiera golpear, agarré la empuñadura de su espada con una presa férrea, y, con mi mano libre, me dediqué a propinarle toda una serie de golpes salvajes en el esternón.
Es poco lo que recuerdo de aquella batalla espantosa, combatida en silencio por encima de la durmiente ciudad, con sólo las estrellas como testigos. Recuerdo haberme tambaleado de un lado a otro, enzarzado en un abrazo mortal. Recuerdo su barba puntiaguda arañando mi carne, y sus ojos iluminados por la droga, mirando los míos de un modo salvaje. Recuerdo el sabor de la sangre caliente en mi boca, el tañido de una pavorosa exaltación en mi alma, el desencadenamiento de una fuerza y una furia inhumanas.
¡Dios, qué visión para los ojos del hombre, si alguien hubiera podido asistir a lo que ocurrió en esa sombría azotea, en la que dos leopardos humanos, convertidos en maníacos por efecto de la droga, se hicieron trizas el uno al otro!
Recuerdo haberle partido el brazo como si fuera una rama podrida, y que el tulwar cayó de su mano ya inútil. En desventaja por su brazo roto, su final resultaba inevitable, y, con un renovado y salvaje estallido de fuerza, le arrastré hasta el borde de la azotea, empujando su cuerpo hacia el exterior. Forcejeamos allí unos instantes; entonces me liberé de su abrazo y le arrojé al vacío... y un único alarido ascendió hasta mí, mientras mi oponente se precipitaba hasta las tinieblas de la calle.
Me erguí en toda mi estatura, alzando los brazos hacia las estrellas, como una terrible estatua de triunfo primordial. Y por mi pecho discurrían torrentes de sangre de las innumerables heridas que las frenéticas uñas del afgano habían abierto en mi cuello y mi rostro.
Me giré entonces con la agilidad del maníaco. ¿Acaso nadie había escuchado el estruendo de la batalla? Mis ojos se posaron sobre la trampilla por la que había entrado, pero un ruido me hizo darme la vuelta, y, por primera vez, reparé en una pequeña caseta que, como si fuera una torreta, sobresalía de la azotea. Carecía de ventanas, pero tenía una puerta; y, mientras la contemplaba, lapuerta se abrió, y un negro enorme se perfiló ante la luz que manaba del interior. ¡Hassim!
Salió a la azotea y cerró la puerta, con los hombros encorvados y ofreciéndome el cuello de manera inconsciente, mientras miraba de un lado a otro. Le derribé inconsciente al suelo, con un único golpe en el que concentré la suma de todo mi odio. Me agaché junto a él, atento a cualquier signo que me revelara que estaba recobrando la consciencia; entonces, a lo lejos, en el horizonte, vislumbré un vago resplandor rojizo. ¡La luna estaba saliendo!
¡En el nombre de Dios! ¿Dónde estaba Gordon? Y, mientras permanecía allí, indeciso, reparé en un extraño sonido. Curiosamente, recordaba al zumbido de un millar de abejas. Corriendo en la dirección de la que parecía venir, crucé la azotea y me asomé por el antepecho. Mis ojos contemplaron una increíble visión de pesadilla.
A unos seis metros por debajo del nivel de la azotea en la que me encontraba, había otra azotea del mismo tamaño, que, claramente, formaba parte del mismo edificio. Uno de sus lados daba a la pared que ascendía hasta mi azotea, mientras que los otros tres mostraban una barandilla de poca altura, que hacía las veces de antepecho.
Aquella azotea se hallaba a rebosar de seres humanos, sentados y echados a lo largo de toda su superficie... ¡y todos, sin excepción, eran negros! Había cientos de ellos, y el bajo murmullo de su conversación era lo que había escuchado. Pero mis ojos se vieron atraídos por algo en lo que todos ellos habían fijado su mirada.
En la parte central de la azotea se alzaba una especie de altar teocali de unos tres metros de alto, y casi idéntico a los que se han encontrado en México, y sobre los cuales, los sacerdotes aztecas solían practicar sacrificios humanos. Este, a pesar de sus dimensiones, considerablemente más reducidas, parecía una réplica casi exacta de aquellas pirámides sacrificiales. En la parte superior había un altar curiosamente tallado, y junto a él, se alzaba una figura morena y desgarbada cuya espeluznante máscara no podía ocultar su identidad ante mis ojos... se trataba de Santiago, el hechicero vudú de Haití. Sobre el altar yacía John Gordon, desnudo hasta la cintura y atado de pies y manos, pero consciente.
Retrocedí del borde de la azotea, atacado por las dudas. Ni siquiera el estímulo del elixir podía igualar las tornas contra algo así. Entonces, un sonido me hizo darme la vuelta, y descubrí que Hassim, aún mareado, intentaba ponerse de rodillas. Llegué junto a él en dos zancadas y, de forma implacable, volví a derribarle. Me fijé entonces en un extraño bulto que colgaba de su cinturón. Me arrodillé para examinarlo. Era una máscara similar a la que llevaba puesta Santiago. Entonces, mi mente concibió con presteza un plan salvaje y desesperado, aunque a mi cerebro ahíto de droga no le pareciera ni lo uno ni lo otro. Caminé en silencio hacia la torre y, tras abrir la puerta, me asomé al interior. No vi a nadie al que tuviera que silenciar, pero descubrí una larga túnica de seda colgando de un clavo en la pared. ¡Acababa de tener la suerte del drogadicto! Me hice con ella y volví a cerrar la puerta. Hassim no mostraba signo alguno de recobrar la consciencia pero le propiné otro puñetazo en la mandíbula para asegurarme y, agarrando su máscara, corrí hacia el antepecho.
Un cántico bajo y gutural flotó hasta mí, bárbaro y discordante, con una entonación que denotaba una maníaca sed de sangre. Los negros, hombres y mujeres, se balanceaban de un lado a otro, al ritmo salvaje de su cántico de muerte. Encima del teocali, Santiago se alzaba como una estatua de basalto negro, vuelto hacia oriente, con la daga en alto... una visión indómita y terrible, desnudo como estaba, salvo por un ancho cinto de seda y aquella máscara inhumana sobre su rostro. La luna arrojaba un resplandor rojizo en el horizonte oriental, y una ligera brisa agitó las grandes plumas negras que coronaban la máscara del sacerdote vudú. El cántico de los cultistas descendió de volumen hasta devenir en un susurro bajo y siniestro.
Me coloqué apresuradamente la máscara de muerte, cubrí mi cuerpo con la túnica y me dispuse a bajar. Estaba preparado para dejarme caer los buenos seis metros que me separaban de la hueste de fanáticos, pues, en mi locura, confiaba en no salir herido, pero, al trepar sobre el antepecho, descubrí una escala de pates metálicos que descendía hasta la azotea de abajo. Evidentemente, Hassim, al ser uno de los sacerdotes vudú, había pretendido bajar por allí. De manera que eso fue lo que hice, y a toda prisa, además, pues sabía bien que en el preciso instante en que el borde inferior de la luna rozara el horizonte de la ciudad, aquella daga levantada se incrustaría en el pecho de Gordon.
Envolviéndome bien con la túnica para ocultar mi piel blanca, descendí hasta la azotea inferior, y avancé con decisión por entre las filas de los fanáticos negros, que se hacían a un lado para dejarme pasar. Al llegar a los pies del teocali, ascendí los escalones que conducían a la parte superior, hasta que llegué al mortífero altar, que se encontraba marcado por innumerables manchas de color rojo oscuro. Gordon yacía boca arriba, con los ojos abiertos; tenía el rostro pálido y macilento, pero su mirada era firme y valiente.
A través de las hendiduras de su máscara, los ojos de Santiago brillaron al verme, pero no leí la menor sospecha en su mirada, al menos hasta que avancé hacia él y le arrebaté la daga de la mano. Estaba demasiado sorprendido como para resistirse, y la turba de negros quedó en silencio de repente. Era evidente que mi adversario había reparado ya en que mi mano no era la de un negro, pero, sencillamente, se había quedado sin habla, y paralizado de asombro. Moviéndome con presteza, corté las ataduras de Gordon y le ayudé a incorporarse. Entonces, lanzando un alarido, Santiago se lanzó sobre mí... para después volver a lanzar un último alarido, mientras, con los brazos levantados, caía muerto desde lo alto del teocali, con su propia daga clavada en su pecho hasta la empuñadura.
Entonces, los fanáticos negros se lanzaron sobre nosotros con un rugido de rabia... saltaron a los escalones del teocali como si fueran leopardos negros bajo la luz de la luna, con sus cuchillos lanzando destellos, y los ojos en blanco.
Me despojé de la máscara y la túnica, y respondí a la exclamación de Gordon con una risa salvaje. Había esperado que, en virtud de mi disfraz, podría lograr que escapáramos de allí, pero ahora, tal y como estaban las cosas, me daba por satisfecho por morir a su lado.
Aferró un enorme ornamento de metal, que arrancó del altar, y, cuando los atacantes empezaron a subir, lo esgrimió contra ellos. En un instante, nos rodearon por todas partes, cayendo sobre nosotros como una marea negra. ¡Para mí, aquello era como estar en el Valhalla! Los cuchillos me arañaban y las cachiporras me golpeaban, pero yo reía, y lanzaba mis puños de acero en unos puñetazos rectos, con la fuerza de un martillo, que destrozaban carne y huesos. Vi como la tosca arma de Gordon se alzaba y caía, y, en cada ocasión, un hombre se desplomaba al suelo. Los cráneos se partían, la sangre nos salpicaba, y la furia oscura se había adueñado de mí. Me rodearon rostros de pesadilla, y caí de rodillas; volví a levantarme y los rostros cedieron ante mis golpes demoledores. A través de nieblas lejanas, me pareció escuchar que se alzaba una voz, espantosa pero familiar, emitiendo una orden con tono imperativo.
La marea humana había apartado a Gordon de mi lado, pero, a juzgar por los sonidos que escuchaba, supe que seguía desempeñando su mortal cometido. Las estrellas brillaban a través de nieblas de sangre, pero la exaltación del infierno se había adueñado de mí, y me moví entre las oscuras mareas de la furia hasta que quedé envuelto en una marea más oscura y profunda, y no supe más.
CAPÍTULO 20
Un horror ancestral
Aquí y ahora, en su triunfo, donde todo desfallece,
yaciendo entre los despojos que ella misma ha esparcido,
Como un Dios auto-inmolado, en un altar que no merece,
Como un Dios auto-inmolado, en un altar que no merece,
La mismísima Muerte ha fallecido.
Swinburne
Lentamente, fui volviendo a la vida... lentamente, muy lentamente. Parecía estar rodeado de niebla, y, en medio de dicha niebla, vi un cráneo...
Me encontraba en el interior de una jaula de acero, como si fuera un lobo cautivo, y descubrí que los barrotes eran demasiados recios, incluso para alguien con mi fuerza. La jaula parecía estar colocada en una especie de nicho de la pared, y asomaba a una espaciosa estancia. La sala se encontraba bajo tierra, pues el suelo estaba cubierto de losas de piedra y las paredes y el techo estaban compuestos de gigantescos bloques de mampostería del mismo material. Las paredes estaban cubiertas de estanterías, repletas de toda clase de objetos extraños, aparentemente de naturaleza científica, y había aún más sobre la gran mesa que se alzaba en el centro de la habitación, junto a la cual se hallaba sentado Kathulos.
El hechicero iba vestido con una túnica de un amarillo serpentino, y sus espeluznantes manos y su repugnante cabeza resultaban más reptilescas que nunca. Volvió hacia mí sus grandes ojos amarillos, que parecían arder como estanques de fuego vital, y sus labios delgados y apergaminados se movieron en lo que, probablemente, pretendía ser una sonrisa. Me puse en pie, tambaleándome, y agarré los barrotes, maldiciendo.
—Gordon, maldito seas. ¿Dónde tienes a Gordon?
Kathulos tomó un tubo de ensayo de la mesa, lo observó atentamente y lo vació en otro.
—Ah, mi amigo ha despertado, —murmuró con su voz... la voz de un muerto viviente.
Introdujo sus manos en unos guantes largos y se volvió directamente hacia mí.
—Creo que, contigo, —articuló con claridad—, he creado algo así como un monstruo de Frankenstein. Hice de ti una criatura sobrehumana que sirviera a mis deseos, pero me desafiaste.
Eres la peor amenaza que se opone a mis designios, peor incluso que el propio Gordon. Has matado a numerosos sirvientes de gran valía, y has interferido en mis planes. No obstante, las molestias que me has causado van a terminar esta misma noche. Tu amigo Gordon logró escabullirse, pero le están dando caza en los túneles, y no podrá escapar.
"Tú, —continuó, con el sincero interés de un científico—, eres un sujeto mucho más interesante. Tu cerebro debe de estar formado de un modo muy diferente al de cualquier otro ser vivo. Lo estudiaré en profundidad y lo añadiré a los trofeos de mi laboratorio. ¿Cómo es posible que un hombre, cuyo organismo siente una absoluta necesidad de elixir, pueda arreglárselas para continuar estimulado dos días después de haber tomado la última dosis? Eso es algo que aún no he logrado entender.
El corazón me dio un brinco. A pesar de toda su sapiencia, la pequeña Zuleika había logrado engañarle, y, evidentemente, no sospechaba siquiera que ella le hubiera escamoteado un frasco de elixir para dármelo a mí.
—Esa última dosis que te proporcioné, —continuó—, no debería de haberte durado más de ocho horas. Una vez más, te repito que estoy intrigado. ¿Podrías sugerirme alguna pista que me lleve a una explicación?
Gruñí, sin emitir palabras. Suspiró.
—Como siempre, te comportas como un bárbaro. Con razón dice el proverbio: «Siempre es preferible jugar con un tigre herido, o anidar a una víbora en tu seno, antes que intentar librar a un salvaje de su propia barbarie».
Meditó un rato en silencio. Le observé, incómodo. Había en él una extraña diferencia... algo vago y curioso... los largos dedos, que sobresalían de sus guantes, tamborilearon sobre los brazos de la silla y algún tipo de oculta exaltación en su voz alteró su timbre habitual.
—Y pensar que podrías haber sido un rey en el nuevo régimen, —dijo de repente—. Sí, el nuevo régimen... ¡Nuevo... pero también inhumanamente antiguo!
Me estremecí ante su risa seca y cascada.
Inclinó la cabeza, como si estuviera escuchando. Desde la lejanía parecía llegar un murmullo de voces guturales. Sus labios se torcieron en una sonrisa.
—Mis niños negros, —murmuró—. Deben de estar descuartizando a mi enemigo Gordon, allá en los túneles. Ellos, Costigan, son mis auténticos seguidores, y fue para su diversión por lo que coloqué esta noche a John Gordon sobre la piedra sacrificial. Yo habría preferido llevar a cabo con él cierto tipo de experimentos, basados en algunas teorías científicas, pero me pareció que debía tener contentos a mis niños. Llegará un tiempo en que, bajo mi tutela, dejarán a un lado sus infantiles supersticiones y renegarán de sus necias costumbres, pero, por el momento, debo llevarles de la mano con gran cuidado.
"¿Qué te han parecido estos corredores subterráneos, Costigan? —inquirió de repente—, ¿Qué es lo que has pensado acerca de ellos...? Sin duda que fueron construidos por los salvajes blancos de vuestra Edad Media... ¡Bah! ¡Estos túneles son mucho más viejos que todo tu mundo! Fueron edificados por poderosos reyes, hace demasiados eones como para que tu mente pueda concebirlo siguiera, en una época en la que una ciudad imperial se alzaba en el mismo lugar en el que se encuentra ahora esta tosca aldea que es Londres. Todos los rastros de aquella metrópolis se han desvanecido, convirtiéndose en polvo, pero estos corredores fueron erigidos por algo más que la ingeniería humana... ¡Ja, ja! De los millares de personas ignorantes que se mueven a diario por encima de ellos, ninguno conoce su existencia, salvo mis sirvientes... y ni siquiera ellos los conocen a fondo. Zuleika, por ejemplo, no sabe nada acerca de ellos, pues últimamente he comenzado a dudar de su lealtad y, sin duda, no tardaré en darle un escarmiento para que sirva de ejemplo.
Al escuchar aquello me arrojé ciegamente contra un lado de la jaula, mientras una roja oleada de odio y furia se apoderaba de mí. Agarré los barrotes y tiré de ellos hasta que se me hincharon las venas de la frente, y los músculos de mis brazos y hombros se tensaron y rechinaron. Y los barrotes cedieron un poco ante mi acometida... un poco, pero nada más, y, finalmente, la fuerza abandonó mis miembros y me desplomé, débil y tembloroso. Kathulos me observaba con expresión imperturbable.
—Los barrotes aguantan, —anunció con algo en su tono que parecía incluso alivio—. Con franqueza, estoy contento de permanecer al otro lado. Eres una bestia humana, la mayor que he visto.
Lanzó una carcajada salvaje y repentina.
—Pero ¿por qué tienes tanto empeño en oponerte a mí? —aulló de forma inesperada—. ¿Por qué me desafías a mí, que soy Kathulos, el Hechicero, que era grande incluso en los días del viejo imperio? ¡Hoy en día soy invencible! ¡Soy un mago, un científico, rodeado de salvajes ignorantes! ¡Ja, ja!
—Pero ¿por qué tienes tanto empeño en oponerte a mí? —aulló de forma inesperada—. ¿Por qué me desafías a mí, que soy Kathulos, el Hechicero, que era grande incluso en los días del viejo imperio? ¡Hoy en día soy invencible! ¡Soy un mago, un científico, rodeado de salvajes ignorantes! ¡Ja, ja!
Me estremecí, y, de repente, una luz cegadora me iluminó. ¡El propio Kathulos era un adicto, y dependía del elixir que él mismo había creado! No puedo saber, ni tampoco lo deseo, qué clase de brebaje infernal podría ser lo bastante potente y terrible como para excitar al Amo e inflamarle de ese modo. De todos los increíbles conocimientos que poseía ese ser, yo, conociéndole como le conocía, suponía que su secreto debía de ser el más misterioso y espeluznante de todos.
—¡Tú, necio patético! —farfullaba, con el rostro iluminado de un modo sobrenatural.
«¿Sabes quién soy? ¡Kathulos de Egipto! ¡Bah! ¡Es cierto que me conocían en esos viejos tiempos! Pero reiné en las tierras ante el brumoso mar durante incontables eras, antes de que dicho mar se alzara y engullera la tierra. Morí, pero no como mueren los hombres. ¡Pues conocíamos la mágica fuente de la vida eterna! Bebí un largo trago y dormí. ¡Largo tiempo he dormido en el interior de mi sarcófago lacado! Mi carne se marchitó y se hizo más dura; la sangre se secó en mis venas. Era como si mi cuerpo estuviera muerto. Pero, en mi interior, ardía aún la chispa de la vida, durmiendo, pero preparándose para el despertar. Las grandes ciudades del pasado se convirtieron en polvo. El mar inundó sus tierras. Los altos templos y las voluminosas torres se hundieron bajo las verdes mareas. Y fui consciente de todo ello mientras dormía, al igual que cualquier hombre es consciente de lo que ocurre en sus sueños. ¿Kathulos de Egipto? ¡Bah!¡Kathulos de la Atlántida!
Proferí un grito repentino e involuntario. Aquello resultaba demasiado espantoso como para que una mente cuerda pudiera soportarlo.
—Sí; el mago, el hechicero.
"Y a lo largo de milenios de salvajismo, en los que las razas bárbaras combatieron para imponerse a sus amos, se propagó la leyenda de los días del imperio, en la que se auguraba que alguien de la Antigua Raza volvería de nuevo a los hombres, procedente del mar. Sí, y conduciría a la victoria a la gente negra, que habían sido nuestros esclavos en los días de antaño.
"Toda esa gente de piel tostada y amarilla... ¿qué me importan a mí? Los negros eran los esclavos de mi raza, y, hoy en día, soy su dios. Me obedecerán. Los amarillos y los tostados son unos necios... les he convertido en mis herramientas y llegará el día en que mis guerreros negros se volverán contra ellos y los masacrarán en cuanto les dé la orden. ¡Y en cuanto a vosotros... vosotros, bárbaros blancos, cuyos simiescos ancestros osaron siempre desafiar a mi raza, e incluso a mí, vuestra perdición está muy cerca! ¡Y cuando ascienda al fin a mi trono universal, los únicos blancos que permanezcan con vida serán mis esclavos!
"Tal como estaba profetizado, llegó el día en que mi sarcófago, se liberó de los salones en los que yacía... en los que había yacido desde los días en los que la Atlántida era aún la soberana del mundo... y en los que permanecía desde que su imperio se sumergió en las verdes mareas... y entonces, como digo, mi sarcófago fue arrastrado por las mareas de lo más profundo del mar, y se movió, arrastrando los colgantes bancos de algas que ocultan los templos y los minaretes sumergidos, y ascendió flotando sobre los descomunales capiteles y las doradas columnas, subiendo por las aguasverdosas, hasta emerger flotando sobre las indolentes olas del mar.
"Y fue entonces cuando un necio blanco se convirtió en la herramienta de un destino del que no era consciente. Los tripulantes de su barco, que eran auténticos creyentes, supieron que había llegado la hora. Y yo... el aire penetró en mis pulmones y me desperté del largo, larguísimo sueño. Me desperecé, me moví, y volví a la vida. Y, alzándome en la noche, maté al estúpido que me había sacado del océano, y mis sirvientes me juraron obediencia, y me llevaron a África, donde moré durante algún tiempo, aprendiendo los nuevos idiomas, y las nuevas costumbres de este nuevo mundo, mientras recuperaba mis fuerzas.
"Los avances de tu patético mundo... ¡ja, ja! ¡Yo fui el que más profundizó en los misterios de antaño, adentrándome en ellos mucho más de lo que nadie se atrevió jamás! ¡Sé todo lo que saben los hombres de hoy en día, y, comparado con el conocimiento que he preservado desde mi época, no es más que un grano de arena frente a una montaña! ¡Debería compartir contigo parte de ese conocimiento! ¡Gracias a él, pude sacarte de un infierno, para después sumergirte en otro aún más horrendo! ¡Necio! ¡Aquí, en mi mano, sostengo algo que podría liberarte de eso! ¡Sí, esto te permitiría romper el yugo con el que te he atado!
Me enseñó un frasco dorado que agitó ante mis ojos. Lo observé con la misma expresión con que los moribundos del desierto contemplan los lejanos espejismos. Kathulos lo manoseó, meditabundo.
Su excitación antinatural parecía haberse desvanecido de repente, y, cuando volvió a hablar, lo hizo con la entonación mesurada y desprovista de pasión de un científico.
"Sería, ciertamente, un experimento digno de ser realizado... liberarte del hábito del elixir, y descubrir si tu organismo debilitado por las drogas es capaz de mantenerte con vida. Nueve de cada diez veces, la víctima, al quedar desprovista de la necesidad y el estímulo, suele morir... pero tú eres una bestia increíble...
Suspiró, y colocó el frasco sobre la mesa.
—Pero el soñador se opone al hombre predestinado. Mis días no me pertenecen, pues no puedo pasarme la vida metido en los laboratorios, llevando a cabo mis experimentos. Por el contrario, ahora, al igual que en los días del viejo imperio, cuando los reyes buscaban mi consejo, debo de trabajar y esforzarme para que mi raza pueda prevalecer. Sí, tengo que plantar y alimentar las semillas de la gloria, para la llegada de los venideros días del imperio, en los que los mares nos devolverán a todos sus muertos vivientes.
Me estremecí. Kathulos volvió a proferir una carcajada salvaje. Sus dedos comenzaron a tamborilear sobre los brazos de la silla, y su rostro volvió a brillar una vez más con aquel brillo antinatural. Las rojas visiones habían empezado, de nuevo, a bullir en su cráneo.
"Yacen bajo las verdes aguas del océano... son los Amos ancestrales, en sus moradas lacadas... muertos, tal como los hombres conciben la muerte, pero tan sólo dormidos, en realidad. ¡Han dormido a lo largo de incontables Eras, como si solo fueran horas, aguardando el día de su despertar! Los antiguos Amos, los sabios, los que previeron el día en el que las aguas engullirían la tierra, preparándose para ello. Lo dispusieron todo para poder volver a alzarse en los bárbaros días que habían de venir. Lo mismo que hice yo. Yacen durmiendo... antiguos reyes y sombríos hechiceros, que murieron a la manera de los hombres, mucho antes de que la Atlántida quedara sumergida. ¡Yque, al estar dormidos, se hundieron con ella, pero que volverán a levantarse una vez más!
"¡Mía será la gloria! Yo fui el primero en despertar. Y busqué la visión de viejas ciudades, de costas que no se habían hundido. Habían desaparecido, desvanecidas hace largo tiempo. La marea de los bárbaros cayó sobre ellas hace muchos miles de años, mientras las verdosas aguas anegaban a sus hermanas mayores, sepultándolas en las profundidades. En algunas de ellas, el desierto se ha extendido hasta tragarlas por completo. Sobre otras, en cambio, tal como ocurre aquí, se han edificado jóvenes ciudades bárbaras.
De repente, guardó silencio. Sus ojos buscaron una de las oscuras aberturas que salían a un pasadizo. Creo que su extraña intuición le estaba avisando sobre algún peligro inminente, pero no creo que fuera consciente de la dramática manera en que aquella escena iba a ser interrumpida.
Mientras miraba, resonaron unas rápidas pisadas, y un hombre apareció de repente en el umbral... un hombre maltrecho, cubierto de sangre y harapos. ¡John Gordon! Kathulos se irguió con un alarido, y Gordon, jadeando por un esfuerzo sobrehumano, apuntó con el revólver que sostenía en la mano, y disparó a quemarropa. Kathulos se tambaleó, llevándose la mano al pecho, y entonces, tanteando a ciegas, se desplomó contra la pared impactando contra ella. Se abrió una entrada secreta en esa parte del muro, y el Cráneo Viviente entró por ella, pero, cuando Gordon cruzó la estancia con un salto salvaje, la entrada había vuelto a cerrarse con una losa maciza, que no volvió a abrirse ni siquiera a pesar de sus furiosos golpes.
Se dio la vuelta y corrió atontado hacia la mesa en la que el Amo había dejado caer su manojo de llaves.
—¡El frasco! —aullé—. ¡Coja el frasco! —y, al escucharme, lo introdujo en su bolsillo.
Lejos de allí, en el fondo del corredor del que había venido, comenzamos a escuchar un débil clamor, que fue aumentando de volumen con rapidez, como si fuera una manada de lobos que se acercara cada vez más. Tras perder un par de preciosos segundos en encontrar la llave adecuada, logró abrir la puerta de la jaula, y salté al exterior. ¡Menuda visión ofrecíamos los dos! Estábamos sucios, magullados y arañados, con la ropa destrozada, y colgando en jirones... mis heridas habían dejado de sangrar, pero ahora, al moverse, volvieron a abrirse, y por la lasitud de mis manos, supuse que debía de tener los nudillos destrozados, y en carne viva. En cuanto a Gordon, estaba completamente cubierto de sangre, de la cabeza a los pies.
Nos sumergimos en un pasadizo que avanzaba en dirección opuesta al amenazador griterío, el cual sabíamos que debía de ser producido por los sirvientes negros del Amo, en plena persecución. Ninguno de los dos estaba en condiciones de correr, pero lo hicimos lo mejor que pudimos. No tenía ni idea de hacia dónde nos dirigíamos. Mi fuerza sobrehumana me había abandonado y seguía delante impulsado tan sólo por el poder de mi voluntad. Nos metimos en un nuevo pasadizo, y no habíamos avanzado ni veinte pasos cuando, al mirar atrás, vi como el primero de los demonios negros giraba la esquina.
Un desesperado esfuerzo aumentó ligeramente nuestra ventaja. Pero nos habían visto, pues ahora estábamos directamente frente a ellos, y dejaron escapar un alarido de furia que fue seguido de un silencio aún más siniestro, mientras hacían todo lo humanamente posible por alcanzarnos.
Ante nosotros, a poca distancia, vimos como una escalera se perfilaba de repente en la penumbra. Si pudiéramos llegar hasta ella... pero también vimos algo más. Contra el techo, entre nosotros y las escaleras, colgaba una superficie enorme... algo parecido a una rejilla metálica, con puntas afiladas en la parte inferior... un rastrillo como los que empleaban de puerta en los tiempos medievales. Y, mientras lo descubríamos, sin detener un segundo nuestra extenuante carrera, la reja metálica empezó a moverse.
—¡Están bajando el rastrillo! —graznó Gordon, con su rostro lleno de sangre reseca que recordaba a una máscara de cansancio y determinación.
Ahora, los negros estaban a poco más de tres metros de nosotros... y entonces, el enorme portón metálico, se precipitó hacia abajo, ganando velocidad, mientras su mecanismo rechinaba por la falta de uso. Nos forzamos a un impulso final, a una tensa y jadeante pesadilla de esfuerzo... ¡y Gordon, tirando de ambos con un salvaje estallido de pura fuerza nerviosa, nos impulsó bajo el rastrillo, hasta el otro lado, mientras la reja se estampaba contra el suelo por detrás de nosotros!
Yacimos un momento jadeando, sin prestar atención a la horda frenética que golpeaba y gritaba al otro lado del rastrillo metálico. Aquel salto final había sido tan justo que las grandes puntas afiladas, en su descenso, nos habían desgarrado en jirones parte de la ropa.
Los negros comenzaron a lanzarnos dagas a través de los barrotes, pero estábamos fuera de su alcance, y me pareció que podía darme por satisfecho si me quedaba allí tendido, para morir de puro cansancio. Pero Gordon se puso en pie, tambaleándose, y tiró de mí.
—Tenemos que salir de aquí, —graznó—; tenemos que avisar... a Scotland Yard... hay una miríada de túneles por todo el corazón de Londres... y están llenos de explosivos de gran potencia... y de armas y municiones."
Comenzamos a subir las escaleras, y, frente a nosotros, nos pareció escuchar un sonido de metal arañando metal. La escalera terminó de manera abrupta, sobre un rellano que daba a una pared vacía.
Gordon la golpeó, y ante nosotros se abrió la sempiterna puerta secreta. Nos envolvió la luz, que penetraba a través de los barrotes de una especie de verja metálica. Unos hombres con el uniforme de la policía londinense se dedicaban a cortarla con sierras de carbono, y, mientras nos saludaban, lograron abrir una apertura por la que pudimos arrastrarnos.
—¡Está usted herido, señor! —uno de los hombres sujetó del brazo a Gordon.
Mi compañero se zafó de él.
—¡No tenemos tiempo que perder! ¡Salgan de aquí, tan rápido como puedan!
Descubrí que nos encontrábamos en un sótano de alguna clase. Nos aprestamos a subir por unas escaleras y salimos al temprano amanecer, que comenzaba a teñir de escarlata las calles del barrio oriental. Sobre los tejados de las casas más pequeñas, vislumbré en la distancia un descomunal edificio, en cuya azotea, —y esto lo supe de forma instintiva—, se había desarrollado el enloquecido drama de la noche anterior.
—Ese edificio fue arrendado hace algunos meses por un misterioso sujeto procedente de China, —dijo Gordon, siguiendo mi mirada—. Originalmente era un edificio de oficinas... pero el vecindario se fue deteriorando y el edificio permaneció vacío durante algunos años. Los nuevos inquilinos añadieron algunas plantas en la parte superior, pero, aparentemente, lo dejaron sin ocupar.Ya le había echado el ojo hace algún tiempo.
Gordon dijo aquello a su manera veloz y entrecortada, mientras corríamos por la acera. Le escuché de forma mecánica, como si estuviera en trance. Mi vitalidad se esfumaba con rapidez, y sabía que estaba a punto de colapsarme en cualquier momento.
—La gente que vive en el vecindario ha estado informando de ruidos extraños y extrañas visiones. El antiguo propietario del sótano del que acabamos de salir escuchó curiosos sonidos que emanaban de la pared de los cimientos, y llamó a la policía. En esos momentos, yo corría de un lado a otro de esos malditos corredores subterráneos, como si fuera una rata herida, y escuché como la policía aporreaba la pared. Encontré la puerta secreta y la abrí, pero descubrí que estaba asegurada por una reja con barrotes. Cuando le estaba diciendo al perplejo policía que debían de conseguir una sierra de carbono, los negros que me perseguían, y a quienes había eludido de momento, volvieron a encontrarme, y me vi forzado a cerrar la puerta y a volver a correr. Por pura suerte, me topé con usted, y, por pura suerte, me las arreglé para que encontráramos el camino de vuelta a esta puerta.
"Ahora debemos acudir a Scotland Yard. Si atacamos con presteza, podremos capturar a toda esa banda de demonios. No sé si habré logrado matar a Kathulos o no... ni siquiera sé si puede ser matado con las armas corrientes de los mortales. Pero, por lo que sé, todos ellos siguen aún en esos corredores subterráneos, y...
¡Y en ese momento, el mundo entero tembló! Un rugido que destrozaba el cerebro pareció partir el cielo en dos con una detonación increíble; las casas se tambalearon, desplomándose en un amasijo de ruinas; una descomunal columna de humo y llamas se alzó de la tierra, flanqueada por grandes masas de escombros que volaron hacia el cielo. Una negra niebla de polvo, humo y vigas destrozadas envolvió el mundo entero, mientras un prolongado trueno parecía alzarse desde el centro de la tierra, al tiempo que cedían paredes y techos... y, en medio de aquel rugido, en medio del griterío que nos rodeaba, me desplomé al suelo, y no supe más.
CAPÍTULO 21
El yugo se parte
Y como un alma abandonada,
En el cielo y el infierno inigualada,
Por las nubes y la niebla arrinconada,
Por las nubes y la niebla arrinconada,
Emergió de la siniestra oscuridad.
Swinburne
Poca necesidad hay de entrar en detalles acerca de las escenas de horror de aquella terrible mañana en Londres. El mundo está familiarizado con ella, y conoce la mayor parte de los detalles referentes a la gran explosión que sacudió la décima parte de esa gran ciudad, con la correspondiente pérdida de vidas y propiedades. Era necesario ofrecer algún tipo de causa para semejantes acontecimientos; circuló un relato acerca de un edificio desierto, así como innumerables historias, cada cual más estrambótica. Finalmente, para acallar los rumores, se filtró un informe —de manera extraoficial— que afirmaba que dicho edificio había sido el punto de encuentro y la guarida secreta de una banda internacional de anarquistas, que habían almacenado en el sótano una gran cantidad de explosivos, los cuales, supuestamente, habían hecho explosión de forma accidental. En cierto modo, había una gran parte de verdad en dicha versión, aunque la amenaza que había acechado en el inmueble superara muy de lejos la de cualquier anarquista.
Todo esto me fue narrado a posteriori, pues, cuando me sumí en la inconsciencia, Gordon, atribuyendo mi condición al cansancio y a la necesidad de opio, —pues me creía aún un adicto a dicha sustancia—, me levantó en brazos, y, con la ayuda de uno de los aturdidos policías, me llevó a su apartamento, para después regresar a la escena de la explosión. Al llegar a su piso, encontró a Hansen, y a Zuleika esposada a la cama, tal como la había dejado. La soltó, y le permitió que me atendiera, pues todo Londres estaba inmerso en un terrible torbellino, en el que todas las manos eran necesarias.
Cuando volví en mí, levanté la mirada para contemplar los ojos estrellados de la muchacha que amaba, y permanecí inmóvil, sonriéndole. Se tendió sobre mi pecho, acunando mi cabeza entre sus brazos, y cubriéndome el rostro de besos.
—¡Stephen! —sollozaba una y otra vez, mientras sus lágrimas caían cálidas sobre mi rostro.
Casi no tenía fuerzas ni para rodearla con mis brazos, pero pude arreglármelas para lograrlo, y yacimos así durante un tiempo, en silencio, excepto por los entrecortados sollozos de la muchacha.
—Te amo, Zuleika, —murmuré.
—Yo también te amo, Stephen, —sollozó—. Oh, es tan duro tener que separarnos ahora... pero pienso irme contigo, Stephen. ¡No puedo vivir sin ti!
—Mi querida niña, —dijo John Gordon, entrando de repente en la habitación—, Costigan no va a morir. Le proporcionaremos el suficiente opio como para que salga adelante, y, cuando recupere sus fuerzas, se lo iremos retirando poco a poco, hasta que su adicción desaparezca.
—Usted no lo entiende, sahib; no es opio lo que Stephen necesita. Se trata de algo que sólo el Amo conocía, y, ahora que está muerto o ha escapado, Stephen no podrá obtenerlo, y morirá.
Gordon me dedicó una rápida mirada preñada de dudas. Su rostro fino y anguloso parecía demacrado y ansioso, y sus ropas estaban destrozadas y cubiertas de polvo, como consecuencia del trabajo que había estado realizando entre las ruinas de la explosión.
—Ella tiene razón, Gordon, —dije con voz lánguida—. Me estoy muriendo. Kathulos terminó con mi adicción al opio con un brebaje al que él llamaba el elixir. Me he estado manteniendo con vida con una pequeña cantidad que Zuleika logró escamotearle para entregármela a mí, pero anoche me bebí todo lo que quedaba.
—Ella tiene razón, Gordon, —dije con voz lánguida—. Me estoy muriendo. Kathulos terminó con mi adicción al opio con un brebaje al que él llamaba el elixir. Me he estado manteniendo con vida con una pequeña cantidad que Zuleika logró escamotearle para entregármela a mí, pero anoche me bebí todo lo que quedaba.
No era consciente de sentir anhelo de ninguna clase, ni siquiera la menor incomodidad física o mental. Todo mi organismo comenzaba a colapsarse con rapidez; había sobrepasado ese estado en el que la necesidad del elixir me provocaría un gran sufrimiento. Ahora no sentía más que una gran lasitud, y grandes deseos de dormir. Y sabía bien que, en el preciso momento en que cerrara los ojos, moriría.
—Este elixir es una droga muy extraña, —dije con una languidez creciente—. Quema el organismo, y, al mismo tiempo, lo refresca, y entonces, al final, su anhelo mata con facilidad, y sin tormento.
—Maldición, Costigan, —dijo Gordon con desesperación—, ¡No puedes irte de esta manera! Ese frasquito que recogí de la mesa del egipcio... ¿qué hay en él?
—El Amo juraba que me liberaría de mi adicción, y que, probablemente, también me mataría, —musité—. Me había olvidado de él. Creo que probaré suerte con este nuevo mejunje. Lo más que puede hacer es matarme, y ya me estoy muriendo, de todos modos.
—¡Sí, deprisa, dénoslo! —exclamó Zuleika con fiereza, colocándose al lado de Gordon, levantando las manos con un gesto apasionado. Luego volvió a mi lado, con el frasquito que mi amigo había sacado de su bolsillo, y, arrodillándose junto a mí, me lo llevó a los labios, mientras murmuraba suaves palabras de ternura con su lengua natal.
Bebí el frasquito hasta vaciarlo, aunque sin sentir demasiado interés en todo aquel asunto. Mi actitud era puramente impersonal, pues el nexo que me unía a la vida era ya muy débil, y ni siquiera puedo recordar a qué sabía aquel brebaje. Tan solo recuerdo haber sentido un curioso fuego que se arrastraba por mis venas, y lo último que vi fue a Zuleika agachada junto a mí, con sus grandes ojos fijos en mi rostro con ardiente intensidad. Su pequeña y tensa mano descansaba en el interior de su blusa, y, recordando su juramento de quitarse la vida si yo moría, intenté levantar la mano para desarmarla, y luego intenté decirle a Gordon que le arrebatara la daga que llevaba oculta bajo la ropa. Pero me falló el movimiento y también la voz, y me zambullí en un curioso océano de inconsciencia.
Nada recuerdo de aquel período. Nada inflamó mi dormido cerebro hasta el punto de hacerme cruzar el abismo en el que me había sumido. Dicen que yací como muerto durante horas, respirando de forma débil, mientras Zuleika se pegaba a mí, sin apartarse de mi lado ni un solo instante, y luchando como una tigresa cuando cualquiera intentaba convencerla para que se retirara a descansar.
El yugo que la había atado al Amo se había partido. Y, así como me había llevado conmigo su visión hasta el brumoso reino de la nada, de igual forma fueron sus queridos ojos la primera cosa que contemplé al regresar a la consciencia. Fui consciente de una gran debilidad, mucho mayor de la que hubiera creído posible que pudiera sentir un hombre... como si hubiera sido un inválido durante meses; pero la vida en mi interior, aunque débil, era clara y normal, carente de cualquier posible estímulo artificial. Sonreí a mi chica y murmuré débilmente:
—Guarda tu daga, mi pequeña Zuleika; voy a vivir.
—Guarda tu daga, mi pequeña Zuleika; voy a vivir.
Profirió un gritito y cayó de rodillas, junto a mí, riendo y llorando al mismo tiempo. En verdad que las mujeres son seres muy extraños, y de poderosas emociones contrapuestas.
Gordon entró en la habitación y agarró la mano que yo no podía aún levantar de la cama.
—Ahora ya puedes recibir las atenciones de un médico corriente, Costigan, —dijo—. Hasta un profano como yo se daría cuenta de eso. Por primera vez desde que te conozco, compruebo que la mirada de tus ojos es completamente cuerda. Pareces un hombre que haya sufrido una crisis nerviosa de lo más ordinaria, y necesite un año de reposo y tranquilidad.
Cielo santo, hombre, ya has tenido suficiente, —aparte de tu experiencia con la droga—, como para acabar con tu vida.
—Antes de nada, cuéntame, —dije, aceptando el tuteo de mi amigo—. ¿Murió Kathulos en la explosión?
—No lo sé, —repuso Gordon en tono sombrío—. Aparentemente, todo el sistema de pasadizos subterráneos quedó destruido. Y sé que mi última bala... —la última bala que quedaba en el revólver que le había arrebatado a uno de mis atacantes—, impactó de lleno contra el cuerpo del Amo, pero no tengo forma de saber si murió como consecuencia de la herida... ni siquiera sé si una bala puede causarle daño. Y tampoco sabremos jamás si fue él, en su agonía mortal, el que hizo estallar las incontables toneladas de explosivos que había almacenados en los corredores, o si, por el contrario, fueron los negros quienes lo hicieron de manera inintencionada.
"Dios mío, Costigan, ¿habías visto alguna vez semejante laberinto de túneles? Y todavía no sabemos durante cuántos kilómetros podían extenderse los pasadizos en todas las direcciones. Incluso ahora, los hombres de Scotland Yard están peinando el subsuelo y los sótanos de la ciudad, en busca de entradas secretas. Todas las entradas conocidas, como la que empleamos para salir y la que había en Soho 48, han quedado bloqueadas por las paredes derruidas. El edificio de oficinas ha quedado sencillamente reducido a átomos.
—¿Qué les pasó a los hombres que hicieron la redada en Soho 48?
—La puerta en la pared de la biblioteca había vuelto a cerrarse. Encontraron al chino que mataste, pero al registrar la casa no tuvieron mucho éxito. Lo cual terminó siendo bastante afortunado para ellos, pues sin duda habrían terminado por perecer en los túneles cuando tuvo lugar la explosión, al igual que los centenares de negros que, sin duda, murieron allí.
—Todos los negros de Londres debían de estar allí.
—Me atrevería a decir que sí. La mayor parte de ellos son fanáticos convencidos del culto del vudú, y el poder que el Amo ejercía sobre ellos era poco menos que increíble. Ellos han muerto, pero ¿qué ha pasado con él? ¿Quedó recudido a átomos por los explosivos que él mismo había almacenado en secreto, o fue aplastado cuando los muros de piedra se derrumbaron y los techos se desplomaron con un rugido atronador?
—Supongo que no hay manera de buscar entre todas esas ruinas subterráneas...
—No hay manera alguna. Cuando las paredes cedieron, las toneladas de tierra que soportaban los techos inundaron los túneles, llenándolos de escombros y piedras, y cegándolos para siempre. Y arriba, en la superficie, las casas que quedaron afectadas por la subsiguiente vibración se han quedado casi completamente en ruinas. Lo que ocurrió en esos corredores deberá continuar siendo un misterio para siempre.
Mi narración llega así a su final. Los meses siguientes transcurrieron sin incidentes, excepto por la creciente felicidad que, para mí, significaba un verdadero paraíso, pero no deseo aburrir a nadie hablando de ello. No obstante, un día, Gordon y yo volvimos a discutir acerca de los misteriosos acontecimientos que habían tenido lugar bajo los auspicios del Amo.
—Desde ese día, —dijo Gordon—, el mundo ha permanecido tranquilo. África se ha calmado, y Oriente parece haber regresado a su sueño ancestral. No puede haber sino una respuesta a todo ello... esté vivo o muerto, Kathulos quedó destruido esa mañana, cuando el mundo se desplomó a su alrededor.
—Oye, Gordon, —dije—. ¿Cuál crees que es la respuesta al mayor de todos estos misterios?
Mi amigo se encogió de hombros.
—He llegado a pensar que la humanidad se encuentra flotando eternamente sobre la superficie de una especie de océano de secretos, de los cuales no sabe nada. Muchas razas han vivido y perecido, antes de que la nuestra se alzara del fango de la vida primitiva, y es de suponer que otras vivirán sobre la tierra largo tiempo después de que la nuestra se extinga. Desde hace tiempo, los científicos han mantenido la teoría de que los atlantes poseían una civilización mucho más avanzada que la nuestra, y en diferentes aspectos. Ciertamente, el propio Kathulos era la prueba de que toda la cultura y el conocimiento del que tanto nos jactamos, no son nada comparados con lo que consiguió esa pavorosa civilización que le vio nacer.
"Ya sólo lo que hizo contigo ha dejado asombrado a todo el mundillo científico, pues nadie, hasta ahora, ha conseguido explicar cómo logró liberarte del hábito del opio, estimulándote con una droga infinitamente más poderosa, para después producir otra droga que anulara por completo los efectos de la otra.
—Lo cierto es que no tengo más remedio que agradecerle dos cosas, —dije lentamente—; el haber recuperado mi hombría perdida... y a Zuleika. De modo que Kathulos, entonces, debe de estar muerto, al menos, tal como puede llegar a morir un ser mortal. Pero ¿qué pasa con esos otros... esos «Amos ancestrales» que aún viven en las profundidades del mar?
Gordon se encogió de hombros.
—Como ya he dicho, es posible que la humanidad se balancee al borde de un abismo de horrores impensables. Pero una flota de destructores se encuentra en estos momentos patrullando sin descanso esa parte del océano, con órdenes de destruir al instante cualquier recipiente extraño que encuentren flotando... es decir, destruir tanto la caja como su contenido. Y, si mi palabra tiene algún peso en el gobierno de Su Majestad y en las naciones del mundo, los mares seguirán siendo patrullados de ese modo hasta que el Día del Juicio Final haga descender el telón sobre las razas que existen hoy en día.
—En ocasiones, por la noche, sueño con ellos, —musité—. Les veo durmiendo en sus sarcófagos lacados, rodeados de extrañas algas, muy abajo, por entre el fango abisal... en un lugar en el que impías columnatas y extrañas torres se alzan en lo más oscuro del océano.
—Nos hemos enfrentado cara a cara con un horror ancestral, —dijo Gordon con seriedad—, con un pavor demasiado oscuro y misterioso como para que la mente humana pueda soportarlo. La fortuna ha estado con nosotros; puede que no vuelva a favorecer a los hijos de los hombres. Lo mejor que podemos hacer es estar siempre en guardia. El universo no fue creado tan sólo para la humanidad; la vida adopta formas extrañas, y el primer instinto natural de las diferentes especies es destruirse unas a otras. No hay dudad de que al Amo le parecíamos tan horribles como él nos lo parecía a nosotros. No hemos hecho más que asomarnos a la caja de los secretos que la naturaleza había ocultado con celo, y me estremezco al pensar en lo que esa caja pueda tenerle preparado a la raza humana.
—Es cierto, —acordé, regocijándome interiormente por el vigor que comenzaba a circular ya por mis ajadas venas—, pero los hombres siempre han encontrado obstáculos allá donde han ido, y siempre los han afrontado con valor. Ahora, estoy empezando a conocer el verdadero significado de la vida y el amor, y ni siquiera todos los demonios del abismo podrían detenerme.
Gordon sonrió.
—Tú ya has cumplido con tu parte, viejo camarada. Lo mejor que puedes hacer es olvidar todo este tenebroso interludio, pues con ello encontrarás la luz y la felicidad.
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