El coloso negro
Robert E. Howard
«Era
la noche del Poder, cuando el Destino avanza por los corredores del
mundo
como un coloso recién resucitado de un antiquísimo trono de
granito.»
La muchacha de Samarcanda, E. Hoffman Price
1
Tan
sólo el silencio del pasado reinaba en las misteriosas ruinas de
Kuthchemes, pero el miedo estaba allí, agazapado. El temor aleteó
en la mente de Shevatas, el ladrón, acelerando su respiración a
través de sus dientes apretados.
Estaba
de pie como un átomo de vida en medio de la desolación y las ruinas
que había entre los colosales monumentos de piedra. Ni
siquiera los buitres batían sus alas negras en la inmensa bóveda
azul del cielo en el que brillaba un sol ardiente. A
ambos lados se alzaban las lúgubres reliquias de una era olvidada:
enormes columnas rotas levantando sus truncados muñones hacia las
alturas; larguísimas filas ondulantes de murallas derruidas; caídos
bloques de piedra de dimensiones ciclópeas; estatuas destrozadas,
cuyos contornos monstruosos habían sido erosionados por los vientos
y las tormentas de arena. No
había señales de vida en todo el espacio que se extendía de
horizonte a horizonte. Sólo el imponente desierto desnudo, dividido
en dos por la sinuosa línea de un río seco hacía mucho tiempo.
Aquella vastedad de colmillos relucientes que constituían las
ruinas, de columnas erguidas como rotos mástiles de naves hundidas,
la dominaba la elevada cúpula de marfil ante la que temblaba
Shevatas.
La
base de aquella cúpula era un gigantesco pedestal de mármol que se
elevaba desde lo que había sido alguna vez una especie de mirador
sobre el antiguo río. Amplios
escalones conducían a la gran puerta de bronce, apoyada sobre su
base como la mitad de un huevo gigantesco. Aquella cúpula de marfil
puro brillaba como si unas manos misteriosas la estuvieran puliendo
continuamente. El
gran domo arrojaba destellos dorados, a través de los cuales se
divisaban los brillantes jeroglíficos que circundaban el ábside. Ningún
hombre en el mundo era capaz de leer esas inscripciones, pero
Shevatas sintió un escalofrío ante las sombrías sensaciones que
suscitaban en él, pues pertenecía a una raza muy antigua cuyos
mitos se remontaban a la noche de los tiempos.
Shevatas
era un hombre delgado y ágil, como corresponde a un maestro de
ladrones de Zamora. Tenía la cabeza rapada y vestía tan sólo un
taparrabo de seda de color escarlata. Como
todos los de su raza, era de piel muy oscura y rostro de buitre, del
que destacaban unos ojos negros y vivaces. Sus dedos, largos y finos,
eran rápidos y nerviosos como las alas de una mariposa nocturna. De
su cinturón de escamas doradas colgaba una espada corta y estrecha
con una empuñadura enjoyada y una vaina de cuero ornamentado. Shevatas
parecía manejar su arma con un cuidado exagerado; incluso daba la
impresión de querer mantener la vaina apartada de su cuerpo, a fin
de que no entrase en contacto con la piel desnuda del muslo. Y sus
cuidados no estaban desprovistos de fundamento. Shevatas
era ladrón entre ladrones y su nombre se pronunciaba con temor en
los tugurios del Maul y a la sombra de los templos de Bel; de él
hablaban las canciones y leyendas de aquellas tierras. Sin embargo,
el miedo encogió el ánimo de Shevatas cuando se encontró de pie
ante la cúpula de marfil de Kuthchemes. Cualquier persona, por poco
entendida que fuera, podía darse cuenta de que había algo
sobrenatural en aquel edificio. El
viento y el sol lo habían azotado durante tres mil años, y a pesar
de ello el marfil y el oro se alzaban claros y relucientes como el
día en que fuera erigido por manos desconocidas a orillas del
anónimo río.
Esta
sensación misteriosa y sobrenatural que transmitía el edificio
estaba en consonancia con el aura que emanaba de las ruinas
encantadas. El
desierto era una enigmática faja de tierra que se extendía hacia el
sudeste de Shem. Unos pocos días a lomo de camello en esa dirección,
como bien sabía Shevatas, llevarían al viejo hasta el gran río
Styx, donde éste trazaba un ángulo y seguía hacia el oeste para
desembocar finalmente en el lejano mar. Justamente
en el punto en el que se desviaba comenzaba Estigia, la oscura tierra
del sur, cuyos dominios, bañados por el gran río, contrastaban con
los yermos circundantes.
Hacia
el este, el desierto se prolongaba en las estepas que llegaban hasta
el reino hirkanio de Turan, que alzaba su esplendor bárbaro a
orillas del gran mar interior. A
una semana de viaje a caballo hacia el norte, el desierto concluía
en una serie de montes áridos, detrás de los cuales se hallaban las
fértiles llanuras de Koth, el reino más meridional de Hiboria. Al
oeste, las arenas del desierto se fundían con las praderas de Shem,
que llegaban hasta el océano.
Shevatas
sabía todo esto sin ser consciente de ello, del mismo modo que una
persona conoce las calles de su ciudad. Era
un avezado viajero y había saqueado los tesoros de muchos reinos.
Pero ahora vacilaba y se estremecía ante lo que constituía su mayor
aventura, y ante el tesoro más cuantioso de cuantos conociera.
Debajo
de aquella cúpula de marfil yacían los huesos de Thugra Khotan, el
sombrío hechicero que había reinado en Kuthchemes tres mil años
antes, cuando los reinos de Estigia y Aquerón llegaban hasta las
mesetas que había al norte del río, pasando por las praderas de
Shem. Luego, las grandes invasiones hiborias llegaron hasta el sur desde la
cuna de su raza, que se encontraba cerca del polo norte. Fueron
migraciones masivas, que se prolongaron a lo largo de siglos y eras.
Pero bajo el reinado de Thugra Khotan, el último brujo de
Kuthchemes, unos bárbaros de ojos grises y cabello leonado, vestidos
con pieles de lobo y cotas de malla, llegaron desde el norte para
sojuzgar al opulento reino de Koth con sus espadas de hierro. Se
abatieron sobre Kuthchemes como las oleadas de una marea y bañaron
en sangre las torres de mármol. El reino de Aquerón fue sometido
por el fuego y la violencia.
Pero
mientras asolaban las calles de la ciudad y mataban a sus arqueros
como si estuvieran talando árboles, Thugra Khotan tomó un extraño
y terrible veneno. Sus
sacerdotes lo sepultaron en la tumba que él mismo se había hecho
construir. Allí murieron, en un sangriento holocausto, todos sus
adeptos, pero los bárbaros no pudieron abrir la puerta y ni siquiera
la violencia y el fuego lograron dañar el edificio. En consecuencia,
se alejaron de allí dejando la gran ciudad en ruinas. De
este modo, Thugra Khotan pudo descansar en paz en su sepulcro de
marfil, mientras el gusano de la destrucción comenzaba a roer las
columnas y el río que regaba sus tierras se iba hundiendo en las
arenas hasta secarse por completo.
Muchos ladrones trataron de hacerse con el tesoro que, según la
leyenda, se hallaba entre los viejos huesos blanquecinos que yacían
bajo la cúpula. Muchos de ellos perecieron en la puerta del sepulcro, mientras que
otros fueron acosados desde entonces por sueños espantosos, hasta
que al fin murieron con la espuma de la locura en los labios.
Por
todo ello, Shevatas se estremeció al encontrarse ante la tumba, y no
por la leyenda según la cual una serpiente cuidaba el esqueleto del
hechicero. Sobre todos los mitos de Thugra Khotan se cernían el horror y la
muerte como un velo tenebroso. Desde donde se encontraba, el ladrón
podía ver las ruinas de la gran sala en la que se habían
arrodillado cientos de prisioneros encadenados durante las
celebraciones, para ser decapitados por el rey-sacerdote en honor de
Set, la serpiente divina de los estigios. Cerca de allí debía estar el pozo oscuro y terrible junto al cual
se encadenaba a las aterradas víctimas que servirían de alimento a
un monstruo temible que salía de las profundidades de una caverna
infernal. La leyenda había convertido a Thugra Khotan en algo más
que un ser humano. Su
culto había entrado en decadencia, aunque sus devotos acuñaban
todavía monedas con la imagen del monarca, que servían para pagar
el paso de sus muertos por el gran río de sombras cuya
representación material era el Styx. Aquella
imagen quedó grabada en forma indeleble en la mente de Shevatas, que
solía sacar las monedas de la boca de los cadáveres.
El
ladrón dejó finalmente de lado sus temores y subió hasta la gran
puerta de bronce en cuya suave y lisa superficie no se veía ningún
cerrojo ni pestillo. Shevatas había tenido acceso a cultos
tenebrosos, había escuchado los sobrecogedores susurros de los
adoradores de Skelos a medianoche bajo los árboles y había leído
los libros prohibidos de Vathelos el Ciego.
De
rodillas en el suelo, buscó a tientas en el umbral de la puerta y
logró dar con unos salientes demasiado pequeños para ser percibidos
por el ojo humano o por dedos menos sensibles. Presionó con sus dedos de una manera especial, al tiempo que
pronunciaba en voz baja las palabras de un olvidado encantamiento. Cuando hubo presionado el último saliente, saltó con gran agilidad
y dio un golpe seco en el centro exacto de la puerta con la mano
abierta.
La
enorme puerta se abrió hacia dentro sin chirrido alguno. El aire
escapó con un fuerte silbido entre los apretados dientes de
Shevatas. Quedó
a la vista un corredor corto y estrecho cuyo suelo, paredes y
cielorraso eran de marfil. De repente, de una abertura que había a
un lado del pasillo salió reptando en silencio un monstruo espantoso
que miró al intruso con ojos brillantes: era una serpiente de unos
seis metros de longitud, cuyo cuerpo brillante estaba cubierto de
escamas tornasoladas.
El
ladrón no perdió tiempo en pensar de qué modo habría sobrevivido
el monstruo en aquellas sombrías profundidades. Desenvainó
cautelosamente la espada, de la que goteaba un líquido verdoso
idéntico al que manaba de los afilados colmillos del reptil. La
hoja estaba empapada en un veneno igual que el de la serpiente, y el
solo hecho de obtener ese veneno de los pantanos de Zingara había
constituido de por sí toda una hazaña.
Shevatas
avanzó sigilosamente, con las piernas algo flexionadas, dispuesto a
saltar con la velocidad del rayo. Y necesitó de toda su coordinación
y agilidad cuando la serpiente arqueó su cuello y atacó con una
rapidez vertiginosa. A
pesar de sus rápidos reflejos, Shevatas habría muerto de no haber
sido por una casualidad. Sus planes de saltar a un lado y asestar un
mandoble contra el cuello extendido quedaron anulados por la cegadora
velocidad del ataque del reptil. El
ladrón sólo tuvo tiempo para extender la espada hacia adelante,
mientras cerraba los ojos y lanzaba un grito. Shevatas sintió que le
arrebataban la espada de la mano, y luego resonaron en el corredor
los ecos de unos terribles chasquidos.
Shevatas
abrió los ojos, asombrado de estar aún con vida, y vio que el
monstruo se retorcía con fantásticas contorsiones, con la espada
hundida en sus gigantescas fauces. El
azar había hecho que el reptil cayera sobre la hoja que él había
tendido a ciegas. Poco después, la serpiente se había convertido en
un conjunto de temblorosos anillos que se retorcían débilmente. El
poderoso veneno había hecho efecto.
Después
de pasar por encima del ondulante cuerpo del reptil, el ladrón
empujó una puerta lateral que dejó ver el interior del recinto
coronado por la cúpula. El
intruso lanzó un grito de asombro. En
lugar de la penumbra que dejaba atrás, se halló ante una luz de
color carmesí que palpitaba con una intensidad superior a la que
podrían soportar ojos mortales. Procedía de una gigantesca piedra roja situada en lo alto de la
cúpula. Shevatas se quedó atónito, a pesar de lo acostumbrado que estaba a
contemplar riquezas. El
tesoro estaba allí, amontonado descuidadamente, en pilas de
diamantes, zafiros, rubíes, turquesas, ópalos y esmeraldas; había,
además, ziggurats de jade, azabache y lapislázuli; pirámides de
monedas de oro y de lingotes de plata; espadas adornadas con piedras
preciosas y empuñaduras de oro, cascos de metales preciosos con
crestas de caballo de todos los colores, armaduras de escamas de
plata; arneses incrustados de gemas pertenecientes a antiguos reyes
guerreros; copas talladas en piedras preciosas de gran tamaño;
cráneos con incrustaciones de oro y adularía en lugar de ojos, así
como collares hechos de dientes humanos con pequeñas piedras
engastadas. El
suelo de marfil estaba cubierto por varios palmos de polvo de oro que
reflejaba el fulgor carmesí del enorme rubí con millones de luces
titilantes. El
ladrón se encontraba ante un mundo de magia y esplendor, y las
sandalias de sus pies parecían pisar estrellas.
Pero
los ojos de Shevatas estaban fijos tan sólo en la gran urna de
cristal que se alzaba en medio del deslumbrante conjunto, exactamente
debajo de la enorme piedra roja donde debían estar los huesos del
rey, seguramente convertidos en polvo después de tantos siglos. Y
mientras miraba, su oscuro rostro palideció y se le heló la sangre
en las venas, en tanto que su piel se erizaba de horror y sus labios
se movían sin poder pronunciar una sola palabra. Pero de repente su boca lanzó un grito espantoso que resonó
aterradoramente bajo la cúpula. Después, el silencio de los siglos
volvió a reinar entre las ruinas de la misteriosa Kuthchemes.
2
El
rumor se difundió por las praderas hasta llegar a las ciudades de
los hiborios; viajó con las caravanas que cruzaban los desiertos
conducidas por hombres delgados y con ojos de halcón, vestidos con
caftanes blancos; pasó de boca en boca, entre los pastores de nariz
aguileña de las sabanas, entre los nómadas que vivían en tiendas
de campaña y hasta las grandes ciudades construidas de piedra, donde
los reyes de rizadas barbas negras adoraban a dioses de vientres
prominentes con ritos extraños. Los
rumores también se extendieron por las laderas de las montañas
hasta llegar a los fértiles valles, donde prósperos pueblos
levantaban sus casas a orillas de azules lagos y ríos, y por los
blancos caminos que recorrían apacibles rebaños, ricos mercaderes,
caballeros armados, arqueros y sacerdotes.
Las
noticias llegaron desde el desierto que se extendía entre Estigia y
el sur de las montañas de Koth.
Decían
que había nacido un nuevo profeta entre los nómadas. Se hablaba de
una guerra tribal, de una reunión de hombres rapaces en el sudeste y
de un terrible jefe que había conducido a sus crecientes hordas a la
victoria. Los estigios, que constituían una amenaza perpetua para
las naciones del norte, no parecían estar relacionados con aquel
movimiento, ya que tenían a sus tropas acampadas en las fronteras
orientales y sus sacerdotes formulaban conjuros contra el hechicero,
a quien llamaban Natohk el Velado, pues llevaba el rostro siempre
oculto.
Pero
la oleada invasora se dirigió hacia el noroeste, y los reyes de
barbas azuladas murieron ante los altares de sus dioses y sus
ciudades amuralladas quedaron empapadas en sangre. Se
dijo que el objetivo de Natohk y sus seguidores eran las mesetas de
los hiborios.
Las
incursiones procedentes del desierto era habituales por aquella
época, pero esta última parecía prometer algo más que una simple
incursión. Los
rumores también decían que Natohk había logrado reunir a treinta
tribus nómadas y a quince ciudades bajo su mando, y que cierto
príncipe estigio rebelde se había unido a él. Esto último dio al
movimiento un cariz de verdadera guerra.
Como
era habitual, la mayor parte de las naciones hiborias decidió
ignorar la creciente amenaza. Pero en Khoraja, que había sido
arrebatada a los shemitas con la ayuda de las espadas de los
aventureros kothios, se dio crédito al rumor. Por hallarse al
sudeste de Koth, Khoraja debía soportar el mayor peso de la
invasión. Su
joven rey permanecía prisionero del monarca traidor de Ofir, que
dudaba entre devolverlo a cambio de un cuantioso rescate o entregarlo
al enemigo del joven soberano, el rey de Koth, que en lugar de oro le
proponía un ventajoso tratado. Mientras tanto, el gobierno de Khoraja se hallaba en las blancas
manos de la joven princesa Yasmela, hermana del rey cautivo.
Los
trovadores cantaban por todo el mundo occidental la belleza de
Yasmela, que pertenecía a una de las dinastías reales más
importantes de la zona. Pero, aquella noche, su orgullo sufrió un
duro golpe.
Yasmela se encontraba en su aposento, cuyo cielorraso era una cúpula
de lapislázuli y cuyo suelo de mármol estaba cubierto de pieles
rarísimas. En
aquella habitación con frisos dorados, diez muchachas, hijas de
nobles y cubiertas de joyas, dormían sobre divanes de terciopelo
alrededor del lecho de la princesa, adornado con un baldaquín de
seda. Pero la princesa Yasmela no estaba en aquel tibio lecho, sino que
yacía desnuda, boca abajo, sobre el frío mármol, con la cascada de
sus negros cabellos extendida sobre la espalda y con los finos dedos
entrelazados, como una humilde suplicante.
El
horror le había helado la sangre en las venas y tenía los hermosos
ojos desorbitados y el esbelto cuerpo bañado en un sudor frío.
Por
encima de ella, en el rincón más oscuro de la alcoba de mármol, se
cernía una enorme sombra informe. No era una cosa viva; ni siquiera
era un ser de carne y hueso, sino sólo una mancha oscura, un borrón
en los ojos, un monstruoso íncubo de la noche, que hubiera parecido
la pesadilla de un cerebro enfermo de no ser por dos puntos
luminosos, como un fuego amarillo, que brillaban como ojos en la
oscuridad.
Además,
de aquella sombra surgía una voz; era un sonido suave y sibilante
que no podía emanar de una garganta humana, sino de una serpiente.
Aquel sonido llenaba a Yasmela de un espanto tan intolerable, que la
hacía retorcerse como si su blanco cuerpo estuviera sometido al
castigo de un látigo.
-Eres
mía, princesa; estás marcada -decía aquella cosa aterradora en un
susurro-. Antes de que me despertara de este largo sueño, te había
marcado y te tenía predestinada para mí. Yo soy el alma de Natohk
el Velado. ¡Mírame bien, princesa! ¡Pronto
me verás en mi envoltura carnal y entonces me amarás!
El
murmullo fantasmagórico se convirtió en un libidinoso chasquido de
lengua que arrancó a Yasmela un gemido, al tiempo que ésta golpeaba
las losas de mármol con sus pequeños puños en un paroxismo de
terror.
-Yo
duermo ahora en una habitación del palacio de Akbitana -prosiguió
la sombra-. Allí
está mi cuerpo en su materialización carnal. Y
sin embargo en este momento no es más que un cascarón vacío del
que ha huido el espíritu por unos segundos. Si
pudieras mirar desde las ventanas de este palacio, te darías cuenta
de la inutilidad de tu resistencia. El desierto es como un jardín de
rosas bajo la luna, donde florecen las hogueras de mis cien mil
guerreros. Así como avanza un alud creciendo en volumen y velocidad,
de la misma manera invadiré las tierras de mis antiguos enemigos. Sus
reyes me proporcionarán los cráneos para hacerme copas, sus mujeres
y niños serán los esclavos de mis esclavos. Me
hice muy fuerte durante los años en que estuve dormido... ¡Tú
serás pronto mi reina y yo te enseñaré las antiguas formas del
placer, ya olvidadas! Nosotros...
Ante
el raudal de obscenidades cósmicas que comenzó a proferir aquella
sombra gigantesca, Yasmela se retorció como si un flagelo lacerase
sus delicadas carnes.
-¡Recuérdalo!
-dijo el monstruo en voz baja-. ¡No pasarán muchos días antes de
que yo te reclame como mía!
Yasmela
tenía el rostro pegado a las losas y se apretaba los frágiles oídos
con las manos, pero a pesar de ello le pareció oír un extraño
ruido, semejante al batir de las alas de un murciélago. Entonces, al mirar temerosa hacia arriba, vio sólo un rayo de luna
que brillaba a través de la ventana, como si una espada de plata
hubiera tomado el lugar de la sombra. Temblando
de pies a cabeza, se puso en pie y se dirigió vacilante hacia un
diván de satén, encima del cual se arrojó, llorando
desesperadamente. Las
otras muchachas seguían durmiendo, pero una se despertó y, después
de bostezar y de estirar su esbelto cuerpo, miró a su alrededor. En
seguida se acercó al lecho de la princesa y se puso de rodillas a su
lado, rodeando con sus brazos la fina cintura de Yasmela.
-¿Qué
ha ocurrido? ¿Era...? -preguntó la joven, con los ojos negros
abiertos de espanto.
Yasmela
le cogió las manos y se las apretó convulsivamente.
-¡Oh,
Vateesa, ha vuelto! ¡Lo vi..., le he oído hablar! ¡Me dijo su
nombre... se llama Natohk! ¡Es Natohk! No es una pesadilla; estaba
allí arriba mientras vosotras dormíais como narcotizadas. ¿Qué
puedo hacer? Oh, ¿qué he de hacer?
Vateesa
hizo girar una de sus pulseras de oro alrededor de su nívea muñeca,
mientras meditaba.
-¡Oh,
princesa! -dijo la joven-. Es evidente que ningún poder mortal puede
vencer a ese ser y que tampoco vale de nada el amuleto que los
sacerdotes de Ishtar te han dado. Por lo tanto, deberías acudir al
olvidado oráculo de Mitra.
Yasmela
se estremeció. Los dioses de ayer se convierten a veces en los
demonios del mañana. Los kothios habían abandonado hacía mucho
tiempo el culto de Mitra, hasta el punto de olvidar los atributos del
dios universal de los hiborios. Yasmela tenía la vaga idea de que, si Ishtar era de temer, aquel
otro dios, por ser antiquísimo, lo debería ser aún más. La
cultura kothia, así como su religión, habían sufrido la poderosa
influencia de shemitas y estigios. De ese modo, los sencillos usos de
los hiborios se habían modificado y corrompido en gran medida al
entrar en contacto con las sensuales, lujuriosas y despóticas
costumbres orientales.
-¿Tú crees que Mitra me ayudará? -preguntó Yasmela, aferrando las
dos muñecas de Vateesa-. Hemos venerado a Ishtar desde hace tanto
tiempo...
-¡Claro
que te ayudará! -repuso la joven, que era hija de un sacerdote de
Ofir que había traído consigo las costumbres de su país cuando
llegó a Khoraja huyendo de sus enemigos políticos-. ¡Ve al
santuario! -agregó la joven-. Yo iré contigo.
-¡Sí,
lo haré! -exclamó Yasmela poniéndose en pie. Sin embargo, cuando
Vateesa quiso vestirla, la princesa se negó diciendo:
-No
me parece apropiado ir vestida de seda al templo. Será mejor que
vaya desnuda y de rodillas, como las suplicantes; así, Mitra
advertirá mi humildad.
-¡Nada
de eso! -repuso Vateesa, que no sentía mucho respeto por lo que ella
consideraba una falsa manifestación religiosa-. Mitra desea que sus fieles caminen erguidos en lugar de arrastrarse
como gusanos, y tampoco quiere que se derrame sangre de animales
sacrificados ante su altar.
Convencida
con estos argumentos, Yasmela consintió en que la otra muchacha la
vistiese con una ligera blusa sin mangas, encima de la cual le puso
una túnica de seda que ató a su talle con un ancho cinturón de
terciopelo. Le colocó unas zapatillas de raso en los pies, y
finalmente los diestros dedos de Vateesa peinaron su oscura
cabellera. Después,
la princesa siguió a la muchacha, que apartó un pesado tapiz y
descorrió el cerrojo dorado de una puerta que había oculta detrás. Salieron
a un sinuoso pasillo que las dos muchachas recorrieron rápidamente,
hasta llegar a otra puerta que daba a un amplio salón. Allí
había un centinela con casco, coraza plateada y grebas cinceladas,
que sostenía una gran hacha de combate entre las manos.
Yasmela
correspondió al saludo del soldado con un leve gesto; aquél,
después de haber presentado el arma, siguió con su guardia, inmóvil
como una estatua. Los
dos jóvenes atravesaron el enorme salón iluminado a medias por las
antorchas que había en las paredes y luego descendieron por una
escalera, donde Yasmela se estremeció al ver las sombras que
parecían acurrucarse en los rincones. Tres
pisos más abajo se detuvieron ante un estrecho corredor, cuyo techo
abovedado estaba constelado de piedras preciosas y cuyo suelo estaba
hecho de bloques de cristal, en tanto que frisos dorados decoraban
las paredes. Por allí avanzaron cogidas de la mano hasta llegar a
una puerta de oro.
Vateesa
la abrió y pudieron ver un altar olvidado desde hacía mucho tiempo
por todos, salvo por unos pocos fieles y nobles visitantes de la
corte de Khoraja, para cuyo beneficio se mantenía aquel santuario.
Yasmela jamás había entrado allí, a pesar de que había nacido en
el palacio. Sobrio y sin adornos en comparación con el despliegue barroco de los
santuarios de Ishtar, este imponía por su dignidad y sencilla
belleza, características propias de la religión de Mitra.
El
cielorraso era bastante alto, pero no tenía forma de cúpula. Las
paredes, al igual que el suelo y el techo, eran de mármol blanco. Detrás de un altar de jade de color verde claro se hallaba el
pedestal sobre el cual se alzaba la representación material del
dios. Yasmela contempló sobrecogida los amplios hombros, las
facciones definidas, la mirada serena, la barba patriarcal y la
cabellera rizada que caracterizaban al dios Mitra. Aquello,
aunque ella no lo supiera, era el arte en forma más elevada; era la
manifestación de una raza de gran sentido estético, no inhibido por
el simbolismo convencional.
La
princesa cayó de rodillas y se prosternó sin importarle las
críticas de Vateesa. Ésta, para no desentonar, siguió su ejemplo,
pues ella era al fin y al cabo sólo una adolescente y el santuario de
Mitra era muy imponente. Cuando
estuvieron de rodillas, no pudo contenerse y le susurró a la
princesa Yasmela:
-Ésta
no es más que una imagen del dios. Nadie pretende saber cuál es el
aspecto real de Mitra. Aquí está representado con una forma de
hombre idealizada, tan perfecto como puede concebirlo la mente
humana. Pero no vive en esta fría piedra, como te enseñan de Ishtar sus
sacerdotes, sino que está en todas partes, por encima de nosotros y
a nuestro alrededor, y sueña en lo alto, entre las estrellas. Pero
aquí es donde su ser se concentra. Ahora
puedes invocarlo.
-¿Qué
debo decir? -inquirió Yasmela con un balbuceo, presa del pánico.
-Antes
de que empieces a hablar, Mitra ya sabe lo que pasa por tu mente...
-comenzó a decir Vateesa.
En
ese momento, una voz que llegaba desde lo alto hizo temblar a las dos
muchachas. La
voz, de tono profundo y sereno, no procedía de la imagen ni de
ningún lugar especial del santuario. Un
nuevo escalofrío recorrió el cuerpo de Yasmela, pero ahora no era
de horror ni de repulsión.
-No
necesitas hablar, hija mía, pues sé muy bien lo que te sucede -dijo
la voz con la entonación musical que parecía latir rítmicamente-. Hay
una forma de salvar tu reino y de que, al hacerlo, salves también a
todo el mundo de los colmillos de una serpiente que ha salido
reptando de la noche de los siglos. Vete sola a la calle y pon tu reino en manos del primer hombre que
encuentres.
La
voz etérea se extinguió y las muchachas se miraron. Luego
se pusieron en pie y no volvieron a hablar hasta que se hallaron de
nuevo en la alcoba de Yasmela. La princesa miró afuera a través de
los barrotes dorados de las ventanas. Era
bastante más de medianoche y la luna se había puesto. Ya
se habían apagado todos los ruidos de la ciudad. Khoraja dormía
bajo las estrellas, que se reflejaban en los jardines, en las calles
y techos de las casas.
-¿Qué
vas a hacer? -preguntó Vateesa en voz baja, sin poder dominar aún
su turbación.
-Dame
mi capa -dijo Yasmela con decisión.
-Pero
sola por las calles, a esta hora... -objetó la otra joven.
-Mitra
ha hablado -replicó la princesa-. Es posible que haya sido la voz
del dios o el truco de un sacerdote. De todas formas, estoy decidida
a ir.
Yasmela
se envolvió en una amplia capa de seda y se tocó con un gorro de
terciopelo del que colgaba un fino velo. Luego recorrió apresuradamente los pasillos hasta llegar a una
puerta de bronce, donde una docena de alabarderos se quedaron
mirándola llenos de asombro cuando pasó a su lado. Aquel ala del palacio conducía directamente a la calle, mientras que
en los demás sectores había amplios jardines rodeados por una alta
muralla. Yasmela salió a la calle, iluminada por farolas emplazadas
a intervalos regulares.
La
joven vaciló, pero antes que su resolución flaquease, cerró la
puerta detrás de ella. Un ligero temblor la sacudió al lanzar una
mirada hacia la calle desierta, sumida en el más absoluto silencio. Esta
hija de casta real jamás se había aventurado sin compañía fuera
de su antiguo palacio. Finalmente,
se decidió y avanzó rápidamente calle arriba. Sus
pies, calzados con finas zapatillas de raso, pisaron suavemente el
empedrado, pero incluso aquel imperceptible sonido le encogía el
corazón. La
parecía que el tenue eco de sus pasos resonaba estruendosamente en
toda la ciudad, despertando a los monstruos ratiformes que corrían
por las cloacas. Todas las sombras le parecían ocultar a un asesino; en todos los
vanos de las puertas creía ver agazapados a los sabuesos de las
tinieblas.
En
ese momento, volvió a sentir un profundo estremecimiento. Delante de
ella, por la oscura callejuela, apareció una misteriosa figura.
Yasmela se escondió rápidamente en un lugar poco iluminado, que
ahora le parecía un refugio acogedor. Su pulso latía
aceleradamente.
El
desconocido no avanzaba furtivamente, como un ladrón, ni con
timidez, como un viajero temeroso. Por el contrario, su caminar era
el de una persona que no tiene necesidad ni deseo de andar con
sigilo. Sus pasos resonaban en el empedrado con la fuerza que da la
confianza en sí mismo.
Cuando pasó junto a la farola, Yasmela lo vio claramente. Se trataba
de un hombre alto, cubierto con la cota de malla de los mercenarios.
La princesa sacó fuerzas de flaqueza y salió de las sombras,
oprimiendo la capa contra su cuerpo.
El
hombre desenvainó su espada a medias, pero se detuvo al ver que se
trataba de una mujer. No obstante, la mirada del desconocido escrutó
más allá de la figura femenina, para ver si traía acompañantes.
El
desconocido se quedó inmóvil, mirando a la mujer con la mano en la
empuñadura, la cual sobresalía por debajo de su capa escarlata. La
luz de las farolas se reflejaba en el bruñido acero de su casco,
pero otro fuego más intenso brillaba en el azul de sus ojos. Yasmela
se dio cuenta inmediatamente de que aquel hombre no era un nativo de
Koth y, cuando habló, pudo advertir que tampoco era hiborio. Iba
vestido como un capitán de mercenarios, cargo que desempeñaban
hombres de muy diversos países, tanto bárbaros como civilizados.
Pero en aquel guerrero había algo que indicaba claramente que era
bárbaro. Los
ojos de un hombre civilizado, fuese un criminal o un desesperado, no
brillaban de aquel modo. Por otro lado, aunque exhalaba un ligero
olor a vino, en modo alguno se tambaleaba y tampoco vaciló al
hablar.
-Vaya,
¿te han dejado en la calle, muchacha? -preguntó él en lengua
kothia, con fuerte acento bárbaro.
Los
dedos del desconocido aferraron con delicadeza la muñeca de Yasmela,
pero ella sintió que él le podía destrozar los huesos sin ningún
esfuerzo.
-Vengo
de la última taberna que encontré abierta -agregó él-. ¡Ishtar maldiga a esos condenados puritanos que cierran las casas de
bebida! «Dejad que los hombres duerman, en lugar de que beban», afirman.
¡Sí, así pueden trabajar y luchar mejor para sus amos! Eunucos
despreciables, los llamo yo.
Cuando servía en las tropas mercenarias de Corinthia, nos
emborrachábamos y pasábamos todas las noches con mujeres, sin que
eso nos impidiera combatir durante el día. Sí,
la sangre chorreaba de la hoja de nuestras espadas... Pero ¿qué me
dices tú, muchacha? Vamos, quítate ese condenado velo...
Ella
eludió con agilidad el ademán del bárbaro, para que no pareciera
que lo rechazaba. Se daba cuenta del peligro que corría estando sola
con un hombre que, seguramente, había bebido demasiado. Si ella le
revelaba su identidad, el desconocido podría reírse de ella
abiertamente o bien marcharse. Ni siquiera estaba segura de que aquel
hombre no fuera a cortarle el cuello. Los
bárbaros hacían cosas extrañas e inexplicables. Luchó contra su
creciente temor y le dijo con una sonrisa:
-No,
aquí no. Ven conmigo...
-¿Adonde? -preguntó el mercenario con la sangre alterada, pero
alerta como un lobo-. ¿Me
llevas acaso a alguna cueva de ladrones?
-¡No,
no, te lo juro! -contestó Yasmela, tratando de evitar una vez más
la mano que él tendía hacia su velo.
-¡El
diablo te confunda! -dijo él con un gruñido-. Eres tan necia como
todas las hirkanias, con sus malditos velos. ¡Vamos, enséñame tu
cara de una vez!
Antes
que ella pudiera evitarlo, el desconocido le arrancó la tapa y dejó
su rostro al descubierto. Luego se quedó mirándola, como si su rico
atuendo le hubiese impresionado hasta el punto de disipar los efectos
de la bebida. Yasmela vio un fulgor receloso en sus ojos.
-¿Quién
demonios eres? -musitó él-. No eres una mujer de la calle... a
menos que tu protector haya robado el guardarropa del harén del rey.
-No
importa -respondió Yasmela, apoyando su mano en el fornido brazo
cubierto de malla de acero-. Ven conmigo a otra calle.
Él
vaciló un momento y luego se encogió de hombros. La muchacha se dio
cuenta de que él la había tomado por una noble dama que, cansada
quizá de sus corteses amantes, buscaba un modo de divertirse por
otro lado. Dejó que ella se cubriera de nuevo y luego la siguió. Por
el rabillo del ojo Yasmela observó a su acompañante mientras
avanzaban juntos calle abajo. Su
cota de malla no llegaba a ocultar la reciedumbre del cuerpo de tigre
de aquel hombre. Todo
en él era felino, elemental, indómito. Le
resultaba tan extraño como la selva, comparado con los delicados
cortesanos a los que ella estaba acostumbrada. La princesa temía su
ruda fuerza bruta y su innegable carácter de bárbaro; sin embargo,
algo en él la atraía. Aquella cuerda primitiva que se oculta en el
alma de toda mujer había resonado con fuerza. Cuando sintió la recia mano sobre su brazo, algo la hizo
estremecerse. Muchos hombres se habían arrodillado ante ella y allí había uno
que, según ella presentía, jamás se había puesto de rodillas ante
nadie.
La
muchacha estaba asustada y fascinada a un tiempo, como en presencia
de un enorme tigre Yasmela se detuvo ante la puerta del palacio y
luego la abrió. Miró furtivamente a su acompañante y no vio recelo
en sus ojos.
-El
palacio, ¿eh? -dijo él en voz baja-. De modo que eres dama de
honor, ¿no es así?
La
princesa se preguntó con un extraño sentimiento de envidia si
alguna de sus damas lo habría llevado alguna vez a su palacio. Los
soldados no se inmutaron cuando Yasmela hizo pasar al desconocido
entre ellos, pero éste los miró con la fiereza de un perro de caza
que observa una jauría extraña. Yasmela lo condujo por una puerta
hasta una habitación. El
hombre se quedó de pie, contemplando con aire algo tímido los
tapices que colgaban de las paredes. Vio una jarra de vino sobre una
mesa de ébano, la cogió y se la llevó a los labios con expresión
de satisfacción. En este momento entró Vateesa, que los miro con
inquietud y exclamó:
-¡Oh,
mi princesa...!
-¿Princesa?
La
jarra se estrelló contra el suelo. Con un movimiento demasiado
rápido para que pudiera seguirlo con la vista, el mercenario arrancó
el velo del rostro de Yasmela. Al reconocerla, retrocedió
profiriendo una maldición, al tiempo que su espada trazaba un arco
azul en el aire. Sus ojos centellearon como los de un tigre en una
trampa. El
aire estaba cargado de tensión, como la calma que precede a la
tormenta. Vateesa se arrojó al suelo, presa de terror, pero Yasmela
se enfrentó al bárbaro enfurecido sin vacilar. Se daba cuenta de
que su vida dependía de lo que hiciese. Enloquecido
por la sospecha y por un pánico irracional, el extranjero estaba
dispuesto a matar a la menor provocación, pero ella se sentía
extrañamente serena.
-No
temas -le dijo la princesa-. Soy Yasmela, pero no hay razón alguna
para que desconfíes de mí.
-¿Para
qué me has traído a este lugar? -preguntó el mercenario con
brusquedad, mientras sus ojos ardientes miraban en derredor-. ¿Qué clase de trampa es ésta?
-No
hay trampa alguna -respondió ella-. Te
he traído aquí porque puedes ayudarme. Consulté a Mitra y él me dijo que saliera a la calle y pidiera
ayuda al primer hombre que encontrara.
Eso
era algo que él podía entender. Los
bárbaros también tenían sus oráculos. Entonces bajó la espada, aunque no la envainó.
-Si
eres Yasmela, sin duda necesitas ayuda -dijo el mercenario con un
gruñido-. Tu
reino es un verdadero caos. Pero, ¿cómo puedo ayudarte? Si deseas cortarle el cuello a alguien,
entonces...
-Toma
asiento -le rogó la princesa-. Vateesa, trae más vino.
El
hombre se sentó, pero tuvo cuidado de situarse junto a una pared,
para poder vigilar bien toda la habitación. Luego colocó la espada
desenvainada sobre sus rodillas, que cubría una malla de acero. Ella contempló fascinada aquel brillo de color azulino que parecía
reflejar saqueos y gestas sangrientas. También advirtió Yasmela el
tamaño de las manos del bárbaro y pensó que no eran las toscas
zarpas de un troglodita. Con
un estremecimiento de culpabilidad, imaginó aquellos dedos
acariciando sus oscuros cabellos.
Cuando
la princesa tomó asiento en el diván frente al desconocido, éste
pareció cobrar más confianza. Se quitó el casco y lo puso sobre
una mesa. Luego
se echó hacia atrás la malla que le cubría la cabeza, y los
pliegues metálicos cayeron sobre sus enormes hombros. Yasmela
comprobó entonces que el hombre no se parecía en absoluto a los de
la raza hiboria. En
su rostro oscuro cubierto de pequeñas cicatrices había cierta
expresión taciturna, y aunque sus facciones no expresaban
depravación ni maldad, había en ellas algo siniestro que subrayaban
sus ardientes ojos azules. Enmarcaba su ancha frente una melena de
corte cuadrado, negra como las alas de un cuervo.
-¿Quién
eres? -le preguntó de improviso Yasmela.
-Soy
Conan, un capitán de lanceros mercenarios -contestó él mientras
vaciaba su jarra de vino de un trago y la tendía para que le
sirviera más-. Nací en Cimmeria.
Aquel
nombre significaba poco para la princesa, que sólo sabía que se
trataba de un país salvaje, hosco y montañoso, situado en el norte,
muy lejos, más allá de los últimos fortines hiborios y poblado por
gente fiera y huraña. Yasmela jamás había visto a un cimmerio
hasta ese momento.
La
muchacha apoyó la barbilla en sus manos y observó a Conan con
aquellos ojos oscuros y profundos cuya mirada había esclavizado a
tantos corazones.
-Conan
el cimmerio -dijo al fin-. Antes has dicho que yo necesitaba ayuda. ¿Por qué?
-Bueno,
cualquiera puede darse cuenta de eso -respondió él-. Tu
hermano, el rey, está prisionero en una cárcel de Ofir. Ahí
tienes a las gentes de Koth, que planean esclavizaros. Hay
un brujo shemita que esparce el fuego y la destrucción por donde
pasa. Y
lo que es peor, ahí están tus soldados, que desertan a diario.
La
princesa no respondió en seguida. El hecho de que un hombre le
hablase tan sinceramente, sin disfrazar las palabras con un velo de
cortesía, era algo completamente nuevo para ella.
-¿Y
por qué desertan mis soldados, Conan? -preguntó ella.
-Algunos
son reclutados por Koth -repuso el cimmerio, mientras tomaba unos
sorbos de vino, con aire satisfecho-. Muchos otros creen que Khoraja
está destinado a desaparecer como estado independiente. Otros se
asustan ante lo que se cuenta de ese perro de Natohk.
-¿Y
crees que los mercenarios resistirán? -inquirió Yasmela llena de
ansiedad.
-Sí,
mientras nos paguen bien -afirmó él con franqueza-. Tus
motivos políticos no nos interesan. Para ello puedes confiar en nuestro general Amalric, pero los demás
somos hombres simples a los que sólo nos preocupa obtener un buen
botín. Si
pagas a Ofir el rescate que pide, se dice que no tendrás con qué
pagarnos. En
ese caso, tal vez nos pasáramos a las filas del rey de Koth a pesar
de que son pocos los que simpatizan con ese miserable. O quizá
saqueemos esta ciudad. En una guerra civil, el botín suele ser
cuantioso.
-¿Y
no pensáis uniros a Natohk? -inquirió la princesa.
-¿Con
qué iba a pagarnos? -repuso el cimmerio-. ¿Con los ídolos de latón
robados a las ciudades shemitas? No; mientras sigas luchando contra
Natohk, puedes confiar en nosotros.
-¿Te
seguirán tus camaradas? -le preguntó ella, inesperadamente.
-¿Qué
quieres decir?
-¡Digo
que te voy a nombrar comandante de los ejércitos de Khoraja!
Conan
se detuvo en seco, con la jarra en los labios, que se curvaron en
seguida en una amplia sonrisa.
Los
ojos del cimmerio brillaron con una nueva luz.
-¿Comandante
en jefe? ¡Por Crom! Pero ¿qué dirán a eso tus perfumados
cortesanos?
-¡Tendrán
que obedecerme!
La
princesa golpeó las manos y al momento entró un esclavo, que se
inclinó ante ella.
-Haz que vengan inmediatamente el conde Thespides, el canciller Taurus, el
general Amalric y Agha Shupras -dijo Yasmela.
Una
vez que el esclavo se hubo retirado, la joven miró a Conan, que
devoraba con gran apetito la comida que había colocado ante él la
temblorosa Vateesa.
-Deposito
mi confianza en Mitra -dijo la princesa-. Y
ahora, dime, ¿has participado en muchos combates?
-Nací
en medio de una batalla -respondió el cimmerio mientras daba grandes
mordiscos a un trozo de carne con sus fuertes dientes-. Lo
primero que oyeron mis oídos fue el sonido metálico de las espadas
y los lamentos de los moribundos. He
peleado en luchas tribales, en guerras civiles y en campañas
imperiales.
-Pero
¿eres capaz de dirigir ejércitos y de ordenar líneas de batalla?
-Bueno,
puedo intentarlo -repuso él imperturbable-. No es más que una pelea
a gran escala. Se trata de sorprender la guardia del adversario, y
luego... ¡atacar! Entonces,
o bien cae su cabeza o bien la nuestra.
El
esclavo volvió a entrar para anunciar la llegada de los hombres
convocados. Yasmela salió al salón adyacente y los nobles se
inclinaron doblando una rodilla, evidentemente extrañados de que los
hubiese llamado a esa hora.
-Os
he reunido para haceros conocer mi decisión -dijo Yasmela-. El reino
está en peligro...
-Es
una gran verdad, mi princesa -manifestó el conde Thespides.
El
noble era un hombre alto, de cabellera rizada y perfumada. Con
una mano se atusaba la punta de los bigotes y en la otra sostenía un
gorro de terciopelo adornado con una pluma de color escarlata
asegurada con un broche de oro. Llevaba zapatos de raso y un jubón de terciopelo bordado. Sus
modales eran ligeramente afectados, pero debajo de las sedas se
adivinaban unos músculos de hierro.
-Sería
oportuno ofrecer a Ofir más oro por el rescate de vuestro real
hermano -agregó el conde.
-Me
opongo terminantemente -dijo Taurus, el canciller, que era un hombre
anciano ataviado con una túnica ribeteada de armiño y en cuyas
facciones se percibían las huellas de muchos años al servicio de su
país-. Ya
hemos ofrecido más de lo que puede pagar nuestro reino. Dar
más sería fomentar la codicia de los ofireos. Mi princesa, repito
lo que ya he dicho: Ofir no hará nada mientras no detengamos a esa
horda de invasores. Si
perdemos, el rey Khossus será entregado a Koth, y si ganamos, nos
devolverá a Su Majestad previo pago del rescate.
-Y
mientras tanto -intervino Amalric-, los soldados desertan a diario y
los mercenarios están inquietos, pues no saben por qué perdemos el
tiempo y qué estamos planeando. Debemos actuar rápidamente, de lo
contrario...
Amalric
era nemedio, un hombre corpulento con una gran melena leonina.
-Mañana
marcharemos hacia el sur -dijo Yasmela-. ¡Y ahí está el hombre que
os conducirá!
Tras
apartar la cortina de terciopelo, la princesa señaló con gesto
dramático al cimmerio. Quizá aquél no era el momento más oportuno para hacer la
presentación del nuevo comandante, pues Conan estaba repantigado en
un sillón, con los pies encima de la mesa de ébano y muy ocupado en
roer un hueso de venado, que sujetaba fuertemente con ambas manos. El
comensal lanzó una mirada indiferente a los asombrados nobles,
sonrió a Amalric y siguió masticando con indudable deleite.
-¡Mitra
nos proteja! -estalló Amalric-. ¡Ése es Conan el cimmerio, el más
pendenciero de todos mis bribones! ¡Lo habría ahorcado hace mucho
tiempo, si no fuese el que mejor maneja la espada!
-Sin
duda, Su Alteza bromea -terció el conde Thespides, y su
aristocrático rostro se ensombreció-. Este hombre es un salvaje, un
individuo sin cultura ni educación. ¡Considero un insulto que nosotros, unos caballeros, tengamos que
estar a sus órdenes! Yo...
-Conde
Thespides -le dijo Yasmela-, tú llevas a mi gente bajo tus arreos.
Por favor, devuélvemelos y márchate.
-¿Marcharme?
-exclamó él-. ¿Adonde?
-¡A
Koth o al infierno! -respondió ella, con una energía insospechada-. Si
no me obedeces, no necesito de tus servicios.
-Te
equivocas, mi princesa -repuso el conde, inclinándose con gesto
ofendido-. Yo
no puedo abandonarte. Sólo por ti pondré mi espada a disposición
de ese bárbaro.
-¿Y
tú, general Amalric?
Éste
juró en voz baja y luego sonrió. Era un verdadero soldado de
fortuna, y ningún avatar de la suerte, por duro que fuera, lo
inmutaba.
-Aceptaré
sus órdenes -declaró-. Vida corta y placentera es mi lema. Y
teniendo a Conan el Degollador por comandante, estoy seguro de que la
vida va a ser tan alegre como breve. ¡Por Mitra, si ese perro ha
mandado alguna vez algo más que una compañía de degolladores, soy
capaz de comérmelo con arnés incluido!
-¿Y
tú, Agha? -preguntó Yasmela, dirigiéndose a Shupras.
El
aludido se encogió de hombros, con aire resignado. Era un individuo
con el aspecto típico de los nativos de la frontera meridional de
Koth: un hombre alto y delgado, con cara de halcón.
-Ishtar
nos manda, princesa -repuso, y el fatalismo de sus antepasados
hablaba por su boca.
-Esperad
aquí -ordenó ella y, mientras Thespides estrujaba una punta de su
capa de terciopelo, Taurus murmuraba algo en voz baja y Amalric
paseaba de un lado a otro mesándose la barba sonriendo
como un león hambriento, la princesa volvió a desaparecer tras las
cortinas y llamó a sus esclavos.
Siguiendo
sus órdenes, éstos volvieron con un arnés para reemplazar la cota
de malla que vestía Conan. El
cimmerio se puso el gorguero, el escarpe, la coraza, el espaldar, la
rodillera, la celada del casco y, en fin, todo lo que componía la
armadura de un caballero. Cuando Yasmela corrió de nuevo las cortinas, un cimmerio cubierto de
acero bruñido apareció ante los nobles. Tenía la visera alzada y
el semblante oscurecido por las negras plumas de su casco, y de su
figura emanaba un aire sombrío e imponente que hasta el mismo
Thespides no pudo menos que advertir, a su pesar. Unas palabras de
broma murieron en los labios de Amalric, que dijo con voz pausada:
-¡Por
Mitra, nunca creí que te vería con armadura completa, Conan de
Cimmeria, pero debo reconocer que no quedas mal! ¡Por los huesos de
mis dedos, que he visto a muchos reyes que llevaban la armadura con
bastante menos majestad que tú!
Conan
se quedó callado. Una vaga sombra cruzó por su mente, como una
profecía. En los años venideros iba a recordar las palabras de
Amalric, cuando el sueño se convirtiera en realidad.
3
Bajo
la temprana luz del alba, las calles de Khoraja se atestaron de
gentes que observaban la partida de las huestes hacia el sur. El
ejército se había puesto en camino, al fin. Allí iban los
caballeros, con sus brillantes armaduras plateadas y plumas de
colores ondeando sobre los bruñidos cascos. Sus
caballos, cubiertos de petos de seda, arreos de cuero barnizado y
hebillas doradas, piafaban mientras los jinetes les hacían guardar
el paso. Los primeros rayos de sol arrancaban reflejos a las puntas
de las lanzas, que se alzaban como un bosque por encima de los
escuadrones, mientras los pendones ondeaban al viento. Cada uno de los caballeros llevaba una prenda concedida por una dama
-un guante, un velo o una flor-, que ataba a su casco o al cinto de
la espada. Era
la caballería noble de Khoraja, quinientos hombres conducidos por el
conde Thespides, quien, según se decía, aspiraba a la mano de la
misma Yasmela.
Seguía a éstos la caballería ligera, en apretadas filas. Los
jinetes era montañeses típicos, hombres delgados con rostro de
halcón. Llevaba bacinetes en punta, y la cota de malla resplandecía
bajo sus amplios caftanes. Su arma principal era el terrible arco
shemita, capaz de enviar una flecha a una distancia de quinientos
pasos. Había cinco mil jinetes ligeros, a cuya cabeza cabalgaba Agha
Shupras, taciturno e inescrutable bajo el casco puntiagudo.
A corta distancia los seguían a pie los lanceros de Khoraja. Eran relativamente pocos, al igual que en cualquier otro estado hiborio, donde se estimaba que la caballería era el único cuerpo distinguido y honroso. Estos, al igual que los caballeros, pertenecían a la antigua raza de Koth; eran hijos de familias arruinadas, hombres fracasados, jóvenes sin dinero que no podían pagarse los caballos y las armaduras plateadas. Sumaban unos quinientos.
A corta distancia los seguían a pie los lanceros de Khoraja. Eran relativamente pocos, al igual que en cualquier otro estado hiborio, donde se estimaba que la caballería era el único cuerpo distinguido y honroso. Estos, al igual que los caballeros, pertenecían a la antigua raza de Koth; eran hijos de familias arruinadas, hombres fracasados, jóvenes sin dinero que no podían pagarse los caballos y las armaduras plateadas. Sumaban unos quinientos.
Los
mercenarios cerraban la marcha. Se trataba de un millar de jinetes y
dos mil lanceros de a pie. Los
esbeltos corceles de la caballería mercenaria parecían recios y
salvajes, al igual que sus jinetes, y no piafaban ni daban brincos al
andar. Había algo sombrío en el aspecto de aquellos profesionales de la
muerte, veteranos de incontables campañas sangrientas. Cubiertos
de la cabeza a los pies con cotas de malla, usaban bacinetes sin
visera para protegerse la cabeza. Sus escudos eran lisos y sus largas
lanzas estaban despojadas de todo adorno. De sus monturas colgaban
hachas de guerra y mazas de acero, y llevaban una larga cimitarra en
la cintura. Los
lanceros iban armados de forma parecida, aunque empuñaban picas en
lugar de las lanzas que llevaba la caballería.
Eran
hombres de todas las razas, que habían cometido toda clase de
crímenes. Entre ellos había altos hiperbóreos, gente delgada, de
grandes huesos, pocas palabras y carácter violento; rubios hombres
de Gunderland, que procedían de las montañas del noroeste;
renegados corinthios, fanfarrones como pocos; cetrinos zingarios, de
hirsutos bigotes negros y temperamento fiero, y aquilonios, que
llegaban del lejano oeste. Pero todos ellos, salvo los zingarios, eran hiborios.
Detrás
de todos ellos venía un camello con espléndidos arreos, conducido
por un caballero que montaba en un enorme corcel, rodeado de un
escuadrón de guerreros escogidos entre las tropas reales. El
que iba en el camello era un personaje delgado y esbelto, vestido de
seda. Al verlo, la turba, siempre sensible a la realeza, arrojó los
sombreros al aire y lanzó fuertes vítores.
Conan
el cimmerio, arrogante en su armadura plateada, lanzó una mirada de
desaprobación hacia el camello y le dijo algo a Amalric, que
cabalgaba a su lado, resplandeciente con su coraza dorada encima de
la cota de malla y el casco sobre el que flotaba una cresta de negras
crines de caballo.
-La
princesa ha querido venir con nosotros. Pero es demasiado delicada y
endeble para esto. De
todas formas, tendrá que cambiarse de ropa.
Amalric
se atusó el rubio bigote para disimular una sonrisa. Pensó que
Conan imaginaba que Yasmela empuñaría una espada y tomaría parte
activa en la lucha, como hacían a menudo las mujeres bárbaras.
-Las
mujeres de los hiborios no combaten como las de los cimmerios, Conan
-dijo Amalric-. Yasmela
sólo viene con nosotros para observar la campaña. De todos modos
-agregó inclinándose y bajando la voz-, entre nosotros, tengo la
impresión de que la princesa no quiere quedarse sola. Creo que tiene
miedo de algo...
-¿Un
alzamiento? Sí, tal vez deberíamos haber ahorcado a algunos
revoltosos antes de partir.
-No,
no es eso. Una de sus doncellas dijo que algo se le había aparecido
en el palacio por la noche y había aterrorizado a Yasmela. Serán
brujerías de Natohk, sin duda. ¡Conan, te aseguro que estamos combatiendo contra algo más que
seres de carne y hueso!
-Bien
-repuso el cimmerio-, de todas formas es mejor ir en busca del
enemigo que esperarlo.
Conan
lanzó una mirada hacia la prolongada fila de carromatos y ayudantes
de campo que seguían a las tropas, después observó a éstas y, al
ver que todo estaba en orden, alzó una mano y profirió el grito de
los mercenarios.
-¡Botín
o infierno, camaradas! ¡Adelante!
Detrás
de la interminable fila se cerraron las macizas puertas de Khoraja.
Algunas cabezas se asomaron a las ventanas. Los habitantes de la
ciudad sabían que estaban contemplando su vida o su muerte. Si
las huestes resultaban derrotadas, el futuro de Khoraja se escribiría
con sangre. Las hordas que venían de las tierras salvajes del sur no
conocían la piedad.
Las
columnas avanzaron durante todo el día. Atravesaron onduladas
praderas y vadearon ríos hasta que el terreno se fue haciendo cada
vez más escarpado. Delante
de las tropas se veía una serie de montes bajos que se extendían
sin solución de continuidad de este a oeste. Aquella noche acamparon
en la ladera norte de aquellos montes, y llegaron hasta las hogueras
muchos hombres de nariz aguileña y ojos fieros procedentes de las
montañas cercanas, que transmitieron las noticias que llegaban del
misterioso desierto. En
todos los rumores aparecía el nombre de Natohk como un ondulante
reptil. A su conjuro, afirmaban los montañeses, los demonios del
aire traían el trueno, el viento y la niebla, y los diablos
subterráneos sacudían la tierra con espantosos terremotos. Natohk hacía caer de las alturas un fuego con el que destruían las
puertas de las ciudades amuralladas y quemaban a sus defensores hasta
reducirlos a huesos calcinados. Sus
guerreros eran tan numerosos que cubrían el horizonte, y contaba con
cinco mil estigios con carros de combate bajo las órdenes del
príncipe Kutamún.
Conan
escuchaba, imperturbable. La guerra era su oficio. La vida era para
él una continua batalla o, mejor dicho, una serie ininterrumpida de
batallas. Desde
su nacimiento, la muerte había sido su compañera habitual. Ella
cabalgaba con aire siniestro a su lado, se alzaba sobre su hombro
cuando Conan se sentaba en las mesas de juego, hacía tintinear con
sus dedos huesudos las copas de vino, se cernía sobre él como una
sombra monstruosa cuando se acostaba a dormir. Él
le prestaba tan poca atención como un rey a su copero. Algún día,
aquellas manos huesudas se apoderarían de él. Eso
era todo. Lo importante era estar vivo, por el momento.
Pero
había otros que no se sentían tan animosos. Conan pasó entre los
centinelas y se detuvo ante una esbelta figura cubierta con una capa,
que le hizo una señal con la mano para que se detuviera.
-Princesa,
deberías estar en tu tienda de campaña -le dijo el cimmerio.
-No
podía dormir -repuso ella con los ojos velados por una sombra-.
¡Conan, tengo miedo!
-¿Hay
alguien entre estos hombres a quien temas? -preguntó él, echando
mano a la empuñadura de su espada.
-No
se trata de un hombre -declaró Yasmela con un ligero temblor-. Dime, Conan, ¿tú no temes a nada?
Él
reflexionó un momento, se acarició la barbilla y admitió al fin:
-Sí,
temo la maldición de los dioses.
La
princesa tembló visiblemente, y al cabo de unos instantes agregó:
-Yo
estoy maldita, Conan. Un demonio de los abismos me ha marcado. Noche tras noche se alza entre las sombras susurrándome cosas
terribles. Quiere
arrastrarme a los infiernos para hacerme su reina. No
me atrevo a dormir, pues sé que vendrá a mi tienda, igual que vino a
mi alcoba del palacio. Conan,
tú eres fuerte. ¡Déjame estar a tu lado! ¡Tengo miedo!
Yasmela,
en ese momento, no era una princesa, sino tan sólo una muchacha
aterrada. Su
orgullo la había abandonado, dejándola con el alma desnuda. Presa de pánico, había acudido al cimmerio. La
implacable fuerza que la había repelido al principio, ahora la
atraía.
Por
toda respuesta, Conan se quitó la capa escarlata y envolvió con
ella a la princesa. Lo
hizo con gesto rudo, como si la ternura le estuviera vedada. Su
mano férrea descansó por un instante sobre los delicados hombros de
Yasmela, y ésta volvió a temblar, pero ahora no era de miedo. Una
fuerza primitiva, semejante al rayo, se había adueñado de ella por
el simple contacto de la mano del cimmerio, como si él le hubiera
transmitido parte de su enorme fuerza y vitalidad.
-Acuéstate
ahí -le dijo él, indicando un espacio libre que había junto a una
hoguera.
Conan
no veía nada extraño en el hecho de que una princesa se acostase en
el suelo al lado de la fogata de un campamento, envuelta en la capa
de un soldado. La
muchacha obedeció sin hacer la menor objeción.
Él
se sentó cerca de ella, sobre una roca, y colocó la cimitarra sobre
sus rodillas. Con el fuego reflejándose en su armadura, parecía una
imagen de acero, la encarnación del poder y de la fuerza en un
momento de quietud, aguardando una señal para volver a sumergirse en
la acción. La
luz de las llamas jugaba con sus facciones, que parecían duras como
el hierro. Pero sus ojos ardían con una vida salvaje. Ya
no era solamente un bárbaro, sino que formaba parte de la indómita
naturaleza. Por sus venas corría la sangre de una manada de lobos. En
su cerebro se agazapaban las sombrías tinieblas de las noches del
norte. Su corazón latía al ritmo de la vida del bosque.
Mientras
meditaba en una especie de semisueño, Yasmela se quedó
profundamente dormida, envuelta en una placentera sensación de
seguridad. Tenía
la certeza de que ninguna sombra de ojos llameantes se inclinaría
sobre ella en la oscuridad mientras aquella implacable figura
cubierta de acero velase a su lado. A
pesar de todo, volvió a despertarse y se estremeció con un miedo
cósmico que no pudo explicarse.
La
despertó un rumor de voces apagadas. Al
abrir los ojos Yasmela vio que el fuego apenas ardía. Se notaba en
el aire la cercanía del alba. Podía ver a Conan en la semioscuridad, todavía sentado sobre la
piedra, con el sable encima de las rodillas. Cerca de él había un
hombre de nariz aguileña y ojos diminutos y brillantes bajo el
turbante blanco. El
desconocido hablaba muy rápido en un dialecto shemita que ella no
entendía.
-¡Qué
Bel me corte un brazo si no digo la verdad! -decía el hombre-. Por
Derketa, Conan, soy el príncipe de los embusteros, pero jamás
mentiría a un antiguo compañero. ¡Lo
juro por los días en que ambos éramos ladrones en tierras de
Zamora, antes de que vistieras la cota de malla!
»Te
digo que he visto a Natohk -continuó- y, junto con los demás, me
arrodillé ante él cuando lanzó conjuros a Set. Pero enterré mi
nariz en la arena como hicieron los otros. Soy
un ladrón de Shumir y mi vista es más aguda que la de un águila.
Levanté un poco la cabeza y vi que su velo flotaba al viento. Él lo
abrió y vi... ¡Bel me ayude, Conan, lo que vi! La
sangre se me heló en las venas y se me erizó el cabello. Lo que vi
me quemó el alma como un hierro candente. No puede descansar hasta
que estuve seguro de lo que sospechaba.
»Me
dirigí entonces a las ruinas -prosiguió el desconocido- de
Kuthchemes. La puerta que hay bajo la cúpula de marfil estaba
abierta. Al
entrar, me encontré con una enorme serpiente traspasada por una
espada. Debajo de la cúpula yacía el cuerpo de un hombre, tan consumido y
deforme que al principio apenas pude reconocerlo. Luego vi que se
trataba de Shevatas el zamorio, el único ladrón en el mundo al que
reconocía como superior a mí. El tesoro estaba intacto y aparecía
en montones relucientes en torno al cadáver. Eso era todo.
-No
había huesos... -comenzó a decir el cimmerio.
-¡No
había nada! -interrumpió el otro con vehemencia-. ¡Nada!
¡Sólo el cadáver!
Hubo
un silencio, y Yasmela se sintió presa de un horror inenarrable.
-¿Sabes
de dónde llegó Natohk? -dijo al fin con un vibrante susurro el
shemita-. Pues vino del desierto, una noche en que el cielo y la tierra
parecían enloquecidos, las nubes huían con frenesí bajo las
estrellas y el aullido del viento se mezclaba con los lamentos de los
espíritus de la llanura. Los
vampiros estaban por todas partes aquella noche; las brujas andaban
desnudas y los lobos aullaban por toda la estepa. Natohk llegó
entonces en un camello negro, rápido como el viento. Lo
rodeaba un fulgor infernal y las huellas que dejaba su animal
brillaban en la oscuridad. Cuándo Natohk desmontó ante el templo de Set, junto al oasis de
Afaka, el animal se dio la vuelta y desapareció en la noche. Luego
hablé con las gentes de las tribus cercanas, y juraban haber visto
que el animal desplegaba unas alas gigantescas y remontaba hacia las
nubes, dejando atrás una estela luminosa.
Nadie ha vuelto a ver a ese camello desde aquella noche, pero sí se
ha visto una sombra negra y brutal, con vago aspecto humano, que
habla con Natohk en su tienda antes del amanecer. Te
digo, Conan, que Natohk es... Mira, te voy a enseñar una imagen de
lo que vi aquel día en que el viento apartó el velo y dejó su
rostro al descubierto.
Yasmela
vio un fulgor de oro en la mano del shemita cuando éste se inclinó
sobre un objeto. Conan lanzó un gruñido. De
repente, la oscuridad se abatió sobre la joven. Por primera vez en
su vida, Yasmela se había desmayado.
4
El
amanecer era sólo una difusa línea rojiza en el horizonte, cuando
el ejército reanudó la marcha. Los
nómadas de las tribus habían acudido al campamento, con los
caballos agotados por la larga marcha, para informar que la horda del
desierto acampaba junto al pozo de Altaku. Por
consiguiente, los soldados avanzaron con rapidez a través de las
montañas, dejando que los siguieran los carromatos. Yasmela iba con las tropas, pero sus ojos estaban velados por el
miedo. Un
horror más atroz aún se había apoderado de ella desde que
reconociera la moneda que había mostrado el shemita la noche
anterior. Se
trataba de una de las que habían acuñado en secreto los devotos del
decadente culto zugita y que reproducía las facciones de un hombre
muerto hacía tres mil años.
El
camino serpenteaba entre escarpados riscos y lúgubres despeñaderos
y bordeaba estrechos desfiladeros. Aquí y allá se veían aldeas
colgadas de la roca, cuyas chozas de piedra estaban revocadas de
barro. Los
habitantes del lugar se apresuraron a reunirse con sus hermanos de
raza, de modo que, antes de haber atravesado las montañas, el
ejército había incrementado su número con tres mil arqueros
salvajes.
De
repente, se vieron ante una inmensa llanura que se extendía hacia el
sur. En
la vertiente meridional, los montes perdían altura súbitamente,
señalando una clara división geográfica entre las mesetas de Koth
y el desierto del sur. Aquellas
montañas eran el borde de la altiplanicie y constituían una muralla
casi ininterrumpida. En aquella zona, la tierra parecía desnuda y
desolada, habitada tan sólo por los miembros del clan zaheemi, cuyo
deber era proteger el camino de las caravanas. Más
allá de las montañas, aparecía un enorme desierto polvoriento y
sin vida. No obstante, allende el horizonte, se encontraba el pozo de
Altaku, junto al cual acampaban las hordas de Natohk.
Las
huestes miraron hacia abajo, al paso de Shamla, por el cual afluía
la riqueza del norte y del sur, y a través del cual pasaban los
ejércitos de Koth, Khoraja, Shem, Turan y Estigia. Allí, la muralla impenetrable de montañas se interrumpía. Las
laderas descendían abruptamente hacia el desierto formando
inhóspitos valles cerrados por enormes riscos, con excepción de
uno. Este
era el único paso hacia la desierta llanura. El desfiladero era como
una gran mano abierta desde las montañas; dos dedos separados
constituían el valle en forma de abanico. Los
dedos estaban representados por amplias colinas hacia ambos lados,
con la parte externa lisa y la interna separada. Más allá se
encontraban la planicie y el pozo, y en torno a éste se alzaba un
grupo de torres de piedra ocupadas por los zaheemis.
Conan
se detuvo, tirando de las riendas de su caballo. Se había despojado
de la armadura plateada, ya que se sentía más a gusto con la cota
de malla. Thespides se le acercó y le preguntó con aire extrañado:
-¿Por
qué te detienes?
-Esperaremos
aquí -respondió el cimmerio.
-Sería
más digno seguir avanzando y enfrentarnos a ellos -dijo el conde en
tono cortante.
-Nos
superan ampliamente en número -repuso Conan-. Y además, allí no
hay agua. Acamparemos en esta meseta...
-Mis
caballeros y yo lo haremos en el valle -dijo Thespides enojado-.
Somos la vanguardia, y nosotros, al menos, no tememos a una turba de
harapientos del desierto.
Conan
se encogió de hombros, y el irritado noble se alejó a caballo.
Amalric se detuvo asombrado al ver que la reluciente tropa descendía
por la ladera de la montaña en dirección al valle.
-¡Los
muy necios! -comentó-. Sus
cantimploras pronto estarán vacías y tendrán que regresar al pozo
para abrevar a sus caballos.
-Que
hagan lo que quieran -repuso Conan-, ya que no les gusta recibir mis
órdenes. Di
a los soldados que descansen. Hemos andado mucho y por terreno
accidentado. Que coman los hombres y que den de beber a los caballos.
No
había necesidad de enviar exploradores, ya que el desierto se
extendía ante sus ojos, si bien ahora unas nubes bajas y
blanquecinas, procedentes del sur, limitaban la visibilidad. La
monotonía del desierto sólo quedaba rota por unas ruinas de piedra
que se alzaban a algunas leguas en el desierto y de las que se decía
que eran restos de un antiguo asentamiento estigio. Conan hizo desmontar a los arqueros y los distribuyó por las
colinas, junto con los salvajes montañeses. Luego situó a los
mercenarios y a los lanceros de Khoraja en la alta meseta, en torno
al pozo. Más atrás, en el lugar donde el desfiladero desembocaba en
la meseta, se procedió a instalar la tienda de Yasmela.
Al
no haber enemigos a la vista, los soldados se tomaron un merecido
descanso. Se quitaron los bacinetes y las cofias, y echaron hacia
atrás la malla que les cubría la cabeza y el cuello.
Hicieron
algunas bromas groseras mientras comían con apetito y bebían
grandes jarras de cerveza. En las laderas de las montañas, los
nómadas también descansaban y reponían fuerzas con sus provisiones
de dátiles y aceitunas. Amalric se adelantó hasta una gran piedra grisácea sobre la que se
había sentado el cimmerio, y dijo:
-Conan,
¿has oído lo que dicen los nómadas acerca de Natohk? Dicen...
Por Mitra, me parece una locura hasta el hecho de repetirlo. ¿Tú
que piensas?
-Las
semillas a veces duermen en la tierra durante siglos sin echar raíces
-respondió Conan-. Pero
Natohk es un hombre, sin duda alguna.
-No
estoy seguro de ello -dijo Amalric-. Y
hablando de otra cosa, veo que has dispuesto las tropas como lo
hubiera hecho un general veterano. Si los demonios de Natohk caen
sobre nosotros, no nos cogerán desprevenidos. ¡Por Mitra, qué niebla endiablada!
-Al
principio pensé que eran nubes -dijo Conan-. ¡Mira cómo avanza! Lo
que parecían nubes era en realidad una densa niebla que se dirigía
hacia el norte como una marea, ocultando rápidamente el desierto. En
seguida estuvo sobre las ruinas estigias y siguió adelante. Los
hombres miraban aquello llenos de asombro. Era algo inaudito..., algo
antinatural e inexplicable.
-No
podemos enviar una partida de exploradores -dijo Amalric,
disgustado-, pues no podrán ver nada. Pronto estará cubierta toda
la zona.
Conan,
que había observado con creciente inquietud la niebla que avanzaba,
se inclinó de pronto y apoyó una oreja en el suelo. Inmediatamente
dio un salto y profirió una maldición.
-¡Son
caballos y carros de combate! -exclamó-. ¡Son miles y miles y hacen vibrar el suelo a su paso!
A
continuación levantó la voz, que resonó estruendosamente por todo
el valle, poniendo a las tropas en pie:
-¡Eh,
mis hombres! ¡Alzad las picas y alabardas! ¡Formad filas!
Ante
estas órdenes, los soldados se alinearon, después de ponerse
apresuradamente los cascos y armaduras. En ese momento, la niebla se
disipó como si ya no resultara necesaria. No desapareció
lentamente, como suele ocurrir, sino que se esfumó como una llama
que se extingue. El
desierto, oculto un momento antes por el espeso manto blanco,
brillaba ahora bajo un cielo soleado y sin nubes. Pero ya no estaba
vacío, sino atestado por el aparato viviente de la máquina bélica.
Un grito de asombro sacudió las montañas.
A
primera vista, los atónitos observadores parecían estar
contemplando un fulgurante mar de bronce y oro, sobre el que las
puntas de las lanzas titilaban como miríadas de estrellas. Al
desaparecer la niebla, los invasores se habían detenido,
súbitamente, en líneas apretadas cuyas armas brillaban bajo los
rayos del sol.
En
primera línea se hallaban los pesados carros de combate, arrastrados
por grandes y fieros caballos de Estigia adornados con plumas, que
relinchaban inquietos mientras los semidesnudos aurigas se echaban
atrás apoyados en sus robustas piernas para tirar con fuerza de las
riendas. Los
hombres que iban en carros eran guerreros de gran estatura, con
rostros de halcón bajo los cascos de bronce y una cimera en forma de
media luna sobre una esfera dorada. Empuñaban pesados arcos y se
advertía que no eran arqueros comunes; se trataba de nobles del sur,
criados para la guerra y la caza, y acostumbrados a abatir leones con
sus flechas. Tras ellos aparecía un abigarrado conjunto de hombres de aspecto
salvaje, con caballos no menos fieros. Eran los guerreros de Kush, el primero de los grandes reinos negros
situados al sur de Estigia. Parecían
hechos de ébano pulido y cabalgaban completamente desnudos, sin
utilizar sillas de montar bajo su cuerpo ágil y flexible.
Detrás
de ellos había unas hordas que parecían reunir a todos los
habitantes del desierto. Eran
miles y miles de belicosos hijos de Shem, jinetes con armaduras de
escamas de metal y cascos cilíndricos. Eran los asshuri de Nippr,
Shumir, Eruk y ciudades vecinas; hordas salvajes vestidas de blanco e
integradas por diversos clanes nómadas.
En
ese momento las tropas comenzaron a agitarse en un remolino
desordenado. Los
carros de combate se apartaron a un lado, en tanto que el grueso de
las huestes avanzaba como un tropel desorganizado.
En
el extremo del valle, los caballeros de Khoraja habían montado en
sus corceles y el conde Thespides galopó laderas arriba hacia donde
se encontraba Conan. Ni
siquiera se dignó desmontar, sino que habló con tono brusco desde
su caballo.
-¡La
desaparición de la niebla los ha desconcertado! -dijo Thespides-. ¡Ahora es el momento de atacar! Los kushitas no tienen arcos y
entorpecen su vanguardia. Una carga de mis caballeros los aniquilará
hasta las mismas filas de los shemitas, destrozando su formación.
¡Seguidme! ¡Seguidme! ¡Ganaremos esta batalla con un solo golpe!
Conan
movió negativamente la cabeza y dijo:
-Si
estuviéramos luchando con un enemigo corriente, estaría de acuerdo.
Pero la confusión que demuestran me parece más fingida que real. Me
temo que sea una trampa.
Entonces,
¿te niegas a avanzar? -increpó Thespides indignado.
-Sé
razonable -repuso Conan-. Tenemos la ventaja de nuestra posición...
Tras
lanzar un furioso juramento, el conde Thespides giró en redondo con
su caballo y volvió galopando al valle, donde sus caballeros
esperaban impacientes.
Amalric
movió la cabeza con gesto de desaliento y dijo:
-No
debiste dejarlo volver, Conan. Me parece que... ¡Mira allí!
Conan
se levantó de un salto y profirió una maldición. Thespides se
había puesto a la cabeza de sus hombres y podía escucharse su voz
exaltada a lo lejos. Aunque no se percibieran sus palabras, el gesto
que hizo señalando la horda enemiga era significativo. Un segundo
después, quinientas lanzas apuntaron al frente y toda la compañía
de caballeros armados descendía con un ruido atronador por el último
tramo del valle.
Un
joven paje llegó corriendo desde la tienda de Yasmela y le dijo a
Conan con voz chillona y apremiante:
-Mi
señor, la princesa pregunta por qué no sigues y apoyas al conde
Thespides.
-Porque
no soy tan necio como él -repuso el cimmerio con un gruñido y, tras
volver a sentarse en la roca, comenzó a devorar una enorme pata de
carnero.
-El
mando te ha vuelto sensato -dijo Amalric-. Esa
clase de locuras fueron siempre tu debilidad.
-Sí;
cuando sólo jugaba con mi propia vida. Pero ahora... ¡Eh, por todos los infiernos...!
Las
hordas enemigas se habían detenido. Del ala más alejada avanzó un
carro de guerra cuyo desnudo auriga azotaba a los caballos como un
poseso. El otro ocupante del carro era un hombre alto cuya túnica
flotaba al viento dándole un aire fantasmagórico. Sostenía en sus brazos una gran vasija de oro de la que dejaba caer
un fino polvillo que resplandecía bajo la luz del sol. El carro
cruzó por delante de la horda. Detrás de sus imponentes ruedas
quedaba, como la estela de un barco, una larga línea luminosa que
brillaba sobre la arena como la huella fosforescente de una
serpiente.
-¡Ése
es Natohk! -exclamó Amalric, profiriendo un juramento-. ¿Qué
semilla infernal está sembrando?
Los
caballeros de Khoraja no habían disminuido la velocidad de su
ataque. Cincuenta pasos más y embestirían a las filas irregulares de los
kushitas, que permanecían quietas, con las lanzas levantadas.
Ahora,
los caballeros que iban en vanguardia llegaban a la delgada línea
que brillaba sobre la arena, y cuando los cascos de los caballos la
pisaron fue como el acero cuando choca contra el pedernal, pero con
resultados mucho más terribles. Una explosión aterradora conmovió
el desierto, que pareció desgarrarse entre llamas blanquecinas a lo
largo de la línea.
La
primera fila de caballeros quedó envuelta en llamas, y tanto los
caballeros como los jinetes de pesadas armaduras comenzaron a
retorcerse como insectos al caer a una hoguera. Un instante después,
el grueso de la tropa se abalanzaba sobre los cuerpos carbonizados de
sus compañeros.
Incapaces
de detenerse, se precipitaron fila tras fila sobre el creciente e
informe montón de cadáveres. Con increíble rapidez, el ataque de
los poderosos jinetes se había convertido en un caos en el que los
caballeros morían uno tras otro entre los relinchos de los animales
agonizantes.
Entonces,
la aparente confusión que reinaba en las filas kushitas se esfumó.
Las filas más cercanas se organizaron con toda precisión y atacaron
a los jinetes caídos, destrozándolos sin piedad y rematando a otros
con mazas y piedras. Todo ocurrió con tal rapidez que los observadores que estaban en las
montañas quedaron atónitos. Las hordas seguían avanzando, tratando
de evitar el montón de cuerpos carbonizados. Desde las montañas se
alzó una exclamación:
-¡No
luchamos contra hombres, sino contra demonios!
Los
que estaban allí apostados vacilaron. Uno de ellos echó a correr
hacia atrás, en dirección a la planicie, con el rostro bañado en
sangre y con espuma en la boca.
-¡Huid,
huid! -farfullaba babeando-. ¿Quién puede luchar contra la magia de
Natohk?
El
cimmerio lanzó un gruñido, se levantó de un salto y con el enorme
hueso de carnero le asestó un golpe en la cabeza al asustado
fugitivo, que cayó al suelo mientras la sangre manaba en abundancia
de su nariz y de su boca. Conan desenvainó la espada con los ojos
convertidos en esferas de fuego azul y gritó con voz atronadora:
-¡Volved
a vuestros puestos! ¡Si cualquiera de vosotros da un solo paso
atrás, le separo la cabeza del cuerpo! ¡Luchad como hombres,
maldición!
La
desbandada se detuvo tan rápidamente como había comenzado. La fiera
personalidad de Conan fue como un cubo de agua fría en la hoguera de
terror de sus hombres.
-¡Regresad
a vuestros puestos y resistid! -ordenó-. ¡Ni
los hombres ni los demonios cruzarán el desfiladero de Shamla!
Allí
donde la meseta se interrumpía y comenzaba el valle descendente, los
mercenarios se ajustaron los cinturones y empuñaron las alabardas. Detrás de ellos, los jinetes montaron en sus caballos, mientras que
en uno de los flancos que daban los lanceros de Khoraja como tropas
de reserva. A
Yasmela, que estaba pálida y silenciosa mucho más atrás, ante la
puerta de su tienda de campaña, sus huestes le parecían un
lamentable puñado de hombres, en comparación con las densas hordas
del desierto.
Conan
se quedó entre los lanceros. Sabía
que los invasores no efectuarían un ataque por el desfiladero para
no ponerse al alcance de las flechas de los arqueros, pero lanzó un
gruñido de sorpresa al ver que los jinetes enemigos desmontaban. Aquellos salvajes no tenían fuerzas de aprovisionamiento. Las
cantimploras y las bolsas de alimentos colgaban de sus sillas de
montar. Bebieron
la poca agua que les quedaba y luego arrojaron a un lado las
cantimploras.
-Esto
no me gusta nada -musitó el cimmerio-. Hubiera preferido un ataque de caballería por parte de ellos; los
animales heridos entorpecen el avance.
Las
hordas habían formado una enorme cuña cuya punta eran los estigios
y el cuerpo los asshuri; los flancos estaban ocupados por los
nómadas. Avanzaron lentamente, en cerrada formación y con los escudos
levantados, mientras detrás de ellos una sombría figura alzaba los
brazos cubiertos por los pliegues de la túnica, en una terrible
invocación.
Cuando
la horda de atacantes entró en el amplio valle, los montañeses
lanzaron sus flechas. A pesar de la fuerte formación defensiva, los
hombres del desierto cayeron por docenas. Los
estigios habían desechado sus arcos. Con las cabezas inclinadas
hacia adelante y los ojos oscuros mirando fieramente por encima del
borde de sus escudos, se adelantaron como una marea implacable,
pisando a sus compañeros caídos. Los
shemitas devolvieron el ataque, y nubes de flechas oscurecieron el
cielo. Conan lanzó una mirada por encima de las olas de flechas y se
preguntó qué nuevo horror estaría invocando el hechicero. Intuía
que Natohk, como todos los de sus especie, era más temible en la
defensa que en el ataque. Tomar la ofensiva contra él suponía un
desastre inevitable.
Seguramente
era alguna magia lo que hacía avanzar a las hordas hacia las fauces
de la muerte. Conan contuvo el aliento ante la destrucción causada
por sus arqueros entre las filas atacantes. Los
bordes de la cuña parecían fundirse y el valle estaba sembrado de
muerte. Pero
los sobrevivientes seguían adelante como locos, inconscientes del
desastre. Algo más atrás, los arqueros volvieron a empuñar sus
armas y nuevas nubes de flechas se remontaron hacia las posiciones
superiores, obligando a los montañeses a ponerse a cubierto. El
pánico se apoderó de éstos ante aquel avance irresistible y
miraron hacia abajo como lobos atrapados.
Cuando la horda estigia cruzó la parte más estrecha del
desfiladero, una lluvia de rocas rodó por el talud, aplastando a
cientos de invasores. A pesar de ello, el ataque no se detuvo. Los
mercenarios de Conan se prepararon para el choque inevitable. Su
cerrada formación y sus mejores armaduras impidieron que las flechas
enemigas los aniquilaran. El cimmerio temía el impacto del ataque
cuando la enorme cuña embistiera contra sus filas. En
ese momento comprendió que no había forma de evitar la masacre.
Aferró entonces por el hombro a un zaheemi que se hallaba cerca de
él y le preguntó:
-¿Hay
algún modo de que unos jinetes puedan llegar hasta el valle que hay
del otro lado de esa cordillera que se ve allí?
-Sí
-contestó el otro-. Es un camino escarpado y peligroso, pero...
Conan
llevó al hombre hasta donde estaba Amalric, sentado sobre su enorme
caballo de batalla.
-¡Amalric!
-exclamó-. ¡Sigue
a este hombre! Él os guiará a ti y a tus tropas hasta el valle
exterior. Debes descender y, después de rodear aquella montaña,
atacar a las hordas por la retaguardia. ¡No
hables y haz lo que te digo! Sé que es una locura, pero de todas
formas estamos condenados. Haremos todo el daño que podamos antes de
sucumbir. ¡Vamos, poneos en marcha deprisa!
El
bigote de Amalric se curvó en una fiera sonrisa. Poco
después, los lanceros seguían a su jefe por la maraña de
desfiladeros que conducían hasta la planicie. Conan corrió espada
en mano hasta donde se hallaban las tropas armadas de picas.
El
cimmerio llegaba a tiempo. A
cada lado del valle, los montañeses de Shupras, enloquecidos por la
certeza de la derrota, dejaban caer sus armas con desesperación. Los
hombres morían como moscas, tanto en el valle como por las laderas. Con
un estruendo ensordecedor, los estigios embistieron al fin contra el
resto de las tropas mercenarias.
Las
líneas fueron sacudidas por un huracán de acero. Los
nobles del desierto, criados para la guerra, se enfrentaban a duros
soldados profesionales. Los escudos chocaban entre sí, mientras las
lanzas sembraban la muerte.
Conan
distinguió la poderosa figura del príncipe Kutamún a través del
mar de espadas, pero la presión de los atacantes lo mantenía pecho
contra pecho ante oscuros combatientes que jadeaban y asestaban
mandobles a diestra y siniestra. Y es
que detrás de los estigios, los asshuri llegaban a manadas, al
tiempo que lanzaban sus gritos tribales.
Los nómadas del ejército
enemigo treparon por los riscos que había a ambos lados del valle y
se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo con los montañeses. El
combate feroz se generalizó por toda la cordillera. Con uñas y
dientes, enloquecidos por el fanatismo de antiguas querellas, los
nómadas y los montañeses mataban y morían. Con
la melena al viento, los desnudos kushitas se mezclaron en la
refriega profiriendo aullidos.
Conan
tuvo la sensación de que sus ojos, velados por el sudor,
contemplaban un océano de acero que ondulaba, avanzaba y retrocedía,
llenando el valle de lado a lado. La
batalla estaba en su punto culminante y más sangriento. Los
montañeses se mantenían en las cimas y los mercenarios, aferrando
sus ensangrentadas picas, resistían en el centro del desfiladero. La
superioridad de la posición y la calidad de las armaduras defensivas
compensaban la abrumadora superioridad numérica de los enemigos. Pero
aquello no podía durar demasiado: oleada tras oleada, los rostros
feroces y las lanzas resplandecientes seguían ascendiendo por las
laderas. Los
asshuri llenaban los huecos que dejaban los estigios caídos.
El
cimmerio miró hacia la cordillera occidental para ver si aparecían
las lanzas de Amalric, pero no vio nada. Los lanceros comenzaban a
retroceder ante la embestida de las gentes del desierto.
Conan
abandonó entonces toda esperanza de victoria e incluso de
supervivencia. Al tiempo que daba una orden a sus capitanes, se abrió
paso entre los combatientes y corrió por la meseta en dirección a
las tropas de infantería que se mantenían más atrás con reserva,
temblando de ansiedad. Ni siquiera miró hacia la tienda de Yasmela.
Había olvidado totalmente a la princesa. Su
único pensamiento era el instinto salvaje de matar antes de morir.
-¡Hoy
os convertís en caballeros! -dijo el cimmerio con una risa salvaje
mientras señalaba con su espada los caballos de los montañeses, que
estaban agrupados cerca de allí-. ¡Montad en los corceles y acompañadme al infierno!
Conan
seguía riendo con expresión sombría al tiempo que guiaba hacia una
ramificación de la planicie a quinientos infantes -patricios
empobrecidos, segundones, ovejas descarriadas de buenas familias-
montados en caballos shemitas semisalvajes. Atacaban a un ejército en un terreno inclinado donde ninguna
caballería hubiese osado hacerlo.
Atravesaron
la garganta del desfiladero con un ruido atronador, pisando los
cuerpos caídos que cubrían el suelo.El
terreno todavía era bastante escarpado, y una veintena de caballos
resbalaron y cayeron rodando con sus jinetes. Más
abajo, los hombres proferían maldiciones y arrojaban sus armas. El
impacto del ataque era como una avalancha que se abre camino por
entre un bosque de árboles jóvenes. Los improvisados caballeros
fueron dejando tras de sí una alfombra de cuerpos caídos.
Y
entonces, cuando la horda se revolvía y se replegaba sobre sí
misma, los lanceros de Amalric, después de abrirse paso a través de
una columna de jinetes que habían encontrado en el valle exterior,
irrumpieron por el recodo de la cordillera occidental y atacaron a
las huestes del desierto con la fiereza que da la desesperación. Su
ataque llevaba consigo la sorpresa que desmoraliza al enemigo. Creyéndose
rodeados por unas fuerzas muy superiores y temerosos de quedar
aislados del desierto que era su morada, muchos nómadas dieron media
vuelta e iniciaron una huida tumultuosa, causando estragos entre las
filas de las tropas más ordenadas que tenían detrás. En
las laderas de las montañas, los hombres del desierto veían el
cariz que tomaban la batalla en terreno llano, y los montañeros que
estaban a la defensiva, por su parte, cayeron sobre sus enemigos con
renovada furia y los rechazaron hacia el valle.
Desconcertados,
los guerreros del desierto rompieron filas sin ver, en su
precipitación, que sólo los atacaba un puñado de hombres. Y
cuando una tropa heterogénea y numerosa se desorganiza en la lucha,
ni un mago es capaz de volver a agruparla. A
través del mar de cabezas y lanzas, los hombres de Conan vieron que
los jinetes de Amalric avanzaban imparables entre los anárquicos
combatientes del desierto. Un
júbilo victorioso se apoderó de ellos. Con el corazón lleno de una
fuerza indómita, sus brazos parecían aún más diestros en el
manejo de las lanzas.
Por
su parte, los alabarderos que se encontraban en el desfiladero
afirmaron los pies en el suelo resbaladizo, enrojecido por la sangre,
e iniciaron el avance, chocando brutalmente contra las filas que
tenían enfrente. Los
estigios resistieron, pero, más atrás, los asshuri comenzaron a
ceder. Los
mercenarios embistieron entonces contra los nobles del desierto, que
sucumbieron en sus puestos hasta el último hombre.
Arriba,
entre los riscos, el viejo Shupras yacía con una flecha clavada en
el corazón. A
Amalric lo habían derribado del caballo y maldecía como un pirata
mientras se apretaba una herida que tenía en una pierna. De
la infantería montada de Conan apenas quedaban ciento cincuenta
hombres sobre sus caballos. Pero la horda estaba destrozada. Nómadas
y arqueros huían hacia los campamentos, donde estaban sus caballos,
mientras los montañeses descendían por las laderas atacando a los
fugitivos por la espalda con los sables y cortando las cabezas a los
heridos.
En
aquel caos de sangre surgió de repente una terrible aparición
delante del caballo de Conan. Era el príncipe Kutamún, tan sólo
cubierto con un taparrabo, pues había sido despojado de su armadura
en el fragor de la batalla. Su
cuerpo estaba cubierto de sangre y de magullones. El príncipe lanzó
un grito terrible y arrojó la empuñadura rota de su espada contra
el rostro de Conan; luego dio un salto y asió por las riendas el
corcel del cimmerio. Conan
se revolvió en su silla, desconcertado. Mientras tanto, poniendo en
juego una fuerza increíble, el gigante de piel oscura empujó el
caballo hacia arriba y atrás hasta que, perdido el equilibrio, el
animal cayó al suelo, encima de los cuerpos que se retorcían.
Conan
saltó en el preciso momento en que su caballo se desplomaba. Kutamún se abalanzó sobre él rugiendo. Debido al furor de la batalla, el bárbaro no pudo recordar luego
exactamente cómo había dado muerte a su enemigo. Sólo
sabía que una piedra que tenía el estigio en la mano le golpeó
varias veces en el casco, impidiéndole ver. Luego Conan extrajo su
daga y la hundió una y otra vez en el cuerpo del príncipe, sin que
ello pareciera afectar a su terrible vitalidad. El
mundo ya daba vueltas ante los ojos del cimmerio, cuando el
adversario se estremeció convulsivamente y cayó hacia un lado.
Conan
se incorporó con el rostro empapado de sangre bajo el abollado casco
y observó mareado el panorama de destrucción que se ofrecía a sus
ojos. Los
cadáveres yacían por todas partes, como una alfombra roja que
cubriera el valle. Y
abajo, en el desierto, continuaba la masacre. Los
sobrevivientes habían llegado hasta sus caballos y se desparramaban
por la planicie, perseguidos por los vencedores. Conan quedó espantado al ver el menguado grupo a que éstos habían
quedado reducidos.
Entonces se oyó un alarido espantoso que cortó el clamor de la batalla. Por el desfiladero ascendía un carro de guerra a una velocidad tremenda, sin que parecieran molestarle los cadáveres amontonados en el suelo. El carro no iba tirado por caballos, sino por un enorme animal negro, parecido a un camello. Sobre el carruaje se veía a Natohk, con la túnica flotando al viento. Delante, sosteniendo las riendas y dando latigazos como un loco, iba un ser antropomórfico oscuro y deforme, con vaga apariencia humana, que parecía un monstruoso simio.
El carro de guerra ascendió el último tramo del valle y llegó a la meseta, dirigiéndose hacia la tienda de campaña en la que se encontraba sola Yasmela, pues hasta la guardia se había unido a los combatientes. Conan oyó el grito de terror de la princesa cuando el largo brazo del hechicero Natohk se tendió hacia ella y la subió al carruaje. Luego, el monstruoso animal que tiraba del carro giró rápidamente y regresó valle abajo, sin que ninguno de los hombres de Yasmela se atreviese a arrojar una lanza o una flecha por temor a herir a la princesa, que se debatía aterrada en los brazos de Natohk.
Entonces se oyó un alarido espantoso que cortó el clamor de la batalla. Por el desfiladero ascendía un carro de guerra a una velocidad tremenda, sin que parecieran molestarle los cadáveres amontonados en el suelo. El carro no iba tirado por caballos, sino por un enorme animal negro, parecido a un camello. Sobre el carruaje se veía a Natohk, con la túnica flotando al viento. Delante, sosteniendo las riendas y dando latigazos como un loco, iba un ser antropomórfico oscuro y deforme, con vaga apariencia humana, que parecía un monstruoso simio.
El carro de guerra ascendió el último tramo del valle y llegó a la meseta, dirigiéndose hacia la tienda de campaña en la que se encontraba sola Yasmela, pues hasta la guardia se había unido a los combatientes. Conan oyó el grito de terror de la princesa cuando el largo brazo del hechicero Natohk se tendió hacia ella y la subió al carruaje. Luego, el monstruoso animal que tiraba del carro giró rápidamente y regresó valle abajo, sin que ninguno de los hombres de Yasmela se atreviese a arrojar una lanza o una flecha por temor a herir a la princesa, que se debatía aterrada en los brazos de Natohk.
Conan
lanzó un grito inhumano y, tras recoger la espada del suelo, saltó
hacia el sitio por donde debía pasar el carruaje infernal. Pero
cuando alzaba su espada, las patas delanteras de la negra bestia
golpearon al cimmerio en el pecho y lo enviaron a varios metros de
distancia, dejándolo aturdido y herido. El grito de Yasmela llegó
hasta los oídos de Conan en el momento en que el carruaje pasaba
ante él.
El
cimmerio reaccionó al instante y, asiendo las riendas de un caballo
que corría sin jinete, tomó impulso y saltó sobre la montura sin
que el animal detuviese siquiera su carrera. Corrió con loco frenesí en pos del carruaje de Natohk y cruzó como
un torbellino el campamento shemita. Luego se dirigió al desierto
pasando al lado de sus propios jinetes, que perseguían a los del
hechicero.
El carro de guerra siguió delante y Conan no abandonó la persecución, a pesar de que el jadeo de su caballo se hacía cada vez más intenso. El desierto los rodeaba por todas partes, con sus arenales bañados por el esplendor del sol poniente. Delante de ellos se alzaban las antiguas ruinas del tiempo. Un nuevo alarido heló la sangre en las venas de Conan. El cimmerio levantó la vista y vio que el monstruoso auriga de Natohk arrojaba a éste y a la muchacha del carro. Ambos rodaron sobre la arena y entonces, ante el asombro de Conan, el carruaje sufrió una extraordinaria transformación. La negra bestia desplegó unas enormes alas y remontó el vuelo hacia el cielo, dejando atrás una llama cegadora sobre la cual un humanoide negro se reía con carcajadas triunfales. Pasó tan rápido como el monstruo de una pesadilla inconcebible.
El carro de guerra siguió delante y Conan no abandonó la persecución, a pesar de que el jadeo de su caballo se hacía cada vez más intenso. El desierto los rodeaba por todas partes, con sus arenales bañados por el esplendor del sol poniente. Delante de ellos se alzaban las antiguas ruinas del tiempo. Un nuevo alarido heló la sangre en las venas de Conan. El cimmerio levantó la vista y vio que el monstruoso auriga de Natohk arrojaba a éste y a la muchacha del carro. Ambos rodaron sobre la arena y entonces, ante el asombro de Conan, el carruaje sufrió una extraordinaria transformación. La negra bestia desplegó unas enormes alas y remontó el vuelo hacia el cielo, dejando atrás una llama cegadora sobre la cual un humanoide negro se reía con carcajadas triunfales. Pasó tan rápido como el monstruo de una pesadilla inconcebible.
Natohk
se puso en pie de un salto y lanzó una mirada a su amenazante
perseguidor, que llegaba a todo galope, con la espada dispuesta a
asestar un golpe mortal. El brujo recogió a Yasmela, que se había
desmayado, y corrió con ella en brazos hasta las ruinas.
Conan
saltó de su caballo y se lanzó a la carrera tras el hechicero, que
entraba ya en lo que había sido el antiguo templo. El
cimmerio también entró en una habitación iluminada con un fulgor
ultraterreno, aún cuando en el exterior caía la tarde. Sobre un
altar de jade negro yacía la princesa; su cuerpo desnudo
resplandecía como si fuera de marfil. Sus
ropas estaban desparramadas por el suelo, como si hubieran sido
arrancadas en un apresuramiento brutal. Natohk se enfrentó al
cimmerio. Una
brillante túnica de seda verde cubría el inhumano cuerpo, alto y
delgado, del hechicero. Apartó el velo que le ataba el rostro y
Conan pudo ver las facciones que aparecían en la moneda del zugita.
-¡Sí,
perro maldito! -exclamó el brujo con una voz sibilante como la de
una gigantesca serpiente-. ¡Soy Thugra Khotan! He
yacido mucho tiempo en mi tumba, esperando el día de mi despertar y
de mi liberación. Las
artes que me salvaron de los bárbaros hace muchos siglos me
retuvieron prisionero, pero yo sabía que uno de aquellos mismos
bárbaros llegaría, tarde o temprano... ¡Y
al fin llegó para que se cumpliera el destino y para que muriera
como nadie ha muerto en tres mil años! ¡Necio! ¿Crees que has
vencido porque mi gente se ha dispersado y porque me traicionó y me
abandonó el demonio al que había logrado esclavizar? ¡No! ¡Soy
Thugra Khotan y dominaré el mundo a pesar de vuestros ridículos
dioses! Los
desiertos están llenos de mis gentes; los demonios hacen mi voluntad
y todos los reptiles de la tierra me obedecen. Mi deseo por una mujer
debilitó mis poderes mágicos. ¡Ahora
esa mujer es mía, y recreándome en su alma seré invencible! ¡Atrás, necio! ¡No
has derrotado a Thugra Khotan!
El
hechicero arrojó su bastón a los pies de Conan y éste retrocedió
profiriendo un grito involuntario, ya que al caer al suelo la vara
sufrió una terrible transformación; se derritió, se retorció y
ante el horrorizado cimmerio apareció una cobra. La
reacción de Conan fue instantánea: alzó su enorme espada y de un
solo corte seccionó en dos partes al espantoso reptil. Entonces vio
que a sus pies había sólo las dos mitades de un bastón de ébano. Thugra
Khotan se echó a reír con carcajadas malignas; luego se agachó y
recogió algo que avanzaba por el suelo polvoriento.
En
su mano extendida, algo se contorsionaba amenazadoramente. No
se trataba de trucos de sombras, esta vez.
En
la palma de la mano de Thugra Khotan se veía un escorpión negro de
casi medio metro de largo. Era el animal más mortífero del desierto
y su picadura significaba la muerte instantánea. El
rostro del hechicero, parecido al de una calavera, se distendió en
una espantosa sonrisa de momia. Conan vaciló, pero atacó como una
centella.
Sorprendido
en un gozo infernal, Thugra Khotan ni siquiera pudo hacer un
movimiento para eludir la espada de Conan, que atravesó su corazón
y le salió por los hombros. El brujo cayó al suelo, estrujando al
venenoso escorpión con el puño mientras se desplomaba.
El
cimmerio se acercó al altar y levantó a Yasmela en sus
ensangrentados brazos. La
princesa estiró sus manos convulsivamente y se apretó contra él
sollozando desesperadamente, aferrándose a su cuello como si no
fuera a soltarlo jamás.
-¡Por
los demonios de Crom, muchacha! -dijo Conan, con un gruñido-.
¡Suéltame!
Hoy han muerto cincuenta mil hombres y todavía hay mucho que
hacer...
-¡No!
-repuso ella, jadeando y aferrándose a él con todas sus fuerzas-. ¡No
te dejaré marchar! ¡Soy
tuya, por el fuego, el acero y la sangre! ¡Y
tú eres mío! ¡Allí
pertenezco a otros..., pero aquí tan sólo a ti! ¡No
te irás!
El
cimmerio vaciló al notar que su espíritu era ya un volcán de
encontradas pasiones. El
fulgor sobrenatural aún brillaba en la sombría habitación,
alumbrando con una luz espectral el rostro muerto de Thugra Khotan,
que parecía sonreírles con una mueca siniestra. Afuera,
en el desierto, los hombres morían, aullaban y mataban como locos, y
los reinos se tambaleaban sobre sus cimientos. Pero
todo aquello pareció borrarse del alma de Conan mientras apretaba
con fuerza entre sus brazos de hierro el esbelto cuerpo marfileño
que brillaba en la penumbra como una blanca llama embrujada.
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