El pueblo del Círculo Negro
Robert E. Howard
1. La muerte de un rey
El
rey de Vendhia se estaba muriendo. La noche era cálida y sentía que
la cabeza estaba a punto de estallarle. El terrible latido de sus
sienes creaba un débil eco en la habitación de cúpula dorada. El
rey Bhunda Chand luchaba contra la muerte en una tarima recubierta de
terciopelo. Su piel estaba perlada de brillantes gotas de sudor. Sus
dedos se crispaban sobre la tela bordada con hilos de oro en la que
descansaba su cuerpo. Era joven.
Nadie
le había lanzado una flecha, ni había vertido veneno en su vino.
Pero sus venas azuladas resaltaban como cuerdas en sus sienes y sus
ojos estaban desorbitados ante la proximidad de la muerte. Al pie de
la tarima había varias temblorosas esclavas arrodilladas, y a su
lado se hallaba su hermana, la Devi Yasmina, inclinada sobre él,
contemplándolo con apasionada intensidad. La acompañaba el wazam,
un noble que había envejecido en la corte del rey.
La
joven levantó la cabeza con un gesto de ira y desesperación,
mientras oía el distante redoble de los tambores.
-¡Esos
sacerdotes y su algarabía! -exclamó-. ¡No valen más que las
sanguijuelas! Mi hermano se está muriendo y nadie sabe por qué. Sí,
se muere, y aquí estoy yo, que tampoco sirvo para nada... yo, que
sería capaz de incendiar toda la ciudad y de derramar la sangre de
miles de hombres para salvarlo.
-Nadie
en Ayodhya puede hacer nada por él, Devi -dijo el wazam-. Este
veneno...
-¡Te
digo que no se trata de veneno! -gritó la joven-. Mi hermano estuvo
tan celosamente protegido desde que nació que no pudieron llegar
hasta él ni los más hábiles envenenadores de Oriente. Los cinco
cráneos de la Torre de los Cautivos constituyen una clara prueba de
los intentos que ha habido en ese sentido. Todos fracasaron. Como
sabes muy bien, hay diez hombres y diez mujeres cuya única
obligación consiste en probar su comida y su bebida, y cincuenta
guerreros armados custodian sus aposentos. No, no se trata de veneno.
Es brujería..., es espantoso..., es magia negra.
La
joven guardó silencio y el rey habló. Sus pálidos labios apenas se
movieron y sus ojos vidriosos no reconocían a nadie. Pero su voz se
alzó en una pavorosa llamada, confusa y distante, como si la llamara
desde allende los abismos barridos por el viento.
-¡Yasmina!
¡Yasmina! Hermana, ¿dónde estás? No te encuentro. Todo es
oscuridad y sólo oigo el rugido de vientos terribles.
-¡Hermano!
-gritó Yasmina, sosteniendo su mano inerte convulsivamente-. Estoy
aquí. ¿No me reconoces...?
No
hubo respuesta. El rostro del rey reflejaba el vacío más absoluto.
De sus labios surgió un murmullo confuso e ininteligible. Las
esclavas que estaban arrodilladas a los pies de la tarima sollozaron
gimiendo de miedo y Yasmina, arrebatada por la angustia, se golpeó
el pecho con los puños.
En
otro lugar de la ciudad, había un hombre asomado a un balcón
enrejado que daba a una larga calle. En ésta brillaban numerosas
antorchas que daban relieve a los rostros de piel oscura y blancos
ojos que miraban hacia arriba. De la multitud partía ocasionalmente
un lamento que parecía un canto fúnebre.
El
hombre se encogió de hombros y se volvió hacia una habitación
llena de arabescos. Se trataba de un individuo alto y corpulento,
lujosamente ataviado.
-El
rey aún no ha muerto, pero ya suenan los cantos fúnebres -le dijo a
otro hombre que estaba sentado sobre una esterilla, en un rincón.
Este
último llevaba una túnica de pelo de camello de color marrón,
calzaba sandalias y tenía un turbante verde en la cabeza. Su
expresión era tranquila y su mirada impersonal.
-El
pueblo sabe que el rey no verá otro amanecer -repuso. El primero le
dirigió una mirada prolongada e interrogante.
-Lo
que no entiendo -dijo- es por qué he tenido que esperar tanto tiempo
hasta que tus maestros atacaran. Si ahora han podido asesinar al rey,
¿por qué no lo hicieron hace meses?
-También
las artes de lo que se llama magia negra están gobernadas por leyes
cósmicas -respondió el hombre del turbante verde-. Al igual que en
otros asuntos, las estrellas rigen estos actos. Ni siquiera mis
maestros pueden alterarlo. No podían llevar a cabo esta nigromancia
hasta que el cielo y las estrellas fueran propicios.
El
hombre se detuvo y trazó un diagrama de las constelaciones sobre el
suelo de mármol con una larga uña manchada de negro. Luego dijo:
-La
inclinación de la luna presagiaba males para el rey de Vendhia. Las
estrellas están en desorden, y la Serpiente se encuentra en la Casa
del Elefante. Durante esa yuxtaposición desaparecen los guardianes
invisibles en el espíritu de Bhunda Chand. Se abre un sendero en los
reinos ocultos y una vez que se establece un punto de contacto, se
ponen en funcionamiento terribles poderes.
-¿Punto
de contacto? -preguntó el otro hombre-. ¿Te refieres a ese bucle de
cabellos de Bhunda Chand?
-Sí.
Todas las partes desechadas del cuerpo humano siguen perteneciendo a
él, unidas por lazos intangibles. Los sacerdotes de Asura tienen
vagas nociones acerca de esto. Por ello los recortes de uñas,
cabellos y algunas partes del cuerpo de la familia real se reducen
cuidadosamente a cenizas, que luego se esconden. Pero ante los
insistentes ruegos de la princesa de Kosala, que amó en vano a
Bhunda Chand, éste le regaló un bucle de sus largos cabellos negros
como recuerdo. Cuando mis maestros decidieron condenarlo a muerte, el
bucle, guardado en un estuche dorado incrustado de piedras preciosas,
fue robado de debajo de su almohada mientras ella dormía y
sustituido por otro tan parecido al primero que jamás notó la
diferencia. Luego, el auténtico bucle viajó en una caravana de
camellos por la larga ruta que conduce a Peshkhauri y después hasta
el desfiladero de Zhaibar, hasta llegar a manos de los interesados.
-¡Tan
sólo un bucle de cabellos! -murmuró el noble.
-Por
medio del cual un alma se aparta de su cuerpo para atravesar enormes
abismos siderales -repuso el hombre de la esterilla. El noble lo miró
con curiosidad.
-No
sé si eres un demonio o un hombre, Khemsa -dijo finalmente-. Muy
pocos de nosotros somos lo que parecemos. Yo mismo, a quien los
kshatriyas conocen como Kerim Sha, príncipe de Iranistán , soy tan
falso como la mayor parte de los hombres. Todos son traidores de una
u otra forma, y la mitad de ellos no saben a quién sirven. En ese
sentido, al menos, yo no tengo dudas porque sirvo al rey Yezdigerd de
Turan.
-Y
yo a los Adivinos Negros de Yimsha -dijo Khemsa-, y mis amos son más
poderosos que los tuyos, ya que han logrado con sus artes lo que
Yezdigerd no pudo hacer con cien mil espadas.
Afuera,
el lamento de miles de personas parecía ascender hacia las estrellas
que tachonaban la calurosa noche vendhia.
Todos
los guerreros nobles de Ayodhya se hallaban reunidos en el gran
palacio o en sus alrededores, y en todas las puertas de entrada había
cincuenta centinelas armados con arcos. Pero la muerte entró en el
palacio real y nadie pudo impedirle el paso.
El
rey volvió a gritar desde la tarima, sacudido por un terrible
espasmo. Se oyó una vez más su voz débil y lejana, y una vez más,
la Devi se inclinó sobre él, temblando a causa de un miedo más
oscuro que la muerte.
-¡Yasmina!
¡Ayúdame! ¡Estoy lejos de mi casa mortal! Los brujos se han
llevado mi alma a través de la oscuridad azotada por los vientos.
Están intentando cortar el cordón de plata que me une a mi cuerpo
moribundo. Me rodean. Sus manos se ciernen sobre mí y sus ojos son
rojos como llamas en la oscuridad. ¡Sálvame, hermana! ¡Sus dedos
de fuego me están tocando! ¡Destrozarán mi cuerpo y condenarán mi
alma! ¿Qué es esto que se cierne sobre mí? ¡Ay!
Al
oír aquel desesperado grito de terror, Yasmina se arrojó sollozando
convulsivamente sobre el cuerpo de su hermano, impulsada por la
angustia. Los espasmos se apoderaban del cuerpo del rey. De sus
labios surgió una espuma blanca y los crispados dedos del hombre
dejaron su huella en los hombros de la joven. Pero en ese preciso
instante desapareció súbitamente el velo que cubría los ojos del
rey y éste levantó la cabeza para mirar a su hermana, a quien
reconoció.
-¡Hermano!
-sollozó la muchacha-. Hermano...
-¡Rápido!
-exclamó el rey jadeando, pero hablando con claridad-. Ya sé qué
es lo que me lleva a la pira. He hecho un largo viaje y ahora lo
comprendo. He sido embrujado por los hechiceros himelios. Me
arrancaron el alma del cuerpo para llevársela muy lejos, a una
habitación de piedra. Allí lucharon por romper el cordón plateado
de la vida y meter mi alma en el cuerpo de un ave nocturna de mal
agüero que su hechicería conjuró del infierno. ¡Ahora siento que
tratan de levantarme! Tu llanto y la presión de tus manos me
hicieron regresar, pero me voy rápidamente. Mi alma trata de
aferrarse al cuerpo, pero muy débilmente. ¡Pronto...! ¡Mátame
antes que atrapen mi alma para siempre!
-¡No
puedo! -exclamó la muchacha golpeándose el pecho con los puños.
-¡Pronto,
te lo ordeno! -gritó el moribundo con tono imperioso-. Jamás me has
desobedecido... ¡Obedece mi última orden! ¡Que mi alma parta
limpia hacia Asura! ¡Date prisa! De lo contrario, me condenarás a
una eternidad tenebrosa. ¡Pronto! ¡Obedece!
Sollozando
sin cesar, Yasmina extrajo una enjoyada daga de su vaina y la hundió
hasta la empuñadura en el pecho de su hermano. El rey se agitó y
luego permaneció inmóvil, con una sonrisa en sus labios muertos.
Yasmina profirió un grito de dolor y se arrojó al suelo, golpeando
las alfombras con los puños. Afuera se oían las campanas...
2. El bárbaro de las colinas
Chunder
Shan, gobernador de Peshkhauri, dejó a un lado su pluma de oro y
leyó cuidadosamente lo que acababa de escribir sobre el pergamino
que llevaba su sello oficial. Gobernaba en Peshkhauri desde hacía
mucho tiempo, debido a que en todo momento había calculado cada una
de sus palabras habladas o escritas. El peligro engendra precaución,
y sólo un hombre sagaz logra vivir largo tiempo en un país salvaje
en el que las ardientes mesetas vendhias se encuentran con los riscos
de los himelios. A una hora de caballo de allí se encuentran las
montañas en las que los hombres viven según la ley del cuchillo.
El
gobernador se hallaba solo en su habitación, sentado ante la mesa de
madera tallada, con incrustaciones de ébano. Por la ventana abierta
se veía un pequeño cuadrado azul de noche himelia sembrado de
grandes estrellas blancas. El parapeto cercano se había convertido
en una línea borrosa, y las almenas y alféizares apenas se
distinguían a lo lejos bajo la tenue luz de las estrellas. La
fortaleza del gobernador era muy sólida y se encontraba fuera de las
murallas de la ciudad. La brisa movía los tapices que había en las
paredes y traía los débiles sonidos de las calles de Peshkhauri. El
gobernador estaba leyendo detenidamente lo que había escrito, con
una mano delante de los ojos para protegerlos de la luz de la lámpara
de bronce que había en la habitación. Mientras leía, moviendo
ligeramente los labios, oyó el golpe seco de los cascos de los
caballos en el exterior de la barracana y luego escuchó la voz de
los centinelas.
El
gobernador, profundamente inmerso en la lectura de su carta, apenas
prestó atención. La misiva iba dirigida al wazam de Vendhia, de la
corte de Ayodhya, y, después del encabezamiento de protocolo, decía:
«Tengo
el honor de comunicar a Su Excelencia que he cumplido fielmente sus
instrucciones. Los siete nativos están bien custodiados en prisión
y envían constantemente mensajes a las montañas para que su jefe
venga personalmente a negociar su libertad. Pero éste aún no se ha
presentado, si bien ha enviado en respuesta otro mensaje en el que
declara que a menos que se libere a los prisioneros, incendiará
Peshkhauri y cubrirá la silla de su caballo con mi pellejo, si Su
Excelencia me permite tal expresión. Estoy convencido de que es muy
capaz de hacerlo, y por ello he triplicado el número de lanceros de
la guardia. El hombre no es un nativo del Ghulistán. No puedo prever
cuál será su próximo paso. Pero puesto que ése es el deseo de la
Devi...»
Al
cabo de un segundo el gobernador se levantó de su silla de marfil y
se acercó a la puerta. Tomó rápidamente la espada curva que se
encontraba sobre la mesa, y luego se detuvo en la entrada de la
habitación.
Acababa
de entrar una mujer sin anunciarse. Vestía una diáfana túnica de
gasa que dejaba ver la belleza de su cuerpo alto y esbelto. Un
transparente velo caía sobre su pecho desde un tocado sujeto a su
cabeza por una triple trenza de oro, adornada con una media luna
dorada. Sus ojos oscuros contemplaban al asombrado gobernador por
encima del velo, y a continuación descubrió su rostro con un
imperioso movimiento de su blanca mano.
-¡Devi!
El
gobernador se arrodilló inmediatamente. Tanto su sorpresa como su
confusión desmerecieron su digna obediencia. La Devi le ordenó que
se levantara con un gesto de la mano, y el gobernador se apresuró a
conducirla hacia la silla de marfil, haciendo reverencias sin cesar.
Pero sus primeras palabras fueron de reproche.
-¡Majestad,
esto es muy poco prudente! Hay peligro en la frontera. Los ataques
desde las montañas son constantes. ¿Habéis venido con un gran
séquito?
-Sí,
me acompañaron varias personas hasta Peshkhauri. Alojé a mi gente
allí y vine hasta el fuerte con mi doncella Citara. Chunder Shan
palideció horrorizado.
-¡Devi!
No acabáis de comprender el peligro que hay en todo esto. A una hora
de caballo de aquí, las colinas hierven de bárbaros profesionales
del robo y del asesinato Muchas mujeres han sido raptadas y los
hombres son acuchillados entre el fuerte y la ciudad. Peshkhauri no
es como vuestras provincias del sur...
-Pero
me encuentro aquí sana y salva -interrumpió la muchacha con un dejo
de impaciencia-. Enseñé mi sortija con el sello al centinela de la
entrada y al que está en la puerta de vuestra habitación, y me
dejaron entrar sin anunciarme y sin conocerme, pero suponiendo que se
trataba de un correo secreto de Ayodhya. No perdamos el tiempo. ¿No
habéis recibido ningún mensaje del jefe de los bárbaros?
-Ninguno,
a no ser maldiciones y amenazas, Devi. Es un hombre astuto y
desconfiado. Considera que puede ser una trampa, y quizá ello sea
comprensible. Los kshatriyas no siempre han cumplido sus promesas con
los montañeses.
-¡Debe
negociar! –exclamó Yasmina con los puños crispados.
-No
lo entiendo -repuso el gobernador moviendo la cabeza-. Cuando capturé
a esos siete hombres informé al wazam, como es costumbre, y luego,
antes que yo pudiese ahorcarlos, llegó la orden de que los retuviera
para que se comunicaran con su jefe. Eso hice, pero el hombre no ha
venido. Estos bárbaros pertenecen a la tribu de los afghulis, pero
su jefe es un extranjero de Occidente y se llama Conan. Amenacé con
ahorcarlos mañana al amanecer si no se presenta aquí.
-¡Muy
bien! -exclamó la Devi-. Has hecho bien. Y ahora te diré por qué
he dado esas órdenes. Mi hermano...
Yasmina
se detuvo, ahogada por la emoción, y el gobernador inclinó la
cabeza con el acostumbrado gesto de respeto hacia un soberano
fallecido.
-El
rey de Vendhia fue destruido por la magia -dijo finalmente Yasmina-.
Desde ese momento he decidido dedicar mi vida a destruir a sus
asesinos. Al morir me proporcionó una pista y la he seguido. He
leído el Libro de Skelos y he hablado con un sinfín de ermitaños
de las cuevas que hay debajo de Jhelai. Ahora sé cómo y quién lo
ha asesinado. Sus enemigos eran los Adivinos Negros del monte Yimsha.
-¡Por
Asura! -exclamó Chunder Shan palideciendo. Los ojos de Yasmina
parecieron atravesarlo, y a continuación preguntó:
-¿Les
temes?
-¿Quién
no les teme, Majestad? -repuso el gobernador-. Hay diablos negros
vagando por las desiertas colinas de más allá del Zhaibar. Pero la
leyenda dice que muy rara vez intervienen en las vidas de los
mortales.
-No
sé por qué asesinaron a mi hermano -dijo Yasmina-. ¡Pero he jurado
ante el altar de Asura que los destruiría a todos! Y necesito la
ayuda de un hombre de allende la frontera. Un ejército kshatriya,
sin ayuda, jamás llegaría a Yimsha.
-Sí
-musitó Chunder Shan-. Es cierto. Sería preciso luchar a cada paso
del camino contra miles de bárbaros, que se descolgarían de cada
roca para hacernos frente con sus largos cuchillos. En una ocasión
los turanios se abrieron paso entre los montes Himelios, pero
¿cuántos regresaron de Khorusún? Muy pocos hombres, que escaparon
de las espadas de los kshatriyas después de que el rey, vuestro
hermano, derrotara a sus huestes en el río Jhumda, volvieron a ver
Secunderam.
-Por
eso debo conducir a esos hombres a través de la frontera -dijo
Yasmina-. Tienen que ser individuos que conozcan bien el camino hacia
el monte Yimsha...
-Pero
las tribus temen a los Adivinos Negros y evitan la montaña infernal
-repuso el gobernador.
-Y
ese jefe Conan, ¿también les teme?
-Dudo
que ese diablo sienta temor por nada -musitó el gobernador.
-Eso
me han dicho. Por lo tanto, es el hombre con el que necesito tratar.
Él desea liberar a sus siete guerreros. Muy bien, pues su rescate
será... ¡la cabeza de los Adivinos Negros!
La
voz de Yasmina rezumaba odio al pronunciar estas palabras. Sus manos
se crisparon con fuerza sobre sus caderas. Parecía la imagen de la
ira mientras mantenía la cabeza erguida y jadeaba intensamente.
El
gobernador se arrodilló una vez más. Sabía que una mujer en ese
estado emocional era más peligrosa que una cobra ciega.
-Se
cumplirán vuestros deseos, Majestad -dijo el gobernador. Luego,
cuando la mujer pareció calmarse, agregó:
-No
puedo prever cómo reaccionará Conan. Las tribus siempre están en
pie de guerra, y tengo razones para creer que los emisarios de los
turanios las están incitando para que ataquen nuestras fronteras.
Como Vuestra Majestad sabe, los turanios se han establecido en
Secunderam y en otras ciudades del norte, aun cuando las tribus de
las montañas no hayan sido reducidas todavía. El rey Yezdigerd hace
tiempo que mira hacia el sur con codicia y es posible que busque,
mediante la traición, lo que no pudo conseguir por la fuerza de las
armas. Incluso he pensado que Conan podría ser uno de sus espías.
-Lo
veremos -repuso Yasmina-. Si siente algún afecto por sus hombres,
sin duda alguna al amanecer estará ante las puertas de la ciudad
para negociar. Pasaré la noche en la fortaleza. Llegué disfrazada
hasta Peshkhauri y alojé a mi séquito en una posada en lugar de
hacerlo en el palacio. Además de mi gente, sólo tú sabes que estoy
aquí.
-Majestad,
os escoltaré hasta vuestros aposentos -dijo el gobernador.
Cuando
atravesaron el umbral de la habitación, el gobernador hizo una señal
al guerrero que estaba allí de guardia, que saludó rápidamente,
sosteniendo entre sus manos una larga lanza.
La
doncella esperaba cubierta con un velo, al igual que su señora, en
el exterior de la habitación. El grupo recorrió un ancho y tortuoso
pasillo iluminado por humeantes antorchas y finalmente llegó a los
aposentos reservados para las visitas importantes, generales y
virreyes, en su mayor parte. Nunca un miembro de la familia real
había honrado aquellas habitaciones de la fortaleza. Chunder Shan
tenía la molesta sensación de que aquel lugar no era el más idóneo
para un personaje como la Devi, y aun cuando hizo un verdadero
esfuerzo por sentirse cómodo en su presencia, sintió un gran alivio
cuando la Devi lo despidió. Todos los sirvientes del fuerte
recibieron la orden de servir a su invitada real -aunque no se
divulgó su identidad- y el gobernador colocó un pelotón de
lanceros ante sus puertas, entre ellos el guerrero que siempre
vigilaba la suya. Pero, en su preocupación, olvidó reemplazar a su
centinela particular.
Hacía
poco que el gobernador se había retirado cuando Yasmina recordó
súbitamente que deseaba discutir otro asunto con él. Se refería al
pasado de un tal Kerim Sha, un noble de Iranistán que había
residido durante cierto tiempo en Peshkhauri antes de establecerse en
la corte de Ayodhya. En Yasmina se había despertado una vaga
sospecha respecto a ese hombre al verlo en Peshkhauri aquella misma
noche. Se preguntó si la habría seguido desde Ayodhya. Como era una
Devi de carácter poco corriente, Yasmina no llamó al gobernador a
sus aposentos, sino que fue a su habitación.
Al
entrar en su cuarto, Chunder Shan cerró la puerta y se dirigió
hacia la mesa. Tomó la carta que había escrito y la rompió en
pedazos. En ese preciso instante oyó un suave ruido en el parapeto
cercano y vio una silueta recortada contra la luz de las estrellas.
El hombre que había allí se dejó caer en el interior de la
habitación. La luz se reflejó en una larga hoja de acero que
sostenía en la mano.
-¡Silencio!
-advirtió-. ¡Si haces un solo ruido te enviaré a hacerle compañía
al diablo!
El
gobernador interrumpió el movimiento que acababa de iniciar para
coger la espada que estaba apoyada sobre la mesa. Pero comprendió
inmediatamente que se hallaba al alcance del largo cuchillo zhaibar
que brillaba en la mano del intruso. En seguida se dio cuenta de que
se trataba de un habitante de las montañas.
El
hombre era alto, fuerte y ágil. Estaba vestido como un bárbaro de
las montañas, pero su rostro oscuro y sus ojos azules no conjugaban
con el resto.
Chunder
Shan jamás había visto un hombre como ése. No se trataba de un
oriental, sino más bien de un bárbaro de Occidente. Pero su aspecto
era indomable y feroz como el de los miembros de las tribus que
habitaban en las montañas de Ghulistán.
-Vienes
como un ladrón nocturno -dijo con serenidad el gobernador
recuperando su compostura, aun cuando en ese preciso momento recordó
que en el exterior no había ningún guardia. Pero el intruso no
podía estar al tanto de ese detalle.
-Subí
por un bastión -gruñó el hombre de las montañas-. Un centinela
asomó la cabeza por una almena, justo a tiempo para que pudiera
golpearlo con la empuñadura de mi daga.
-¿Eres
Conan?
-¿Qué
otro podría ser? Enviaste mensajes a las montañas en los que decías
que viniese a negociar contigo. ¡Pues ya estoy aquí, por Crom!
Apártate de esa mesa si no quieres que te abra las entrañas.
-Simplemente
deseo tomar asiento -repuso el gobernador dejándose caer con todo
cuidado sobre su silla de marfil, que inmediatamente apartó de la
mesa. Conan se movía delante de él, inquieto, mirando con recelo
hacia la puerta y tocando con la yema de un dedo el filo de su
cuchillo de un metro de largo. No caminaba como un afghuli y actuaba
abiertamente, mientras que cualquier oriental lo hubiera hecho con
más sutileza.
-Tienes
a siete de mis hombres -dijo de repente-. Rechazaste el rescate que
te ofrecí. ¿Qué diablos quieres?
-Discutamos
las condiciones -repuso Chunder Shan con calma.
-¿Condiciones?
-preguntó Conan con un tono de peligrosa indignación-. ¿Qué
quieres decir? ¿No te he ofrecido oro? Chunder Shan se echó a reír.
-¿Oro?
Hay más oro en Peshkhauri del que puedas haber visto en toda tu
vida.
-"-Eres
un embustero -repuso Conan-. He visto el mercado de orfebres de
Khorusún.
-Bien,
pues entonces más que el que haya podido ver en su vida un afghuli
-rectificó Chunder Shan-. Y ésa es solamente una parte del tesoro
de Vendhia. ¿Para qué querríamos oro? Para nosotros sería mucho
más ventajoso colgar a esos siete ladrones.
Conan
profirió un terrible juramento y la larga hoja de su sable tembló
durante un segundo en su mano, al tiempo que todos los músculos de
sus brazos se ponían en tensión.
-¡Te
voy a abrir la cabeza como si fuera un melón maduro! En los ojos de
Conan brillaba la indignación, pero Chunder Shan se encogió de
hombros sin dejar de mirar la hoja de acero.
-Puedes
matarme fácilmente y luego escapar por ese muro. Pero eso no
salvaría la vida de tus siete hombres. Los míos seguramente los
ahorcarían. Y esos hombres son jefes de los afghulis.
-Lo
sé -repuso Conan-. La tribu no hace más que vociferar a mis
espaldas porque aún no he conseguido su libertad. Dime claramente lo
que deseas, porque, ¡por Crom que si no hay más remedio, conduciré
a toda una horda de salvajes hasta las mismas puertas de Peshkhauri!
Chunder
Shan miró al hombre que se hallaba de pie ante él, sosteniendo el
largo cuchillo en una mano, al tiempo que lo miraba con expresión
salvaje, y no dudó de que sería capaz de cumplir su amenaza. El
gobernador no creía que ninguna horda de las montañas pudiese
conquistar Peshkhauri, pero tampoco deseaba que aquellos bárbaros
arrasaran la campiña.
-Hay
una misión que debes llevar a cabo -repuso midiendo escrupulosamente
sus palabras-. Hay que...
Conan
saltó hacia atrás y se dio media vuelta para mirar hacia la puerta,
enseñando los dientes como un animal salvaje. Su fino oído había
captado un leve ruido de pisadas al otro lado de la puerta. En ese
preciso instante ésta se abrió y entró apresuradamente en la
habitación una mujer con túnica de seda, que cerró la puerta a sus
espaldas... Al ver al bárbaro de las montañas, se detuvo.
Chunder
Shan se puso en pie de un salto. Su corazón latía aceleradamente.
-¡Devi!
-exclamó involuntariamente, perdiendo la calma por un momento.
-¡Devi!
-exclamó Conan como si fuera un eco de las palabras del gobernador.
Shan
comprendió que Conan se había dado cuenta de todo, y que en sus
fogosos ojos azules brillaba una chispa maliciosa.
El
gobernador gritó con desesperación y cogió su espada, pero Conan
se movió con la velocidad de un huracán. Dio un salto y derribó a
Shan con un golpe salvaje aplicado con la empuñadura de su cuchillo,
asió con violencia a la Devi por un brazo y luego se encaramó a la
ventana. Chunder Shan luchó por ponerse en pie apresuradamente y vio
que en el alféizar de la ventana se agitaban los blancos brazos y
las faldas de seda de la Devi. Luego oyó el grito fiero y desafiante
de Conan:
-¡Y
ahora atrévete a ahorcar a mis hombres!
Entonces
Conan saltó el muro, sin soltar a su presa, y desapareció. Hasta
los oídos de Shan llegó el grito salvaje del bárbaro de las
montañas.
-¡Guardias!
¡Guardias! -gritó el gobernador, que se dirigió hacia la puerta
tambaleándose. La abrió y salió al amplio vestíbulo. Sus gritos
resonaron con mil ecos por los corredores, y varios guerreros
acudieron corriendo. Quedaron perplejos al ver la sangre que manaba
de la cabeza del gobernador.
-¡Que
salgan inmediatamente los lanceros! -bramó-. ¡Acaba de producirse
un secuestro!
Aun
en medio de su agitación, de su dolor físico y de su desesperación,
el gobernador tuvo suficiente sentido común como para ocultar la
verdad. De repente, oyó en el exterior el súbito galope de un
caballo, un grito femenino y un alarido bárbaro de triunfo.
El
gobernador corrió hacia la escalera, seguido por los asustados
guardianes. En el patio del fuerte siempre había un pelotón de
lanceros junto a sus caballos, dispuestos a salir galopando al primer
aviso. Chunder Shan condujo a su escuadrón de lanceros a galope tras
el fugitivo, aun cuando tenía que asirse con ambas manos a la silla
a causa del terrible dolor que sentía en la cabeza. No divulgó la
identidad de la víctima. Sólo dijo que la mujer noble que mostraba
el sello real había sido raptada por el jefe de los afghulis. El
secuestrador se había perdido de vista, pero no cabían dudas acerca
del camino que seguiría: el que conducía directamente a la boca del
Zhaibar. No había luna. Bajo la luz de las estrellas apenas se
distinguían las cabañas de los campesinos. Pronto quedaron tras
ellos el tétrico bastión del fuerte y las torres de Peshkhauri.
Delante de ellos se alzaban los negros muros de los montes Himelios.
3.
Khemsa emplea su magia
En
medio de la confusión reinante en el fuerte mientras la guardia
recibía la alerta, nadie advirtió que la muchacha que había
acompañado a la Devi se deslizaba a través de la enorme puerta
abovedada y luego desaparecía en la oscuridad. Corrió directamente
hacia la ciudad, recogiéndose las faldas. No siguió la ruta normal,
sino que atravesó los campos y las colinas, eludiendo vallas y
saltando por encima de los canales de riego con la misma seguridad
que si fuese pleno día y con la misma agilidad que un entrenado
varón. El ruido de los cascos de los caballos de la guardia ya se
había apagado en las montañas antes de que la muchacha alcanzara
los muros de la ciudad. No se acercó a la puerta de entrada, en la
que siempre había lanceros de guardia. Siguió caminando a lo largo
del muro hasta llegar a cierto lugar desde el que se divisaba la
aguja de una torre por encima de las almenas. Luego se llevó ambas
manos a la boca y lanzó un grito gutural que sonó extrañamente.
Inmediatamente
se asomó una cabeza en el alféizar de la ventana y cayó una soga
desde lo alto. La muchacha colocó un pie en el lazo que había en su
extremo y luego levantó un brazo. En seguida unos fuertes brazos
tiraron de la soga y la joven ascendió apresuradamente. Un momento
después se hallaba de pie sobre las almenas y encima de un tejado
plano que cubría una casa construida en el mismo muro. Allí había
una trampilla abierta, y junto a ella se encontraba un hombre vestido
con una túnica de pelo de camello, que comenzó a enrollar la larga
soga en silencio, sin dar la menor muestra de cansancio después de
haber jalado a la mujer desde una altura de diez metros.
-¿Dónde
está Kerim Sha? -preguntó la muchacha, jadeando por el esfuerzo.
-Durmiendo
aquí abajo, en la casa. ¿Hay novedades?
-Conan
acaba de raptar a la Devi en la fortaleza y se la ha llevado a las
montañas -contestó la joven apresuradamente.
El
rostro de Khemsa no denotó la menor emoción. Se limitó a asentir
con un movimiento de la cabeza y dijo con calma:
-A
Kerim Sha le alegrará saber eso.
-¡Espera!
La
muchacha le rodeó el cuello con sus brazos. Jadeaba intensamente,
pero no sólo por el esfuerzo realizado. Sus ojos brillaban como
azabaches a la luz de las estrellas. Su rostro estaba muy cerca del
de Khemsa, pero éste, aunque se sometía a su abrazo, no le
correspondió.
-¡No
se lo digas al hirkanio! -dijo ella-. ¡Aprovechemos esto para
nosotros! El gobernador se ha ido a las montañas con sus jinetes,
pero es como si intentara cazar a un fantasma. No ha dicho a nadie
que se trata de la Devi. Sólo nosotros lo sabemos.
-Pero
¿qué beneficio puede reportarnos? -preguntó el hombre-. Mis amos
me han ordenado que vaya a donde está Kerim Sha para ayudarlo en
todo lo que pueda...
-¡Ayúdate
a ti mismo! -exclamó la joven fogosamente-. ¡Sacúdete ese yugo de
encima!
-¿Quieres
decir que... desobedezca a mis maestros? -preguntó asombrado el
hombre, al tiempo que su cuerpo se congelaba entre los brazos de la
muchacha.
-¡Sí!
-repuso la joven mientras le sacudía, impulsada por la emoción-.
¡Tú también eres un mago! ¿Por qué emplear tus poderes sólo
para elevar a otros? ¡Emplea tus artes en tu propio beneficio!
-¡Eso
está prohibido! -repuso Khemsa, jadeando y temblando-. No pertenezco
al Círculo Negro. Solamente bajo las órdenes de mis amos me
atrevería a usar los conocimientos que me han transmitido.
-¡Sí
que puedes hacerlo! -replicó la muchacha apasionadamente-. Te lo
ruego. Conan se ha llevado a la Devi como rehén por los siete
hombres que el gobernador tiene en prisión. Destrúyelos a fin de
que Chunder Shan no pueda emplearlos para recuperar a la Devi. Luego
iremos a las montañas y se la quitaremos a los afghulis. Nada podrán
hacer con sus cuchillos frente a tu magia. El tesoro de los reyes
vendhios será nuestro, como rescate... y luego, cuando lo tengamos
en nuestras manos, podremos engañarlos y vender a la Devi al rey de
Turan. Seremos más ricos de lo que jamás podríamos soñar.
Entonces compraremos guerreros, tomaremos Khorbhul, expulsaremos a
los turanios de las montañas y enviaremos nuestras huestes al sur.
¡Seremos reyes de todo un imperio!
Khemsa
temblaba como la hoja de un árbol bajo el viento. Su rostro se había
vuelto gris bajo la luz de las estrellas y por su frente se
deslizaban unas gruesas gotas de sudor.
-¡Te
amo! -exclamó la muchacha fieramente, apretando su cuerpo contra el
del hombre, casi ahogándolo con sus brazos-. ¡Haré de ti un gran
rey! ¡Por tu amor he traicionado a mi señora! ¡Tú debes
traicionar a tus maestros por amor a mí! ¿Por qué temer a los
Adivinos Negros? ¡Ya has violado una de sus leyes amándome! ¡Eres
tan fuerte como ellos!
Ni
siquiera un hombre de hielo habría podido soportar el calor de la
pasión de la joven. Khemsa emitió un grito inarticulado y la apretó
contra sí, luego se inclinó hacia ella y cubrió con apasionados
besos sus ojos, su rostro, sus labios.
-¡Lo
haré! -murmuró con voz ronca, al tiempo que se tambaleaba como un
borracho-. Utilizaré las artes que me han enseñado en mi propio
beneficio y no en el de mis maestros. Seremos los dueños del mundo.
-¡Entonces,
ven...!
La
joven se apartó de él, lo cogió de la mano y lo condujo hacia la
trampilla abierta, al tiempo que agregaba:
-Primero
debemos asegurarnos de que el gobernador no cambiará a esos siete
afghulis por la Devi.
Khemsa
se movía como en un sueño. Luego descendieron por una escalera y la
muchacha se detuvo delante de una habitación. Kerim Sha yacía sobre
un diván, inmóvil. La joven le apretó el brazo a Khemsa y luego
hizo un rápido gesto atravesando su propia garganta. Khemsa levantó
una mano. Luego, su expresión cambió y dio un paso hacia atrás.
-He
comido su pan y su sal -musitó-. Además, no será un obstáculo
para nosotros.
A
continuación, condujo a la muchacha a través de una puerta
orientada hacia una escalera exterior. Cuando se apagó el sonido de
sus pasos volvió a reinar el silencio y el hombre del diván se
despertó. Kerim Sha se enjugó el sudor que perlaba su frente. No le
asustaba el cuchillo, pero temía a Khemsa igual que a un reptil
venenoso.
-Las
personas que conspiran sobre los tejados deberían cuidarse de bajar
el tono de voz -murmuró el hombre-. Pero dado que Khemsa se ha
rebelado contra sus maestros y puesto que él era mi único contacto
con ellos, en lo sucesivo no podré contar con la ayuda de aquellos.
De ahora en adelante jugaré la partida a mi manera.
Se
puso en pie y se acercó rápidamente a una mesa, sacó de su cinto
una pluma y un pergamino y garrapateó unas líneas:
«A
Khosru, gobernador de Secunderam: Conan el cimmerio se ha llevado a
la Devi Yasmina a la aldea de los afghulis. Es una buena oportunidad
para que la Devi caiga en nuestras manos, tal como desea el rey desde
hace tanto tiempo. Envía de inmediato tres mil jinetes. Me reuniré
con ellos en el valle de Gurashah con guías nativos.»
Firmó
la nota con un nombre que, evidentemente, no era Kerim Sha.
A
continuación extrajo una paloma mensajera de una jaula dorada y
sujetó la nota en forma de pequeño cilindro a una de sus patas,
empleando un hilo de oro. Después se acercó a una almena y soltó
la paloma en el aire de la noche. El animal revoloteó intentando
orientarse, hasta que finalmente se alejó como una sombra. Luego
Kerim Sha tomó su casco, su espada y su capa, salió apresuradamente
de la habitación y descendió por la escalera exterior.
La
prisión de Peshkhauri estaba separada del resto de la ciudad por
medio de un grueso muro en el que se destacaba una enorme puerta de
hierro debajo de un arco. Sobre éste ardía una antorcha y junto a
la puerta había un guerrero armado con escudo y lanza, sentado en
cuclillas, de guardia.
El
hombre, que estaba apoyado sobre su lanza y bostezaba, se puso en pie
de un salto cuando advirtió a su lado la presencia de un hombre al
que no había oído llegar. Éste vestía una túnica de pelo de
camello y llevaba un turbante verde en la cabeza.
-¿Quién
eres? -preguntó el centinela adelantando su lanza.
El
extraño no pareció perturbarse en lo más mínimo, aun cuando la
punta de la lanza estaba apoyada en su pecho. Su mirada sostuvo la
del guerrero con una extraña y serena intensidad.
-¿Cuál
es tu obligación? -preguntó a su vez el recién llegado.
-Vigilar
la puerta -repuso el guerrero en forma mecánica, manteniéndose
rígido como una estatua, con los ojos centelleantes.
-¡Mientes!
¡Tu obligación es obedecerme! Has mirado a mis ojos y tu alma ya no
te pertenece. ¡Abre esa puerta!
Con
movimientos mecánicos y el rostro petrificado, el centinela se dio
media vuelta, extrajo una enorme llave de su cinto y abrió
rápidamente la puerta. Luego se puso firme, mirando fijamente al
vacío.
De
las sombras surgió una mujer que tomó ansiosamente al hipnotizador
por el brazo.
-Ordénale
que vaya a buscar caballos, Khemsa -musitó.
-No
es necesario -repuso el rakhsha.
Luego
levantó ligeramente la voz y se dirigió al centinela.
-Ya
no te necesito. ¡Mátate!
Como
un hombre en trance, el guerrero apoyó el extremo inferior de su
lanza contra la base del muro y la punta afilada debajo de sus
costillas. Luego se dejó caer lenta e imperturbablemente sobre el
arma, hasta que ésta le salió por la espalda.
La
muchacha lo miró fascinada, con una expresión morbosa, hasta que
Khemsa la tomó por un brazo y la condujo a través de la puerta. Las
antorchas iluminaban un estrecho espacio que había entre el muro
exterior y uno interior más bajo, en el que se veían unas puertas
en forma de arco situadas a intervalos. Un guerrero vigilaba el
lugar, y al ver que la puerta se abría, se acercó despacio,
absolutamente seguro de la inviolabilidad de la fortaleza, hasta que
Khemsa y la muchacha entraron. El rakhsha no perdió tiempo en
hipnotizar al hombre. Mientras tanto, la muchacha observó toda la
escena atónita, pensando que aquello era pura magia. El centinela
bajó su lanza amenazadoramente y abrió la boca para dar la alarma
que haría salir a numerosos guardias que se encontraban al final del
pasillo. Khemsa apartó a un lado la lanza como si fuera una paja y
movió su mano derecha como si estuviera acariciando el cuello del
guerrero. Éste cayó hacia adelante sin emitir un solo sonido. Su
cabeza se balanceaba de forma impresionante en el cuello fracturado.
Khemsa
ni siquiera lo miró. Se dirigió directamente a una de las puertas
en forma de arco y apoyó la mano sobre la enorme cerradura de
bronce. La puerta se abrió con un chirrido siniestro. La muchacha,
que iba detrás de Khemsa, vio que la puerta de madera se había
hecho astillas, que las cerraduras de bronce estaban arrancadas y las
enormes bisagras rotas y separadas de los marcos. Un ariete de mil
kilos accionado por cuarenta hombres no hubiera podido destrozarla
tan perfectamente. Khemsa estaba ebrio de libertad y de poder, y
sembraba a su alrededor demostraciones de fuerza, al igual que un
joven gigante que derrochara un vigor innecesario impulsado por el
orgullo de su poderío.
La
destrozada puerta daba a un pequeño patio iluminado por otra
antorcha. Frente a la puerta había una ancha reja de hierro. Una
mano peluda se crispaba sobre los barrotes, y la oscuridad del fondo
constituía un marco idóneo para el fulgor de unos ojos blancos.
Khemsa
permaneció inmóvil y en silencio por un momento, mirando las
sombras, desde donde unos ojos le devolvieron la mirada con ardiente
intensidad. Entonces buscó algo debajo de su túnica. De su mano
salió una suave nube de finísimo polvo que cubrió todo en un
segundo. Un fuego de color verde iluminó el lugar. Bajo el suave
fulgor se destacaron con nitidez las siluetas de siete hombres de
pie, inmóviles tras los barrotes. Se trataba de individuos altos,
peludos, vestidos con harapos. No hablaron, pero en sus ojos brilló
el fuego de la muerte y sus peludos dedos se crisparon una vez más
sobre las rejas.
El
fuego se desvaneció, pero permaneció el fulgor verdoso. Era como
una bola de color esmeralda que temblaba a los pies de Khemsa. Los
ojos de los guerreros estaban fijos en ella. La bola se movía y se
alargaba. Luego se convirtió en una fina columna de humo verde, que
ascendió suavemente en espiral. Se agitaba como una sombría
serpiente que aumentaba de tamaño, adquiriendo constantemente nuevas
formas. Luego adoptó la forma de una nube y se extendió por el
suelo, avanzando lentamente hacia los barrotes. Los hombres la
miraban con los ojos desorbitados. Las rejas temblaron bajo la
presión de sus manos. Abrieron la boca, pero eran incapaces de
emitir un solo sonido. La nube verde llegó hasta los barrotes y por
un segundo ocultó a los siete hombres. Entonces se extendió como si
fuera una espesa niebla y formó un muro impenetrable. Desde el otro
lado surgió un sonido ahogado, como el de un hombre que se arroja
súbitamente al agua.
Khemsa
tocó con suavidad el brazo de la muchacha, que se hallaba a su lado
contemplando la escena con los ojos desorbitados y con la boca
abierta por el asombro. Se alejó mecánicamente en compañía de
Khemsa, mirando por encima de su hombro. La verde neblina se estaba
desvaneciendo. Cerca de los barrotes vio unos pies calzados con
sandalias, con los dedos hacia arriba, y luego las borrosas siluetas
de otros hombres tendidos en la misma posición.
Mientras
tanto, Khemsa decía:
-Y
ahora, iremos en busca del caballo más rápido que haya habido jamás
en un establo. Estaremos en Afghulistán antes del amanecer.
4.
Encuentro en el desfiladero
Yasmina
no recordaba claramente los detalles de su secuestro. Lo inesperado y
violento de la acción la había aturdido. Sólo tenía la confusa
sensación de haber experimentado un verdadero torbellino de
acontecimientos... la fuerza de un poderoso brazo, los ojos
brillantes de su raptor y su fogoso aliento, que parecía abrasarle
la carne. Recordaba el salto desde la ventana hasta el parapeto, la
loca carrera a través de almenas y tejados, cuando sintió un temor
espantoso de caer, y luego el rápido descenso por una soga hasta
otra almena. El hombre había bajado por la cuerda con su prisionera
tendida sobre uno de sus hombros. Luego la subió a un magnífico
corcel que parecía volar. Todo esto formaba un caos de recuerdos en
la mente de la Devi.
A
medida que se fueron aclarando las ideas de la joven, sus primeras
sensaciones fueron de rabia y vergüenza. Estaba atónita. Los
gobernantes de los dorados reinos situados al sur de los montes
Himelios eran considerados casi divinos, y ella era la Devi de
Vendhia. El miedo quedó ahogado por la ira. Gritó con furia y
comenzó a luchar. ¡Ella, Yasmina, transportada sobre el caballo de
un jefe de las montañas, como si fuera una ramera del mercado! El
hombre simplemente apretó el brazo de la joven y ésta experimentó,
por primera vez en su vida, el poder de una fuerza física superior.
Los brazos del hombre eran como de hierro. Luego la miró y sonrió
con picardía. Sus blancos dientes brillaron bajo la luz de las
estrellas. Las riendas colgaban flojas sobre la crin del fogoso
caballo, y todos los músculos del enorme animal se ponían en
tensión cuando galopaba haciendo temblar el sendero. Pero Conan
cabalgaba con total indiferencia, casi descuidadamente, como un
centauro.
-¡Perro
de las montañas! -dijo la muchacha jadeando y temblando de
vergüenza, cólera y desamparo-. ¡Cómo te atreves! ¡Cómo te
atreves a...! ¡Pagarás esto con tu vida! ¿Adonde me llevas?
-A
las aldeas de Afghulistán -repuso Conan, mirándola por encima del
hombro.
Detrás
de ellos comenzaban a encenderse las antorchas en los muros de la
fortaleza. De repente distinguió un fulgor mucho más intenso, lo
que significaba que se había abierto la enorme puerta de entrada.
Conan lanzó una sonora carcajada y exclamó:
-El
gobernador envía a sus jinetes tras nosotros. ¡Por Crom que le
vamos a dar un poco de trabajo! ¿Qué opinas tú, Devi? ¿Crees que
pagarán siete hombres por una princesa kshatriya?
-Enviarán
a un ejército para ahorcarte a ti y a tu banda de diablos -repuso la
joven con absoluta convicción.
Conan
se echó a reír y colocó a la muchacha más cómoda entre sus
brazos. Pero la joven consideró aquello como una afrenta más y
renovó su lucha inútil, hasta que comprendió que sus esfuerzos
sólo lograban divertir al hombre, y procuró tranquilizarse.
Incluso
sintió que su ira se desvanecía ante el espanto cuando entraron por
la boca del desfiladero, situada en las oscuras murallas que se
alzaban como un gigantesco bastión que impedía avanzar. Era como si
un gigantesco cuchillo hubiera cortado el Zhaibar en la sólida roca.
A ambos lados se alzaban las abruptas pendientes a miles de metros de
altura, y la boca del desfiladero estaba completamente oscura. Conan
no veía bien, pero conocía el camino a la perfección. Sabiendo que
bajo la luz de las estrellas cabalgaban tras él varios hombres
armados, no refrenó al caballo. El fuerte animal aún no daba
muestras de cansancio. Galopó desesperadamente por el sendero que
había en el centro del valle, luego subió por la ladera de una
montaña y, después de pasar con dificultad por el risco cuyos
bordes estaban formados por pizarra resbaladiza, tomó un camino que
pasaba por el lado izquierdo del muro.
Ni
siquiera Conan pudo distinguir en aquella oscuridad la emboscada que
le tendían los indígenas zhaibar. Cuando atravesaron la negra boca
de una garganta que se abría al desfiladero, una jabalina pasó
silbando a su lado y se hundió en los flancos del caballo. El animal
relinchó de dolor y cayó hacia adelante, después de haber amainado
el paso. Pero Conan había reconocido el silbido de la jabalina y
actuó con fantástica rapidez.
Cuando
el caballo se cayó, Conan saltó en el aire sosteniendo a la joven
entre sus brazos para protegerla y evitar que se golpeara contra las
rocas. Se puso en pie con la agilidad de un felino, depositó a la
muchacha en una grieta abierta en las rocas y se lanzó a la
oscuridad desenvainando su daga.
Yasmina,
aturdida por la rapidez de los acontecimientos, no entendía muy bien
lo que había ocurrido. De repente vio una forma vaga que surgía de
las sombras, unos pies descalzos que emitían un sonido ahogado sobre
la piedra y unos harapos que flotaban bajo la brisa nocturna. Luego
distinguió el brillo del acero contra el acero, y acto seguido el
espantoso crujido de huesos cuando el largo cuchillo del cimmerio le
partió el cráneo a uno de sus enemigos.
Conan
saltó hacia atrás y se agachó debajo de unas rocas. Los hombres
seguían moviéndose a oscuras, y en ese momento se oyó una voz
tronante que decía:
-¿Qué
sucede, perros? ¿Os acobardáis? ¡Adelante, malditos, cogedlos!
Conan
se movió, miró en la oscuridad y gritó:
-¡Yar
Afzal! ¿Eres tú?
Se
oyó una maldición y la otra voz respondió:
-¿Conan?
¿Eres tú, Conan?
-¡Sí!
-respondió el cimmerio echándose a reír-. ¡Adelante, viejo perro
guerrero! He matado a uno de tus hombres.
Hubo
un movimiento entre las rocas, una luz brilló tenuemente y luego
Conan vio avanzar una llama en dirección a él. Bajo su fulgor se
recortó un fiero rostro barbudo. El hombre levantó la antorcha y
alargó el cuello para examinar las rocas. En la otra mano sostenía
una enorme espada curva. Conan dio un paso adelante, envainando su
cuchillo, y el otro hombre bramó un alegre saludo.
-¡Vaya,
si es Conan! ¡Salid de vuestro escondite entre las rocas, perros!
¡Es Conan!
Los
demás hombres se apiñaron alrededor del círculo de luz. Eran
individuos barbudos, de aspecto salvaje, con los ojos de lobo y
largos cuchillos en la mano. No vieron a Yasmina porque estaba oculta
detrás del voluminoso cuerpo de Conan. Pero desde su escondite, por
primera vez en esa noche, la joven sintió verdadero terror. Aquellos
hombres parecían lobos más que seres humanos.
-¿Qué
estás cazando por la noche en el Zhaibar, Yar Afzal? -preguntó
Conan al corpulento jefe, que sonrió como un vampiro.
-¿Quién
sabe lo que puede ocurrir en el desfiladero después del anochecer?
Los wazulis somos halcones nocturnos. Pero ¿qué haces tú aquí,
Conan?
-Tengo
una prisionera -repuso el cimmerio.
Se
apartó a un lado y dejó a la joven al descubierto. Luego extendió
una mano y la empujó hacia adelante. La muchacha temblaba de pies a
cabeza.
El
imperioso porte de Yasmina había desaparecido. Miró tímidamente el
círculo de rostros barbudos y sintió un profundo agradecimiento
hacia el brazo que la sostenía posesivamente. La antorcha se acercó
más a ella y surgió una exclamación de admiración de los labios
de todos los hombres allí presentes.
-Es
mi prisionera -advirtió Conan mirando significativamente al hombre
que acababa de matar y cuyo cadáver era iluminado por la luz de la
antorcha-. Me la llevaba a Afghulistán, pero ahora habéis matado a
mi caballo, y los kshatriyas me están pisando los talones.
-Ven
con nosotros a nuestra aldea -sugirió Yar Afzal-. Tenemos caballos
escondidos en la garganta de la montaña. No podrán seguirnos en la
oscuridad. ¿Dices que te siguen de cerca?
-Tanto
que ya oigo el ruido de los cascos de sus caballos -repuso Conan con
gesto lúgubre.
De
inmediato, los hombres se pusieron en movimiento. Se apagó la
antorcha y las andrajosas figuras se fundieron como fantasmas en la
oscuridad. Conan tomó a la Devi en brazos. La joven no se resistió.
El terreno rocoso le hacía daño en los pies, que iban calzados con
finas zapatillas de seda. Se sentía pequeña y desamparada en
aquella terrible oscuridad.
Al
notar que la joven temblaba a causa del viento helado que soplaba en
los desfiladeros, Conan arrancó la capa de un guerrero y cubrió a
Yasmina con ella. También le ordenó en voz baja que no hiciera el
menor ruido. Yasmina no oía el distante sonido de cascos que
alertaba a los hombres de las montañas, pero se sentía demasiado
atemorizada como para desobedecer.
No
veía nada en absoluto, con excepción del pálido fulgor de las
estrellas, pero se dio cuenta de que acababan de entrar en la
profunda garganta montañosa cuando aumentó la oscuridad. Al cabo de
un rato se oyó el inquieto movimiento de unos caballos. Murmuraron
unas palabras y Conan montó en el corcel del hombre al que había
matado. Colocó a la joven sobre la silla de montar, delante de él.
El grupo subió silenciosamente por la sombría garganta. Sólo se
oía el ruido de cascos de caballos. Dejaron al animal y al hombre
muertos en medio del camino, que media hora después fueron hallados
por los jinetes de la fortaleza. Reconocieron que se trataba de un
wazuli y llegaron a sus propias conclusiones.
Yasmina,
acurrucada en brazos de su raptor, se estaba durmiendo a pesar suyo.
El movimiento del caballo, aunque era irregular, tenía un cierto
ritmo que, combinado con la lasitud y el agotamiento emocional, la
impulsaron al sueño. Había perdido todo sentido del tiempo y de la
orientación.
Percibió
vagamente que habían cesado todos los ruidos y que luego la
levantaron y se la llevaron. Después sintió que su cuerpo
descansaba sobre unas suaves hojas susurrantes. Colocaron una prenda
doblada bajo su cabeza, tal vez una túnica, y tendieron la capa que
la había envuelto durante el viaje sobre su cuerpo. Luego oyó reír
a Yar Afzal.
-Magnífico
premio, Conan. Digno de un jefe de los afghulis.
-No
es para mí -musitó Conan-. Con esta mujer compraremos la vida de
mis siete hombres, ¡maldita sea su alma!
Fueron
las últimas palabras que oyó la joven antes de sumirse en un
profundo sueño.
Mientras
Yasmina dormía, hombres armados cabalgaban por las oscuras montañas
y se decidía el destino de los reinos. Las estrellas lanzaban
destellos sobre sus cascos y espadas.
Una
de estas bandas se hallaba en la negra boca de un desfiladero cuando
los veloces cascos se perdieron a lo lejos. Su jefe, un hombre
corpulento que llevaba un casco sobre la cabeza y una capa bordada en
oro sobre los hombros, levantó una mano y permaneció así hasta que
los jinetes desaparecieron. Luego se echó a reír suavemente.
-¡Han
debido perderse! O de lo contrario se han dado cuenta de que Conan
llegó a las aldeas de los afghulis. Serán necesarios muchos jinetes
para desalojar esa colmena. Al amanecer habrá escuadrones enteros
cabalgando por el Zhaibar.
-Si
hay lucha en las montañas, seguramente habrá botín -susurró una
voz detrás de él en el dialecto de los irakzai.
-Habrá
botín -repuso el hombre del casco-. Pero antes tendremos que
alcanzar el valle de Gurashah y esperar a los jinetes que galoparán
hacia el sur, desde Secunderam, antes del amanecer.
El
individuo tomó las riendas de su caballo y salió del desfiladero.
Sus hombres lo siguieron de cerca. Eran treinta fantasmas harapientos
bajo la luz de las estrellas.
5. El caballo negro
El
sol estaba ya muy alto cuando Yasmina se despertó. No se sobresaltó;
ni siquiera preguntó dónde estaba. Se despertó con pleno
conocimiento de todo lo que había ocurrido. Sus esbeltos brazos y
piernas estaban entumecidos por el largo viaje, y su firme carne
todavía parecía sentir el contacto del musculoso brazo que la había
llevado tan lejos.
Estaba
tendida sobre una piel de cabra que había encima de un jergón de
hojas secas en el suelo de tierra apisonada. Una chaqueta de piel de
cordero le servía de almohada y una andrajosa capa hacía las veces
de manta. La habitación era grande. Tenía una enorme puerta de
bronce, que seguramente había sido robada en alguna ciudad de la
frontera vendhia. Frente a ella había una abertura hecha en el muro
y cerrada con varios barrotes de madera. Al otro lado del enrejado,
Yasmina vio un magnífico corcel negro masticando sobre una pila de
heno seco. El edificio era fuerte, y tenía la vivienda y el establo
en una misma pieza.
En
el otro extremo de la habitación, una muchacha ataviada con la
túnica y los anchos pantalones de las mujeres de las montañas
estaba agachada junto a un pequeño fuego, asando trozos de carne
sobre una parrilla de hierro sostenida por unos bloques de piedra. La
salida de humo se encontraba a poca distancia del suelo y parte de él
ascendía hacia allí. El resto flotaba por toda la habitación.
La
muchacha de las montañas miró a Yasmina por encima del hombro.
Tenía un rostro agradable de rasgos muy marcados. Luego siguió
cocinando. Se oyeron unas voces en el exterior. La puerta se abrió
violentamente, de un puntapié, y por ella entró Conan. Parecía más
grande que nunca con el sol de la mañana a sus espaldas, y Yasmina
notó algunos detalles que había pasado por alto la noche anterior.
Las ropas que llevaba Conan estaban limpias y sin rasgar. El ancho
cinto bakhariota que sostenía la daga de vaina ornamentada era digna
de un príncipe, y bajo su camisa se veía una fina cota de malla
turania.
-Tu
prisionera está despierta, Conan -dijo la muchacha wazuli.
El
cimmerio gruñó algo ininteligible, se acercó al fuego con dos
largas zancadas y dejó caer los trozos de carne en un plato de
piedra.
La
joven lo miró y rió con picardía, y Conan sonrió con gesto
lobuno. Introdujo un pie debajo del vestido de la muchacha y la tiró
al suelo. La joven pareció divertirse enormemente con aquella broma
ruda, pero Conan no le prestó más atención. Tomó un trozo de pan
y una jarra de vino de un rincón de la habitación y se los llevó a
Yasmina, que acababa de ponerse en pie sobre el jergón y lo miraba
con expresión dubitativa.
-Un
poco ordinario para una Devi, muchacha -dijo Conan-, pero es lo mejor
que tenemos. Al menos, llenará tu estómago.
Dejó
el plato en el suelo, y en ese momento Yasmina se dio cuenta de que
tenía hambre. Se sentó sobre el jergón sin hacer el menor
comentario, cruzó las piernas y luego colocó el plato sobre su
regazo. Empezó a comer con los dedos, ya que no disponía de ningún
utensilio. Después de todo, la adaptabilidad es una de las
características de la verdadera aristocracia. Conan se quedó
mirándola durante un rato. Él nunca se sentaba con las piernas
cruzadas al estilo oriental.
-¿Dónde
estoy? -preguntó Yasmina abruptamente.
-En
la cabaña de Yar Afeal, el jefe de los wazulis de Khurum -contestó
Conan-. Afghulistán está a muchas leguas de distancia hacia el
oeste. Nos quedaremos aquí algún tiempo. Los kshatriyas baten las
colinas buscándote, y varios grupos de ellos ya han sido aniquilados
por las tribus.
-¿Qué
piensas hacer? -volvió a preguntar la muchacha.
-Tenerte
conmigo hasta que Chunder Shan esté dispuesto a negociar la libertad
de mis siete hombres -repuso Conan con un gruñido-. Las mujeres de
los wazulis están haciendo tinta con hojas de shoki, y dentro de un
rato podrás escribir una carta al gobernador.
Yasmina
se sintió invadida por la cólera al pensar en el desastroso
resultado de sus planes, entre los que contaba con dominar al hombre
que la había hecho prisionera. Dejó violentamente el plato en el
suelo y se puso en pie de un salto, presa de la ira.
-¡No
escribiré ninguna carta! Si no me devuelves, colgarán a tus siete
hombres y a mil más.
La
muchacha wazuli se echó a reír irónicamente. Conan dijo algo que
la hizo callar, y en ese preciso instante se abrió la puerta y por
ella entró Yar Afeal. El jefe wazuli era tan alto como Conan y tal
vez más corpulento, pero estaba gordo y fofo en comparación con la
compacta dureza del cimmerio.
Miró
a la muchacha wazuli al tiempo que se acariciaba la barba. La joven
se puso en pie y desapareció inmediatamente de la habitación.
Entonces Yar Afeal se volvió hacia su invitado.
-Esta
condenada gente murmura, Conan -dijo-. Quieren que te mate y me quede
con la joven como rehén. Dicen que cualquiera puede adivinar por sus
ropas que se trata de una dama noble. Se preguntan por qué los
perros afghulis han de aprovecharse de ella cuando es esta aldea la
que corre el riesgo de tenerla.
-Préstame
tu caballo -replicó Conan-. Me la llevaré de aquí. Yar Afzal soltó
una sonora carcajada y luego dijo:
-¿Crees
que no soy capaz de manejar a mi gente? Puedo hacerlos bailar en la
punta de sus lanzas durante una noche entera si se me antoja. No te
quieren... ni a ti ni a ningún otro forastero... pero me salvaste la
vida una vez y no lo olvido. Sal un momento, Conan. Acaba de regresar
uno de mis exploradores.
Conan
se ajustó mecánicamente el ancho cinto y siguió al jefe hasta el
exterior. Cerraron la puerta a sus espaldas y Yasmina atisbo a través
de una agujero. Vio una gran extensión de terreno llano delante de
la cabaña. En el extremo más alejado había un grupo de cabañas de
barro y piedra, junto a las cuales vio a unos niños desnudos que
jugaban entre las rocas y a las bien formadas mujeres de las montañas
dedicadas a sus tareas.
Frente
a la misma puerta de la cabaña, había un grupo de hombres con
largas melenas, barbudos y harapientos, formando un círculo. Estaban
todos sentados en el suelo. Conan y Yar Afeal se hallaban de pie ante
la puerta, y entre ellos y el grupo de guerreros había otro hombre
sentado con las piernas cruzadas. Este último hablaba con su jefe
con el duro acento wazuli que Yasmina apenas entendía, aunque como
parte de su educación real le habían enseñado las lenguas de
Iranistán y los dialectos afines y tribales del Ghulistán.
-Hablé
con un dagozai que vio a los jinetes anoche -dijo el explorador-. Se
hallaba oculto en las cercanías cuando ellos llegaron al lugar en el
que le tendimos la emboscada a Conan. Escuchó lo que decían.
Chunder Shan estaba con ellos. Encontraron el caballo muerto, y uno
de los hombres reconoció que era el de Conan. También hallaron al
hombre que mató Conan y se dieron cuenta de que se trataba de un
wazuli. Pensaron que Conan había muerto y que los wazulis se habían
llevado a la mujer, y por eso abandonaron su propósito de llegar
hasta el Afghulistán. Pero no sabían de qué aldea era el hombre
muerto, y no dejamos ninguna huella que los kshatriyas pudiesen
seguir.
»Por
ello cabalgaron hasta el poblado wazuli más cercano, el de Jugra, lo
incendiaron y mataron a mucha gente. Pero los hombres de Khojur los
atacaron en la oscuridad, mataron a algunos de ellos e hirieron al
gobernador. Los sobrevivientes se retiraron al Zhaibar en plena
oscuridad, antes del amanecer, pero regresaron con refuerzos antes de
que saliera el sol y hubo escaramuzas y peleas en las colinas durante
toda la mañana. Se asegura que llegará un gran ejército para
barrer las montañas que rodean al Zhaibar. Las tribus afilan sus
cuchillos y tienden emboscadas en todos los desfiladeros que hay
desde aquí hasta el valle de Gurashah. Además, Kerim Sha ha
regresado a las montañas.
Del
círculo de hombres partió un gruñido y Yasmina se acercó más al
agujero al oír ese nombre, del que empezaba a desconfiar.
-¿Adonde
fue? -preguntó Yar Afzal.
-El
dagozai no lo sabía. Con él había treinta irakzais de las aldeas
más bajas. Se perdieron a caballo entre las montañas.
-Estos
irakzais son como chacales que siguen a un león para recoger sus
migajas -dijo Yar Afzal con un gruñido-. Están lamiendo las monedas
que Kerim Sha reparte entre las tribus fronterizas para comprar
hombres como si fuesen caballos. Ese individuo no me gusta aunque sea
un pariente nuestro de Iranistán.
-Ni
siquiera es eso -repuso Conan-. Lo conozco desde hace tiempo. Es
hirkanio y espía de Yezdigerd. Si le pongo las manos encima, colgaré
su pellejo de un tamarisco.
-Pero
¿y los kshatriyas? -clamaron los hombres del semicírculo-. ¿Vamos
a estar aquí sentados hasta que nos maten a todos? Acabarán
sabiendo en qué aldea wazuli está la mujer. Los zhaibar no nos
quieren. Ayudarán a los kshatriyas a darnos caza.
-Que
vengan -repuso Yar Afzal-. Podemos defender los desfiladeros en honor
de un invitado.
Uno
de los hombres se puso en pie de un salto y levantó un puño en
dirección a Conan.
-¿Hemos
de correr todos los riesgos mientras él cosecha recompensas?
-bramó-. ¿Acaso debemos pelear por él?
En
un par de largas zancadas, Conan se acercó al lugar que ocupaba el
hombre y se inclinó para mirar de cerca su barbudo rostro. El
cimmerio no sacó su cuchillo, pero tomó la vaina que lo guardaba y
la adelantó diciendo:
-Nunca
le he pedido a nadie que pelee por mí. ¡Desenvaina tu cuchillo si
te atreves, perro asqueroso!
El
wazuli retrocedió gruñendo como un felino.
-¡Atrévete
a tocarme -dijo- y aquí hay cincuenta hombres que te harán pedazos!
-¡Cómo!
-exclamó Yar Afzal enrojeciendo de ira-. ¿Eres tú el jefe de
Khurum? ¿Los wazulis reciben órdenes de Yar Afzal o de un perro de
baja estofa?
El
hombre se encogió ante su invencible jefe, y Yar Afzal se acercó a
él, lo cogió por la garganta y lo sacudió violentamente hasta que
su rostro adquirió un tono ceniciento. Luego arrojó al hombre con
todas sus fuerzas al suelo y lo miró, al tiempo que se veía brillar
en su mano la hoja curva de su largo cuchillo. Entonces preguntó:
-¿Hay
alguien más que ponga en duda mi autoridad?
Los
guerreros agacharon la cabeza, cuando la belicosa mirada de Yar Afzal
barrió el semicírculo. Yar Afzal gruñó despreciativamente y
envainó el arma con ademán insultante. Luego le dio varios
puntapiés al hombre caído hasta que le arrancó gritos de dolor.
-Ve
hasta el valle y habla con los vigías -le ordenó-. Luego regresa y
dime si han visto algo.
El
hombre se alejó temblando de miedo y apretando los dientes con
furia.
Yar
Afzal tomó asiento pomposamente sobre una roca y se acarició la
barba. Conan se quedó de pie cerca de él, con las piernas separadas
y los pulgares apoyados en el ancho cinto, observando detenidamente a
los demás guerreros. Éstos lo miraron hoscamente, sin atreverse a
despertar otra vez la cólera de Yar Afzal, pero odiando al forastero
como sólo sabían odiar los hombres de las montañas.
-Y
ahora escuchadme, hijos de perros bastardos. Conan y yo hemos
planeado engañar a los kshatriyas...
La
voz tronante de Yar Afzal llegó incluso a oídos del guerrero que se
alejaba. El hombre pasó junto al grupo de cabañas, donde las
mujeres que habían contemplado su derrota se rieron de él haciendo
jocosos comentarios, y luego se apresuró a tomar el camino que
serpenteaba en dirección a la entrada del valle entre enormes
formaciones rocosas.
Cuando
tomó la primera curva y perdió de vista la aldea, se detuvo
asombrado. Nunca había creído que un extranjero pudiese entrar en
el valle de Khurum sin ser localizado de inmediato por los vigías de
las alturas, esos hombres con ojos de halcón. Aun así, había un
hombre sentado con las piernas cruzadas sobre un pequeño rellano de
piedra, junto al camino. Estaba vestido con un túnica de pelo de
camello y llevaba un turbante verde.
El
wazuli abrió la boca para lanzar un grito de alarma, al tiempo que
su mano derecha aferraba la empuñadura de su cuchillo, pero en ese
preciso momento sus ojos se encontraron con los del forastero y el
grito murió en su garganta, a la vez que su mano se paralizaba.
Permaneció inmóvil como una estatua, con los ojos brillantes y
mirando al vacío.
Durante
unos minutos la escena quedó congelada. Luego, el hombre sentado en
el rellano rocoso trazó un símbolo críptico sobre la tierra con el
dedo índice. El wazuli no le vio colocar nada dentro del círculo,
pero inmediatamente observó que algo brillaba allí... Era una bola
redonda, negra, que parecía azabache pulido. El hombre del turbante
verde la tomó con una mano y la arrojó hacia el wazuli, que la
cogió con gesto mecánico.
-Lleva
eso a Yar Afzal -dijo el hombre.
El
wazuli se dio media vuelta como un autómata y retrocedió por el
sendero, sosteniendo la negra bola en su mano extendida. Ni siquiera
volvió la cabeza ante los comentarios jocosos de las mujeres cuando
volvió a pasar al lado de las cabañas. No parecía oír nada.
El
hombre del turbante lo vio alejarse y esbozó una sonrisa enigmática.
Detrás del rellano surgió la cabeza de una joven, que lo miró con
admiración, pero con un cierto temor que no había sentido la noche
anterior.
-¿Por
qué has hecho eso? -preguntó.
El
hombre acarició los negros rizos de la muchacha y contestó:
-¿Acaso
todavía estás mareada por tu viaje en el caballo volador que pones
en duda mi sabiduría?
Después
de decir esto se echó a reír y agregó:
-Mientras
Yar Afzal viva, Conan estará a salvo entre los guerreros wazulis.
Sus cuchillos están muy afilados y son muchos. Lo que planeo será
más seguro, incluso para mí, que matarlo y arrebatar a la Devi de
sus manos. Porque no hay que ser adivino para predecir lo que harán
los wazulis y Conan cuando mi víctima entregue el globo de Yezud al
jefe de Khurum.
Yar
Afzal, que estaba delante de la cabaña, se detuvo en medio de una
frase, sorprendido y disgustado al ver que el hombre que había
enviado al valle estaba de regreso.
-¡Te
ordené que fueras a ver a los vigías! -bramó el jefe-. Ni siquiera
has tenido tiempo de ir hasta allí.
El
guerrero no contestó. Permaneció inmóvil, mirando con gesto
inexpresivo el rostro de Yar Afzal. En la mano extendida llevaba la
bola negra. Conan, mirando por encima del hombro de su amigo, murmuró
algo y extendió una mano para tocarle un brazo. Pero al hacerlo, Yar
Afzal, impulsado por un ataque de cólera, le dio un golpe en la cara
al guerrero con el puño cerrado y lo tiró al suelo. Cuando el
hombre cayó, la negra esfera rodó hasta los pies de Yar Afzal y
éste, que al parecer la veía por primera vez, se inclinó y la
recogió. Los demás hombres miraron perplejos a su camarada, que
yacía sin sentido. Observaron que su jefe se inclinaba, pero no
vieron lo que éste acababa de recoger del suelo.
Yar
Afzal se incorporó, miró la esfera e hizo un movimiento como para
guardársela en el cinto.
-Llevad
a ese loco a su cabaña -dijo con un gruñido-. Tiene el aspecto de
un comedor de loto. Ni siquiera me ha contestado. Yo...
Yar
Afzal profirió un grito de dolor. Había sentido un súbito
movimiento en su mano derecha. Su voz se apagó repentinamente y sus
ojos se quedaron mirando al vacío. Dentro de su puño apretado
sentía el pulso del cambio, del movimiento, de la vida. Ya no
sostenía entre sus manos la brillante esfera negra. No se atrevía a
mirar. La lengua se le pegaba al paladar y no podía abrir la mano.
Los atónitos guerreros vieron que los ojos de su jefe se dilataban y
su rostro se puso lívido. Luego surgió de sus labios un grito de
dolor. Se tambaleó y cayó al suelo boca abajo como derribado por un
rayo, y de sus dedos extendidos salió una enorme araña negra,
horrible y peluda, que brillaba como el azabache. Los hombres, con un
grito, retrocedieron, y el espantoso animal se ocultó rápidamente
entre unas rocas cercanas
Entonces
se produjo una violenta agitación entre los guerreros, y por encima
del clamor se alzó una potente voz de mando que nadie supo de dónde
provenía. Ninguno de los hombres que quedaron con vida pudo
explicarlo, pero todos la habían oído:
-¡Yar
Afzal ha muerto! ¡Matad al extranjero!
Aquel
grito unió todas las mentes en una sola. La duda, el temor y el
asombro desaparecieron en un segundo, y de todas las gargantas surgió
al unísono un fantástico clamor que pedía sangre. El furioso grito
ascendió al cielo como respuesta de los bárbaros de las montañas.
Atravesaron rápidamente la distancia que los separaba con las capas
flotando al viento, los ojos centelleantes y los cuchillos
levantados.
Conan
actuó con más rapidez que ellos. Al escuchar aquel grito saltó en
dirección a la puerta de la cabaña. Pero los hombres de las
montañas estaban más cerca de ésta que el cimmerio. Cuando ya
había pisado el umbral, se vio obligado a dar media vuelta para
evitar la terrible hoja de acero. Esquivó un golpe mortal y, después
de deshacerse de un guerrero con el puño izquierdo, apuñaló a otro
en el vientre. Luego se acercó a la puerta y apoyó su poderosa
espalda sobre ella. A su alrededor, las afiladas hojas arrancaron
astillas de la puerta, pero ésta cedió finalmente bajo el fuerte
impacto de su cuerpo, abriéndose repentinamente. Conan entró en el
interior de la cabaña, tambaleándose. Un barbudo guerrero también
logró entrar en la habitación, pero Conan cerró rápidamente la
puerta en las mismas narices de los hombres que trataban de entrar.
Se oyó el crujido de los huesos bajo el impacto, y un segundo
después Conan corría los cerrojos y daba media vuelta para
enfrentarse con el hombre que se incorporaba del suelo y entraba en
acción como un poseído.
Yasmina,
encogida en un rincón, contemplaba horrorizada cómo luchaban los
dos hombres, recorriendo la habitación de un lado a otro, hasta el
punto de que en más de una ocasión estuvieron a punto de
aplastarla.
El
sonido metálico del acero llenaba el cuarto, y en el exterior la
multitud aullaba como una manada de lobos, golpeando la puerta con
sus largos cuchillos y arrojando piedras contra ella. Alguien
encontró un tronco de árbol y la puerta comenzó a temblar bajo el
fuerte impacto. Yasmina se tapó los oídos, mirando hacia adelante
con los ojos desorbitados. En el establo un caballo relinchaba y
luego comenzó a dar coces contra la pared. El animal se dio media
vuelta y asomó las patas entre los barrotes cuando el guerrero, al
retroceder bajo el ataque de Conan, se encontró con ellas. Su espina
dorsal se fracturó por tres puntos como una rama seca. Las pezuñas
del animal lo arrojaron contra el cimmerio y ambos cayeron al suelo.
Yasmina
gritó horrorizada y corrió hacia adelante. La joven pensaba que
ambos hombres habían muerto. Conan apartó el cadáver a un lado y
se puso en pie. La muchacha lo aferró por un brazo, temblando de
pies a cabeza.
-¡Oh,
vives! Pensé que... ¡creí que estabas muerto! Conan la miró y vio
el pálido rostro de la muchacha y sus grandes ojos desorbitados, que
lo miraban llenos de terror.
-¿Por
qué tiemblas? -preguntó Conan-. ¿A ti qué puede importarte que yo
muera o viva?
La
joven trató de recuperar su compostura y se retrajo, realizando un
penoso esfuerzo por comportarse como la Devi.
-Eres
preferible a esos lobos que aúllan ahí fuera -repuso señalando la
puerta, cuyo dintel comenzaba a moverse de manera alarmante.
-No
aguantará mucho tiempo -susurró Conan dirigiéndose al establo
donde se encontraba el caballo.
Al
ver que Conan apartaba a un lado los destrozados barrotes y entraba
en el establo donde se hallaba la bestia enloquecida, Yasmina enlazó
nerviosamente las manos y contuvo la respiración. El caballo se puso
en dos patas, relinchando ferozmente, con los ojos brillantes y las
orejas echadas hacia atrás. Pero Conan saltó a un lado, cogió al
animal por la crin con un increíble derroche de fuerza y logró que
el animal se arrodillara. El caballo resopló y tembló, pero
permaneció inmóvil mientras el hombre lo ensillaba, echándole
sobre el lomo la silla trabajada en oro con los anchos estribos de
plata.
Conan
obligó a la bestia a dar media vuelta en el establo y llamó
rápidamente a Yasmina. La muchacha se acercó temerosa y eludió las
patas traseras del animal. Conan tanteaba el muro con sus manos y
hablaba apresuradamente.
-Aquí
hay una puerta secreta que ni siquiera los wazulis conocen. Yar Afzal
me la enseñó una vez que estaba borracho. Da a la boca del barranco
que hay detrás de la cabaña. ¡Aquí está!
Al
hacer presión sobre un saliente, toda una sección de la pared giró
sobre sus goznes engrasados. La joven miró a través de la abertura
y vio un estrecho desfiladero que se abría en un risco cortado a
pico, a poca distancia de la pared posterior de la cabaña. Entonces,
Conan saltó sobre la silla del caballo y con un solo brazo colocó a
la muchacha delante de él. Detrás de ellos, la puerta crujió como
una cosa viva y se oyó un tremendo alarido simultáneo cuando
aparecieron en el hueco de la puerta unos hombres de rostros barbudos
con cuchillos en las manos. De inmediato, el enorme corcel dio un
tremendo salto hacia adelante, como arrojado por una catapulta, y
entró en el desfiladero galopando velozmente mientras la espuma de
su boca era arrastrada por el viento.
Aquel
movimiento fue una verdadera sorpresa para los wazulis. Y también
para quienes galopaban por el desfiladero. Todo sucedió tan
rápidamente... Ese ataque del caballo, como si fuera un huracán...
El hombre del turbante verde que había allí no tuvo tiempo de
apartarse del camino. Cayó bajo los cascos del frenético animal, y
luego se oyó un grito de mujer. Conan sólo pudo verla por una
décima de segundo, al pasar como un vendaval a su lado. Era una
joven delgada, morena, con pantalones de seda y una tela bordada con
piedras preciosas cubriéndole los senos. La muchacha se apretó
rápidamente contra el muro. Los hombres que salieron por la puerta
secreta del desfiladero, persiguiéndolos, se encontraron con aquella
pareja, lo que convirtió sus aullidos de sed de sangre en
penetrantes gritos de miedo y de muerte.
6. La montaña de los Adivinos
Negros
-¿Adonde
vamos ahora? -preguntó Yasmina, intentando mantenerse erguida en la
silla y aferrándose desesperadamente a su secuestrador.
La
muchacha advirtió avergonzada que no le resultaba desagradable
sentir los poderosos músculos del hombre bajo sus dedos.
-A
Afghulistán -contestó el cimmerio-. El camino es peligroso, pero el
caballo nos conducirá sin problemas, a menos que tropecemos con
algunos de tus amigos o con tribus enemigas mías. Ahora que Yar
Afzal ha muerto, esos malditos wazulis nos perseguirán. Me sorprende
que no estén ya detrás de nosotros.
-¿Quién
era ese hombre que atropellaste? -preguntó la joven.
-No
lo sé. Jamás lo había visto. No es ghuli, de eso estoy seguro. No
sé qué diablos estaría haciendo allí. Había una muchacha con él.
-Sí
-repuso la Devi con una expresión sombría en sus ojos-. No lo
entiendo. Esa muchacha era mi doncella Gitara. ¿Crees que venía a
ayudarme? ¿Ese hombre era un amigo? Si es así, los wazulis los
deben de haber capturado a ambos.
-Bueno
-repuso Conan-, no podemos hacer nada por ellos. Si regresamos, nos
arrancarán el pellejo. No acabo de comprender cómo una muchacha
como ésa pudo adentrarse tanto en estas montañas en compañía de
un solo hombre... y además, de un erudito con túnica, ya que eso es
lo que parecía. Lo cierto es que en todo esto hay algo
diabólicamente extraño. Yar Afzal, muerto, y ese hombre que se
movía como Un sonámbulo. He visto a los sacerdotes de Zamora
llevando a cabo abominables ritos en sus templos prohibidos, y sus
víctimas tenían la misma mirada de ese hombre. Los sacerdotes
miraban fijamente a sus ojos y murmuraban palabras mágicas, y
entonces los hombres se comportaban como autómatas y hacían todo lo
que se les ordenaba, con los ojos vidriosos.
»Y
entonces vi lo que ese individuo tenía en la mano -siguió
diciendo-; lo que Yar Afzal recogió del suelo. Era como una bola
negra, muy brillante, parecida a la que usan las sacerdotisas del
templo de Yezud cuando bailan ante su dios, es decir, la araña
negra. Yar Afzal la sostuvo en la mano y no recogió nada más del
suelo. Sin embargo, cuando cayó muerto, una araña similar al dios
de Yezud, pero más pequeña, escapó de entre sus dedos. Y entonces,
cuando los wazulis se mostraron temerosos e inseguros, una voz los
incitó a que me mataran. Y yo sé que esa voz no salió de la
garganta de ningún guerrero, ni de las mujeres que miraban desde las
cabañas. Parecía venir desde arriba.
Yasmina
no dijo nada. Miró hacia el oscuro perfil de las montañas que los
rodeaban y se estremeció. Todo su ser tembló ante la sobrecogedora
naturaleza. Aquella era una tierra en la que todo podía suceder.
El
sol estaba alto y calentaba ferozmente. Sin embargo, el viento que
soplaba en ráfagas intermitentes parecía arrastrar consigo trozos
de hielo. En un momento, la joven oyó un extraño sonido encima de
ellos que no era causado por el viento y, a juzgar por la forma en
que Conan levantó la cabeza, Yasmina pensó que se había nublado
momentáneamente un trozo de cielo, como si algún objeto invisible
se hubiera interpuesto entre ella y el firmamento, pero no estaba
segura. Tampoco hizo ningún comentario, pero Conan aflojó el
cuchillo en la vaina.
En
ese momento iban por un sendero débilmente marcado, que entraba en
gargantas tan profundas que el sol jamás llegaba al fondo. A trechos
se extendía sobre abruptas pendientes cuyo suelo de pizarra suelta
amenazaba desplomarse bajo sus pies, y otras veces seguían por el
borde de terribles precipicios que se abrían a ambos lados.
El
sol había sobrepasado el cenit cuando cruzaron un estrecho sendero
que serpenteaba entre grandes formaciones rocosas. Conan dirigió su
caballo hacia el sur, casi en ángulo recto con la dirección que
habían seguido hasta ese momento.
-En
un extremo de este camino hay una aldea galzai -explicó-. Sus
mujeres caminan por este sendero cuando van al pozo en busca de agua.
Necesitas ropas nuevas.
Yasmina
miró su vestido y asintió con un movimiento de la cabeza. Sus
zapatillas de seda bordada en oro estaban deshechas y la ropa
interior de seda no era más que un conjunto de harapos que apenas se
mantenía en su sitio.
Al
llegar a un amplio rincón abierto en la roca, Conan desmontó, ayudó
a hacer lo mismo a Yasmina y luego se quedó en actitud de espera. El
cimmerio hizo un movimiento con la cabeza, pero la muchacha no oía
nada.
-Viene
una mujer por el camino -dijo Conan. Yasmina, presa de pánico, se
aferró a su brazo.
-¿No...
no la matarás? -preguntó en voz baja.
-Normalmente
nunca mato a mujeres -repuso Conan con un gruñido-, aunque algunas
de las que viven en estas montañas y colinas son verdaderas lobas.
No, nada de eso, ¡por Crom!, le pagaré sus ropas. ¿Qué te parece
eso?
Conan
le enseñó a la joven un puñado de monedas de oro, entre las cuales
eligió la más grande. La muchacha asintió en silencio,
profundamente aliviada. Tal vez era natural que los hombres pelearan
y murieran. Pero Yasmina sintió un escalofrío ante la idea de ver
cómo se mataba a una mujer.
Al
cabo de un rato apareció una muchacha en una esquina de la garganta.
Se trataba de una joven galzai, alta y delgada, muy erguida, que
cargaba un enorme pellejo de agua vacío. Hizo un movimiento como si
intentara echar a correr, pero luego se dio cuenta de que Conan se
encontraba muy cerca de ella como para permitir que escapara, y
entonces se quedó inmóvil, mirándolos con una mezcla de temor y de
curiosidad.
Conan
le enseñó la moneda de oro.
-Te
daré este dinero si le das tus ropas a esta mujer -dijo.
La
respuesta fue inmediata. La muchacha sonrió con sorpresa y delicia
y, con el desdén típico en una mujer de la montaña por las
pudorosas convenciones, se quitó rápidamente su túnica bordada,
los anchos pantalones y luego la camisa de mangas anchas, al tiempo
que se deshacía de sus sandalias. Hizo un bulto con la ropa y se lo
entregó a Conan que, a su vez, se lo alcanzó a la atónita Devi.
-Vete
detrás de aquella roca y ponte todo esto -dijo, demostrando con su
actitud que no era ningún salvaje-. Haz un paquete con tus ropas y
dámelo cuando salgas de allí.
-¡El
dinero! -exclamó la otra joven extendiendo ansiosamente la mano-.
¡El oro que me prometiste!
Conan
le arrojó la moneda. La muchacha la cogió en el aire, la mordió y
la ocultó rápidamente entre sus cabellos. Luego se agachó, tomó
el pellejo de agua y reanudó su marcha sin darle la menor
importancia a su desnudez. Conan esperó con cierta impaciencia
mientras la Devi, por primera vez en su vida, se vestía sola. Cuando
salió de detrás de la roca, Conan lanzó una exclamación de
sorpresa. La muchacha sintió que en su interior ardía un conjunto
de emociones mezcladas al ver la fiera admiración que brillaba en
los ojos azules del cimmerio. Éste apoyó una mano en el hombro de
la muchacha, al tiempo que la contemplaba ávidamente desde todos los
ángulos.
-¡Por
Crom! -exclamó-. Con las otras ropas tan místicas parecías fría,
lejana... sí, remota como una estrella. ¡Ahora eres una mujer de
carne y hueso! Cuando te fuiste detrás de esa roca eras la Devi de
Vendhia, y ahora has salido de allí como una muchacha de las
montañas... ¡aunque mil veces más hermosa que cualquier otra mujer
de Zhaibar...! Eras una diosa..., ¡ahora eres una mujer real!
Conan
le dio una fuerte palmada a la joven en las nalgas, como expresión
de su admiración, y la muchacha lo entendió así, sin sentirse
ultrajada en lo más mínimo por esa actitud. Era como si el cambio
de ropa hubiera dado lugar a una transformación de su personalidad.
Pero
Conan, a pesar de todo, no olvidó que el peligro seguía rondando.
Cuanto más se alejaran de Zhaibar, había menos posibilidades de que
se encontraran con soldados kshatriyas. Por otro lado, durante todo
el camino había oído ruidos que le advertían, sin ninguna duda, de
que los vengativos wazulis de Khurum le pisaban los talones.
El
bárbaro subió a la Devi a la silla, luego montó él y dirigió el
caballo hacia el oeste. Después, arrojó el paquete de ropa de la
Devi a un precipicio que seguramente medía miles de metros de
profundidad.
-¿Por
qué has hecho eso? -preguntó ella-. ¿Por qué no le diste esa ropa
a la muchacha?
-Los
jinetes de Peshkhauri están peinando estas montañas y colinas
-replicó Conan-. Seguramente les tenderán emboscadas y los atacarán
en todas las curvas del camino, pero en represalia ellos destruirán
todas las aldeas que encuentren a su paso. Puede que en cualquier
momento giren hacia el oeste. Si encuentran a una muchacha con tus
ropas, la torturarán hasta hacerla hablar, y en ese caso tendrían
una buena pista.
_¿Y
qué hará esa joven?
-Regresará
a su aldea y le dirá a su gente que la atacó un desconocido. Los
hombres nos perseguirán. Pero antes tendrá que ir a buscar agua,
porque si se atreve a presentarse sin ella le darán latigazos hasta
arrancarle el pellejo. Eso nos dará bastante tiempo. Jamás nos
cogerán. Hacia la noche cruzaremos la frontera afghuli.
-En
este lugar no hay el menor rastro de viviendas humanas -dijo la
Devi-. Esta región parece especialmente desierta, incluso tratándose
de los montes Himelios. No hemos visto un solo camino desde que
dejamos aquel por el que venía la joven.
Como
respuesta, Conan señaló hacia el noroeste, donde Yasmina distinguió
un pico que sobresalía por encima de los enormes riscos.
-Yimsha
-dijo Conan con un gruñido-. Todas las tribus construyen sus aldeas
lo más lejos posible de esa montaña. La muchacha se fijó con más
atención.
-¡Yimsha!
-exclamó-. ¡La montaña de los Adivinos Negros!
-Eso
dicen. Jamás he estado tan cerca de ella. Siempre he girado hacia el
norte para evitar a los grupos de soldados kshatriyas que vigilaban
las montañas. El camino habitual de Khurum a Afghulistán está más
al sur. Éste es muy antiguo y está muy poco transitado.
La
joven miró fijamente el remoto pico y se clavó las uñas en sus
rosadas palmas.
-¿Cuánto
tiempo se tardaría en llegar a Yimsha desde aquí?
-El
resto del día y toda la noche -repuso Conan, haciendo una mueca-.
¿Quieres ir hasta allí? ¡Por Crom! No es un lugar para seres
humanos, según dice la gente de las montañas.
-¿Por
qué no se reúnen y matan a los diablos que la habitan?
-preguntó
la muchacha.
-¿Matar
a hechiceros con espadas? De todos modos, nunca molestan a nadie, a
menos que la gente los moleste a ellos. Jamás he visto a uno, aunque
he hablado con unos hombres que aseguraban haberlos visto. Cuentan
que vieron a unos individuos muy silenciosos, vestidos con túnicas
negras, al salir el sol y al atardecer.
-¿Tendrías
miedo de atacarlos?
-¿Yo?
Ésa
era una idea nueva para Conan. Guardó silencio durante unos segundos
y luego dijo:
-Si
intentaran atacarme, estarían en juego mi vida y la suya, pero no
tengo ningún interés en atacarles yo. He venido a estas montañas
para reunir a un grupo de hombres y no a luchar contra brujos.
Yasmina
no aceptó de inmediato la respuesta. Miró hacia el pico como si se
tratara de un enemigo, sintiendo una extraña sensación de cólera
en el pecho. En su interior comenzaba a nacer un nuevo sentimiento.
Había pensado enfrentar al hombre que en ese momento la llevaba en
brazos con los maestros de Yimsha. Tal vez hubiera otro camino,
además del método que había planeado, para lograr su propósito No
se equivocaba al calibrar la mirada que le dirigía aquel salvaje
cada vez que sus ojos se posaban en ella. Cuando las blancas manos de
una mujer tiran de las cuerdas del destino, se derrumban reinos.
Súbitamente, Yasmina se puso en tensión y dijo señalando a lo
lejos:
-¡Mira!
Sobre
el distante pico colgaba una nube de aspecto extraño. Era de color
carmesí, con algunas manchas doradas. La nube se movía, giraba y se
contraía. De repente, pareció despegarse del pico cubierto de
nieve, flotó como una pluma y luego se volvió invisible contra el
cielo azul.
-¿Qué
era eso? -preguntó la muchacha, preocupada cuando un gran saliente
de roca ocultó por un momento la montaña; incluso ese fenómeno
natural, a pesar de su belleza, era inquietante.
-Los
hombres de las montañas lo llaman la Alfombra de Yimsha, aunque no
sé qué puede significar eso -repuso Conan-. He visto a quinientos
hombres corriendo como si los persiguiera el mismísimo diablo para
ocultarse en cuevas y grietas de las rocas, porque veían flotar esa
nube sobre la montaña. ¿Qué diablos...?
En
ese momento avanzaban a través de una estrecha garganta entre altos
muros y salieron a un amplio rellano flanqueado por una serie de
abruptas pendientes por un lado y un gigantesco precipicio por el
otro. El pequeño sendero seguía el rellano, giraba alrededor de una
formación rocosa y reaparecía a intervalos mucho más abajo,
siempre serpenteando. Pero al salir de la garganta que daba al
rellano, el caballo se detuvo súbitamente, relinchando y resoplando.
Conan le golpeó los flancos con ambos talones, y el animal volvió a
relinchar y agitó la cabeza, vacilando y temblando como si se
encontrara ante una barrera invisible.
Conan
maldijo entre dientes y desmontó. Luego bajó a Yasmina de la silla.
Acto seguido avanzó con una mano extendida, como si esperara hallar
algún obstáculo o una resistencia imprevista, pero no hubo nada que
lo detuviera, si bien cuando cogió al caballo por las riendas el
animal se negó a dar un solo paso, relinchando y poniéndose sobre
dos patas. Entonces Yasmina gritó y Conan dio media vuelta,
llevándose una mano a la empuñadura del cuchillo.
Ninguno
de los dos lo había visto llegar, pero allí estaba, con los brazos
cruzados. Se trataba de un hombre con una túnica de pelo de camello
y turbante verde. Conan gruñó sorprendido cuando reconoció al
mismo individuo que había atropellado su caballo al salir disparado
de la cabaña por la puerta secreta, en la aldea wazuli.
-¿Quién
diablos eres? -preguntó el cimmerio.
El
hombre no contestó. Conan vio que sus ojos estaban desorbitados, que
tenía la mirada fija y que ésta mostraba una extraña luminosidad.
Los ojos del desconocido le sostuvieron la mirada como si fuesen un
imán.
La
hechicería de Khemsa se basaba en el hipnotismo, como ocurría con
casi toda la magia oriental. Muchas generaciones habían vivido
firmemente convencidas de la realidad y el poder del hipnotismo. Su
fuerza aumentó mediante la práctica y el pensamiento, hasta formar
una atmósfera intangible contra la cual el individuo, abrumado por
las tradiciones de esa tierra, se sentía absolutamente desamparado.
Pero
Conan no era oriental. Esas tradiciones no significaban nada para él.
El hipnotismo no existía ni siquiera como mito en Cimmeria Él no
había recibido la herencia cultural que preparaba al oriental para
someterse a los hipnotizadores.
Sabía
perfectamente lo que intentaba hacer Khemsa con él, pero aun así,
sentía el impacto de la fuerza de aquel hombre como un vago impulso,
como un tira y afloja del cual él podía deshacerse de la misma
manera que un hombre se sacude una tela de araña de la ropa.
Puesto
que conocía la magia negra, Conan desenvainó el largo cuchillo y
atacó con la velocidad de un león de las montañas.
Pero
el hipnotismo no era la única ciencia que practicaba Khemsa.
Yasmina, que contemplaba la escena asombrada, no pudo ver mediante
qué truco de movimientos o arte el hombre del turbante verde esquivó
el terrible golpe dirigido a su vientre. Pero la ancha hoja del
cuchillo pasó a un lado de su cuerpo. Yasmina tuvo la impresión de
que Khemsa simplemente había acariciado la nuca de Conan con la
palma de la mano. Lo cierto es que el cimmerio cayó al suelo como un
buey apuntillado.
Sin
embargo, Conan no estaba muerto. Amortiguó la fuerza de la caída
con la mano izquierda y atacó en dirección a las piernas de Khemsa
mientras caía al suelo. Pero el rakhsha esquivó el cuchillo dando
un increíble salto hacia atrás. Gitara salió de entre las rocas y
se acercó a Khemsa. Yasmina, al reconocerla, soltó un agudo grito.
El saludo murió en la garganta de la Devi al ver la expresión
maligna que se reflejaba en el rostro de la bella muchacha.
Conan
se incorporó lentamente, aturdido por la cruel habilidad de aquel
golpe que, aplicado con un arte olvidado mucho antes del hundimiento
de Atlantis, hubiera quebrado como una rama seca el cuello de un
hombre más débil que Conan. Khemsa lo miró con cautela, un tanto
desconcertado. El rakhsha había hecho frente con éxito a los
cuchillos de los enloquecidos wazulis en el desfiladero, detrás de
la cabaña de Khurum. Pero la resistencia del cimmerio había minado
un poco su confianza en sí mismo. La magia siempre se fortalece con
los éxitos y no con los fracasos.
Dio
un paso hacia adelante con una mano levantada... y luego se detuvo,
como congelado, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos
desorbitados. A pesar de sí mismo, Conan siguió la dirección de su
mirada y lo mismo hicieron las mujeres: la muchacha que se hallaba
junto al tembloroso caballo y la que estaba al lado de Khemsa.
En
ese momento se vio una nube de color carmesí descendiendo por la
ladera de la montaña como un remolino de polvo brillante. El oscuro
rostro de Khemsa se volvió de color ceniciento, su mano comenzó a
temblar y la dejó caer a un lado de su cuerpo.
La
nube se separó de la ladera de la montaña y descendió trazando un
amplio arco en el aire. Tocó el borde del rellano que había entre
Conan y Khemsa, y el rakhsha retrocedió con un grito ahogado. Dio
unos pasos hacia atrás e hizo retroceder a Gitara, protegiéndola
con ambas manos.
La
nube de color carmesí se balanceó durante unos instantes, luego
desapareció como una pompa de jabón y estalló en el aire. En el
rellano había cuatro hombres de pie. Era milagroso, increíble,
imposible, pero real. Allí no había espectros ni fantasmas. Eran
cuatro hombres altos, con las cabezas rapadas, parecidas a la de un
buitre. Llevaban túnicas negras que les cubrían los pies. Sus manos
quedaban ocultas por las anchas mangas de las túnicas. Estaban en
silencio y sus cabezas se movían al unísono, como asintiendo. Se
encontraban frente a Khemsa, y Conan, situado detrás de ellos,
sintió que se le helaba la sangre en las venas. Al levantarse del
suelo, retrocedió tambaleándose hasta que sintió la temblorosa
piel de su caballo contra la espalda; la Devi corrió hacia él y lo
aferró por el brazo. Nadie dijo una sola palabra. Reinaba un
silencio de muerte en el lugar.
Los
cuatro hombres vestidos de negro miraban a Khemsa. Sus rostros de
buitre denotaban la más absoluta impasibilidad y sus ojos miraban
fijamente al vacío, en actitud contemplativa. Khemsa temblaba como
un hombre atacado por la malaria. El sudor inundaba su oscuro rostro.
Su mano derecha se cerraba sobre algo que había debajo de su túnica
con tal desesperación que la sangre desapareció de sus dedos y
éstos se volvieron completamente blancos. Su mano izquierda se apoyó
sobre un hombro de Gitara y se crispó como en plena agonía, como la
mano de un hombre que se ahoga. La joven no hizo el menor gesto de
dolor aun cuando aquellos dedos se hundieron como garras en su carne.
Conan
había visto cientos de batallas a lo largo de su vida, pero jamás
había contemplado un enfrentamiento como aquél, en el cual cuatro
voluntades diabólicas intentaban derrotar a otra más débil que la
suya, pero igualmente demoníaca, que se les oponía. El cimmerio
percibió lo monstruoso de aquella lucha. Con la espalda hacia la
pared, cercado por sus antiguos maestros, Khemsa luchaba por su vida
con todo su oscuro poder, con todos los terribles conocimientos que
ellos le habían enseñado a través de largos años de sumisión y
vasallaje.
Era
mucho más fuerte de lo que él mismo había imaginado, y el libre
ejercicio de sus poderes en su propio beneficio había desencadenado
fuerzas insospechadas. La desesperación y el terror que sentía le
proporcionaban en ese momento una energía increíble. Retrocedió
ante el impacto de aquellos ojos hipnóticos, pero aun así se
mantuvo firme en su terreno. En su rostro se dibujó una mueca
bestial de dolor.
Era
una lucha de espíritus, de poderosos cerebros que participaban de un
conocimiento negado al resto de los hombres durante millones de años,
una lucha de mentes que habían cruzado todos los abismos y explorado
las oscuras estrellas donde reinan las sombras.
Yasmina
lo comprendía mucho mejor que Conan. Y también entendía vagamente
por qué Khemsa podía soportar la fuerza concentrada de esas cuatro
voluntades infernales que podrían haber hecho pedazos la misma roca
en la que se apoyaban los pies del hombre. Su salvación era la joven
a la que se aferraba desesperadamente. Ella era como un ancla para su
alma temblorosa, que comenzaba a derrumbarse bajo las olas de
aquellas emanaciones psíquicas. Su debilidad era en ese momento su
fuerza. Su amor por la joven, por muy violento y maligno que fuese,
era todavía un lazo que lo mantenía unido al resto de la humanidad,
una ligadura terrenal para su voluntad, una cadena que sus enemigos
sobrehumanos no podrían romper, al menos no a través de Khemsa.
Los
cuatro hombres vestidos de negro se dieron cuenta de ello antes que
él. Entonces, uno de ellos dejó de mirar al rakhsha y posó sus
ojos en Gitara. Allí no hubo batalla. La joven se encogió y se
marchitó como una hoja. Empujada irresistiblemente hacia la nada, se
separó del brazo de su amante antes de darse cuenta de lo que estaba
sucediendo. Entonces ocurrió algo espantoso. La muchacha comenzó a
retroceder hacia el precipicio, mirando a sus verdugos con los ojos
desorbitados, en los que parecía haber desaparecido toda luz de
inteligencia, Khemsa soltó un gruñido y, al tratar de avanzar hacia
la muchacha, cayó en la trampa preparada para él. Una mente
dividida no podía librar una batalla tan desigual. Estaba derrotado.
Era como una pluma en sus manos. La muchacha siguió retrocediendo
igual que una autómata y Khemsa caminó hacia ella tambaleándose
como un borracho, con las manos extendidas, sollozando, al tiempo que
sus pies se movían como si estuvieran muertos.
La
joven se detuvo en el mismo borde del precipicio, rígida, con los
talones en el borde. Khemsa cayó de rodillas y se arrastró hacia
ella, tratando de alcanzarla para evitar su destrucción. Poco antes
de que sus temblorosos dedos la tocaran, uno de los brujos se echó a
reír. La espantosa carcajada resonó como el repicar de una campana
del infierno. La muchacha retrocedió aún más, y súbitamente la
expresión de inteligencia volvió a sus ojos, que en aquella décima
de segundo reflejaron el más espantoso de los horrores. Gritó y
trató de coger las extendidas manos de su amante, y entonces,
incapaz de salvarse, cayó al abismo con un terrible alarido de
dolor.
Khemsa
llegó hasta el borde y miró hacia abajo, moviendo los labios como
si murmurara algo para sí. Desde allí se volvió y miró a sus
verdugos durante un momento, con unos ojos que carecían de toda luz
humana. Y entonces, súbitamente, estallando en un alarido que casi
reventó las rocas, se lanzó sobre ellos con el cuchillo en la mano.
Uno
de los rakhshas dio un paso hacia adelante y golpeó el suelo rocoso
con el pie. Al hacerlo se oyó un repentino tronar que fue aumentando
de intensidad. En el punto de la sólida roca en el que acababa de
golpear con el pie, se abrió una enorme grieta y entonces cedió
toda una sección del rellano con un crujido ensordecedor. Durante
una décima de segundo se vio a Khemsa alzando los brazos
aterrorizado, desapareciendo después entre el terrible fragor de la
avalancha de rocas que caían al abismo.
Los
cuatro brujos contemplaron con calma el quebrado borde del sendero
que formaba el nuevo límite del precipicio y luego se volvieron.
Conan, que se había caído al suelo a causa del temblor de la
montaña, se puso en pie junto con Yasmina. Sus movimientos eran tan
lentos como sus pensamientos. Se sentía absolutamente aturdido y
desorientado. Tenía plena consciencia de la necesidad de ponerse en
pie, de subir a la Devi a la silla y de salir galopando con la
velocidad del viento, pero una inexplicable torpeza mental y física
le impedía todo movimiento.
En
ese momento, los cuatro brujos se volvieron hacia él. Levantaron los
brazos y Conan vio aterrorizado cómo sus cuerpos se esfumaban y se
convertían en una nebulosa, al tiempo que una débil humareda de
color carmesí les rodeaba los pies y los envolvía poco a poco. Al
cabo de un segundo desaparecieron en una nube que giraba como un
torbellino, y Conan advirtió que él también estaba envuelto en una
bruma de color carmesí. Oyó los gritos de Yasmina y los gemidos del
caballo, que parecían los de una mujer dolorida. La Devi le soltó
el brazo, y cuando Conan atacó ciegamente con su cuchillo, una
formidable ráfaga de viento tormentoso lo lanzó contra las rocas.
Estaba aturdido y veía una nube de color carmesí que giraba,
elevándose por la ladera de la montaña. Yasmina había
desaparecido, al igual que los cuatro hombres vestidos de negro.
Sobre el rellano rocoso de la montaña solamente quedaba su aterrado
caballo junto a él.
7.
A Yimsha
La
nebulosa se disipó del cerebro de Conan, al igual que la bruma se
desvanece ante un fuerte viento. Saltó a la silla del caballo
profiriendo una terrible maldición, y el animal retrocedió
relinchando. Miró hacia la ladera de la montaña, dudó durante un
momento y luego avanzó en la misma dirección que seguía antes de
ser detenido por Khemsa. Pero ahora ya no avanzaba cautelosamente.
Aflojó las riendas, y el corcel saltó hacia adelante como una
flecha, como si tratara de aliviar su tensión mediante un violento
ejercicio físico. Al otro lado del rellano de piedra, el hombre y el
caballo se lanzaron con furia en una carrera desenfrenada por el
estrecho sendero. El camino seguía un pliegue de la roca,
serpenteando interminablemente hacia abajo, y hubo un momento en el
que Conan pudo ver lo que quedaba del trozo de rellano desprendido de
la montaña: un enorme montón de rocas situado al pie del gigantesco
risco.
Todavía
había que descender bastante para llegar hasta el fondo del valle
cuando Conan encontró un barranco que parecía una salida natural.
Siguió cabalgando entre dos precipicios. Distinguía perfectamente
el sendero que debía seguir, que más adelante trazaba una curva
cerrada y retrocedía hasta el lecho del río, que estaba a la
izquierda. Conan maldijo la necesidad de tener que recorrer tantas
leguas, pero era el único camino. Intentar descender hacia el borde
que había mas abajo del sendero sería imposible. Sólo un pájaro
podría llegar hasta el lecho del río sin romperse el cuello.
Espoleó
a su animal hasta que llegó a sus oídos el ruido de los cascos de
otro caballo que venía desde mucho más abajo. Conan frenó a su
corcel y se acercó hasta el borde del risco para observar el seco
lecho del río que corría al pie de la montaña. En la garganta se
veía una larga columna de jinetes... unos hombres barbudos sobre
caballos semisalvajes. Eran aproximadamente unos quinientos hombres
armados. Conan lanzó un grito y se inclinó sobre el abismo, a cien
metros de altura.
Los
jinetes se detuvieron y quinientos rostros barbudos lo miraron. Un
repentino clamor llenó el cañón. Conan no malgastó palabras.
-¡Cabalgaba
hacia Ghor! -bramó desde las alturas-. No esperaba encontraros en mi
camino, perros.
¡Seguidme
tan rápidamente como puedan hacerlo vuestros viejos caballos! Voy a
Yimsha y...
-¡Traidor!
El
unánime bramido fue como un jarro de agua fría arrojado a su
rostro.
-¡Cómo!
Conan
miró en dirección a la columna de hombres, incapaz de pronunciar
una sola palabra más. Vio una cantidad de ojos que lo observaban con
furia, rostros congestionados por la ira y manos empuñando armas.
-¡Traidor!
-dijeron los jinetes con odio-. ¿Dónde están los siete jefes
cautivos de Peshkhauri?
-Supongo
que en la prisión del gobernador.
Un
alarido sanguinario surgió de cientos de gargantas. El clamor y el
ruido de las armas fue tan fuerte que Conan no pudo comprender lo que
decían.
Entonces
el cimmerio gritó con todas sus fuerzas:
-¿Qué
diablos significa todo esto? ¡Que hable uno solo y así en tenderé
lo que queréis decir!
Un
viejo jefe enjuto, cuya enorme barba le llegaba hasta la cintura,
agitó su espada curva en dirección a Conan, como preámbulo, y
gritó:
-¡No
nos dejaste ir a Peshkhauri para rescatar a nuestros hermanos!
-¡No,
estúpidos! -repuso Conan exasperado-. Aun cuando hubierais salvado
el muro, lo que es poco probable, los habrían colgado a todos ellos
antes de que llegarais allí.
-¡Y
tú te fuiste solo para negociar con el gobernador! -gritó el
afghuli furioso.
-¿Y
bien?
-¿Dónde
están los siete jefes? -bramó el anciano agitando su espada curva-.
¿Dónde están? ¡Muertos!
-¡Cómo!
¿Qué dices? -preguntó Conan estupefacto.
-¡Sí,
todos muertos! -gritaron a coro quinientas voces sedientas de sangre.
Y el anciano jefe vociferó:
-¡No
fueron ahorcados! ¡Un wazuli que estaba en otra celda los vio morir!
El gobernador envió a un brujo para matarlos con sus artes mágicas.
-Eso
no puede ser verdad -exclamó Conan-. El gobernador no se hubiera
atrevido a hacer eso. Anoche hablé con él...
Lo
que acababa de decir había sido muy poco acertado. Un alarido de
odio y de acusaciones se elevó al cielo.
-¡Sí!
¡Fuiste a verlo completamente solo! ¡Para traicionarnos! Es verdad.
El wazuli escapó por la puerta que el brujo abrió para entrar y se
lo contó todo a nuestros exploradores, con los que se encontró en
Zhaibar. Fueron a buscarte al ver que no regresabas. Cuando oyeron el
relato del wazuli volvieron apresuradamente a Ghor, y nosotros
ensillamos nuestros caballos y cogimos nuestras espadas.
-¿Y
qué deseáis hacer, estúpidos?
-¡Vengar
a nuestros hermanos! -gritaron los hombres, al unísono-. ¡Muerte a
los kshatriyas! ¡Matadlo, hermanos, es un traidor!
Las
flechas comenzaron a caer a su alrededor. Conan se puso de pie sobre
los estribos, luchando por hacerse oír por encima del tumulto, y
entonces, con una exclamación de cólera, desafío y asco, comenzó
a galopar sendero arriba. Detrás y debajo de él galopaban los
afghulis con furor, demasiado encolerizados como para advertir que
para alcanzar al cimmerio era preciso atravesar el lecho del río en
dirección opuesta, tomar luego el sendero en forma de herradura y
subir después por el serpenteante camino del risco. Cuando
recordaron esto y retrocedieron, su repudiado jefe ya casi había
alcanzado el punto en el que el rellano se unía al risco.
Una
vez arriba, Conan no tomó el camino por el que había descendido,
sino que giró en otra dirección, hacia un sendero sin marcar, por
el cual el caballo apenas podía pasar. Aun así, al mirar hacia
arriba, comprobó que debía recorrer un trayecto bastante largo para
alcanzar el lugar desde donde se habían despeñado Gitara y el
hombre del turbante verde.
No
había avanzado mucho cuando el caballo relinchó y retrocedió ante
algo que se interponía en su camino. Conan vio los restos de un
hombre; era un montón de carne y huesos, algo que se parecía ya muy
poco a un cuerpo humano, pero que aún conservaba la vida.
Sólo
los oscuros dioses que gobiernan los siniestros destinos de los
brujos sabían cómo Khemsa había podido arrastrar su destrozado
cuerpo desde aquel caos de rocas hasta el sendero.
Impulsado
por una misteriosa fuerza, Conan desmontó y contempló durante un
momento el horrible cuerpo desfigurado, consciente de que estaba
siendo testigo de algo milagroso, contrario a las leyes de la
naturaleza. El rakhsha levantó su destrozada cabeza, y sus extraños
ojos, que brillaban de dolor ante la cercana muerte, se posaron en
Conan y lo reconocieron.
-¿Dónde
están? -preguntó.
Su
voz no era humana. Era una especie de gruñido de ultratumba.
-Han
regresado a su maldito castillo de Yimsha -respondió Conan en voz
baja-. Se han llevado con ellos a la Devi.
-¡Iré
hacia allí! -murmuró el hombre-. ¡Los seguiré! Mataron a Gitara.
¡Los mataré... a los acólitos, a los Cuatro del Círculo Negro y
al mismo Maestro! ¡Los mataré a todos!
Khemsa
intentó arrastrar su mutilado cuerpo un poco más, pero ni siquiera
aquella indomable voluntad pudo mover ese amasijo de carne y huesos
que se mantenía con vida.
-¡Síguelos!
-susurró Khemsa vomitando sangre-. ¡Síguelos!
-Eso
pienso hacer. Fui a buscar a mis afghulis, pero se han vuelto contra
mí. Iré a Yimsha solo. Recuperaré a la Devi aunque tenga que
destruir toda esa montaña con mis manos. No pensé que el gobernador
se atrevería a matar a mis hombres cuando me llevé a la Devi, pero
parece que lo hizo. Eso le costará la cabeza. Ella ya no me sirve
como rehén, pero...
-¡Que
caiga sobre ellos la maldición de Yizil! -murmuró el rakhsha-.
¡Vete! Yo... Khemsa... me estoy muriendo. Espera... toma mi
cinturón...
El
moribundo intentó hurgar entre sus harapos con manos temblorosas, y
Conan, comprendiendo lo que trataba de hacer, se agachó y le quitó
un cinto de aspecto extraño.
-Sigue
la veta dorada a través del abismo -musitó Khemsa, sin que Conan
entendiera el significado de sus palabras-. Usa el cinturón. Me lo
regaló un sacerdote estigio. Te ayudará, aunque a mí me falló al
final. Rompe el globo de cristal con las cuatro granadas doradas. Ten
mucho cuidado con las transmutaciones del Maestro... Yo me voy con
Gitara..., me está esperando en el infierno.¡Ya Skelos yar!
Khemsa
murió con un último grito.
Conan
contempló el cinturón. El pelo negro con el que había sido tejido
no era de caballo. El cimmerio estaba convencido de que eran cabellos
de mujer. Entre el pelo había unas joyas diminutas que jamás había
visto. La hebilla dorada tenía una forma extraña; parecía la
cabeza afilada de una serpiente. Conan se estremeció y se volvió,
dispuesto a arrojar el cinturón al precipicio, pero tuvo un momento
de duda y por último lo ciñó a su talle bajo el cinto bakhariota
que usaba normalmente. A continuación, montó en su caballo y
reanudó la marcha.
El
sol se había ocultado tras los riscos. Conan siguió subiendo por el
sendero, bajo la enorme sombra que arrojaban las pendientes rocosas
como un manto azul sobre los valles y barrancos. No faltaba mucho
para llegar a la cima cuando, al aproximarse a la arista de un risco,
oyó el ruido de cascos de caballos. No dio la vuelta. El camino era
tan estrecho que el animal no hubiera podido hacerlo. Siguió
cabalgando y, al bordear la arista, desembocó en un sendero un poco
más ancho. Un coro de alaridos amenazadores estalló en sus oídos,
al tiempo que un brazo que sostenía una cimitarra se disponía a
caer sobre su cabeza. Conan detuvo el brazo levantado del jinete,
mientras que su corcel hacía retroceder al caballo del otro.
-¡Kerim
Sha! -exclamó Conan con los ojos centelleantes.
El
turanio no luchó. Los dos individuos se encontraban sobre los
caballos, casi hombro con hombro. Los dedos de Conan se crisparon
sobre el brazo armado. Detrás de Kerim Sha había un grupo de
enjutos irakzais a caballo. Tenían mirada de lobo, pero parecían
inseguros a causa de lo estrecho del sendero y de la proximidad del
precipicio que había a sus espaldas.
-¿Dónde
está la Devi? -quiso saber Kerim Sha.
-¿Qué
te importa a ti eso, espía hirkanio? -dijo Conan con un gruñido.
-Sé
que tú la tienes -repuso Kerim Sha-. Me dirigía hacia el norte con
algunos de mis hombres cuando unos enemigos nos tendieron una
emboscada en el desfiladero de Shalizah. Muchos de los míos
murieron, y los otros huimos como chacales por las montañas. Cuando
logramos deshacernos de nuestros perseguidores, giramos hacia el
oeste, hacia el desfiladero de Amir Jehun, y esta mañana nos
tropezamos con un wazuli que erraba por las montañas Estaba loco,
pero obtuve datos importantes de su cháchara incoherente antes de
que muriera. Supe que era el único sobreviviente de un grupo que
siguió a un jefe afghuli y a una mujer kshatriya cautiva hasta una
garganta situada detrás de la aldea de Khurum. Habló mucho acerca
de un hombre de turbante verde al que derribó el afghuli, pero
cuando fue atacado por los demás wazulis que lo perseguían, los
aplastó con su magia en forma tal que cayeron como si fueran nubes
de langostas derribadas por la tormenta.
»No
sé cómo escapó ese hombre -agregó-, y tampoco él lo sabía, pero
por lo que dijo supe que Conan de Ghor había estado en Khurum con su
real prisionera. Luego, cuando cabalgamos a través de las montañas,
nos encontramos con una muchacha galzai que llevaba un pellejo de
agua y nos contó que había sido desnudada y violada por un gigante
extranjero vestido con ropas de jefe afghuli. Dijo además que había
entregado sus ropas a una mujer vendhia que lo acompañaba. Y
finalmente agregó que os dirigíais hacia el oeste.
Kerim
Sha no consideró necesario explicar que se dirigía a su cita con
las esperadas tropas de Secunderam cuando encontró el camino
bloqueado por montañeses hostiles. La ruta del valle de Gurashah, a
través del desfiladero de Shalizah, era más larga que la del
desfiladero de Amir Jehun, pero esta última atravesaba parte del
país afghuli, que Kerim Sha deseaba evitar hasta que contara con un
ejército. Sin embargo, al encontrar bloqueado el camino de Shalizah,
había seguido la ruta prohibida hasta que tuvo noticias de que Conan
aún no había llegado a Afghulistán con su prisionera. Esto le
obligó a girar hacia el sur y a avanzar apresuradamente, con la
esperanza de tropezarse con el cimmerio en las montañas.
-De
manera que será mejor que me digas dónde está la Devi -sugirió
Kerim Sha.
-Si
uno de tus perros dispara una sola flecha, te arrojaré de cabeza por
ese abismo -amenazó Conan-. De todos modos, matarme no te serviría
de nada. Me siguen quinientos afghulis, y si se enteran de que los
has engañado, te arrancarán el pellejo a tiras. Por otro lado, la
Devi no está en mi poder. Está en manos de los Adivinos Negros de
Yimsha.
-¡Por
Tarim! -maldijo Kerim Sha en voz baja, perdiendo por un momento su
aplomo y su porte elegante-. Khemsa...
-Khemsa
ha muerto -dijo Conan con un gruñido-. Sus maestros lo han enviado
al infierno. Y ahora, apártate de mi camino. Me gustaría matarte si
tuviera tiempo, pero tengo prisa por llegar a Yimsha.
-
Iré contigo -dijo el turanio súbitamente.
Conan
se echó a reír.
-
¿Acaso crees que confío en ti, perro hirkanio?
-No
te pido que lo hagas -repuso Kerim Sha-. Los dos queremos a la Devi.
Conoces mis razones. El rey Yezdigerd desea anexionar el reino de la
Devi a su imperio, y tenerla a ella misma en su harén. Yo te conocí
cuando eras atamán en las estepas kozakas, por lo que conozco tus
ambiciones. Quieres saquear Vendhia y obtener un buen rescate por
Yasmina. Bien, dejemos de lado de momento nuestro problema personal,
unamos nuestras fuerzas y tratemos de rescatar a la Devi de manos de
los Adivinos. Si tenemos éxito y vivimos, pelearemos para ver quién
se queda con ella.
Conan
asintió con la cabeza, al tiempo que soltaba el brazo del turanio.
-De
acuerdo -dijo-. ¿Y tus hombres?
Kerim
Sha se volvió hacia los silenciosos irakzais y les habló
brevemente:
-Este
jefe y yo vamos a Yimsha a luchar contra los brujos. ¿Venís con
nosotros u os quedáis aquí para ser exterminados por los afghulis
que persiguen a este hombre?
Los
guerreros lo miraron y en sus ojos se reflejó un tremendo fatalismo.
Estaban condenados, y lo sabían. Lo sabían desde que las flechas de
sus atacantes dagozai los habían expulsado del desfiladero de
Shalizah. El grupo era demasiado pequeño como para abrirse paso
desde las montañas hasta las aldeas de la frontera sin la ayuda del
hábil turanio. Puesto que ya se consideraban perdidos, respondieron
de la única manera en que puede hacerlo un moribundo:
-Iremos
contigo y moriremos en Yimsha.
-Entonces
partamos ya, en nombre de Crom -gruñó Conan, impaciente,
contemplando la débil luz del crepúsculo-. Hemos perdido un tiempo
precioso.
Kerim
Sha hizo retroceder su caballo saliendo de donde se encontraba, entre
el muro rocoso y el caballo de Conan, envainó su espada e hizo dar
la vuelta cuidadosamente a su corcel. El grupo de hombres comenzó a
avanzar lo más rápido que pudieron por el estrecho sendero.
Llegaron a la cima situada a un kilómetro al este del lugar en el
que Khemsa había detenido al cimmerio y a la Devi. El camino que
habían recorrido era peligroso, incluso para los hombres de las
montañas, y por esta razón Conan lo había evitado cuando iba con
Yasmina, aunque Kerim Sha, que lo seguía, lo tomó, suponiendo que
el bárbaro también lo había hecho. Incluso Conan suspiró aliviado
cuando los caballos se alejaron del borde
del
precipicio. Los hombres avanzaron como fantasmas a través del reino
de las sombras.
8. Yasmina conoce el terror sin
límites
Yasmina
no tuvo tiempo más que para soltar un grito cuando se sintió
envuelta por el remolino de color carmesí y separada de su protector
con una fuerza sorprendente. Gritó una vez y después ya no tuvo
fuerzas para volver a hacerlo. Tenía la impresión de estar ciega,
sorda y muda, y de carecer de cualquier otro sentido a causa de la
terrible corriente de aire que la rodeaba. Tenía la terrible
sensación de hallarse a una altura impresionante, ascendiendo a una
enorme velocidad, y que todos sus sentidos habían enloquecido Luego
vino el vértigo y el olvido.
Al
recuperar el conocimiento todavía experimentaba un vestigio de tales
sensaciones. Gritó desesperadamente, sintiendo que su cuerpo estaba
realizando un vuelo involuntario al infinito. Sus dedos tocaron una
suave tela y al cabo de un rato tuvo la agradable sensación de
estabilidad. Entonces, lanzó una mirada a su alrededor.
Estaba
tendida sobre una tarima cubierta de terciopelo negro. La tarima se
encontraba al fondo de una enorme habitación llena de tapices con
dibujos de dragones de un realismo repelente. Aparentemente, allí no
había ventanas ni puertas, aunque podían estar ocultas bajo los
tapices. Yasmina no pudo distinguir de dónde procedía la tenue luz
que alumbraba el salón. Allí parecía reinar el misterio, las
sombras y extrañas formas en las que la muchacha no percibió el
menor movimiento, aunque le produjeron un terror infinito.
Sus
ojos se posaron en algo tangible. Se trataba de un hombre sentado en
otra tarima más pequeña, situada a pocos metros de distancia, que
la miraba fijamente. Su larga túnica de terciopelo negro bordada en
oro lo envolvía, enmascarando todo su cuerpo. Tenía las manos
ocultas en las anchas mangas. Llevaba un gorro de terciopelo en la
cabeza. Su rostro reflejaba calma y placidez, y sus ojos brillantes
eran ligeramente oblicuos. No movió ni un solo músculo mientras
contemplaba a la joven, y su expresión no se alteró al ver que
Yasmina recobraba el conocimiento.
Yasmina
sintió que el terror le helaba la sangre. Se incorporó apoyándose
en ambos codos y miró con aprensión al desconocido.
-¿Quién
eres? -preguntó, sintiendo que el tono de su voz sonaba metálico y
extraño.
-Soy
el Maestro de Yimsha.
La
voz del hombre era pictórica y estridente como el sonido de la
campana de un templo.
-¿Para
qué me has traído aquí? -preguntó Yasmina.
-¿No
me buscabas?
-Si
eres uno de los Adivinos Negros... ¡sí! -repuso rápidamente ja
joven, convencida de que el hombre podía leer sus pensamientos.
-¡Querías
que los salvajes hijos de las montañas se volvieran contra los
Adivinos de Yimsha! -dijo el Maestro con una sonrisa-. Lo he leído
en tu mente, princesa. En tu mente humana llena de mezquinos sueños
de odio y venganza.
-¡Mataste
a mi hermano! -gritó Yasmina con una mezcla de cólera y horror-.
¿Por qué lo perseguiste? Nunca te ha hecho daño. Los sacerdotes
dicen que los Adivinos están muy por encima de los asuntos humanos.
¿Por qué has destruido al rey de Vendhia?
-¿Cómo
puede entender un ser humano corriente los motivos de un Adivino?
-repuso con calma el Maestro-. Mis acólitos de los templos de Turan,
que son los sacerdotes en segundo grado después de los de Tarim, me
pidieron que actuara en favor de Yezdigerd. Por motivos personales,
me presté a ello.
«¿Cómo
podría explicar mis razones místicas para que las comprendiera tu
pobre intelecto? Jamás lo entenderías.
-Sólo
entiendo esto: ¡que mi hermano ha muerto!
Por
las mejillas de la joven se deslizaron lágrimas de rabia y de dolor.
Se puso de rodillas y miró al Maestro con ojos centelleantes.
-Tal
como lo quiso Yezdigerd -repuso el Maestro con la misma calma-.
Durante un tiempo fue mi deseo satisfacer sus ambiciones.
-¿Acaso
Yezdigerd es tu vasallo?
Yasmina
trataba de mantener inalterable el tono de su voz. Acababa de sentir
que una de sus rodillas tocaba algo duro y simétrico bajo un pliegue
de terciopelo. Cambió cuidadosamente de posición moviendo una mano
bajo el pliegue.
-¿Acaso
el perro que lame un hueso podrido en el patio del templo es vasallo
de los dioses? -preguntó a su vez el Maestro.
El
hombre no parecía darse cuenta de lo que estaba haciendo Yasmina.
Ocultos por el terciopelo, los dedos de la joven aferraron lo que
estaba segura que era la empuñadura de una daga. Luego inclinó la
cabeza para que no se viera la expresión de triunfo que brillaba en
sus ojos.
-Estoy
cansado de Yezdigerd -dijo el Maestro-. Ahora me dedico a otros
entretenimientos... ¡Ah!
Yasmina
saltó como un gato de la selva mientras profería un grito feroz, y
atacó salvajemente al hombre, con la daga en la mano.
Luego
se tambaleó y se deslizó al suelo, desde donde miró al hombre de
la tarima. Éste no se había movido. La sonrisa enigmática no se
había borrado de su rostro. Yasmina, temblando, levantó una mano y
lo miró asombrada. La muchacha vio que sus dedos no sujetaban una
daga, sino un ramo de lotos dorados, cuyos aplastados capullos
colgaban marchitos del tallo.
Yasmina
dejó caer el ramo al suelo como si se tratara de una serpiente y se
alejó inmediatamente de donde se encontraba su verdugo. Regresó a
su propia tarima porque consideró que era más digno de una reina
colocarse en aquel lugar que arrastrarse por el suelo ante los pies
de un hechicero. Lo miró con aprensión desde la tarima, esperando
la reacción del Maestro. Pero éste no se movió.
-Toda
la sustancia es una para quién posee la llave del cosmos -dijo el
Maestro enigmáticamente-. Para un adepto nada es inmutable. Los
capullos de acero florecen en jardines innominados y las
espadas-flores brillan a la luz de la luna a voluntad.
-Eres
un demonio -dijo la muchacha sollozando.
-¡Yo
no! -repuso el Maestro sonriendo diabólicamente-. Nací en este
planeta hace mucho tiempo.
Alguna
vez fui un hombre normal, pero no he perdido todos mis atributos
humanos en mis infinitos siglos de existencia. Un ser humano iniciado
en la magia negra es superior a un diablo. Soy de origen humano, pero
gobierno sobre los demonios. Has visto a los Señores del Círculo
Negro y te asombraría enormemente saber desde qué reino remoto han
acudido a mi llamada y de qué condena los protejo con un cristal
mágico y con serpientes doradas.
Hizo
una pausa y luego agregó, sin abandonar su diabólica sonrisa:
-Pero
sólo yo gobierno sobre ellos. Ese estúpido de Khemsa se creyó
poderoso..., ¡pobre imbécil...!, rompiendo puertas materiales y
atravesando el aire con su amante, de colina en colina. Sin embargo,
de no haber sido destruido su poder, tal vez hubiera llegado a
igualar el mío.
El
Maestro volvió a reír y continuó:
-¡Y
tú, pobrecilla! ¡Planeando enviar a un peludo jefe de las colinas a
invadir Yimsha! Pero desde que caíste en sus manos las cosas
ocurrieron como si yo mismo las hubiera pensado. Y leí en tu mente
infantil la intención de seducirlo con tus encantos femeninos y
lograr así tus propósitos. No obstante, y aun teniendo en cuenta tu
estupidez, eres una mujer hermosa. Deseo conservarte como esclava.
La
hija de mil orgullosos emperadores abrió la boca, asombrada y
furiosa por la declaración del Maestro.
¡No
te atreverás!
La
carcajada burlona del hombre le produjo el mismo efecto que un
latigazo sobre sus desnudos hombros.
-¿Acaso
no se atreve el rey a pisar a un gusano en el camino? Pequeña
estúpida. ¿No comprendes que para mí tu orgullo real no es más
que una paja arrastrada por el viento? ¡Yo, que he conocido los
besos de las reinas del infierno! ¡Ya has visto cómo trato a los
rebeldes!
Asustada
y aturdida, la muchacha se acurrucó en la tarima cubierta de
terciopelo. La luz se debilitó y el ambiente adquirió un aspecto
más fantasmagórico. El rostro del Maestro se volvió sombrío.
-¡Jamás
me someteré a ti! -exclamó la joven con voz temblorosa, pero
resuelta.
-Lo
harás -respondió el Maestro, con terrible convicción-. El miedo y
el dolor te enseñarán. Te castigaré con una crueldad que hará
temblar cada partícula de tu cuerpo hasta que te conviertas en cera
moldeable en mis manos. Conocerás una disciplina que no ha conocido
jamás mujer alguna, hasta que la más trivial de mis órdenes sea
para ti como la inalterable voluntad de los dioses. Y en primer
lugar, para castigar tu orgullo, viajarás a través del tiempo y
serás testigo de todas aquellas formas por las que has pasado.
¡Yil la khosa!
Después
de que el Maestro pronunciara estas palabras, la habitación comenzó
a girar ante los ojos aterrados de Yasmina. Se le pusieron los pelos
de punta y sintió la lengua pegada al paladar. En algún lugar sonó
un terrible gong. Los dragones de los tapices brillaron con un fuego
azulado y después se esfumaron. El Maestro en su tarima no era más
que una sombra informe. La tenue luz dio paso a una profunda
oscuridad, espesa, casi tangible, que latía con extrañas
radiaciones. Yasmina ya no veía al Maestro. No veía nada. Tenía la
extraña sensación de que las paredes y el techo se habían alejado
de ella.
En
algún lugar algo comenzó a brillar como una luciérnaga que cobraba
movimiento rítmicamente. Pronto se convirtió en una bola dorada y,
al agrandarse, su luz se volvió más intensa y ardió como una llama
blanca. De repente estalló, llenando la oscuridad con blancas
chispas que no iluminaban las sombras. Pero había una débil
luminosidad, como si hubiera quedado una impresión en la habitación,
que reveló un esbelto tallo que nacía del suelo en sombras. Bajo la
horrorizada mirada de la muchacha, el tallo se extendió y cobró
forma. Aparecieron brotes, hojas anchas y grandes flores negras y
venenosas que colgaban sobre su cabeza. Yasmina se encogió más
sobre la tarima aterciopelada. En el ambiente había un perfume
sutil. Era el loto negro que crecía en las selvas prohibidas de
Khitai.
Las
anchas hojas estaban llenas de vida maligna. Las flores se inclinaron
hacia ella, como cosas vivas. Parecían cabezas de serpiente
recortadas contra la espesa oscuridad, que se cernían sobre ella, en
forma dantesca. Yasmina trató de retroceder al percibir el aroma
embriagador y realizó un esfuerzo por alejarse de la tarima. Luego
se aferró a ésta como si fuese su único medio de salvación. Gritó
aterrada y asió el terciopelo, pero sintió que éste se rasgaba
entre sus dedos. Tuvo la sensación de que la estabilidad y la
cordura la abandonaban por completo. Era como un átomo sensible
arrastrado hacia un vacío helado por un fuerte viento que amenazaba
extinguir la poca vida que le quedaba, como si se tratara de una vela
apagada bajo la tormenta.
Entonces
se mezcló con una miríada de átomos de vida por medio de impulsos
y movimientos ciegos, y luego volvió a emerger como individuo
consciente, girando en una espiral infinita de diferentes vidas.
En
medio de una bruma de terror, revivió todas sus vidas anteriores y
volvió a encarnarse en todos los cuerpos que habían transportado a
su ego a través del tiempo. Se volvió a lastimar los pies en el
largo camino de la vida que la llevaba al doloroso pasado inmemorial.
Más allá de los albores del tiempo Yasmina se encogió, temblando,
en selvas primordiales, perseguida por terribles animales de presa.
Se hundió desnuda en arrozales y pantanos y luchó contra enormes
aves acuáticas por capturar el precioso grano. Trabajó junto a los
bueyes arando la tierra y vivió en cabañas primitivas terriblemente
incómodas.
Vio
estallar en llamas ciudades amuralladas y huyó gritando de los
verdugos. Caminó desnuda, desangrándose sobre las arenas ardientes,
impulsada por el látigo del mercader de esclavos, y conoció el
contacto de manos brutales sobre su carne atormentada. Gritó bajo el
restallido del látigo y trató de resistirse, loca de horror, a las
manos que la forzaban inexorablemente a apoyar su cabeza sobre el
cepo del cadalso.
Conoció
el dolor del nacimiento y la amargura del amor traicionado. Sufrió
todas las humillaciones e injusticias que el hombre infligió a la
mujer a través de los siglos, y soportó el desprecio y la maldad de
otras mujeres. Pero en ese viaje a través del tiempo Yasmina era
consciente de que era la Devi. Era todas las mujeres que había sido
y al mismo tiempo seguía siendo Yasmina.
Su
vida se mezclaba con otras vidas en un caos espantoso, cada una de
ellas con su carga de vergüenza y de dolor, hasta que oyó
débilmente su propia voz gritando, como un doloroso lamento que
resonaba con mil ecos diferentes a través de los tiempos.
Entonces
despertó. Se hallaba sobre la tarima cubierta de terciopelo que
había en la misteriosa habitación.
Bajo
la grisácea luz fantasmagórica volvió a ver la tarima y la
enigmática figura sentada sobre ella. La cabeza encapuchada estaba
inclinada y los hombros apenas se distinguían en la oscuridad.
Yasmina no percibía claramente todos los detalles, pero la capucha,
que había sustituido al gorro de terciopelo, despertó en ella una
extraña inquietud. Al mirar al Maestro se quedó helada de horror.
Tenía la sensación de que no era el Maestro quien ocupaba la tarima
en esos momentos.
La
figura se puso en pie. Se inclinó sobre ella y extendió los largos
brazos cubiertos por las amplias mangas. Yasmina luchó contra esos
brazos, incapaz de pronunciar una sola palabra, sorprendida por la
dura delgadez de aquellos miembros. La cabeza encapuchada también se
inclinó sobre ella y Yasmina soltó un grito de horror. Unos brazos
huesudos rodearon su hermoso cuerpo. Desde la capucha se asomaba un
rostro muerto y desintegrado que la miraba..., un rostro que parecía
un pergamino podrido adherido a un cráneo destrozado.
Yasmina
volvió a gritar, y entonces las enormes y espantosas mandíbulas se
acercaron a sus labios y ella perdió el conocimiento...
9. El castillo de los brujos
El
sol se levantaba ya sobre los blancos picos de los montes Himelios.
Un grupo de jinetes se detuvo al pie de una enorme pendiente y miró
hacia arriba. Allí, encima de ellos, se veía una torre en la ladera
de la montaña. Más arriba brillaban los muros de un edificio más
grande, cerca de la línea donde la nieve comenzaba a cubrir la cima
del Yimsha. El paisaje parecía irreal... las laderas de color
púrpura subían hacia el fantástico castillo y la blanca cima
resplandeciente se recortaba contra el cielo azul.
-Dejaremos
los caballos aquí -dijo Conan con un gruñido- Es más seguro subir
esa traicionera ladera a pie. Además, estos animales están
agotados.
El
cimmerio bajó del caballo de un salto. El negro corcel se mantenía
en pie con las patas delanteras separadas y la cabeza gacha. Habían
cabalgado durante toda la noche, y comieron lo poco que les quedaba
en las alforjas. Sólo se habían detenido para dar de comer a los
animales los pocos restos de comida que les quedaban.
-Esa
primera torre es la de los acólitos de los Adivinos Negros -dijo
Conan-. Al menos, eso dice la gente. Perros de presa de sus amos...
brujos menores. No dejarán de vigilarnos mientras escalamos esa
colina.
Kerim
Sha miró hacia la montaña y luego en dirección al camino por el
que habían venido. El turanio buscó en vano algún indicio o
movimiento que denunciara la presencia de seres humanos en aquellos
laberintos rocosos. Evidentemente, los afghulis habían perdido el
rastro de su jefe durante la noche.
-En
marcha.
Ataron
los caballos e iniciaron el ascenso sin más comentarios. No había
lugares donde ponerse a cubierto. La pendiente estaba sembrada de
rocas que no eran suficientemente grandes como para ocultar a un
hombre. Pero, aun así, servían en cierto modo de protección.
El
grupo aún no había dado cincuenta pasos cuando una silueta que
gruñía furiosa saltó desde una roca. Era uno de los delgados
perros salvajes que infestaban las aldeas de las montañas. El animal
tenía los ojos rojos y las mandíbulas llenas de espuma. Conan
avanzaba delante del grupo, pero el animal no lo atacó. Pasó a su
lado velozmente y se abalanzó sobre Kerim Sha. El turanio lo esquivó
y el perro cayó sobre el irakzai que venía detrás de él. El
hombre gritó y levantó un brazo, que de inmediato fue destrozado
por los colmillos de la fiera. En una décima de segundo, una docena
de espadas curvas mataron a la bestia. Sin embargo, hasta que no
estuvo completamente destrozado, el espantoso animal no dejó de
morder y desgarrar a los hombres.
Kerim
Sha vendó la herida del guerrero, lo miró fijamente durante un
momento y luego se dio media vuelta sin pronunciar una sola palabra.
Luego se acercó a Conan y ambos hombres reanudaron el ascenso en
silencio.
Al
cabo de un rato, Kerim Sha dijo:
-Resulta
extraño encontrar a un perro de aldea en este lugar.
-Por
aquí no hay desperdicios de ninguna clase -dijo Conan con un
gruñido.
Ambos
volvieron la cabeza para mirar hacia el guerrero herido que avanzaba
tras ellos junto con sus camaradas. El sudor le perlaba el oscuro
rostro, en el que se dibujaba una mueca de dolor. Luego, los dos
hombres miraron en dirección a la torre de piedra que se alzaba por
encima de ellos.
Una
extraña quietud reinaba en las alturas. Ni la torre ni el extraño
edificio en forma de pirámide que había más arriba mostraban
señales de vida. Pero los hombres subían como si estuvieran
caminando sobre el borde de un precipicio.
Se
encontraban a un tiro de flecha de la torre cuando algo cayó
repentinamente del cielo. Pasó tan cerca de Conan que éste sintió
el viento que producían sus enormes alas, pero fue un irakzai quien
se tambaleó y cayó con la yugular rajada. Un halcón con alas que
parecían barnizadas en acero pasó con el pico ganchudo lleno de
sangre, al tiempo que Kerim Sha le lanzaba una flecha. El pájaro
cayó en picado, pero nadie vio dónde.
Conan
se inclinó sobre el guerrero herido por el pájaro, pero el hombre
ya estaba muerto. Nadie dijo nada. Era inútil decir que jamás se
había visto que un halcón matara a un hombre. La cólera comenzó a
despertar en el alma salvaje de los fatalistas irakzais. Unos dedos
peludos se crisparon sobre los arcos y los hombres miraron con ansias
de venganza hacia la torre cuyo silencio les inquietaba.
Pero
el siguiente ataque llegó muy rápidamente. Todos lo vieron... Era
una blanca nube de humo de forma redonda, que osciló sobre la torre
y luego rodó pendiente abajo en dirección a ellos. Otras bolas de
humo siguieron a la primera. Parecían simples e inofensivos globos
de espuma, pero Conan se apartó a un lado para evitar el contacto
con la primera. Detrás de él, un irakzai dio un salto hacia
adelante y hundió su espada en la extraña bola. Inmediatamente una
explosión sacudió la montaña. Se produjo una llama cegadora y la
bola desapareció, pero del curioso guerrero sólo quedó un montón
de huesos calcinados. Su crispada mano todavía aferraba la
empuñadura de la espada, pero la hoja de acero había desaparecido,
se había fundido, destruida por aquel terrible calor. Sin embargo,
los hombres que estaban al lado de la víctima no habían sufrido
ninguna herida, excepto la ceguera momentánea producida por el
repentino brillo de la explosión.
-¡El
acero las hace estallar! -gritó Conan-. ¡Cuidado... ahí vienen!
La
pendiente que había encima de ellos estaba cubierta casi por
completo de esferas rodantes. Kerim Sha tensó su arco y lanzó una
flecha hacia la masa, que explotó en llamas. Los hombres siguieron
su ejemplo, y durante los minutos siguientes fue como si uña
tormenta inundara la ladera de la montaña, llenándola de rayos y de
llamas. Cuando todo cesó, quedaban pocas flechas en las aljabas de
los guerreros.
Siguieron
ascendiendo por el terreno calcinado y ennegrecido En algunos puntos,
la roca se había convertido en lava a causa de la explosión de
aquellas bombas diabólicas.
Se
hallaban a un tiro de flecha de la silenciosa torre y se desplegaron
en línea, con los nervios en tensión, preparados para hacer frente
a cualquier horror que descendiera sobre ellos.
En
la torre apareció una figura con un cuerno de bronce de tres metros
de largo. Su estridente bramido resonó en las montañas con mil
ecos, como si se tratara de las trompetas del Juicio Final.
Inmediatamente rué contestado desde la misma tierra. El terreno
tembló bajo los pies de los invasores y desde las profundidades
subterráneas surgieron sonidos extraños.
Los
irakzais gritaron retrocediendo como borrachos sobre la abrupta
ladera y Conan, con los ojos centelleantes, corrió adelante,
cuchillo en mano, y fue directamente hacia la puerta que había en el
muro de la torre. Por encima de él, se oyó una vez más el enorme
cuerno, que sonó como una burla cruel. Kerim Sha tensó el arco y
lanzó una flecha.
Sólo
un turanio era capaz de efectuar un disparo así. El rugido del
cuerno cesó inmediatamente y en su lugar se oyó un prolongado grito
de dolor. La figura vestida de verde que estaba en la torre se
tambaleó aferrando el largo dardo que sobresalía de su pecho y acto
seguido cayó del otro lado del parapeto. El enorme cuerno se quedó
colgando del bordillo, y otra figura vestida de verde corrió para
cogerlo, gritando con horror. El turanio lanzó otra flecha y se oyó
un aullido de muerte. Al caer el segundo acólito, empujó el cuerno
con el codo y el largo instrumento se estrelló contra las rocas que
había más abajo.
Conan
había recorrido la distancia que lo separaba de la torre a tal
velocidad que, mucho antes de que se apagaran los ecos de la caída
del cuerno, ya estaba intentando derribar la puerta. Advertido por su
instinto salvaje, retrocedió súbitamente en el preciso instante en
que caía desde arriba una enorme cantidad de plomo derretido. Pero
un segundo después volvió a atacar los paneles con renovada furia.
Lo incitaba el hecho de que sus enemigos hubieran tenido que recurrir
a armas terrenales. La brujería de los acólitos era limitada. Sus
recursos mágicos tenían que agotarse en cualquier momento.
Kerim
Sha subía apresuradamente por la ladera mientras sus hombres lo
seguían con gran entusiasmo. A medida que avanzaban seguían tirando
flechas.
La
enorme puerta de teca cedió bajo el furioso ataque del cimmerio, que
miró hacia el interior esperando lo peor. En ese momento, estaba
contemplando una habitación circular en la que había una
serpenteante escalera. Del otro lado de la sala había otra puerta
desde la que se veía la ladera de la montaña... y las espaldas de
media docena de siluetas verdes que huían despavoridas.
Conan
lanzó un grito y entró en la torre, pero una vez más su instinto
lo hizo retroceder justo cuando caía al suelo un enorme bloque de
piedra, en el mismo lugar en el que había estado él un segundo
antes. Luego corrió alrededor de la torre, dando órdenes a su
seguidores
Los
acólitos habían evacuado su primera línea de defensa. Cuando Conan
finalmente rodeó la torre, vio sus verdes túnicas flotando al
viento en la montaña. Inició la caza, jadeando con sed de sangre,
mientras Kerim Sha y los irakzais lo seguían.
La
torre se alzaba en el borde inferior de una estrecha planicie cuya
inclinación apenas era perceptible. A unos cientos de metros de
distancia, la planicie terminaba abruptamente en un precipicio que no
se veía desde la parte baja de la montaña. Los acólitos habían
saltado al interior de aquel abismo sin reducir aparentemente la
velocidad de su carrera. Sus perseguidores vieron flotar las verdes
túnicas, que desaparecieron rápidamente en aquel lugar.
Pocos
minutos después, Conan, Kerim Sha y los irakzais se hallaban sobre
el borde del abismo que los separaba del castillo de los Adivinos
Negros. Se trataba de un barranco cortado a pico que se extendía en
todas direcciones, al parecer rodeando la montaña. Mediría
aproximadamente unos cuatrocientos metros de ancho por ciento
cincuenta metros de profundidad. Y de borde a borde flotaba una
neblina extraña, translúcida y brillante.
Conan
miró hacia abajo y soltó un gruñido. A sus pies, moviéndose sobre
el reluciente fondo que brillaba como la plata, vio las siluetas de
los acólitos verdes. Éstas estaban un tanto difuminadas, como si
estuvieran en el fondo del agua. Avanzaban en columna de a uno en
dirección a la pared de enfrente.
Kerim
Sha colocó una flecha en su arco y disparó. Pero cuando el dardo
penetró en la extraña neblina que llenaba el abismo, pareció
perder fuerza y dirección, y se desvió de su curso.
-¡Si
ellos han bajado, también nosotros podremos hacerlo! -dijo Conan
mientras Kerim Sha miraba su flecha con asombro-. Los vi hace un
momento en este mismo lugar..
Aguzando
la vista, distinguió a lo lejos algo brillante; era como una hebra
dorada que cruzaba el cañón. Los acólitos parecían seguir aquella
senda. Conan recordó inmediatamente las extrañas palabras de
Khemsa: «¡Sigue la veta dorada!». Al agacharse descubrió una fina
veta de oro brillante sobre el borde, que iba desde una formación
rocosa hasta el extremo y continuaba hasta el fondo platea do de la
hondonada. Y descubrió algo más que antes no había podido ver a
causa de la refracción de la luz. La veta dorada seguía una
estrecha rampa que se hundía en el barranco, con peldaños para
descender.
-Deben
de haber bajado por aquí -le dijo Conan a Kerim Sha-. ¡No son
pájaros! Los seguiremos...
En
ese momento, el hombre que había sido mordido por el perro lanzó un
grito terrible y saltó sobre Kerim Sha, enseñando los dientes como
un animal rabioso. El turanio, rápido como un felino, saltó a un
lado y el loco cayó de cabeza en la hondonada. Los demás corrieron
hacia el borde y lo miraron atónitos. El loco no cayó normalmente.
Descendió con suavidad, como si flotara en aguas profundas. Sus
miembros se movían como los de un hombre que intentara nadar y su
rostro estaba completamente azul. Por último, su cuerpo tocó
levemente el brillante fondo del precipicio.
-En
este abismo reina la muerte -dijo Kerim Sha-. ¿Qué hacemos ahora,
Conan?
-¡Oh!
-repuso el cimmerio haciendo una mueca-. Esos acólitos son seres
humanos. Si la bruma no los ha matado a ellos, tampoco me matará a
mí.
Se
ajustó el cinturón y sus manos tocaron el que le había dado
Khemsa. Conan esbozó una sonrisa. Había olvidado ese cinto. Sin
embargo, la muerte había pasado tres veces a su lado y tocado
finalmente a otra persona.
Los
acólitos ya habían alcanzado la pared opuesta y subían por ella
como enormes moscas verdes. Conan comenzó a descender cautelosamente
por la rampa, apoyando un pie en el primer escalón. La nube rosada
tocó sus tobillos y fue ascendiendo a medida que él bajaba. La
bruma le llegó a las rodillas, muslos y cintura. Conan la sentía
como si fuera la pesada niebla de una noche cargada de humedad. Al
tocar su barbilla, dudó, y luego siguió descendiendo. Su
respiración cesó súbitamente. Sintió que una extraña presión
gravitaba sobre sus costillas, ahogándolo. Con un esfuerzo frenético
por conservar la vida volvió a subir. Asomó la cabeza a la
superficie y tragó aire a grandes bocanadas.
Kerim
Sha se inclinó hacia él y le habló, pero Conan no lo escuchó ni
le hizo caso. Obstinadamente y recordando todo lo que le había dicho
Khemsa al morir, el cimmerio buscó la veta dorada y descubrió que
se había desviado de ella al descender. En la rampa había una serie
de huecos para apoyar las manos. Colocándose directamente sobre la
veta, comenzó a descender una vez más. La rosada bruma lo rodeó.
Ahora su cabeza se hallaba bajo la nube, pero podía respirar aire
puro. Por encima de él vio a sus compañeros, que lo miraban. Sus
rostros aparecían borrosos a causa del halo que flotaba sobre su
cabeza. Les hizo una seña para que lo siguieran y descendió
rápidamente sin esperar a ver si le obedecían.
Kerim
Sha envainó su espada sin hacer el menor comentario y lo siguió.
Los irakzais, que tenían más miedo de quedarse solos que de los
horrores que pudieran encontrar allí abajo, también fueron detrás
de su jefe. Todos los hombres siguieron la veta dorada, tal como
había hecho el cimmerio.
Una
vez en el fondo del barranco, avanzaron sobre un terreno nivelado y
brillante, siempre siguiendo la veta dorada. Era como si caminaran
por un túnel invisible. Sentían que la muerte se cernía sobre
ellos desde arriba y desde los lados, pero no los tocaba.
La
veta dorada ascendía por una rampa similar que había en la pared
por la que habían desaparecido los acólitos, y acto seguido Conan y
su grupo los siguieron con todos los nervios en tensión, sin saber
qué les esperaba entre los salientes rocosos que marcaban el borde
del precipicio.
Allí
los esperaban los acólitos vestidos de verde con cuchillos en las
manos. Tal vez habían alcanzado los límites a los cuales podían
retirarse. Quizá el cinto estigio que rodeaba la cintura de Conan
fuera la causa de que la magia de aquellas gentes hubiera fracasado
tan estrepitosamente. O tal vez fuera también el conocimiento de una
muerte imposible lo que los había hecho saltar desde las rocas con
los ojos brillantes y los cuchillos en la mano, recurriendo, en su
desesperación, a armas materiales.
Allí,
entre los colmillos rocosos del borde del precipicio, no se libraba
una lucha contra la magia. Era una batalla de acero, en la cual éste
hería y se derramaba sangre de verdad.
Un
irakzai murió desangrado entre las rocas, pero todos los acólitos
cayeron, decapitados o con las entrañas al aire, al suelo plateado
que brillaba a sus pies.
Entonces
los conquistadores se sacudieron la sangre y el sudor que les cubría
los ojos, y se miraron unos a otros. Conan y Kerim Sha se mantenían
en pie, junto con cuatro irakzais.
Estaban
entre las rocas que formaban el serrado borde del precipicio, y desde
allí partía un sendero en suave declive hacia una ancha escalera
formada por media docena de escalones, situada a treinta metros de
distancia y fabricada con un extraño material de color verde jade.
Los escalones, a su vez, conducían a una especie de galería sin
techo construida con la misma piedra, y sobre esta galería se alzaba
el castillo de los Adivinos Negros. Parecía estar tallado en la
misma roca de la montaña. La arquitectura era impecable, pero
carecía de adornos. Sus ventanas enrejadas estaban encubiertas por
cortinas desde dentro. Allí no había la menor señal de vida.
Ascendieron
cautelosamente por el sendero, como si estuvieran pisando la guarida
de una serpiente. Los irakzais iban en silencio, convencidos de que
se encaminaban a una muerte segura. Incluso Kerim Sha mantenía un
absoluto mutismo. Sólo Conan no parecía advertir que aquella
invasión significaba una monstruosa violación de todas las
tradiciones de ese lugar sagrado. Él no era oriental y pertenecía a
una estirpe que luchaba contra diablos y hechiceros con la misma
furia que contra enemigos humanos.
Conan
subió rápidamente las brillantes escaleras, atravesó la galería y
se dirigió directamente hacia la enorme puerta de teca con herrajes
dorados que tenía delante. Echó una rápida mirada a la pirámide
que se alzaba por encima de él. Luego extendió una mano, la apoyó
sobre la manilla de bronce de la puerta y se detuvo sonriendo
diabólicamente. La manilla tenía la forma de una serpiente con la
cabeza levantada sobre un cuello arqueado. Conan sospechó que
aquella cabeza de metal podría cobrar vida en cuanto entrara en
contacto con su mano.
La
golpeó una sola vez, y el ruido metálico que produjo al caer al
suelo brillante no hizo disminuir sus precauciones. La apartó a un
lado con la punta de su largo cuchillo y se volvió nuevamente hacia
la puerta. En la torre reinaba un silencio absoluto. Las laderas de
la montaña se perdían en la bruma purpúrea, y a lo lejos se veía
un buitre que parecía estar suspendido en el azul del cielo. Los
hombres que había ante la puerta parecían pequeñas manchas negras
sobre el fondo verde de la galería de jade.
El
helado viento les azotaba el rostro. El cuchillo de Conan despertó
ecos dormidos al golpear los paneles de teca. Golpeó una y otra vez,
astillando la pulida madera y arrancando las bandas de metal. A
través de la destrozada madera miró hacia el interior, alerta y
cauteloso como un lobo. Vio una amplia habitación con pulidos muros
de piedra sin tapices y un suelo de mosaico sin alfombras. El
mobiliario consistía en unas sillas de ébano y una enorme tarima de
piedra. No había nadie en la habitación. Al fondo de la sala se
veía otra puerta.
-Deja
a un centinela en el exterior -dijo Conan con un gruñido-. Yo voy a
entrar.
Kerim
Sha nombró a un guerrero para que ocupara el puesto, y los demás
hombres retrocedieron hasta el centro de la galería con sus arcos
preparados. Conan entró en el castillo, seguido del turanio y de los
otros tres irakzais. El hombre que había quedado de centinela
escupió al suelo y gruñó algo ininteligible. De repente sintió un
sobresalto al escuchar una carcajada burlona que llegó a sus oídos.
Levantó
la cabeza y vio una ventana encima de él, en la que había una
silueta alta, vestida de negro, cuya cabeza descubierta asentía
ligeramente al mirarlo. Todo en ese hombre sugería burla y
malevolencia. Rápido como un rayo, el irakzai tensó su arco y
disparó. La flecha ascendió y se clavó en el pecho cubierto por la
túnica negra. La sonrisa burlona no se borró de su rostro. El
Adivino se arrancó el dardo del pecho y lo arrojó en dirección al
arquero, no como agresión sino con un gesto de desprecio. El irakzai
se agachó instintivamente y levantó un brazo. Sus dedos se cerraron
sobre la flecha.
Entonces
soltó un alarido. El dardo se retorció en su mano. Se volvió
flexible como si fundiera con ella. Trató de soltarlo, pero era
demasiado tarde. Su mano sostenía una serpiente que ya se había
enrollado en la muñeca. La terrible cabeza atacó el brazo musculoso
del hombre. Éste volvió a gritar con los ojos desorbitados, como si
estuviera contemplando una espantosa visión, y su rostro enrojeció.
Cayó de rodillas sacudido por terribles convulsiones y al cabo de
unos segundos se quedó completamente inmóvil.
Los
hombres que habían entrado en el castillo se dieron media vuelta al
oír el grito. Conan se dirigió hacia la puerta y luego se detuvo en
seco. Aunque no podía ver nada, sintió como si ante él hubiera un
duro cristal colocado en el mismo umbral de la puerta. Entonces vio
al irakzai tendido en el suelo con una flecha clavada en el brazo.
El
cimmerio levantó su cuchillo y atacó. Los demás hombres se
quedaron atónitos al ver que daba golpes en el aire, al tiempo que
su hoja sonaba contra una sustancia dura. Conan no desperdició más
esfuerzos. Sabía que ni siquiera la legendaria espada curva de Amir
Khurum hubiera podido destrozar aquella cortina invisible. Le explicó
en pocas palabras al turanio lo que sucedía, y Kerim Sha se encogió
de hombros, diciendo:
-Bien,
si tenemos la salida bloqueada, debemos encontrar otra. Mientras
tanto, nuestro objetivo está por delante, ¿no es así?
El
cimmerio gruñó algo y cruzó la habitación dirigiéndose hacia la
otra puerta, con la sensación de estar caminando hacia el umbral de
la muerte. Al levantar su cuchillo para destrozar la puerta, ésta se
abrió silenciosamente como si lo hiciera por sí sola. Entró en un
enorme salón flanqueado por altas y brillantes columnas. A unos
treinta metros de distancia de la puerta estaban los anchos escalones
de color verde jade de una escalera que parecía el lado de una
pirámide. Pero entre él y el comienzo de la escalera había un
curioso altar brillante de color negro. Cuatro enormes serpientes
doradas enroscaban sus colas alrededor del altar, con las cabezas en
el aire orientadas hacia los cuatro puntos cardinales como si fueran
guardianes de un fabuloso tesoro. Pero en el altar, entre los
curvados cuellos de los animales, solamente había un globo de
cristal lleno de una extraña sustancia que parecía humo, en la que
flotaban cuatro granadas doradas.
Al
ver aquello, Conan recordó algo. Luego se detuvo, porque en los
escalones inferiores vio cuatro figuras vestidas de negro. No los
había visto venir. Eran altos y enjutos, y sus cabezas de buitre se
movían al unísono.
Uno
de ellos levantó su brazo derecho y la manga se deslizó dejando al
descubierto la mano..., pero no era una mano. Conan se detuvo, pese a
su deseo de seguir adelante. Acababa de tropezar contra una fuerza
muy diferente de la magia de Khemsa y no podía dar un solo paso,
aunque comprobó que, si lo deseaba, podía retroceder. Sus
compañeros también se detuvieron y parecían aún más desamparados
que él, incapaces de moverse en ninguna dirección. El Adivino que
había levantado el brazo hizo una seña a uno de los irakzai, y el
hombre avanzó hacia él como en trance, con los ojos fijos y
sosteniendo débilmente la espada en la mano. Al pasar junto a Conan,
éste extendió un brazo y le tocó el pecho para impedir que
avanzara más. Conan era mucho más fuerte que el irakzai, hasta el
punto de que en circunstancias normales le hubiera resultado muy
sencillo partirle el espinazo como si fuese una rama. Pero en ese
momento el musculoso brazo del cimmerio fue apartado a un lado con
toda facilidad, y el irakzai siguió avanzando rígida y
mecánicamente. Llegó hasta los escalones, se arrodilló y entregó
su espada con una inclinación de la cabeza. El monje tomó el arma.
La hoja brilló como un relámpago. Un segundo después, la cabeza
del irakzai cayó al suelo de mármol en medio de un charco de
sangre.
La
deforme mano volvió a moverse en el aire, y otro irakzai avanzó
rígidamente hacia su muerte.
Cuando
el tercer irakzai pasó junto a Conan en su camino hacia la muerte,
el cimmerio, con las venas de las sienes a punto de estallar por el
esfuerzo de romper la invisible barrera que lo retenía, advirtió de
repente la presencia de invisibles fuerzas aliadas, que cobraban vida
en su interior. Era una revelación inesperada, pero tan poderosa que
Conan no dudó de su instinto. Su mano izquierda se deslizó
involuntariamente bajo su cinto bakhariota y aferró el cinturón
estigio. Al hacerlo, sintió que una nueva fuerza invadía todo su
cuerpo. El ansia de vivir latía intensamente en él, acompañada de
una cólera sin precedentes.
El
tercer irakzai ya se había convertido en un cadáver decapitado, y
el dedo del hombre vestido de negro se levantaba una vez más cuando
Conan sintió que se rompía la barrera invisible. Un grito
involuntario y feroz surgió de sus labios al saltar hacia adelante
con furia. Su mano izquierda asió el cinturón del brujo de la misma
manera que un hombre se aferra a un madero para no ahogarse. En su
mano derecha brilló la hoja de acero del largo cuchillo. Los hombres
que estaban en los escalones no se movieron. Contemplaban el
espectáculo con una expresión cínica. Si sentían alguna sorpresa,
no la exteriorizaban en absoluto. En ese momento, Conan no se
permitió el lujo de pensar en lo que podría suceder si se pusiera
al alcance de sus cuchillos. La sangre latía en sus sienes y una
nube de color carmesí le oscurecía la vista. Sentía unas ansias
terribles de matar, de hundir su cuchillo en la carne y en los huesos
de sus enemigos.
Unos
pasos más, y llegaría a los escalones en los que se hallaban de pie
aquellos demonios. Respiró profundamente y su furia aumentó, al
igual que la velocidad de su ataque. Ya estaba a punto de pasar junto
al altar de las serpientes doradas cuando súbitamente cobraron vida
en su cerebro las palabras pronunciadas por Khemsa: «¡Rompe la bola
de cristal!».
Su
reacción fue casi involuntaria. La ejecución siguió al impulso de
modo tan espontáneo que el mago más grande de la época no habría
tenido tiempo de leer sus pensamientos o de evitar su acción. Giró
sobre sus talones como un felino y dejó caer su cuchillo sobre el
cristal. De inmediato, el aire vibró con un espantoso clamor, aunque
Conan no alcanzó a darse cuenta si procedía de las escaleras, del
cristal o del altar. Unos terribles siseos llenaron sus oídos cuando
las serpientes doradas cobraron vida, se retorcieron y atacaron. Pero
Conan actuó con la rapidez y la cólera de un tigre enfurecido. Un
formidable remolino de acero cayó sobre los abominables animales que
se movían a su alrededor, y golpeó el globo de cristal una y otra
vez; la esfera estalló con un ruido tremendo, esparciendo por el
suelo de mármol miles de trozos diminutos de vidrio. Al mismo tiempo
las granadas doradas, como liberadas de su cautiverio, se elevaron
hacia el cielorraso y desaparecieron.
En
el enorme salón se oyeron alaridos bestiales. Sobre los escalones se
retorcían cuatro figuras vestidas de negro, sacudidas por espantosas
convulsiones, y una asquerosa espuma colgaba de sus pálidas bocas.
Entonces, con un formidable crescendo de aullidos humanos, las
figuras se fueron inmovilizando hasta exhalar un último estertor.
Estaban muertos. Conan miró hacia el altar y vio trozos de cristal.
Cuatro serpientes doradas sin cabeza se hallaban junto a aquél, pero
en el brillante metal ya no había vida.
Kerim
Sha se incorporó lentamente. Una fuerza invisible lo había arrojado
al suelo. Movió la cabeza para aclarar sus ideas.
-¿Has
oído ese ruido cuando se rompió el cristal? -preguntó-. Fue como
si hubieran estallado mil paneles de vidrio en todo el castillo.
¿Serían las almas de los brujos las que estaban aprisionadas dentro
de esas bolas doradas? ¡Cuidado!
Conan
se dio la vuelta rápidamente y Kerim Sha desenvainó su espada.
Otra
figura se hallaba de pie en la parte alta de la escalera. Su túnica
también era negra, pero de terciopelo lujosamente bordado, y llevaba
un gorro del mismo material. Su rostro expresaba una gran calma, y no
era del todo desagradable.
-¿Quién
diablos eres? -preguntó Conan, mirándolo, con el cuchillo en la
mano.
-¡Soy
el Maestro de Yimsha!
La
voz del hombre sonaba como la campana de un templo, aun cuando en
ella se percibía cierto tono de crueldad.
-¿Dónde
está Yasmina? -quiso saber Kerim Sha.
El
Maestro se echó a reír mirándolo fijamente a la cara.
-¿Y
a ti qué te importa, cadáver? ¿Acaso has olvidado ya mi fuerza, la
que una vez te enseñé, que vienes a mí armado, pobre estúpido?
¡Creo que te arrancaré el corazón, Kerim Sha!
Extendió
su mano como para recibir algo, y el turanio profirió un grito
agudo, como el de un hombre agonizando. Retrocedió tambaleándose
como un borracho y su corazón, rasgando su pecho, fue a parar a la
mano extendida del Maestro, como si fuera un trozo de hierro
deslizándose hacia un imán. El turanio cayó al suelo, donde
permaneció inmóvil, y el Maestro se echó a reír, arrojando el
corazón a los pies del cimmerio.
Conan
soltó un rugido y una maldición y avanzó en dirección a la
escalera. El cinturón de Khemsa le daba fuerza y se sentía invadido
por un odio mortal hacia aquella terrible emanación de poder que se
enfrentaba a él. El aire se llenó de una bruma acerada a la que
Conan se arrojó de cabeza, con el brazo izquierdo protegiéndole el
rostro y empuñando el formidable cuchillo en la mano derecha. Sus
ojos medio ciegos miraron por encima de su codo, y vio la odiada
figura del Adivino. La silueta de aquella negra figura se movía
delante de él como si se tratara de un reflejo sobre aguas agitadas.
Se
sentía vapuleado y torturado por fuerzas que escapaban a su
comprensión, pero a pesar del poder del brujo y de su propio dolor
se sentía impulsado hacia adelante por una fuerza inexorable.
Ya
había alcanzado la parte superior de las escaleras, y el rostro del
Maestro seguía flotando entre la oscura bruma que había delante de
sus ojos. Sin embargo, en aquellos ojos inescrutables se reflejaba un
extraño temor. Conan atravesó la bruma y su cuchillo se levantó
velozmente, como si tuviera vida. La afilada punta rasgó la túnica
del Maestro en el momento en que éste saltaba hacia atrás con un
grito. Luego, el mago desapareció ante los ojos de Conan...
simplemente se esfumó como una voluta de humo, y una cosa larga y
ondulante ascendió rápidamente por las escaleras más pequeñas que
partían a derecha e izquierda desde el rellano.
Conan
corrió tras esa cosa, en dirección a la escalera de la izquierda,
sin estar muy seguro de qué se trataba.
Entró
en un ancho pasillo cuyo suelo y paredes desnudas eran de jade
pulido. La cosa alargada se deslizó rápidamente delante de él por
el corredor y entró por una puerta cubierta por una cortina. Del
interior de aquella habitación surgió un grito espantoso de terror.
El grito prestó alas a los pies de Conan, que en un par de
formidables saltos entró en la sala.
Entonces
sus ojos contemplaron una escena terrible. Yasmina, encogida en el
extremo más alejado de una tarima cubierta de terciopelo negro,
gritaba aterrada, protegiéndose el rostro con el antebrazo, mientras
que delante de ella se balanceaba la cabeza de una gigantesca
serpiente con el brillante cuello arqueado. Conan, con una maldición,
arrojó su cuchillo.
El
animal se dio media vuelta instantáneamente y se abalanzó sobre él
como un vendaval. El largo cuchillo aún vibraba en el cuello de la
bestia. La empuñadura sobresalía por uno de sus lados, mientras que
por el otro se veía la hoja acerada. Pero eso no hizo más que
enfurecer al reptil. La enorme cabeza de la gigantesca serpiente se
balanceó por encima de Conan y luego descendió en un rápido
ataque, abriendo las mandíbulas y mostrando los terribles colmillos
llenos de veneno. Pero Conan ya había extraído una daga de su cinto
y golpeó de abajo arriba cuando la cabeza de la serpiente descendió.
La punta de la daga atravesó su mandíbula inferior y se clavó en
la superior, uniendo a ambas. Un segundo después, el enorme tronco
del animal estaba enrollado en el cuerpo de Conan; al no poder usar
los colmillos, empleaba otra forma de ataque.
El
brazo izquierdo de Conan estaba sujeto entre los potentes anillos del
animal, pero le quedaba libre el derecho. Separando los pies para
conservar mejor el equilibrio, extendió la mano, que aferró la
empuñadura del largo cuchillo, y con un fuerte tirón lo sacó del
cuello de la serpiente, empapándose el brazo de sangre. Como si
adivinara sus intenciones con algo más que una inteligencia animal,
la serpiente se retorció, tratando de atrapar entre sus anillos el
brazo derecho de Conan. Pero el largo cuchillo subió y bajó con la
velocidad de la luz y cortó en dos el tronco del repugnante animal
Antes
que pudiera atacar de nuevo, los grandes anillos se aflojaron sobre
el brazo de Conan y el monstruo se arrastró por el suelo dejando un
reguero de sangre. Conan saltó hacia adelante con el cuchillo
levantado, pero su golpe cortó el aire cuando la serpiente se alejó
de él y su cabeza chocó contra un panel de madera de sándalo. El
panel giró hacia adentro y el semidestrozado cuerpo del animal
desapareció por la abertura
Conan
atacó instantáneamente el panel y lo deshizo con unos cuantos
golpes. Luego miró hacia la alcoba tenuemente iluminada que había
más allá. No se veía ninguna serpiente. Había sangre en el suelo
de mármol y las huellas llegaban hasta una puerta en forma de arco.
Pero las huellas de sangre pertenecían a unos pies humanos
descalzos.. .
-¡Conan!
El
cimmerio corrió hacia la habitación para recibir en sus brazos a la
Devi de Vendhia. La muchacha cruzó corriendo la sala y rodeó el
cuello de Conan con sus brazos, medio histérica de terror, gratitud
y alivio.
A
Conan le hervía la sangre por todo lo sucedido. Apretó a la
muchacha contra su cuerpo en un abrazo que la hubiera hecho gemir de
dolor en otras circunstancias, y apretó sus labios contra los de la
joven. Yasmina no opuso la menor resistencia. Cerró los ojos y bebió
sus besos fieros y ardientes con todo el abandono de su pasión.
-Sabía
que vendrías a buscarme -susurró ella-. Estaba segura de que no me
abandonarías en esta guarida de diablos.
Ante
las palabras de la muchacha, Conan pareció recordar súbitamente
todo lo que los rodeaba. Levantó la cabeza y escuchó con atención.
Un silencio amenazador reinaba en el castillo de Yimsha Se sentía un
peligro invisible agazapado en todos los rincones.
-Será
mejor que nos vayamos de aquí mientras podamos hacerlo -dijo Conan-.
Esas heridas habrían sido más que suficientes para matar a una
bestia corriente... o a un hombre..., pero los brujos tienen una
docena de vidas. Hieres a uno de ellos e inmediatamente se aleja como
una serpiente para obtener veneno fresco de alguna fuente mágica.
Cogió
a la joven en brazos como si fuera una niña, salió al corredor de
jade brillante y bajó las escaleras con todos los nervios en
tensión, alerta ante cualquier sonido o señal.
-Me
encontré con el Maestro -murmuró la joven, temblando y apretando
más el cuello del cimmerio con sus brazos-. Trató de doblegar mi
voluntad empleando su magia. Pero lo más terrible fue un cuerpo
monstruoso que me tomó entre sus brazos...; entonces me desmayé y
estuve mucho tiempo como muerta. Poco después recobré el sentido y
oí ruidos de pelea que llegaban desde abajo, después gritos, y
luego esa serpiente se deslizó bajo los tapices. Sabía que no se
trataba de una ilusión, sino que era de verdad una serpiente que
intentaba matarme.
-Al
menos no era una sombra -repuso Conan enigmáticamente-. Sabía que
estaba derrotado y pensó en matarte antes que alguien te rescatara.
-¿A
quién te refieres? -preguntó la muchacha, inquieta.
Luego
se acurrucó contra Conan sollozando y olvidando su pregunta. Había
visto los cadáveres al pie de las escaleras. No resultaba nada
agradable ver los cuerpos muertos de los Adivinos. Retorcidos, con
los pies y manos al descubierto, constituían un espectáculo
verdaderamente repugnante. Yasmina se puso lívida y ocultó su
rostro en el poderoso hombro de Conan.
10.
Yasmina y Conan
Conan
atravesó rápidamente el vestíbulo y la habitación exterior y se
acercó a la puerta que daba a la galería. Entonces vio el suelo
sembrado de diminutos trozos de vidrio. El panel de cristal que
cubría el umbral se había hecho pedazos, y recordó el fuerte ruido
que había acompañado al estallido del globo de cristal. Conan pensó
que todas las piezas de vidrio que había en el castillo se habrían
roto, y el instinto le sugirió la verdad de la monstruosa relación
existente entre los Señores del Círculo Negro y las granadas
doradas. Sintió que se le erizaba el cabello y trató de no pensar
más en el asunto.
Respiró
profundamente aliviado cuando salió a la galería de jade verde.
Todavía tenía que cruzar la garganta del desfiladero, pero al menos
veía brillar los picos de la montaña bajo el sol y las laderas de
la colina que se perdían a lo lejos entre las azuladas brumas.
Los
irakzais yacían en el suelo en el mismo lugar en el que habían
caído, formando un desagradable montón de cadáveres sobre la
pulida superficie. Mientras descendía por el serpenteante camino,
Conan se sorprendió al ver que el sol aún no había rebasado el
cenit. El cimmerio tenía la sensación de que habían transcurrido
muchas horas desde que entrara en el castillo de los Adivinos Negros.
Sintió
que debía darse prisa, no sólo por el pánico que sentía, sino por
la sensación de que acechaba el peligro. No le dijo nada a Yasmina.
La muchacha parecía contenta y segura en sus brazos de hierro, con
su morena cabeza apoyada en el amplio pecho del cimmerio. Conan se
detuvo un instante al borde del precipicio con el ceño fruncido. La
bruma que había antes en la estrecha garganta del desfiladero ya no
tenía aquel tono rosáceo y brillante. Ahora era más bien gris,
sutil, fantasmagórica. Conan pensó que en cierta forma la magia de
los brujos debía de haber cambiado el paisaje.
Pero
allí abajo el suelo brillaba como la plata y la veta de oro seguía
resplandeciendo. Conan cargó a Yasmina sobre un hombro. La joven se
dejó llevar dócilmente. El cimmerio descendió deprisa por la
rampa, y a continuación atravesó el fondo a toda velocidad. Tenía
la convicción de que estaban luchando contra el tiempo, de que sus
posibilidades de salvación dependían de cruzar pronto aquella
garganta de horrores, antes de que el herido Maestro del castillo
recuperase fuerzas para lanzar sobre ellos alguna nueva maldición.
Cuando
por fin Conan ascendió la rampa y llegó a la cima, respiró hondo y
dejó a Yasmina de pie sobre el suelo.
-Hay
que caminar desde aquí -dijo Conan- colina abajo sin parar.
La
muchacha lanzó una mirada hacia la brillante pirámide que se alzaba
al otro lado del precipicio. El extraño castillo se recortaba contra
la nevada ladera de la montaña como una ciudadela de silencio y de
mal eterno.
-¿Acaso
eres un mago? ¿Cómo has vencido a los Adivinos Negros de Yimsha?
-preguntó la joven al descender por el sendero, mientras Conan
rodeaba la frágil cintura con su musculoso brazo.
-Fue
el cinto que me entregó Khemsa antes de morir -repuso Conan-. Sí,
lo encontré en el sendero. Se trata de un cinto muy extraño que te
enseñaré cuando tenga tiempo. Era ineficaz contra algunas prácticas
de brujería, pero poderoso contra otras, y un buen cuchillo es un
arma que sirve siempre bien a quien lo sabe emplear.
-Pero
si el cinto te ayudó a vencer al Maestro, ¿por qué no ayudó a
Khemsa? -preguntó la muchacha.
Conan
movió la cabeza y respondió:
-¿Quién
sabe? Khemsa había sido esclavo del Maestro. Tal vez eso debilitó
su magia. El Maestro no tenía el mismo dominio sobre mí que sobre
Khemsa. Sin embargo, no puedo decir que lo derroté. Él se retiró.
Pero tengo la sensación de que lo volveremos a ver. Quiero poner la
mayor cantidad de leguas de distancia entre nosotros y su guarida.
Conan
se sintió más aliviado aún al comprobar que los caballos estaban
atados entre los tamariscos, tal como los había dejado. Los soltó
rápidamente. Montó sobre el negro corcel y colocó a Yasmina
delante de él. Los demás animales los siguieron con renovadas
fuerzas gracias al descanso que habían tenido.
-¿Y
ahora qué? -preguntó la muchacha-. ¿A Afghulistán?
-¡Todavía
no! -replicó Conan con una extraña sonrisa-. Alguien, quizá el
gobernador, mató a mis siete hombres. Esos estúpidos que me siguen
creen que yo he tenido algo que ver con ello, y a menos que pueda
convencerlos de lo contrario, me darán caza como a un chacal herido.
-¿Y
qué será de mí? Si los jefes han muerto ya no te sirvo como rehén.
¿Me matarás para vengarte?
Conan
miró a la Devi con ojos brillantes y se echó a reír.
-Entonces
cabalguemos hacia la frontera -dijo ella-. Allí estarás a salvo de
los afghulis.
-Sí,
para caer en una trampa vendhia.
-Soy
la reina de Vendhia -le recordó la joven con su antiguo orgullo-. Me
has salvado la vida y recibirás una recompensa por ello.
La
muchacha no había tenido intención de darle ese tono a sus
palabras, pero Conan gruñó algo ininteligible, un poco indignado.
-¡Guarda
tus tesoros para tus perros, princesa! ¡Si tú eres la reina de los
llanos, yo soy el jefe de las montañas, y no daré ni un solo paso
más para llevarte a la frontera!
-Pero
estarías a salvo... -comenzó a decir Yasmina, perpleja.
-Y
tú serías de nuevo la Devi -la interrumpió Conan-. No, muchacha,
te prefiero como eres ahora: una mujer de carne y hueso cabalgando
junto a mí sobre este caballo.
-¡Pero
no me puedes retener! -exclamó la Devi-. No puedes...
-¡Espera
y lo verás!
-Te
daré una buena recompensa...
-¡Que
el diablo se lleve tu recompensa! -repuso Conan bruscamente.
Luego
la apretó con más fuerza contra su cuerpo y agregó:
-El
reino de Vendhia no podría darme nada que desee tanto como a ti.
Arriesgué mi vida por salvarte. Si tus cortesanos quieren
recuperarte, que vengan a Zhaibar y que peleen por ti.
-¡Pero
ahora no tienes partidarios! -protestó la joven-. ¡Te persiguen!
¿Cómo puedes defender tu vida, y mucho menos la mía?
-Todavía
tengo amigos en las montañas -repuso-. Hay un jefe khurakzai que te
cuidará mientras yo discuto con los afghulis. Si no quieren saber
nada de mí, ¡por Crom!, cabalgaré hacia el norte contigo, hasta
las estepas de los kozakos. Fui jefe de los Compañeros Libres antes
de venir al sur. ¡Te haré reina del río Zaporoska!
-¡Pero
no puedo! -protestó la muchacha-. No debes retenerme...
-Si
la idea te resulta tan repulsiva -dijo Conan-, ¿por qué me has
besado con tanta pasión?
-Una
reina también es un ser humano -repuso Yasmina ruborizándose-. Pero
mi obligación es pensar en mi reino, ¡ Ven a Vendhia conmigo!
-¿Me
harías tu rey? -preguntó Conan irónicamente.
-Bueno,
hay costumbres... -tartamudeó la muchacha. Conan soltó una sonora
carcajada.
-Sí,
costumbres civilizadas que no te permitirían hacer lo que deseas. Te
casarás con algún rey decrépito de las llanuras, y yo tendría que
seguir mi camino con el recuerdo de algunos besos robados a tus
labios.
-¡No!
-¡Debo
regresar a mi reino! -repitió la joven.
-¿Para
qué? -preguntó Conan furioso-. ¿Para apoyar las nalgas sobre
tronos de oro y escuchar los aplausos de unos estúpidos vestidos de
terciopelo? ¿Para qué? Escucha: Yo nací en las montañas
cimmerias, donde todos son bárbaros. He sido soldado mercenario,
corsario, kozako y otras cien cosas más. ¿Qué rey ha viajado por
tantos países, peleado en tantas batallas, amado a tantas mujeres y
conquistado la fama que yo tengo?
Conan
hizo una pausa y luego agregó:
-He
venido a Ghulistán para conseguir hombres y conquistar los reinos
del sur... entre ellos el tuyo. Ser jefe de los afghulis era sólo un
comienzo. Si puedo convencerlos, dentro de un año contaré con una
docena de tribus. De lo contrario, regresaré a las estepas y
saquearé las fronteras turanias con los kozakos. Y tú me
acompañarás. ¡Al diablo con tu reino! Sus habitantes se las
arreglaban perfectamente bien antes de que tú nacieras.
La
muchacha estaba en sus brazos, mirándolo. En su interior, sentía
algo que la impulsaba hacia ese hombre. Pero mil generaciones de
soberanía pesaban sobre ella.
-¡No
puedo! -exclamó-. ¡No puedo!
-No
te queda otra alternativa -afirmó Conan-. Tú... ¿Pero qué
diablos?
Habían
dejado Yimsha muy atrás y avanzaban a lo largo de un elevado risco
que separaba dos profundos valles. Se encontraban en una cima desde
la que podían divisar perfectamente el valle que había a la
derecha. Allí abajo se libraba una batalla. Soplaba un fuerte viento
que les impedía oír bien, pese a lo cual percibían el sonido del
metal y de los cascos de los caballos.
Vieron
el reflejo del sol sobre la punta de las lanzas y de los cascos en
espiral. Tres mil guerreros protegidos por cotas de malla empujaban
delante de ellos a un grupo de harapientos jinetes que huían
defendiéndose como lobos.
-¡Turanios!
-exclamó Conan-. Escuadrones de Secunderam. ¿Qué diablos están
haciendo aquí?
-¿Quiénes
son los hombres a los que persiguen? -preguntó Yasmina-. ¿Y por qué
retroceden? No pueden enfrentarse a una caballería tan organizada.
-Quinientos
de mis estúpidos afghulis -gruñó Conan mirando hacia el valle-.
Están en una trampa y lo saben.
El
valle, evidentemente, era un callejón sin salida.
Se
estrechaba formando una garganta de altos muros y se abría después
en un redondo cuenco sin salida, flanqueado por paredes imposibles de
escalar.
Los
harapientos jinetes tocados con turbantes eran empujados hacia la
garganta porque no había otro lugar adonde ir, y en consecuencia
retrocedían, contraatacando fieramente entre una verdadera lluvia de
flechas y un torbellino de espadas. Los jinetes con cascos los
atacaban, pero sin demasiada fuerza. Conocían la furia desesperada
de las tribus de las montañas, y sabían también que tenían a su
presa cogida en una trampa de la que era imposible escapar. Se habían
dado cuenta de que los montañeses eran afghulis y deseaban
capturarlos vivos, hacer que se rindieran, pues necesitaban rehenes
para conseguir sus objetivos.
Su
emir era un hombre de decisión e iniciativa. Cuando llegó al valle
de Gurashah y vio que no lo esperaban guías ni emisarios, siguió
avanzando, confiado en sus propios conocimientos del terreno. Durante
el camino desde Secunderam se habían entablado luchas, y algunas
tribus se lamían sus heridas en las aldeas de las montañas. Sabía
que existía la posibilidad de que ni él ni sus hombres volvieran
jamás a Secunderam, ya que en ese momento las tribus de las montañas
los perseguirían, pero estaba firmemente decidido a cumplir las
órdenes que había recibido. Éstas consistían en arrebatar a la
Devi Yasmina de manos de los afghulis y llevarla prisionera a
Secunderam o, si esto era absolutamente imposible, cortarle la cabeza
antes que él mismo, jefe de todas aquellas tropas, muriese.
Por
supuesto, los que contemplaban el espectáculo desde la cima del
risco no sabían nada de esto. Pero Conan jugueteó con las riendas
de su caballo con cierto nerviosismo.
-¿Por
qué diablos se habrán dejado atrapar de esa manera? -preguntó en
voz alta-. Sé lo que estaban haciendo aquí. ¡Esos perros
intentaban atraparme! Se metieron en todos los valles hasta que los
han encerrado en éste. ¡Estúpidos! Por el momento aguantan en esa
garganta, pero no podrán hacerlo por mucho tiempo. Cuando los
turanios los hagan entrar en ese callejón sin salida, no quedará un
solo afghuli vivo.
El
fragor de la batalla aumentó de intensidad. En la boca de la
estrecha garganta los afghulis resistían desesperadamente contra los
armados y protegidos turanios que no se decidían a lanzarse contra
ellos con todas sus fuerzas.
Conan
frunció el ceño, se movió inquieto acariciando la empuñadura de
su cuchillo y dijo:
-Devi,
tengo que bajar junto a esos hombres. Encontraré un lugar para que
te escondas hasta que regrese. Hablaste de tu reino... bien, no
pretendo cuidar de esos diablos peludos corno si fueran mis hijos,
pero después de todo son mis hombres. Un jefe jamás debe abandonar
a sus seguidores, aun cuando ellos hayan desertado primero. Creen que
tuvieron razón al expulsarme... ¡Diablos, no lo permitiré! Todavía
soy el jefe de los afghulis y lo demostraré. Puedo bajar a pie hasta
la garganta.
-¿Y
qué será de mí? -se quejó la joven-. Me apartaste a la fuerza de
mi pueblo. Y ahora me dejas morir sola en las montañas mientras tú
bajas ahí para sacrificarte inútilmente.
Las
venas de Conan estaban a punto de estallar por el conflicto de sus
emociones.
-Es
cierto -murmuró el cimmerio-. Crom sabe lo que yo puedo hacer.
La
muchacha volvió la cabeza ligeramente, con una extraña expresión
en su bello rostro, y luego dijo:
-¡Escucha!
¡Escucha!
Hasta
los oídos de ambos llegó un fuerte sonido de trompetas. Miraron
hacia el profundo valle de la izquierda y en su extremo más alejado
distinguieron el brillo del acero. Una larga línea de lanzas y de
pulidos cascos avanzaba por el valle, brillando bajo la luz del sol.
-¡Los
jinetes de Vendhia! -exclamó la joven, contenta.
-¡Son
miles! -dijo Conan-. Hace mucho, mucho tiempo que un kshatriya no ha
entrado en estas montañas.
-¡Me
están buscando! ¡Dame tu caballo! ¡Me uniré a mis guerreros! Este
risco no es tan abrupto en la ladera izquierda y puedo llegar con
facilidad al fondo del valle. Tú puedes ir con tus hombres y hacer
que resistan un poco más, y yo conduciré a mis jinetes hasta el
valle por el otro extremo, para atacar a los turanios. Los
aplastaremos en un abrir y cerrar de ojos. ¡Rápido, Conan! ¿Serías
capaz de sacrificar a tus hombres en aras de tus deseos?
La
ardiente pasión de las estepas y de los densos bosques brilló en
los ojos del hombre, pero negó violentamente con la cabeza al tiempo
que desmontaba y entregaba las riendas del caballo a la joven.
-¡Tú
ganas! ¡Corre como el mismísimo diablo!
Yasmina
descendió por la ladera izquierda y Conan corrió a lo largo del
risco hasta que llegó a la entrada de la garganta en cuyo extremo se
libraba la batalla. Bajó por la pared como un mono, aferrándose a
grietas y salientes, para caer al fin de pie en medio del combate,
cuyos ecos llenaban cada resquicio de las montañas.
Al
poner pie en tierra gritó como un lobo, cogió un caballo por sus
riendas bordadas en oro y, esquivando el terrible golpe de una
cimitarra, atacó con su cuchillo hacia arriba, en dirección a las
entrañas de un jinete. Un segundo después se encontraba sobre la
silla del caballo impartiendo órdenes a los afghulis. Por un
momento, todos lo miraron estúpidamente. Después, al ver la brecha
que su acero estaba abriendo entre el enemigo, se pusieron de nuevo a
su lado, aceptándolo sin hacer un solo comentario. En aquel infierno
de espadas y sangre no había tiempo para hacer preguntas ni para
contestarlas.
Los
jinetes, con sus cascos y sus cotas de malla bordadas en oro, se
apiñaban en la entrada de la garganta. El desfiladero estaba
abarrotado de caballos y de hombres, y los guerreros luchaban a brazo
partido, atacando mortalmente cuando había tiempo suficiente para
emplear las espadas. Cuando un hombre caía, ya no podía levantarse
porque lo pisoteaban los cascos de los caballos. La importancia de la
fuerza era decisiva, y el jefe de los afghulis realizaba la labor de
diez. En momentos como ése la costumbre une a los hombres, y los
guerreros, que estaban habituados a ver a Conan en la vanguardia,
redoblaron sus esfuerzos a pesar de seguir desconfiando de él.
Pero
también contaba el número. La presión de los hombres de
retaguardia hizo que los jinetes turanios penetraran más y más en
la garganta. Poco a poco los afghulis fueron retrocediendo, dejando
el suelo del desfiladero cubierto de cadáveres. Mientras su cuchillo
hacía estragos, Conan no dejaba de pensar y de preguntarse si
Yasmina cumpliría su promesa. Si se unía a sus guerreros y giraba
hacia el sur, él y sus afghulis serían aniquilados.
Pero
finalmente, cuando los minutos de batalla transcurridos parecían
siglos, se escuchó otro clamor fuera del valle, que se alzó por
encima del choque del acero y de los gritos de dolor. Y entonces, con
un sonido de trompetas que hizo temblar los muros de piedra, cinco
mil jinetes de Vendhia atacaron a las huestes de Secunderam.
El
repentino ataque dividió a los turanios, y al cabo de un rato los
hombres se dispersaban por el valle, destrozados, y se produjo un
choque caótico en el que se mezclaron la sangre, los gritos y el
relinchar de los caballos. El emir cayó con el pecho atravesado por
una lanza, y los jinetes de casco en espiral espolearon furiosamente
a sus caballos buscando la manera de salir del valle entre los
vendhios. A medida que se dispersaban, los perseguidores seguían
acosándolos, y ambos grupos llenaron el valle, las laderas de las
montañas y las cimas de los riscos. Los afghulis que aún quedaban a
caballo salieron de la garganta y se unieron a sus enemigos,
aceptando la inesperada alianza, al igual que habían aceptado el
regreso de su repudiado jefe.
El
sol se ocultaba ya detrás de los lejanos picos cuando Conan, con sus
ropas destrozadas y la cota de malla manchada de sangre, caminó
cuchillo en mano sobre el suelo lleno de cadáveres hasta donde se
encontraba Yasmina en su caballo, entre sus nobles, cerca de un
profundo precipicio.
-¡Has
cumplido tu promesa, Devi! -exclamó-. ¡Por Crom! Aunque pasé
algunos malos momentos en esa garganta... ¡Cuidado!
En
ese preciso instante un gigantesco buitre descendió del cielo
batiendo sus alas y derribó a varios hombres de sus caballos.
El
pico del ave, en forma de cimitarra, se dirigió hacia la garganta de
la Devi, pero Conan fue más rápido... Echó una corta carrera, dio
un salto de tigre y le clavó salvajemente el cuchillo. El buitre
soltó un terrible aullido y acto seguido cayó rodando por la
pendiente del risco en dirección al río que pasaba trescientos
metros más abajo. Mientras caía, sus negras alas azotaron el aire,
y al descender adoptó aspecto humano y extendió sus brazos y
piernas.
Conan
se volvió hacia Yasmina, con el cuchillo manchado de sangre en la
mano. Sus fogosos ojos azules brillaban con un terrible fulgor, y de
las heridas de sus musculosos brazos y piernas manaba abundante
sangre.
-Eres
otra vez la Devi -dijo.
Sonrió
fieramente mientras contemplaba la túnica bordada en oro que la
muchacha se había echado sobre el vestido de montañesa, sin mostrar
el menor asombro por el brillante cortejo de nobles que la rodeaban.
Luego agregó:
-Tengo
que darte las gracias por haber salvado la vida a mis trescientos
cincuenta hombres, que finalmente se han convencido de que no los
había traicionado. Has puesto mis manos una vez más sobre las
riendas de la conquista.
-Todavía
te debo mi recompensa -dijo Yasmina mirándolo con los ojos
brillantes por la emoción-. Te pagaré diez mil piezas de oro.
-Recibiré
tu recompensa a mi manera, cuando llegue el momento. La cobraré en
tu palacio de Ayodhya e iré hasta allí con cincuenta mil hombres
para asegurarme de que la balanza esté equilibrada.
La
joven se echó a reír, cogió las riendas del caballo y replicó:
-¡Te
recibiré a orillas del Jhumda con cien mil hombres!
Los
ojos de Conan brillaron con admiración cuando retrocedió y levantó
la mano en un gesto de aceptación, al tiempo que indicaba a la joven
que tenía el camino libre.
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