Conan y Atali, por Richard Corben
La hija del gigante helado
Robert E. Howard
El fragor metálico de
las espadas y las hachas de guerra se había extinguido; los gritos de las
matanzas fueron silenciados, y ahora reinaba el silencio sobre la nieve teñida
de rojo. El pálido sol que brillaba con una luz cegadora sobre los campos
helados y las llanuras cubiertas de nieve arrancaba destellos de plata de las
corazas hendidas y de las armas quebradas diseminadas por el campo de batalla
en el que yacían los muertos. Las manos sin vida aún aferraban las rotas
empuñaduras de las espadas; las cabezas cubiertas con cascos y echadas hacia
atrás en el último estertor, alzaban lúgubremente contra el cielo las barbas
rojas y doradas, como en una última invocación a Ymir, el gigante helado, dios
de una raza guerrera.
Alrededor de los ensangrentados despojos y de los cuerpos enfundados en cotas
de malla, dos hombres se miraban fijamente. Eran los únicos seres vivos en
aquel paisaje desolado. Los cubría el cielo helado y estaban rodeados por la
blanca planicie sin límites, con decenas de cadáveres a sus pies. Se fueron
aproximando lentamente uno al otro entre los cuerpos sin vida, como fantasmas
que se encuentran sobre las ruinas de un mundo muerto. En medio de un silencio
casi absoluto, los dos hombres quedaron cara a cara.
Ambos eran altos y fornidos como tigres. Habían perdido los escudos, y sus
corazas estaban abolladas y resquebrajadas. La sangre seca cubría sus cotas de
malla y las espadas estaban manchadas de rojo. En sus cascos de cuernos se
velan las marcas de golpes violentos. Uno de ellos carecía de barba y tenía una
brillante melena negra; el cabello y la barba del otro eran tan rojos como la
sangre que habla sobre la nieve iluminada por el sol.
–Oye –dijo este último–, dime tu nombre para que mis hermanos de Vanaheim sepan
quién fue el último hombre de la banda de Wulfhere que cayó ante la espada de
Heimdul.
–¡No será en Vanaheim –dijo con un gruñido el guerrero de negra cabellera–,
sino en Valhalla, donde les dirás a tus hermanos que encontraste a Conan de
Cimmeria!
Heimdul saltó lanzando un rugido mientras su espada describía un arco mortal.
Cuando la sibilante hoja golpeó su casco haciendo saltar chispas azules, Conan
se tambaleó y su vista se llenó de un fuego rojo. Pero después de retroceder,
volvió a cobrar fuerzas y lanzó un poderoso mandoble con todas sus fuerzas. La
afilada hoja atravesó las escamas de metal, los huesos y el corazón del
enemigo, y el guerrero de rojos cabellos murió a los pies del cimmerio.
Conan se quedó inmóvil, con la espada suspendida, y se sintió repentinamente
invadido por un profundo cansancio. El resplandor del sol sobre la nieve
cortaba sus ojos como un cuchillo, mientras que el cielo parecía encogerse
extrañamente. Se alejó de aquella planicie en la que los guerreros de barba
rubia yacían entrelazados con los asesinos de rojas barbas en un abrazo de
muerte. Había dado unos pocos pasos cuando el resplandor de los campos nevados
comenzó a atenuarse. Lo envolvió una oleada de luz cegadora y se desplomó sobre
la nieve apoyado en un brazo, tratando de sacudirse la ceguera como un león
sacude su melena.
Una risa cantarina rasgó
su inconsciencia, y notó que la vista se le aclaraba poco a poco. Conan miró
hacia arriba; habla algo extraño en el paisaje, algo que no podía precisar ni
definir, como un tinte especial y desusado que coloreaba la tierra y el cielo.
Pero no pensó mucho tiempo en ello. Ante él, balanceándose como un árbol joven
al viento, había una mujer. Al bárbaro, todavía aturdido, el cuerpo erguido de
la muchacha le parecía hecho de marfil; con excepción de un ligero velo de
gasa, estaba desnuda como el día. Sus delicados pies eran más blancos que la
nieve que pisaban. Finalmente la joven se echó a reír, mirando fijamente al
desconcertado guerrero; su risa era más dulce que el murmullo de las fuentes
cantarinas, pero estaba cargada de una ironía cruel.
–¿Quién eres? –le preguntó el cimmerio–. ¿De dónde vienes?
–¿Qué importa? –repuso ella, con una voz más musical que un arpa de cuerdas
plateadas, pero cargada de crueldad.
–Puedes llamar a tus hombres –dijo Conan aferrando su espada–. Aunque no me
responden del todo las fuerzas, no me cogerán vivo. Veo que eres Vanir.
–¿Te lo había dicho? –preguntó la joven.
La mirada del cimmerio se posó nuevamente en los rizos rebeldes de la muchacha,
que le habían parecido rojos a primera vista. Ahora veía que aquel cabello no
era rojizo ni rubio, sino una gloriosa combinación de ambos tonos. El la miró
fascinado. Su cabello era de un color dorado mágico; el sol se reflejaba con
tal intensidad en su cabellera que el bárbaro apenas podía mirarla. Los ojos de
ella no parecían del todo azules ni absolutamente grises, sino que cambiaban de
color con la luz y con el resplandor de las nubes, creando tonalidades que el
bárbaro jamás había visto. Sus labios rojos y carnosos sonrieron y, desde los
ligeros pies hasta la cegadora corona de su cabello rizado, aquel cuerpo de
marfil era tan perfecto como el sueño de un dios. El pulso de Conan martilleó
sus sienes.
–No sé si eres de Vanaheim y enemiga mía –dijo él–, o de Aesgaard y, por tanto,
amiga. He recorrido muchas tierras, pero jamás he visto una mujer como tú. Tus
rizos me ciegan con su fulgor. Jamás había visto un cabello semejante, ni
siquiera entre las mujeres más blancas de Aesir. Por Ymir...
–¿Y tú quién eres, para jurar por Ymir? –le interrumpió ella con tono burlón–.
¿Qué sabes tú de los dioses del hielo y de la nieve, tú que vienes del sur para
aventurarte entre gentes extrañas?
–¡Por los oscuros dioses de mi propia raza! –gritó Conan furioso–. ¡Aunque no
sea un aesir de cabello dorado, ninguno de ellos ha sido más diestro que yo
manejando la espada! Hoy he visto caer muertos a muchísimos hombres, y sólo yo
he sobrevivido en el campo de batalla en el que los hombres de Wulfhere se
enfrentaron con los lobos de Bragi. Dime, mujer, ¿no has visto el brillo de las
corazas sobre las llanuras nevadas? ¿No has visto hombres armados avanzando
sobre el hielo?
–He visto brillar la escarcha bajo los rayos del sol –respondió ella–. Y he oído
el viento susurrando sobre las nieves eternas.
Conan movió la cabeza y lanzó un suspiro. Luego dijo:
–Niord debía haberse unido a nosotros antes de que comenzara la batalla. Me
temo que él y sus guerreros hayan sido objeto de una emboscada. Wulfhere y sus
hombres están muertos... Yo creí que no había ninguna aldea en muchas leguas a
la redonda, pues la guerra nos llevó muy lejos; pero tú no puedes haber venido
de lejos, con tanta nieve y estando desnuda. Condúceme a tu tribu, si eres de
Aesgaard, pues me siento débil y cansado a causa de los golpes que he recibido
y del fragor de la batalla.
–Mi aldea se encuentra más allá de lo que tú puedes recorrer andando, Conan de
Cimmeria –dijo ella riendo.
Después extendió los brazos y se balanceó delante de él, agitando sensualmente
su dorada cabellera y con los ojos centelleantes semiocultos detrás de sus
sedosas pestañas.
–¿No soy hermosa, oh, extranjero?
–Como el alba que juega desnuda sobre la nieve –murmuró Conan con los ojos
ardientes como los de un lobo.
–Entonces, ¿por qué no te levantas y me sigues? ¿Quién es el valiente guerrero
que se queda postrado delante de mí? –dijo ella con voz cantarina y con un
sarcasmo enloquecedor–. Quédate acostado sobre la nieve y muere como los demás
necios, Conan el de la negra cabellera. Tú no puedes seguirme a donde yo te
llevaría.
El cimmerio lanzó un juramento y se puso en pie, al tiempo que sus ojos azules
centelleaban y su rostro oscuro, lleno de pequeñas cicatrices se contraía. La
ira embargaba su alma, pero el deseo que le inspiraba el cuerpo tentador que
tenía delante le martilleaba las sienes y le hacía hervir la sangre en las
venas. Una pasión feroz y agónica invadía todo su ser, hasta el punto que la
tierra y el cielo aparecían bañados en sangre ante su obnubilada mirada. En
medio de su locura, se olvidó del enorme cansancio y de la debilidad que
sentía.
El cimmerio no dijo una sola palabra mientras envainaba la ensangrentada espada
y tendía las manos hacia la muchacha para tocar su carne suave y delicada. La
joven lanzó un leve grito, retrocedió entre risas y echó a correr, mirándolo de
cuando en cuando por encima de su blanco hombro. Conan la siguió lanzando
gruñidos. Se había olvidado de la lucha, de los guerreros armados que yacían
bañados en sangre; se había olvidado de Niord y de sus hombres, que no llegaron
a tiempo para la batalla. Sólo tenía en mente la esbelta silueta blanca que
parecía flotar en el aire, en lugar de correr sobre la tierra delante de él.
La persecución continuó a través de la cegadora llanura blanca. El campo rojo
había quedado muy atrás, pero Conan siguió andando con la silenciosa tenacidad
de los de su raza. Sus pies, cubiertos con la malla de acero, rompieron la
helada corteza y se hundieron hasta los tobillos en la tierra cubierta de
nieve, pero siguió adelante sostenido por su indomable energía. La muchacha
danzaba sobre la nieve ligera como una pluma flotando en el aire; sus pies
desnudos apenas dejaban huellas en la escarcha helada. A pesar del fuego que
ardía en las venas del bárbaro, el frío le mordía a través de la cota de malla
y del manto forrado de piel, pero la joven del tenue velo de gasa corría tan
ligera y alegre como si estuviera bailando entre las palmeras y los jardines de
rosas de Poitain.
Ella iba siempre adelante y Conan la seguía. Sus labios resecos lanzaban
violentas maldiciones. Tenía hinchadas las venas de las sienes a causa del
esfuerzo y sus dientes rechinaban.
–¡No podrás escapar de mí! –rugió el cimmerio–. ¡Si me conduces a una trampa,
apilaré las cabezas de tu gente a tus pies! ¡Y si te ocultas, abriré las
montañas hasta que te encuentre! ¡Te seguiré hasta el mismísimo infierno!
La espuma fluía de los labios del bárbaro mientras la enloquecedora risa de la
muchacha llegaba hasta sus oídos. La joven lo llevó cada vez más lejos hacia el
interior de la estepa. A medida que pasaban las horas y el sol se ocultaba
detrás de la línea del horizonte, el paisaje cambiaba; la extensa planicie dio
paso a unas pequeñas colinas que ascendían hasta convertirse en accidentadas
cordilleras. Allá a lo lejos, hacia el norte, Conan divisó una cadena de
elevadas montañas, cuyas azules nieves eternas se teñían de rojo bajo el sol poniente.
En el cielo oscuro brillaban resplandecientes los rayos de la aurora boreal. Se
cxtendían como un abanico en el cielo, como heladas hojas de una luz gélida que
cambiaba de color y cuya intensidad aumentaba por momentos.
El cielo brillaba por encima de la cabeza de Conan con una luz y un resplandor
extraños. La nieve tenía un brillo misterioso y sobrenatural; por momentos era
de un azul helado, luego de color carmesí o de un frío tono plateado. Conan
seguía avanzando con una determinación inquebrantable a través de aquel helado
reino deslumbrante y encantado, en un laberinto cristalino en el que la única
realidad era el blanco cuerpo que bailaba sobre la nieve lejos de su
alcance..., cada vez más lejos de su alcance.
El cimmerio no se asombró ante la extrañeza de todo aquello, ni siquiera cuando
dos gigantescas figuras se alzaron para cerrarle el paso. Las escamas de las
cotas de malla de los desconocidos estaban llenas de escarcha y sus casos y
hachas de guerra estaban cubiertos de hielo. La nieve salpicaba sus cabelleras
y sus barbas estaban blancas de carámbanos y de cristalillos helados. Sus ojos
eran tan fríos como la luz que llegaba a raudales del cielo.
–¡Hermanos! ~exclamó la muchacha bailando entre ellos. ¡Mirad quién me sigue!
¡Os he traído un hombre para que lo matéis! ¡Arrancadle el corazón para
colocarlo humeante sobre la mesa de nuestro padre!
Los gigantes contestaron con rugidos que parecían el chirriar de los icebergs
al rozar contra las heladas piedras de una costa rocosa. Levantaron las hachas,
que brillaron bajo la luz de las estrellas, y en ese momento el cimmerio se
abalanzó como enloquecido sobre ellos. Una helada hoja brilló ante los ojos de
Conan cegándolo con la intensidad de su fulgor. El bárbaro devolvió un terrible
mandoble que cercenó la pierna de uno de sus enemigos a la altura de la
rodilla.
La víctima cayó exhalando un lamento y en ese mismo instante Conan se desplomó
sobre la nieve, con el hombro izquierdo insensible por un certero golpe del
otro hombre, del que apenas pudo salvarlo la malla que llevaba puesta. Conan
vio que el otro gigante se cernía sobre él como un coloso tallado en hielo,
recortándose contra el frío cielo. El hacha se abatió... para hundirse en la
nieve hasta penetrar profundamente en la tierra helada, pues Conan se echó a un
lado y luego de un salto se puso en pie. El gigante lanzó un rugido e intentó
liberar su hacha, pero mientras lo hacía, la espada de Conan se hundió en el
pecho del hombre con la rapidez de un rayo. Las rodillas del titán se doblaron
y éste se derrumbo lentamente sobre la nieve, que se tiñó de color carmesí por
la sangre que manaba del cuello seccionado.
Conan giró rápidamente y vio que la muchacha se encontraba a poca distancia,
mirándole con los ojos muy abiertos por el horror; el aire de soma había
desaparecido de su rostro. El cimmerio gritó violentamente y las gotas de
sangre caían por su espada mientras su mano temblaba por la intensidad de su
pasión.
–¡Llama al resto de tus hermanos! –gritó Conan–. ¡Yo echaré sus corazones a los
lobos! No podrás escapar de mi...
Con un grito de horror, la joven se volvió y huyó rápidamente. Ya no se reía ni
se burlaba de él cuando lo miraba por encima de su blanco hombro. Ahora corría
como si en ello le fuera la vida. Por más que Conan forzaba hasta la última
fibra de sus músculos y sentía como si las sienes fueran a estallarle. Lo veía
todo de color rojo, la chica seguía alejándose de él bajo los cielos iluminados
por los fuegos de hechicería, hasta que quedó convertida en una figura
diminuta, luego en una blanca llama que danzaba sobre la nieve y por último en
una pequeña mancha perdida a lo lejos. Pero aunque los dientes le rechinaban
hasta hacerle brotar sangre de las encías, Conan siguió avanzando hasta que la
pequeña mancha volvió a aparecer a los ojos de Conan como una blanca llama que
danzaba, luego como una minúscula figurilla y por último la muchacha corría a
menos de cien pasos delante del cimmerio. Lentamente, paso a paso, la distancia
se iba acortando.
Ahora la joven corría haciendo un visible esfuerzo, con sus rizos dorados
flotando al viento. Conan percibió el intenso jadeo de su pecho y vio el miedo
reflejado en sus ojos cuando ella lo miró por encima del hombro. La resistencia
implacable del bárbaro le proporcionó el fruto apetecido. Las fuerzas parecían
abandonar sus blancas piernas; la muchacha corría a menos velocidad aún. En el
corazón indomable de Conan se atizó nuevamente' el fuego infernal que ella
había sabido encender. Lanzando un rugido inhumano, Conan se arrojó sobre la
joven en el momento en que ésta se volvía y lanzaba un grito de espanto, al
tiempo que extendía sus brazos para rechazarlo.
La espada del cimmerio cayó sobre la nieve cuando este estrechó a la joven en
sus brazos. El esbelto cuerpo de la muchacha se arqueó hacia atrás mientras
luchaba desesperadamente en los brazos de Conan. Su cabello dorado se agitaba
al viento y le caía sobre el rostro, cegando al cimmerio con su resplandor. El
contacto de su hermoso cuerpo que se retorcía entre sus brazos le llevó al
borde de la locura. Los fuertes dedos de Conan se hundieron con frenesí en la
suave y blanda carne..., una carne fría como el hielo. Era como si estuviera
abrazando un cuerpo de hielo en lugar del cuerpo de una mujer de carne y hueso.
Ella echó a un lado su dorada cabellera, tratando de esquivar los violentos
besos del bárbaro, que lastimaban sus labios rojos y carnosos.
–Eres fría como la nieve –dijo él como atontado–. Yo te calentaré con el fuego
de mi sangre...
Al tiempo que lanzaba un fuerte grito, la joven se resistió con todas sus
fuerzas hasta que logró escapar de los brazos del cimmerio, dejando en ellos su
ligero velo de gasa. Ella saltó hacia atrás y se enfrentó Conan, con sus rizos
de oro en completo desorden, su blanco pecho jadeante y sus hermosos ojos
centelleando de horror. Por un momento Conan se quedó paralizado, abrumado ante
aquella belleza terrible que se alzaba desnuda sobre la nieve.
En ese momento ella alzó los brazos hacia las luces que brillaban en el
firmamento y exclamó con una voz que resonaría para siempre en los oídos de
Conan:
–¡Ymir! ¡Oh, padre mío, sálvame!
Conan dio un salto hacia adelante con los brazos extendidos para coger a la
muchacha cuando, con un estampido como el de una inmensa montaña al desintegrarse,
el cielo entero se convirtió en un fuego helado. El cuerpo de marfil de la
muchacha se vio envuelto repentinamente en una llama azulada y fría, tan
cegadora que el cimmerio tuvo que levantar las manos para protegerse los ojos.
Durante un breve instante, los cielos y las montañas nevadas fueron inundadas
por crepitantes llamas blancas, azules dardos de una luz helada y fuegos
gélidos de color carmesí.
De pronto Conan se tambaleó y lanzó una exclamación. La muchacha había
desaparecido. La resplandeciente extensión de nieve estaba ahora completamente
desierta; por encima de su cabeza las embrujadas luces jugueteaban
en un cielo helado que parecía haber enloquecido. Entre las distantes montañas
azuladas que se alzaban a lo lejos se oyó un trueno estremecedor, como el de un
gigantesco carro de guerra arrastrado por caballos frenéticos cuyos cascos
despedían destellos al chocar contra la nieve, mientras del cielo llegaban ecos
lejanos.
Luego la aurora boreal, las montañas cubiertas de nieve y el cielo llameante
comenzaron a dar vueltas ante los ojos de Conan como si estuvieran ebrios.
Miles de bolas de fuego estallaron lanzando una lluvia de chispas y el mismo
cielo se convirtió en una rueda gigantesca que giraba despidiendo estrellas a
medida que daba vueltas. Las montañas nevadas se alzaban como las olas del mar.
Entonces el cimmerio cayó sobre la nieve y quedó inmóvil.
En un gélido y oscuro
universo cuyo sol se había extinguido hacía muchísimos eones, Conan sintió el
movimiento de una vida extraña e incierta. Un terremoto hizo temblar la tierra
sobre la que yacía, lo sacudió de un lado a otro y aplastó sus manos y sus
pies, haciéndole gritar de dolor y de furia. Entonces buscó su espada.
–Está volviendo en si, Horsa –dijo una voz–. Date prisa, debemos quitarle el
hielo de sus brazos y piernas, para que pueda volver a empuñar la espada.
–No puede abrir la mano izquierda –dijo el otro con un gruñido–. Está aferrando
algo...
Conan abrió los ojos y miró a los hombres barbudos que se inclinaban sobre él.
Estaba rodeado de guerreros altos y rubios, que vestían cotas de malla y
pieles.
–¡Conan! –exclamó uno de ello–. ¡Estás vivo!
–¡Por Crom, Niord! –dijo el cimmerio jadeando–. ¿Estoy vivo o estamos todos
muertos en Valhalla?
–Estamos vivos –respondió As masajeando los pies helados de Conan–. Nos
tendieron una emboscada; de lo contrario hubiéramos llegado a tiempo para
luchar a tu lado. Los cadáveres todavía estaban tibios cuando aparecimos en el
campo de batalla. No te encontramos entre los muertos, de modo que seguimos tu
rastro. Pero Conan, en nombre de Ymir, ¿por qué te fuiste hasta las estepas del
norte? Seguimos tus huellas sobre la nieve durante horas. Si alguna tormenta
las hubiera ocultado, jamás te habríamos encontrado, ¡por Ymir!
–No jures tan a menudo por Ymir –murmuró otro guerrero con aire inquieto,
observando las lejanas montañas–. Esta es su tierra, y cuentan las leyendas que
el dios vive en aquellas montañas.
–He visto a una mujer –repuso Conan confusamente–. Nos hablamos encontrado con
los hombres de Bragi en la llanura. No sé durante cuánto tiempo estuvimos
peleando. Fui el único sobreviviente, y estaba mareado y exhausto. La tierra
parecía un sueño; sólo ahora las cosas me parecen naturales y conocidas. La
mujer vino hacia mí, provocándome. Era hermosa como una helada llama del
infierno. Una extraña locura me invadió cuando la miré, y me olvidé de todo. La
seguí. ¿No habéis encontrado sus huellas? ¿Ni habéis visto a los gigantes
helados a los que di muerte?
Nior respondió negativamente con un movimiento de la cabeza.
–Sólo encontramos tus huellas en la nieve, Conan –le respondió.
–Entonces es probable que esté loco –dijo Conan aturdido–. Y sin embargo,
vosotros no me parecéis más reales que aquella muchacha de cabellos dorados que
corría desnuda sobre la nieve, delante de mí. No obstante, yo la vi
desvanecerse entre mis propias manos, como una llama helada que se extingue
súbitamente.
–Está delirando –musitó uno de los guerreros.
–¡No! –exclamó un hombre más viejo, de ojos salvajes y extraños–. ¡Era Atali,
la hija de Ymir, el gigante de hielo! ¡Ella sale al campo de batalla y se deja
ver por los moribundos! Yo la he visto cuando era un muchacho y estaba medio
muerto después de la sangrienta batalla de Wolfraven. La he visto caminar entre
los muertos, sobre la nieve; su cuerpo desnudo brillaba como el marfil y su
cabellera dorada resplandecía con un fulgor insoportable a la luz de la luna.
Yo me acosté en el suelo y aullé como un perro moribundo porque no podía
arrastrarme tras ella. Atrae a los sobrevivientes de las batallas y los lleva a
los páramos para que sus hermanos, los gigantes de hielo, les den muerte;
después les arrancan el corazón y lo depositan en la mesa de Ymir. ¡El cimmerio
ha visto a Atali, la hija del gigante helado!
–¡Bah! –gruñó Horsa–. El viejo Orom ha quedado mal de la cabeza por una herida
que recibió en su juventud. Conan estaba delirando por los golpes recibidos en
el fragor de la batalla; mirad cuántas abolladuras tiene en el casco.
Cualquiera de esos golpes pudo afectarle el cerebro. Lo que anduvo siguiendo
por las estepas no era más que una alucinación. El cimmerio viene del sur; ¿qué
sabe él acerca de Atali?
–Quizá tengas razón –murmuró Conan–. Todo era tan extraño, tan misterioso y
sobrenatural... ¡Por Crom!
Conan se calló y miró algo que todavía aferraba con fuerza en la mano
izquierda. Los demás se quedaron boquiabiertos cuando vieron que sostenía un
tenue velo de gasa..., un velo de gasa tan ligero y delicado que no pudo haber
sido tejido por manos humanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario