Sobre la descendencia de los Dioses, por Oliver Haddo
Alan Moore
El presente texto, extraído de un tratado más largo y exhaustivo
publicado en El Solsticio, vol. 1, VI, habla de misterios que resultarán
ininteligibles para todos salvo para aquellos iniciados que hayan entendido
plenamente mi propio Liber Logos, dictado por una presencia invisible en
El Cairo en 1904. Por este motivo, en la medida de lo posible he simplificado
los asuntos tratados en el texto para que resulten inteligibles al escrutinio
de un lector más general, de una inteligencia media.
A partir de los escasos testimonios que han sobrevivido y de cierto
material recibido en el curso de investigaciones mágicas, es posible determinar
que el primer contacto entre nuestra esfera material y las diversas
“dimensiones” etéreas que lindan con ella probablemente tuvo lugar hace unos
cuantos millones de años, quizá poco después de la aparición de la vida
protohumana en este planeta. En el libro del Génesis, a las energías
celestiales involucradas se las denomina “Elohim”, una curiosa palabra hebrea
que es al mismo tiempo masculina, femenina y plural, y que en su contexto
podría definirse a grandes rasgos como “los dioses y diosas”, de lo cual
podemos deducir que el Dios cristiano del Antiguo Testamento quizá fuese
uno más entre otros muchos seres de naturaleza divina. Con esta afirmación no
negamos que todas esas manifestaciones puedan ser en última estancia las
diferentes emanaciones de una única fuente monoteísta; simplemente queremos
señalar que los procesos asociados podrían ser al mismo tiempo más sutiles y
más complejos de lo que suele permitirse en las filosofías de nuestras
religiones convencionales.
Por supuesto, estos primeros “dioses y diosas” y sus huestes de
ángeles subordinados podrían haber procreado de algún modo entre ellos, aunque
algunos textos como el apócrifo Libro de Enoc parecen apuntar a una
reproducción limitada entre una categoría o clase específica de “ángeles” y los
primeros seres humanos. Solo podemos hacer conjeturas sobre la descendencia que
pudo haber resultado de tales apareamientos, pero basta con mencionar la
implicación de una estirpe celestial floreciente y viable, un linaje divino con
potencial tanto para evolucionar como para degenerar durante los sucesivos
eones, al igual que sucede con las líneas de sangre terrenales y materiales. En
cualquier caso, parece que varios miles de años después de la llegada de los
Elohim bíblicos, por lo general benévolos, a nuestro plano de existencia
material, tuvo lugar una nueva incursión en nuestra dimensión por parte de
otros entes menos bienvenidos.
Estos seres, calificados de manera colectiva como “Antiguos” [1] en la
excelente traducción por parte del alquimista del siglo XVI Johannes Suttle del
fundamental Necronomicón, del místico árabe Abdul Alhazred, parecen ser
poderosos djinns o espíritus malignos que se habrían originado en una dimensión
transmaterial (a veces identificada erróneamente por algunos neófitos como un
planeta existente solo en el plano físico) conocida como Yuggoth. Aunque
demasiado numerosas como para enumerarlas de manera exhaustiva en el espacio
disponible para este informe, dichas deidades o cuasi deidades alienígenas
incluían algunos horrores extraplanetarios como el monstruoso y tentacular
Kutulu; el borboteante modelo de caos primario conocido como A-Tza-Thoth; la
criatura cabruna de muchas extremidades y grotescamente fértil llamada
Shubb-Niggurath y el siniestro mensajero, a la manera de Hermes,
N'Yala-Thoth-Ep, a veces denominado “El Morador de la Oscuridad”. Para cuando
estos entes llegaron a nuestra dimensión, parece que el poder de los Elohim,
los anteriores ocupantes de la Tierra, había disminuido o degenerado con el
paso de los eones, de tal modo que en aquel momento no eran más que “Dioses
Viejos”, incapaces de ofrecer resistencia a las fuerzas invasoras con la
facilidad que uno hubiese esperado antes de ellos. Aún así todos los Antiguos o
bien acabaron siendo desterrados de nuestro plano de existencia, o bien fueron
apresados mediante magia en lugares místicos como la inmensa ciudad hundida de
R'Lyeh, descubierta en 1926 a una cierta distancia de la costa de Nueva
Zelanda.
Durante su estancia en nuestro mundo, breve en términos cosmológicos,
estos invasores alienígenas o qlifóticos podrían haberse reproducido entre sí,
al igual que los Elohim, y también podrían haber engendrado a una gran variedad
de híbridos, medio monstruos, medio humanos, como el maloliente y degenerado
pueblo de los “Tcho-Tcho” del Tíbet, o los humanoides pisciformes descubiertos
en una isla junto al Reino de Zara en el Pacífico Sur. Al igual que la
discutible descendencia de los Elohim, podríamos interpretar que con el paso de
los eones las especies volvieron a cruzarse entre sí, hecho que explicaría la
amplia plétora de monstruos, quimeras y espíritus que han poblado la historia y
el folclore humano desde entonces.
En cuanto a los antiguos Elohim, por el hecho de haber sufrido un
declive para acabar convirtiéndose en simples Dioses Viejos senescentes, podría
parecer que su poder se había visto aún más mermado como consecuencia de su
guerra contra los terribles Antiguos. Para cuando nacieron las primeras
civilizaciones humanas, ya desaparecidas, antes de la gran glaciación, cuando
Gran Bretaña aún estaba unida al reino ártico de Hiperbórea y a la Europa
continental por un puente de tierra cubierto de hielo, los primeros “dioses y
diosas” de la Tierra probablemente habían degenerado en deidades tribales
relativamente salvajes como el dios de la guerra Crom, antiguamente venerado
por los cimmerios en el territorio que hoy se corresponde con Escandinavia. Al
mismo tiempo, a pesar de estar exiliados o encerrados, los Antiguos seguían
ejerciendo una cierta influencia sobre una inquietante multitud de adoradores.
De esto se infiere que aún se percibía la existencia de dos “clanes”
transustanciales, por decirlo de algún modo, claramente diferenciados, uno
benévolo y otro maligno, que gobernaban y afectaban todas las acciones de la
raza humana.
Hacia el final de la gran glaciación (que coincidió con el final del
denominado “Periodo Hiperbóreo”) [2], cuando lo que ahora son las Islas Británicas
se separaron por primera vez de la Europa continental, las referencias a cultos
a Crom y adoración a Kutulu parecen desaparecer de los registros arqueológicos.
Una de las pocas culturas supervivientes en este mundo prehistórico fue la del
inmensamente cruel y decadente Imperio Melniboneano, pues Melniboné era el nombre
por el que se conocía a las Islas Británicas tras la desaparición del puente de
tierra que las unían al continente. La cosmovisión melniboneana habría sido
esencialmente maniqueísta, pues uno de sus puntos clave era la idea de dos
fuerzas en el universo diametralmente opuestas y en constante enfrentamiento,
con Los Señores del Orden luchando interminablemente contra los Señores del
Caos, y estos convertidos de manera evidente en las formas mitopoeicas en las
que los antiguos eidolons como Crom, los Elohim y los Antiguos ya habían
evolucionado o caído en decadencia para aquel entonces. Ciertas pruebas
geológicas contemporáneas sugieren que poco antes del comienzo del Neolítico
debió de producirse algún conflicto decisivo y catastrófico entre ambas fuerzas
rivales; quizá los Señores del Orden hicieron un último intento desesperado
para servir de contrapeso a algunos Señores del Caos poderosos y demoníacos
como Arioch y Pyaray. Independientemente de cuáles fueran las circunstancias
reales, el resultado fue una devastación nunca vista hasta el año pasado, con
el desarrollo y la demostración de la bomba atómica por parte de nuestros
aliados americanos. Si somos capaces de concebir toda una guerra mundial
utilizando tales dispositivos, podremos hacernos una idea de la destrucción
acaecida durante el desastroso período melniboneano, tras el cual la humanidad
se vio obligada a vestir pieles y vivir en cuevas justo antes del inicio
convencional de la historia humana.
Varios miles de años después, en la Edad de Bronce, podemos suponer
que los restos supervivientes de estas fuerzas astrales en conflicto sufrieron
las mutaciones normales debidas al tiempo y a la herencia que dieron como
resultado su transformación en los Titanes y otras razas de gigantes
prototípicas que pueblan las primeras fases de las incipientes mitologías de
este mundo. Estos, a su vez, daría lugar con el tiempo a una plétora de
energías espirituales más complejas y elaboradas, conocidas como los Dioses
clásicos, cuando se manifestaron a las diferentes culturas del mundo antiguo.
Con los diversos panteones de esta era clásica, tanto babilonios como
griegos o egipcios (los dioses de estas grandes civilizaciones a menudo
parecían ser las mismas energías, solo que concebidas por culturas marcadamente
diferentes), tenemos la sensación por primera vez de que existe una intención
divina en las interacciones entre la humanidad y sus deidades. Tan propensos a
engendrar quimeras mitad humanas como sus predecesores celestiales, las
deidades, más cultas, que habitaban el mundo grecorromano podrían haber tenido
algún propósito arcano en su promiscuidad, quizá una ansiada raza híbrida que
algún día podría haber puesto un puente, un vínculo entre el mundo mortal y el
etéreo, mediante el cual podría haberse llevado a cabo con mayor seguridad la
comunión entre el hombre y sus divinidades. La prueba de esta intención oculta
es la breve proliferación de la raza semidivina de los Héroes, hombres como
Hércules o Eneas, del mismo modo que la Guerra de Troya en el siglo X a.C. es
la prueba del fracaso de dicho proyecto divino. Si hacemos caso a Homero, el
sitio de Troya lo orquestaron los dioses y diosas del panteón griego
deliberadamente para diezmar a la raza de los Héroes, a los que ellos mismos
habían engendrado décadas antes, solo para ver cómo las cualidades humanas de
los híbridos se hundían bajo el peso de su herencia divina y producían
monstruos homicidas vanidosos y ufanos. Quizá fue el trágico final de este
primer experimento lo que hizo que los dioses se fuesen retirando gradualmente
de nuestra esfera material durante los siguientes siglos, quizá para considerar
alguna nueva estrategia con la que alcanzar sus objetivos. Los diferentes
panteones se fueron retirando, uno tras otro, a sus dimensiones de origen, hasta
que solo permanecieron en la Tierra las deidades teutónicas, y a estas las
borró del mapa una terrible catástrofe etérea durante el siglo VI d.C., un
suceso que se vio reflejado en nuestro plano de la existencia mediante el
impacto de un meteorito contra nuestro planeta, cuyo cielo quedó oscurecido por
el polvo durante varios años.
Todas estas diversas razas divinas, como los Elohim y los Antiguos,
que habían hollado nuestro plano material habían dejado en él un legado de
hadas, demonios espíritus y monstruos que acabarían volviéndose tan numerosos
que en las profundidades lúgubres y tenebrosas de la Edad Media ejercieron su
dominio sobre la mayor parte de Europa y Asia occidental. A modo de presagio de
los siguientes siglos paganos, el gran mago Merlín nació en un sociedad
británica ocupada por los romanos en algún momento a finales del siglo IV,
supuestamente en el periodo en el que el emperador Juliano había declarado
oficialmente a Bretaña una nación pagana. Merlín, naturalmente, acabó
convirtiéndose en un consejero de confianza durante el breve pero loable
período artúrico, pero desapareció con el aciago final de dicha época, hacia el
año 470 d.C. Para aquel entonces Inglaterra se había convertido en un lugar
atormentado por ogros y embrujado por hadas, gracias en buena medida a la
influencia que había ejercido el hada hechicera Morgana Le Fay, pariente
consanguínea del rey Arturo. La afirmación de Morgana de que estaba vinculada
al linaje real inglés cobrará importancia más de mil años después, durante el
reinado de Enrique VIII.
Para entonces, en el Renacimiento, se toleraba y aceptaba una
influencia mágica o feérica sobre los asuntos de Estado humanos, cuando no se
fomentaba abiertamente. Con el semirreino (o quizá diminuta dimensión) de la
Tierra de la Hadas reconocida como importante estado soberano, y su entonces
monarca nominal Oberón I percibido como el jefe de una casa real muy venerable,
parecía lógico que Enrique VIII tomase como segunda esposa a Ana Bolena, prima
segunda del rey Oberón y claramente de sangre feérica, con sus ojos saltones y
un sexto dedo en cada mano. La descendencia de tan controvertida unión, huelga
decirlo, fue la reina Gloriana I, la de la tez de alabastro, monarca
supuestamente sobrenatural de Inglaterra. Durante su extraordinario reinado,
que principió en 1558, lo mágico y lo místico desempeñaron un papel aún mayor
en la cosmovisión inglesa de aquella época, al igual que sucedió en la mayoría
de naciones de toda Europa, obsesionadas con la alquimia y la magia. Fue
Gloriana quien nombró, desde el inicio de su reinado, al renombrado alquimista
y hechicero Johannes Suttle astrólogo de la corte, una decisión que tuvo
consecuencias trascendentales.
Johannes Suttle (o “Subtle”), de quien se decía que había nacido ora
en Worcestershire, ora en el seno de la aristocracia italiana, debía de estar a
punto de cumplir cuarenta años cuando se embarcó en el servicio mágico para la
reina Gloriana. Suttle residía en Mortlake, en una casa junto al camposanto,
con su esposa Doll y otro distinguido alquimista, aunque de mala reputación,
llamado Edward Face. Suttle llevó a cabo junto a Face los experimentos pioneros
que sentaron las bases de gran parte del Arte de la Magia tal como se sigue
practicando actualmente en Occidente. En su más tierna infancia Suttle
supuestamente había conocido al más famoso ocultista europeo John Faust, y
compartía la predilección de Faust por el arte de la invocación diabólica. Con
la ayuda de Face, Suttle entabló contacto con innumerables categorías de
espíritus que afirmaban ser los mismos ángeles amantes de los humanos
mencionados en el Libro de Enoc. En el curso de su investigación de
dichos seres y de los “éteres” inmateriales que habitan, Suttle se encontró con
un ente femenino de un poder terrible que más adelante sería la obsesión de
diversos ocultistas: la diosa bruja de Tesalia llamada Smarra.
Con la muerte de su amada esposa en los primeros años del siglo XVII,
Suttle supuestamente entró en decadencia y murió en Mortlake, asistido por
Miranda, la única de sus vástagos que había sobrevivido, o según otras
versiones se habría autoexiliado en una isla remota y habría prolongado la vida
mediante hechicería. Lo que sí es seguro es que menos de un año después de su
muerte o de su partida, en 1603, la reina Gloriana enfermó y murió y fue
sucedida por el tremendamente puritano y antifeérico monarca Jacobo I, devoto
compilador de la ya clásica Biblia del rey Jacobo. El nuevo rey organizó
purgas sanguinarias de la raza de las hadas y otras criaturas sobrenaturales
que propiciaron que, para 1616, la Tierra de las Hadas de Oberón rompiese
relaciones con el mundo humano e Inglaterra, como resultado, cayese en el
desencanto.
Obviamente, a pesar de la desaprobación de la Iglesia y la Corona,
unos cuantos hechiceros, a título individual, mantuvieron vivo el interés en
las Artes Mágicas durante los siguientes siglos. A finales del siglo XVIII don
Álvaro, el célebre ocultista español, que decía haber hecho un pacto con el
diablo encarnado en una hermosa joven llamada Biondetta, realizó ciertas
operaciones prohibidas para entablar contacto con la diosa o demonio llamada
Smarra y transcribió en sus escritos las atroces y espeluznantes profecías que
había aventurado aquel ente. Smarra, criada durante los ritos orgiásticos
tribadistas de la célebre hechicera Medea y sus hermanas brujas en la antigua
región de Tesalia, también fue el sujeto de las obsesiones del reputado
“Vidente de fantasmas” alemán del siglo VIII, el Conde Von Ost, a su vez un
valioso colaborador de “el Siciliano”, supuestamente un apodo de Cagliostro,
alquimista y sinvergüenza.
Mi relación con esta energía femenina sagrada y feroz comenzó comenzó
en 1904, mientras me encontraba de luna de miel de El Cairo. Siguiendo la pista
de ciertos presagios y señales, me había retirado a un estudio solitario donde
podría anotar cualquier mensaje que los espíritus considerasen oportuno
comunicarme. La obra resultante, Liber Logos, escrita en tres ocasiones
consecutivas a lo largo de tres días seguidos, es un anuncio sagrado y perfecto
del terrible eón que ha de llegar, conmigo como su profeta, y está en parte
dictado por la diosa Smarra. Posteriormente se ha publicado como El libro de
la palabra; si la raza humana no entiende plenamente dicha obra, es
imposible que alcance su destino celestial.
En resumen, la consecuencia entre Smarra y la bíblica Meretriz de
Babilonia que aparece en el Apocalipsis me fue confirmada a través de
mis indagaciones místicas, que me permitieron comprender varias cosas. Del
mismo modo que se cree que la Meretriz de Babilonia es una demonización de la
diosa madre babilónica Ishtar, Smarra también lo es; su nombre, con toda
probabilidad, es una corrupción de “Samara”, otro centro del culto a Ishtar
durante el período babilónico. Si aplicamos el arte de la gematría al nombre de
la diosa, obtenemos una confirmación más. En el alfabeto de valor numérico de
los hebreos, descubrimos que SMARRA es equivalente al número quinientos dos,
con los significados asociados de “dar la buena nueva” y también “la carne”,
ambos apropiados al espíritu del Apocalipsis, muy sexualizado. En la
gematría pitagórica de los griegos, el nombre da como resultado un valor
numérico de cuatrocientos cuarenta y dos, que significa “termini terrae”, o el
fin del mundo, otra asociación claramente apocalíptica. Por último, y esta es
la razón más convincente, según la gematría griega homérica, el nombre SMARRA
tiene un valor de sesenta y seis, que se corresponde con el número místico de
los Qlifot, y también el de la Gran Obra. Para el adepto iniciado, ¿qué podría
ser más concluyente?
Tras las revelaciones contenidas en Liber Logos me retiré de la
venerable organización ocultista conocida como la Orden del Ocaso Dorado, o
“Geltische Dammerung”, para formar mi propia orden mágica, la Ordo Templi Terra
(O.T.T.), u Orden del Templo de la Tierra, que sigue investigando los entes y
territorios sobrenaturales que últimamente, según parece, han comenzado a
preocupar a los responsables de los servicios militares de inteligencia. Si
puedo ser de más ayuda para el gobierno en asuntos de esta naturaleza, no duden
en ponerse en contacto conmigo en la dirección que figura en sus archivos, o
sea en la finca de Netherworld en Hastings. Atentamente Oliver Haddo.
La Palabra es Ley.
La Ley es Amor.
Notas:
1 - Primigenios y/o Primordiales
2 - "Edad Hiboria"
[Texto aparecido en el comic “The League of Extraordinary
Gentlemen – Black Dossier”. Alan Moore y Kevin O'Neill. Traducción de Diego de los Santos]
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