jueves, 26 de marzo de 2020

RELATO: "El morador del anillo", Robert E. Howard






El morador del anillo


Robert E. Howard




Al entrar en el estudio de John Kirowan me encontraba demasiado absorto en mis pensamientos para darme cuenta de la demacrada apariencia de su visitante, un alto y atractivo joven que yo conocía bien.
—Hola, Kirowan —saludé—. Hola Gordon. No te veía desde hace bastante tiempo… ¿cómo está Evelyn? —y antes de que contestase, en el calor del entusiasmo que me había llevado hasta allí, exclamé—: Mirad esto, amigos; os mostraré algo que os dejará boquiabiertos. Me lo vendió aquel ladrón, Ahmed Mektub, y le pagué un precio alto por ello, pero vale la pena. ¡Mirad!
De debajo de mi abrigo saqué la daga afgana con incrustaciones de piedras preciosas en el mango que me tenía fascinado como coleccionista de armas raras.
Kirowan, que conocía mi pasión, mostró tan sólo un interés educado, pero la reacción de Gordon fue espeluznante.
Pegó un brinco a la vez que lanzaba un grito ahogado, derribando la silla con gran estruendo al impactar contra el suelo. Con los puños apretados y el rostro lívido se volvió hacia mí, gritando:
—¡Atrás! Aléjate de mí o…
Me quedé petrificado.
—¡Qué diablos…! —comencé a decir estupefacto, cuando Gordon, tras otro asombroso cambio de actitud, se derrumbó sobre una silla y hundió la cabeza entre las manos. Vi cómo le temblaban los voluminosos hombros. Le miré desconsolado y luego miré a Kirowan, que estaba igualmente enmudecido—. ¿Está borracho? —pregunté.
Kirowan negó con la cabeza y, tras llenar una copa de brandy, se la ofreció al joven. Gordon le devolvió la mirada con ojos hundidos, tomó la copa y se la bebió de un trago, como si estuviera medio famélico. Luego se irguió y nos miró avergonzado.
—Siento haber perdido los estribos, O’Donnel —dijo—. Fue la impresión cuando sacaste ese cuchillo.
—Bueno —le recriminé con cierta irritación—, ¡supongo que creíste que iba a apuñalarte con él!
—¡Sí, eso fue! —a continuación, tras observar la expresión totalmente neutra en mi rostro, añadió—: Oh, no lo creí realmente; al menos, no llegué a esa conclusión mediante ningún proceso racional. Fue simplemente el ciego instinto primitivo de un hombre acosado que no sabe qué mano podría volverse contra él.
Sus palabras, y la forma desesperada de pronunciarlas, hicieron que un extraño temblor de terrible aprensión me recorriera la espalda.
—¿De qué hablas? —pregunté inquieto—. ¿Acosado? ¿Por quién? No has cometido ningún delito en toda tu vida. 
—No en esta vida, quizás —murmuró.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué pasaría si la venganza por un oscuro crimen cometido en una vida anterior me estuviera persiguiendo? —susurró.
—Eso no tiene ni pies ni cabeza —resoplé.
—Oh, ¿eso crees? —exclamó dolido—. ¿Has oído hablar alguna vez de mi bisabuelo, sir Richard Gordon de Argyle?
—Seguro, pero ¿qué tiene que ver eso con…?
—Tú has visto su retrato… ¿No se parece a mí?
—Bueno, sí —admití—, si hacemos caso omiso de la expresión; la tuya es franca y directa, mientras que la suya es retorcida y cruel.
—Asesinó a su esposa —respondió Gordon—. Imagina que la teoría de la reencarnación fuera cierta, ¿no sería posible que un hombre pagara en una vida por el delito cometido en otra?
—¿Quieres decir que crees que eres la reencarnación de tu bisabuelo? Esto es el colmo del absurdo… entonces, como él mató a su esposa… ¡supongo que crees que Evelyn va a asesinarte!
Dije esto último en un tono de cáustico sarcasmo, al pensar en la dulce y delicada chica con la que Gordon se había casado. Su respuesta me dejó anonadado.
—Mi esposa —dijo lentamente— ha intentado matarme tres veces esta última semana.
No hubo réplica a eso. Miré horrorizado y apesadumbrado a John Kirowan. Él se sentó en su postura habitual, con la barbilla apoyada sobre sus fuertes y delgadas manos; su rostro blanco estaba inmóvil, pero los oscuros ojos brillaban con interés. En el silencio oí el tictac de un reloj de pared como si fuera el reloj de la muerte.
—Cuéntanos toda la historia, Gordon —sugirió Kirowan, y su calmada y templada voz sonó como el cuchillo que corta un nudo, aliviando así la irreal tensión.
—Ya sabéis que llevamos casados menos de un año —comenzó Gordon, zambulléndose en la historia como si estuviera ansioso por relatarla, y sus palabras tropezaban unas con otras—. Todas las parejas tienen pequeñas riñas, por supuesto, pero nosotros nunca hemos tenido ninguna pelea seria. Evelyn es la chica con mejor carácter del mundo.
»La primera cosa fuera de lo normal ocurrió hace aproximadamente una semana. Habíamos ido en coche a las montañas; aparcamos el auto y paseamos por los alrededores recogiendo flores. Finalmente llegamos hasta un pronunciado precipicio, de unos diez metros de altura, y Evelyn me señaló unas flores que crecían abundantemente a los pies. Miré por el borde preguntándome si podría descender sin destrozarme la ropa, y entonces sentí un violento empujón por detrás que hizo que cayese.
»Si hubiera sido un acantilado alto, me habría roto el cuello. Pero en este caso caí dando tumbos, rodando y resbalando, hasta llegar abajo cubierto de arañazos y moratones y con la ropa hecha trizas. Alcé la vista y vi a Evelyn mirando hacia abajo, aparentemente aterrorizada y medio enloquecida.
»“¡Oh, Jim!” —gritó—. “¿Estás herido? ¿Cómo has caído?”
»Estuve a punto de decirle que quizás se había excedido con la broma, pero estas palabras me hicieron reflexionar. Decidí que con toda probabilidad había tropezado involuntariamente conmigo, y que realmente no sabía que había sido ella la que me había arrojado pendiente abajo.
»Así que me limité a sonreír y nos marchamos a casa. Ella se deshizo en cuidados e insistía en restregarme los arañazos con yodo, ¡y me reñía por mi torpeza! No tuve el valor de decirle que había sido por su culpa.
»Pero cuatro días más tarde ocurrió lo siguiente. Me encontraba paseando por el borde de la carretera de acceso a la casa cuando vi que se acercaba con su automóvil. Me aparté a un lado sobre la hierba para dejarla pasar, ya que no hay arcén lateral en el camino. Ella sonreía mientras se acercaba y aminoró la velocidad del coche, como si fuera a hablarme. Entonces, justo antes de llegar a mi altura, su expresión sufrió un terrible cambio. Sin previo aviso el coche se abalanzó hacia mí como una criatura viva mientras ella apretaba a fondo el acelerador. Sólo un salto hacia atrás en el último momento me salvó de acabar aplastado bajo las ruedas. El coche salió disparado por el prado y chocó contra un árbol. Corrí hacia allí y encontré a Evelyn aturdida e histérica, pero ilesa. Balbució algo acerca de haber perdido el control del automóvil.
»La llevé dentro de la casa y llamé al doctor Donnelly. Tras una revisión, no encontró nada que revistiera gravedad y atribuyó su aturdimiento a la conmoción y el miedo. En media hora se recuperó totalmente, pero desde entonces se ha negado a tocar el coche.
Sonará extraño, pero parecía estar menos atemorizada por su integridad que por la mía. Parecía saber vagamente que estuvo a punto de atropellarme y se ponía histérica cada vez que hablaba sobre lo sucedido. Daba la impresión de dar por hecho que yo sabía que había perdido el control del coche. Pero yo vi claramente cómo giraba el volante, y sé que intentó embestirme deliberadamente… ¿Por qué? Sólo Dios lo sabe.
»Aun así me negué a permitir que mi mente continuara por esos derroteros. Evelyn nunca había dado muestras de padecer debilidad psicológica o «nervios»; siempre ha sido una chica con la cabeza sobre los hombros, lúcida y sana. Pero comencé a pensar que estaba bajo la influencia de impulsos enloquecedores. La mayoría de nosotros hemos sentido el impulso de saltar de altos edificios. Y en ocasiones las personas sienten una cegadora, infantil e irracional ansia de herir a alguien. Cogemos una pistola, y repentinamente se nos ocurre qué fácil sería enviar al otro mundo con un simple toque de gatillo a ese amigo que se halla sentado delante de nosotros con una sonrisa en los labios y completamente ajeno al derrotero de nuestros pensamientos. Por supuesto, no lo llevamos a término, pero el impulso está ahí. Así que pensé que quizás algún tipo de carencia de disciplina mental había hecho a Evelyn presa de estos impulsos automáticos, e incapaz de controlarlos.
—Tonterías —le interrumpí—. La conozco desde que era un bebé. Si tuviera ese tipo de impulsos, debe de haberlos desarrollado a partir de casarse contigo.
Fue un comentario desafortunado. Gordon lo recibió con un brillo de desesperación en los ojos.
—Eso es… ¡desde que se casó conmigo! Es una maldición… ¡una negra y espantosa maldición que repta como una serpiente procedente de las cavernas del pasado! Os lo aseguro, yo era Richard Gordon y ella… ella era lady Elizabeth, ¡su esposa asesinada! —y su voz se apagó en un susurro desgarrador.
Me estremecí. Es horrible ver cómo se desmorona una mente sana y lúcida, y estaba seguro de que eso era lo que veía en James Gordon. No podría decir por qué o cómo, o cuál siniestro motivo lo había propiciado, pero estaba seguro de que se había vuelto loco.
—Has hablado de tres intentos —era de nuevo la voz de John Kirowan, que sonaba calmada y ecuánime entre las crecientes redes de terror e irrealidad que nos rodeaban.
—¡Mirad esto! —Gordon levantó el brazo, se subió la manga y nos mostró unas vendas, cuya críptica explicación resultaba inaceptable—. Esta mañana entré en el baño buscando mi cuchilla —dijo él—. Vi a Evelyn a punto de utilizar mi mejor adminículo de afeitado para cortar un patrón u otra de esas cosas femeninas. Como la mayoría de las mujeres, no parece percibir la diferencia entre una cuchilla y un cuchillo de carnicero o un par de tijeras de podar.
»Esto me irritó un poco, y le dije: “Evelyn, ¿cuántas veces tengo que decirte que no utilices mis cuchillas para esas cosas? Dámela, te dejaré la navaja”.
»“Lo… lo siento, Jim” —dijo ella —. “No sabía que estropearía la cuchilla. Aquí tienes”.
»Se acercó sosteniendo la cuchilla abierta hacia mí. Al ir a cogerla… algo me puso sobre aviso. Era la misma mirada que había visto el día que casi me atropelló. Y eso fue lo que me salvó la vida, porque instintivamente levanté la mano justo en el momento que ella blandió la hoja con todas sus fuerzas intentando cercenarme la garganta. La cuchilla me hizo un corte en el brazo, como podéis observar, antes de que lograra sujetarle la muñeca. Durante unos segundos luchó como un animal salvaje; su cuerpo esbelto se notaba rígido entre mis manos, como si fuera de acero. Después se quedó inmóvil y su mirada fue reemplazada por una extraña expresión de aturdimiento. La cuchilla resbaló de sus dedos.
»La solté y ella permaneció tambaleándose como si estuviera a punto de desmayarse. Fui al lavabo, la herida estaba sangrando de forma bestial, y a continuación la oí gritar y vino corriendo hacia mí.
»“¡Jim!” —gritó—. “¿Cómo te has cortado de esa forma tan horrible?”
Supongo que perdí la cabeza —Gordon sacudió la cabeza y suspiró con fuerza—. Mi autocontrol me abandonó.
»“No sigas fingiendo, Evelyn” —le dije—. “Dios sabe qué es lo que se ha apoderado de ti, pero sabes tan bien como yo que has intentado matarme en tres ocasiones esta última semana”.
»Ella se encogió como si la hubiera golpeado, apretando las manos contra el pecho y mirándome como si yo fuera un fantasma. No pronunció ninguna palabra, y no recuerdo qué dije a continuación. Pero cuando acabé la dejé allí de pie, blanca e inmóvil como una estatua de mármol. Después fui a que me vendaran el brazo en una farmacia, y luego vine aquí, y no sé qué más puedo hacer.
»“Kirowan, O’Donnell, ¡es una maldición! O bien mi esposa padece ataques de locura…” —se atragantó al pronunciar esta última palabra—. “No, no puedo creerlo. Normalmente su mirada es diáfana y cuerda, profundamente cuerda. Pero cada vez que tiene ocasión de herirme, parece convertirse en una maníaca transitoria”.
Chocó los puños con fuerza, en señal de impotencia y agonía.
—¡Pero no es locura! Durante un tiempo trabajé en una unidad psiquiátrica y he visto toda clase de desequilibrios mentales. ¡Mi esposa no está loca!
—Entonces qué… —comencé a decir; pero él fijó sus demacrados ojos en mí. 
—Tan sólo hay una explicación —respondió él—. Debe de tratarse de la antigua maldición, originada cuando paseaba por la tierra con un corazón tan negro como el foso más oscuro del infierno, haciendo el mal ante la vista de los hombres y de Dios. De alguna manera, ella lo sabe, tal vez mediante fugaces relámpagos de memoria. La gente ha visto cosas antes, ha podido observar cosas prohibidas al descorrerse momentáneamente el velo que separa la vida de la muerte.
Ella era Elizabeth Douglas, la malograda esposa de Richard Gordon, a quien él asesinó en un ataque de celos, y ahora la venganza le corresponde a ella. Moriré entre sus manos, como debería haber ocurrido. Y ella… —Gordon hundió la cabeza entre las manos.
—Espera un momento —interrumpió de nuevo Kirowan—. Has mencionado una extraña mirada en los ojos de tu esposa. ¿Qué clase de mirada? ¿Era una mirada de ataque maníaco?
Gordon negó con la cabeza.
—Era una mirada de profunda vacuidad. Toda su vida e inteligencia se evaporaron, simplemente, dejando sus ojos como oscuros pozos de vacío.
Kirowan asintió con la cabeza, y formuló lo que parecía una pregunta totalmente irrelevante:
—¿Tienes algún enemigo?
—No, que yo sepa.
—Te olvidas de Joseph Roelocke —dije—. No me imagino a ese elegante sofisticado tomándose las molestias de causarte un daño real, pero tengo la impresión de que si pudiera incomodarte sin tener que realizar ningún esfuerzo físico por su parte, lo haría sin pensárselo dos veces.
Kirowan me echó una mirada que repentinamente se hizo penetrante.
—¿Y quién es Joseph Roelocke?
—Un joven refinado que entró en la vida de Evelyn y casi se la ganó durante un tiempo. Pero al final ella regresó con su primer amor, Gordon. Roelocke se lo tomó bastante mal. A pesar de sus suaves maneras hay una vena violenta y pasional en ese hombre que podría haberse acrecentado con los años si no fuera por su infernal indolencia y su total indiferencia.
—Oh, no hay nada de qué culpar a Roelocke —interrumpió Gordon algo impaciente—. El debe de saber que Evelyn nunca lo amó realmente. Tan sólo la fascinó temporalmente con su romántico aire latino.
—No exactamente latino, Jim —repliqué—. Roelocke parece extranjero, pero no latino. Es casi oriental.
—Bueno, ¿y qué tiene que ver Roelocke con este asunto? —gruñó Gordon con un tono irascible y los
nervios a flor de piel—. Se ha comportado de forma caballerosa desde que Evelyn y yo nos casamos. De hecho, hace tan sólo una semana le envió un anillo diciéndole que era un ofrecimiento de paz y un tardío regalo de bodas; y añadió que, después de todo, que ella le dejara era una desgracia mayor para ella que para él… ¡Será engreído el muy cretino!
—¿Un anillo? —Kirowan pareció volver a la vida; fue como si algo duro y metálico hubiera resonado en su interior—. ¿Qué clase de anillo?
—Oh, un anillo fantástico… de cobre, con forma de serpiente escamada enroscada tres veces, con la cola en la boca y unos brillantes amarillos en los ojos. Supongo que lo trajo de algún lugar de Hungría.
—¿Ha viajado mucho a Hungría?
Gordon parecía sorprendido ante este interrogatorio, pero respondió con amabilidad:
—Claro, aparentemente el hombre ha viajado por todas partes. Lo tengo catalogado como un hijo de millonario malcriado. Nunca ha trabajado, según tengo entendido.
—Es muy buen estudiante —añadí—. He estado en su apartamento varias veces, y nunca antes he visto una colección de libros semejante…
Gordon se puso en pie de un salto.
—¿Estamos todos locos? —gritó—. Vine aquí con la esperanza de que me ayudarais… y vosotros os ponéis a hablar de Joseph Roelocke. Me iré a ver al doctor Donnelly…
—¡Espera! —Kirowan extendió la mano deteniéndole—. Si no te importa, iremos a tu casa. Me gustaría hablar con tu mujer.
Gordon mostró su acuerdo en silencio. Hostigado y angustiado por siniestros presentimientos, no sabía qué hacer, y recibía aliviado cualquier ofrecimiento que pudiera ser de ayuda.
Fuimos en su coche y no se intercambió prácticamente palabra alguna durante el trayecto. Gordon estaba sumido en sombrías reflexiones, y Kirowan se había encerrado en un estado mental extraño y distante que sobrepasaba mis conocimientos. Estaba sentado como una estatua, con los oscuros ojos llenos de vida fijos en el vacío, no inexpresivos, sino como los de alguien que observa con comprensión una esfera lejana.
Aunque lo consideraba mi mejor amigo, sabía muy poco de su pasado. Había entrado en mi vida de forma tan abrupta e inesperada como Joseph Roelocke entró en la vida de Evelyn Ash. Le había conocido en el Club Wanderer, que reunía a todo tipo de gente que marchaba a la deriva por el mundo; viajeros, excéntricos e individuos al margen de los caminos trillados de la vida. Enseguida me atrajeron e intrigaron sus extraños poderes y sus profundos conocimientos.
Sabía poca cosa de su pasado; que era el hijo menor y la oveja negra de una familia irlandesa de título, y que había transitado por innumerables y extraños lugares. La mención de Hungría por parte de Gordon me hizo recordar algo; una etapa de su vida que Kirowan me había dejado entrever de forma fragmentaria. Sólo sabía que en un tiempo pasado sufrió una amarga pena y una salvaje injusticia, y que había sido en Hungría. Pero desconocía la naturaleza del episodio.
En casa de Gordon, Evelyn nos recibió bastante calmada, pero el excesivo comedimiento en sus gestos delataba cierta agitación interior. Pude observar la mirada suplicante que dirigió con disimulo a su marido. Era una mujer esbelta y de voz cálida, con ojos oscuros siempre vibrantes y encendidos por la emoción.
¿Y esta dulce muchacha había intentado asesinar a su adorado esposo? La idea era monstruosa. De nuevo llegué a la conclusión de que el propio James Gordon era el perturbado.
Siguiendo la sugerencia de Kirowan de aparentar normalidad, iniciamos una conversación insustancial, como si se tratara de una simple visita rutinaria, pero pude darme cuenta de que Evelyn no se lo creía. Nuestra conversación sonaba falsa y hueca, y finalmente Kirowan dijo:
—Señora Gordon, ese anillo que lleva es extraordinario, ¿le importa que le eche un vistazo?
—Tendré que darle toda la mano —rió ella—. Llevo todo el día intentando quitármelo, pero no he podido sacarlo.
Extendió su fina y blanca mano para que Kirowan inspeccionase el anillo, y el rostro de éste permaneció inmutable mientras observaba la serpiente metálica enroscada alrededor de su delgado dedo. No lo tocó. Yo mismo sentí una inexplicable repulsión al observarlo. Había algo casi obsceno en aquel reptil de cobre sin brillo que rodeaba el blanco dedo de la mujer.
—Tiene un aspecto diabólico, ¿verdad? —tembló involuntariamente—. Al principio me gustaba, pero ahora no puedo soportar mirarlo. Si consigo quitármelo tengo intención de devolvérselo a Joseph… al señor Roelocke.
Kirowan estaba a punto de hacer un comentario, cuando sonó el timbre de la puerta. Gordon pegó un respingo, como si le hubieran disparado, y Evelyn se levantó rápidamente.
—Yo iré a abrir, Jim…
Regresó unos segundos más tarde acompañada por dos personajes extravagantes, el doctor Donnelly, cuyo fornido cuerpo, expresión jovial y resonante voz se combinaban con uno de los cerebros más perspicaces de la profesión, y su inseparable amigo Bill Bain, un anciano delgado y correoso, de ingenio ácido. Ambos eran viejos amigos de la familia Ash. El doctor Donnelly había traído a Evelyn al mundo, y Bain siempre sería tío Bill para ella.
—¡Buenas, Jim! ¡Buenas, señor Kirowan! —bramó Donnelly—. Eh, O’Donnel, ¿llevas encima algún arma? La última vez casi me revientas la tapa de los sesos al enseñarme aquella vieja pistola de chispa… ¡Que se suponía que no estaba cargada!
—¡Doctor Donnelly!
Todos nos giramos. Evelyn estaba de pie junto a una amplia mesa, con las manos sobre ella como si necesitase apoyo. Tenía el rostro muy pálido. Inmediatamente suspendimos nuestras chanzas y bromas. Se respiraba cierta tensión en el aire.
—Doctor Donnelly —repitió, esforzándose por mantener un tono de voz calmado—, os he hecho venir a ti y a tío Bill por la misma razón por la que sé que Jim ha traído al señor Kirowan y a Michael. Hay un asunto al que Jim y yo ya no podemos enfrentarnos solos. Hay algo que se interpone entre nosotros, algo negro, siniestro y terrible.
—¿A qué te refieres, querida niña? —cualquier resto de frivolidad había desaparecido de la profunda voz de Donnelly.
—Mi esposo… —las palabras se le ahogaron en la garganta, luego continuó hablando emocionada—. Mi esposo me ha acusado de intentar asesinarlo.
El silencio que siguió fue roto cuando Bill Bain se levantó repentina y enérgicamente. Los ojos le ardían y los puños le temblaban.
—¡Tú, piltrafilla! —le gritó a Gordon—. Te voy a arrancar a puñetazos lo que te queda de vida…
—¡Siéntate, Bill! —la enorme mano de Donnelly tiró de su compañero de menor envergadura y lo sentó de nuevo en la silla—. No sirve de nada ponerse violento. Continúa, cariño.
—Necesitamos ayuda. No podemos solucionar esto solos —una sombra cruzó su hermoso rostro—. Esta mañana Jim se hirió gravemente en el brazo. Él dice que lo hice yo. No lo sé. Le estaba pasando la cuchilla de afeitar. Luego debo de haberme desmayado. Al menos, todo se tornó negro. Cuando recobré la conciencia él estaba limpiándose la herida en el lavabo… y… y me acusó de intentar matarle.
—¡Será posible! ¡Mequetrefe! —ladró el belicoso Bain—. ¿Es que no tiene el suficiente sentido común para saber que si fuiste tú quien le causó la herida tuvo que ser de forma accidental?
—Cállate, por favor —gruñó Donnelly—. Evelyn, has dicho que te desmayaste, pero eso no es propio de ti.
—Últimamente he sufrido pérdidas de conciencia —respondió ella—. La primera vez fue cuando estuvimos en las montañas y Jim cayó por un precipicio. Estábamos los dos junto al borde… después todo se oscureció, y cuando recobré la visión Jim rodaba pendiente abajo —se estremeció al recordarlo—. Luego, cuando perdí el control del coche y choqué contra un árbol, ¿recuerdas?… Jim te llamó para que vinieras.
El doctor Donnelly asintió lentamente.
—No recuerdo que nunca antes sufrieras desmayos.
—¡Pero Jim dice que lo empujé por el acantilado! —gritó histérica—. ¡Dice que intenté atropellarle con el coche! ¡Dice que le corté a propósito con la cuchilla!
El doctor Donnelly se volvió perplejo hacia el desdichado Gordon.
—¿Qué tienes que decir, hijo?
—Que Dios me ayude —explotó Gordon agónicamente—, ¡es verdad!
—Pero ¿qué dices, perro mentiroso? —fue Bain el que soltó la lengua, saltando otra vez de la silla—. Si quieres el divorcio, ¿por qué no intentas conseguirlo de una manera decente, en lugar de recurrir a estas sucias artimañas…?
—¡Maldito seas! —bramó Gordon, dando un respingo y perdiendo el control totalmente—. ¡Como vuelvas a decir eso te arrancaré la yugular!
Evelyn gritó. Donnelly agarró con fuerza a Bain y volvió a empujarlo sobre la silla sin ningún miramiento, y Kirowan posó suavemente una mano sobre el hombro de Gordon. El hombre parecía derrumbarse sobre sí mismo. Se hundió en la silla y extendió las manos hacia su mujer.
—Evelyn —dijo con la voz tomada por una fuerte emoción—, sabes que te amo. Me siento como una alimaña. Pero que Dios me ayude, es verdad. Si continuamos así, pronto seré hombre muerto, y tú…
—¡No lo digas! —gritó ella—. Sé que nunca me mentirías, Jim. Si dices que intenté matarte, sé que lo hice. Pero te juro, Jim, que no lo hice conscientemente. ¡Oh, debo de estar volviéndome loca! Por eso mis sueños han sido tan terroríficos y violentos últimamente…
—¿Y qué ha estado soñando, señora Gordon? —preguntó Kirowan con suavidad.
Ella se presionó las sienes con las manos y le miró aturdida, como si no le comprendiera del todo.
—Con una criatura oscura —murmuró—. Una cosa negra horrible y sin rostro que gimotea y masculla y me manosea con manos simiescas. Sueño con ello todas las noches. Y durante el día intento matar al único hombre que amo. ¡Me estoy volviendo loca! Quizás ya esté loca y no lo sepa.
—Cálmate, cielo.
Para el doctor Donnelly, armado con toda su ciencia, se trataba meramente de un caso más de histeria femenina. Su tono profesional pareció calmarla. Evelyn suspiró y se pasó una débil mano por sus húmedos rizos.
—Hablaremos de todo esto, y ya verás cómo se arregla —dijo, sacando un puro del bolsillo del chaleco—. Dame una cerilla, querida.
Ella comenzó a palpar mecánicamente la superficie de la mesa, y de forma igualmente mecánica Gordon dijo:
—Hay cerillas en el cajón, Evelyn.
Evelyn abrió el cajón y comenzó a rebuscar en su interior. De pronto, como si hubiera sido golpeado por algún recuerdo o intuición, Gordon pegó un brinco y gritó, lívido:
—¡No, no! No abras ese cajón… no…
Justo cuando profirió ese grito urgente, ella se tensó, como si hubiera dado con algo en el interior del cajón. El cambio de su expresión nos dejó petrificados a todos, incluso a Kirowan. La inteligencia vital se había desvanecido de sus ojos como una llama que se apaga, y en su interior apareció la mirada que Gordon había descrito como vacía. El término era muy descriptivo. Sus hermosos ojos eran oscuros pozos de vacío, como si el alma se hubiera desvanecido detrás de sus pupilas. Sacó la mano del cajón empuñando una pistola y disparó a bocajarro. Gordon retrocedió con un gruñido y se desplomó, con la sangre manando de su cabeza. Durante un momento fugaz ella bajó la mirada y observó atontada la pistola humeante en su mano, como alguien que acabase de despertar de una pesadilla. Luego, su desgarrador grito de agonía golpeó nuestros oídos.
—¡Oh, Dios mío, lo he matado! ¡Jim! ¡Jim!
Alcanzó a Gordon antes que ninguno de nosotros, lanzándose de rodillas y acunando su ensangrentada cabeza entre sus brazos, mientras sollozaba en una insoportable vorágine de horror y angustia. El vacío había desaparecido de sus ojos; ahora estaban vivos y dilatados por el dolor y el miedo. Me disponía a acercarme a mi amigo postrado junto a Donnelly y Bain, pero Kirowan me agarró el brazo. Su rostro ya no estaba inmóvil; los ojos relucían con una ferocidad controlada.
—¡Deja que ellos se encarguen! —gruñó—. ¡Somos cazadores, no curanderos! ¡Llévame a casa de Joseph Roelocke!
No le hice preguntas. Cogimos el coche de Gordon.
Yo conducía, y algo en el siniestro rostro de mi compañero me impulsaba a lanzarme a toda velocidad por entre el tráfico. Tenía la sensación de ser parte de un trágico drama que se precipitaba hacia un terrible clímax.
Las ruedas chirriaron con fuerza al frenar en la curva que se abría unos metros antes del edificio en el que vivía Roelocke, donde ocupaba un estrafalario apartamento a gran altura sobre la ciudad. El propio ascensor que nos elevó hacia los cielos parecía estar propulsado por la misma urgencia de Kirowan. Señalé la puerta de Roelocke, y él la abrió sin llamar, empujando violentamente con el hombro. Yo me mantuve pegado a sus talones. Roelocke, ataviado con una bata de seda china y bordados de dragones, descansaba sobre un diván, dando rápidas caladas a un cigarrillo. Se incorporó, volcando una copa de vino que estaba al lado de una botella medio vacía junto a su codo.
Antes de que Kirowan pudiera hablar, exploté con la noticia.
—¡James Gordon ha recibido un tiro!
Él se puso en pie de un salto.
—¿Un tiro? ¿Cuándo…? ¿Cuándo lo ha matado ella?
—¿Ella? —lo miré atónito—. ¿Cómo sabías que…?
Con mano de acero Kirowan me apartó a un lado, y cuando ambos hombres estuvieron frente a frente pude detectar una llama de reconocimiento en el rostro de Roelocke. El contraste entre ambos era sorprendente: Kirowan; alto, pálido con pasión al rojo vivo; Roelocke; delgado, oscuramente atractivo, con el arco sarraceno de sus finas cejas sobre los negros ojos. Fui consciente de que pasase lo que pasase a partir de ese momento, sería entre aquellos dos hombres.
—John Kirowan… —susurró suavemente Roelocke.
—¡Así que me recuerdas, Yosef Vrolok! —sólo un control de acero le permitía mantener la voz firme. El otro simplemente lo miraba sin decir palabra—. Hace años, en Budapest —dijo Kirowan más pausadamente—, cuando profundizábamos juntos en oscuros misterios, presentí dónde acabarías. Yo retrocedí; no estaba dispuesto a descender a las dementes profundidades de ocultismo y satanismo prohibidos en las que tú te hundiste. Y como me negué a seguirte, alimentaste un intolerable odio hacia mí que te llevó a robarme a la única mujer que he amado; hiciste todo lo posible para ponerla en mi contra, y mediante las artes más viles la denigraste y corrompiste hasta hundirla en tu propio cieno infecto. Entonces yo te maté con mis propias manos, Yosef Vrolok, vampiro por naturaleza y por nombre, pero tus inmundas artimañas te protegieron de cualquier venganza física. ¡Ahora has caído en tu propia trampa!
La voz de Kirowan se elevó en fiera exultación. Todo su comedimiento de hombre cultivado se había evaporado, dando paso a un hombre elemental y primitivo, que se enfurecía y regodeaba frente a su odiado enemigo.
—Buscabas la destrucción de James Gordon y su esposa, porque ella sin saberlo escapó de tu trampa, tú…
Roelocke se encogió de hombros y rió.
—Estás loco. No he visto a los Gordon desde hace semanas. ¿Por qué me culpas de sus problemas familiares?
—Mientes como siempre —gruñó Kirowan—. ¿Qué es lo que has dicho ahora cuando O’Donnel te dijo que habían disparado a Gordon? «¿Cuándo lo mató ella?». Estabas esperando oír que la mujer había asesinado a su marido. Tus poderes psíquicos te informaron de que el clímax estaba al alcance de tu mano. Estabas nervioso esperando noticias del éxito de tu diabólico plan.
»Pero no he necesitado que tu lengua te delatara para reconocer que esto era obra tuya. Lo supe en cuanto vi el anillo en el dedo de Evelyn Gordon; el anillo que no podía quitarse; el milenario y maldito anillo de Thoth-Amon, dejado en herencia por repugnantes cultos de hechiceros desde los días de la olvidada Estigia. Sabía que ese anillo era tuyo, y los repugnantes ritos que empleaste para hacerte con él. Y también conocía su poder. En cuanto se lo puso en el dedo, inocente e ignorante, estuvo bajo tu imperio. Mediante tu magia negra invocaste a un negro espíritu elemental, el fantasma del anillo, desde los abismos de la Noche y los Tiempos.
Esta es la maldita sala donde llevaste a cabo indescriptibles rituales para arrancar el alma de Evelyn Gordon de su cuerpo y provocar que fuera poseída por ese espectro inmoral procedente de fuera del universo humano.
»Pero ella era demasiado pura y saludable; el amor por su marido demasiado fuerte para que el demonio pudiera ganar completa y permanente posesión de su cuerpo; tan sólo durante breves momentos el demonio podía expulsar el espíritu de Evelyn al vacío y animar su cuerpo… aunque esto bastaba para sus propósitos. Sin embargo, ¡tú mismo has causado tu propia ruina con esta venganza!
»¿Cuál es el precio que te exigió el demonio que trajiste de los abismos? —la voz de Kirowan se hizo tan aguda como un alarido felino—. ¡Ja, te acobardas! ¡Yosef Vrolok no es el único hombre que ha aprendido secretos prohibidos! Tras dejar Hungría, abatido y desgarrado, retomé el estudio de la magia negra para atraparte, ¡serpiente rastrera! Exploré las ruinas de Zimbabwe, las montañas perdidas del interior de Mongolia, y las olvidadas islas de los mares del sur. Descubrí qué era lo que enfermaba mi alma, de manera que repudié el ocultismo para siempre, pero también aprendí cosas sobre el espíritu oscuro que provoca la muerte a manos de un ser amado, y que es controlado por un maestro de la magia.
»Pero, Yosef Vrolok, ¡tú ni siquiera eres un adepto! No tienes el poder para controlar al demonio que has invocado. ¡Y has vendido tu alma!
El húngaro se tiró del cuello de la camisa como si fuera una soga de ahorcado. Su rostro había cambiado, como si se le hubiera caído una máscara; parecía mucho más mayor.
—¡Mientes! —susurró jadeante—. No le prometí mi alma…
—¡No miento! —el alarido de Kirowan resultó sobrecogedor por su fiera complacencia—. Conozco el precio que un hombre debe pagar por atraer a la inefable sombra que vaga por los abismos de la Oscuridad. ¡Mira! ¡Allí, en la esquina, a tus espaldas! ¡Una indescriptible y ciega criatura se ríe… se burla de ti! ¡Ha cumplido su parte del trato, y ha venido a por ti, Yosef Vrolok!
—¡No! ¡No! —aulló Vrolok, arrancándose el flácido cuello de camisa de su garganta empapada de sudor. Su compostura se había hecho añicos, y su expresión desmoralizada resultaba penosa de ver—. Te digo que no fue mi alma… le prometí un alma, pero no mi alma… debe llevarse el alma de la mujer, o la de James Gordon.
—¡Idiota! —rugió Kirowan—. ¿Crees que podría llevarse las almas de dos inocentes? ¿Que no sabría que estaban fuera de su alcance? Podía matar a la mujer y al hombre, pero no podía llevarse sus almas, ni tú ofrecerlas. Pero tu negra alma no está fuera de su alcance, y él querrá cobrar. ¡Mira! ¡Se está materializando detrás de ti! ¡Está surgiendo de la nada!
¿Fue la hipnosis inducida por las ardientes palabras de Kirowan lo que me hizo temblar, lo que me hizo sentir que un gélido frío ultraterreno se extendía por la habitación? ¿Se trataba de un truco de sombras y luces lo que parecía producir el efecto de una negra sombra antropomórfica sobre la pared de detrás del húngaro? ¡No, por todos los cielos! Creció, se hinchó… pero Vrolok no se volvió. Miraba a Kirowan con ojos que se le salían de las cuencas, los pelos erizados sobre el cuero cabelludo y el sudor chorreando por su rostro lívido. El grito de Kirowan hizo que un temblor me recorriera toda la espalda.
—¡Mira detrás de ti, idiota! ¡Lo estoy viendo! ¡Ha venido! ¡Está aquí! ¡Su siniestra boca se mueve con terrorífica risa! ¡Sus pezuñas deformes se dirigen hacia ti!
Y entonces Vrolok se dio la vuelta, exhalando un espantoso alarido y levantando los brazos por encima de la cabeza en ademán de violenta desesperación. Y en un sobrecogedor segundo fue engullido por una enorme sombra negra… Kirowan me agarró del brazo y ambos huimos de aquella maldita habitación, cegados por el terror.
El mismo periódico que incluía una breve nota sobre la herida superficial en la cabeza que había sufrido James Gordon por el disparo accidental de una pistola, informaba en grandes titulares de la repentina muerte de Joseph Roelocke, hombre adinerado y excéntrico, en su lujoso apartamento, aparentemente por paro cardíaco.
Lo leí durante el desayuno, mientras bebía varias tazas de café solo, y con manos no demasiado firmes, incluso después de que hubiera transcurrido una noche. Al otro lado de la mesa Kirowan parecía igualmente inapetente. Se le veía meditabundo, como si vagase de nuevo por tiempos pasados.
—La increíble teoría de Gordon sobre la reencarnación parecía suficientemente absurda —dije finalmente—. Pero los hechos reales han sido aún más increíbles. Dime, Kirowan, esa última escena, ¿fue producto de la hipnosis? ¿Fue el poder de tus palabras lo que me hizo ver surgir un horror negro de la nada que despojaba el alma de Yosef Vrolok de su cuerpo vivo?
—Ningún poder hipnótico humano habría podido hacer caer al suelo a ese demonio de negro corazón —dijo negando con la cabeza—. No, hay seres desconocidos por el común de los mortales, diabólicas formas de maldad de más allá del cosmos. Y una de ellas fue con la que Vrolok trató.
—Pero ¿cómo pudo reclamar su alma? —insistí—. Si realmente ese abominable trato había quedado cerrado, el espíritu no había cumplido con su parte, porque James Gordon no murió, tan sólo quedó inconsciente.
—Vrolok no lo sabía —respondió Kirowan—. Él creyó que Gordon estaba muerto, y yo le convencí de que él mismo había caído en su trampa y de que estaba condenado. Al desmoralizarse, se convirtió en presa fácil para el horror que él mismo había invocado. El espíritu, por supuesto, estaba al acecho para aprovechar un momento de debilidad por su parte. Los poderes de la Oscuridad nunca hacen tratos justos con los seres humanos; el que ose traficar con ellos siempre acaba engañado.
—Es una pesadilla de locura —murmuré—. Pero, según lo que has contado, me parece entrever que fuiste tú más que cualquier otra cosa lo que provocó la muerte de Vrolok.
—Es gratificante pensar eso —respondió Kirowan—. Evelyn Gordon está a salvo ahora; un pequeño precio a pagar por lo que hizo a otra mujer, hace años, en un país lejano.






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