jueves, 27 de agosto de 2015

RELATO: "Clavos rojos", Robert E. Howard (1ª parte)


Conan y Valeria, Benito Gallego




Clavos rojos


Robert E. Howard


1. La calavera en el risco
La mujer que iba a caballo tiró de las riendas y el cansado corcel se detuvo. El animal quedó patiabierto y con la cabeza colgando, como si le hubiera pesado demasiado el arnés dorado guarnecido con cuero rojo. La mujer sacó una bota del estribo de plata y se bajó del caballo. Luego ató las riendas a la rama de un arbusto y miró a su alrededor, con las manos en las caderas.
Lo que vio no le resultó agradable. Unos árboles altísimos se encontraban sobre la laguna en la que el caballo acababa de beber. Unos sombríos matorrales limitaban la visión entre las sombras que proyectaban las densas ramas. Los espléndidos hombros de la mujer se estremecieron, y luego profirió una maldición.
Era una mujer alta, de busto generoso, largas piernas y hombros firmes. Todo su cuerpo reflejaba una fortaleza poco habitual entre las de su sexo, pero a pesar de ello su feminidad no se resentía en absoluto. Se notaba que era una mujer de la cabeza a los pies, pese a su actitud y a su atuendo. Este último era el adecuado, teniendo en cuenta el lugar en el que se hallaban. En lugar de falda usaba unos pantalones de montar de seda, sujetos a la cintura por un amplio fajín. Llevaba unas botas de cuero fino que le llegaban hasta las rodillas, y completaba su atavío una camisa de seda escotada y de mangas amplias. Sobre una de sus bien formadas caderas llevaba una espada de doble filo, y sobre la otra, una larga daga. Su cabello dorado y revuelto, que le caía sobre los hombros, iba recogido con una cinta de raso de color carmesí.
Su silueta se recortaba contra el bosque sombrío y primitivo, y en su pose había algo extraño y fuera de lugar. La figura de la mujer habría resultado más apropiada contra un fondo de nubes, mástiles e inquietas gaviotas. Sus grandes ojos eran del color del mar. Y así debía ser, pues se trataba de Valeria de la Hermandad Roja, cuyas hazañas se celebraban en canciones y baladas en todos los lugares donde se reunían los marinos.
Después de dejar atado el caballo, avanzó hacia el este, echando de vez en cuando una mirada hacia atrás, en dirección a la laguna, con el fin de fijar su camino en la mente. El silencio del bosque la inquietaba. No se oía cantar ningún pájaro ni se escuchaba crujido de ramas que indicasen la presencia de otros animales. Había viajado durante leguas y leguas por tierras de una quietud sombría, interrumpida tan sólo por los sonidos producidos por su caballo.
La mujer había calmado su sed en la laguna, pero ahora sentía el imperioso acicate del hambre y comenzó a mirar en derredor en busca de algunos frutos, gracias a los cuales había sobrevivido desde que se le agotaron las provisiones que llevaba en las alforjas de la silla de montar.
En ese momento vio en frente una enorme roca oscura, como de pedernal, que sobresalía entre los árboles. Pero no se divisaba la cima, pues estaba oculta de la vista de la mujer por unas ramas. Pensó que desde la parte más alta del peñasco podría divisar los contornos de la boscosa comarca donde se encontraba.
Una pequeña loma formaba una rampa natural que permitía ascender por el escarpado risco. Cuando la mujer hubo subido unos quince metros, llegó a una franja boscosa que rodeaba el peñasco. Se internó en la densa vegetación, sin poder ver lo que había más arriba o más abajo. Pero poco después divisó el azul del cielo, y más tarde salió a la cálida luz del sol y vio la franja de árboles que se extendía a sus pies.
Se erguía sobre un amplio rellano que se encontraba casi a la altura de los árboles.
Desde allí se alzaba un saliente rocoso que constituía la cima del risco. Pero algo más llamó su atención en ese momento. Uno de sus pies golpeó contra un objeto que se hallaba entre la alfombra de hojas que tapizaba el saliente rocoso. Apartó las hojas con la bota vio el esqueleto de un hombre. Su ojo experimentado recorrió el blanco armazón, pero no vio huesos rotos ni señal alguna de violencia. Aquel hombre debió de morir de muerte natural, si bien no entendía que hubiera subido hasta ese lugar para terminar allí sus días.
La mujer trepó hasta lo alto de la cima y echó un vistazo hacia el horizonte. El techo boscoso, que parecía una pradera visto desde allí, era tan impenetrable como cuando se lo observaba desde abajo. Ni siquiera pudo divisar la laguna en la que había dejado su caballo. Echó una mirada al norte, en dirección al punto desde el que había llegado. Tan sólo vio la ondulante superficie del verde océano, que se extendía cada vez más lejos. En la distancia se divisaba una borrosa línea oscura: la cordillera que había cruzado unos días antes para internarse después en el inmenso bosque.
Hacia el este y el oeste, el paisaje era el mismo, si bien no se apreciaba la línea oscura de los montes en esa dirección. Luego, cuando se volvió hacia el sur, la mujer se estremeció y contuvo el aliento. A media legua de donde se encontraba, el bosque se acababa súbitamente y daba lugar a una llanura sembrada de cactus. En medio de dicha planicie se alzaban las murallas y las torres de una ciudad. Valeria profirió un juramento que expresaba su asombro. No se habría sorprendido de ver una aldea, ya sea formada por las chozas de ramas de los negros como por las cabañas de la misteriosa raza cobriza que, según se decía, habitaba en algún lugar de aquella zona inexplorada. Pero le sorprendió enormemente el hecho de encontrar allí una verdadera ciudad amurallada, a tantos días de camino de la avanzadilla más cercana de cualquier país civilizado.
Le dolían las manos de sujetarse al saliente rocoso de la cúspide, por lo que Valeria descendió hasta el reborde de piedra con el ceño fruncido. Venía de muy lejos, del campamento de mercenarios situado junto a la ciudad fronteriza de Sukhmet, que se alzaba en medio de extensas praderas y donde montaban guardia fieros aventureros de todas las razas que protegían la frontera estigia contra las incursiones que llegaban como una marea roja procedentes de Darfar. Valeria había escapado ciegamente hacia una región que desconocía por completo. Y ahora se debatía entre el deseo de cabalgar directamente hasta aquella ciudad de la llanura y el instinto de conservación y cautela que le aconsejaban que la evitara, dando un amplio rodeo para proseguir su solitaria huida.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un rumor que percibió entre la densa vegetación que había debajo de ella. La miró, giró en redondo con un gesto felino y empuñó la espada. Luego se quedó inmóvil, mirando con ojos desorbitados al hombre que se encontraba delante de ella.
Era casi un gigante, cuyos enormes músculos se percibían bajo su piel bronceada por el sol. Su atuendo era similar al de Valeria, pero en lugar del fajín que ella usaba, llevaba un cinturón de cuero. De su cinto colgaban una ancha espada de doble filo y un puñal.
-¡Conan el cimmerio! -exclamó la mujer-. ¿Qué haces siguiendo mi rastro?
El aludido sonrió toscamente y sus fieros ojos azules brillaron con un fulgor que cualquier mujer hubiera entendido, mientras recorrían el espléndido cuerpo de Valeria y se detenían en la blanca piel del generoso escote, que permitía admirar en parte sus opulentos senos.
-¿No lo sabes? -dijo él riendo-. ¿Acaso no he expresado admiración hacia tu cuerpo desde que te vi por primera vez?
-Un semental no lo habría dicho más claramente -repuso Valeria con desdén-. Pero lo cierto es que no esperaba encontrarte tan lejos de los barriles de cerveza de Sukhmet. ¿De verdad me has seguido desde el campamento de Zarallo, o acaso te echaron de allí a latigazos por alguna fechoría?
El cimmerio se echó a reír por su insolencia, y todos los músculos de su cuerpo se pusieron en tensión.
-Sabes muy bien -repuso- que Zarallo no tiene agallas para echarme del campamento. Sí, es cierto que te he seguido. ¡Y es una suerte para ti, moza! Cuando apuñalaste a aquel oficial estigio, perdiste el favor y la protección de Zarallo y los estigios te proscribieron.
-Lo sé -respondió ella con tono sombrío-. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Ya viste cómo me provocó aquel oficial.
-Sí -asintió el cimmerio-, y si hubiera estado allí, lo habría acuchillado yo mismo. Pero la mujer que vive en un campamento militar ha de estar preparada para que le ocurran cosas semejantes.
Valeria dio un puntapié en el suelo y gritó otra maldición.
-¿Por qué los hombres no me tratan como a un hombre? -preguntó irritada.
-¡Eso está claro! -dijo él, devorándola con los ojos-. Pero has hecho bien en huir, pues los estigios te habrían despellejado viva. El hermano del oficial muerto te siguió, y más rápido de lo que podrías pensar. No estaba muy lejos de ti cuando lo encontré. Tenía un caballo mejor que el tuyo y te habría alcanzado en una legua aproximadamente. Y estoy seguro de que te hubiera degollado.
-¿Y bien? -preguntó ella.
-Y bien, ¿qué? -preguntó el cimmerio, que parecía desconcertado.
-¿Qué hiciste con el estigio?
-¡Vaya! ¿Qué imaginas que iba a hacer yo? Lo maté, por supuesto, y dejé su cadáver como alimento para los buitres. Eso me demoró, y casi perdí tu rastro cuando atravesaste las montañas. De lo contrario te hubiera alcanzado hace mucho tiempo.
-¿Y ahora pretendes llevarme de vuelta al campamento de Zarallo? -preguntó ella con voz sarcástica.
-No seas necia -repuso el bárbaro con un gruñido-. Vamos, muchacha, no seas tan arisca. Yo no soy como el estigio que apuñalaste, y lo sabes muy bien.
-Sí, eres tan sólo un vagabundo sin blanca -contestó Valeria provocativa. El cimmerio se rió.
-¿Y qué eres tú? Ni siquiera tienes dinero para comprarte unos pantalones mejores. Pero tu desdén no me engaña. Tú sabes que he capitaneado barcos más grandes y mayor número de piratas que tú en toda tu vida. Y en cuanto a lo de estar sin blanca, ¿a qué aventurero no le ocurre eso? Bien sabes que por esos mares he ganado suficiente oro como para llenar un galeón.
-¿Y dónde están los hermosos barcos y los hombres audaces que capitaneaste, amigo? -preguntó ella con tono de burla.
-Casi todos están en el fondo del océano -repuso el cimmerio sin rodeos-. Los zingarios hundieron mi última nave delante de las costas shemitas. Por eso me uní a los Compañeros Libres de Zarallo. Pero comprendí que me había equivocado cuando nos encaminamos hacia la frontera de Darfar. El país era pobre y el vino bastante malo. Además, no me gustan las mujeres negras, y ésas son las únicas que había en nuestro campamento de Sukhmet: negras, con anillos en la nariz y dientes limados, ¡bah! ¿Y tú, por qué te uniste a Zarallo? Sukhmet está a una distancia considerable del mar.
-Ortho el Rojo quería convertirme en su amante -repuso ella hoscamente-. Una noche, cuando estábamos anclados en el puerto de Zabela, frente a las costas de Kush, salté por la borda y nadé hasta la costa. Allí, un comerciante shemita me dijo que Zarallo llevaba a sus Compañeros Libres al sur, para vigilar la frontera de Darfar. Yo no tenía otra alternativa, por lo que me uní a la caravana que se encaminaba hacia el este y finalmente llegué a Sukhmet.
-Fue una locura huir hacia el sur, como tú has hecho -dijo el cimmerio-. Pero en cierto modo también resultó acertado, ya que las patrullas de Zarallo no te buscarán en esta dirección. Tan sólo el hermano del oficial que mataste consiguió hallar tu rastro.
-Y ahora, ¿qué piensas hacer? -le preguntó la mujer al cimmerio.
-Nos dirigiremos hacia el oeste -repuso él-. Yo ya había estado en el extremo sur, pero nunca había llegado tan al este. Después de varios días de viaje, llegaremos a las sabanas, donde las tribus negras apacientan su ganado. Tengo buenos amigos entre esa gente. Iremos hasta la costa y buscaremos un barco. Estoy cansado de la selva.
-Entonces sigue solo tu camino -dijo Valeria-. Yo tengo otros planes.
-¡No seas necia! -repuso él, mostrándose irritado por primera vez-. No puedes andar sola por estos bosques.
-Claro que puedo.
-Pero ¿qué pretendes hacer?
-Eso no es asunto tuyo -contestó la mujer secamente.
-Por supuesto que lo es -afirmó Conan con tranquilidad-. ¿Crees que te he seguido tan lejos para volverme con las manos vacías? Vamos, sé sensata, muchacha. No voy a hacerte ningún daño...
El cimmerio se adelantó hacia ella, pero Valeria dio un salto atrás y desenvainó la espada.
-¡Detente, perro bárbaro, o te ensarto como a un cerdo! -exclamó la mujer.
Él se detuvo de mala gana y preguntó:
-¿Quieres que te quite ese juguete y te zurre las posaderas con él?
-¡Palabras, sólo palabras! -dijo ella en tono burlón, mientras el brillo del sol se reflejaba en sus ojos azules de mirada indómita.
Conan sabía que ella estaba en lo cierto. Ningún hombre habría podido desarmar a Valeria de la Hermandad Roja con las manos desnudas. El cimmerio frunció el ceño, presa de sentimientos contradictorios. Se sentía decepcionado, pero no dejaba de admirar el valor de la mujer. Ardía en deseos de poseer aquel espléndido cuerpo y de estrujarla entre sus brazos de hierro, pero a pesar de todo no quería hacerle daño. Sabía muy bien que si daba un paso más en dirección a Valeria, ésta le clavaría la espada en el corazón. Había visto a la joven dar muerte a demasiados hombres en grescas de taberna como para dudar de ello. Conan sabía que era rápida y feroz como una tigresa. Es cierto que él podía desenvainar su espada y desarmarla, pero no soportaba la idea de empuñar un arma frente a una mujer.
-¡Maldita seas, muchacha! -exclamó el cimmerio desesperado-. Te voy a quitar...
Olvidando toda prudencia, Conan dio un paso, y en aquel momento ella se dispuso a atacar con una estocada de efectos mortales. Pero algo interrumpió la escena, que era a la vez jocosa y dramática.
-¿Qué es eso?
La exclamación partió de Valeria, pero ambos se estremecieron violentamente. Conan se volvió como un felino, con la espada en la mano. Atrás, en el bosque, se oían los fuertes relinchos de los caballos, presa de terror y de angustia. Entre los relinchos alcanzaron a escuchar un chasquido de huesos destrozados.
-¡Unos leones están matando a nuestros caballos! -exclamó Valeria.
-¡No son leones! -dijo el cimmerio con los ojos brillantes-. ¿Has oído el rugido de algún león? En cambio, escucha ese crujir de huesos. Ni siquiera un león podría producir semejante ruido al matar a un caballo.
Conan corrió rampa abajo y ella lo siguió. Ambos habían olvidado su disputa personal y se habían unido ante el peligro común con instintos de aventurero. Los relinchos habían cesado cuando se internaron de nuevo en el bosque.
-Encontré tu caballo atado junto a la laguna -murmuró Conan, deslizándose sin hacer el menor ruido-. Yo até el mío a su lado y seguí tu rastro. ¡Observa ahora!
Habían salido del círculo de árboles que rodeaba el peñasco y miraron en dirección hacia las lindes más cercanas del bosque. Los gigantescos troncos tenían un aspecto fantasmagórico.
-Los caballos deben de estar más allá de estos árboles -musitó Conan con una voz que parecía el susurro de una tenue brisa-. ¡Escucha!
Valeria ya había oído, y un escalofrío recorrió su cuerpo. Apoyó inconscientemente la mano en el musculoso brazo de su acompañante. Desde el otro lado de la espesura llegaba un terrible crujido de huesos, junto con un ruido de carnes desgarradas y una respiración ávida, intensa, espeluznante.
-Los leones no hacen semejante ruido -siguió diciendo el cimmerio en voz baja-. Alguien se está comiendo nuestros caballos. ¡Pero por Crom que no son leones!
El ruido se interrumpió súbitamente y Conan profirió un juramento. Se había levantado una brisa que soplaba directamente desde ellos hacia el lugar en el que se encontraba el enemigo invisible.
-¡Ahí viene! -dijo Conan desenvainando la espada.
Los matorrales se agitaron violentamente y Valeria se aferró con más fuerza al brazo de Conan. A pesar de que ignoraba la fauna de la selva, se daba cuenta de que ningún animal conocido podía agitar los arbustos de la misma manera que aquel ser desconocido.
-Debe de tener el tamaño de un elefante -musitó el cimmerio haciéndose eco de los pensamientos de la joven-. Pero ¡qué demonios...!
Su voz se desvaneció y hubo un silencio lleno de estupefacción.
A través de los zarzales había aparecido una cabeza de pesadilla. Unas fauces sonrientes dejaban al descubierto una enorme dentadura amarilla de la que chorreaba babosa espuma rojiza. Por encima de la boca había un hocico arrugado de saurio. Un par de ojos similares a los de una serpiente, pero mucho más grandes, miraban fijamente a la inmóvil pareja que se hallaba sobre la roca. Pero de los enormes belfos no sólo fluía baba, sino también una sangre oscura que caía en gotas al suelo.
La cabeza, muchísimo más grande que la de un cocodrilo, se prolongaba hacia atrás convirtiéndose en un largo cuello lleno de escamas coronado por una cresta de espinas. Detrás, aplastando los arbustos como si fueran hierbajos, se veía un cuerpo monstruoso, con forma de barril y unas patas ridículamente cortas. El vientre blanquecino casi rozaba el suelo, mientras que el espinazo medía el doble que Conan. Una cola larga y afilada, como la de un gigantesco escorpión, se arrastraba por la hojarasca.
-¡Sube al risco, rápido! -exclamó el cimmerio empujando a la muchacha-. No creo que pueda trepar, pero si seguimos aquí podría levantarse sobre las patas traseras y alcanzarnos...
Con un chasquido de ramas rotas, el monstruo se abalanzó sobre ellos a través de los arbustos. La pareja huyó rápidamente hacia arriba. Mientras Valeria se internaba en la densa vegetación, lanzó una mirada hacia atrás y vio al titán que se alzaba amenazador sobre sus robustas patas traseras, tal como Conan había pronosticado. El espectáculo aterró a la mujer, ya que el animal le parecía cada vez más grande y veía que su cabeza sobresalía por encima de los árboles más bajos. Estuvo a punto de caer hacia atrás, pero la férrea mano de Conan la sujetó con firmeza por un brazo y la arrastró hacia adelante, hasta la franja de árboles, y luego más allá, donde el sol brillaba de nuevo. El monstruo se levantó una vez más y apoyó las patas delanteras sobre el risco, con un impacto tal que hizo vibrar la roca.
Detrás de los fugitivos apareció la enorme cabeza que asomaba entre las ramas, y la pareja miró durante unos instantes aterradores el rostro de pesadilla con los ojos llameantes y las fauces abiertas de par en par. Luego, los ciclópeos colmillos chasquearon en el aire, y la cabeza se retiró y desapareció de la fronda como si se hubiera hundido en la laguna.
Valeria y Conan miraron entre las ramas y vieron al monstruo sentado sobre sus patas traseras en la base del risco, mirándolos sin parpadear.
Valeria se estremeció.
-¿Cuánto tiempo crees que permanecerá allí? -le preguntó en voz baja.
Conan dio una patada a la calavera del esqueleto que la joven había hallado momentos antes.
-Este pobre diablo debió de subir aquí para huir del monstruo o de algo parecido. Seguramente murió de hambre, pues no se ve ningún hueso roto. Ese animal es, sin duda, un dragón como aquellos de los que hablan los negros en sus leyendas. Si es así, no se marchará de aquí hasta que estemos muertos.
Valeria lo miró desconcertada. Su resentimiento había desaparecido y en su lugar surgió el pánico. Había demostrado un valor a toda prueba en miles de ocasiones: durante fieras batallas en el mar o en tierra, en cubiertas resbaladizas a causa de la sangre, ante ciudades amuralladas y en las arenosas playas donde los miembros de la Hermandad Roja empapaban sus cuchillos con la sangre de otros compinches, luchando por la jefatura del grupo. Pero las perspectivas con las que se enfrentaba ahora le helaban la sangre. Recibir un sablazo en el fragor de la batalla no era nada, pero sentarse indefensa y de brazos cruzados hasta morir de hambre, asediada por un monstruoso sobreviviente de otra época... El solo hecho de pensar en ello le hacía latir las sienes de horror.
-Pero el monstruo tiene que comer y beber para sobrevivir -razonó Valeria.
-No necesita ir muy lejos para hacer ambas cosas -repuso el cimmerio-. De todos modos, está repleto de carne de caballo, aunque, a diferencia de otros reptiles, no parece que necesite dormir después de una comida abundante. De todos modos, no creo que pueda trepar por el risco.
Conan hablaba sin inmutarse. Él era un bárbaro, y las experiencias de su vida pasada en los páramos salvajes habían calado muy hondo en él. Se sentía capaz de hacer frente a una situación como aquélla con una frialdad de la que jamás hubiera hecho gala una persona civilizada.
-¿No podríamos trepar a los árboles y huir por las ramas, como los monos? -preguntó Valeria desesperada. El cimmerio movió negativamente la cabeza.
-Ya he pensado en eso -respondió-. Y he visto que las ramas que dan al risco son demasiado delgadas y se romperían a causa de nuestro peso. Además, tengo la impresión de que ese monstruo es capaz de arrancar un árbol de raíz.
-Entonces ¿nos vamos a quedar aquí sentados hasta que nos muramos de hambre? -exclamó Valeria, furiosa-. ¡Pues yo no pienso hacerlo! ¡Bajaré e intentaré cortarle la cabeza a ese maldito monstruo!
Conan estaba sentado en el saliente rocoso, al pie de la cima. Levantó los ojos y contempló con admiración a la mujer de ojos centelleantes y cuerpo tenso. Pero al darse cuenta de que estaba algo trastornada, prefirió no hacer ningún comentario. Al cabo de un rato de silencio dijo con un gruñido:
-Siéntate y cálmate.
La cogió por las muñecas y la obligó a sentarse en sus rodillas. Valeria estaba demasiado sorprendida para resistirse. Conan agregó enseguida:
-Si atacaras al dragón, sólo conseguirías destrozar tu espada contra sus escamas. Te engulliría de un bocado o te aplastaría como a un huevo con su pesada cola. Tenemos que salir de aquí de algún modo, pero sin dejar que nos devore como a un par de palomos.
Ella no contestó y tampoco rechazó el brazo del cimmerio, que le rodeaba la cintura. Estaba asustada, lo que constituía una sensación nueva para Valeria de la Hermandad Roja. En consecuencia, se quedó sentada sobre las rodillas de su acompañante con una docilidad que habría asombrado a Zarallo, del cual la había tildado de mujer endemoniada.
Conan jugó con los suaves cabellos rubios de la mujer, pendiente al parecer tan sólo de conquistarla. Ni el esqueleto que se hallaba a sus pies ni el monstruo que acechaba más abajo parecían turbar en lo más mínimo su interés por Valeria.
Los inquietos ojos de la mujer descubrieron algunas manchas de color entre los árboles. Se trataba de unos frutos; eran unas esferas rojas de gran tamaño que colgaban de las ramas de un árbol cuyas hojas tenían una forma peculiar e intenso color verde. En ese momento se dio cuenta que tenía mucha sed y hambre, sobre todo al comprender que no podía bajar del risco para satisfacer esas necesidades.
-No nos vamos a morir de hambre -dijo-. Podemos alcanzar esos frutos, al menos.
Conan miró en la dirección que señalaba Valeria y dijo con un gruñido:
-Si comemos eso, no tendremos que preocuparnos del dragón. Esos frutos son los que los negros de Kush llaman Manzanas de Derketa. Derketa es la Reina de los Muertos. Si bebes un poco de ese jugo o lo esparces tan sólo sobre la piel, morirás antes de caer al suelo.
-¡Oh! -exclamo Valeria desanimada.
Luego hubo un silencio tenso. La mujer pensó que no tenían salvación, y mientras tanto veía que Conan sólo parecía preocupado por acariciarle la cintura y el suave cabello. Si estaba pensando en un plan de huida, era evidente que lo disimulaba con gran habilidad.
-Si me quitas las manos de encima -dijo ella finalmente-y trepas a esa cima, verás algo que te sorprenderá.
El cimmerio la miró perplejo y obedeció, mientras encogía sus anchos hombros. Conan se aferró al saliente rocoso y miró por encima de los árboles.
Permaneció en silencio durante un momento, inmóvil como una estatua de bronce. Finalmente murmuró quedo:
-Sí, es una ciudad amurallada. ¿Ibas hacia allí cuando trataste de que me marchara solo a la costa?
-La había visto antes de que tú llegaras. Y no sabía que existiera cuando salí de Sukhmet.
-¿Quién podía pensar en hallar una ciudad aquí? -dijo el bárbaro-. No creo que los estigios hayan llegado tan lejos. ¿La habrán construido los negros? Pero no veo rebaños en la llanura, ni cultivos, ni gente en movimiento por los alrededores.
-Quizá no se vean debido a la distancia -sugirió ella. El cimmerio se encogió de hombros y descendió del peñasco.
-Bien, lo cierto es que la gente de esa ciudad no va a ayudarnos; ni podría hacerlo, si quisiera. Pero los habitantes de los países negros suelen ser hostiles a los extranjeros. Probablemente nos atacarán con sus lanzas...
Conan se calló de repente y permaneció en silencio durante unos instantes, reflexionando y mirando las esferas rojas que se divisaban entre las hojas.
-¡Lanzas! -susurró-. ¡Qué necio he sido por no haber pensado antes en ello! ¡Eso es lo que hace una mujer hermosa con la mente de un hombre sensato!
-¿De qué estás hablando? -preguntó Valeria.
El cimmerio no se molestó en responder y descendió hasta el bosque, mirando a través de las ramas. El monstruo seguía sentado abajo, observando el risco con la estremecedora paciencia que caracteriza a los reptiles. Es probable que uno de los de su especie hubiera mirado del mismo modo a alguno de los trogloditas antepasados del cimmerio en el amanecer de los tiempos. Conan le gritó una maldición al animal y comenzó a cortar ramas lo más largas posibles. El movimiento de las hojas inquietó al dragón, que agitó su poderosa cola, abatiendo algunos arbolillos como si fueran endebles juncos. El cimmerio lo miró con el rabillo del ojo, y cuando Valeria ya pensaba que el dragón iba a precipitarse nuevamente sobre el risco, Conan se retiró y trepó hasta el saliente rocoso con las ramas que había cortado. Eran tres ramas resistentes, muy tinas y largas. También había cortado algunos tallos de enredaderas.
-Ya lo ves, las ramas son demasiado finas y los bejucos no llegan al grosor de un cordel -dijo Conan mientras señalaba el follaje que había dejado-. No soportarían nuestro peso. Pero ya se sabe que la unión hace la fuerza. Eso es lo que los renegados aquilonios solían decirnos a los cimmerios cuando llegaron a nuestras montañas para organizar un ejército, con el que pretendían invadir su propio país. Porque nosotros siempre hemos combatido agrupados en clanes y tribus, y no en grandes grupos.
-¿Qué demonios vas a hacer con esos palos? -preguntó Valeria.
-Espera y verás.
Conan juntó las tres varas, colocó entre ellas su daga con la punta hacia afuera y luego ató el conjunto con los tallos de las enredaderas. Cuando terminó, disponía de una lanza bastante fuerte y de dos metros de largo.
-¿Y qué pretendes hacer con eso? -preguntó de nuevo la mujer-. Antes me dijiste que un arma no podría traspasar las escamas del dragón.
-No tiene escamas en todo el cuerpo -repuso él-. Y ten en cuenta que hay más de una manera de desollar a un buey.
A continuación, el bárbaro se dirigió al bosque y atravesó con la hoja de la lanza una de las Manzanas de Derketa, procurando alejarse para evitar las gotas de color púrpura que caían del fruto. Luego retiró el arma y le enseñó a Valeria la hoja, que estaba empapada en un líquido de color carmesí.
-No sé si esto servirá -dijo el cimmerio-. Aquí hay veneno suficiente para matar a un elefante, pero ya veremos.
Valeria se encontraba cerca de Conan cuando éste se deslizó entre los árboles. Llevaba la lanza cuidadosamente alejada del cuerpo; asomó la cabeza entre las hojas y le habló en voz alta al monstruo.
-¿Qué estás esperando, hijo de padres desconocidos? ¡A ver, levanta de nuevo esa ridícula cabezota, si no quieres que baje y te destroce a puntapiés!
Luego dijo algunas frases más que hicieron estremecer a Valeria, a pesar de que había convivido durante mucho tiempo con los piratas. Como si el monstruo hubiera comprendido las elocuentes palabras del cimmerio, se levantó con una velocidad aterradora sobre sus patas traseras y alargó el cuerpo y el cuello en un furioso esfuerzo por alcanzar al vociferante pigmeo que turbaba el silencio de su territorio.
Pero Conan había calculado la distancia con absoluta precisión. La enorme cabeza penetró con fuerza, pero en vano, entre las hojas. Y cuando las fauces del monstruo se abrían como las de una enorme serpiente, el bárbaro arrojó la lanza con todas sus fuerzas, y la larga hoja del puñal se hundió hasta la empuñadura en la carne, atravesándola hasta llegar al hueso.
Enseguida las mandíbulas chasquearon convulsivamente, cortando en dos la improvisada lanza, y estuvieron a punto de hacer caer a Conan de la roca. Éste se habría precipitado al suelo de no haber sido por Valeria, que lo cogió por el cinto de la espada con una fuerza desesperada. El cimmerio recuperó el equilibrio y le dio las gracias con una sonrisa.
Abajo se encontraba el enorme monstruo, que aullaba con terrible furia. Sacudía la cabeza de un lado a otro, se golpeaba con las garras y abría la boca de par en par. Por fin logró arrancar el trozo de lanza con una de sus enormes patas. Luego echó la cabeza hacia atrás, expulsando torrentes de sangre por la boca, y miró hacia el risco con una furia tan intensa que Valeria tembló de miedo. Las escamas del lomo del dragón, así como las de los flancos, cambiaron de color y pasaron del pardo al rojo intenso. Los bramidos que del monstruo no se parecían a ningún sonido que hubieran oído Valeria y Conan en su vida.
Al tiempo que lanzaba rugidos ensordecedores, el dragón avanzó en dirección al risco donde se refugiaban sus enemigos. Levantó una y otra vez la cabeza para morder, en vano, el aire. Luego se lanzó con todas sus fuerzas contra la roca, y ésta vibró desde la base hasta la cima.
Tal exhibición de furia primitiva hizo que a Valeria se le helara la sangre en las venas, pero Conan estaba demasiado cerca de lo primitivo como para dejarse impresionar. El monstruo que había abajo era para Conan un simple ser vivo que se diferenciaba de él tan sólo en la forma y en el tamaño. Así pues, permaneció sentado y tranquilo, observando las reacciones del enorme animal.
-El veneno empieza a hacer efecto -dijo al fin, convencido.
-No lo creo -repuso Valeria, que consideraba absurdo que algo, por mortífero que fuera, pudiera afectar a aquella montaña de músculos.
-Su voz denota temor -insistió el cimmerio-. Primero era sólo dolor por la herida de la mandíbula, pero ahora comienza a sentir la acción del veneno. ¡Mira, se está tambaleando! Se quedará ciego dentro de un momento... ¿Eh, qué te decía?
-¿Está huyendo? -preguntó Valeria.
-¡Está intentando llegar a la laguna! -dijo Conan, y se puso en pie lleno de expectación-. Sin duda el veneno le ha dado una sed terrible. ¡Vamos! Estará ciego dentro de unos momentos, pero podría olfatear el camino hasta el pie del risco otra vez. Y si nuestro olor persiste, tal vez se quede aquí hasta que muera. Además, al oír sus bramidos pueden llegar otros de su especie. ¡Vámonos de aquí!
-¿Hacia allí abajo? -preguntó Valeria indecisa.
-Claro. Vamos hacia la ciudad amurallada. Quizás allí nos corten la cabeza, pero es nuestra única posibilidad. Aunque nos encontremos con mil dragones en el camino, aquí sólo nos espera la muerte. ¡Andando!
El cimmerio corrió por la rampa con la agilidad de un mono y sólo se detuvo para ayudar a su compañera quien, a pesar de todo, se consideraba tan apta como un hombre para trepar por los aparejos de un barco o para escalar los acantilados de una costa.
Cruzaron la franja boscosa del peñasco y descendieron en silencio, si bien a Valeria le parecía que su corazón hacía más ruido que un tambor. Oyeron unos sonoros gorgoteos provenientes de lo más profundo del bosque, que indicaban que el dragón estaba bebiendo en la laguna.
-En cuanto se haya llenado el estómago volverá -murmuró Conan-. Es posible que el veneno tarde horas en matarlo... si es que finalmente acaba con él.
Más allá del bosque, el sol comenzaba a hundirse en el horizonte, y la espesura se convertía en un lugar lleno de sombras oscuras y de formas borrosas. Conan cogió a Valeria por la muñeca y se deslizó silenciosamente entre los árboles con la rapidez de un felino.
-No creo que sea capaz de seguir nuestra pista, pero si el viento soplara ahora mismo en dirección al monstruo podría olernos.
-¡Por Mitra, entonces que no sople el viento! -musitó Valeria.
Su rostro era un óvalo pálido en la penumbra. La mujer aferró la empuñadura de su espada con la mano libre, pero esto, extrañamente, la hizo sentirse más desamparada.
Aún se hallaban a cierta distancia del borde del bosque cuando escucharon chasquidos y crujidos a sus espaldas. Valeria se mordió los labios para no lanzar un grito.
-Está sobre nuestra pista -susurró la mujer con evidente temor.
El cimmerio movió negativamente la cabeza y dijo:
-No creo. Me parece que, al no oler nuestros cuerpos en la roca, está vagando por los alrededores para ver si encuentra nuevamente nuestro rastro. ¡Vamos! ¡Si no llegamos a la ciudad, estamos perdidos! Desgajará cualquier árbol al que nos subamos. ¡Con tal que no se levante viento...!
Echaron a correr hasta que los árboles comenzaron a escasear. Detrás, el bosque era un mar impenetrable de sombras, donde aún seguían escuchándose los amenazantes crujidos. El dragón, evidentemente, erraba ciego por el bosque, buscándolos.
-Ya tenemos la llanura aquí delante -dijo Valeria jadeando-. Un poco más y...
-¡Por Crom! -exclamó Conan.
-¡Por Mitra! -musitó Valeria.
Acababa de levantarse una brisa bastante intensa desde el sur.
Soplaba directamente sobre ellos y en dirección al bosque que se encontraba a sus espaldas. Un segundo después se oyó un tremendo rugido que hizo estremecer los árboles. Los ruidos se transformaron en un crujido cuando el dragón se dirigió como un huracán en línea recta hacia el lugar de donde llegaba el olor de los odiados enemigos que le habían infligido la dolorosa herida.
-¡Corramos más deprisa! -gritó el cimmerio con los ojos centelleantes como los de un lobo acorralado-. ¡Es lo único que podemos hacer!
Las botas de los marinos no están hechas para correr, ni los piratas se entrenan demasiado en este menester. Por ello, al cabo de unos cien metros, Valeria jadeaba intensamente y corría más despacio, mientras que detrás de ellos el monstruo irrumpía entre los matorrales y salía a terreno abierto.
El robusto brazo de Conan casi levantó a la mujer del suelo cuando le rodeó la cintura. Los pies de Valeria apenas tocaron la hierba cuando fue llevada en una carrera mucho más veloz de lo que ella sola hubiera podido alcanzar. Si lograban evitar al monstruo durante algún tiempo más, tal vez variase la dirección del viento... Pero éste se mantuvo constante, y una rápida mirada por encima del hombro le permitió a Conan ver que el terrible animal se acercaba a ellos como una galera de guerra impulsada por un huracán. El cimmerio le dio un empujón a la mujer y la envió trastabillando a tres metros de distancia, donde cayó a los pies del árbol más cercano. En ese momento el bárbaro giró en redondo y se enfrentó con el monstruo.
Convencido de que allí le esperaba la muerte, el cimmerio actuó según sus instintos y arremetió contra el temible rostro que se cernía sobre él. Saltó con la fuerza de un gato salvaje y hundió su espada en las escamas que recubrían el enorme hocico. De inmediato un terrible impacto le envió rodando a unos diez metros de distancia. El bárbaro cayó maltrecho al suelo.
Conan se puso en pie aturdido, realizando un enorme esfuerzo de voluntad. Lo único que tenía en mente era que Valeria yacía indefensa cerca del espantoso reptil. Por ello volvió a levantarse con la espada en la mano y corrió hacia donde se encontraba la mujer.
Ésta todavía estaba en el mismo lugar adonde el bárbaro la había empujado, aunque empezaba a incorporarse. El monstruo no le había hecho ningún daño. Este, por el contrario, y ante el asombro de la pareja, pasó velozmente al lado de ambos sin prestarles la menor atención. Era evidente que aunque los había seguido con la ayuda de su olfato, ahora los olvidaba debido al sufrimiento de su terrible agonía. Durante su carrera, el saurio se precipitó contra el tronco de un enorme árbol que había en su camino. El impacto desgajó el árbol de raíz; sin duda, el cráneo del reptil se había hundido como consecuencia del tremendo golpe. El árbol y el animal cayeron juntos, y Conan y Valeria vieron, estremecidos, que las ramas y las hojas eran sacudidas por las convulsiones del monstruo al que cubrían, y luego se quedaban inmóviles.
El cimmerio ayudó a Valeria a ponerse en pie, y ambos avanzaron hacia la llanura sin árboles.
Conan se detuvo un instante y miró hacia atrás, en dirección al oscuro bosque que quedaba a sus espaldas. Allí no se movía ni una hoja, ni piaba un solo pájaro. En aquel bosque reinaba un silencio similar al del primer día de la creación.
-Vámonos -murmuró Conan, tomando a Valeria de la mano.
La ciudad parecía hallarse muy lejos del otro lado de la llanura; más lejos de lo que parecía desde lo alto del risco. El corazón de Valeria latía aceleradamente, produciéndole una intensa sensación de ahogo. A cada paso que daba esperaba oír el crujido de los matorrales y temía que vería salir a otro terrible dragón. Pero ya nada turbaba el silencio del bosque.
Cuando se alejaron, Valeria respiró aliviada. Volvió a sentir confianza en sí misma. El sol acababa de ponerse y un manto oscuro cubría rápidamente la llanura. Las estrellas iban apareciendo poco a poco en el cielo, y los cactus parecían fantasmas.
-No hay ganado ni campos sembrados -murmuró Conan-. ¿De qué vivirá esta gente?
-Tal vez hayan recogido a los animales en los rediles durante la noche -sugirió la mujer-. Y quizá los campos estén al otro lado de la ciudad.
-Quizá -dijo Conan-, Pero yo no vi nada desde lo alto del risco.
La luna se asomó por detrás de la ciudad, recortando las murallas y las torres con su brillo plateado. Valeria se estremeció. El negro contorno que había alrededor del disco luminoso de la luna le daba a la ciudad un aire sombrío y siniestro.
Tal vez Conan pensaba lo mismo, pues se detuvo, miró a su alrededor y dijo:
-Detengámonos aquí. De nada valdría acercarnos a las puertas de la ciudad por la noche, pues probablemente no nos dejarán entrar. Además, necesitamos descansar y no sabemos cómo nos van a recibir. Unas horas de sueño nos pondrán en condiciones de luchar, o de salir corriendo si fuera necesario.
El cimmerio condujo a la mujer hasta un grupo de cactus que crecían en círculo -fenómeno habitual en los desiertos del sur-; se abrió paso con la espada entre las plantas y le hizo una seña a Valeria para que entrara.
-Aquí estaremos a salvo de las serpientes -le dijo. Ella miró con recelo hacia la negra línea del bosque, que ya estaba lejos.
-¿Y si los dragones salieran de entre los árboles? -preguntó.
-Bien, haremos guardia por turnos -repuso el cimmerio, aunque no contestó con claridad a la pregunta de su acompañante.
Contempló la ciudad, que aún se hallaba bastante lejos. No se veía ninguna luz en las torres ni en los edificios que sobresalían por encima de las murallas. Era una negra masa de misterio que se recortaba como un enigma en el cielo iluminado por la luna.
-Acuéstate y duerme -dijo luego-. Yo montaré la primera guardia.
Valeria lo miró indecisa, pero Conan se sentó con las piernas cruzadas delante de los cactus, de cara a la llanura, con la espada sobre las rodillas y dándole la espalda a la mujer.
Sin hacer más comentarios, ésta se echó sobre la arena que cubría el suelo del desierto.
-Despiértame cuando la luna esté alta sobre nuestras cabezas -le dijo Valeria.
El cimmerio no contestó ni se volvió hacia ella. Mientras la mujer se sumergía en un profundo sueño, su última visión fue la de la musculosa figura de Conan, inmóvil como una estatua de bronce recortada contra la tenue luminosidad de las estrellas.
 
2. El fulgor de las gemas de fuego
Valeria se despertó con un estremecimiento, al ver que el gris amanecer se extendía sobre la planicie.
Se incorporó y se frotó los ojos. Conan estaba cortando una planta de cactus, y pelaba diestramente la piel y las espinas.
-No me despertaste -dijo ella-. ¡Me has dejado dormir toda la noche!
-Estabas muy cansada -repuso el cimmerio-. Y deben de dolerte las posaderas, después de una cabalgada tan prolongada. Los piratas no estáis habituados a andar a caballo.
-¿Y tú?
-Yo fui kozako antes que pirata -respondió Conan-. Y esa gente vive sobre la silla de montar. He dormido a ratos, como una pantera que espera junto al sendero el paso de un venado. Mis oídos se mantenían alerta mientras mis ojos dormían.
Lo cierto es que el gigantesco bárbaro parecía tan descansado como si hubiese dormido toda la noche sobre un lecho de plumas. Una vez que hubo quitado todas las espinas, le entregó a Valeria la jugosa hoja de cactus.
-Prueba esto -dijo-. Es un buen alimento y una bebida para el hombre del desierto. Yo fui jefe de los zuagires, unos nómadas que viven de saquear caravanas.
-¿Hay algo que tú no hayas sido? -le preguntó Valeria, en parte con burla y en parte con admiración.
-Sí. No he sido rey de un país hiborio -declaró él sonriendo, mientras masticaba el jugoso cactus-. Pero no pierdo la esperanza de llegar a serlo algún día. ¿Por qué no habría de ser rey?
Valeria movió la cabeza, asombrada de su audacia, y se dispuso a saborear la refrescante planta. Halló que su sabor era agradable y que saciaba su sed. Una vez terminado el frugal ágape, Conan se limpió las manos con arena, se puso en pie, se alisó la tupida melena y, ajustándose el cinturón de la espada, dijo:
-Bien, en marcha. Si la gente de esa ciudad nos va a cortar el cuello, más vale que lo haga ahora, antes de que empiece a hacer calor.
El humor del cimmerio era un tanto sombrío, pero Valeria pensó que podía resultar profético. Ella también se ajustó el cinto del sable después de ponerse en pie. Los terrores nocturnos habían pasado, y los dragones rugientes del bosque eran como un sueño lejano. Su andar volvió a ser confiado cuando avanzó al lado de Conan. Fuesen cuales fueran los peligros que les esperaban, sus enemigos serían hombres. Y Valeria de la Hermandad Roja aún no había conocido a un hombre al que temiera.
Conan la miró de reojo, mientras ella caminaba a su lado con su andar tan peculiar.
-Andas más como un montañés que como un marino -dijo el cimmerio-. Debes de haber nacido en Aquilonia, ya que los soles de Darfar no llegaron a broncear tu blanca piel. Muchas princesas envidiarían la blancura de tu tez.
-Sí, nací en Aquilonia -repuso ella, que se había acostumbrado a los cumplidos de su compañero y ya no se irritaba.
Si se hubiera tratado de otro hombre en vez de Conan, Valeria se habría puesto furiosa por no haber sido despertada para hacer guardia, pues siempre se había negado a que le dieran ventajas por el solo hecho de ser mujer. Pero ahora sentía una secreta satisfacción al ser tratada así por aquel hombre. El cimmerio, además, no había tratado de aprovecharse de la situación propicia en la que se hallaban. Después de todo -se dijo Valeria-, su compañero no era un hombre corriente.
El sol comenzó a brillar sobre la ciudad, bañando las torres con un siniestro color carmesí.
-Anoche era negra a la luz de la luna -murmuró Conan con un gesto supersticioso-, y ahora es roja como la sangre, a causa del sol del amanecer. No me gusta nada esa ciudad.
Pero aun así, se dirigieron hacia ella, y, mientras avanzaban, Conan le hizo notar a Valeria que no había ningún camino que condujera a la población desde el norte.
-Ningún ganado ha salido a la llanura por esta parte de la ciudad -dijo-. Y no hay señales de que el arado tocase esta tierra en muchos años, o en siglos, quizá. Sin embargo, mira, en esta planicie existieron cultivos hace mucho tiempo.
Valeria observó las antiguas zanjas de regadío que él señalaba, y que se hallaban en parte llenas de agua y rodeadas de cactus. Ella frunció el ceño, mientras miraba con asombro el llano que se extendía en torno a la extraña ciudad, y que llegaba hasta el lejano bosque, formando un enorme círculo. La visión no llegaba más allá de aquel círculo.
La mujer lanzó una mirada inquieta a la ciudad y advirtió que en sus murallas no se veía brillo de cascos ni puntas de lanzas, y que no se oía el sonido de trompetas ni de voces de alerta. Un silencio tan denso como el que reinaba en el bosque se cernía sobre los gruesos muros y las puntiagudas torres.
El sol ya estaba en lo alto cuando se detuvieron ante la gran puerta de la muralla norte, bajo la sombra del macizo baluarte. El óxido cubría los refuerzos de hierro del portón, y las telarañas brillaban tenuemente sobre las bisagras.
-¡Esto no ha sido abierto en muchos años! -exclamó Valeria.
-Es una ciudad muerta -dijo Conan con un gruñido-. Por eso las zanjas y los cultivos estaban abandonados.
-Pero ¿quien habrá vivido aquí? ¿Por qué abandonaron este lugar?
-Quién sabe. Tal vez fuera un grupo de fugitivos estigios. Sin embargo, no tiene aspecto de ser arquitectura estigia. Quizá los habitantes de la ciudad fueron exterminados por sus enemigos, o la peste acabó con ellos.
-En ese caso -dijo Valeria-, es posible que ahí dentro haya cuantiosos tesoros. Intentamos abrir la puerta y exploremos el interior.
Conan observó dubitativamente las enormes puertas, pero a pesar de ello apoyó su robusto hombro contra una de las jambas. Empujó con todas sus fuerzas, y el portón se abrió poco a poco hacia el interior con un intenso chirrido de goznes. El cimmerio se irguió y desenvainó la espada. Valeria miró sobre su hombro y lanzó una exclamación.
No estaban viendo una calle o un patio, como era de esperar. La puerta daba directamente a un enorme salón, cuyo extremo opuesto casi se perdía a lo lejos. Las dimensiones del recinto eran gigantescas, y el suelo estaba formado por unas extrañas baldosas rojas que parecían arder como si fueran llamas. Las paredes eran de un material verde y brillante.
-¡Si esto no es jade, yo soy shemita! -exclamó el cimmerio al tiempo que profería un juramento.
-¡Es imposible que haya tal cantidad! -objetó Valeria.
-He robado suficiente jade a las caravanas de Khitai para saber de qué estoy hablando -insistió el cimmerio-. ¡Te digo que es jade!
El techo era abovedado y estaba revestido de lapislázuli, con gemas verdes incrustadas, que brillaban con maléfico resplandor.
-Piedras de fuego verde -gruñó el cimmerio-. Así llaman a esas piedras preciosas las gentes de Punt. Se dice que son los ojos petrificados de reptiles prehistóricos, a los que los antiguos llamaban Serpientes Doradas. Brillan como los ojos de un gato en la oscuridad. Por la noche, esta sala debe de alumbrarse con esas gemas, pero es posible que la iluminación no resulte agradable. Echemos un vistazo por ahí. Podríamos dar con algún tesoro.
-Cierra la puerta -aconsejó Valeria-. Aún temo que venga algún otro dragón del bosque. Conan sonrió y dijo:
-No creo que los dragones se alejen del bosque. A pesar de todo, accedió a lo que le pedía la mujer. Luego señaló el cerrojo interior y agregó:
-Me pareció haber oído un chasquido cuando empujé la puerta. Mira, el cerrojo se ha roto recientemente. El óxido lo había comido casi por completo y bastó con que yo empujara. Pero si la gente huyó de aquí, ¿cómo es que esta puerta está cerrada por dentro?
-Sin duda escaparían por otro lugar -arguyó, con acierto, Valeria.
La pareja se preguntó cuántos siglos habrían pasado desde que la luz del día se filtrara por última vez entre las hojas de la enorme puerta. Sin embargo, la luz del sol también llegaba a la habitación por otro conducto. Conan y Valeria vieron que en lo alto del techo abovedado había una especie de claraboyas hechas de un material cristalino. Entre éstas las gemas verdes refulgían como los ojos de gatos furiosos. El suelo que había bajo sus pies brillaba con los tonos cambiantes de la llama. Era como avanzar por el infierno, con unos astros malignos parpadeando en lo alto.
A cada lado del enorme salón había tres galerías con balaustradas, una encima de otra.
-Un edificio de cuatro pisos -murmuró el cimmerio-. Y esta sala se extiende hasta el techo. El recinto es tan largo como una calle. Creo ver una puerta al otro extremo.
Valeria se encogió y dijo:
-Tu vista es más aguda que la mía, aunque en ese aspecto yo tenía fama entre los piratas.
Se dirigieron hacia una puerta abierta y atravesaron una serie de habitaciones vacías, cuyo suelo era parecido al del salón. Las paredes también eran de jade, y en algunas partes de mármol o de calcedonia, con incrustaciones de oro, plata o bronce. En el techo también había piedras verdes. Los intrusos avanzaron como espectros por aquellas habitaciones de brillante suelo rojizo.
En algunas de la estancias no había ninguna luz, y el vano de las puertas era negro como la boca del infierno. Conan y Valeria evitaron aquellos lugares y se internaron tan sólo por las habitaciones iluminadas.
En las esquinas había numerosas telarañas, pero en cambio no se advertía polvo en el suelo ni en las mesas y sillas de mármol, jade o cornalina que llenaban algunas salas. Aquí y allá se veían alfombras de seda de Khitai, que era prácticamente indestructible. No había ninguna ventana o puerta que diera a la calle o a algún patio. Todas las aberturas daban a otra habitación o salón.
-¿No saldremos nunca a un lugar abierto? -musitó Valeria-. Este palacio, o lo que sea, es más grande que el harén del rey de Turan.
-Quienes vivían aquí no pudieron morir de peste -dijo d cimmerio mientras meditaba acerca del misterio de la ciudad abandonada-. En ese caso, habríamos encontrado esqueletos. Tal vez tuvieron miedo de algo y huyeron. Quizá...
-¡Al demonio con todo eso! -le interrumpió Valeria rudamente-. Nunca lo sabremos con certeza. Mira esos frisos. Representan figuras humanas. ¿A qué raza pertenecen?
Conan lo miró y negó con la cabeza, al tiempo que respondía:
-Jamás he visto gente como ésa. Pero tienen algo oriental; parecen nativos de Vendhia o tal vez de Kosala.
-¿Acaso fuiste rey de Kosala? -preguntó ella en tono burlón, si bien no exento de curiosidad.
-No, pero sí fui jefe guerrero de los afghulis, que viven en los montes Himelios, más allá de las fronteras de Vendhia. Estas imágenes parecen corresponder a nativos de Kosala. Pero ¿por qué habrán construido una ciudad tan al oeste?
Las figuras representaban a hombres y mujeres esbeltos, de tez oscura y con facciones finamente modeladas y exóticas. Vestían amplias túnicas y usaban adornos cubiertos de joyas. Casi todos estaban en actitud de danzar, de comer o de hacer el amor.
-Todos éstos debieron de llevar una estúpida vida pacífica, pues no se ven escenas de guerra o de lucha -dijo Conan-. Ven, vamos a los pisos superiores.
Había una escalera de marfil que ascendía en espiral desde la habitación en la que se encontraban. Subieron tres pisos y llegaron a una amplia estancia. Unas claraboyas que había en el techo iluminaban la sala, en la que también brillaban tenuemente las gemas verdes. Al mirar a través de otras puertas, vieron más salas iluminadas. Pero una de las puertas daba a una galería con balaustrada, que se abría sobre una sala mucho más pequeña que la que habían visto en el piso inferior.
-¡Maldición! -dijo Valeria, y tomó asiento con disgusto en un banco de jade-. La gente que vivía aquí debió de llevarse todos los tesoros consigo. Estoy cansada de vagar sin sentido por estos cuartos vacíos.
-Todas estas habitaciones parecen estar iluminadas -dijo el cimmerio-. Me gustaría encontrar una ventana que dé a la ciudad. Veamos qué hay detrás de esa puerta.
-Mira tú -repuso Valeria-. Yo me quedaré aquí a descansar un poco.
El cimmerio desapareció por la puerta que estaba enfrente de la que daba a la galería, y Valeria se recostó con las manos cruzadas en la nuca y las piernas extendidas. Aquellas silenciosas habitaciones y salas, con sus brillantes gemas verdes y sus ardientes suelos rojizos, comenzaban a disgustarle. Deseaba encontrar una salida hacia el exterior para abandonar de una vez por todas el laberinto por el que vagaban. Valeria se preguntó qué pies misteriosos y furtivos habrían pisado en los siglos pasados aquellos suelos brillantes, y qué hechos espantosos habrían contemplado aquellas piedras verdes incrustadas en lo alto.
Un ligero ruido interrumpió las reflexiones de Valeria. Antes de que se diera cuenta realmente de que algo le había llamado la atención, la audaz mujer ya estaba en pie y con la espada desenvainada. Conan aún no había regresado, y ella comprendió que no era él quien había producido aquel ruido.
El sonido procedía de algún lugar situado del otro lado de la puerta que se abría a la balconada. Valeria avanzó sin hacer el menor ruido, atravesó la puerta, llegó a la galería y miró por encima de la balaustrada.
Un hombre avanzaba por la sala.
El hecho de ver a un ser humano en aquella ciudad que creían desierta causó en la mujer una profunda impresión. Valeria observó al desconocido, agazapada detrás de las columnas de piedra y con todos los nervios en tensión.
El hombre no se parecía en nada a las figuras de los frisos. Era algo más alto que el término medio y de tez muy oscura, aunque no era de raza negra. Su único atuendo era un estrecho taparrabo de seda y un cinturón de cuero de un palmo de ancho alrededor de la cintura. El largo cabello negro que le caía sobre los hombros le daba un aspecto salvaje. Era delgado, aunque sus brazos y piernas se veían musculosos, sin el menor vestigio de grasa que suavizase los contornos. Podría decirse que aquel individuo estaba hecho con una notable economía de medios que resultaba repelente.
Pero tanto en su apariencia física como en su actitud había algo que impresionó a la mujer. El hombre se detuvo súbitamente y, medio agazapado, volvió la cabeza en varias direcciones. Una daga que aferraba con la mano derecha tembló visiblemente a causa de las emociones que la atenazaban. Valeria comprendió que aquel desconocido tenía miedo, un miedo rayano en el terror. Cuando volvió la cabeza, la mujer pudo apreciar el brillo de la mirada del hombre entre los mechones de pelo negro.
Pero él no la vio. Atravesó la sala de puntillas y desapareció por una de las puertas abiertas. Poco después, Valeria escuchó un lamento ahogado y luego volvió a reinar el silencio en el edificio.
Llena la inquietud y curiosidad, la mujer avanzó por la galería hasta llegar a una puerta situada encima de aquella por la cual desapareciera el hombre. La puerta daba a un corredor más pequeño que rodeaba una amplia estancia.
Esta habitación estaba en el tercer piso, y el techo no era tan alto como el de la sala que vieran al principio. Estaba iluminada únicamente con gemas, por lo cual la parte baja de la balconada estaba en sombras.
Cuando hubo acostumbrado su vista a la penumbra, Valeria vio que el hombre aún se encontraba en el recinto. Pero estaba tendido boca abajo en el centro de la habitación. Tenía las extremidades fláccidas y extendidas, y su daga se hallaba junto a él.
Aquella inmovilidad le causó extrañez a Valeria, hasta que vio una mancha de color carmesí sobre el suelo, debajo del cuerpo.
La mujer miró con atención hacia las sombras que llenaban el recinto, pero no puedo ver nada más.
De repente apareció otro hombre, parecido al anterior, por una puerta que había al otro extremo de la sala. Los ojos del recién llegado brillaron al ver al otro en el suelo, y exclamó con voz agitada:
-¡Chicmec!
El otro no se movió.
El segundo individuo avanzó rápidamente, se inclinó y cogió por un hombro al caído para volverlo hacia arriba. De entre sus labios escapó un grito ahogado cuando vio que la cabeza le colgaba inerte hacia atrás, permitiendo ver el cuello, que había sido cortado de oreja a oreja.
El hombre dejó caer al cadáver sobre el suelo y se irguió de nuevo, temblando como una hoja al viento. Tenía el rostro ceniciento a causa de pavor. Ya había flexionado una pierna para escapar cuando se quedó repentinamente inmóvil, mirando al otro extremo de la habitación con los ojos desorbitados por el espanto.
Entre las sombras que había debajo de la balconada comenzó a brillar una luz espectral, que no era reflejo de la que producían las gemas verdes. Valeria sintió que se le erizaba el cabello al observar la escena. En el aire flotaba una calavera. Era un cráneo humano, aunque terriblemente deforme, y de él emanaba una luz fosforescente. Por momentos adquiría contornos definidos, y Valeria se dijo que, aunque la calavera pareciera de hombre, tenía de alguna manera un aspecto inhumano.
El hombre seguía inmóvil, paralizado por el terror y mirando fijamente la aparición. Ésta se alejó de la pared, y una sombra grotesca se movió con ella. Poco a poco pudo ver que la sombra tenía un cuerpo semejante al de un ser humano. Pero éste brillaba con un fulgor blanquecino, que parecía provenir de los huesos que había debajo. La calavera sonreía con una expresión siniestra, en medio de un halo luminoso y maligno. El hombre no era capaz de apartar los ojos de la espantosa aparición. Habríase dicho que estaba hipnotizado.
Valeria comprendió que no era tan sólo una fuerza mental la que paralizaba al desconocido. También parecía intervenir el fulgor blanquecino, robándole parte de su energía vital e impidiéndole actuar.
El horrendo espectro avanzó flotando hacia su víctima, y ésta finalmente se movió, pero sólo para dejar caer la daga y postrarse de rodillas mientras se tapaba los ojos con las manos. Aguardó sin decir palabra el golpe de la hoja que ahora brillaba en la mano del espectro, el cual se cernía sobre el hombre como la muerte triunfante.
Valeria actuó según el primer impulso de su vehemente carácter. Con un salto felino saltó por encima de la balaustrada y se dejó caer al suelo, detrás del espectro. Éste giró en redondo al oír el golpe de las suaves botas contra el suelo. Pero mientras se volvía, la afilada hoja del sable de Valeria se abatió sobre él y traspasó su carne mortal.
El espectro lanzó una exclamación de dolor y se desplomó con el pecho y el espinazo atravesados por la espada. Al caer, rodó por el suelo su luminosa calavera, dejando ver una melena canosa y un rostro contraído por el sufrimiento de la agonía. Detrás de aquella horrenda aparición había tan sólo un ser humano, un hombre parecido al que estaba arrodillado en el suelo.
Finalmente, este último levantó los ojos al oír el golpe y el grito, y miró con expresión de infinito asombro a la mujer de piel blanca que se cernía sobre el cadáver con una espada chorreante en la mano.
El hombre se puso en pie, tambaleándose y musitando lamentos como si el espectáculo le hubiera afectado la razón. Valeria se sorprendió al darse cuenta de que entendía lo que murmuraba el hombre. Se lamentaba en lengua estigia, aunque en un dialecto que no alcanzaba a comprender del todo.
-¿Quién eres? -le pregunto él-. ¿De dónde vienes? ¿Qué haces en Xuchotl?
Luego, sin dejar siquiera que ella le contestase, el desconocido agregó:
-De todas formas, eres una persona amiga. ¡Diosa o demonio, poco importa, ya que has matado a la Calavera Ardiente! ¡Y era un hombre, después de todo! Nosotros lo considerábamos un demonio que ellos habían conjurado desde las catacumbas... Pero ¡escucha...!
El hombre dejó de desvariar y, al quedar en silencio, se irguió como si hubiera estado escuchando con dolorosa intensidad. Valeria no alcanzaba a oír nada.
-¡Debemos darnos prisa! -murmuró él-. ¡Ellos están al oeste del Gran Salón y pueden llegar en cualquier momento...!
Cogió a Valeria por la muñeca con un gesto espasmódico, que ella no pudo eludir.
-¿Quiénes son ellos? -le preguntó la mujer.
El hombre la miró con asombro, como si no comprendiera que ella no lo supiera.
-¿Ellos? -dijo el hombre, y agregó tartamudeando-- Son la gente de Xotalanc. La tribu del hombre al que mataste son los que viven en la puerta del este.
-Entonces, ¿esta ciudad está habitada? -preguntó Valeria sorprendida.
-¡Sí, por supuesto! -repuso él impaciente-. ¡Pero vámonos enseguida; debemos regresar a Tecuhltli!
-¿Dónde está eso? -preguntó Valeria.
-Es el barrio de la Puerta Occidental.
La cogió por la muñeca y la condujo hacia la puerta por la que él había aparecido. Grandes gotas de sudor le perlaban la frente, y sus ojos brillaban a causa del terror.
-Espera un momento -dijo ella, soltándose bruscamente-. No me pongas las manos encima, o te rompo la cabeza. Vamos a ver, ¿quién eres tú y adonde quieres llevarme?
El hombre miró con inquietud en todas direcciones y comenzó a hablar con tal rapidez que a veces se le trababa la lengua.
-Me llamo Techotl y procedo de Tecuhltli. Ese hombre que yace con la garganta cortada vino de las Salas del Silencio para tratar de tender una emboscada a alguno de los xotalancas. Pero nos separamos, y cuando vine aquí a buscarlo lo encontré muerto. Lo mató la Calavera Ardiente, lo sé, y me habría matado también a mí si tú no me hubieras salvado. Pero seguramente él no estaba solo. Es posible que hayan llegado otros individuos desde Xotalanc. ¡Hasta los dioses se estremecen ante la suerte de los hombres que ellos cogen vivos!
Al pensarlo se estremeció, y su piel se volvió más cenicienta aún. Valeria lo miró desconcertada. Comprendía que tenía delante a una persona inteligente aunque trastornada.
La mujer se volvió hacia la calavera, que aún resplandecía en el suelo, y le acercó una de sus botas, cuando el hombre saltó hacia ella con un grito.
-¡No la toques! -exclamó-. ¡No la mires siquiera! ¡Te enloquecería! Sólo los brujos de Xotalanc conocen su secreto. Encontraron la calavera en las catacumbas, donde yacen los huesos de los terribles reyes que gobernaron Xuchotl en el oscuro pasado. El solo hecho de mirar esa calavera hiela la sangre y llena de agua el cerebro de la persona que no conoce su secreto. Tocarla significa locura y destrucción.
Ella lo miró con el ceño fruncido. El hombre no le inspiraba confianza, con aquel cuerpo enjuto y sus rizos serpentinos. En sus ojos, detrás del brillo del espanto, asomaba una extraña luz que ella jamás había visto en la mirada de un ser humano en sus cabales. A pesar de todo, parecía saber muy bien lo que estaba diciendo.
-¡Ven! -suplicó mientras le tendía la mano, retirándola enseguida al acordarse de las advertencias de Valeria-. Eres extranjera; no sé cómo habrás llegado hasta aquí, pero, seas diosa o demonio, ven en ayuda de Tecuhltli y tendrás una respuesta a todo lo que me has preguntado. Sin duda llegaste desde el otro lado del bosque, de donde vinieron nuestros antepasados. Pero eres nuestra amiga, porque de lo contrario, no habrías matado a nuestro peor adversario. ¡Vámonos enseguida, antes de que nos encuentren los xotalancas y nos maten!
Valeria miró la calavera que arrojaba una luz siniestra sobre el cadáver del enemigo. Era como las calaveras de las pesadillas, claramente humanas, pero con algunas deformidades inquietantes. Seguramente el dueño de aquel cráneo había tenido un aspecto monstruoso en vida. ¿Vida? Sí, la calavera parecía tener vida propia. Sus mandíbulas se abrían y se cerraban con chasquidos. El fulgor se hacía cada vez más intenso y vivido, al tiempo que aumentaba también la sensación de pesadilla. Era un sueño... Toda la vida era sueño...
La voz de Techotl sacó a Valeria del hondo abismo en el que estaba cayendo.
-¡No mires esa calavera! ¡No lo hagas! La voz parecía provenir de lejanías insondables. Valeria se estremeció y sacudió la melena como un león. Su visión se aclaraba por momentos.
-En vida albergó el cerebro de un rey de brujos -le decía ahora Techotl-. ¡Pero aún conserva la vida y el fuego mágico de los espacios siderales!
Al tiempo que profería una maldición, Valeria saltó como una pantera y asestó un mandoble al blanco cráneo, que crujió y saltó en pedazos. En algún lugar de la habitación, o de un sitio impreciso, una voz inhumana aulló expresando infinita ira y dolor.
Techotl comenzó a gritar:
-¡La has destrozado! ¡La has destruido! ¡Ni la magia negra de Xotalanc podrá reconstruirla! ¡Ahora vámonos, pronto!
-No puedo hacerlo -protestó ella-. Hay un amigo mío cerca de aquí...
La mirada de espanto del hombre hizo que Valeria se callara repentinamente. La mujer miró a su alrededor y vio a cuatro hombres que entraban por otras tantas puertas, convergiendo hacia la pareja que se hallaba en el centro de la habitación.
Los cuatro eran como los otros dos que Valeria había visto. Tenían las mismas extremidades delgadas, la misma melena negra y lacia, la misma mirada extraviada en sus grandes ojos. Iban armados y vestidos como Techotl, pero todos llevaban una calavera blanca pintada en el pecho.
No hubo amenazas ni gritos de guerra. Los hombres de Xotalanc saltaron hacia el cuello de sus enemigos como tigres sedientos de sangre. Techotl les hizo frente con la furia que da la desesperación. Esquivó la espada de uno de los atacantes y se aferró a él para arrojarlo al suelo, donde ambos rodaron y lucharon en tenso silencio.
Los otros tres se abalanzaron sobre Valeria, con los ojos rojos como los de los perros rabiosos.
La mujer mató al primero antes de que pudiera atacarla. La larga espada recta de Valeria le hundió el cráneo cuando el atacante levantaba ya su propia arma. Luego paró el golpe y esquivó otro. Sus ojos brillaban y sus labios sonreían implacables. Volvía a ser Valeria de la Hermandad Roja, y el silbido de su hoja de acero era como un himno nupcial para sus oídos.
La espada de Valeria rebasó una hoja que había pretendido parar el golpe y se hundió en un vientre cubierto por un taparrabo de cuero. El hombre jadeó en su agonía y cayó de rodillas. Pero su alto compañero se abalanzó en silencio sobre Valeria y descargó una lluvia de golpes con tal furia que la mujer no fue capaz de contraatacar. Ella retrocedió fríamente, parando las estocadas y en espera de una ocasión para devolver los golpes. El adversario no podía mantener por mucho tiempo el ritmo de su ofensiva. Se le cansaría el brazo o le traicionarían los pulmones. Entonces, la hoja de Valeria le atravesaría el corazón. Una mirada de reojo le permitió ver a Techotl inclinado sobre el pecho de su enemigo, tratando de liberar las muñecas para asestarte una cuchillada.
La frente del hombre estaba cubierta de sudor y sus ojos denotaban el esfuerzo al que estaba sometido. Por más que atacara con denuedo, no pudo romper la guardia de su adversaria. Su respiración se hizo agitada e irregular, y sus golpes comenzaron a debilitarse. Valeria dio un paso atrás para atraerlo, y en aquel mismo momento sintió que alguien le aferraba las piernas con brazos férreos. Se había olvidado del hombre herido que estaba en el suelo.
Estaba arrodillado y, mientras su compañero lanzaba un grito triunfal, el herido mordió a Valeria salvajemente en un muslo. El xotalanca de elevada estatura saltó, golpeando con todas sus fuerzas y su enorme furia. Ella paró el golpe con gran dificultad y levantó los ojos, observando las chispas que habían saltado con el impacto de los dos sables.
La espada enemiga se alzó una vez más; esta vez, Valeria se creyó perdida, pues estaba casi inmovilizada por el otro contrincante. En aquel momento, una forma gigantesca se cernió sobre el xotalanca, y su grito triunfal se interrumpió en seco. El hombre se tambaleó y cayó al suelo con el cráneo destrozado.
-¡Conan! -exclamó Valeria jadeando.
Con un rápido movimiento, la mujer se volvió hacia su enemigo, que aún la sujetaba con fuerza. Lo cogió por la larga melena. La espada de Valeria brilló en el aire, y el cuerpo decapitado del adversario se derrumbó encima del de su compañero.
-¿Qué demonios ha ocurrido aquí? -preguntó el cimmerio, avanzando con la espada en la mano.
Techotl se incorporó; a su lado se hallaba el último xotalanca, que aún se retorcía en los últimos estertores de agonía. Su daga goteaba sangre, y Conan comprendió que no era enemigo. El hombre tenía una herida profunda en un muslo y miró al cimmerio con recelo.
-¿Qué significa esto? -volvió a preguntar Conan, que aún no se había recuperado de la sorpresa de encontrar a Valeria en una lucha salvaje con aquellos hombres, en una ciudad que él había creído deshabitada.
Al regresar de su infructuosa exploración por el piso superior, había visto que Valeria no se hallaba en la habitación en la que la había dejado, y le había bastado con seguir el ruido de la pelea.
-¡Cinco perros muertos! -exclamó Techotl con un salvaje aire de triunfo-. ¡Cinco clavos rojos para la columna negra! ¡Gracias, dioses de la sangre!
El hombre levantó sus manos temblorosas y luego, con una expresión demoníaca, escupió sobre los cadáveres y les golpeó el rostro con los pies, mientras danzaba de un modo estremecedor. Sus nuevos aliados lo miraban con asombro, y Conan le preguntó a Valeria en lengua aquilonia:
-¿Quién es este loco?
La mujer se encogió de hombros y repuso:
-Dice llamarse Techotl. Por lo que ha dicho, deduzco que su gente habita en un extremo de esta increíble ciudad, mientras que estos vivían al otro extremo. Tal vez sea conveniente que vayamos con él. Parece amistoso, y resulta fácil ver que la otra tribu no lo es.
Techotl había dejado de bailar y escuchaba de nuevo con la cabeza vuelta de lado, como los perros.
-¡Vámonos ya! -murmuró-. ¡Hemos hecho bastante matando a cinco malditos demonios! Mi gente os recibirá muy bien y os colmará de honores. Venid, Tecuhltli queda lejos, y en cualquier momento pueden llegar los xotalancas en número excesivo para nuestras espadas.
-Está bien, guíanos -dijo el cimmerio con un gruñido.
Techotl subió por la escalera que llevaba a la galería y les hizo una señal para que lo siguieran. Luego cruzaron una puerta que se abría hacia el oeste y avanzaron por numerosas habitaciones, todas ellas iluminadas por claraboyas o por gemas verdes.
-No acabo de entender qué clase de edificio es éste -le dijo Valeria en voz baja al cimmerio.
-En cambio, yo sí he visto a este tipo de hombres con anterioridad -repuso Conan-. Habitan en las orillas del lago Zuad, cerca de la frontera con Kush. Son una especie de mestizos estigios, mezclados con otra raza que llegó a Estigia por el este hace algunos siglos y que fue asimilada por los nativos del país. Son tlazitlanos. Pero estoy seguro de que ellos no construyeron esta ciudad.
El temor de Techotl no pareció disminuir cuando se alejaron de la habitación en la que yacían los muertos. Seguía volviendo la cabeza en todas direcciones para captar los sonidos de presuntos perseguidores, y miraba con angustia cada puerta que iba dejando atrás.
Valeria se estremeció involuntariamente. No le temía a ningún hombre, pero el brillo del suelo y de las piedras preciosas que resplandecían en lo alto, así como el incontrolable terror que demostraba su guía, le habían transmitido una sensación de peligro misterioso e inhumano.
-¡Podríamos encontrarlos en el camino a Tecuhltli! -susurró el hombre súbitamente-. Debemos tener cuidado para no caer en una emboscada.
-¿Por qué no salimos de este condenado palacio y vamos por la calle? -preguntó Valeria.
-No hay calles en Xuchotl -repuso el hombre-. No hay plazas ni patios. Toda la ciudad está construida como un gigantesco palacio bajo un enorme techo. Lo más parecido a una calle es la Gran Sala, que atraviesa la ciudad desde la puerta norte a la del sur. Las únicas puertas que se abren al mundo exterior son las de las murallas; ningún hombre ha pasado a través de ellas en cincuenta años, con excepción de vosotros.
-¿Desde cuándo vivís aquí? -preguntó Conan.
-Yo nací en este castillo hace treinta y cinco años, y jamás he puesto un pie fuera de la ciudad. Pero ¡por todos los dioses, guardemos silencio! ¡Estas salas pueden estar llenas de demonios al acecho! Olmec os contará todo cuando lleguemos a Tecuhltli.
Así pues, continuaron deslizándose sin hacer ruido por aquellas habitaciones, cuya fulgurante penumbra hacía pensar a Valeria que vagaban por el infierno, guiados por un ser demoníaco de piel oscura y largos cabellos.
Pero fue Conan quien los hizo detenerse cuando cruzaban una de las enormes salas. Sus oídos, habituados a la vida en el bosque y en la montaña, eran más sensibles aún que los de Techotl.
-¿Crees que puede haber enemigos esperando para tendernos una emboscada? -preguntó.
-Vagan por estas salas a todas horas -respondió Techotl-, y lo mismo hacemos nosotros. Las habitaciones y las salas que se encuentran entre Tecuhltli y Xotalanc son tierra de nadie, una zona en disputa. Las llamamos las Salas del Silencio. ¿Por qué lo preguntas?
-Porque hay hombres en las habitaciones de delante -repuso el cimmerio-. Puedo oír el ruido del acero al rozar contra la piedra.
El hombre, que había palidecido, volvió a estremecerse.
-Tal vez sean tus amigos -sugirió Valeria.
-No debemos arriesgarnos -dijo Techotl con la respiración agitada y avanzando febrilmente.
Se volvió a un lado y entró por una habitación en la que había una escalera de mármol que llevaba hacia abajo, en medio de la oscuridad.
-Esto conduce a un pasillo oscuro que hay debajo -dijo Techotl con un murmullo, mientras su frente se llenaba de sudor-. También puede estar ahí, pero debemos correr el riesgo, ya que es más probable que se encuentren en las otras habitaciones. ¡Vamos, deprisa!
Bajaron por la escalera con la rapidez de los fantasmas, hasta llegar a la boca de un corredor oscuro como la noche. Se agazaparon allí durante un momento, tratando de oír algún ruido, y luego se internaron en el pasillo. Mientras avanzaban, Valeria sintió un escalofrío; temía recibir una estocada en cualquier momento. Notó la mano de Conan aferrándola por un brazo, lo que le dio más confianza. La oscuridad era absoluta, y el pasillo parecía interminable.
De repente se quedaron inmóviles al oír un ruido a sus espaldas. Se había abierto una puerta y sintieron que unos hombres entraban en el corredor. Valeria tropezó con lo que parecía una calavera, que rodó produciendo un ruido siniestro.
-¡Corred! -exclamó Techotl con voz agitada, y avanzó por el pasillo como un fantasma.
Valeria notó que Conan la tomaba otra vez por la cintura y la ayudaba a escapar. El cimmerio no veía más que ella en la oscuridad, pero una especie de sexto sentido hacía que no se equivocara. Mientras tanto, oyeron detrás de ellos unos pasos rápidos que se acercaban cada vez más. De repente Techotl dijo:
-¡Aquí está la escalera! ¡Seguidme rápido, por todos los dioses!
Valeria se sintió levantada en vilo entre Techotl y Conan al subir las escaleras, y advirtió que los enemigos les seguían a muy poca distancia. Y los sonidos no eran todos de pies humanos.
Algo trepaba retorciéndose por los peldaños; algo que reptaba y chasqueaba, helando el aire a su alrededor. Conan dio una estocada con su sable y sintió que la hoja atravesaba una sustancia que bien podría haber sido carne y hueso. Algo le rozó el pie y se lo dejó helado; el cimmerio sintió un azote y un golpe estremecedor, y enseguida se oyó el grito de agonía de un hombre.
Un momento después, Conan terminaba de subir la escalera y pasaba por una puerta que se abría en la semipenumbra.
Valeria y Techotl ya se encontraban allí, y este último cerró la puerta y corrió un cerrojo en cuanto hubo pasado el cimmerio. Era el primer cerrojo que Conan veía desde que dejaran atrás la gran puerta de la muralla.
Inmediatamente echaron a correr a través de la sala a la que habían llegado, y al cruzar la puerta del lado opuesto, Conan miró hacia la anterior y vio que el cerrojo era golpeado por quienes venían detrás.
Aunque Techotl no aflojara el ritmo de su carrera, ya parecía más sereno. Tenía el aspecto del hombre que se encuentra en terreno conocido, cerca de gente amiga.
Pero Conan volvió a asustarlo terriblemente cuando le preguntó:
-¿Qué era eso que encontré en la escalera, Techotl?
-Los hombres de Xotalanc -repuso el aludido-. Ya te dije que terminaríamos por encontrarlos.
-Aquello no era un hombre; era algo que reptaba y resultaba frío como el hielo al tacto. Creo que le hice un tajo con la espada. Cayó hacia atrás, sobre los hombres que nos seguían, y con seguridad mató a uno de ellos en los espasmos de la agonía.
Techotl lo miró con los ojos desorbitados por el miedo, y aceleró la marcha.
-¡Era el Trepador! ¡Un monstruo que ellos trajeron de las catacumbas para que los ayudara! No sabemos exactamente lo que es, pero encontramos a algunos de nuestros hombres muertos de forma horrible. ¡En nombre de Set, daos prisa! Si encuentra nuestro rastro, nos seguirá hasta las mismas puertas de Tecuhltli.
-Lo dudo -dijo el cimmerio-. Creo que maté a esa cosa que estaba en la escalera.
-¡Deprisa, deprisa! -exclamaba Techotl.
Corrieron a través de una serie de habitaciones iluminadas por las gemas verdes y se detuvieron ante una gigantesca puerta de bronce.
Entonces Techotl dijo:
-¡Estamos en Tecuhltli!

 
"Convinced that his death was upon him, the Cimmerian acted according to his instinct."

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