domingo, 30 de agosto de 2015

RELATO: "Sombras a la luz de la luna", Robert E. Howard (CONAN)


Iron Shadows in the Moon por Mark Schultz



Sombras a la luz de la luna


Robert E. Howard



1

Un rápido galope entre los altos juncos, una pesada caída y un grito desesperado. El jinete del agonizante animal se puso en pie, tambaleándose. Era una esbelta muchacha ataviada con una túnica y sandalias. Sus oscuros cabellos le caían en cascada sobre los blancos hombros. Los ojos de la joven parecían los de un animal acorralado. No miró hacia la selva de juncos que rodeaba el pequeño claro, ni hacia las aguas azules que lamían la orilla a sus espaldas. Sus grandes ojos de intensa mirada estaban fijos en el jinete que avanzaba entre las cimbreantes plantas y que, al llegar hasta ella, bajó de su caballo.
Era un hombre alto y delgado, duro como el acero. Estaba cubierto por una fina cota de malla de la cabeza a los pies, que se adaptaba a su cuerpo como el guante a la mano. Sus ojos castaños, que asomaban bajo el casco semiesférico con incrustaciones de oro, miraron a la muchacha con expresión burlona.
-¡Atrás! -exclamó ella aterrada-. ¡No me toques, Shah Amurath, o me tiro al agua y me dejo morir!
El lanzó una carcajada, que era como el rumor de una espada de acero al salir de una vaina de seda.
-¡No, no te ahogarás, Olivia, hija de la confusión, porque las aguas no son profundas y yo te atraparé antes que te hundas! Me has proporcionado unos divertidos momentos de caza y hemos dejado atrás a mis hombres. Pero no hay ni un solo caballo al oeste del mar de Vilayet que pueda sacar ventaja a mi Irem durante mucho rato.
Y al decir esto, el hombre señaló con la cabeza al caballo de finas patas que estaba detrás de él.
-¡Déjame marchar! -suspiró la muchacha, con el rostro cubierto de lágrimas-. ¿No he sufrido ya bastante? ¿Hay acaso alguna humillación, dolor o infamia que no me hayas inferido? ¿Cuánto ha de durar mi tormento?
-Durará mientras encuentre placer en tus lamentos, en tus súplicas y en tus lágrimas -repuso él con una sonrisa que habría parecido amable a un extraño-. Eres muy atractiva, Olivia. Me pregunto si llegaré a cansarme alguna vez de ti, como me he cansado antes de otras mujeres. Eres vivaz y alegre, a pesar de todo. Cada día que paso a tu lado me proporciona nuevas delicias.
»Pero, vamos, regresemos a Akif -siguió diciendo él-, donde la gente aún festeja al vencedor de los miserables kozakos, en tanto que él, el triunfador, se dedica a perseguir a una pobre fugitiva, a una necia, adorable y estúpida muchacha que quiere escapar.
-¡No! -exclamó la joven, retrocediendo en dirección a las aguas que corrían entre los junquillos.
-¡Sí!
El ramalazo de cólera del hombre fue como la chispa que enciende el pedernal. Con increíble rapidez, la cogió por la muñeca y se la retorció cruelmente, hasta que ella cayo de rodillas, gritando.
-¡Ramera! -dijo él-. Debería llevarte a rastras hasta Akif atada a la cola de mi caballo, pero tendré compasión y te llevaré en mi silla. Por este favor deberás darme las gracias humildemente, y luego...
El hombre soltó a la muchacha y profirió un juramento al tiempo que saltaba hacia atrás y desenvainaba su espada. Una terrible aparición surgió de los juncos y lanzó una exclamación de odio.
Olivia, que miraba la escena desde el suelo, vio a un hombre que parecía un salvaje o un loco avanzando hacia Shah Amurath en actitud amenazadora. Era un individuo de constitución fuerte, cubierto únicamente por un taparrabo manchado de sangre y de barro seco. Su negra melena también tenía abundantes trazas de lodo y de sangre, y lo mismo ocurría con su pecho, brazos y piernas, así como con la espada que empuñaba en la mano derecha, tras la maraña de oscuros cabellos, sus ojos inyectados en sangre brillaban como dos llamas azules.
-¡Perro hirkanio! -dijo, la aparición, con acento bárbaro-. ¡Los demonios de la venganza te han traído hasta aquí!
-¡Un kozako! -exclamó Shah Amurath, retrocediendo-. No sabía que uno de esos perros hubiera escapado. ¡Pensé que estabais todos muertos en la estepa, a orillas del río Ilbars!
-¡Todos menos yo, maldito! -gritó el otro-. ¡Ah, cómo había soñado con este momento cuando me arrastraba entre las zarzas o estaba tendido bajo las rocas, mientras las hormigas roían mi carne, y me revolcaba en el cieno que me cubría hasta la boca! Lo soñé, pero nunca creí que se convertiría en realidad. ¡Cuánto he anhelado este momento!
Resultaba terrible contemplar el gozo sanguinario del desconocido. Sus mandíbulas chasqueaban espasmódicamente y la espuma cubría sus labios ennegrecidos.
-¡Atrás! -ordenó Shah Amurath, mirando fijamente al otro hombre.
-¡No, Shah Amurath, gran señor de Akif! -repuso el kozako con una voz que parecía el aullido de un lobo salvaje-. ¡ Ah, maldito seas, cómo me alegra verte, miserable..., a ti, que has convertido a mis camaradas en pasto de los buitres..., tú, que los hiciste descuartizar entre caballos salvajes..., que los dejaste ciegos y los mutilaste...! ¡Perro infame!
La voz del bárbaro se había convertido en un grito enloquecido cuando atacó.
A pesar del terror que le había provocado aquella salvaje aparición, Olivia temió que el desconocido cayera al primer choque de las espadas. Loco o salvaje, ¿qué podía hacer aquel hombre semidesnudo contra el amo de Akif, protegido por su cota de malla?

Las hojas de las espadas lanzaron destellos, aunque apenas parecían haberse rozado; luego, la cimitarra del kozako chocó con el sable de Shah Amurath y cayó con terrible fuerza sobre su hombro. Olivia no pudo contener una exclamación ante la violencia atroz de aquel golpe. Entre el crujido metálico de la malla hendida, la muchacha oyó claramente el ruido de huesos rotos. El hirkanio retrocedió, pálido como la muerte y con la cota de malla empapada de sangre. El sable se deslizó de sus dedos, incapaces de todo movimiento.
-¡Piedad! -exclamó jadeando.
-¿Piedad? -dijo el desconocido, con la cólera reflejada en su voz-. ¡Sí, la misma piedad que tuviste con nosotros, cerdo!
Olivia cerró los ojos. Aquello ya no era una pelea, sino una carnicería infernal y sangrienta, generada por la furia y el odio en que culminaban los sufrimientos de la batalla, la masacre y la tortura, y los padecimientos de la sed y el hambre. A pesar de que Olivia sabía que Shah Amurath no merecía ninguna piedad, cerró los ojos y se cubrió los oídos con las manos para no ver la chorreante espada que se hundía una y otra vez como el hacha de un carnicero, hasta que los gritos se convirtieron en un estertor, que finalmente se debilitó hasta cesar por completo.
Entonces abrió los ojos y vio al extranjero en el momento en que éste retiraba la espada del ensangrentado remedo de ser humano que había dejado en el suelo. El hombre jadeaba exhausto y lleno de ira. Tenía la frente perlada de sudor y la mano derecha empañada de sangre fresca.
El desconocido no dijo una sola palabra; ni siquiera miró a la muchacha. Ella lo vio avanzar entre los juncos de la orilla, y luego inclinarse y tirar de algo. Entonces apareció una barca que salía de su escondite entre los finos tallos cimbreantes. Olivia supuso que el hombre tenía intenciones de marcharse, por lo que se sintió impelida a actuar.
-¡No, espera! -exclamó con tono plañidero, corriendo hacia él-. ¡No me dejes aquí! ¡Llévame contigo!
El hombre se volvió y la miró fijamente, cambiando de actitud. Sus ojos, aunque inyectados en sangre, parecían los de una persona cuerda. Era como si la sangre que acababa de derramar le hubiera devuelto su condición de ser humano.
-¿Quién eres? -preguntó él.
-Me llamo Olivia. Era prisionera de ese hombre y huí de él. Me perseguía. Por eso llegamos hasta aquí. ¡Oh, te pido que no me abandones! Sus soldados no están lejos. Encontrarán su cadáver, me hallarán cerca y...
La joven se retorció las manos, llena de espanto, y el desconocido la miró desconcertado.
-¿Acaso prefieres venir conmigo? -le preguntó-. Soy un bárbaro y sé, por la forma en que me miras, que me temes.
-Sí, te temo -repuso ella, demasiado aturdida para poder disimular-. Mi carne se estremece por el horror que me produce tu aspecto, pero temo aún más a los hirkanios. ¡Por favor, déjame ir contigo! Me someterán a terribles torturas y vejaciones si me encuentran al lado de su amo muerto.
-Entonces, ven.
Él se hizo a un lado y ella subió rápidamente a la barca, evitando todo contacto con él. Luego, Olivia se sentó en la proa. El desconocido también subió y después empujó el bote con el remo; cuando hubo dejado atrás los juncos de las orillas, se puso a remar con golpes suaves y regulares que hacían mover rítmicamente todos los músculos de su cuerpo.
La muchacha se acurrucó en la proa mientras el hombre seguía impulsando los remos en completo silencio. Olivia lo observaba con tímida fascinación. Era evidente que no era hirkanio, y tampoco se parecía a las gentes de raza hiboria. Habla en él una fiereza de lobo que indicaba que se trataba de un bárbaro. Sus facciones, por debajo de las manchas de sangre de la batalla y del barro de las ciénagas, reflejaban un carácter indómito y salvaje, pero no denotaban a un ser malvado ni perverso.
-¿Y tú quién eres? -le preguntó ella-. Shah Amurath te llamó kozako. ¿Pertenecías a esa banda?
-Soy Conan de Cimmeria -dijo él con un gruñido-. Era uno de los kozakos; así nos llaman los perros hirkanios.
Olivia sabía vagamente que la tierra que él había mencionado se encontraba muy lejos, hacia el noroeste, más allá de las fronteras más remotas de los diversos reinos habitados por gentes de la raza de ella.
-Y yo soy una de las hijas del rey de Ofir -dijo la joven-. Mi padre me vendió a un jefe shemita porque no quise casarme con un príncipe de Koth.
El cimmerio lanzó un gruñido de sorpresa y los labios de Olivia se curvaron en una amarga sonrisa.
-Sí -agregó ella-. Los hombres civilizados también venden a sus hijos como esclavos a los salvajes, en ocasiones. Y os llaman bárbaros a vosotros, Conan de Cimmeria.
-Nosotros no vendemos a nuestros hijos -afirmó él con brusquedad.
-Bien, el caso es que me vendieron. El hombre del desierto que me compró no abusó de mí. Pero quería ganarse la buena voluntad de Shah Amurath y yo estaba entre los regalos que llevó a los purpúreos jardines de Akif. Luego...
La joven se estremeció y ocultó el rostro entre sus manos.
-Fui sometida a toda clase de ignominias -siguió diciendo la joven-. El solo hecho de recordarlo es como un latigazo. Viví en el palacio de Shah Amurath hasta que hace algunas semanas él partió con sus huestes para combatir a una banda de invasores que asolaba las fronteras de Turan. Ayer regresó triunfante y se organizó una gran fiesta en su honor. Mientras todos se divertían y se emborrachaban, aproveché la oportunidad para apoderarme de un caballo y huir de la ciudad. Creí que lo había conseguido, pero él me siguió y hacia el mediodía halló mi rastro. Dejé atrás a sus vasallos, pero no pude huir de él. Entonces llegaste tú.
-Estaba oculto entre los juncos -dijo el cimmerio-. Yo era uno de esos bribones que componían la banda de los Compañeros Libres, que incendiaban y saqueaban las fronteras. Éramos cinco mil, de una veintena de razas y tribus. La mayoría de nosotros habíamos servido como mercenarios a un príncipe rebelde del este de Koth, pero cuando éste hizo las paces con su condenado soberano, nos quedamos sin trabajo. Entonces comenzamos a saquear los confines de Koth, de Zamora y de Turan. Hace una semana, Shan Amurath nos tendió una emboscada con quince mil hombres. ¡Por Mitra! El cielo estaba cubierto de buitres negros. Cuando nuestras líneas se deshicieron, después de un día entero de lucha, algunos trataron de huir hacia el norte y otros al oeste. Dudo que se haya salvado alguno. Las estepas estaban cubiertas de jinetes que perseguían a los fugitivos. Yo me dirigí hacia el este y finalmente llegué a los pantanos que rodean esta parte del mar de Vilayet.
-Me he ocultado entre los juncos desde entonces. Hace sólo dos días que los jinetes dejaron de batir las marismas en busca de algún fugitivo. Me escondí y me enterré como una serpiente, alimentándome de ratas almizcleras que comía crudas, porque no podía hacer fuego. Por la mañana encontré esta barca oculta entre los juncos. No pensaba ir hacia el mar hasta la noche, pero después de haber matado a Shah Amurath. Me he enterado de que sus esbirros están cerca y por eso me marcho.
-¿Y ahora qué hacemos?
-No hay duda de que nos perseguirán. Aun cuando no lleguen a descubrir las huellas del bote, que traté de disimular lo mejor posible, seguramente sospecharán que nos dirigimos hacia el mar, sobre todo cuando no nos encuentren en las marismas. Pero ya estamos en marcha, y yo seguiré pegado a estos remos hasta que lleguemos a un escondite seguro.
-¿Dónde lo hallaremos? -preguntó ella con gesto desesperanzado-. Vilayet es un mar interior dominado por los hirkanios.
-Algunas gentes no piensan así -repuso Conan con una sonrisa algo siniestra. Especialmente los esclavos que han huido de las galeras y se han convertido en piratas.
-¿Cuáles son tus planes?
-Los hirkanios dominan las costas del suroeste a lo largo de cientos de leguas. Falta mucho todavía para llegar hasta sus fronteras en el norte. Pienso seguir en esa dirección hasta que los hayamos dejado atrás. Luego iremos hacia el oeste y trataremos de desembarcar en las orillas rodeadas de estepas deshabitadas.
-¿Y si nos encontramos con los piratas, o nos sorprende una tormenta? -preguntó Olivia-. Además, allí nos moriremos de hambre.
-Yo no te he pedido que vinieras conmigo -le recordó el cimmerio.
-Lo siento -repuso ella, e inclinó su hermosa cabeza morena-. Piratas, tempestades, hambre... Todo eso es menos cruel que la gente de Turan.
-Sí -dijo Conan con el rostro sombrío-. Y todavía no he saldado mi cuenta con ellos. Pero tranquilízate, muchacha. Las tormentas son raras en el mar de Vilayet en esta época del año. Si llegamos a las estepas, no nos moriremos de hambre. Yo me crié en tierras inhóspitas y peladas. Son estos malditos pantanos, con su hedor y sus mosquitos, los que me desconciertan. En la estepa me encuentro como en mi casa. En cuanto a los piratas...
Conan sonrió enigmáticamente y se inclinó con más energía sobre los remos.
El sol se había ocultado como una bola de cobre que cae en un mar de fuego. El azul del mar se fundía con el del cielo y después ambos se convertían en un suave terciopelo oscuro constelado de estrellas. Olivia se apoyó en la roda de la barca que se balanceaba suavemente, en un estado de semisueño casi irreal. Tenía la sensación de estar flotando en el aire, con estrellas por encima y por debajo de ella. Su silencioso compañero se recortaba vagamente contra la suave oscuridad. No había prisa ni pausa en el ritmo de los remos que él manejaba con tanta destreza. Quizá él era el barquero infernal que la transportaba al otro lado del oscuro lago de la Muerte. Pero la muchacha olvidó sus temores y se sumergió en un sueño apacible, acompañada por el movimiento monótono de los remos.

La luz del alba se reflejó en los ojos de Olivia cuando se despertó, con un hambre espantosa. Se había despertado debido a un cambio brusco en la dirección de la barca. Conan descansaba sobre los remos mirando por encima de ella. La muchacha se dio cuenta de que el cimmerio había estado remando toda la noche y se maravilló ante su resistencia de hierro. La joven se volvió para seguir la mirada de Conan y vio un muro verde de árboles y arbustos que circundaban con una amplia curva una pequeña ensenada, cuyas aguas estaban quietas como la superficie de un cristal azul.
-Ésta es una de las muchas islas que existen en este mar interior -dijo Conan-. Se supone que están deshabitadas, y he oído decir que los hirkanios raras veces las visitan. Además, ellos no suelen alejarse de la costa con sus galeras, y nosotros hemos estado navegando muchas horas. Antes de que oscurezca, habremos dejado de ver tierra.
Con unos pocos golpes de remo, Conan el cimmerio llevó el bote hasta la orilla, aseguró el cabo de proa a un árbol y saltó a tierra. Tendió la mano a Olivia, que hizo una mueca de dolor al verlas manchas de sangre que cubrían la piel del cimmerio y se estremeció al sentir la fuerza que emanaba de la mano del bárbaro.
Una quietud de ensueño reinaba en los bosques que circundaban la pequeña ensenada azul. Luego, entre los árboles, se oyó el trino matinal de un pájaro y se escuchó el susurro de las hojas movidas por la brisa. Olivia oyó un ruido, aunque no sabía bien lo que era. ¿Qué podía ocultarse en aquellos bosques de la costa?
Mientras ella observaba tímidamente las sombras que había entre los árboles, algo salió a la luz del sol con un aleteo rápido. Era un enorme papagayo, que se posó sobre la rama de un árbol y se quedó allí balanceándose, como una brillante figura de jade y carmesí. El ave volvió la cabeza de lado y miró a los intrusos con sus relucientes ojos de azabache.
-¡Por Crom! -musitó el cimmerio-. He aquí al abuelo de todos los papagayos. ¡Debe de tener mil años! Mira la perversa sabiduría que hay en sus ojos. ¿Qué misterios guardas, sabio demonio?
De repente, el pájaro extendió sus alas multicolores y gritó con voz ronca:
-¡Yagkoolan yok tha, xuthalla!
Luego lanzó un chillido que parecía una espantosa risa humana, remontó el vuelo y desapareció entre las sombras opalescentes de los árboles.
Olivia miró en dirección al lugar por el que había desaparecido el papagayo y sintió como si una extraña premonición le tocara la espina dorsal con una mano helada.
-¿Qué dijo? -preguntó en un susurro.
-Juraría que eran palabras humanas -repuso Conan-. Pero en una lengua que ignoro.
-Yo tampoco lo conozco -afirmó la muchacha-. Sin embargo, que haberlas aprendido de labios humanos. Humanos o...
Se quedó mirando hacia el bosque y se estremeció sin saber porqué.
-¡Crom, tengo un hambre espantosa! -exclamó el cimmerio-. Sería capaz de comerme un búfalo entero. Buscaremos frutos. Pero antes voy a lavarme este barro y esta sangre seca. No es nada agradable ocultarse en los pantanos.
Dejó la espada a un lado e, internándose en el agua transparente y azul, hizo sus abluciones. Cuando salió a la orilla, su piel bronceada brillaba bajo los rayos del sol y su negra melena ya no estaba desordenada. Sus ojos azules, aunque ardían con un fuego inextinguible, ya no estaban inyectados en sangre. Pero la felina ligereza de su andar y el aspecto peligroso de su semblante no se habían alterado.
Se volvió a colocar la espada e hizo una señal a Olivia para que lo siguiera. Abandonaron la orilla y se internaron en el bosque pasando bajo las arcadas que formaban las grandes ramas de los árboles. Pisaron una hierba menuda y verde que apagaba el ruido de sus pasos. Entre los troncos de los árboles pudieron divisar un paisaje sobrenatural y fantástico.
Finalmente, Conan lanzó un gruñido de satisfacción a la vista de unos frutos dorados y rojizos que colgaban en racimos de unos árboles. Indicó a la muchacha que tomara asiento en un tronco caído y fue llenando su falda de exóticos frutos, que se pusieron a comer con manifiesto placer.
-¡Por Ishtar! -exclamó Conan, entre bocado y bocado-. Desde el día de la batalla del río Ilbars he vivido de ratas y de raíces que extraía del maloliente barro. Esto, en cambio, es dulce al paladar, aunque no llena demasiado el estómago. Pero nos servirá de alimento si comemos lo suficiente.
Olivia estaba demasiado ocupada para responder. En cuanto amainó un poco su hambre, Conan comenzó a contemplar a su compañera con mayor interés. Observó los rizos de su negra cabellera, el tono sonrosado de su fina piel y los suaves contornos de su esbelto cuerpo, realzado por la túnica de seda que llevaba.
Saciado su apetito, la muchacha levantó la cabeza. Al encontrarse con aquellos ojos rasgados y ardientes, cambió el color y dejó escapar entre sus dedos el fruto que estaba comiendo.
Conan no hizo ningún comentario, pero indicó con un gesto que debían continuar su exploración. La muchacha se puso en pie y lo siguió por entre los árboles hasta llegar a un claro desde el que se veían unos densos matorrales. Al entrar en el claro, oyeron un ruido de hojas que provenía de los arbustos. Conan saltó a un lado y empujó a la muchacha con él, eludiendo así una cosa que cruzó por el aire y fue a estrellarse estrepitosamente contra el tronco de un árbol.
Conan sacó rápidamente su espada y se internó entre los matorrales. Luego siguió un profundo silencio, durante el cual Olivia se acurrucó en la hierba, desconcertada y horrorizada. Finalmente, el cimmerio regresó al claro con su gesto de extrañeza en el rostro.
-No vi nada en los matorrales -dijo-. Pero ahí hay algo...
Se acercó al árbol y analizó el objeto que casi los había golpeado. Entonces, profirió un gruñido con aire incrédulo, como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Se trataba de un enorme bloque de piedra verdosa que yacía al pie del árbol, cuya madera se había astillado con el impacto.
-Una extraña piedra, que no suele hallarse en una isla deshabitada -dijo el cimmerio.
Olivia abrió sus enormes y hermosos ojos con expresión de asombro cuando observó el trozo de mineral. Se trataba de un bloque de piedra de formas simétricas, sin duda tallado por manos humanas. Era extraordinariamente pesado. El cimmerio lo cogió con ambas manos, y luego, apoyando firmemente sus piernas en el suelo y con todos los músculos en tensión, lo levantó por encima de su cabeza y lo arrojó con fuerza. La piedra cayó a unos pasos de donde se encontraban. Conan profirió un juramento.
-No hay ser humano capaz de arrojar esa piedra de un lado a otro de este claro. Eso sólo es posible con una máquina de asedio. Sin embargo, aquí no hay catapultas ni armas similares.
-Quizá fue lanzada por una de esas máquinas desde lejos -sugirió Olivia.
Conan movió negativamente la cabeza.
-No cayó oblicuamente desde arriba, sino que fue arrojada desde aquellos matorrales en línea horizontal. ¿No ves esas ramas rotas? Alguien la lanzó como quien tira una piedrecilla. Pero ¿quién habrá sido? ¡Vamos!
La muchacha lo siguió con aire indeciso hasta los matorrales. Una vez traspuesto el anillo exterior de los arbustos, la vegetación era menos densa. Un absoluto silencio reinaba en aquel lugar. En el húmedo césped no había huellas. Sin embargo, la piedra provenía de aquellos misteriosos matorrales y había sido arrojada con una terrible puntería.
Conan se inclinó sobre el césped y vio que la hierba estaba aplastada en algunos lugares. Movió la cabeza con aire disgustado. Ni siquiera sus agudos ojos podían descubrir indicios que permitiesen adivinar quién había pasado por allí. Conan levantó los ojos hacia el verde techo de hojas que cubría sus cabezas y se quedó paralizado.
Luego, espada en mano, comenzó a retroceder, mientras sujetaba a Olivia por un brazo.
-¡Vámonos de aquí, rápido! -dijo con un susurro que le heló la sangre en las venas a la joven.
-¿Qué ocurre? ¿Qué has visto?
-Nada, nada -repuso él con tono evasivo, sin interrumpir su cauta retirada.
-Pero ¿qué había en esos matorrales?
-¡La muerte! -respondió Conan, con la vista aún clavada en la bóveda de color jade que no dejaba ver el cielo.
Una vez que hubieron salido de allí, el cimmerio cogió a la muchacha por una mano y la condujo rápidamente a través de un altozano en el que los árboles eran escasos, hasta que llegaron a una pequeña meseta, donde la hierba era alta y apenas se veían árboles. En el centro de la meseta se alzaba un edificio amplio y ruinoso, construido en piedra verde.
Ambos contemplaron la pétrea estructura llenos de asombro. No había leyendas que refiriesen la existencia de tal edificio en una de las islas del mar de Vilayet. La pareja se acercó con cautela, vieron que el musgo y los líquenes trepaban por las paredes de piedra y que en el techo había numerosos boquetes que dejaban ver el cielo. Por todas partes se veían escombros, algunos ocultos a medias entre las altas hierbas. Daba la impresión de que en tiempos remotos se hubiera alzado allí una ciudad entera. Pero ahora sólo quedaba en pie la gran sala, cuyas paredes se mantenían en precario equilibrio entre las enredaderas.
Las puertas que pudo haber en aquellos vanos hacía tiempo que habían desaparecido. Conan y la joven se detuvieron en la amplia entrada y miraron el interior. Los rayos del sol entraban a raudales a través de los agujeros de las paredes y del techo, creando un vivo contraste de luces y sombras. Conan aferró con fuerza su espada y entró en el edificio con la cabeza hundida entre los hombros y el cauto andar de una pantera. Olivia lo siguió sigilosamente.
Una vez dentro, el cimmerio profirió un gruñido de sorpresa y Olivia ahogó un grito:
-¡Oh, mira, mira!
-Sí, ya veo -repuso él-, pero no hay nada que temer. No son más que estatuas.
-Sin embargo, parecen vivas. ¡Y qué expresión maligna tienen! -dijo ella en susurros, acercándose más a Conan.
Se encontraban en una enorme sala, cuyo suelo hecho de piedra pulida estaba cubierto de polvo y de escombros caídos desde el techo. Las enredaderas que crecían entre las piedras tapaban los numerosos boquetes. El techo, muy alto, plano y sin bóvedas, estaba sostenido por enormes columnas dispuestas en fila a lo largo de las paredes. Entre columna y columna había unas figuras de aspecto extraño.
Eran estatuas aparentemente hechas de hierro, negras y brillantes, como si alguien las estuviera puliendo continuamente. Eran de tamaño humano y representaban a hombres altos, gráciles y fornidos, con una expresión cruel en un rostro de halcón. Estaban desnudos, y todos los detalles de los músculos, articulaciones y tendones habían sido representados con increíble realismo. Pero la característica más real de las estatuas era su semblante altivo y despiadado. Era evidente que aquellas facciones no estaban hechas con el mismo molde. Cada rostro poseía una característica individual, aunque se adivinaba un parentesco racial entre todos ellos. En esas caras no había la monótona uniformidad del arte decorativo.
-Parecen estar escuchando... ¡y esperando! -murmuró Olivia con inquietud.
Conan golpeó con la empuñadura de su espada una de las estatuas.
-Es de hierro -afirmó-. Pero ¡por Crom!, ¿en qué moldes habrán sido hechas?
El cimmerio movió la cabeza y luego se encogió de hombros, evidentemente desconcertado.
Olivia echó una tímida mirada al silencioso recinto. Sus ojos recorrieron las piedras cubiertas de hiedra, las altas columnas con enredaderas y las oscuras estatuas que tenía ante sí. Sintió deseos de irse de allí cuanto antes, pero las estatuas ejercían una extraña fascinación sobre su compañero. Este las examinó detenidamente y luego trató de levantar una y de arrancarle un brazo o una pierna. Pero el material era más fuerte y resistente que él. No pudo desfigurar ni mover de su sitio ni una sola estatua. Finalmente desistió, lanzando un juramento.
-¿A quiénes habrán querido reproducir? -preguntó Conan en voz alta-. Estas figuras son negras, y sin embargo no representan a gentes de raza negra. Jamás he visto hombres como ésos.
-Salgamos a la luz del día -rogó Olivia, mirando con recelo las pensativas figuras que había entre las columnas.
Pasaron del sombrío salón al claro resplandor del sol. La muchacha se sorprendió al ver la posición del astro rey en el cielo. Habían pasado dentro de las ruinas bastante más tiempo del que ella hubiera imaginado.
-Será mejor que regresemos a la barca -sugirió ella-. Tengo miedo. Es un lugar extraño; parece endemoniado. Tengo la sensación de que nos pueden atacar en cualquier momento.
-Yo, en cambio, creo que nos encontraremos más seguros mientras no estemos bajo los árboles -repuso Conan-. Ven.
La meseta, cuyos bordes descendían hasta las playas cubiertas de vegetación, continuaba ascendiendo hacia el norte hasta llegar a un grupo de acantilados rocosos que constituían el punto más alto de la isla. Conan emprendió la marcha hacia allí seguido de cerca por la muchacha. De cuando en cuando la miraba con una expresión inescrutable en el rostro, y ella sentía su mirada.
Alcanzaron la extremidad septentrional de la meseta, desde donde contemplaron la escarpada pendiente. Los árboles crecían densamente por el borde de la colina, hacia el este y el oeste de los acantilados. Conan la miró con recelo, pero comenzó a subir, ayudando a su compañera. La cuesta no era uniforme, sino que estaba interrumpida por peñascos y cornisas rocosas. El cimmerio, nacido en un país montañoso, podía haber subido corriendo como un felino, pero a Olivia le resultaba difícil avanzar. Una y otra vez, la muchacha se sintió levantada del suelo cuando había un obstáculo que le dificultaba el paso, y su admiración fue en aumento al notar la enorme fortaleza física del hombre que iba a su lado. Ya no encontraba repulsivo el contacto del cimmerio, sino que se sentía protegida por aquellas manos de hierro.
Finalmente llegaron a la cima, donde el viento marino agitó sus cabellos. Desde donde estaban, veían toda la isla como un enorme espejo ovalado rodeado por un anillo de lujuriante verdor, exceptuando la parte donde la pendiente caía más a pico. Ante su vista se extendían las aguas azules y plácidas, que se desvanecían a lo lejos entre brumas.
-El mar está tranquilo -dijo Olivia suspirando-. ¿Por qué no continuamos el viaje en barca?
Conan, erguido como una estatua de bronce sobre la cúspide, señaló hacia el norte. La joven aguzó la vista y vio una mancha blanca que parecía estar suspendida en medio de la densa bruma que se veía a lo lejos.
-¿Qué es eso?
-Una vela.
-¿Serán hirkanios?
-Es difícil saberlo, a tanta distancia.
-¡Van a anclar aquí! ¡Nos buscarán por toda la isla! -exclamó ella, presa del pánico.
-Lo dudo. Vienen del norte, de modo que no pueden estar buscándonos. Quizá se detengan aquí por alguna otra razón, en cuyo caso tendremos que escondernos lo mejor que podamos. Creo que se trata de piratas, o bien de una galera hirkania que regresa de alguna incursión por las costas del norte. En este último caso, no creo que se detenga aquí. Pero no podremos volver al mar hasta que hayan desaparecido de nuestra vista, pues ellos vienen por donde nosotros debemos marcharnos. Seguramente pasarán la noche en la isla, y al amanecer podremos seguir viaje.
-¿Entonces, tendremos que pasar la noche aquí? -preguntó ella con un estremecimiento.
-Es lo más conveniente.
-En ese caso, durmamos aquí, entre las rocas -suplicó la muchacha.
Conan movió negativamente la cabeza mientras observaba los árboles cercanos, que constituían una masa verde con prolongaciones a ambos lados de los riscos.
-Hay demasiados árboles. Dormiremos en las ruinas.
Olivia lanzó un grito de protesta.
-Nadie te hará daño allí -dijo el cimmerio procurando calmarla-. Sea quien fuere el que arrojó la piedra, no nos siguió fuera del bosque. Y nada indicaba que hubiera alguien oculto entre las ruinas. Además, tu piel es delicada y estás acostumbrada a ropas abrigadas y a manjares exquisitos. Yo puedo dormir desnudo sobre la nieve sin sentir demasiada incomodidad, pero si pasaras la noche a la intemperie, estoy seguro de que hasta el rocío te produciría calambres.
Olivia asintió en silencio, y ambos emprendieron el descenso. Después de cruzar la meseta se acercaron una vez más a las sombrías ruinas, a las que el tiempo había dado un aire de misterio.
El sol se hundía bajo la meseta. En los árboles cercanos a la pendiente encontraron frutos, que les sirvieron de cena.
La noche caía rápidamente en aquellas latitudes del sur, tachonando el oscuro cielo azul con grandes estrellas blancas. Conan entró en las sombrías ruinas llevando detrás a Olivia, que lo seguía de mala gana. La muchacha se estremeció al ver aquellas altivas figuras negras que había entre las columnas. En la oscuridad, apenas atenuada por el suave fulgor de las estrellas, la joven casi no podía ver los contornos de las estatuas. Percibía tan sólo su actitud de espera, una espera que parecía haberse prolongado a lo largo de muchísimos siglos.
Conan trajo unos montones de ramas tiernas, llenas de hojas, e improvisó una especie de lecho para Olivia, que se tendió encima de él con la extraña sensación de estar durmiendo en la guarida de una serpiente.
El cimmerio no compartía los temores de la muchacha. Se sentó a su lado, con la espalda apoyada en una columna y el sable encima de sus rodillas. Sus ojos brillaban como los de una pantera en la oscuridad.
-Duerme tranquila -dijo él-. Mi sueño es ligero como el de un lobo. Nadie puede entrar en este recinto sin que yo me despierte.
Olivia no contestó. Desde su lecho de hojas observó las figuras inmóviles, que se veían con menos nitidez en la oscuridad. ¡Qué extraño le parecía estar en compañía de un bárbaro y ser cuidada y protegida por un hombre de una raza con la que de pequeña la habían asustado tantas veces! Su acompañante procedía de una raza tosca, sangrienta y feroz. Su calidad de salvaje se evidenciaba en todos sus actos y ardía en sus ojos fogosos. Y sin embargo, él no le había hecho el menor daño, en tanto que su peor opresor había sido un hombre que pertenecía al mundo llamado civilizado. Mientras una deliciosa languidez invadía sus miembros, Olivia se sumergió en un suave sueño y su último pensamiento fue el recuerdo del firme contacto de los dedos de Conan en su carne.


2

Olivia soñó, y en sus sueños aparecía constante y obsesivamente un ser maligno, parecido a una serpiente negra, que se deslizaba por unos jardines floridos. Sus sueños eran fragmentarios y llenos de color, como exóticas piezas de un diseño inconexo y desconocido, hasta que cristalizaron en una escena de horror y locura contra un fondo de piedras y columnas ciclópeas.
La muchacha vio en sueños un gran salón cuyo techo, muy alto, estaba sostenido por columnas de piedra adosadas en filas regulares a las recias paredes. Entre dichos pilares revoloteaban papagayos de plumaje verde y escarlata. La sala estaba atestada de guerreros de piel negra y rostro de halcón. Pero no eran hombres de raza negra. Tanto ellos como sus ropas y sus armas le resultaban absolutamente desconocidos.
Se agrupaban en torno a alguien que estaba atado a una de las columnas. Se trataba de un muchacho esbelto, de piel blanca y rizos dorados. La belleza del joven no era en absoluto humana... era como el sueño de un dios cincelado en mármol vivo.
Los guerreros negros se reían y se burlaban de él en una lengua extraña. La figura esbelta y desnuda se retorcía bajo aquellas crueles manos, mientras la sangre resbalaba por sus piernas de marfil y salpicaba el pulido suelo. Los ecos de los gritos de la víctima se oían por toda la sala.
Entonces, el joven levantó la cabeza hacia el cielorraso y pronunció un nombre con una voz estremecedora. Una daga que empuñaba una mano de ébano interrumpió su grito y la dorada cabeza cayó sobre el pecho de marfil.
Como respuesta al desesperado lamento, se oyó el retumbar de una especie de carruaje celeste, y delante de los asesinos apareció una figura que daba la impresión de haberse materializado a partir del aire. La forma era humana, pero ningún mortal había gozado jamás de belleza tan sobrehumana. Existía un inconfundible parecido entre él y el joven muerto, pero los rasgos de humanidad que suavizaban las facciones divinas del joven no existían en las del desconocido, que resultaban sobrecogedoras en su inexpresiva belleza.
Los negros retrocedieron ante la aparición con ojos que eran como surcos de fuego. El desconocido levantó la mano y habló, y las ondas de su voz resonaron a través de las silenciosas salas con tonos profundos y cadenciosos. Como si estuvieran en trance, los guerreros negros siguieron retrocediendo hasta quedar alineados a lo largo de las paredes en filas regulares. Entonces, de los labios cincelados del desconocido surgió una terrible invocación, que era una orden:
-¡Yagkoolan yok tha, xuthalla!
Al escuchar aquel grito terrible, las negras figuras se quedaron rígidas, como paralizadas. Sus miembros adquirieron una extraña apariencia pétrea. El desconocido tocó el cuerpo inerte del joven y las cadenas que lo sujetaban cayeron a sus pies. Levantó el cuerpo en sus brazos y comenzó a alejarse, mientras su serena mirada recorría las silenciosas filas de figuras de ébano. Señaló con la cabeza hacia la luna, que brillaba a través de algunos boquetes del techo. Aquellas estatuas tensas y expectantes, que habían sido hombres, comprendieron...

Olivia se despertó sobre su colchón de hojas con un estremecimiento; un sudor frío le cubría la piel. Su corazón latía tan aceleradamente que casi se podía oír en el silencio reinante. Miró en derredor, y vio que Conan seguía durmiendo con la espalda apoyada en la columna y la cabeza inclinada sobre su voluminoso pecho. El brillo plateado de la luna atravesaba los agujeros del techo y trazaba enormes franjas blancas en el suelo polvoriento. Podía ver borrosamente las negras siluetas, que parecían seguir esperando. Al tiempo que luchaba contra su creciente nerviosismo, rayano en el espanto, Olivia vio que los rayos de la luna iluminaban tenuemente las columnas y las figuras que había entre una y otra.
¿Qué era aquello? La joven observó un estremecimiento en las estatuas sobre las que se reflejaba la luna. Un horror paralizante había hecho presa de ella, pues donde debía reinar la quietud de la muerte había movimiento: lentas flexiones y torsiones de miembros de ébano. Entonces, al quedar roto el hechizo que la mantenía muda e inmóvil, Olivia lanzó un grito desgarrador. Conan saltó casi al instante y se puso en pie, con la espada preparada y los dientes brillantes en la semioscuridad.
-¡Las estatuas! ¡Las estatuas! -exclamó la joven-. ¡Oh, dioses, las estatuas están cobrando vida!
A continuación, la muchacha saltó a través de un amplio boquete que había en la pared y echó a correr frenéticamente, sin dejar de gritar. Finalmente, unos brazos la rodearon y ella luchó desesperadamente contra aquello que la retenía, hasta que una voz familiar atravesó la cortina de horror y vio a Conan cuyo rostro era una máscara perpleja a la luz de la luna.
-En nombre de Crom, muchacha, ¿qué ocurre? ¿Tuviste una pesadilla? -le preguntó él, y su voz resonó extraña y lejana.
Sin dejar de sollozar, Olivia rodeó con sus brazos el cuello del cimmerio y se aferró a él, temblando convulsivamente.
-¿Dónde están? ¿Nos han seguido?
-Nadie nos sigue -repuso Conan.
La joven se incorporó, todavía aferrada a él, y miró temerosa a su alrededor. Su huida desesperada la había llevado hasta el borde sur de la meseta. Justo debajo de ella se hallaba la pendiente cuya parte inferior quedaba oculta por las espesas sombras de los bosques. Detrás de ellos se alzaban las ruinas iluminadas por la luna.
-¿No viste esas estatuas? -le preguntó a Conan-. ¿No viste cómo se movían, cómo levantaban las manos, cómo miraban sus ojos desde las sombras?
-No, no vi nada -respondió el bárbaro con cierta inquietud-. He dormido más profundamente de lo normal, porque hace tiempo que no dormía. Sin embargo, no creo que pudiera entrar nadie en esta sala sin que yo lo oyera y me despertara.
-No entró nadie -dijo Olivia, y tuvo un acceso de risa histérica-. Era algo que ya estaba allí dentro. ¡Oh, Mitra, y pensar que nos acostamos a dormir entre ellos, como corderos junto a una manada de lobos!
-¿De qué estás hablando? -preguntó él-. Me levanté cuando te oí gritar, pero antes que tuviera tiempo de mirar a mi alrededor, te vi desaparecer por el agujero de la pared. Te seguí por temor a que te ocurriera algo, seguro de que habías tenido una pesadilla.
-¡Sí! -exclamó Olivia, sin poder reprimir un escalofrío-. Escucha...
A continuación, la joven le contó todo lo que había soñado y había creído ver. Conan escuchó con atención. El bárbaro no compartía el escepticismo de los hombre civilizados. La mitología de su pueblo estaba llena de espíritus, fantasmas y nigromantes. Cuando ella hubo concluido, Conan se sentó en silencio a su lado y acarició con aire distraído su espada.
-Dime, ¿el joven torturado era semejante al hombre que apareció al final? -preguntó Conan al cabo de un rato.
-Como un padre y un hijo -respondió ella-. Si la mente fuera capaz de concebir al hijo de la unión de un ser divino con un humano, su aspecto sería como el de aquel joven. Los dioses de la antigüedad copulaban a veces con mujeres mortales, según cuentan las leyendas.
-¿Qué dioses? -preguntó el cimmerio.
-Dioses olvidados. ¿Quién sabe? Han desaparecido en las quietas aguas de los lagos, en el centro de las montañas, en los abismos siderales que hay más allá de las estrellas. Los dioses no son más perdurables que los hombres.
-Pero si esas estatuas eran hombres convertidos en imágenes de hierro por algún dios o demonio, ¿cómo pueden estar vivos?
-Hay magia en la luna -dijo ella, estremeciéndose-. En sueños vi que el hombre señalaba hacia la luna. Mientras ésta los ilumine, estarán vivos. Eso creo.
-Pero ya ves que no nos persiguen -murmuró Conan, lanzando una mirada hacia las sombrías ruinas-. Tal vez soñaste que se habían movido. Creo que voy a volver para comprobarlo.
-¡No, no! -exclamó Olivia, aferrándose a él con desesperación-. Quizá algún hechizo los retiene en aquella sala. ¡No vuelvas! ¡Te torturarán despiadadamente! ¡Oh, Conan, vamos a la barca y huyamos de esta isla maldita! ¡Seguramente, el barco hirkanio ya se habrá marchado! ¡Vámonos!
Su súplica era tan desesperada, que Conan estaba impresionado. Su curiosidad en relación con las estatuas se veía frenada por su espíritu supersticioso. No temía a enemigos de carne y hueso, por poderosos que fueran, pero cualquier alusión a lo sobrenatural despertaba en él el monstruoso terror atávico de los bárbaros.
Finalmente, Conan tomó a la muchacha de la mano y ambos descendieron colina abajo y se internaron entre los frondosos bosques, donde las hojas susurraban y desconocidas aves nocturnas murmuraban somnolientas. Debajo de los árboles se arracimaban las sombras, y Conan avanzó procurando eludir las manchas más oscuras. Sus ojos escrutaban todos los rincones, incluyendo las ramas que había encima de sus cabezas. Avanzaba rápida pero  cautelosamente, y su brazo ceñía con tal fuerza la cintura de la muchacha que ésta se sentía transportada más que guiada. Ninguno de los dos habló. El único sonido que se oía era el rápido y nervioso jadeo de Olivia, así como el roce de sus pequeños pies sobre la hierba. Así llegaron hasta la orilla del mar, que brillaba como plata fundida a la luz de la luna.
-Deberíamos haber traído algunos frutos con nosotros -musitó Conan-. Pero seguramente hallaremos otras islas. Aún faltan algunas horas para que amanezca y...
La voz murió en sus labios. La soga de la barca todavía estaba atada a la rama, pero en el otro extremo sólo había restos de maderos destrozados y sumergidos a medias en el agua.
Olivia profirió un grito ahogado. El cimmerio se volvió con rapidez y quedó frente a las densas sombras, agazapado como una amenaza. En el bosque reinaba una quietud total. Las aves nocturnas habían dejado de cantar y ni siquiera la brisa agitaba las ramas. Sin embargo, desde algún lugar se oyó un roce de hojas.
Rápido como un felino, Conan tomó a Olivia en brazos y echó a correr. Avanzó como un fantasma entre las sombras, mientras a sus espaldas se seguía oyendo el extraño rumor de hojas, que se iba acercando implacablemente. De repente la luna iluminó sus rostros, mientras Conan remontaba la pendiente con gran rapidez.
Una vez en la parte superior del promontorio, el cimmerio depositó a Olivia en el suelo y se volvió a mirar el abismo de sombras que habían dejado atrás. Las ramas se seguían moviendo a causa de la brisa que se había levantando súbitamente. Eso era todo. Conan sacudió la cabeza y lanzó un gruñido furioso. Olivia se acercó a él como una niña asustada y lo miró con ojos que parecían un oscuro pozo de horror.
-¿Qué vamos a hacer, Conan? -susurró. El bárbaro observó las ruinas y echó otra mirada a los bosques que había más abajo.
-Iremos a los acantilados -declaró, al tiempo que volvía a tomarla en brazos-. Mañana construiré una balsa y volveremos a confiar nuestra suerte al mar.
-¿No habrán sido...ellos quienes destruyeron nuestra barca? -preguntó Olivia con un tono que era casi una afirmación.
Conan movió negativamente la cabeza, con aire taciturno.
Cada paso que daban por la meseta iluminada por la luna en dirección a las ruinas era un nuevo motivo de terror para Olivia. Pero no salió ninguna sombra de las ruinas, y finalmente llegaron al pie de los riscos que se alzaban majestuosos por encima de ellos. Allí, Conan se detuvo como si dudase, y luego eligió un lugar resguardado, debajo de un peñasco y lejos de los árboles.
-Acuéstate y duerme si puedes, Olivia -dijo él-. Yo vigilaré. Pero Olivia no logró conciliar el sueño y se quedó mirando en dirección al bosque y a las ruinas distantes hasta que palidecieron las estrellas, clareó el oriente y el alba de color rosa y oro derramó su fuego sobre las hierbas del bosque.
La muchacha se puso rápidamente en pie y recordó todos los acontecimientos de la víspera. A la luz del día sus terrores nocturnos le parecieron invenciones de una imaginación sobreexcitada. Conan se acercó a ella y le dijo algo que la electrizó.
-Poco antes del alba oí un ruido de aparejos y un chasquido de remos. Un barco ha fondeado en la caleta, no lejos de aquí. Probablemente sea el que vimos ayer. Iremos a los acantilados para ver lo que ocurre.
Subieron por los riscos y, tendidos boca abajo entre las rocas, vieron un mástil que sobresalía por encima de los árboles.
-Es una nave hirkania, por el aspecto de su aparejo -murmuró el cimmerio-. Me pregunto si la tripulación...
Llegó hasta ellos un rumor de voces lejanas, y por el extremo sur del acantilado vieron aparecer una abigarrada horda que, tras avanzar algunos pasos, se detuvo al borde de la colina para entrar en conciliábulo. Agitaban los brazos, esgrimían sus espadas y discutían en voz alta. Finalmente, todo el grupo se encaminó hacia las ruinas cruzando la meseta oblicuamente, de modo que debían pasar por el pie del acantilado.
-¡Piratas! -murmuró Conan, y una maliciosa sonrisa afloró a sus labios-. Parece que han capturado una galera hirkania. Ven, escóndete entre esas rocas y no salgas de ahí hasta que yo te diga.
Una vez que la muchacha quedó bien oculta entre los peñascos que había en la cima del acantilado, el cimmerio agregó:
-Voy a enfrentarme con esos perros. Si mi plan sale bien, todo se arreglará y nos iremos con ellos. De lo contrario... será mejor que sigas oculta entre las rocas hasta que se hayan marchado, pues no hay demonios más crueles en toda la isla que esos lobos de mar. Y desprendiéndose de los brazos de la muchacha, que procuraba en vano retenerlo, el cimmerio descendió rápidamente por el acantilado.
Olivia miró espantada desde su escondrijo y vio que la banda se acercaba al pie del promontorio. Conan saltó entre las rocas y se enfrentó con los piratas, espada en mano. Estos retrocedieron profiriendo gritos de amenaza y sorpresa. Luego se mantuvieron a una prudente distancia y observaron a aquel personaje que había aparecido tan de improviso entre las rocas.
Eran unos setenta hombres, una horda salvaje compuesta por individuos de todas las nacionalidades: kothios, zamorios, brithunios, corinthios y shemitas. Sus rostros reflejaban su condición de salvajes. Muchos de ellos tenían cicatrices de espadas, de látigos o de hierros candentes. Había también orejas cortadas, narices cercenadas, cuencas sin ojos y muñones en brazos y piernas; eran las huellas de múltiples batallas. La mayor parte de ellos estaban semidesnudos, pero lo poco que llevaban puesto era de excelente calidad: Jubones con bordados de oro, cintos de raso y pantalones de seda. Todo estaba rasgado y sucio de sangre y de lodo, y en algunos casos las prendas cubrían una coraza plateada finamente trabajada. Las gemas relucían en sus orejas y narices, así como en las empuñaduras de sus dagas.
La recia y bronceada figura del cimmerio contrastaba con esa extraña turba.
-¿Quién eres? -rugieron algunos integrantes de la horda.
-¡Soy Conan el cimmerio! -dijo el bárbaro, con una voz profunda y desafiante como la de un león-. Soy uno de los Compañeros Libres y quiero unirme a la Hermandad Escarlata. ¿Quién es vuestro jefe?
-¡Yo, por Ishtar! -bramó una voz de toro.
La voz era tan imponente como la figura que se adelantó tambaleante. Se trataba de un gigante desnudo hasta la cintura, cuyo enorme vientre ceñía un amplio cinto que sujetaba unos holgados pantalones de seda. Tenía la cabeza afeitada, con excepción de un mechón, y los bigotes le caían a ambos lados de la boca. Calzaba babuchas shemitas de color verde con la punta retorcida hacia arriba y empuñaba una larga espada de hoja recta.
Conan lo miró y sus ojos centellearon.
-¡Sergius de Khrosha! -exclamó.
-¡Sí, por Ishtar! -repuso el gigante, con una intensa expresión de odio en sus negros ojos-. ¿Creíste que me había olvidado? ¡No! ¡Sergius jamás olvida a un enemigo! ¡Voy a colgarte de los pies y a desollarte vivo! ¡A él, muchachos!
-Sí, puedes enviar a tus perros contra mí, gordinflón -dijo Conan con desprecio-. Siempre has sido un cobarde, cerdo kothio.
-¿Cobarde yo? -bramó el aludido, y su ancho rostro enrojeció de ira-. ¡En guardia, perro del norte! ¡Voy a atravesarte el corazón!
Un segundo después, los piratas formaban un círculo en torno a ambos contrincantes. Sus ojos brillaban y el aliento resollaba entre sus dientes, ante la excitación que les causaba la posibilidad de ver un espectáculo sangriento. Olivia observaba desde lo alto de los riscos, y se clavó con fuerza las uñas en las palmas de las manos a causa de la dolorosa emoción.
Los dos enemigos iniciaron la lucha sin más formalidades. Sergius avanzó con la rapidez de un gigantesco felino, a pesar de su voluminoso cuerpo. Sin dejar de lanzar maldiciones, paraba golpes y atacaba. Conan luchaba en silencio, y sus ojos eran estrechas rendijas de fuego azul.
El kothio dejó de proferir juramentos para ahorrar el aliento. Los únicos sonidos que se percibían eran el rápido roce de los pies sobre la hierba, el jadeo del pirata y los ecos del acero. Las espadas centelleaban con una luz acerada bajo el sol de la mañana, trazando círculos y líneas quebradas en el aire. Parecían repelerse mutuamente, para volver a encontrarse con redoblada violencia. Sergius retrocedía. Tan sólo su enorme destreza lo había salvado de caer en los primeros momentos ante la cegadora rapidez del cimmerio. De repente, se oyó un choque metálico más fuerte, luego un juramento ahogado. De la horda de piratas surgió un grito feroz que cortó el aire al hundir Conan su espada en el voluminoso cuerpo del capitán. Se entrevió la punta metálica como una blanca llama entre los hombres de Sergius. El cimmerio retiró el acero en el momento en que el pesado cuerpo caía de bruces al suelo, en medio de un charco de sangre, mientras sus anchas manos se retorcían unos instantes.
Conan se volvió rápidamente hacia los atónitos piratas y dijo con un rugido:
-¡Bueno, perros! ¡Ya he enviado a vuestro jefe al infierno! ¿Qué dice la ley de la Hermandad Escarlata?
Antes que nadie pudiera responderle, un brithunio con cara de ratón que se hallaba detrás de sus compañeros hizo girar rápidamente una honda y arrojó una piedra, que avanzó como un dardo hasta su blanco. Conan se tambaleó y cayó abatido como un enorme árbol bajo el hacha del leñador. Arriba, en la cima del acantilado, Olivia tuvo que sujetarse a una piedra para no caer. La escena giró vertiginosamente ante sus ojos. Lo único que pudo ver fue que el cimmerio yacía tendido sobre la hierba, mientras la sangre manaba de su cabeza.
El individuo con cara de ratón profirió un grito triunfal y corrió a apuñalar al caído, pero un enjuto corinthio lo detuvo y lo empujó hacia atrás.
-¿Qué, vas a romper la ley de la Hermandad, Aratus?
-No quebranto ninguna ley -dijo el brithunio con un gruñido.
-¿Que no, perro? ¡Este hombre que acabas de abatir es por justo derecho nuestro capitán!
-¡No, de ninguna manera! -exclamó Aratus-. No pertenecía a nuestra banda, sino que era un intruso. No había sido admitido en la Hermandad. El hecho de haber matado a Sergius no lo convierte en nuestro capitán, como habría ocurrido, en cambio, si lo hubiera matado cualquiera de nosotros.
-Pero él quería unirse a nuestra banda -repuso el corinthio-. Todos lo oímos.
Entonces se oyó el clamor de una fuerte discusión; algunos se mostraron partidarios de Aratus y otros del corinthio, al que llamaban Ivanos. Se profirieron juramentos y amenazas, y las manos aferraron las empuñaduras de las espadas. Finalmente, un shemita dijo en voz alta:
-¿Por qué discutir, si ese hombre está muerto?
-No, no está muerto -repuso el corinthio, tras examinar rápidamente a Conan-. Sólo está aturdido por el golpe.
Con ello se reanudaron las discusiones y Aratus trató de rematar al herido, lo que impidió Ivanos con actitud amenazadora y la espada desenvainada. Olivia tuvo la sensación de que el corinthio apoyaba a Conan no tanto por defenderlo, sino por oponerse a Aratus. Seguramente, ambos hombres habían sido lugartenientes de Sergius y no se profesaban ninguna simpatía. Tras muchas discusiones, decidieron atar a Conan y llevárselo con ellos, para decidir más tarde sobre su suerte.
El cimmerio, que comenzaba a recuperar el sentido, fue atado con unas gruesas sogas de cuero y, entre quejas y maldiciones, cuatro fornidos piratas lo levantaron y se lo llevaron consigo a través de la meseta. El cuerpo de Sergius quedó tendido en el suelo, en el mismo lugar en el que había caído.
En lo alto del acantilado, Olivia estaba aturdida y desconsolada por su desastrosa situación. Sin saber qué hacer, optó por permanecer oculta, mientras contemplaba con ojos aterrados como la horda brutal se llevaba a su protector.
La muchacha no supo cuánto tiempo estuvo allí hasta que vio, al otro lado de la meseta, que los piratas llegaban hasta las ruinas y entraban en el edificio arrastrando a su prisionero. Luego advirtió que los integrantes de la banda entraban y salían por puertas y orificios, se encaramaban por las paredes semiderruidas y se apoyaban en los escombros. Al cabo de un rato, una veintena de ellos regresaron por la meseta, recogieron el cadáver de Sergius y se lo llevaron, posiblemente para arrojarlo al mar. Cerca de las ruinas, los demás piratas se dedicaban a cortar árboles y partían leña como para hacer fuego. Olivia oyó sus voces y sus gritos, ininteligibles a causa de la distancia. Finalmente volvieron los que habían recogido el cadáver de Sergius, cargados con barricas de bebida y sacos de comida. Avanzaron hacia las ruinas profiriendo maldiciones a causa del peso que llevaban.
Olivia observaba todo esto de un modo casi maquinal, pues su abrumado cerebro estaba a punto de estallar a causa de la intensidad de las emociones sufridas. Ahora que estaba sola frente a tantos peligros, se daba cuenta de lo mucho que había significado para ella la protección del cimmerio. Así eran las bromas del destino, capaz de hacer que la hija de un rey dependiese por completo de un bárbaro con las manos cubiertas de sangre. La joven sintió repugnancia hacia los de su clase. Tanto su padre como Shah Amurath eran hombres a los que se consideraba civilizados, pero con ellos sólo había experimentado sufrimientos. Jamás había conocido a un hombre civilizado que la tratase con delicadeza, a menos que tuviera una razón oculta y egoísta para hacerlo. Conan, en cambio, la había ayudado y protegido sin pedirle nada a cambio, por el momento. La muchacha apoyó la cabeza en sus brazos y se puso a llorar amargamente, hasta que unos gritos distantes le recordaron la peligrosa situación en la que se encontraba.
Lanzó una mirada hacia las oscuras ruinas donde se movían los piratas como figuras diminutas a causa de la distancia. Algunos de ellos se dirigieron hacia la densa vegetación. Aunque el terror que había sentido en las ruinas la noche anterior pudiera ser producto de su imaginación, la amenaza que se cernía sobre ella desde la espesura del bosque era algo muy real. Si mataban a Conan o se lo llevaban los piratas consigo, el único recurso que le quedaba era entregarse a esos lobos de mar o quedarse sola en aquella isla embrujada.
El horror de su triste suerte la dominó hasta tal extremo que la joven se desmayó.


3

El sol estaba ya en el ocaso cuando Olivia recobró el sentido. Una suave brisa llevaba hasta sus oídos gritos lejanos y el sonido de canciones obscenas. La muchacha levantó la cabeza cautelosamente y miró a través de la meseta. Vio a los piratas reunidos en torno a la hoguera, en el exterior de las ruinas, y su corazón latió aceleradamente cuando advirtió que un grupo de corsarios salía del interior del edificio en ruinas arrastrando a alguien que resultó ser Conan. Lo colocaron contra una pared, aún firmemente atado, y luego tuvo lugar una larga discusión, durante la cual blandieron armas. Después lo volvieron a llevar al interior del templo y continuaron bebiendo copiosamente. Olivia suspiró; al menos, Conan seguía vivo. Entonces tomó una determinación. Al caer la tarde se arrastraría hasta aquellas lúgubres ruinas e intentaría liberar al cimmerio. Si fracasaba, caería en manos de aquella turba de desalmados. La muchacha era consciente de que al liberar a Conan no lo hacía sólo por motivos egoístas.
Tranquilizada por esta idea, se arrastró por las cercanías del lugar en el que se encontraba, en busca de algunos frutos que crecían en los alrededores. No había comido nada desde el día anterior. Mientras estaba ocupada en aquella tarea, tuvo la extraña sensación de que alguien la observaba. Llena de temor, ascendió por la parte norte del acantilado y miró nerviosamente hacia abajo, en dirección a los cimbreantes matorrales, que se llenaron de sombras después de la puesta del sol. Olivia no vio nada sospechoso. Desde el lugar en el que se encontraba era imposible que alguien la pudiera ver. Sin embargo, sintió la mirada de unos ojos ocultos y tuvo la certeza de que un ser animado y sensible era consciente de su presencia.
La muchacha regresó a su escondite y se echó de bruces entre las rocas, observando las ruinas distantes hasta que cayó la noche. Luego, la luz de las llamas vacilantes le indicó el lugar en el que se encontraban las negras figuras de los piratas que correteaban tambaleándose a causa del vino.
Entonces, Olivia se puso en pie. Era hora de llevar a cabo un plan. Primero volvió al extremo norte de los riscos y miró hacia abajo, en dirección a los bosques que bordeaban la playa. Aguzó la vista todo lo que pudo y a la tenue luz de las estrellas vio algo que la dejó paralizada; sintió como si una mano helada le tocara el corazón.
Allí abajo algo se movía. Se trataba de una sombra negra que destacaba de las demás y se desplazaba lentamente ascendiendo por la abrupta ladera del acantilado. Era una vaga masa informe que se movía en la penumbra. El pánico le atenazaba la garganta; Olivia dominó un grito instintivo llevándose una mano a la boca. Luego se dio la vuelta y descendió rápidamente por la ladera sur.
Aquella huida por la sombría pendiente fue como una pesadilla. Tropezaba y resbalaba en su intento de aferrarse a las melladas rocas con sus heladas manos. Las piedras desgarraron la fina piel de sus brazos y piernas. Olivia echó de menos al bárbaro de músculos de acero que el día anterior la había llevado en brazos. Pero éste era sólo uno de tantos pensamientos que asaltaron como un torbellino la mente de la desvalida joven.
Olivia tuvo la sensación de que el descenso era interminable, pero finalmente sus pies pisaron la hierba de la colina. Entonces echó a correr con loco frenesí hacia las hogueras que ardían como el rojo corazón de la noche. Tras de sí oyó el ruido de una cascada de piedras que caían por la ladera de la colina, y ese sonido prestó alas a sus pies. Procuró no pensar en quién podía haber provocado la caída de esas piedras.
El esfuerzo físico que tuvo que realizar disipó en parte el ciego terror que la dominaba y, antes de llegar a las ruinas, su mente estaba clara y sus facultades alerta, a pesar de que le temblaban las piernas a causa de la carrera.
Después se echó de bruces y reptó sobre la hierba, hasta que pudo observar a sus enemigos escondida tras unos árboles que se habían salvado del hacha de los piratas. Estos ya habían cenado, pero seguían llenando sus jarras y copas doradas en los barriles de vino. Algunos roncaban ya sonoramente sobre la hierba, en tanto que otros se dirigían tambaleándose hacia las ruinas. La joven no vio señal alguna del cimmerio. Permaneció allí acostada, mientras el rocío comenzaba a impregnar las hojas que había a su alrededor. Los pocos hombres que había junto a la hoguera jugaban, maldecían y discutían. Los demás estaban durmiendo en el interior de las ruinas.
Sin saber qué hacer, Olivia siguió donde estaba, mientras aumentaba su angustia por la incertidumbre de la espera. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al pensar en lo que había visto al subir por la ladera norte y en quién podía estar observándola y acercándose a ella por detrás. El tiempo pasó con una extraordinaria lentitud. Uno a uno, los piratas que aún estaban despiertos fueron cayendo en el sopor de la ebriedad, hasta quedar todos dormidos junto al fuego moribundo.
Olivia vaciló. Luego se decidió a actuar al ver un tenue resplandor que se alzaba entre los árboles. ¡La luna estaba saliendo!
Se puso en pie de un salto y corrió hacia las ruinas. Con el corazón encogido, avanzó de puntillas entre los piratas borrachos que dormían ante el portal del edificio semiderruido. Dentro había muchos más piratas que se movían y hablaban en medio de sus agitados sueños de alcohol, pero ninguno se despertó cuando la muchacha se deslizó, entre ellos. Un mudo sollozo de alegría surgió de sus labios cuando vio a Conan. El cimmerio estaba despierto, atado a una columna; sus ojos azules brillaron, reflejando el tenue resplandor de la hoguera que había en el exterior.
Avanzó entre los durmientes y se acercó a Conan, que la había visto en cuanto apareció en el portal. Una leve sonrisa se dibujó en sus labios.
Olivia se acercó y se abrazó a él. El cimmerio notó el acelerado latir del corazón de la joven contra su pecho. A través de una enorme grieta que había en la pared entró un rayó de luz lunar; el aire estaba cargado de una tensión sutil. El cimmerio lo advirtió y su cuerpo se puso rígido. Lo mismo le ocurrió a la joven, que lanzó un suspiro. Los piratas seguían roncando sonoramente. Olivia se inclinó y extrajo una daga del cinto de uno de ellos, y procedió a cortar las fuertes ligaduras que retenían al cimmerio. Eran cabos de aparejos, gruesos y resistentes, y estaban atados con la destreza de los marineros. La muchacha trabajó con desesperación, mientras la luz de la luna se acercaba lentamente por el suelo de la sala en dirección a las negras figuras que habían entre las columnas.
Olivia jadeaba. Las muñecas de Conan habían quedado libres, pero sus codos y piernas seguían firmemente atados. La joven echó una mirada fugaz a las estatuas, que parecían esperar y esperar. Tuvo la impresión de que la estaban mirando con la impaciencia atroz de un ser vivo. Los borrachos que yacían a sus pies comenzaron a moverse y a refunfuñar en sueños. La luz de la luna se acercaba a los negros pies de las estatuas. En ese momento se rompieron las cuerdas que retenían los brazos de Conan, que cogió la daga de las manos de Olivia y de un solo tajo cortó la cuerda que le inmovilizaba las piernas. Se apartó de la columna flexionando los brazos, entumecidos después de tantas horas de estar atado. La joven se acurrucó contra él, temblando como una hoja. ¿Sería una ilusión creada por la luz de la luna la que llenaba de fuego los ojos de las negras estatuas y los hacía brillar con un resplandor rojizo en la penumbra?
Conan se movió con la rapidez de un felino. Levantó su espada del suelo y, cogiendo a Olivia en brazos, se deslizó a través de una abertura del muro cubierto de hiedra.
No dijeron una sola palabra. Con la joven en brazos, Conan avanzó rápidamente sobre la hierba bañada por la luz de la luna. Olivia rodeó con sus brazos el enorme cuello del cimmerio, cerró los ojos y apoyó su cabeza en el hombro de su acompañante. La invadía una deliciosa sensación de seguridad.
A pesar de la carga que llevaba, el cimmerio cruzó la meseta en pocos segundos y, al abrir los ojos, Olivia pudo comprobar que estaban pasando bajo la sombra del acantilado.
-Había alguien subiendo por los riscos -susurró ella-. Lo oí detrás cuando yo estaba bajando.
-Tendremos que arriesgarnos -dijo él.
-No tengo miedo... ahora -repuso Olivia suspirando.
-Tampoco tuviste miedo cuando fuiste a liberarme. ¡Por Crom, qué día! No sé cómo he salvado el pellejo. Aratus quería matarme, e Ivanos se negó, tal vez para contrariar a Aratus, al que odia. Estuvieron discutiendo, peleando y escupiéndose el uno al otro, pero sus compinches estaban demasiado borrachos para tomar partido.
Conan se detuvo súbitamente, como una estatua de bronce bajo la luz de la luna. Con rápido ademán, echó a un lado a la muchacha, que se puso detrás de él. Olivia no pudo evitar un grito de espanto ante lo que vio.
De las sombras de los riscos surgió una masa monstruosa, un horror con forma vagamente humana, una grotesca parodia de hombre.
Su aspecto recordaba a un ser humano, pero su rostro era bestial, con orejas pegadas, nariz ancha y brillante y unos enormes labios fláccidos que dejaban ver unos afilados colmillos. Estaba cubierto de un enmarañado cabello plateado que brillaba a la luz de la luna. Sus grandes manos, como garras deformes, casi tocaban el suelo. El volumen de su cuerpo era enorme; aun cuando estaba encorvado y sus cortas piernas se arqueaban, su cabeza cónica se alzaba muy por encima de la del cimmerio. La amplitud de su peludo torso y de sus enormes espaldas quitaba el aliento. Los brazos eran como grandes árboles nudosos.
La escena iluminada por la luna daba vueltas ante los ojos de Olivia. Así pues, allí terminaba su viaje. ¿Qué ser humano sería capaz de resistir el ataque de aquella peluda montaña de músculos y de violencia? Sin embargo, mientras observaba con ojos desorbitados por el horror el cuerpo de bronce que se enfrentaba al monstruo, advirtió una pavorosa similitud entre ambos antagonistas. Tuvo la sensación de que aquel enfrentamiento no era tanto la lucha entre un hombre y una bestia como el conflicto entre dos seres salvajes, igualmente implacables y feroces.
El monstruo atacó, enseñando sus blancos colmillos. Sus poderosos brazos se abrieron en el momento en que embestía con una pasmosa rapidez, a pesar de su tamaño y de sus piernas torcidas.
La respuesta de Conan fue un destello de velocidad que Olivia apenas pudo seguir con la mirada. La joven sólo vio que el cimmerio eludía aquel abrazo mortal y que su espada, fulgurando como un relámpago, caía sobre uno de los enormes brazos del ser antropomórfico y lo seccionaba limpiamente algo más arriba del codo. Una cascada de sangre mojó la hierba al caer el miembro cercenado, que aún se retorció horriblemente unos instantes en el suelo. Pero en ese mismo momento la otra mano deforme del monstruo asió a Conan por su oscura melena.
Los férreos músculos del cuello del cimmerio lo salvaron de morir desnucado al instante. Extendió su mano izquierda hacia la garganta de la fiera, en tanto que su rodilla se apoyaba firmemente en el peludo vientre del monstruo. Entonces comenzó un terrible forcejeo que duró sólo unos segundos, pero que a la paralizada joven le parecieron eternos.
El monstruoso simio seguía aferrando a Conan por la cabellera y poco a poco lo atraía hacia sus colmillos, que brillaban a la luz de la luna. El cimmerio resistió el ataque manteniendo rígido el brazo izquierdo, mientras que con el derecho hundía su espada una y otra vez en las ingles, en el pecho y en el vientre de su enemigo. La bestia recibió el castigo con un silencio aterrador. La pérdida de sangre, que fluía a borbotones de sus tremendas heridas, no parecía debilitarla. La terrible fuerza del antropoide no tardó en superar la oposición que ejercían el brazo izquierdo y la rodilla de Conan. Inexorablemente, el brazo del cimmerio se iba flexionando y Conan quedaba cada vez más cerca de las horrendas fauces del monstruo, que se abrían desmesuradamente para cobrarse la vida del enemigo. Ahora, los ojos centelleantes del bárbaro miraban fijamente los ojos inyectados en sangre del enorme simio, y Conan seguía hundiendo su espada en el cuerpo peludo. De repente las mandíbulas llenas de espuma del monstruo chasquearon espasmódicamente y se cerraron a muy poca distancia del rostro del cimmerio. Éste se vio arrojado con fuerza sobre la hierba, impulsado por las convulsiones del monstruo agonizante.
Olivia, medio desmayada, vio que el mono se retorcía en el suelo, en medio de estertores, mientras apretaba con gesto humano la empuñadura de la espada que sobresalía de su cuerpo. Al cabo de un rato, la gran mole se estremeció y quedó inmóvil.
Conan se puso en pie tambaleándose. El cimmerio respiraba entrecortadamente y avanzó con dificultad, como un hombre cuyas articulaciones y músculos han sido sometidos a un esfuerzo que está casi en el límite de la resistencia humana. Se tocó el sangrante cuero cabelludo y profirió un juramento al ver en la peluda mano del monstruo grandes mechones de su negra cabellera.
-¡Por Crom! -dijo jadeando-. ¡Me siento como si me hubiesen molido a palos! Hubiera preferido luchar contra una docena de hombres. Un segundo más, y mi cabeza se habría quedado entre sus dientes. ¡Maldito sea, me ha arrancado de raíz un puñado de cabello!
Empuñando la espada con ambas manos, Conan le fue cortando los dedos al monstruo hasta conseguir liberar aquellos mechones de su cabello. Olivia, a su lado, contemplaba con ojos desorbitados el cuerpo de la bestia.
-¿Qué..., qué es...? -preguntó la muchacha con un susurro.
-Es un hombre-mono gris -repuso el cimmerio-. Un animal que come seres humanos y habita en las costas orientales de este mar. Tal vez llegó hasta aquí cogido a algún tronco arrastrado por la corriente.
-¿Habrá sido él quien tiró la piedra? -inquirió Olivia.
-Sí. Ya lo había sospechado cuando nos encontrábamos en el bosque y vi que las ramas se movían sobre nuestras cabezas. Estos seres siempre se ocultan en los bosques más impenetrables y rara vez salen de ellos. No comprendo qué pudo hacerlo salir de su refugio, pero en todo caso para nosotros ha sido una suerte, pues entre los árboles yo no hubiera tenido la menor posibilidad de vencerlo.
-Me siguió hasta aquí -dijo la muchacha temblando-. Lo vi trepar por los ricos.
-Y siguiendo sus instintos, se ocultó en las sombras, en lugar de seguirte a través de la meseta. Estas criaturas de las tinieblas viven en lugares silenciosos y odian la luz del sol y de la luna.
-¿Crees que habrá otros por aquí?
-No creo. De lo contrario, los piratas hubieran sido atacados cuando atravesaron el bosque. El mono gris es muy cauteloso, a pesar de su fuerza colosal, como lo demuestra el hecho de que no se haya decidido a atacarnos en el bosque. Debe de haberse sentido terriblemente atraído por ti, para seguirte hasta un lugar abierto. Pero...
Conan sintió un sobresalto y giró en redondo para mirar hacia el lugar por el que habían venido. Un grito espantoso cortó el aire de la noche. Provenía de las ruinas. Luego siguieron una serie de chillidos, gritos y lamentos de agonía. Aunque se oía el choque del acero, los sonidos parecían provenir de una masacre, más que de una batalla.
Conan se quedó helado, con la muchacha abrazada a él, presa del pánico. El clamor ascendió en uncrescendo de locura y entonces el cimmerio se dio media vuelta y se acercó rápidamente al borde de la meseta, dibujado por los árboles iluminados por la luna. A Olivia le temblaban tanto las piernas que era incapaz de caminar, por lo que Conan tuvo que llevarla en brazos. El frenético latido de su corazón se calmó cuando se acurrucó en sus brazos acogedores.
Luego cruzaron el tenebroso bosque, pero las sombras oscuras parecían ahora menos temibles. Los rayos plateados de la luna que se filtraban entre las ramas no ocultaban ninguna amenaza. Las aves nocturnas murmuraban somnolientas. Los gritos de la matanza se atenuaron, hasta convertirse en una confusa mezcla de sonidos. En algún lugar un papagayo gritó, como un eco misterioso:
-¡Yagkoolan yok tha, xuthalla!
Poco después llegaron a la playa y vieron la galera anclada y con la vela desplegada. Las estrellas comenzaban a palidecer ante la llegada del día.


4

Bajo la pálida luz del alba, un puñado de figuras harapientas y ensangrentadas avanzaron tambaleándose entre los árboles hasta llegar a la estrecha playa. Era tan sólo cuarenta y cuatro hombres, que formaban un grupo medroso y desmoralizado. Se arrojaron jadeando al agua y comenzaron a nadar hasta alcanzar la galera. Entonces, los desalentados piratas se vieron enfrentados con un nuevo contratiempo. Recortándose contra el cielo luminoso vieron a Conan el cimmerio, de pie en la proa, espada en mano, y la negra melena agitándose al viento.
-¡Alto! -ordenó Conan-. ¡No os acerquéis más, perros!
-¡Déjanos subir a bordo! -suplicó un pirata velludo apretándose el muñón sangriento de una oreja cercenada-. ¡Queremos marcharnos de esta isla endemoniada!
-Al primer hombre que intente subir por la borda le parto la cabeza -advirtió el cimmerio.
Eran cuarenta y cuatro hombres contra uno, pero Conan lo tenía todo a su favor. La terrible experiencia pasada les había quitado todo impulso combativo.
-Déjanos subir al barco, amigo -rogó gimoteando un pelirrojo zamorio, al tiempo que lanzaba una mirada temerosa por encima de su hombro en dirección a los silenciosos bosques-. Estamos tan destrozados, heridos y cansados de luchar que no estamos en condiciones de levantar una espada.
-¿Dónde está el perro de Aratus? -preguntó Conan.
-¡Muerto, como tantos otros! ¡Cayeron sobre nosotros como demonios! Nos habrían hecho pedazos a todos si no hubiéramos despertado. Una docena de nuestros hombres murieron mientras dormían. Las ruinas estaban llenas de sombras con ojos ardientes, afiladas garras y colmillos.
-¡Sí! -intervino otro corsario-. Eran los demonios de la isla, que adoptaron forma de estatuas para engañarnos. ¡Por Ishtar que fuimos incautos al echarnos a dormir entre ellos! Pero no somos cobardes y les presentamos batalla, con las desventajas de un mortal que lucha contra los poderes de las tinieblas. Luego huimos y ahí quedaron destrozando cadáveres, como si fueran chacales. Pero estamos seguros de que nos perseguirán.
-¡Sí, déjanos subir a bordo! -suplicó un enjuto shemita-. Déjanos subir por las buenas, o empuñaremos las espadas a pesar de nuestro cansancio, y, aunque mates a muchos de nosotros, no podrás con todos.
-Entonces, haré un agujero en el casco y hundiré el barco -repuso Conan, con tono lúgubre y amenazador.
Un frenético coro de protestas acogió estas palabras, pero él las silenció con un rugido semejante al del león.
-¡Perros! ¿Creéis que voy a ayudar a mis enemigos? ¿Debo permitiros que subáis a bordo para que me cortéis el corazón en pedazos?
-¡No, no! -protestaron a coro-. Seremos amigos, Conan. Somos tus camaradas, muchacho, pues todos somos proscritos. Odiamos al rey de Turan, igual que tú.
El abatido grupo miró al cimmerio, que a su vez los observaba con el ceño fruncido.
-Entonces, si soy uno de la Hermandad -dijo con un gruñido-, las leyes de ésta tienen aplicación
también a mí. ¡Y puesto que he matado a vuestro jefe en una lucha cuerpo a cuerpo, soy vuestro capitán!
No hubo voces disidentes. Los piratas estaban demasiado agotados y acobardados como para pensar en otra cosa que no fuera marcharse cuanto antes de aquella temible isla. Conan vio entre los hombres al corinthio que tenía algunas heridas y estaba manchado de sangre.
-¡Tú, Ivanos! -dijo el cimmerio-. Antes te pusiste de mi parte. ¿Volverías a hacerlo?
-¡Sí, por Mitra! -respondió el pirata, que deseaba congraciarse con el cimmerio-. ¡Tiene razón, muchachos! ¡Él es nuestro capitán, de acuerdo con la ley de la Hermandad!
Se oyó un rumor de voces aprobadoras, quizá no demasiado entusiastas, pero con una convicción acentuada por la sospecha de que detrás de ellos, en los bosques, podían estar siguiéndolos los negros seres demoníacos de ojos rojizos y garras sangrantes.
-Juradlo sobre la empuñadura de vuestras espadas -dijo el cimmerio.
Hacia él se alzaron cuarenta y cuatro espadas, y otras tantas voces pronunciaron el juramento de lealtad de los piratas.
Conan sonrió y a continuación envainó la espada, al tiempo que les decía:
-Subid a bordo, mis bravucones, y coged los remos. Luego se volvió y levantó a Olivia, que había permanecido oculta tras la borda.
-¿Qué será de mí, señor? -inquirió la muchacha.
-¿Qué deseas hacer? -preguntó a su vez Conan, mirándola fijamente.
-¡Quiero ir contigo a dondequiera que vayas! -respondió Olivia, rodeando con sus blancos brazos el bronceado cuello del cimmerio.
-¿Estás dispuesta a seguir un camino de sangre y muerte? -preguntó él-. Esta galera dejará un rastro de color carmesí por donde pase.
-No me importa navegar sobre aguas azules o rojas, si lo hago a tu lado -repuso ella con tono apasionado-. Tú eres un bárbaro y yo una paria rechazada por mi propia gente. Ambos vagamos por el mundo sin rumbo fijo. ¡Por favor, llévame contigo!
Lanzando una repentina carcajada, Conan la cogió por la cintura y la levantó hasta sus labios fieros y ardientes exclamando:
-¡Te convertiré en la reina del mar azul! ¡A vuestros puestos, tigres del mar! ¡Por Crom, que no tardaremos en quemar los pantalones del rey Yildiz!




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