domingo, 9 de agosto de 2015

RELATO: "Una talla en madera", August Derleth




Una talla en madera

August Derleth



Por fortuna, las limitaciones de la mente humana no permiten a menudo contemplar con la perspectiva adecuada todos los hechos y acontecimientos que le afectan. Muchas veces he pensado en ello en relación con las extrañas circunstancias que rodearon la desaparición de Jason Wecter, músico y crítico de arte del Dial de Boston, que se produjo hace un año y sobre la cual se aventuraron numerosas teorías, que iban desde la sospecha de asesinato por parte de algún artista decepcionado y resentido por las mordaces invectivas de Wecter, hasta la suposición de que éste, simplemente, se había marchado a algún lugar desconocido, sin decir una palabra a nadie y por algún motivo que sólo él conocía.
Esta última interpretación quizá se acerca más a la realidad de lo que comúnmente se cree, aunque aceptarla es un problema de terminología y plantea la pregunta de si la desaparición de Wecter fue voluntaria o involuntaria. Sin embargo, existe otra explicación que está al alcance de todos los que tengan la suficiente imaginación para aceptarla, y las circunstancias que rodearon el caso no permiten, de hecho, otra conclusión. Yo tomé parte en esas circunstancias, y no pequeña, de ningún modo, aunque ello no fue reconocido, ni siquiera por mí, hasta que se produjo la desaparición de Jason Wecter.
Estos acontecimientos comenzaron con la expresión de un deseo que no podía ser más trivial. Wecter, que vivía solo en una vieja mansión en King's Lane, Cambridge, bastante lejos de la ruidosa carretera, era coleccionista de arte primitivo, sobre todo en madera y piedra; tenía piezas tales como las extrañas esculturas religiosas de los Penitentes, bajorrelieves mayas, las chocantes esculturas de Clark Ashton Smith, fetiches de madera y tallas representando dioses y diosas de algunas islas del Pacífico Sur, y muchas otras; deseaba alguna pieza en madera que fuese «diferente», aunque, para mí, las de Smith ofrecían tanta variedad como se pudiera desear. Pero las obras de Smith no estaban hechas de madera; Wecter deseaba algo en madera para equilibrar su colección, y es cierto que no poseía nada en este material excepto unas cuantas máscaras de Ponapé, que se acercaban bastante a la extraña y asombrosa imaginación de las esculturas de Smith.
Supongo que, entre sus amigos, más de uno ya estaba buscando algo en madera para Jason Wecter, pero resultó que fui yo quien encontré un día, en una tienda de segunda mano en Portland en la que no se reparaba a primera vista, una pieza efectivamente extraña pero exquisitamente tallada, una especie de bajorrelieve que representaba un octópodo surgiendo de una estructura monolítica fracturada en un paisaje submarino. El precio, de cuatro dólares, me pareció extremadamente módico, y el hecho de que yo no pudiera interpretar la talla fue probablemente lo que más valor añadió al objeto a los ojos de Wecter.
He descrito a la criatura como un octópodo, pero no se trataba de un pulpo. Qué era exactamente, no lo sabía; su aspecto sugería un cuerpo mucho más largo y una forma distinta a la de cualquier pulpo, y sus apéndices tentaculares no partían solamente de su cara, del lugar que deberían ocupar las fosas nasales -un poco como aparece en la escultura de Smith, Dios Arquetípico-, sino que arrancaban también de los flancos y del centro de su cuerpo. Los dos apéndices que salían de su rostro eran claramente prensiles y estaban esculpidos en actitud de lanzarse hacia fuera, como si estuviesen a punto de agarrar, o agarrando algo. Justo encima de estos dos tentáculos tenía unos ojos hundidos, tallados con una extraña destreza, ya que transmitían la impresión de una perturbadora maldad. En su base había inscrita una frase en un idioma desconocido:


Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.


No conocía la clase de madera en la que estaba tallada, pero era anormalmente pesada y tenía un color marrón oscuro; era madera casi negra, con un veteado en espiral que nunca había visto. Aunque era mayor de lo que yo tenía pensado regalar a Jason Wecter, supe que le gustaría. ¿De dónde provenía?, le pregunté al flemático hombrecillo que había tras el mostrador atestado de objetos.
Se echó las gafas hacia arriba y me dijo que todo lo que podía contarme era que procedía del Atlántico. «Quizá proceda de algún barco», aventuró.
Se lo había traído hacia sólo una o dos semanas, junto con otras cosas, un hombre que se dedicaba a buscar objetos como éste a lo largo de la costa, entre los restos arrojados por el mar. Le pregunté si sabía lo que podía representar, pero acerca de eso el propietario sabía menos aún que de su procedencia. Por lo tanto, Jason era libre de inventar cualquier leyenda que explicase la representación.
Quedó encantado con la pieza, sobre todo porque halló inmediatamente ciertas similitudes sorprendentes entre ésta y las esculturas en piedra de Smith. Como autoridad que era en arte primitivo, señaló otro factor que dejaba claro que el propietario de la tienda en que la había obtenido me lo había regalado prácticamente por esos cuatro dólares: se trataba de ciertas marcas que indicaban que la pieza había sido tallada con unas herramientas mucho más antiguas que las actuales y, de hecho, mucho más antiguas que el mundo civilizado que conocíamos.
Estos detalles tenían para mí, desde luego, un interés momentáneo, puesto que yo no compartía con Wecter su gusto por los primitivos, pero debo confesar que sentí una inexplicable repulsión ante la relación que Wecter veía entre esta talla de un octópodo y la obra de Smith. Una repulsión que surgía de preguntas no expresadas que me trastornaban; si, efectivamente, esto tenía siglos de antigüedad, como Wecter suponía, y representaba un tipo de talla desconocida y sin antecedentes reconocibles, ¿cómo podían tener las modernas esculturas de Clark Ashton Smith un parecido tal con aquélla? Y ¿no era sino una coincidencia que las figuras de Smith, creadas a partir de sus extrañas ficciones y poemas, tuvieran cierto paralelo con el arte de alguien alejado de él cientos de años en el tiempo y leguas en el espacio?
Pero estas preguntas no llegaron a ser formuladas. Quizá si lo hubiesen sido, otros habrían sido también los acontecimientos que siguieron. Acepté el entusiasmo de Wecter como un homenaje a mi buen gusto y la talla quedó colocada en la ancha repisa de su chimenea, junto con lo mejor de sus piezas en madera; me alegré de dejarla allí y de olvidarla.
Transcurrieron quince días antes de que volviese a ver a Jason Wecter, y quizá no le hubiese visto nada más regresar a Boston si no hubiera sido porque me llamaron la atención las críticas particularmente agresivas que dedicó a una exposición de esculturas de Oscar Bogdoga, cuya obra el mismo Wecter había ensalzado dos meses antes. De hecho, la crítica de Wecter a su exposición era como para excitar el preocupado interés de muchos amigos comunes; suponía una forma nueva de abordar la escultura por parte de Wecter, y prometía muchas sorpresas a quienes seguían sus reseñas críticas con regularidad. Sin embargo, uno de nuestros amigos comunes, que era psiquiatra, confesó que sentía cierta alarma ante las curiosas alusiones que se ponían de manifiesto en el breve pero significativo artículo de Wecter.
Lo leí con creciente sorpresa y reparé en seguida en ciertas desviaciones evidentes respecto de la forma de hacer habitual en Wecter.
Su acusación de que las obras de Bogdoga carecían de «fuego..., del elemento de suspense..., de cualquier pretensión de espiritualidad» eran bastante corrientes en él; pero sus aserciones de que el artista «evidentemente no tenía familiaridad alguna con el arte religioso de Ahapi o Ahmnoida» y que Bogdoga debería haber hecho algo más que una imitación híbrida de la «Escuela de Ponapé», no sólo no venían a cuento, sino que resultaban fuera de lugar, ya que Bogdoga era un artista centroeuropeo, cuyas pesadas masas guardaban mayor similitud con las de Epstein que, por ejemplo, con la obra de Mestrovic y, desde luego, no se asemejaban en absoluto con los primitivos que hacían las delicias de Wecter y que claramente habían empezado a afectar su juicio. Porque todo el artículo de Wecter estaba salpicado de referencias a artistas de los que nadie había oído hablar, a lugares muy lejanos en el tiempo y en el espacio, si es que eran de este mundo, y a culturas que no guardaban relación alguna con ninguna conocida por los lectores cultos.
Sin embargo, esta forma de abordar el arte de Bogdoga no era del todo inesperada, porque sólo dos días antes había escrito una crítica sobre una nueva sinfonía de Franz Hoebel, dirigida en su estreno por el rimbombante y egocéntrico Fradelitski, llena de referencias a la «música aflautada de las esferas» y a «esas notas sopladas, de origen predruídico, que llenaron el éter mucho antes de que la humanidad hubiese llevado ningún instrumento a sus manos o a sus labios». Al mismo tiempo había acogido favorablemente una obra del mismo programa, la Sinfonía número 3 de Harris, que con anterioridad había detestado públicamente, como «una brillante muestra del retorno a esa música primitiva que llena la consciencia ancestral del hombre, la música de los Grandes Primigenios, que surge a pesar de los esfuerzos de Fradelitski por asfixiarla... y es que Fradelitski, sin capacidad creativa musical, necesita imprimir a cada obra que cae bajo su batuta el Fradelitski necesario para imponer su ego, sin importarle hasta qué punto pueda esto traicionar al compositor».
Estas dos reseñas absolutamente mistificadoras me llevaron rápidamente a casa de Wecter, donde le hallé ocupado en sus ofensivas críticas y con un montón de cartas nada despreciable, sin duda de protesta, delante de él.
-¡Ah, Pinckney! -me saludó-. No dudo que también a usted le han traído por aquí esas curiosas reseñas mías.
-No exactamente -contesté con una evasiva-. Admitiendo que cualquier crítica parte de opiniones personales, es usted muy dueño de escribir lo que guste, mientras sea sincero. Pero ¿quién diablos son Ahapi y Ahmnoida?
-¡Ojalá yo lo supiera!
Lo dijo tan seriamente que no pude dudar de su sinceridad.
-Sin embargo, no me cabe duda de que existen -continuó-. Lo mismo que los Grandes Primigenios parece que tuvieron un estatus importante en el saber antiguo.
-¿Y cómo se refirió a ellos, si no sabe quiénes son? -le pregunté.
-Tampoco puedo explicarle eso satisfactoriamente, Pinckney -contestó con un gesto de preocupación en su rostro-. Pero lo intentaré.
Inmediatamente después se lanzó a un relato, no del todo coherente, acerca de ciertas cosas que le habían ocurrido desde que había llegado a su poder la talla del octópodo que descubrí en Portland. Ni una sola noche se había visto libre de sueños en los que veía a la criatura de la talla, bien en un primer plano, o bien percibiéndola siempre de algún modo en los límites de su sueño. Había soñado con lugares subterráneos y ciudades bajo el mar; se había visto a sí mismo en las Carolinas y en el Perú; había caminado en sueños bajo las maliciosas casas de tejado holandés de Arkham, poblada de leyendas; un extraño aparato que viajaba sobre el mar le había conducido a lugares situados más allá de los limites de los océanos conocidos. La talla, él lo sabía, era una miniatura, porque la criatura aquella era un ser enorme y protoplásmico, capaz de cambiar su aspecto en innumerables formas. Su nombre era Cthulhu; su dominio, R'lyeh, una impresionante ciudad en lo más profundo del Atlántico. Era uno de los Grandes Primigenios, de los que se pensaba que estaban llegando, procedentes de otras dimensiones y estrellas lejanas así como desde las profundidades marinas y los agujeros espaciales, para volver a establecerse en su antiguo dominio de la Tierra. Parecía ir acompañado por enanos amorfos, claramente subhumanos, que iban tras él tocando gaitas extrañas que producían una música sin paralelo con nada conocido. La talla, en apariencia realizada en tiempos increíblemente remotos por artesanos de las islas Carolinas -muy probablemente en tiempos de los que no se conserva ningún resto humano, incluso antes del amanecer de la humanidad-, era «un punto de contacto» desde las dimensiones, ajenas a las nuestras, habitadas por aquellos seres que intentaban regresar. Confieso que escuchaba esto con cierto recelo, ante lo cual Wecter dejó de hablar bruscamente, se levantó y recogió de la repisa la talla octopoidal, poniéndola sobre su escritorio, delante de mí.
-Mire esto con atención, Pinckney. ¿Nota algo diferente?
Lo examiné con cuidado y le dije finalmente que no podía percibir ningún cambio.
-¿No le parece que los tentáculos extendidos desde la cara están, digamos..., más extendidos?
Le dije que no. Pero incluso mientras lo decía no estaba del todo seguro. La sugestión es, a menudo, madre de la percepción. ¿Había allí mayor extensión o no? No pude afirmarlo entonces y no puedo decirlo ahora. Pero estaba claro que Wecter sí creía que se había producido cierta extensión. Examiné nuevamente la talla y sentí otra vez esa curiosa repugnancia que experimenté al advertir por primera vez las semejanzas entre las esculturas de Smith y esta extraña pieza.
-¿No le parece, entonces, que los extremos de los tentáculos se han levantado y están más salientes? -insistió.
-No puedo decir que lo estén...
-Muy bien.
Cogió la talla y la devolvió a su sitio en la repisa. Volviendo al escritorio, dijo:
-Temo que creerá usted que estoy chiflado, Pinckney, pero el hecho es que, desde que tengo esto en mi estudio, he sido consciente de vivir en lo que sólo podría describir como dimensiones distintas a las que conocemos normalmente, dimensiones, en suma, como ésas con las que he soñado. Por ejemplo, no recuerdo haber escrito esas reseñas; sin embargo, son mías. Están escritas con mi letra y las encuentro entre mis pruebas y en mi columna. Sé, en definitiva, que yo, y nadie más, escribió estas reseñas. No puedo repudiarlas en público, aunque me doy perfecta cuenta de que contradicen opiniones anteriores puestas por escrito y firmadas por mí. Pero tampoco puede negarse que hay una lógica impresionante que recorre curiosamente todas ellas; desde que las leí -y, de paso, las indignantes cartas que he recibido acerca de ellas-, he estudiado algo el asunto. En contra de las opiniones que tan a menudo puede que me haya oído expresar anteriormente, la obra de Bogdoga sí tiene relación con una forma híbrida del primitivo arte religioso de las Carolinas, y la Tercera sinfonía de Harris efectivamente tiene una marcada y turbadora llamada a lo primitivo, de forma que debe uno preguntarse si la ofensa inicial que ha provocado en la sensibilidad tradicional o en el público culto no será una reacción instintiva contra el primitivismo que el yo más profundo reconoce como propio.
Se encogió de hombros.
-Pero todo eso no importa, ¿no es verdad, Pinckney? Lo cierto es que la talla que usted encontró en Portland ejerce una influencia perturbadora e irracional sobre mí, hasta el punto de que, a veces, no estoy seguro de si es para bien o para mal.
-¿Qué clase de influencia, Jason?
Sonrió de una forma extraña.
-Déjeme decirle cómo la percibo. La primera noche que fui consciente de ella fue nada más traerla usted aquí. Daba una fiesta aquella tarde, pero a medianoche todos los invitados se habían marchado y yo me encontraba ante mi máquina de escribir. Tenía que escribir una reseña de escaso interés, algo sobre un pequeño concierto de piano interpretado por uno de los discípulos de Fradelitski, y despaché el asunto en poco tiempo. Pero durante todo el rato tenía presente la talla. La tenía presente como en dos planos: el primero era simplemente que había entrado en posesión de un objeto de mediano tamaño y claramente tridimensional, un regalo suyo; el otro era una extensión -o invasión, si lo prefiere- en una dimensión distinta, en relación con la cual yo existía en esta habitación con respecto a la talla como una semilla con respecto a una calabaza. En suma, cuando terminé la breve nota que había escrito, tuve simplemente la extraña sensación de que la talla había crecido hasta proporciones inimaginables; durante un instante estremecedor sentí que se le había sumado un ser concreto que se erigía detrás de mí como un coloso frente al cual yo era una patética miniatura. Esto duró sólo un momento; luego se retiró. Observe que digo «se retiró»; no «dejó de existir»; no, pareció comprimirse, retroceder, precisamente como si saliese de esta nueva dimensión para volver a su estado real, como debe aparecer ante mis ojos..., pero como si no precisase existir ante mi percepción psíquica. Esto ha continuado así; se lo aseguro, no se trata de una alucinación, aunque puedo ver por su expresión que piensa usted que he perdido el juicio.
Me apresuré a asegurarle que no era así. Lo que dijo podía ser verdad o no; las presuntas pruebas, basadas en los hechos concretos que constituían sus extrañas reseñas, indicaban que era sincero; por lo tanto, para Jason Wecter, lo que dijo era verdad. Por consiguiente, debía tener algún significado y alguna causa.
-Dando por sentado que dice usted la verdad -dije finalmente, con cierta cautela-, debe haber alguna razón para todo esto. Quizá ha trabajado usted excesivamente y esto no es sino la extensión de su propio subconsciente.
-¡Mi buen Pinckney! -exclamó sonriendo...
-O si no, debe haber alguna causa externa.
Su sonrisa se borró y entrecerró los ojos.
-Usted admite esa posibilidad, ¿verdad, Pinckney?
-Como hipótesis, sí.
-Bien; entonces le contaré mi tercera experiencia. Puedo caer dos veces en una ilusión de los sentidos, pero tres veces ya no. Las alucinaciones provocadas como resultado de una vista cansada raras veces son tan elaboradas como ésta; suelen limitarse a imaginar ratas, puntos y cosas así. De forma que si esta criatura pertenece a un culto en el que es objeto de adoración -y sé que, aunque secretamente, este culto se mantiene en nuestros días- sólo puede haber una explicación. Y vuelvo a lo que dije antes..., esta talla es el punto focal de contacto desde otra dimensión, en el tiempo o en el espacio; si admitimos esto, entonces no cabe duda de que esta criatura está intentando abrirse paso hasta mí.
-¿Cómo? -pregunté francamente.
-Bueno, no soy ni matemático ni científico. Sólo soy músico y crítico de arte. Una explicación como la que me pide está fuera del alcance de mis conocimientos extraculturales.
La alucinación pareció repetirse. Por otra parte, se daba también en sus horas de sueño, aunque en otro plano, porque durante el sueño Wecter acompañaba sin dificultad a otras dimensiones a la criatura de la talla, fuera de nuestro propio espacio y tiempo. Semejantes alucinaciones no son excepcionales en los historiales médicos, ni tampoco aquellas que se desarrollan progresivamente, pero la experiencia de Jason Wecter era claramente más que ilusoria, porque se introducía incluso en sus modos de pensar. Medité sobre esto durante largo rato aquella noche, en la que volvió a mi mente una y otra vez lo que había contado acerca de los Dioses Arquetípicos, los Grandes Primigenios, las entidades mitológicas y sus adoradores, que poblaban aquella cultura en la que el interés de Wecter había penetrado con tan perturbadores resultados para él.
A partir de entonces buscaba con cierta aprensión en el Dial la columna de Jason Wecter.
A causa de lo que escribió durante los diez días que transcurrieron antes de que le viera de nuevo, Jason Wecter muy pronto se convirtió en el tema de conversación de la sociedad culta de Boston y de los alrededores. Sorprendentemente, no todo lo que se decía de él era condenatorio, aunque estaban presentes los esperados puntos de vista; el caso era que quienes le habían apoyado anteriormente ahora se sentían ultrajados y le condenaban; y quienes antes le despreciaban, ahora le apoyaban. Pero sus opiniones acerca de los conciertos y de las exposiciones artísticas, aunque absolutamente distorsionadas a mi entender, no eran menos agudas; su acostumbrada mordacidad y sus invectivas estaban presentes, la finura de su sensibilidad no parecía haberse alterado, sólo que ahora percibía las cosas desde una perspectiva diferente, por decirlo así; una perspectiva radicalmente distinta de sus anteriores puntos de vista. Sus opiniones eran sorprendentes y, a menudo, ultrajantes.
La magnífica, y ya entrada en años, prima donna Madame Bussa DeKoyer era «un destacado monumento al gusto burgués, que, por desgracia, no está enterrado bajo sus pies».
Corydon de Neuvalet, el furor de Nueva York, era «en el mejor de los casos, un impostor aburrido, cuyos sacrilegios surrealistas aparecen en los escaparates de la Quinta Avenida expuesto por tenderos cuyos conocimientos de arte no son lo bastante grandes para ser observados a través del microscopio; aunque en su sentido del color es diez veces mejor que Vermeer, no podría desafiar al menor de los coloristas de Ahapi».
Las pinturas del artista demente Veilain excitaban su extravagante admiración. «Aquí está la prueba de que quien sabe sostener un pincel y distingue un color cuando lo ve, puede ver más del mundo que le rodea que la mayoría de los ignorantes que miran sus lienzos. Aquí está la auténtica percepción que no se deja inhibir por las dimensiones terrestres, libre de la mayoría de las tradiciones humanas, sentimentales o de cualquier otra naturaleza. Su atractivo yace en un plano que se deriva de los primitivos y, sin embargo, lo trasciende; su base se encuentra en hechos del pasado y el presente que existen en los pliegues limítrofes del espacio, y que sólo se revelan a quienes están dotados de una percepción extrasensorial, que es, quizá, una característica de algunas personas a las que se declara 'dementes'.»
Sobre un concierto dirigido por Fradelitski de uno de los compositores del momento preferidos del director, el compositor ruso Blantanovich, escribió con tal mordacidad que Fradelitski amenazó públicamente con iniciar un pleito. «La música de Blantanovich es la expresión de esa cultura miserable que supone que todos los hombres son políticamente iguales, salvo los que están en la cumbre, que son, citando a Orwell, 'más iguales'; no hacía ninguna falta que fuese interpretada, si no fuera por Fradelitski, que se distingue, de hecho, entre los directores del mundo entero por ser el único que aprende menos con cada concierto que dirige.»
No había que sorprenderse, por tanto, de que el nombre de Jason Wecter estuviera en boca de todos; fue vituperado, y el Dial empezó a no poder publicar las cartas que recibía; era ensalzado, felicitado, maldecido, expulsado de círculos sociales en los que siempre había sido invitado, pero por encima de todo se hablaba de él, y parecía traerle sin cuidado que un día se le acusara de ser comunista y el siguiente de ser un reaccionario intransigente, ya que se le veía raras veces, salvo en los conciertos a los que debía asistir, y allí no hablaba con nadie. Sin embargo, fue visto en otro lugar: en el Widener, y más tarde se dijo que había sido visto dos veces consultando la peculiar colección de libros de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham.
Así estaban las cosas cuando la noche del 12 de agosto, dos días antes de su desaparición, Jason Wecter vino a mi apartamento en un estado que, en el mejor de los casos, debería calificar de trastorno mental transitorio. Su aspecto, y aún más su forma de hablar, eran salvajes. Era casi medianoche, pero hacía calor; se había dado un concierto a cuya primera mitad él había asistido, tras lo cual se había dirigido a su casa a consultar ciertos libros que había logrado sacar del Widener. Desde allí vino en taxi a mi apartamento, irrumpiendo y lanzándose sobre mí en el momento en que me disponía a acostarme.
-¡Pinckney! ¡Gracias a Dios que está aquí! Le llamé por teléfono, pero no contestó nadie.
-Acabo de llegar. Tranquilícese, Jason. Hay un magnífico scotch y soda en la mesa; sírvase un trago.
Se bebió un vaso lleno de mucho más whisky que soda. Todo él temblaba, no sólo sus manos, y me pareció que sus ojos tenían una expresión febril. Crucé la habitación y puse mi mano sobre su hombro, pero él se apartó con brusquedad.
-No, no estoy enfermo. ¿Recuerda usted aquella conversación que tuvimos acerca de la talla?
-Perfectamente.
-Bien; pues es cierto, Pinckney. Todo es verdad. Podría contarle..., podría contarle lo que sucedió en Innsmouth cuando el gobierno tomó la ciudad en 1928, y todas aquellas explosiones que se produjeron en el Arrecife del Diablo; sobre lo que ocurrió en Limehouse, en Londres, un poco antes, en 1911; acerca de la desaparición del profesor Shewsbury en Arkham hace no muchos años... Sé que hay aún focos de cultos secretos aquí mismo, en Massachusetts, y por todo el mundo.
-¿Sueño o realidad? -pregunté secamente.
-Oh, esto es real. Ojalá no lo fuese. Pero he tenido sueños. ¡Dios, qué sueños! ¡Le diré, Pinckney, que son como para volver loco a un hombre con el éxtasis de despertar de este mundo y saber que existen otros mundos exteriores! ¡Qué edificios gigantescos! ¡Aquellos colosos, elevándose hacia cielos extraños! ¡Y el Gran Cthulhu! ¡Oh, qué maravilla y qué belleza, cuánto terror y cuánto mal! ¡Y lo inevitable!
Me acerqué a él y le sacudí con fuerza.
Respiró profundamente y se sentó unos momentos con los ojos cerrados. Entonces dijo:
-Usted no me cree, ¿verdad, Pinckney?
-Le estoy escuchando. No importa si le creo o no, ¿no le parece?
-Quiero que haga algo por mí.
-¿De qué se trata?
-Si me sucede algo, localice la talla -ya sabe cuál- y llévela a alguna parte, póngala un peso y arrójela al mar. Preferiblemente, si pudiera, frente a Innsmouth.
-Escuche, Jason, ¿alguien le ha amenazado?
-No, no. ¿Me lo promete?
-Por supuesto.
-No importa lo que oiga o vea, o crea que oye o ve, ¿de acuerdo?
-Si usted lo desea...
-Sí, devuélvalo; debe volver.
-Pero dígame, Jason... Sé que ha sido bastante mordaz en sus críticas durante la última semana más o menos... Si alguien se ha empeñado en vengarse de usted...
-No sea ridículo, Pinckney. No se trata de eso. Ya le dije que no me creería. Se trata de la talla... Está entrando más y más en esta dimensión. ¿No lo puede comprender, Pinckney? Está empezando a materializarse. Hace dos noches, por vez primera..., ¡sentí sus tentáculos! 

Me abstuve de hacer ningún comentario y esperé.
-Le digo que me desperté, sentí su frío y húmedo tentáculo apartando las sábanas; lo sentí en mi cuerpo. Yo duermo sólo con las sábanas. Di un salto y encendí la luz..., y allí estaba, real, algo que podía ver tanto como sentir, retirándose y empequeñeciéndose, disolviéndose y desvaneciéndose... Y luego desapareció, volvió a su propia dimensión. Además de esto, desde hace una semana más o menos, he escuchado cosas que venían de la otra dimensión... Esa música de flautas y viento, por ejemplo, y un misterioso sonido silbante.
En ese momento me convencí de que mi amigo había perdido la razón.
-Si la talla le produce esos efectos, ¿por qué no la destruye? -le pregunté.
Negó con la cabeza.
-Jamás. Es mi único contacto con lo exterior, y le aseguro, Pinckney, que no todo es oscuridad allí. El mal existe en muchos planos, usted lo sabe.
-Si cree usted en ello, ¿no tiene miedo, Jason?
Se me acercó, con sus ojos brillantes clavados en mí.
-Sí -suspiró-. Sí, estoy terriblemente asustado, pero también estoy fascinado. ¿Puede comprenderme? He oído música del exterior; he visto cosas allí... A su lado, todo lo de este mundo nuestro palidece y se desvanece. Sí, estoy aterrorizado, Pinckney, pero no estoy dispuesto a permitir que mi miedo se interponga entre nosotros.
-¿Entre usted y quién más?
-¡Cthulhu! -susurró.
En ese momento alzó la cabeza con los ojos puestos en algo muy lejano.
-¡Escuche! -dijo suavemente-. ¿La oye, Pinckney? La música, ¡oh, esa música maravillosa! ¡Oh, el Gran Cthulhu!
Entonces se levantó y salió corriendo de mi apartamento con una expresión de felicidad casi beatífica en sus rasgos ascéticos.
Esa fue la última vez que vi a Jason Wecter.
¿O no fue la última?
Jason Wecter desapareció dos días más tarde, o durante la noche de aquel día. Otros lo vieron, aunque no hablaron con él, después de que me visitase en mi apartamento, pero ya no se le volvió a ver a partir de la noche siguiente, cuando un vecino, que regresaba tarde a casa, le vio a la luz de la ventana de su despacho, en apariencia escribiendo a máquina, aunque no se encontró rastro alguno de ningún manuscrito ni tampoco se envió nada al Dial para que lo publicase en su columna habitual.
Sus instrucciones, en caso de que le ocurriera algún desgraciado accidente, exigían que entrase en posesión de aquella talla descrita como la de un «Dios del Mar, procedente de Ponapé»..., un poco como si hubiese deseado ocultar la identidad de la criatura allí representada; así, en poco tiempo, con autorización de la policía, volví a tomar posesión de mi propiedad y me dispuse a hacer con ella lo que le había prometido a Wecter, no sin ayudar antes a la policía a comprobar que no faltaba ninguna de sus ropas y que todo indicaba que se había levantado de la cama y había desaparecido completamente desnudo.
No me detuve a examinar la talla cuando la saqué de la casa de Wecter; simplemente la puse en mi cartera y la llevé a casa, habiendo ya preparado todo lo necesario para trasladarme al día siguiente a los alrededores de Innsmouth y arrojar el objeto, con un peso, al mar.
Por ello no vi hasta el último momento el repugnante cambio que se había producido en ella. Debe tenerse presente que realmente no vi nada en proceso de cambio. Pero no es posible negar el hecho de que al menos en dos ocasiones había examinado cuidadosamente la talla en cuestión, y una de ellas bajo el especial interés de Jason Wecter para que observase unas fantásticas alteraciones que yo no veía. Y lo que efectivamente vi, debo confesar haberlo visto sobre una barca zarandeada por el agua, mientras escuchaba un ruido que sólo puedo describir como si la voz de alguien me llamase por mi nombre desde una insondable lejanía, muy, muy lejos, una voz como la de Jason Wecter, a no ser que la excitación de aquel momento hubiese trastornado mis propios sentidos.
Fue al sacar de mi cartera la talla, a la que había ya atado un peso, sentado en mar abierto frente a Innsmouth en la lancha que me habían prestado, cuando fui por vez primera consciente de aquel remoto e increíble sonido que se parecía a una voz pronunciando mi nombre y que parecía venir de algún sitio situado debajo de mí, más que encima. Esto fue, estoy seguro, lo que me detuvo lo suficiente para mirar de nuevo, aunque fugazmente, el objeto que tenía en mis manos, antes de lanzarlo para que se hundiera fuera de mi vista bajo las amables y encrespadas aguas del Atlántico. Pero no tengo duda alguna de lo que vi, ninguna en absoluto. Porque sostenía la talla de tal forma que no pude dejar de ver los tentáculos extendidos hacia fuera de aquella cosa retratada por un antiguo artista desconocido, y tampoco pude evitar ver que en uno de los tentáculos, que hasta entonces no sujetaba nada, había ahora, prisionera, la diminuta figura desnuda, perfectamente detallada, de un hombre cuyos rasgos ascéticos me eran inconfundiblemente familiares; ¡la miniatura de un hombre que existía en la misma relación con la forma de la talla, según las propias palabras de Jason Wecter -que volvían una y otra vez con una horrible irrevocabilidad allí, en la barca-, «que una semilla con una calabaza»! ¡E incluso cuando la arrojaba lejos de mí, me pareció que los labios de aquel hombre en miniatura se movían pronunciando las sílabas de mi nombre, y cuando chocó contra el agua y se hundió, me pareció escuchar aquella lejana voz, como la voz de Jason Wecter, ahogando mi nombre, entrecortándose y borboteando horriblemente, con tan sólo la primera sílaba pronunciada y la siguiente chapoteando ya en las aguas insondables frente al Arrecife del Diablo!



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