sábado, 22 de agosto de 2015

RELATO: "La maldición que cayó sobre Sarnath", H.P. Lovecraft





La maldición que cayó sobre Sarnath


H.P. Lovecraft


Hay en la tierra de Mnar un amplio lago tranquilo al que ninguna corriente nutre y del que tampoco nace río alguno. Hace diez mil años se alzaba en sus riberas la poderosa ciudad de Sarnath, pero Sarnath ya no está allí.
Cuentan que, en los olvidados años en que el mundo era joven, aun antes de que los hombres de Sarnath llegaran a la tierra de Mnar, otra ciudad se ubicaba junto al lago; la ciudad construida con piedras grises de lb, que era tan vieja como el mismo lago y estaba poblada por seres de ingrata apariencia. Tales seres resultaban sumamente feos y extraños, tal como de hecho son la mayoría de los retoños de un mundo apenas esbozado. Está escrito en las piedras cilíndricas de Kadatheron que el color de los seres de lb resultaba tan verde como el lago y las neblinas que se alzan de su superficie; que eran de ojos saltones, labios fofos y repulsivos, y curiosas orejas, así como que eran mudos. También está escrito que descendieron una noche de la luna, entre la niebla; ellos y el gran lago tranquilo, y la pétrea ciudad gris de lb. Como quiera que sea, es cierto que adoraban a un ídolo de piedra verde mar cincelado a semejanza de Bokrug, el gran lagarto acuático, ante el que danzaban de forma horrible cuando la luna se mostraba gibosa. Y está escrito en los papiros de Ilarnek que descubrieron un día el fuego, y que desde entonces utilizaron las llamas en multitud de festejos. Pero no es mucho lo que se ha escrito sobre tales seres, ya que existieron en tiempos verdaderamente remotos, y el hombre es joven, y sabe muy poco sobre los más antiguos de entre los seres vivos.
Tras muchos eones los hombres llegaron a la tierra de Mnar; eran oscuros pueblos pastores que arreaban sus rebaños y que construyeron Thraa, Ilarnek y Kadatheron junto al sinuoso río Al. Y algunas tribus, más audaces que las otras, se llegaron al borde del lago y emplazaron Sarnath en el lugar en que los metales preciosos afloraban de la tierra.
Las errabundas tribus ubicaron las primeras piedras de Sarnath no muy lejos de la ciudad gris de lb, maravillándose en grado sumo ante los seres que allí moraban. Pero con su asombro se mezclaba el odio, porque no estaba en su forma de pensar el admitir que seres de tal aspecto pudieran habitar el mundo de los hombres nacidos del fango. Tampoco gustaban de las extrañas esculturas sobre los monolitos grises de lb, ya que la gran antigüedad de tales tallas les resultaba terrible. Nadie sabría decir por qué aquellos seres y esculturas permanecían sobre la tierra, aun tras la llegada del hombre; a no ser que fuera porque la tierra de Mnar era tranquila en verdad, y alejada de la mayoría de otras tierras, tanto de la vigilia como de los sueños.
Cuanto más miraban a los seres de lb, más los odiaban los hombres de Sarnath, y a esto contribuía no poco el descubrimiento de que aquellos seres resultaban débiles como jalea a la herida de piedras, lanzas y flechas. Así que un día los guerreros jóvenes, los honderos y los lanceros y los arqueros se pusieron en marcha contra Ib y mataron a todos sus moradores, arrojando los extraños cuerpos al lago mediante largas lanzas, ya que no querían tocarlos. Y ya que no gustaban de los grises monolitos esculpidos de lb, los abatieron asimismo sobre el lago, maravillándose de la enormidad del trabajo de acarrear aquellas piedras desde muy lejos, como sin duda había sido, ya que no se conocía nada semejante en toda la tierra de Mnar ni en las adyacentes.
De esta forma no quedó nada de la antiquísima ciudad, a excepción del ídolo de piedra verde mar cincelado a semejanza de Bokrug, el lagarto acuático. A éste los guerreros jóvenes se lo llevaron a Sarnath como un símbolo de conquista sobre los viejos dioses y los seres de lb, así como en señal de liderazgo sobre Mnar. Pero la noche después de ser emplazado en el templo, algo terrible debió suceder, ya que se vieron luces salvajes sobre el lago, y al llegar la mañana el pueblo se encontró con que había desaparecido, y que el sumo sacerdote Taran-Ish yacía muerto, como abatido por algún miedo indecible. Y antes de morir, Taran-Ish había garabateado sobre el altar de crisolito con trazos temblorosos la señal de la MALDICIÓN.
Luego de Taran-Ish se sucedieron los sumos sacerdotes en Sarnath, pero nunca llegaron a encontrar el ídolo de piedra verde mar. Y multitud de siglos llegaron y se fueron, y Sarnath prosperó desmesuradamente, hasta que sólo los sacerdotes y las viejas recordaron lo que Taran-Ish garabateara sobre el altar de crisolito. Entre Sarnath y la ciudad de Ilarnek se estableció un camino de caravanas, y los preciosos metales de la tierra se intercambiaban por otros metales y ropas raras y joyas y libros e instrumental para los artífices y todas los lujosos bienes conocidos por el pueblo que habita a lo largo del sinuoso río Ai y aun más allá. Así creció Sarnath poderosa y sabia, y enviaba ejércitos de conquista para subyugar a las ciudades vecinas; y en su momento se sentaron en el trono de Sarnath los reyes de toda la tierra de Mnar, así como multitud de tierras adyacentes.
Maravilla del mundo y orgullo de la humanidad era Sarnath la magnífica. De pulido mármol, extraído del desierto, eran sus murallas; con una altura de 300 codos y una anchura de 75, de forma que dos carros podían cruzarse sobre su parte alta. Su longitud era de 500 estadios, interrumpiéndose tan sólo en la parte que daba al lago, donde un gran dique de piedra verde contenía a las olas que se alzaban de forma extraña una vez al año, durante el aniversario de la destrucción de Ib. En Sarnath había cincuenta calles que iban del lago a las puertas de las caravanas, y otras cincuenta que las cruzaban. De ónice estaban todas pavimentadas, a excepción de aquellas por donde pasaban los caballos y los camellos y los elefantes, que se hallaban adoquinadas con granito. Y las puertas de Sarnath eran tantas como calles concluían en sus murallas, cada una de ellas de bronce y flanqueadas por efigies de leones y elefantes esculpidos en una clase de piedra ya desconocida para los hombres. Las casas de Sarnath eran de ladrillo vidriado y calcedonia, cada una con su jardín vallado y su estanque cristalino. En extraño estilo habían sido construidas, ya que ninguna otra ciudad poseía casas así, y los viajeros de Thraa e Ilarnek y Kadatheron se maravillaban ante los resplandecientes domos con que se hallaban rematadas.
Pero más maravillosos aún resultaban los templos y los palacios, así como los jardines establecidos por el antiguo rey Zokkar. Había multitud de palacios, el más modesto de los cuales era más formidable que cualquiera de los de Thraa o Ilarnek o Kadatheron. Tan altos eran que, hallándose en su interior, uno podía creer que se hallaba a cielo abierto; aunque cuando se iluminaban con antorchas embebidas en el aceite de Dothur sus muros mostraban inmensos frescos de reyes y ejércitos, de una magnificencia tal que elevaban el espíritu al tiempo que atemorizaban a quienes los contemplaban. Multitud eran las columnas de los palacios, todas de mármol veteado, y talladas con motivos de belleza sin par. Y en la mayoría de los palacios los suelos se hallaban cubiertos por mosaicos de berilo y lapislázuli y sardónice y rubí y otros materiales selectos, tan bien distribuidos que el visitante podía creerse paseando sobre lechos de las más raras flores. Y había asimismo fuentes que derramaban aguas perfumadas alrededor mediante surtidores diseñados con habilidosa artesanía. Eclipsando a todos sus rivales se alzaba el palacio de los reyes de Mnar y tierras adyacentes. Sobre dos agazapados leones de oro reposaba el trono, muchos peldaños por encima del suelo resplandeciente. Y había sido tallado en una única pieza de marfil, aunque ningún hombre vivo conocía de dónde pudiera proceder algo tan inmenso. En ese palacio también había innumerables galerías, y muchos anfiteatros donde leones y hombres y elefantes combatían para entretenimiento de los reyes. En ocasiones se inundaban los anfiteatros con aguas canalizadas desde el lago a través de poderosos acueductos, y entonces se libraban trepidantes combates navales o luchas de nadadores contra mortíferos seres acuáticos.
Altos y asombrosos resultaban los diecisiete templos en torre de Sarnath, edificados con una piedra de reflejos multicolores desconocida en cualquier otra parte. Su buen millar de codos medía el mayor de todos, allí donde moraba el sumo sacerdote entre una magnificencia apenas superada por la del rey. Abajo había salones tan amplios y espléndidos como los de los palacios, donde se agolpaban las muchedumbres adorando a Zo-Kalar y Tamash y Lobon, los dioses mayores de Sarnath, cuyos relicarios, envueltos en humo de incienso, eran semejantes a tronos de monarca. Las imágenes de Zo-Kalar y Tamash y Lobon no eran como las demás estatuas de dioses, ya que resultaban tan vívidas que uno podría jurar que los propios y agraciados dioses barbudos ocupaban sus tronos de marfil. Y a través de interminables escaleras de brillante circonio se llegaba al aposento de la cima, desde donde el sumo sacerdote avizoraba de día sobre la ciudad y las llanuras y el lago; y de noche la críptica luna y las estrellas más brillantes y los planetas, así como sus reflejos en el lago. Allí tenían lugar los más antiguos y secretos ritos en execración de Bokrug, el lagarto acuático, y allí reposaba el altar de crisolito ostentando la MALDICIÓN, garabateada por Taran-Ish.
Maravillosos asimismo resultaban los jardines edificados por el antiguo rey Zokkar. Ocupaban el centro de Sarnath, cubriendo un gran espacio y circundados por un alto muro. Y se hallaban cubiertos por un poderoso domo de cristal, a través del cual brillaban el sol y la luna y las estrellas y los planetas cuando estaba despejado. Y de ella se colgaban refulgentes imágenes del sol y la luna y las estrellas y los planetas cuando estaba nublado. En verano, los jardines se refrescaban mediante aromáticas brisas frescas, habilidosamente provocadas mediante ventiladores, y en verano se caldeaban a través de fuegos ocultos, por lo que en dichos jardines siempre reinaba la primavera. Pequeñas corrientes corrían sobre guijarros claros, surcando prados verdes y jardines multicolores, y multitud de puentes los salvaban de uno a otro lado. Muchas eran las cascadas a lo largo de sus cursos, y muchos asimismo los estanques cuajados de lirios en los que se expandían. Sobre corrientes y estanques bogaban blancos cisnes, al tiempo que la música de aves exóticas repicaba al compás del canto de las aguas. Macizos verdes nacían en ordenadas terrazas, adornados aquí y allá con emparrados y amables arriates, y asientos y bancos de mármol y pórfido. Y había innumerables capillas y templetes en donde uno podía descansar o rezar a los dioses menores.
Cada año tenía lugar en Sarnath la fiesta de la destrucción de lb, y en esa ocasión se prodigaban el vino, las canciones, la danza y todo tipo de festejos. Se rendían grandes honores a los espectros de aquellos que aniquilaron a los seres de extraña antigüedad, y la memoria de éstos y sus viejos dioses resultaba mancillada por bailarines y músicos coronados con rosas procedentes de los jardines de Zokkar. Y los reyes oteaban sobre el lago y maldecían los huesos de los muertos que descansaban en sus honduras. En un principio los sumos sacerdotes no gustaban de tales festejos, ya que se contaban unos a otros extrañas historias de cómo el ídolo verde mar se había esfumado, y de cómo Taran-Ish había muerto de miedo, no sin antes dejar un aviso. Y se comentaba que, a veces, desde su alta torre, se divisaban luces bajo las aguas del lago. Pero como innumerables años fueron transcurriendo sin que sucediera calamidad alguna, incluso los sacerdotes rieron y maldijeron, y tomaron parte en aquellas orgías multitudinarias. Además, ¿no habían ellos mismos realizado a menudo, en su alta torre, el inconcebiblemente antiguo rito de execración de Bokrug, el lagarto acuático? Y un millar de años de riqueza y gozos transcurrieron sobre Sarnath, maravilla del mundo y orgullo de toda la humanidad.
Magnificiente más allá de toda imaginación resultó la fiesta del milenio de la destrucción de lb. Por espacio de una década se habló en la tierra de Mnar sobre ella, y al acercarse la noche acudieron a Sarnath en caballos y camellos y elefantes hombres de Thraa, Ilarnek y Kadatheron, y de todas las ciudades de Mnar y de las tierras de aún más allá. Los pabellones de los príncipes y las tiendas de los viajeros se alzaron ante los marmóreos muros en aquella señalada noche, y por toda la ribera resonaban los cánticos de alegres celebrantes. En su sala de banquetes se reclinaba Nargis-Hey, el rey, catando vinos añejos de las bodegas de la conquistada Pnath, rodeado de nobles alegres y diligentes esclavos. Se habían paladeado multitud de platos durante esa fiesta; pavos reales de las islas de Nariel en el Océano Medio; cabras jóvenes de las lejanas colinas de Implan, pies de camellos del desierto bnarcico, nueces y especias de los plantíos cidarianos, y perlas de marítimo Mtal, disueltas en el vinagre de Thraa. Había salsas en número incontable, preparadas por los mejores cocineros de toda Mnar, y aptas para todos los paladares. Pero el manjar más apreciado lo constituían los grandes peces del lago, de gran envergadura y servidos sobre fuentes de oro hermoseadas con rubíes y diamantes.
Mientras el rey y sus nobles festejaban en palacio, y contemplaban los platos cumbre que aguardaban en sus fuentes de oro, otros celebraban en otra parte. En la torre del gran templo los sacerdotes se entregaban a la diversión, y en los pabellones extramuros los príncipes de tierras vecinas festejaban a su vez. Y sucedió que fue el sumo sacerdote Gnai-Kah quien primero advirtió la sombra que descendía de la gibosa luna hacia el lago, y la espantosa bruma verde que surgía del lago para juntarse con la luna y envolver con siniestra neblina las torres y cúpulas de la condenada Sarnath. Luego, quienes estaban en las torres y al otro lado de los muros avistaron extrañas luces en las aguas y vieron que la roca gris Akurión, que se alzaba junto a la orilla, estaba casi sumergida. Y el miedo prendió difusa aunque velozmente, de forma que el príncipe de Ilarnek y el del lejano Rokol desmontaron y plegaron sus tiendas y pabellones y huyeron hacia el río Ai, aunque ellos mismos apenas entendían el motivo de aquella precipitada salida.
Entonces, próxima a sonar la medianoche, las puertas de bronce de Sarnath se abrieron y vomitaron una multitud enloquecida que cubrió la llanura, por lo que príncipes visitantes y viajeros huyeron espantados, ya que los rostros de esa multitud ostentaban la enloquecedora impronta de un inaguantable horror, y de sus bocas brotaban palabras tan terribles que nadie se demoró a comprobar su verdad. Hombres de ojos enloquecidos por el miedo vociferaban haber mirado en la sala del rey a través de los ventanales, y que ya no resultaba posible ver las siluetas de Nargis-Hei y sus nobles y esclavos, sino tan sólo una horda de indescriptibles seres verdes mudos, con ojos saltones y repulsivos labios fofos, y curiosas orejas. Seres que bailaban de forma espantosa, sosteniendo entre sus zarpas fuentes doradas hermoseadas con rubíes y diamantes, y conteniendo llamas terribles. Y los príncipes y viajeros, mientras huían de la ciudad maldita de Sarnath a lomos de caballos y camellos y elefantes, volvieron la vista al lago del que brotaban las nieblas y vieron que la roca Akurión se hallaba prácticamente sumergida.
Por toda la tierra de Mnar y adyacentes corrieron historias de aquellos que habían escapado de Sarnath, y las caravanas ya no concurrieron más a la ciudad maldita, ni a sus metales preciosos. Tuvo que transcurrir mucho tiempo antes de que algún viajero fuera allá, y sólo entonces los jóvenes valientes y aventureros de la lejana Falona osaron hacer el viaje, jóvenes aventureros de pelo rubio y ojos azules sin parentesco alguno con los hombres de Mnar. De hecho, aquellos hombres acudieron al lago para contemplar Sarnath, pero aunque encontraron el gran lago tranquilo y la roca gris Ákurión que se alza muy alta cerca de la orilla, no pudieron vislumbrar la maravilla del mundo y orgullo de toda la humanidad. Donde antes se alzaran muros de 300 codos y torres aún más altas, ahora se hallaba sólo orilla pantanosa; y donde antes moraran cincuenta millones de hombres ahora tan sólo se veía  al detestable lagarto verde de agua. Ni las minas de metal precioso quedaban, ya que la MALDICIÓN había caído sobre Sarnath.
Pero medio oculto entre los juncos se descubrió un curioso ídolo de piedra verde; un ídolo sumamente antiguo, cubierto de algas y cincelado a semejanza de Bokrug, el gran lagarto acuático. Ese ídolo, entronizado en el gran templo de Ilarnek, fue en adelante adorado al resplandor de la luna gibosa en toda la tierra de Mnar.






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