viernes, 21 de agosto de 2015

RELATO: "El morador de las tinieblas", August Derleth (3ª parte)


El morador de las tinieblas 


(3ª parte)


August Derleth



“¡Escúcheme! Salga de este sitio. Olvide; pero antes de irse, llame a Cthugha. Durante siglos enteros éste ha sido el punto de reunión donde tocan la tierra los seres malignos del cosmos exterior. Yo lo sé. Les pertenezco. Se apoderaron de mí, tal como se apoderaron de Piregard y de muchos otros... de todos los incautos que vinieron a este bosque y a los que no destruyeron de inmediato. Es de ellos, el Bosque de N’gai, la mansión terrestre del Ciego, el Sin Cara, el Aullador de la Noche, el Habitante de la Oscuridad, Nyarlathotep, que sólo teme a Cthugha. Con él estuve en los espacios interestelares. Estuve sobre la prohibida Meseta de Leng; en Kadath en el Desierto Helado; más allá de Las Puertas de la Llave de Plata; aun en Kythamil cerca de Arcturus y Mnar; en N’kai y el Lago de Hali; en K’n-yan y la fabulosa Carcosa; en Yadddith y Y’ha-nthlei, cerca de Innsmouth; en Yoth y Yuggoth, y desde lo lejos he mirado sobre Zothique, con el ojo de Algol. Cuando Fomalhaut haya brillado por sobre los árboles, llame a Cthugha con estas palabras, repetidas tres veces: Ph’nglui mglw’nafh Cthugha Fomalhaut n’gha-ghaa naf’l thagn. ¡Ia! ¡Cthugha! Cuando él haya venido, váyase de inmediato, si no será destruido usted también. Pues este maldito lugar debe ser aniquilado para que Nyarlathotep no venga más desde los espacios interestelares. ¿Me oye usted, Dorgan? ¿Me oye usted? ¡Dorgan! ¡Laird Dorgan!”

Oyóse luego una protesta, seguida por ruido de golpes y de una tela que se rasgaba, como si se llevaran a Gardner por la fuerza, y luego siguió un silencio absoluto.

Por unos momentos más, Laird dejó seguir girando el cilindro; pero no se oyó más nada, y finalmente lo puso en marcha otra vez, diciendo:

—Me parece conveniente que copiemos esto lo mejor posible. Tú puedes tomar todo lo que se habló, y los dos copiaremos la fórmula para llamar a Cthugha.

—¿Era...?

—Conocería su voz en cualquier parte —me replicó.

—¿Está vivo entonces?

Me miró con los párpados entornados.

—Eso no lo sabemos.

—¡Pero su voz!

Sacudió la cabeza, pues una vez mas se oían los sonidos, y ambos tuvimos que comenzar la tarea de copiarlos. No tuvimos tanta dificultad como temiéramos, pues había intervalos de silencio que nos facilitaban la tarea. El llamado a Cthugha fue algo más difícil; pero, haciendo funcionar varias veces el dictáfono, logramos poner por escrito el equivalente aproximado de los sonidos. Cuando finalizamos, Laird desconectó el aparato y me miró con expresión incierta.

—Fomalhaut se eleva casi con el crepúsculo... un poco antes quizá —musitó. Como yo, había aceptado lo que oyera sin reparo alguno—. Debería estar sobre los árboles alrededor de unos veinte o treinta grados por sobre el horizonte, pues en esta latitud no se acerca tanto al cenit como para sobrepasar las copas de los pinos. Me figuro que eso será más o menos una hora después de la caída de la oscuridad... alrededor de las nueve y treinta.

—¿No pensarás ponerlo a prueba esta noche? —pregunté—. Al fin y al cabo, ¿qué quiere decir? ¿Quién o qué es Cthugha?

—No sé más que tú. Y no lo pondré a prueba esta noche. Has olvidado la losa. ¿Te animas a ir conmigo... después de esto?

Asentí en silencio.

Laird consultó su reloj y me miró luego. En sus ojos ardía la llama de la decisión. Me puse en pie y salí con él de la cabaña.


4

Llegamos al cinturón de árboles que rodeaba la losa mientras brillaban los rayos del sol en el cielo occidental, y con ayuda de la linterna que llevaba Laird, examinamos la curiosa piedra tallada. Se veía en ella a una enorme criatura amorfa, dibujada por un artista que evidentemente carecía de imaginación suficiente como para dibujar su cara, pues no la tenía, y su cabeza era de forma cónica. La criatura tenía apéndices parecidos a tentáculos y manos, o crecimientos parecidos a manos, no sólo dos, sino varios; de manera que parecía a la vez humana y sobrenatural en su estructura. A su lado se veían dos figuras deformes, de una parte de las cuales —posiblemente las cabezas, Aunque el contorno no era definido— se proyectaba lo que debían ser instrumentos de alguna clase, pues los repugnantes objetos parecían estar arrancándoles notas.

Nuestro examen fue muy rápido, pues no deseábamos arriesgarnos a ser sorprendidos allí por cualquier cosa que se acercara, y es posible que, en las circunstancias, nuestras imaginaciones exageraran un tanto las cosas. Pero, aunque el tiempo nos lo hubiera permitido, es muy dudoso que hubiéramos mirado más a esa losa repugnante.

Nos alejamos hacia un sitio relativamente cercano al camino que debíamos seguir para retornar a la cabaña, y, sin embargo, no muy alejado del claro donde se hallaba la losa, de manera de poder ver claramente y estar ocultos en un lugar que nos permitiera retirarnos si había necesidad de hacerlo. Allí nos quedamos esperando, mientras una negrura insondable nos rodeaba.

Según el reloj de Laird, esperamos exactamente una hora y diez minutos antes de que comenzara el aullar del viento, y de inmediato se produjo una manifestación extraordinaria, pues en cuanto comenzó el bramido del viento, la losa comenzó a brillar con resplandores que tomaban incremento rápidamente, hasta que despidió reflejos tales que una verdadera columna luminosa se extendió recta hacia el cielo. La luz seguía los contornos de la losa, y emergía hacia lo alto; no se difundía ni dispersaba alrededor del claro ni hacia el bosque, sino que brillaba hacia el cielo como si fuera un rayo dirigido por un reflector. Simultáneamente, el aire que nos rodeaba pareció cargarse de maldad; nos agobió un aura de horrores que rápidamente se tornó imposible de soportar. Era aparente que el sonido del viento que llenaba ya la atmósfera, no sólo se relacionaba al amplio rayo de luz que fluía hacia lo alto, sino que era causado por él. Más aún, mientras observábamos, la intensidad y el color de la luz variaba constantemente, cambiando de un blanco cegador a un verde claro, y de verde a lila; siendo a veces tan intensos sus fulgores que nos vimos obligados a apartar la vista; mas casi la mayor parte del tiempo podíamos mirarlo sin que nos dañara los ojos.

Tan súbitamente como comenzara, el sonido del viento se acalló, la luz se hizo más difusa y débil, y casi de inmediato llegó a nuestros oídos el son de música de flautas. No venía de nuestro alrededor, sino desde arriba, y de común acuerdo, elevamos la vista hacia el cielo.

Lo que ocurrió entonces frente a nuestros ojos no lo puedo explicar. ¿Fue que algo bajó velozmente hacia la losa o era todo el producto de una alucinación colectiva? Vimos grandes cosas negras que bajaban por el sendero de luz, y dirigimos entonces la vista hacia la losa.

Lo que vimos allí nos hizo salir huyendo enloquecidos de ese lugar infernal.

Pues, donde un momento antes no había nada, vimos ahora a una gigantesca masa protoplasmática, un ser colosal que se elevaba hacia las estrellas, y cuya estructura estaba en constante cambio, y a cada lado había dos seres menores, igualmente amorfos, sosteniendo caramillos o flautas y produciendo esa música demoníaca que repercutía en toda la selva. Pero la cosa que estaba sobre la losa, el Habitante de la Oscuridad, era el peor de los horrores; pues de su masa de carne amorfa crecían a voluntad tentáculos, garras y manos que volvían de nuevo a perderse en su cuerpo; la masa misma se henchía y disminuía sin esfuerzo aparente, y donde estaba su cabeza y debían estar sus facciones, sólo había un espacio en blanco, mucho más horrible aún porque de esa masa ciega emergió la voz semihumana y semibestial que ya conocíamos por la grabación del dictáfono. Huimos, como dije, tan aterrorizados que por pura casualidad dimos con el sendero que nos llevaría a nuestra cabaña. Y detrás de nosotros se elevó la voz espantosa de Nyarlathotep, el Ciego, el Sin Cara, el Poderoso Mensajero, el ser de los espacios siderales, cuya voz despertaba los ecos de la selva con su tremebundo ulular que no se borraría nunca de mi memoria.

¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih! EEE-yayayayayaaa-jaaajaaajaaajaaa-ngh’aaa-ngh’aaa-ya-ya-yaaa!

Luego se hizo el silencio.

Y, sin embargo, por increíble que parezca, nos esperaba el terror final.

Pues no habíamos cubierto aún la mitad del camino cuando notamos que algo nos seguía; a nuestras espaldas se elevó un horrible sonido como de algo que se arrastra, como si la entidad amorfa hubiera abandonado la losa que erigieron sus adoradores en tiempos remotos, y nos persiguiera. Obsesionados por un espanto irresistible, corrimos desesperadamente, y estábamos ya casi en la cabaña cuando notamos que el sonido horrible —el retemblar de la tierra como si se arrastrara un ser gigantesco sobre ella— había cesado, y en cambio nos llegó a los oídos el ruido calmo y pausado de pasos humanos.

¡Pero no eran nuestros pasos! Y después de lo que acabábamos de experimentar, sólo sirvieron para aumentar nuestros terrores.

Llegamos a la cabaña, encendimos la lámpara y nos dejamos caer en dos sillas, para esperar lo que se acercaba tan tranquilamente, ascendía los escalones de la galería, colocaba la mano sobre el picaporte, abría la puerta...

¡Era el profesor Gardner el que se presentó en el umbral!

Por un momento lo miramos boquiabiertos, como si fuera un hombre que retornara de la tumba.

Luego, Laird dio un salto, exclamando:

—¡Profesor Gardner!

El profesor sonrió gravemente y elevó una mano para protegerse los ojos de la luz.

—Si no les molesta, quisiera que bajaran un poco la luz de la lámpara. He estado tanto tiempo en la oscuridad...

Laird se volvió para obedecerlo, y el profesor penetró en la habitación, marchando con la serenidad del que está seguro de sí mismo, como si no hubiera desaparecido de la faz de la tierra más de tres meses antes, como si no nos hubiera hecho ese ruego desesperado la noche anterior, como...

Observé a Laird; su mano se apoyaba todavía en la lámpara; pero sus dedos ya no hacían girar la llave de la mecha, mientras que tenía la vista clavada en el suelo. Miró al profesor Gardner; estaba sentado con la cabeza vuelta en dirección contraria a la luz, los ojos cerrados y una ligera sonrisa en los labios; tal como le viera tantas veces en el Club Universitario de Madison, y me pareció entonces que todo lo ocurrido en la cabaña no era más que un sueño.

¡Mas no era un sueño!

—¿No estuvieron aquí anoche? — preguntó el profesor.

—No; pero teníamos conectado el dictáfono.

—¡Ah! ¿Oyeron algo entonces?

—¿Querría usted escuchar el cilindro, señor?

—Sí, es claro.

Laird conectó la máquina y nos sentamos en silencio, escuchando todo lo que ya habíamos oído hasta que terminó de funcionar el aparato. Luego el profesor volvió lentamente la cabeza.

—¿Qué piensa usted de eso? —preguntó a Dorgan.

—No sé qué pensar —repuso Laird—. Las frases son muy inconexas... excepto las suyas. Allí parece haber alguna coherencia.

Súbitamente, sin advertencia alguna, la habitación se cargó de una atmósfera de amenaza; fue una impresión momentánea; pero Laird la sintió tan agudamente como yo, pues dio un respingo. Estaba sacando el cilindro del aparato cuando el profesor habló de nuevo.

—¿No se les ocurre pensar que tal vez son víctimas de un engaño?

—No.

—¿Y si les dijera que me fue posible hacer todos esos sonidos registrados en ese cilindro?

Laird le miró largo rato en silencio antes de replicar en voz baja que, por supuesto, el profesor Gardner había investigado los fenómenos del Lago Rick mucho más tiempo que nosotros, y que si él lo afirmaba...

El profesor dejó escapar una risa ronca.

—¡Fenómenos enteramente naturales, muchacho! Existe un depósito de minerales debajo de esa grotesca losa del bosque; produce luz y también un miasma especial que provoca alucinaciones. Eso es todo. En cuanto a las varias desapariciones... flaquezas humanas, nada más, pero que resultan una coincidencia en este caso. Vine aquí con grandes esperanzas de verificar algunas de las tonterías que el viejo Partier dijo hace mucho tiempo, pero... —sonrió desdeñosamente, sacudió la cabeza y extendió la mano—. Deme usted ese cilindro, Laird.

Sin decir palabra, Laird entregó el disco al profesor. Éste lo tomó, y lo elevaba hacia sus ojos cuando golpeó con el codo en la mesa y, dejando escapar una exclamación de dolor, lo dejó caer. El cilindro se rompió en varios pedazos al dar contra el piso.

—¡Oh! —exclamó el profesor—. Lo siento mucho. –Se volvió hacia Laird—. Pero... ya que puedo publicar en cualquier momento lo que he sabido respecto a las leyendas de este lugar... —Se encogió de hombros.

—No tiene importancia —dijo Laird serenamente.

—¿Quiere usted decir que todo lo grabado en ese cilindro no fue más que imaginación suya, profesor? –intervine yo—. ¿Aun ese cántico para llamar a Cthugha?

El profesor se volvió hacia mí con una sonrisa sardónica en los labios.

—¿Cthugha? Eso no es más que producto de una imaginación afiebrada. Además, hay que usar la cabeza, muchacho. Se cree que Cthugha habita en Fomalhaut, la que está a veintisiete años de luz de la tierra, y que, si se repite ese cántico tres veces cuando Fomalhaut se eleva, Cthugha aparecerá para hacer inhabitable este lugar, tanto para el hombre como para una entidad extraña. ¿Cómo cree usted que se puede lograr tal cosa?

—Pues, por algo parecido a la transmisión del pensamiento —replicó Laird obstinadamente—. Supongo que no es irrazonable creer que si dirigimos nuestros pensamientos hacia Fomalhaut, algo podría recibirlos allí... suponiendo que exista vida en esa estrella. El pensamiento es instantáneo. Es posible también que estén ellos tan desarrollados mental y científicamente como para hacer la materialización tan rápida como el pensamiento.

—Muchacho... ¿habla usted en serio? —preguntó el profesor en tono desdeñoso.

—Usted preguntó.

—Bien, entonces, como respuesta hipotética a una teoría, puedo pasar eso por alto.

—Francamente —dije yo, sin hacer caso de la señal negativa que me hacía Laird— no creo que lo que vimos esta noche en la selva sea una alucinación causada por un miasma que salga de la tierra.

El efecto de mis palabras fue extraordinario. Se notó que el profesor hacía esfuerzos sobrehumanos para contener su ira. Al cabo de un momento logró dominarse, y dijo simplemente:

—Han estado allí entonces. Supongo que ya es demasiado tarde para hacerles creer otra cosa...

—Siempre he estado dispuesto a comprobar todo, señor, y me inclino hacia los métodos científicos —dijo Laird.

El profesor Gardner se llevó la mano a los ojos y replicó:

—Estoy cansado. Anoche, cuando estuve aquí, noté que estaba usted en la que era mi habitación, Laird, de modo que ocuparé la vecina, frente a la de Jack.

Ascendió la escalera como si nada hubiera ocurrido entre la última vez que ocupara la cabaña y la noche de su regreso.


5

El resto de la historia —y la culminación de esa noche apocalíptica— se relatan muy pronto.

No había dormido más de una hora —era ya la una de la madrugada— cuando me despertó Laird. Estaba al lado de mi cama completamente vestido, y en voz baja me ordenó levantarme y vestirme, meter en una maleta lo más necesario y prepararme para cualquier cosa. A todas mis preguntas contestó que esperara. No me permitió encender la luz, aunque él tenía una linterna pequeña y la usó con gran prudencia.

Cuando hube finalizado, salió de mi cuarto y susurró:

—Ven.

Fuimos directamente al cuarto en el que entrara el profesor. A la luz de su linterna vi que la cama no había sido tocada; es más, sobre la delgada película de polvo que cubría el piso, se notaba que Gardner cruzó la habitación y salió por la ventana.

—Ya ves que no tocó la cama —murmuró Laird.

—¿Pero por qué?

Laird me apretó el brazo.

—¿Recuerdas lo que nos insinuó Partier, lo que vimos en el bosque; esa cosa protoplasmática y amorfa? ¿Y lo que decía el cilindro?

—Pero Gardner nos dijo... —protesté.

Sin una palabra más, se volvió. Le seguí escaleras abajo, donde se detuvo frente a la mesa en la que trabajáramos. Iluminó su superficie con la linterna. La sorpresa me hizo lanzar una exclamación que Laird me hizo callar de inmediato. Pues en la mesa no había nada, excepto el ejemplar de El Extraño y Otros y tres ejemplares de una revista llamada Weird Tales que contenía cuentos suplementarios a los del libro escrito por Lovecraft. Todas las notas de Gardner, nuestras anotaciones, los fotostatos de la Miskatonic University... todo, en fin, había desaparecido.

—Él se las llevó —dijo Laird—. Ningún otro pudo haberlo hecho.

—¿Adónde fue?

—De regreso al sitio de donde vino. —Se volvió hacia mí con ojos relucientes—. ¿Entiendes lo que eso significa, Jack?

Sacudí la cabeza.

—Ellos saben que hemos estado allá, ellos saben que hemos visto demasiado...

—¿Pero cómo?

—Tú se lo dijiste.

—¿Yo? ¡Cielos, hombre!, ¿estás loco? ¿Cómo pude haberlo dicho?

—Aquí, en esta cabaña, esta noche... tú mismo te traicionaste, y no quiero ni pensar en lo que va a ocurrir ahora. Tenemos que huir.

Por un momento todo lo acontecido en los últimos días pareció convertirse en una masa ininteligible; la desesperación de Laird estaba muy clara, y, sin embargo, lo que acababa de sugerir era tan completamente increíble que el pensarlo confundió todas mis ideas.

Laird hablaba ahora rápidamente.

—¿No te parece extraño la forma como volvió? ¿Cómo salió del bosque después de que viéramos esa cosa infernal... no antes? Y las preguntas que formuló..., el sentido de esas preguntas. Y cómo logró romper el cilindro: nuestra única prueba científica de todo. Y ahora, la desaparición de las notas... de todo lo que pudiera substanciar las “tonterías” de Partier, como él las llamó.

—¿Pero si debemos creer lo que nos dijo...?

Me interrumpió antes de que pudiera terminar.

—Una cosa era cierta. La voz que me llamaba en el cilindro... o el hombre que estuvo aquí esta noche.

—¿El hombre...?

Pero lo que estaba por decir lo interrumpió Laird bruscamente.

—¡Escucha!

Desde las profundidades del bosque, morada del Habitante de la Oscuridad, llegaba una vez más la música de las flautas acompañada por el ulular ya conocido, y por el batir de grandes alas.

—Sí, ya oigo —susurré.

—¡Escucha con atención!

En el momento mismo en que lo dijo, comprendí. Había algo más: los sonidos de la selva no sólo se elevaban y disminuían en intensidad... ¡se estaban acercando!

—¿Ahora me crees? —preguntó Laird—. ¡Vienen a buscarnos! —Se volvió hacia mí—. ¡El cántico!

—¿Qué cántico? —pregunté estúpidamente.

—El cántico para llamar a Cthugha... ¿lo recuerdas?

—Lo anoté. Aquí lo tengo.

Por un instante temí que también nos hubieran robado esa nota, pero no fue así; estaba en mi bolsillo, donde la dejara yo. Con mano temblorosas, Laird me arrebató el papel de la mano.

—¡Ph’nglui mglw’nafh Cthugha Fomalhaut n’gha—ghaa naf’l thagn! ¡Ia! ¡Cthugha! —exclamó, corriendo hacia la galería, mientras yo le seguía de cerca.

Desde los bosques nos llegó la voz bestial del habitante de la oscuridad:

¡Ee-ya-ya-jaa-jaajaaa! ¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih!

—¡Ph’nglui mglw’nafh Cthugha Fomalhaut n’gha-ghaa naf’l thagn! ¡Ia!¡Cthugha! —gritó Laird por segunda vez.

La mezcla de sonidos bestiales del bosque se acercaba cada vez más.

Y, entonces, por tercera vez, pronunció Laird las palabras primitivas del cántico.

En el momento de emitir sus labios los últimos sonidos guturales, comenzó una serie de acontecimientos que no estaba destinada a los ojos humanos. Súbitamente desapareció la oscuridad, siendo reemplazada por un terrible resplandor amarillento; al mismo tiempo cesó la música y se elevaron aullidos de ira y de terror. Luego aparecieron millares de diminutos puntos de luz, no sólo sobre y entre los árboles, sino en la tierra misma, sobre la cabaña y el auto estacionado frente a ella. Por un instante más nos quedamos clavados en nuestro sitio, y entonces comprendimos que los millares de puntos de luz eran vivientes entidades de llama, pues dondequiera que tocaran, se encendía el fuego. Al ver esto, Laird entró corriendo a la cabaña en busca de las maletas y volvió a salir al cabo de un momento, exclamando que no había tiempo para llevar nada más. Juntos corrimos hacia el auto, protegiendo nuestros ojos de las luces cegadoras que nos rodeaban. Mas, a pesar de colocarnos las manos frente a los ojos, era imposible no ver las masas amorfas que se elevaban hacia lo alto desde ese lugar maldito, como así también el inmenso ser que se cernía como una nube de fuego viviente por sobre los árboles. Todo eso vimos antes de que la huida del bosque en llamas nos obligara a olvidar los otros detalles de esa noche espantosa.

Horribles como fueron las cosas que pasaron en la oscuridad de la selva del lago Rick, hay algo aun más espantoso; algo tan extraterreno, que tiemblo al recordarlo Pues en esa breve carrera hacia el automóvil vi algo que explicó las dudas de Laird; vi lo que le hizo dar más crédito a la voz del cilindro, que a esa cosa que fue a visitarnos en la forma del profesor Gardner. La clave existía de antes; pero yo no la comprendí; aun Laird no lo creyó en seguida. Sin embargo, Partier nos lo había dicho: “Los dioses antiguos no desean que el hombre sepa demasiado”. Y la terrible voz del cilindro insinuó con más claridad aún: Sal en su forma o en cualquier forma que elijas a la manera del hombre, destruye aquello que pueda conducir a los humanos hasta nosotros... ¡Destruye aquello que pueda conducir a los humanos hacia nosotros! Nuestras notas, el cilindro, los fotostatos de la Miskatonic University, sí, y aun Laird y yo mismo! Y el ser salió, pues era Nyarlathotep, el Poderoso Mensajero, el Habitante de la Oscuridad el que salió y retornó luego a la selva para enviar a sus servidores contra nosotros. Fue él quien llegó desde los espacios interestelares tal como Cthugha, el ser de fuego, viniera desde Fomalhaut al oír la orden que le despertó de su sueño de milenios en aquella estrella ambarina, la orden que Gardner, el vivo-muerto cautivo del terrible Nyarlatnotep había descubierto en sus fantásticos viajes por el espacio y el tiempo. ¡Y fue él quien regresó al sitio de donde saliera, destruido ya su refugio terrenal por los servidores de Cthugha!

Laird y yo lo sabemos. Nunca hablamos de ello.

Si nos hubiera quedado la menor duda, a pesar de todo lo ocurrido antes, no habríamos podido olvidar ese último descubrimiento espantoso, eso que vimos al protegernos la vista del resplandor ígneo de los servidores de Cthugha: la línea de huellas que se alejaba de la cabaña en dirección a la maldita losa perdida en lo profundo del bosque, ¡las huellas que comenzaban en la tierra blanda, más allá de la galería, y tenían la forma de los pies de un hombre, cambiando luego con cada paso para convertirse en esas horribles huellas impresas por una criatura de increíble forma y tamaño, con variaciones de contorno y largura tan grotescas, que habrían resultado incomprensibles para cualquiera que no hubiese visto el ser de la losa..., y a los costados, rasgadas y hechas pedazos, como por una tremenda fuerza de expansión, las ropas que pertenecieran al profesor Gardner, dejadas, trozo a trozo, a lo largo del sendero que se adentraba en los bosques, ese caminillo tomado por el monstruo infernal que saliera de la noche; el Morador de las Tinieblas que nos visitó en la forma del profesor Gardner!


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