domingo, 16 de agosto de 2015

RELATO: "La ciudad hermana", Brian Lumley (2ª parte)





La ciudad hermana

(2ª parte)


Brian Lumley



Muchos meses después, en El Cairo, busqué a un hombre versado en la antigua sabiduría, autoridad ampliamente reconocida en antigüedades prohibidas y regiones y leyendas prehistóricas. Este sabio no había oído hablar jamás de Cimmeria, pero conocía una región que en otro tiempo había tenido un nombre muy similar.
-¿Y dónde está situada Cimmeria? -pregunté.
-Desgraciadamente -contestó mi erudito asesor, consultando un mapa-, casi toda Cimmeria se halla bajo el mar, aunque originalmente estaba situada entre Vanaheim y Nemedia, en la antigua Hiboria.
-¿Dice que casi toda se halla sumergida? –pregunté-. ¿Pero cuál es la parte del país que se encuentra por encima del mar? -Quizá fuera la ansiedad de mi voz lo que hizo que me mirase de la forma que lo hizo, quizá fuera mi aspecto otra vez; pues el sol de muchos países había curtido mi piel de un modo muy peculiar, y una dura membrana había crecido entre mis dedos.
-¿Por qué desea saberlo? -me preguntó-. ¿Qué es lo que busca?
-Mi casa -respondí instintivamente, sin saber qué fue lo que me hizo contestar eso.
-Sí... -dijo él, estudiándome atentamente-. Podría ser muy bien así... Es usted inglés, ¿verdad? ¿Puedo preguntarle de qué parte?
-Del nordeste -dije, recordando súbitamente mis pantanos-. ¿Por qué quiere saberlo?
-Amigo mío, busca usted en vano -sonrió-; porque Cimmeria, o lo que queda de ella, circunda toda esa parte nordeste de Inglaterra que es su tierra natal. ¿No es irónico? Buscando su casa, la ha abandonado.
Esa noche el destino me deparó una carta que yo no podía ignorar. En la sala de estar de mi hotel había una mesa dedicada únicamente a los hábitos lectores de los residentes ingleses. Sobre ella había gran variedad de libros, periódicos y revistas, desde el Reader's Digest hasta el News of The World, y con el fin de pasar unas horas con relativo frescor, me senté bajo un reconfortante ventilador con un vaso de agua con hielo, y me puse a hojear ociosamente uno de los periódicos. De repente, al volver una página, me tropecé con una fotografía y un artículo que, una vez hube leído atentamente, motivaron el que tomara un pasaje en el primer vuelo a Londres.
La fotografía estaba pobremente reproducida, pero era lo bastante clara como para ver que representaba una pequeña estatuilla verde: el duplicado de la que yo había salvado de las ruinas de Sarnath, bajo las quietas aguas de la laguna...
El artículo, tal como lo recuerdo, rezaba así:

«Samuel Davies, con domicilio en Heddington Crescent, 17, Radcar, ha descubierto esta preciosa reliquia de edades pretéritas que reproducimos más arriba, en un arroyo cuya única fuente conocida está en la escarpa de los Pantanos de Sarby. La estatuilla se encuentra actualmente en el Museo de Radcar, donada por el señor Davies, y está siendo estudiada por el Prof. Gordon Walmsley de Goole. Hasta ahora el Prof. Walmsley se ha visto impotente para arrojar alguna luz sobre el origen de dicha estatuilla, si bien la prueba Wendy-Smith, procedimiento científico para determinar la edad de los fragmentos arqueológicos, ha demostrado que posee una antigüedad de más de diez mil años. La estatuilla verde no parece tener relación alguna con ninguna de las civilizaciones conocidas de la Inglaterra antigua y se cree que se trata de un hallazgo de rara importancia. Desgraciadamente, los espeleólogos son unánimes en la opinión de que es imposible llegar hasta el mismo nacimiento del manantial, en la escarpa de Sarby.»

Al día siguiente, durante el vuelo, dormí una hora o más, y en sueños vi a mis padres otra vez: aparecían como antes, en una bruma... pero las señas que me hacían eran más insistentes que en el sueño anterior, y en medio de los intermitentes vapores que los envolvían había extrañas figuras, inclinadas en aparente acatamiento, mientras de ocultas e innominadas gargantas brotaba un cántico harto familiar...


Había cablegrafiado a mi ama de llaves desde El Cairo, notificándole mi regreso, y cuando llegué a mi casa de Marske encontré a un procurador esperándome. Este caballero se presentó como el señor Harvey, de la firma de Radcar de Harvey, Johnson & Harvey, y me entregó un gran sobre lacrado. Estaba dirigido a mí, con la letra de mi padre, y el señor Harvey me informó que tenía instrucciones de entregarme el sobre en propia mano en cuanto cumpliese los veintiún años. Desgraciadamente, yo había estado fuera del país en esa fecha, hacía ya casi un año, pero la firma había estado en contacto con el ama de llaves para que el acuerdo estipulado hacía siete años entre mi padre y la firma se cumpliese. Cuando el señor Harvey se marchó, dije al ama que podía retirarse y abrí el sobre. El manuscrito que contenía no estaba redactado en ninguna de las escrituras que yo había aprendido en el colegio. Eran los caracteres que yo había visto en aquel antiquísimo pilar de la antiquísima Ib; no obstante, sabía instintivamente que era la mano de mi padre la que había escrito aquello. Y por supuesto, pude leerlo con la misma facilidad que si estuviera en inglés. Los muchos y diversos contenidos de la carta hacían que pareciese más, como he dicho, un largo manuscrito, y no es mi intención reproducirlo completamente. Sería muy farragoso, y la rapidez con que está aconteciendo el Primer Cambio no me lo permite. Solamente consignaré los puntos especiales significativos sobre los que se centró mi atención.
El primer párrafo lo leí con escepticismo; pero a medida que seguía la lectura, mi escepticismo se fue transformando en inquietante asombro, y después en incontenible alegría, ante las fantásticas revelaciones de estos intemporales jeroglíficos de Ib. ¡Mis padres no habían muerto! Solamente se habían ido; habían regresado...
El día aquél, hace ya casi siete años, en que yo volvía de mi residencia estudiantil reducida a cenizas por las bombas, a nuestra casa de Londres, ésta había sido saboteada a propósito por mi padre. Había montado un poderoso artefacto explosivo, con un dispositivo que entrase en funcionamiento cuando sonaran las sirenas; luego mis padres se fueron en secreto a los pantanos. No habían sabido, naturalmente, que yo volvía a casa después de la destrucción de la residencia donde vivía. Aun ahora ignoraban que yo había llegado a casa precisamente cuando las defensas de radar de los servicios militares de Inglaterra habían captado objetivos hostiles en el cielo. Aquel plan tan cuidadosamente trazado para que los hombres necios creyesen que mis padres habían muerto había dado resultado; pero estuvo a punto de destruirme a mí también. Y todo este tiempo había vivido convencido yo también de que habían muerto. Pero ¿por qué habían recurrido a ese extremo? ¿Cuál era el secreto que hacía tan necesario ocultarse de nuestros semejantes; y dónde estaban ahora? Seguí leyendo...
Lentamente quedó revelado todo. Nosotros, mis padres y yo, no éramos indígenas de Inglaterra; ellos me habían traído aquí de niño, desde nuestra tierra natal, un país muy próximo, y sin embargo, paradójicamente lejano. La carta seguía contando cómo todos los niños de nuestra raza debían crecer y hacerse mayores lejos de su lugar de nacimiento, mientras que los mayores sólo raramente pueden marcharse de su suelo natal. Este hecho está determinado por el aspecto físico que adquieren en el mayor período de sus ciclos de vida. Pues no son, durante la mayor parte de su existencia, ni física ni mentalmente semejantes a los hombres normales.
Esto significa que los hijos tienen que ser abandonados en los portales, en las entradas de los orfelinatos, en las iglesias y demás lugares donde pueden ser recogidos y cuidados; pues de muy pequeños apenas existen diferencias entre mi raza y la raza de los hombres. A medida que leía recordaba las historias fantásticas que tanto me habían gustado; sobre gules y hadas y demás criaturas que dejaban a sus hijos y que robaban niños para que se criaran a su semejanza.
¿Era ése, entonces, mi destino? ¿Iba a ser yo un gul? Seguí leyendo. Me enteré de que los de mi raza sólo pueden abandonar su país natal dos veces en la vida; en la juventud, cuando, como he explicado, los traen aquí por necesidad, para dejarlos hasta que lleguen aproximadamente a la edad de veintiún años, y más tarde, cuando los cambios en su aspecto los hacen compatibles con las condiciones exteriores. Mis padres habían alcanzado exactamente ese estadio de... desarrollo cuando nací yo. Debido al cariño de mi madre hacia mí, desatendieron sus deberes para con nuestro propio pueblo y me trajeron personalmente a Inglaterra donde, ignorando las leyes, se quedaron a vivir conmigo. Mi padre trajo ciertos tesoros para asegurarse una vida cómoda, para sí y para mi madre, hasta el momento en que se viesen obligados a dejarme: el Momento del Segundo Cambio, en que al quedarse podrían alertar a la humanidad sobre nuestra existencia.
Ese momento había llegado finalmente, y ocultaron su partida hacia nuestro secreto país haciendo saltar por los aires la casa de Londres; haciendo creer a las autoridades y a mí (aunque esto debió de partir el corazón de mi madre), que habían muerto en un bombardeo alemán.
¿Y qué otra cosa podrían haber hecho? No se atrevieron a adoptar la otra posibilidad, la de decirme lo que realmente ocurría; porque, ¿cómo saber el efecto que tal revelación podía haber producido en mí, cuando apenas empezaban a manifestarse mis diferencias? Tenían que esperar a que descubriera el secreto por mí mismo, o gran parte de él al menos, ¡cosa que he hecho! Pero para estar doblemente seguro, mi padre me había dejado la carta.
Esta contaba también que no son muchos los niños que encuentran el camino de regreso a su propio país. Algunos mueren en accidentes y otros se vuelven locos. Aquí recordé algo que había leído sobre dos enfermos del sanatorio de Oakdeene, cerca de Glasgow, los cuales están tan horriblemente locos y tienen un aspecto tan antinatural, que no se permite siquiera que se les vea, y sus enfermeros no pueden soportar el estar cerca de ellos mucho tiempo. Otros se retiran a vivir a parajes salvajes e inaccesibles, y otros sufren los más espantosos destinos; y me estremecí al leer qué clase de destinos eran ésos. Pero había unos pocos que conseguían regresar. Eran los afortunados, los que regresaban para reclamar sus derechos; y mientras que a algunos se les guiaba -lo hacían los adultos de la raza durante su segunda visita-, otros retornaban por instinto o por suerte. Aunque parecía horrible este plan de existencia, la carta explicaba su lógica. Mi país natal no podía sostener a muchos de mi especie, y aquellos peligros de locura intermitente, consecuencia de los inexplicables cambios físicos, los accidentes, y aquellos otros destinos que he mencionado, actuaban como un sistema de selección por el que sólo los más aptos mental y corporalmente retornaban a su lugar de nacimiento.
Pero un momento; acabo de leer la carta por segunda vez, y ya empiezo a sentir una tirantez en las piernas... El manuscrito de mi padre me ha llegado muy a tiempo. Hace muchos meses que me venían preocupando las diferencias cada vez más acusadas. La membrana de mis manos me llega ahora casi hasta los nudillos superiores, y mi piel es fantásticamente gruesa, áspera e ictóidea. La pequeña cola que me sobresale de la base de la espina dorsal no es ya tanto una rareza como un apéndice; un miembro aparte que, a la luz de lo que ahora sé, no es rareza en absoluto, ¡sino lo más natural, en mi mundo! Mi falta de pelo, con el descubrimiento de mi destino, ha dejado de ser motivo de turbación para mí. Soy diferente de los hombres, es cierto, pero ¿no es como debería ser? Porque, en definitiva, no soy hombre...
¡Ah, los venturosos destinos que me impulsaron a coger aquel periódico en El Cairo! De no haber visto aquella fotografía y haber leído aquel artículo, no habría regresado tan pronto a mis pantanos, y me estremezco al pensar lo que podría haber sido de mí entonces. ¿Qué habría hecho yo cuando el Primer Cambio me hubiese alterado? ¿Habría huido apresuradamente, disfrazado y envuelto en ropas disimuladas, a algún lejano lugar, para vivir una existencia de ermitaño? Tal vez habría regresado a Ib o a la Ciudad Sin Nombre, para vivir en las ruinas y la soledad hasta que mi aspecto fuese otra vez capaz de permitirme habitar entre los hombres. ¿Y qué después de eso, después del Segundo Cambio?
Tal vez me habría vuelto loco ante tan inexplicables alteraciones de mi persona. Quién sabe si me habría convertido en otro huésped del sanatorio de Oakdeene. Por otro lado, mi destino podría haber sido peor aún: podría haberme sentido impulsado a vivir en las profundidades, a unirme a los Profundos en su adoración a Dagon y al Gran Cthulhu, como han hecho otros antes que yo.
¡Pero, no! Por fortuna, merced a los conocimientos alcanzados en mis largos viajes y a la ayuda prestada por el documento de mi padre, he evitado todos esos terrores que otros de mi especie han conocido. Yo regresaré a la Ciudad Hermana de Ib, a Lh-yib, situada en el país de mi nacimiento bajo estos pantanos de Yorkshire; esa tierra de la cual procedía la estatuilla que me hizo regresar a estas costas, la estatuilla que es el duplicado de la que saqué de la laguna de Sarnath. Regresaré para ser adorado por aquellos cuyos hermanos ancestrales murieron en Ib bajo las lanzas de los hombres de Sarnath; aquellos que tan certeramente describen los Cilindros de ladrillo de Kadatheron; aquellos que cantan sin voz en los abismos. ¡Regresaré a Lh-yib!
Aun ahora oigo la voz de mi madre; me llama como me llamaba cuando era niño y solía vagar por estos mismos pantanos: «¡Bo! ¡Pequeño! ¿Dónde estás?»
Bo; solía llamarme así, y se echaba a reír cuando yo le preguntaba por qué. ¿Y por qué no? ¿No era Bo un nombre apropiado? ¿Robert... Bob... Bo? ¿Qué tiene de raro? ¡Qué ciego había estado! Jamás se me ocurrió pensar en el hecho de que mis padres no fueron nunca exactamente como los demás; ni siquiera hacia el final... ¿No eran adorados mis antecesores en esa ciudad de piedra gris que era Ib, antes de la aparición de los hombres. en los primeros días de la evolución de la Tierra? Debí haber adivinado mi identidad cuando saqué aquella estatuilla del limo; porque los rasgos que reproducían eran los que yo tendré después del Primer Cambio, y grabado en su base con los viejos caracteres de Ib -caracteres que yo podía leer porque formaban parte de mi lengua nativa, precursora de todas las demás lenguas- ¡estaba mi propio nombre!

BOKRUG

¡Dios Lagarto Acuático del pueblo de Ib y de Lh-yib, la Ciudad Hermana!


Nota:
Muy señor mio:
Acompañando a este manuscrito, «Anexo A» de mi informe, había una pequeña nota aclaratoria dirigida a la NECB de Newcastle que contenía lo siguiente:

Robert KRUG,
Marske,
Yorks.,
19 de julio, '52
noche.

Sres. Secretario y Miembros
NECB, Newcastle-on-Tyne
Distinguidos Señores del Consejo Minero del Nordeste:
Mi descubrimiento, durante mi estancia en el extranjero, en las páginas de una revista popular científica, del proyecto de Vds. sobre los Pantanos de Yorkshire, cuyo comienzo está previsto para el próximo verano, me ha decidido, a la vista de mis recientes averiguaciones, a dirigirles esta carta. Esta no és más que una protesta contra sus propósitos de perforar el terreno con el fin de llevar a cabo una serie de explosiones subterráneas con la esperanza de crear bolsas de gas y utilizarlas como parte de los recursos naturales del país. Es muy posible que este proyecto que han concebido sus consejeros científicos suponga la aniquilación de dos antiguas razas de vida consciente. El deseo de evitar tal destrucción es lo que me impulsa a romper las leyes de mi raza y anunciar de este modo su existencia y la de sus servidores. Con el fin de explicar mi protesta más claramente creo necesario contar toda mi historia. Confío en que al leer el manuscrito que adjunto suspenderán Vds. indefinidamente sus proyectadas operaciones.
Robert Krug...


INFORME POLICIAL M-Y-127/92

Presunto suicidio

Muy señor mío:
Tengo el deber de informarle que en Dilham, el 20 de julio de 1952, a las cuatro treinta de la tarde aproximadamente, me encontraba en servicio en el Puesto de Policía, cuando tres niños (adjunto declaraciones en el «Anexo B») notificaron al sargento de guardia que habían visto a un «payaso» encaramarse en la valla de la «Charca del Diablo», ignorando los carteles de avisos, y arrojarse a la corriente, en el lugar que ésta desaparece en el interior de la montaña. Acompañado por el mayor de los niños, me personé en el lugar del suceso, aproximadamente un kilómetro más arriba de los pantanos de Dilham, donde me indicó el punto en que el supuesto «payaso» había trepado a la cerca. Encontré señales de que alguien habla subido recientemente allí; hierba pisoteada y manchas de hierba en los palos de la cerca. Con cierta dificultad, subí yo a dicha cerca, pero no me fue posible determinar si los niños habían dicho o no la verdad. No vi prueba alguna, ni allí ni en los alrededores de la charca, que indicara que alguien se habla arrojado... pero no es de extrañar, ya que en ese punto la corriente penetra en la tierra y el agua se precipita con fuerza en el interior de la montaña. Una vez en el agua, sólo un nadador muy potente sería capaz de regresar. Tres experimentados espeleólogos se perdieron en el mismo lugar en agosto del año pasado al intentar un reconocimiento parcial del lecho de la corriente.
Cuando pregunté otra vez al chico que me había acompañado, me dijo que un segundo hombre había estado en el lugar antes del incidente. Habían visto a este otro hombre cojear como si estuviese herido, y meterse en una cueva próxima. Esto había ocurrido poco antes de que el «payaso» -descrito como de color verde y con una pequeña cola flexible- saliese de la misma cueva, se dirigiese a la cerca y se arrojase a la charca.
Al inspeccionar la citada cueva encontré lo que parecía ser una especie de piel animal arrancada y abierta por los brazos y patas y por la barriga, a la manera de los trofeos de caza mayor. Dicha piel estaba cuidadosamente depositada en un rincón de la cueva y ahora se encuentra en el depósito de objetos perdidos del Puesto de Policía de Dilham. Junto a esta piel había un equipo completo de ropa de caballero de buena calidad, cuidadosamente plegada y depositada. En el bolsillo de la chaqueta encontré un billetero que contenía, además de catorce libras en billetes de una libra, una tarjeta con la dirección de una casa de Marske: concretamente, Sunderland Crescent. Estos artículos de ropa, más el billetero, están también en el departamento de objetos perdidos.
A las seis treinta de la tarde aproximadamente fui a la dirección de Marske e interrogué al ama de llaves, una tal señora White, quien me facilitó una declaración (adjunta en el «Anexo C») con respecto a su señor, Robert Krug. La señora White me entregó también dos sobres, uno de los cuales contenía el manuscrito que acompaña a este informe en el «Anexo A». La señora White había encontrado este sobre, lacrado, con una nota en la que se le rogaba que lo entregase, cuando fue a la casa la tarde del día 20, una media hora antes de que llegase yo. En vista de las preguntas que le hice, y debido a la naturaleza de tales preguntas -o sea, sobre el posible suicidio del señor Krug-, la señora White consideró lo más prudente entregar el sobre a la policía. Aparte de esto, no sabía qué hacer con él, ya que Krug había olvidado ponerle señas. Como cabía la posibilidad de que el sobre contuviese una notificación de suicidio o una confesión del moribundo, lo acepté.
El otro sobre, que no está lacrado, contenía un manuscrito en una lengua extraña y ahora se encuentra en el Ayuntamiento de Dilham.
En las dos semanas transcurridas desde el supuesto suicidio, y a pesar de todos mis esfuerzos por averiguar el paradero de Robert Krug, no ha aparecido indicio alguno que apoye la esperanza de que pueda encontrarse vivo todavía. Esto, y el hecho de que la ropa hallada en la cueva haya sido identificada por la señora White como la que llevaba Krug la noche antes de su desaparición, me ha decidido a solicitar que mi informe se clasifique en el archivo de casos «no resueltos» y que se inscríba el nombre de Robert Krug en la lista de personas desaparecidas.

Sarg. J. T. Miller
Dilham,
Yorks.
7 de agosto de 1952
Nota:
Muy señor mío:
Comuníqueme si desea le envíe una copia del manuscrito del «Anexo A» -como pedía Krug a la señora White- a la Secretaría del Consejo Minero del Nordeste.

Inspector I. L. IANSON
Oficial del Condado de
Yorkshire,
Radcar,
Yorkshire

Estimado sargento Miller:
En respuesta a su nota del 7 del corriente, le comunico que no emprenda más diligencias referentes al caso Krug. Como usted sugiere, he incluido a este hombre entre los desaparecidos, como posible caso de suicidio. En cuanto a su documento, bien, pienso que estaba mentalmente desequilibrado, o era un monumental embaucador; posiblemente era una combinación de ambas cosas. Independientemente del hecho de que ciertas cosas de su historia son hechos indiscutibles, la mayoría parecen ser producto de una mente enferma.


Entretanto, espero un informe de sus progresos en ese otro caso. Me refiero al niño encontrado en un banco de la iglesia de Eely-on-the-Moor el mes de junio pasado. ¿Ha descubierto alguna pista sobre quién pueda ser su madre?


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