1.
La calavera en el risco
La
mujer que iba a caballo tiró de las riendas y el cansado corcel se
detuvo. El animal quedó patiabierto y con la cabeza colgando, como si
le hubiera pesado demasiado el arnés dorado guarnecido con cuero
rojo. La mujer sacó una bota del estribo de plata y se bajó del
caballo. Luego ató las riendas a la rama de un arbusto y miró a su
alrededor, con las manos en las caderas.
Lo
que vio no le resultó agradable. Unos árboles altísimos se
encontraban sobre la laguna en la que el caballo acababa de beber.
Unos sombríos matorrales limitaban la visión entre las sombras que
proyectaban las densas ramas. Los espléndidos hombros de la mujer se
estremecieron, y luego profirió una maldición.
Era
una mujer alta, de busto generoso, largas piernas y hombros firmes.
Todo su cuerpo reflejaba una fortaleza poco habitual entre las de su
sexo, pero a pesar de ello su feminidad no se resentía en absoluto.
Se notaba que era una mujer de la cabeza a los pies, pese a su
actitud y a su atuendo. Este último era el adecuado, teniendo en
cuenta el lugar en el que se hallaban. En lugar de falda usaba unos
pantalones de montar de seda, sujetos a la cintura por un amplio
fajín. Llevaba unas botas de cuero fino que le llegaban hasta las
rodillas, y completaba su atavío una camisa de seda escotada y de
mangas amplias. Sobre una de sus bien formadas caderas llevaba una
espada de doble filo, y sobre la otra, una larga daga. Su cabello
dorado y revuelto, que le caía sobre los hombros, iba recogido con
una cinta de raso de color carmesí.
Su
silueta se recortaba contra el bosque sombrío y primitivo, y en su
pose había algo extraño y fuera de lugar. La figura de la mujer
habría resultado más apropiada contra un fondo de nubes, mástiles
e inquietas gaviotas. Sus grandes ojos eran del color del mar. Y así
debía ser, pues se trataba de Valeria de la Hermandad Roja, cuyas
hazañas se celebraban en canciones y baladas en todos los lugares
donde se reunían los marinos.
Después
de dejar atado el caballo, avanzó hacia el este, echando de vez en
cuando una mirada hacia atrás, en dirección a la laguna, con el fin
de fijar su camino en la mente. El silencio del bosque la inquietaba.
No se oía cantar ningún pájaro ni se escuchaba crujido de ramas
que indicasen la presencia de otros animales. Había viajado durante
leguas y leguas por tierras de una quietud sombría, interrumpida tan
sólo por los sonidos producidos por su caballo.
La
mujer había calmado su sed en la laguna, pero ahora sentía el
imperioso acicate del hambre y comenzó a mirar en derredor en busca
de algunos frutos, gracias a los cuales había sobrevivido desde que
se le agotaron las provisiones que llevaba en las alforjas de la
silla de montar.
En
ese momento vio en frente una enorme roca oscura, como de pedernal,
que sobresalía entre los árboles. Pero no se divisaba la cima, pues
estaba oculta de la vista de la mujer por unas ramas. Pensó que
desde la parte más alta del peñasco podría divisar los contornos
de la boscosa comarca donde se encontraba.
Una
pequeña loma formaba una rampa natural que permitía ascender por el
escarpado risco. Cuando la mujer hubo subido unos quince metros,
llegó a una franja boscosa que rodeaba el peñasco. Se internó en
la densa vegetación, sin poder ver lo que había más arriba o más
abajo. Pero poco después divisó el azul del cielo, y más tarde
salió a la cálida luz del sol y vio la franja de árboles que se
extendía a sus pies.
Se
erguía sobre un amplio rellano que se encontraba casi a la altura de
los árboles.
Desde
allí se alzaba un saliente rocoso que constituía la cima del risco.
Pero algo más llamó su atención en ese momento. Uno de sus pies
golpeó contra un objeto que se hallaba entre la alfombra de hojas
que tapizaba el saliente rocoso. Apartó las hojas con la bota vio el
esqueleto de un hombre. Su ojo experimentado recorrió el blanco
armazón, pero no vio huesos rotos ni señal alguna de violencia.
Aquel hombre debió de morir de muerte natural, si bien no entendía
que hubiera subido hasta ese lugar para terminar allí sus días.
La
mujer trepó hasta lo alto de la cima y echó un vistazo hacia el
horizonte. El techo boscoso, que parecía una pradera visto desde
allí, era tan impenetrable como cuando se lo observaba desde abajo.
Ni siquiera pudo divisar la laguna en la que había dejado su
caballo. Echó una mirada al norte, en dirección al punto desde el
que había llegado. Tan sólo vio la ondulante superficie del verde
océano, que se extendía cada vez más lejos. En la distancia se
divisaba una borrosa línea oscura: la cordillera que había cruzado
unos días antes para internarse después en el inmenso bosque.
Hacia
el este y el oeste, el paisaje era el mismo, si bien no se apreciaba
la línea oscura de los montes en esa dirección. Luego, cuando se
volvió hacia el sur, la mujer se estremeció y contuvo el aliento. A
media legua de donde se encontraba, el bosque se acababa súbitamente
y daba lugar a una llanura sembrada de cactus. En medio de dicha
planicie se alzaban las murallas y las torres de una ciudad. Valeria
profirió un juramento que expresaba su asombro. No se habría
sorprendido de ver una aldea, ya sea formada por las chozas de ramas
de los negros como por las cabañas de la misteriosa raza cobriza
que, según se decía, habitaba en algún lugar de aquella zona
inexplorada. Pero le sorprendió enormemente el hecho de encontrar
allí una verdadera ciudad amurallada, a tantos días de camino de la
avanzadilla más cercana de cualquier país civilizado.
Le
dolían las manos de sujetarse al saliente rocoso de la cúspide, por
lo que Valeria descendió hasta el reborde de piedra con el ceño
fruncido. Venía de muy lejos, del campamento de mercenarios situado
junto a la ciudad fronteriza de Sukhmet, que se alzaba en medio de
extensas praderas y donde montaban guardia fieros aventureros de
todas las razas que protegían la frontera estigia contra las
incursiones que llegaban como una marea roja procedentes de Darfar.
Valeria había escapado ciegamente hacia una región que desconocía
por completo. Y ahora se debatía entre el deseo de cabalgar
directamente hasta aquella ciudad de la llanura y el instinto de
conservación y cautela que le aconsejaban que la evitara, dando un
amplio rodeo para proseguir su solitaria huida.
Sus
pensamientos se vieron interrumpidos por un rumor que percibió entre
la densa vegetación que había debajo de ella. La miró, giró en
redondo con un gesto felino y empuñó la espada. Luego se quedó
inmóvil, mirando con ojos desorbitados al hombre que se encontraba
delante de ella.
Era
casi un gigante, cuyos enormes músculos se percibían bajo su piel
bronceada por el sol. Su atuendo era similar al de Valeria, pero en
lugar del fajín que ella usaba, llevaba un cinturón de cuero. De su
cinto colgaban una ancha espada de doble filo y un puñal.
-¡Conan
el cimmerio! -exclamó la mujer-. ¿Qué haces siguiendo mi rastro?
El
aludido sonrió toscamente y sus fieros ojos azules brillaron con un
fulgor que cualquier mujer hubiera entendido, mientras recorrían el
espléndido cuerpo de Valeria y se detenían en la blanca piel del
generoso escote, que permitía admirar en parte sus opulentos senos.
-¿No
lo sabes? -dijo él riendo-. ¿Acaso no he expresado admiración
hacia tu cuerpo desde que te vi por primera vez?
-Un
semental no lo habría dicho más claramente -repuso Valeria con
desdén-. Pero lo cierto es que no esperaba encontrarte tan lejos de
los barriles de cerveza de Sukhmet. ¿De verdad me has seguido desde
el campamento de Zarallo, o acaso te echaron de allí a latigazos por
alguna fechoría?
El
cimmerio se echó a reír por su insolencia, y todos los músculos de
su cuerpo se pusieron en tensión.
-Sabes
muy bien -repuso- que Zarallo no tiene agallas para echarme del
campamento. Sí, es cierto que te he seguido. ¡Y es una suerte para
ti, moza! Cuando apuñalaste a aquel oficial estigio, perdiste el
favor y la protección de Zarallo y los estigios te proscribieron.
-Lo
sé -respondió ella con tono sombrío-. Pero ¿qué otra cosa podía
hacer? Ya viste cómo me provocó aquel oficial.
-Sí
-asintió el cimmerio-, y si hubiera estado allí, lo habría
acuchillado yo mismo. Pero la mujer que vive en un campamento militar
ha de estar preparada para que le ocurran cosas semejantes.
Valeria
dio un puntapié en el suelo y gritó otra maldición.
-¿Por
qué los hombres no me tratan como a un hombre? -preguntó irritada.
-¡Eso
está claro! -dijo él, devorándola con los ojos-. Pero has hecho
bien en huir, pues los estigios te habrían despellejado viva. El
hermano del oficial muerto te siguió, y más rápido de lo que
podrías pensar. No estaba muy lejos de ti cuando lo encontré. Tenía
un caballo mejor que el tuyo y te habría alcanzado en una legua
aproximadamente. Y estoy seguro de que te hubiera degollado.
-¿Y
bien? -preguntó ella.
-Y
bien, ¿qué? -preguntó el cimmerio, que parecía desconcertado.
-¿Qué
hiciste con el estigio?
-¡Vaya!
¿Qué imaginas que iba a hacer yo? Lo maté, por supuesto, y dejé
su cadáver como alimento para los buitres. Eso me demoró, y casi
perdí tu rastro cuando atravesaste las montañas. De lo contrario te
hubiera alcanzado hace mucho tiempo.
-¿Y
ahora pretendes llevarme de vuelta al campamento de Zarallo?
-preguntó ella con voz sarcástica.
-No
seas necia -repuso el bárbaro con un gruñido-. Vamos, muchacha, no
seas tan arisca. Yo no soy como el estigio que apuñalaste, y lo
sabes muy bien.
-Sí,
eres tan sólo un vagabundo sin blanca -contestó Valeria
provocativa. El cimmerio se rió.
-¿Y
qué eres tú? Ni siquiera tienes dinero para comprarte unos
pantalones mejores. Pero tu desdén no me engaña. Tú sabes que he
capitaneado barcos más grandes y mayor número de piratas que tú en
toda tu vida. Y en cuanto a lo de estar sin blanca, ¿a qué
aventurero no le ocurre eso? Bien sabes que por esos mares he ganado
suficiente oro como para llenar un galeón.
-¿Y
dónde están los hermosos barcos y los hombres audaces que
capitaneaste, amigo? -preguntó ella con tono de burla.
-Casi
todos están en el fondo del océano -repuso el cimmerio sin rodeos-.
Los zingarios hundieron mi última nave delante de las costas
shemitas. Por eso me uní a los Compañeros Libres de Zarallo. Pero
comprendí que me había equivocado cuando nos encaminamos hacia la
frontera de Darfar. El país era pobre y el vino bastante malo.
Además, no me gustan las mujeres negras, y ésas son las únicas que
había en nuestro campamento de Sukhmet: negras, con anillos en la
nariz y dientes limados, ¡bah! ¿Y tú, por qué te uniste a
Zarallo? Sukhmet está a una distancia considerable del mar.
-Ortho
el Rojo quería convertirme en su amante -repuso ella hoscamente-.
Una noche, cuando estábamos anclados en el puerto de Zabela, frente
a las costas de Kush, salté por la borda y nadé hasta la costa.
Allí, un comerciante shemita me dijo que Zarallo llevaba a sus
Compañeros Libres al sur, para vigilar la frontera de Darfar. Yo no
tenía otra alternativa, por lo que me uní a la caravana que se
encaminaba hacia el este y finalmente llegué a Sukhmet.
-Fue
una locura huir hacia el sur, como tú has hecho -dijo el cimmerio-.
Pero en cierto modo también resultó acertado, ya que las patrullas
de Zarallo no te buscarán en esta dirección. Tan sólo el hermano
del oficial que mataste consiguió hallar tu rastro.
-Y
ahora, ¿qué piensas hacer? -le preguntó la mujer al cimmerio.
-Nos
dirigiremos hacia el oeste -repuso él-. Yo ya había estado en el
extremo sur, pero nunca había llegado tan al este. Después de
varios días de viaje, llegaremos a las sabanas, donde las tribus
negras apacientan su ganado. Tengo buenos amigos entre esa gente.
Iremos hasta la costa y buscaremos un barco. Estoy cansado de la
selva.
-Entonces
sigue solo tu camino -dijo Valeria-. Yo tengo otros planes.
-¡No
seas necia! -repuso él, mostrándose irritado por primera vez-. No
puedes andar sola por estos bosques.
-Claro
que puedo.
-Pero
¿qué pretendes hacer?
-Eso
no es asunto tuyo -contestó la mujer secamente.
-Por
supuesto que lo es -afirmó Conan con tranquilidad-. ¿Crees que te
he seguido tan lejos para volverme con las manos vacías? Vamos, sé
sensata, muchacha. No voy a hacerte ningún daño...
El
cimmerio se adelantó hacia ella, pero Valeria dio un salto atrás y
desenvainó la espada.
-¡Detente,
perro bárbaro, o te ensarto como a un cerdo! -exclamó la mujer.
Él
se detuvo de mala gana y preguntó:
-¿Quieres
que te quite ese juguete y te zurre las posaderas con él?
-¡Palabras,
sólo palabras! -dijo ella en tono burlón, mientras el brillo del
sol se reflejaba en sus ojos azules de mirada indómita.
Conan
sabía que ella estaba en lo cierto. Ningún hombre habría podido
desarmar a Valeria de la Hermandad Roja con las manos desnudas. El
cimmerio frunció el ceño, presa de sentimientos contradictorios. Se
sentía decepcionado, pero no dejaba de admirar el valor de la mujer.
Ardía en deseos de poseer aquel espléndido cuerpo y de estrujarla
entre sus brazos de hierro, pero a pesar de todo no quería hacerle
daño. Sabía muy bien que si daba un paso más en dirección a
Valeria, ésta le clavaría la espada en el corazón. Había visto a
la joven dar muerte a demasiados hombres en grescas de taberna como
para dudar de ello. Conan sabía que era rápida y feroz como una
tigresa. Es cierto que él podía desenvainar su espada y desarmarla,
pero no soportaba la idea de empuñar un arma frente a una mujer.
-¡Maldita
seas, muchacha! -exclamó el cimmerio desesperado-. Te voy a
quitar...
Olvidando
toda prudencia, Conan dio un paso, y en aquel momento ella se dispuso
a atacar con una estocada de efectos mortales. Pero algo interrumpió
la escena, que era a la vez jocosa y dramática.
-¿Qué
es eso?
La
exclamación partió de Valeria, pero ambos se estremecieron
violentamente. Conan se volvió como un felino, con la espada en la
mano. Atrás, en el bosque, se oían los fuertes relinchos de los
caballos, presa de terror y de angustia. Entre los relinchos
alcanzaron a escuchar un chasquido de huesos destrozados.
-¡Unos
leones están matando a nuestros caballos! -exclamó Valeria.
-¡No
son leones! -dijo el cimmerio con los ojos brillantes-. ¿Has oído
el rugido de algún león? En cambio, escucha ese crujir de huesos.
Ni siquiera un león podría producir semejante ruido al matar a un
caballo.
Conan
corrió rampa abajo y ella lo siguió. Ambos habían olvidado su
disputa personal y se habían unido ante el peligro común con
instintos de aventurero. Los relinchos habían cesado cuando se
internaron de nuevo en el bosque.
-Encontré
tu caballo atado junto a la laguna -murmuró Conan, deslizándose sin
hacer el menor ruido-. Yo até el mío a su lado y seguí tu rastro.
¡Observa ahora!
Habían
salido del círculo de árboles que rodeaba el peñasco y miraron en
dirección hacia las lindes más cercanas del bosque. Los gigantescos
troncos tenían un aspecto fantasmagórico.
-Los
caballos deben de estar más allá de estos árboles -musitó Conan
con una voz que parecía el susurro de una tenue brisa-. ¡Escucha!
Valeria
ya había oído, y un escalofrío recorrió su cuerpo. Apoyó
inconscientemente la mano en el musculoso brazo de su acompañante.
Desde el otro lado de la espesura llegaba un terrible crujido de
huesos, junto con un ruido de carnes desgarradas y una respiración
ávida, intensa, espeluznante.
-Los
leones no hacen semejante ruido -siguió diciendo el cimmerio en voz
baja-. Alguien se está comiendo nuestros caballos. ¡Pero por Crom
que no son leones!
El
ruido se interrumpió súbitamente y Conan profirió un juramento. Se
había levantado una brisa que soplaba directamente desde ellos hacia
el lugar en el que se encontraba el enemigo invisible.
-¡Ahí
viene! -dijo Conan desenvainando la espada.
Los
matorrales se agitaron violentamente y Valeria se aferró con más
fuerza al brazo de Conan. A pesar de que ignoraba la fauna de la
selva, se daba cuenta de que ningún animal conocido podía agitar
los arbustos de la misma manera que aquel ser desconocido.
-Debe
de tener el tamaño de un elefante -musitó el cimmerio haciéndose
eco de los pensamientos de la joven-. Pero ¡qué demonios...!
Su
voz se desvaneció y hubo un silencio lleno de estupefacción.
A
través de los zarzales había aparecido una cabeza de pesadilla.
Unas fauces sonrientes dejaban al descubierto una enorme dentadura
amarilla de la que chorreaba babosa espuma rojiza. Por encima de la
boca había un hocico arrugado de saurio. Un par de ojos similares a
los de una serpiente, pero mucho más grandes, miraban fijamente a la
inmóvil pareja que se hallaba sobre la roca. Pero de los enormes
belfos no sólo fluía baba, sino también una sangre oscura que caía
en gotas al suelo.
La
cabeza, muchísimo más grande que la de un cocodrilo, se prolongaba
hacia atrás convirtiéndose en un largo cuello lleno de escamas
coronado por una cresta de espinas. Detrás, aplastando los arbustos
como si fueran hierbajos, se veía un cuerpo monstruoso, con forma de
barril y unas patas ridículamente cortas. El vientre blanquecino
casi rozaba el suelo, mientras que el espinazo medía el doble que
Conan. Una cola larga y afilada, como la de un gigantesco escorpión,
se arrastraba por la hojarasca.
-¡Sube
al risco, rápido! -exclamó el cimmerio empujando a la muchacha-. No
creo que pueda trepar, pero si seguimos aquí podría levantarse
sobre las patas traseras y alcanzarnos...
Con
un chasquido de ramas rotas, el monstruo se abalanzó sobre ellos a
través de los arbustos. La pareja huyó rápidamente hacia arriba.
Mientras Valeria se internaba en la densa vegetación, lanzó una
mirada hacia atrás y vio al titán que se alzaba amenazador sobre
sus robustas patas traseras, tal como Conan había pronosticado. El
espectáculo aterró a la mujer, ya que el animal le parecía cada
vez más grande y veía que su cabeza sobresalía por encima de los
árboles más bajos. Estuvo a punto de caer hacia atrás, pero la
férrea mano de Conan la sujetó con firmeza por un brazo y la
arrastró hacia adelante, hasta la franja de árboles, y luego más
allá, donde el sol brillaba de nuevo. El monstruo se levantó una
vez más y apoyó las patas delanteras sobre el risco, con un impacto
tal que hizo vibrar la roca.
Detrás
de los fugitivos apareció la enorme cabeza que asomaba entre las
ramas, y la pareja miró durante unos instantes aterradores el rostro
de pesadilla con los ojos llameantes y las fauces abiertas de par en
par. Luego, los ciclópeos colmillos chasquearon en el aire, y la
cabeza se retiró y desapareció de la fronda como si se hubiera
hundido en la laguna.
Valeria
y Conan miraron entre las ramas y vieron al monstruo sentado sobre
sus patas traseras en la base del risco, mirándolos sin parpadear.
Valeria
se estremeció.
-¿Cuánto
tiempo crees que permanecerá allí? -le preguntó en voz baja.
Conan
dio una patada a la calavera del esqueleto que la joven había
hallado momentos antes.
-Este
pobre diablo debió de subir aquí para huir del monstruo o de algo
parecido. Seguramente murió de hambre, pues no se ve ningún hueso
roto. Ese animal es, sin duda, un dragón como aquellos de los que
hablan los negros en sus leyendas. Si es así, no se marchará de
aquí hasta que estemos muertos.
Valeria
lo miró desconcertada. Su resentimiento había desaparecido y en su
lugar surgió el pánico. Había demostrado un valor a toda prueba en
miles de ocasiones: durante fieras batallas en el mar o en tierra, en
cubiertas resbaladizas a causa de la sangre, ante ciudades
amuralladas y en las arenosas playas donde los miembros de la
Hermandad Roja empapaban sus cuchillos con la sangre de otros
compinches, luchando por la jefatura del grupo. Pero las perspectivas
con las que se enfrentaba ahora le helaban la sangre. Recibir un
sablazo en el fragor de la batalla no era nada, pero sentarse
indefensa y de brazos cruzados hasta morir de hambre, asediada por un
monstruoso sobreviviente de otra época... El solo hecho de pensar en
ello le hacía latir las sienes de horror.
-Pero
el monstruo tiene que comer y beber para sobrevivir -razonó Valeria.
-No
necesita ir muy lejos para hacer ambas cosas -repuso el cimmerio-. De
todos modos, está repleto de carne de caballo, aunque, a diferencia
de otros reptiles, no parece que necesite dormir después de una
comida abundante. De todos modos, no creo que pueda trepar por el
risco.
Conan
hablaba sin inmutarse. Él era un bárbaro, y las experiencias de su
vida pasada en los páramos salvajes habían calado muy hondo en él.
Se sentía capaz de hacer frente a una situación como aquélla con
una frialdad de la que jamás hubiera hecho gala una persona
civilizada.
-¿No
podríamos trepar a los árboles y huir por las ramas, como los
monos? -preguntó Valeria desesperada. El cimmerio movió
negativamente la cabeza.
-Ya
he pensado en eso -respondió-. Y he visto que las ramas que dan al
risco son demasiado delgadas y se romperían a causa de nuestro peso.
Además, tengo la impresión de que ese monstruo es capaz de arrancar
un árbol de raíz.
-Entonces
¿nos vamos a quedar aquí sentados hasta que nos muramos de hambre?
-exclamó Valeria, furiosa-. ¡Pues yo no pienso hacerlo! ¡Bajaré e
intentaré cortarle la cabeza a ese maldito monstruo!
Conan
estaba sentado en el saliente rocoso, al pie de la cima. Levantó los
ojos y contempló con admiración a la mujer de ojos centelleantes y
cuerpo tenso. Pero al darse cuenta de que estaba algo trastornada,
prefirió no hacer ningún comentario. Al cabo de un rato de silencio
dijo con un gruñido:
-Siéntate
y cálmate.
La
cogió por las muñecas y la obligó a sentarse en sus rodillas.
Valeria estaba demasiado sorprendida para resistirse. Conan agregó
enseguida:
-Si
atacaras al dragón, sólo conseguirías destrozar tu espada contra
sus escamas. Te engulliría de un bocado o te aplastaría como a un
huevo con su pesada cola. Tenemos que salir de aquí de algún modo,
pero sin dejar que nos devore como a un par de palomos.
Ella
no contestó y tampoco rechazó el brazo del cimmerio, que le rodeaba
la cintura. Estaba asustada, lo que constituía una sensación nueva
para Valeria de la Hermandad Roja. En consecuencia, se quedó sentada
sobre las rodillas de su acompañante con una docilidad que habría
asombrado a Zarallo, del cual la había tildado de mujer endemoniada.
Conan
jugó con los suaves cabellos rubios de la mujer, pendiente al
parecer tan sólo de conquistarla. Ni el esqueleto que se hallaba a
sus pies ni el monstruo que acechaba más abajo parecían turbar en
lo más mínimo su interés por Valeria.
Los
inquietos ojos de la mujer descubrieron algunas manchas de color
entre los árboles. Se trataba de unos frutos; eran unas esferas
rojas de gran tamaño que colgaban de las ramas de un árbol cuyas
hojas tenían una forma peculiar e intenso color verde. En ese
momento se dio cuenta que tenía mucha sed y hambre, sobre todo al
comprender que no podía bajar del risco para satisfacer esas
necesidades.
-No
nos vamos a morir de hambre -dijo-. Podemos alcanzar esos frutos, al
menos.
Conan
miró en la dirección que señalaba Valeria y dijo con un gruñido:
-Si
comemos eso, no tendremos que preocuparnos del dragón. Esos frutos
son los que los negros de Kush llaman Manzanas de Derketa. Derketa es
la Reina de los Muertos. Si bebes un poco de ese jugo o lo esparces
tan sólo sobre la piel, morirás antes de caer al suelo.
-¡Oh!
-exclamo Valeria desanimada.
Luego
hubo un silencio tenso. La mujer pensó que no tenían salvación, y
mientras tanto veía que Conan sólo parecía preocupado por
acariciarle la cintura y el suave cabello. Si estaba pensando en un
plan de huida, era evidente que lo disimulaba con gran habilidad.
-Si
me quitas las manos de encima -dijo ella finalmente-y trepas a esa
cima, verás algo que te sorprenderá.
El
cimmerio la miró perplejo y obedeció, mientras encogía sus anchos
hombros. Conan se aferró al saliente rocoso y miró por encima de
los árboles.
Permaneció
en silencio durante un momento, inmóvil como una estatua de bronce.
Finalmente murmuró quedo:
-Sí,
es una ciudad amurallada. ¿Ibas hacia allí cuando trataste de que
me marchara solo a la costa?
-La
había visto antes de que tú llegaras. Y no sabía que existiera
cuando salí de Sukhmet.
-¿Quién
podía pensar en hallar una ciudad aquí? -dijo el bárbaro-. No creo
que los estigios hayan llegado tan lejos. ¿La habrán construido los
negros? Pero no veo rebaños en la llanura, ni cultivos, ni gente en
movimiento por los alrededores.
-Quizá
no se vean debido a la distancia -sugirió ella. El cimmerio se
encogió de hombros y descendió del peñasco.
-Bien,
lo cierto es que la gente de esa ciudad no va a ayudarnos; ni podría
hacerlo, si quisiera. Pero los habitantes de los países negros
suelen ser hostiles a los extranjeros. Probablemente nos atacarán
con sus lanzas...
Conan
se calló de repente y permaneció en silencio durante unos
instantes, reflexionando y mirando las esferas rojas que se divisaban
entre las hojas.
-¡Lanzas!
-susurró-. ¡Qué necio he sido por no haber pensado antes en ello!
¡Eso es lo que hace una mujer hermosa con la mente de un hombre
sensato!
-¿De
qué estás hablando? -preguntó Valeria.
El
cimmerio no se molestó en responder y descendió hasta el bosque,
mirando a través de las ramas. El monstruo seguía sentado abajo,
observando el risco con la estremecedora paciencia que caracteriza a
los reptiles. Es probable que uno de los de su especie hubiera mirado
del mismo modo a alguno de los trogloditas antepasados del cimmerio
en el amanecer de los tiempos. Conan le gritó una maldición al
animal y comenzó a cortar ramas lo más largas posibles. El
movimiento de las hojas inquietó al dragón, que agitó su poderosa
cola, abatiendo algunos arbolillos como si fueran endebles juncos. El
cimmerio lo miró con el rabillo del ojo, y cuando Valeria ya pensaba
que el dragón iba a precipitarse nuevamente sobre el risco, Conan se
retiró y trepó hasta el saliente rocoso con las ramas que había
cortado. Eran tres ramas resistentes, muy tinas y largas. También
había cortado algunos tallos de enredaderas.
-Ya
lo ves, las ramas son demasiado finas y los bejucos no llegan al
grosor de un cordel -dijo Conan mientras señalaba el follaje que
había dejado-. No soportarían nuestro peso. Pero ya se sabe que la
unión hace la fuerza. Eso es lo que los renegados aquilonios solían
decirnos a los cimmerios cuando llegaron a nuestras montañas para
organizar un ejército, con el que pretendían invadir su propio
país. Porque nosotros siempre hemos combatido agrupados en clanes y
tribus, y no en grandes grupos.
-¿Qué
demonios vas a hacer con esos palos? -preguntó Valeria.
-Espera
y verás.
Conan
juntó las tres varas, colocó entre ellas su daga con la punta hacia
afuera y luego ató el conjunto con los tallos de las enredaderas.
Cuando terminó, disponía de una lanza bastante fuerte y de dos
metros de largo.
-¿Y
qué pretendes hacer con eso? -preguntó de nuevo la mujer-. Antes me
dijiste que un arma no podría traspasar las escamas del dragón.
-No
tiene escamas en todo el cuerpo -repuso él-. Y ten en cuenta que hay
más de una manera de desollar a un buey.
A
continuación, el bárbaro se dirigió al bosque y atravesó con la
hoja de la lanza una de las Manzanas de Derketa, procurando alejarse
para evitar las gotas de color púrpura que caían del fruto. Luego
retiró el arma y le enseñó a Valeria la hoja, que estaba empapada
en un líquido de color carmesí.
-No
sé si esto servirá -dijo el cimmerio-. Aquí hay veneno suficiente
para matar a un elefante, pero ya veremos.
Valeria
se encontraba cerca de Conan cuando éste se deslizó entre los
árboles. Llevaba la lanza cuidadosamente alejada del cuerpo; asomó
la cabeza entre las hojas y le habló en voz alta al monstruo.
-¿Qué
estás esperando, hijo de padres desconocidos? ¡A ver, levanta de
nuevo esa ridícula cabezota, si no quieres que baje y te destroce a
puntapiés!
Luego
dijo algunas frases más que hicieron estremecer a Valeria, a pesar
de que había convivido durante mucho tiempo con los piratas. Como si
el monstruo hubiera comprendido las elocuentes palabras del cimmerio,
se levantó con una velocidad aterradora sobre sus patas traseras y
alargó el cuerpo y el cuello en un furioso esfuerzo por alcanzar al
vociferante pigmeo que turbaba el silencio de su territorio.
Pero
Conan había calculado la distancia con absoluta precisión. La
enorme cabeza penetró con fuerza, pero en vano, entre las hojas. Y
cuando las fauces del monstruo se abrían como las de una enorme
serpiente, el bárbaro arrojó la lanza con todas sus fuerzas, y la
larga hoja del puñal se hundió hasta la empuñadura en la carne,
atravesándola hasta llegar al hueso.
Enseguida
las mandíbulas chasquearon convulsivamente, cortando en dos la
improvisada lanza, y estuvieron a punto de hacer caer a Conan de la
roca. Éste se habría precipitado al suelo de no haber sido por
Valeria, que lo cogió por el cinto de la espada con una fuerza
desesperada. El cimmerio recuperó el equilibrio y le dio las gracias
con una sonrisa.
Abajo
se encontraba el enorme monstruo, que aullaba con terrible furia.
Sacudía la cabeza de un lado a otro, se golpeaba con las garras y
abría la boca de par en par. Por fin logró arrancar el trozo de
lanza con una de sus enormes patas. Luego echó la cabeza hacia
atrás, expulsando torrentes de sangre por la boca, y miró hacia el
risco con una furia tan intensa que Valeria tembló de miedo. Las
escamas del lomo del dragón, así como las de los flancos, cambiaron
de color y pasaron del pardo al rojo intenso. Los bramidos que del
monstruo no se parecían a ningún sonido que hubieran oído Valeria
y Conan en su vida.
Al
tiempo que lanzaba rugidos ensordecedores, el dragón avanzó en
dirección al risco donde se refugiaban sus enemigos. Levantó una y
otra vez la cabeza para morder, en vano, el aire. Luego se lanzó con
todas sus fuerzas contra la roca, y ésta vibró desde la base hasta
la cima.
Tal
exhibición de furia primitiva hizo que a Valeria se le helara la
sangre en las venas, pero Conan estaba demasiado cerca de lo
primitivo como para dejarse impresionar. El monstruo que había abajo
era para Conan un simple ser vivo que se diferenciaba de él tan sólo
en la forma y en el tamaño. Así pues, permaneció sentado y
tranquilo, observando las reacciones del enorme animal.
-El
veneno empieza a hacer efecto -dijo al fin, convencido.
-No
lo creo -repuso Valeria, que consideraba absurdo que algo, por
mortífero que fuera, pudiera afectar a aquella montaña de músculos.
-Su
voz denota temor -insistió el cimmerio-. Primero era sólo dolor por
la herida de la mandíbula, pero ahora comienza a sentir la acción
del veneno. ¡Mira, se está tambaleando! Se quedará ciego dentro de
un momento... ¿Eh, qué te decía?
-¿Está
huyendo? -preguntó Valeria.
-¡Está
intentando llegar a la laguna! -dijo Conan, y se puso en pie lleno de
expectación-. Sin duda el veneno le ha dado una sed terrible.
¡Vamos! Estará ciego dentro de unos momentos, pero podría olfatear
el camino hasta el pie del risco otra vez. Y si nuestro olor
persiste, tal vez se quede aquí hasta que muera. Además, al oír
sus bramidos pueden llegar otros de su especie. ¡Vámonos de aquí!
-¿Hacia
allí abajo? -preguntó Valeria indecisa.
-Claro.
Vamos hacia la ciudad amurallada. Quizás allí nos corten la cabeza,
pero es nuestra única posibilidad. Aunque nos encontremos con mil
dragones en el camino, aquí sólo nos espera la muerte. ¡Andando!
El
cimmerio corrió por la rampa con la agilidad de un mono y sólo se
detuvo para ayudar a su compañera quien, a pesar de todo, se
consideraba tan apta como un hombre para trepar por los aparejos de
un barco o para escalar los acantilados de una costa.
Cruzaron
la franja boscosa del peñasco y descendieron en silencio, si bien a
Valeria le parecía que su corazón hacía más ruido que un tambor.
Oyeron unos sonoros gorgoteos provenientes de lo más profundo del
bosque, que indicaban que el dragón estaba bebiendo en la laguna.
-En
cuanto se haya llenado el estómago volverá -murmuró Conan-. Es
posible que el veneno tarde horas en matarlo... si es que finalmente
acaba con él.
Más
allá del bosque, el sol comenzaba a hundirse en el horizonte, y la
espesura se convertía en un lugar lleno de sombras oscuras y de
formas borrosas. Conan cogió a Valeria por la muñeca y se deslizó
silenciosamente entre los árboles con la rapidez de un felino.
-No
creo que sea capaz de seguir nuestra pista, pero si el viento soplara
ahora mismo en dirección al monstruo podría olernos.
-¡Por
Mitra, entonces que no sople el viento! -musitó Valeria.
Su
rostro era un óvalo pálido en la penumbra. La mujer aferró la
empuñadura de su espada con la mano libre, pero esto, extrañamente,
la hizo sentirse más desamparada.
Aún
se hallaban a cierta distancia del borde del bosque cuando escucharon
chasquidos y crujidos a sus espaldas. Valeria se mordió los labios
para no lanzar un grito.
-Está
sobre nuestra pista -susurró la mujer con evidente temor.
El
cimmerio movió negativamente la cabeza y dijo:
-No
creo. Me parece que, al no oler nuestros cuerpos en la roca, está
vagando por los alrededores para ver si encuentra nuevamente nuestro
rastro. ¡Vamos! ¡Si no llegamos a la ciudad, estamos perdidos!
Desgajará cualquier árbol al que nos subamos. ¡Con tal que no se
levante viento...!
Echaron
a correr hasta que los árboles comenzaron a escasear. Detrás, el
bosque era un mar impenetrable de sombras, donde aún seguían
escuchándose los amenazantes crujidos. El dragón, evidentemente,
erraba ciego por el bosque, buscándolos.
-Ya
tenemos la llanura aquí delante -dijo Valeria jadeando-. Un poco más
y...
-¡Por
Crom! -exclamó Conan.
-¡Por
Mitra! -musitó Valeria.
Acababa
de levantarse una brisa bastante intensa desde el sur.
Soplaba
directamente sobre ellos y en dirección al bosque que se encontraba
a sus espaldas. Un segundo después se oyó un tremendo rugido que
hizo estremecer los árboles. Los ruidos se transformaron en un
crujido cuando el dragón se dirigió como un huracán en línea
recta hacia el lugar de donde llegaba el olor de los odiados enemigos
que le habían infligido la dolorosa herida.
-¡Corramos
más deprisa! -gritó el cimmerio con los ojos centelleantes como los
de un lobo acorralado-. ¡Es lo único que podemos hacer!
Las
botas de los marinos no están hechas para correr, ni los piratas se
entrenan demasiado en este menester. Por ello, al cabo de unos cien
metros, Valeria jadeaba intensamente y corría más despacio,
mientras que detrás de ellos el monstruo irrumpía entre los
matorrales y salía a terreno abierto.
El
robusto brazo de Conan casi levantó a la mujer del suelo cuando le
rodeó la cintura. Los pies de Valeria apenas tocaron la hierba
cuando fue llevada en una carrera mucho más veloz de lo que ella
sola hubiera podido alcanzar. Si lograban evitar al monstruo durante
algún tiempo más, tal vez variase la dirección del viento... Pero
éste se mantuvo constante, y una rápida mirada por encima del
hombro le permitió a Conan ver que el terrible animal se acercaba a
ellos como una galera de guerra impulsada por un huracán. El
cimmerio le dio un empujón a la mujer y la envió trastabillando a
tres metros de distancia, donde cayó a los pies del árbol más
cercano. En ese momento el bárbaro giró en redondo y se enfrentó
con el monstruo.
Convencido
de que allí le esperaba la muerte, el cimmerio actuó según sus
instintos y arremetió contra el temible rostro que se cernía sobre
él. Saltó con la fuerza de un gato salvaje y hundió su espada en
las escamas que recubrían el enorme hocico. De inmediato un terrible
impacto le envió rodando a unos diez metros de distancia. El bárbaro
cayó maltrecho al suelo.
Conan
se puso en pie aturdido, realizando un enorme esfuerzo de voluntad.
Lo único que tenía en mente era que Valeria yacía indefensa cerca
del espantoso reptil. Por ello volvió a levantarse con la espada en
la mano y corrió hacia donde se encontraba la mujer.
Ésta
todavía estaba en el mismo lugar adonde el bárbaro la había
empujado, aunque empezaba a incorporarse. El monstruo no le había
hecho ningún daño. Este, por el contrario, y ante el asombro de la
pareja, pasó velozmente al lado de ambos sin prestarles la menor
atención. Era evidente que aunque los había seguido con la ayuda de
su olfato, ahora los olvidaba debido al sufrimiento de su terrible
agonía. Durante su carrera, el saurio se precipitó contra el tronco
de un enorme árbol que había en su camino. El impacto desgajó el
árbol de raíz; sin duda, el cráneo del reptil se había hundido
como consecuencia del tremendo golpe. El árbol y el animal cayeron
juntos, y Conan y Valeria vieron, estremecidos, que las ramas y las
hojas eran sacudidas por las convulsiones del monstruo al que
cubrían, y luego se quedaban inmóviles.
El
cimmerio ayudó a Valeria a ponerse en pie, y ambos avanzaron hacia
la llanura sin árboles.
Conan
se detuvo un instante y miró hacia atrás, en dirección al oscuro
bosque que quedaba a sus espaldas. Allí no se movía ni una hoja, ni
piaba un solo pájaro. En aquel bosque reinaba un silencio similar al
del primer día de la creación.
-Vámonos
-murmuró Conan, tomando a Valeria de la mano.
La
ciudad parecía hallarse muy lejos del otro lado de la llanura; más
lejos de lo que parecía desde lo alto del risco. El corazón de
Valeria latía aceleradamente, produciéndole una intensa sensación
de ahogo. A cada paso que daba esperaba oír el crujido de los
matorrales y temía que vería salir a otro terrible dragón. Pero ya
nada turbaba el silencio del bosque.
Cuando
se alejaron, Valeria respiró aliviada. Volvió a sentir confianza en
sí misma. El sol acababa de ponerse y un manto oscuro cubría
rápidamente la llanura. Las estrellas iban apareciendo poco a poco
en el cielo, y los cactus parecían fantasmas.
-No
hay ganado ni campos sembrados -murmuró Conan-. ¿De qué vivirá
esta gente?
-Tal
vez hayan recogido a los animales en los rediles durante la noche
-sugirió la mujer-. Y quizá los campos estén al otro lado de la
ciudad.
-Quizá
-dijo Conan-, Pero yo no vi nada desde lo alto del risco.
La
luna se asomó por detrás de la ciudad, recortando las murallas y
las torres con su brillo plateado. Valeria se estremeció. El negro
contorno que había alrededor del disco luminoso de la luna le daba a
la ciudad un aire sombrío y siniestro.
Tal
vez Conan pensaba lo mismo, pues se detuvo, miró a su alrededor y
dijo:
-Detengámonos
aquí. De nada valdría acercarnos a las puertas de la ciudad por la
noche, pues probablemente no nos dejarán entrar. Además,
necesitamos descansar y no sabemos cómo nos van a recibir. Unas
horas de sueño nos pondrán en condiciones de luchar, o de salir
corriendo si fuera necesario.
El
cimmerio condujo a la mujer hasta un grupo de cactus que crecían en
círculo -fenómeno habitual en los desiertos del sur-; se abrió
paso con la espada entre las plantas y le hizo una seña a Valeria
para que entrara.
-Aquí
estaremos a salvo de las serpientes -le dijo. Ella miró con recelo
hacia la negra línea del bosque, que ya estaba lejos.
-¿Y
si los dragones salieran de entre los árboles? -preguntó.
-Bien,
haremos guardia por turnos -repuso el cimmerio, aunque no contestó
con claridad a la pregunta de su acompañante.
Contempló
la ciudad, que aún se hallaba bastante lejos. No se veía ninguna
luz en las torres ni en los edificios que sobresalían por encima de
las murallas. Era una negra masa de misterio que se recortaba como un
enigma en el cielo iluminado por la luna.
-Acuéstate
y duerme -dijo luego-. Yo montaré la primera guardia.
Valeria
lo miró indecisa, pero Conan se sentó con las piernas cruzadas
delante de los cactus, de cara a la llanura, con la espada sobre las
rodillas y dándole la espalda a la mujer.
Sin
hacer más comentarios, ésta se echó sobre la arena que cubría el
suelo del desierto.
-Despiértame
cuando la luna esté alta sobre nuestras cabezas -le dijo Valeria.
El
cimmerio no contestó ni se volvió hacia ella. Mientras la mujer se
sumergía en un profundo sueño, su última visión fue la de la
musculosa figura de Conan, inmóvil como una estatua de bronce
recortada contra la tenue luminosidad de las estrellas.
2.
El fulgor de las gemas de fuego
Valeria
se despertó con un estremecimiento, al ver que el gris amanecer se
extendía sobre la planicie.
Se
incorporó y se frotó los ojos. Conan estaba cortando una planta de
cactus, y pelaba diestramente la piel y las espinas.
-No
me despertaste -dijo ella-. ¡Me has dejado dormir toda la noche!
-Estabas
muy cansada -repuso el cimmerio-. Y deben de dolerte las posaderas,
después de una cabalgada tan prolongada. Los piratas no estáis
habituados a andar a caballo.
-¿Y
tú?
-Yo
fui kozako antes que pirata -respondió Conan-. Y esa gente vive
sobre la silla de montar. He dormido a ratos, como una pantera que
espera junto al sendero el paso de un venado. Mis oídos se mantenían
alerta mientras mis ojos dormían.
Lo
cierto es que el gigantesco bárbaro parecía tan descansado como si
hubiese dormido toda la noche sobre un lecho de plumas. Una vez que
hubo quitado todas las espinas, le entregó a Valeria la jugosa hoja
de cactus.
-Prueba
esto -dijo-. Es un buen alimento y una bebida para el hombre del
desierto. Yo fui jefe de los zuagires, unos nómadas que viven de
saquear caravanas.
-¿Hay
algo que tú no hayas sido? -le preguntó Valeria, en parte con burla
y en parte con admiración.
-Sí.
No he sido rey de un país hiborio -declaró él sonriendo, mientras
masticaba el jugoso cactus-. Pero no pierdo la esperanza de llegar a
serlo algún día. ¿Por qué no habría de ser rey?
Valeria
movió la cabeza, asombrada de su audacia, y se dispuso a saborear la
refrescante planta. Halló que su sabor era agradable y que saciaba
su sed. Una vez terminado el frugal ágape, Conan se limpió las
manos con arena, se puso en pie, se alisó la tupida melena y,
ajustándose el cinturón de la espada, dijo:
-Bien,
en marcha. Si la gente de esa ciudad nos va a cortar el cuello, más
vale que lo haga ahora, antes de que empiece a hacer calor.
El
humor del cimmerio era un tanto sombrío, pero Valeria pensó que
podía resultar profético. Ella también se ajustó el cinto del
sable después de ponerse en pie. Los terrores nocturnos habían
pasado, y los dragones rugientes del bosque eran como un sueño
lejano. Su andar volvió a ser confiado cuando avanzó al lado de
Conan. Fuesen cuales fueran los peligros que les esperaban, sus
enemigos serían hombres. Y Valeria de la Hermandad Roja aún no
había conocido a un hombre al que temiera.
Conan
la miró de reojo, mientras ella caminaba a su lado con su andar tan
peculiar.
-Andas
más como un montañés que como un marino -dijo el cimmerio-. Debes
de haber nacido en Aquilonia, ya que los soles de Darfar no llegaron
a broncear tu blanca piel. Muchas princesas envidiarían la blancura
de tu tez.
-Sí,
nací en Aquilonia -repuso ella, que se había acostumbrado a los
cumplidos de su compañero y ya no se irritaba.
Si
se hubiera tratado de otro hombre en vez de Conan, Valeria se habría
puesto furiosa por no haber sido despertada para hacer guardia, pues
siempre se había negado a que le dieran ventajas por el solo hecho
de ser mujer. Pero ahora sentía una secreta satisfacción al ser
tratada así por aquel hombre. El cimmerio, además, no había
tratado de aprovecharse de la situación propicia en la que se
hallaban. Después de todo -se dijo Valeria-, su compañero no era un
hombre corriente.
El
sol comenzó a brillar sobre la ciudad, bañando las torres con un
siniestro color carmesí.
-Anoche
era negra a la luz de la luna -murmuró Conan con un gesto
supersticioso-, y ahora es roja como la sangre, a causa del sol del
amanecer. No me gusta nada esa ciudad.
Pero
aun así, se dirigieron hacia ella, y, mientras avanzaban, Conan le
hizo notar a Valeria que no había ningún camino que condujera a la
población desde el norte.
-Ningún
ganado ha salido a la llanura por esta parte de la ciudad -dijo-. Y
no hay señales de que el arado tocase esta tierra en muchos años, o
en siglos, quizá. Sin embargo, mira, en esta planicie existieron
cultivos hace mucho tiempo.
Valeria
observó las antiguas zanjas de regadío que él señalaba, y que se
hallaban en parte llenas de agua y rodeadas de cactus. Ella frunció
el ceño, mientras miraba con asombro el llano que se extendía en
torno a la extraña ciudad, y que llegaba hasta el lejano bosque,
formando un enorme círculo. La visión no llegaba más allá de
aquel círculo.
La
mujer lanzó una mirada inquieta a la ciudad y advirtió que en sus
murallas no se veía brillo de cascos ni puntas de lanzas, y que no
se oía el sonido de trompetas ni de voces de alerta. Un silencio tan
denso como el que reinaba en el bosque se cernía sobre los gruesos
muros y las puntiagudas torres.
El
sol ya estaba en lo alto cuando se detuvieron ante la gran puerta de
la muralla norte, bajo la sombra del macizo baluarte. El óxido
cubría los refuerzos de hierro del portón, y las telarañas
brillaban tenuemente sobre las bisagras.
-¡Esto
no ha sido abierto en muchos años! -exclamó Valeria.
-Es
una ciudad muerta -dijo Conan con un gruñido-. Por eso las zanjas y
los cultivos estaban abandonados.
-Pero
¿quien habrá vivido aquí? ¿Por qué abandonaron este lugar?
-Quién
sabe. Tal vez fuera un grupo de fugitivos estigios. Sin embargo, no
tiene aspecto de ser arquitectura estigia. Quizá los habitantes de
la ciudad fueron exterminados por sus enemigos, o la peste acabó con
ellos.
-En
ese caso -dijo Valeria-, es posible que ahí dentro haya cuantiosos
tesoros. Intentamos abrir la puerta y exploremos el interior.
Conan
observó dubitativamente las enormes puertas, pero a pesar de ello
apoyó su robusto hombro contra una de las jambas. Empujó con todas
sus fuerzas, y el portón se abrió poco a poco hacia el interior con
un intenso chirrido de goznes. El cimmerio se irguió y desenvainó
la espada. Valeria miró sobre su hombro y lanzó una exclamación.
No
estaban viendo una calle o un patio, como era de esperar. La puerta
daba directamente a un enorme salón, cuyo extremo opuesto casi se
perdía a lo lejos. Las dimensiones del recinto eran gigantescas, y
el suelo estaba formado por unas extrañas baldosas rojas que
parecían arder como si fueran llamas. Las paredes eran de un
material verde y brillante.
-¡Si
esto no es jade, yo soy shemita! -exclamó el cimmerio al tiempo que
profería un juramento.
-¡Es
imposible que haya tal cantidad! -objetó Valeria.
-He
robado suficiente jade a las caravanas de Khitai para saber de qué
estoy hablando -insistió el cimmerio-. ¡Te digo que es jade!
El
techo era abovedado y estaba revestido de lapislázuli, con gemas
verdes incrustadas, que brillaban con maléfico resplandor.
-Piedras
de fuego verde -gruñó el cimmerio-. Así llaman a esas piedras
preciosas las gentes de Punt. Se dice que son los ojos petrificados
de reptiles prehistóricos, a los que los antiguos llamaban
Serpientes Doradas. Brillan como los ojos de un gato en la oscuridad.
Por la noche, esta sala debe de alumbrarse con esas gemas, pero es
posible que la iluminación no resulte agradable. Echemos un vistazo
por ahí. Podríamos dar con algún tesoro.
-Cierra
la puerta -aconsejó Valeria-. Aún temo que venga algún otro dragón
del bosque. Conan sonrió y dijo:
-No
creo que los dragones se alejen del bosque. A pesar de todo, accedió
a lo que le pedía la mujer. Luego señaló el cerrojo interior y
agregó:
-Me
pareció haber oído un chasquido cuando empujé la puerta. Mira, el
cerrojo se ha roto recientemente. El óxido lo había comido casi por
completo y bastó con que yo empujara. Pero si la gente huyó de
aquí, ¿cómo es que esta puerta está cerrada por dentro?
-Sin
duda escaparían por otro lugar -arguyó, con acierto, Valeria.
La
pareja se preguntó cuántos siglos habrían pasado desde que la luz
del día se filtrara por última vez entre las hojas de la enorme
puerta. Sin embargo, la luz del sol también llegaba a la habitación
por otro conducto. Conan y Valeria vieron que en lo alto del techo
abovedado había una especie de claraboyas hechas de un material
cristalino. Entre éstas las gemas verdes refulgían como los ojos de
gatos furiosos. El suelo que había bajo sus pies brillaba con los
tonos cambiantes de la llama. Era como avanzar por el infierno, con
unos astros malignos parpadeando en lo alto.
A
cada lado del enorme salón había tres galerías con balaustradas,
una encima de otra.
-Un
edificio de cuatro pisos -murmuró el cimmerio-. Y esta sala se
extiende hasta el techo. El recinto es tan largo como una calle. Creo
ver una puerta al otro extremo.
Valeria
se encogió y dijo:
-Tu
vista es más aguda que la mía, aunque en ese aspecto yo tenía fama
entre los piratas.
Se
dirigieron hacia una puerta abierta y atravesaron una serie de
habitaciones vacías, cuyo suelo era parecido al del salón. Las
paredes también eran de jade, y en algunas partes de mármol o de
calcedonia, con incrustaciones de oro, plata o bronce. En el techo
también había piedras verdes. Los intrusos avanzaron como espectros
por aquellas habitaciones de brillante suelo rojizo.
En
algunas de la estancias no había ninguna luz, y el vano de las
puertas era negro como la boca del infierno. Conan y Valeria evitaron
aquellos lugares y se internaron tan sólo por las habitaciones
iluminadas.
En
las esquinas había numerosas telarañas, pero en cambio no se
advertía polvo en el suelo ni en las mesas y sillas de mármol, jade
o cornalina que llenaban algunas salas. Aquí y allá se veían
alfombras de seda de Khitai, que era prácticamente indestructible.
No había ninguna ventana o puerta que diera a la calle o a algún
patio. Todas las aberturas daban a otra habitación o salón.
-¿No
saldremos nunca a un lugar abierto? -musitó Valeria-. Este palacio,
o lo que sea, es más grande que el harén del rey de Turan.
-Quienes
vivían aquí no pudieron morir de peste -dijo d cimmerio mientras
meditaba acerca del misterio de la ciudad abandonada-. En ese caso,
habríamos encontrado esqueletos. Tal vez tuvieron miedo de algo y
huyeron. Quizá...
-¡Al
demonio con todo eso! -le interrumpió Valeria rudamente-. Nunca lo
sabremos con certeza. Mira esos frisos. Representan figuras humanas.
¿A qué raza pertenecen?
Conan
lo miró y negó con la cabeza, al tiempo que respondía:
-Jamás
he visto gente como ésa. Pero tienen algo oriental; parecen nativos
de Vendhia o tal vez de Kosala.
-¿Acaso
fuiste rey de Kosala? -preguntó ella en tono burlón, si bien no
exento de curiosidad.
-No,
pero sí fui jefe guerrero de los afghulis, que viven en los montes
Himelios, más allá de las fronteras de Vendhia. Estas imágenes
parecen corresponder a nativos de Kosala. Pero ¿por qué habrán
construido una ciudad tan al oeste?
Las
figuras representaban a hombres y mujeres esbeltos, de tez oscura y
con facciones finamente modeladas y exóticas. Vestían amplias
túnicas y usaban adornos cubiertos de joyas. Casi todos estaban en
actitud de danzar, de comer o de hacer el amor.
-Todos
éstos debieron de llevar una estúpida vida pacífica, pues no se
ven escenas de guerra o de lucha -dijo Conan-. Ven, vamos a los pisos
superiores.
Había
una escalera de marfil que ascendía en espiral desde la habitación
en la que se encontraban. Subieron tres pisos y llegaron a una amplia
estancia. Unas claraboyas que había en el techo iluminaban la sala,
en la que también brillaban tenuemente las gemas verdes. Al mirar a
través de otras puertas, vieron más salas iluminadas. Pero una de
las puertas daba a una galería con balaustrada, que se abría sobre
una sala mucho más pequeña que la que habían visto en el piso
inferior.
-¡Maldición!
-dijo Valeria, y tomó asiento con disgusto en un banco de jade-. La
gente que vivía aquí debió de llevarse todos los tesoros consigo.
Estoy cansada de vagar sin sentido por estos cuartos vacíos.
-Todas
estas habitaciones parecen estar iluminadas -dijo el cimmerio-. Me
gustaría encontrar una ventana que dé a la ciudad. Veamos qué hay
detrás de esa puerta.
-Mira
tú -repuso Valeria-. Yo me quedaré aquí a descansar un poco.
El
cimmerio desapareció por la puerta que estaba enfrente de la que
daba a la galería, y Valeria se recostó con las manos cruzadas en
la nuca y las piernas extendidas. Aquellas silenciosas habitaciones y
salas, con sus brillantes gemas verdes y sus ardientes suelos
rojizos, comenzaban a disgustarle. Deseaba encontrar una salida hacia
el exterior para abandonar de una vez por todas el laberinto por el
que vagaban. Valeria se preguntó qué pies misteriosos y furtivos
habrían pisado en los siglos pasados aquellos suelos brillantes, y
qué hechos espantosos habrían contemplado aquellas piedras verdes
incrustadas en lo alto.
Un
ligero ruido interrumpió las reflexiones de Valeria. Antes de que se
diera cuenta realmente de que algo le había llamado la atención, la
audaz mujer ya estaba en pie y con la espada desenvainada. Conan aún
no había regresado, y ella comprendió que no era él quien había
producido aquel ruido.
El
sonido procedía de algún lugar situado del otro lado de la puerta
que se abría a la balconada. Valeria avanzó sin hacer el menor
ruido, atravesó la puerta, llegó a la galería y miró por encima
de la balaustrada.
Un
hombre avanzaba por la sala.
El
hecho de ver a un ser humano en aquella ciudad que creían desierta
causó en la mujer una profunda impresión. Valeria observó al
desconocido, agazapada detrás de las columnas de piedra y con todos
los nervios en tensión.
El
hombre no se parecía en nada a las figuras de los frisos. Era algo
más alto que el término medio y de tez muy oscura, aunque no era de
raza negra. Su único atuendo era un estrecho taparrabo de seda y un
cinturón de cuero de un palmo de ancho alrededor de la cintura. El
largo cabello negro que le caía sobre los hombros le daba un aspecto
salvaje. Era delgado, aunque sus brazos y piernas se veían
musculosos, sin el menor vestigio de grasa que suavizase los
contornos. Podría decirse que aquel individuo estaba hecho con una
notable economía de medios que resultaba repelente.
Pero
tanto en su apariencia física como en su actitud había algo que
impresionó a la mujer. El hombre se detuvo súbitamente y, medio
agazapado, volvió la cabeza en varias direcciones. Una daga que
aferraba con la mano derecha tembló visiblemente a causa de las
emociones que la atenazaban. Valeria comprendió que aquel
desconocido tenía miedo, un miedo rayano en el terror. Cuando volvió
la cabeza, la mujer pudo apreciar el brillo de la mirada del hombre
entre los mechones de pelo negro.
Pero
él no la vio. Atravesó la sala de puntillas y desapareció por una
de las puertas abiertas. Poco después, Valeria escuchó un lamento
ahogado y luego volvió a reinar el silencio en el edificio.
Llena
la inquietud y curiosidad, la mujer avanzó por la galería hasta
llegar a una puerta situada encima de aquella por la cual
desapareciera el hombre. La puerta daba a un corredor más pequeño
que rodeaba una amplia estancia.
Esta
habitación estaba en el tercer piso, y el techo no era tan alto como
el de la sala que vieran al principio. Estaba iluminada únicamente
con gemas, por lo cual la parte baja de la balconada estaba en
sombras.
Cuando
hubo acostumbrado su vista a la penumbra, Valeria vio que el hombre
aún se encontraba en el recinto. Pero estaba tendido boca abajo en
el centro de la habitación. Tenía las extremidades fláccidas y
extendidas, y su daga se hallaba junto a él.
Aquella
inmovilidad le causó extrañez a Valeria, hasta que vio una mancha
de color carmesí sobre el suelo, debajo del cuerpo.
La
mujer miró con atención hacia las sombras que llenaban el recinto,
pero no puedo ver nada más.
De
repente apareció otro hombre, parecido al anterior, por una puerta
que había al otro extremo de la sala. Los ojos del recién llegado
brillaron al ver al otro en el suelo, y exclamó con voz agitada:
-¡Chicmec!
El
otro no se movió.
El
segundo individuo avanzó rápidamente, se inclinó y cogió por un
hombro al caído para volverlo hacia arriba. De entre sus labios
escapó un grito ahogado cuando vio que la cabeza le colgaba inerte
hacia atrás, permitiendo ver el cuello, que había sido cortado de
oreja a oreja.
El
hombre dejó caer al cadáver sobre el suelo y se irguió de nuevo,
temblando como una hoja al viento. Tenía el rostro ceniciento a
causa de pavor. Ya había flexionado una pierna para escapar cuando
se quedó repentinamente inmóvil, mirando al otro extremo de la
habitación con los ojos desorbitados por el espanto.
Entre
las sombras que había debajo de la balconada comenzó a brillar una
luz espectral, que no era reflejo de la que producían las gemas
verdes. Valeria sintió que se le erizaba el cabello al observar la
escena. En el aire flotaba una calavera. Era un cráneo humano,
aunque terriblemente deforme, y de él emanaba una luz fosforescente.
Por momentos adquiría contornos definidos, y Valeria se dijo que,
aunque la calavera pareciera de hombre, tenía de alguna manera un
aspecto inhumano.
El
hombre seguía inmóvil, paralizado por el terror y mirando fijamente
la aparición. Ésta se alejó de la pared, y una sombra grotesca se
movió con ella. Poco a poco pudo ver que la sombra tenía un cuerpo
semejante al de un ser humano. Pero éste brillaba con un fulgor
blanquecino, que parecía provenir de los huesos que había debajo.
La calavera sonreía con una expresión siniestra, en medio de un
halo luminoso y maligno. El hombre no era capaz de apartar los ojos
de la espantosa aparición. Habríase dicho que estaba hipnotizado.
Valeria
comprendió que no era tan sólo una fuerza mental la que paralizaba
al desconocido. También parecía intervenir el fulgor blanquecino,
robándole parte de su energía vital e impidiéndole actuar.
El
horrendo espectro avanzó flotando hacia su víctima, y ésta
finalmente se movió, pero sólo para dejar caer la daga y postrarse
de rodillas mientras se tapaba los ojos con las manos. Aguardó sin
decir palabra el golpe de la hoja que ahora brillaba en la mano del
espectro, el cual se cernía sobre el hombre como la muerte
triunfante.
Valeria
actuó según el primer impulso de su vehemente carácter. Con un
salto felino saltó por encima de la balaustrada y se dejó caer al
suelo, detrás del espectro. Éste giró en redondo al oír el golpe
de las suaves botas contra el suelo. Pero mientras se volvía, la
afilada hoja del sable de Valeria se abatió sobre él y traspasó su
carne mortal.
El
espectro lanzó una exclamación de dolor y se desplomó con el pecho
y el espinazo atravesados por la espada. Al caer, rodó por el suelo
su luminosa calavera, dejando ver una melena canosa y un rostro
contraído por el sufrimiento de la agonía. Detrás de aquella
horrenda aparición había tan sólo un ser humano, un hombre
parecido al que estaba arrodillado en el suelo.
Finalmente,
este último levantó los ojos al oír el golpe y el grito, y miró
con expresión de infinito asombro a la mujer de piel blanca que se
cernía sobre el cadáver con una espada chorreante en la mano.
El
hombre se puso en pie, tambaleándose y musitando lamentos como si el
espectáculo le hubiera afectado la razón. Valeria se sorprendió al
darse cuenta de que entendía lo que murmuraba el hombre. Se
lamentaba en lengua estigia, aunque en un dialecto que no alcanzaba a
comprender del todo.
-¿Quién
eres? -le pregunto él-. ¿De dónde vienes? ¿Qué haces en Xuchotl?
Luego,
sin dejar siquiera que ella le contestase, el desconocido agregó:
-De
todas formas, eres una persona amiga. ¡Diosa o demonio, poco
importa, ya que has matado a la Calavera Ardiente! ¡Y era un hombre,
después de todo! Nosotros lo considerábamos un demonio que ellos
habían conjurado
desde las catacumbas... Pero ¡escucha...!
El
hombre dejó de desvariar y, al quedar en silencio, se irguió como
si hubiera estado escuchando con dolorosa intensidad. Valeria no
alcanzaba a oír nada.
-¡Debemos
darnos prisa! -murmuró él-. ¡Ellos
están al oeste del
Gran Salón y pueden llegar en cualquier momento...!
Cogió
a Valeria por la muñeca con un gesto espasmódico, que ella no pudo
eludir.
-¿Quiénes
son ellos? -le
preguntó la mujer.
El
hombre la miró con asombro, como si no comprendiera que ella no lo
supiera.
-¿Ellos?
-dijo el hombre, y
agregó tartamudeando-- Son la gente de Xotalanc. La tribu del hombre
al que mataste son los que viven en la puerta del este.
-Entonces,
¿esta ciudad está habitada? -preguntó Valeria sorprendida.
-¡Sí,
por supuesto! -repuso él impaciente-. ¡Pero vámonos enseguida;
debemos regresar a Tecuhltli!
-¿Dónde
está eso? -preguntó Valeria.
-Es
el barrio de la Puerta Occidental.
La
cogió por la muñeca y la condujo hacia la puerta por la que él
había aparecido. Grandes gotas de sudor le perlaban la frente, y sus
ojos brillaban a causa del terror.
-Espera
un momento -dijo ella, soltándose bruscamente-. No me pongas las
manos encima, o te rompo la cabeza. Vamos a ver, ¿quién eres tú y
adonde quieres llevarme?
El
hombre miró con inquietud en todas direcciones y comenzó a hablar
con tal rapidez que a veces se le trababa la lengua.
-Me
llamo Techotl y procedo de Tecuhltli. Ese hombre que yace con la
garganta cortada vino de las Salas del Silencio para tratar de tender
una emboscada a alguno de los xotalancas. Pero nos separamos, y
cuando vine aquí a buscarlo lo encontré muerto. Lo mató la
Calavera Ardiente, lo sé, y me habría matado también a mí si tú
no me hubieras salvado. Pero seguramente él no estaba solo. Es
posible que hayan llegado otros individuos desde Xotalanc. ¡Hasta
los dioses se estremecen ante la suerte de los hombres que ellos
cogen vivos!
Al
pensarlo se estremeció, y su piel se volvió más cenicienta aún.
Valeria lo miró desconcertada. Comprendía que tenía delante a una
persona inteligente aunque trastornada.
La
mujer se volvió hacia la calavera, que aún resplandecía en el
suelo, y le acercó una de sus botas, cuando el hombre saltó hacia
ella con un grito.
-¡No
la toques! -exclamó-. ¡No la mires siquiera! ¡Te enloquecería!
Sólo los brujos de Xotalanc conocen su secreto. Encontraron la
calavera en las catacumbas, donde yacen los huesos de los terribles
reyes que gobernaron Xuchotl en el oscuro pasado. El solo hecho de
mirar esa calavera hiela la sangre y llena de agua el cerebro de la
persona que no conoce su secreto. Tocarla significa locura y
destrucción.
Ella
lo miró con el ceño fruncido. El hombre no le inspiraba confianza,
con aquel cuerpo enjuto y sus rizos serpentinos. En sus ojos, detrás
del brillo del espanto, asomaba una extraña luz que ella jamás
había visto en la mirada de un ser humano en sus cabales. A pesar de
todo, parecía saber muy bien lo que estaba diciendo.
-¡Ven!
-suplicó mientras le tendía la mano, retirándola enseguida al
acordarse de las advertencias de Valeria-. Eres extranjera; no sé
cómo habrás llegado hasta aquí, pero, seas diosa o demonio, ven en
ayuda de Tecuhltli y tendrás una respuesta a todo lo que me has
preguntado. Sin duda llegaste desde el otro lado del bosque, de donde
vinieron nuestros antepasados. Pero eres nuestra amiga, porque de lo
contrario, no habrías matado a nuestro peor adversario. ¡Vámonos
enseguida, antes de que nos encuentren los xotalancas y nos maten!
Valeria
miró la calavera que arrojaba una luz siniestra sobre el cadáver
del enemigo. Era como las calaveras de las pesadillas, claramente
humanas, pero con algunas deformidades inquietantes. Seguramente el
dueño de aquel cráneo había tenido un aspecto monstruoso en vida.
¿Vida? Sí, la calavera parecía tener vida propia. Sus mandíbulas
se abrían y se cerraban con chasquidos. El fulgor se hacía cada vez
más intenso y vivido, al tiempo que aumentaba también la sensación
de pesadilla. Era un sueño... Toda la vida era sueño...
La
voz de Techotl sacó a Valeria del hondo abismo en el que estaba
cayendo.
-¡No
mires esa calavera! ¡No lo hagas! La voz parecía provenir de
lejanías insondables. Valeria se estremeció y sacudió la melena
como un león. Su visión se aclaraba por momentos.
-En
vida albergó el cerebro de un rey de brujos -le decía ahora
Techotl-. ¡Pero aún conserva la vida y el fuego mágico de los
espacios siderales!
Al
tiempo que profería una maldición, Valeria saltó como una pantera
y asestó un mandoble al blanco cráneo, que crujió y saltó en
pedazos. En algún lugar de la habitación, o de un sitio impreciso,
una voz inhumana aulló expresando infinita ira y dolor.
Techotl
comenzó a gritar:
-¡La
has destrozado! ¡La has destruido! ¡Ni la magia negra de Xotalanc
podrá reconstruirla! ¡Ahora vámonos, pronto!
-No
puedo hacerlo -protestó ella-. Hay un amigo mío cerca de aquí...
La
mirada de espanto del hombre hizo que Valeria se callara
repentinamente. La mujer miró a su alrededor y vio a cuatro hombres
que entraban por otras tantas puertas, convergiendo hacia la pareja
que se hallaba en el centro de la habitación.
Los
cuatro eran como los otros dos que Valeria había visto. Tenían las
mismas extremidades delgadas, la misma melena negra y lacia, la misma
mirada extraviada en sus grandes ojos. Iban armados y vestidos como
Techotl, pero todos llevaban una calavera blanca pintada en el pecho.
No
hubo amenazas ni gritos de guerra. Los hombres de Xotalanc saltaron
hacia el cuello de sus enemigos como tigres sedientos de sangre.
Techotl les hizo frente con la furia que da la desesperación.
Esquivó la espada de uno de los atacantes y se aferró a él para
arrojarlo al suelo, donde ambos rodaron y lucharon en tenso silencio.
Los
otros tres se abalanzaron sobre Valeria, con los ojos rojos como los
de los perros rabiosos.
La
mujer mató al primero antes de que pudiera atacarla. La larga espada
recta de Valeria le hundió el cráneo cuando el atacante levantaba
ya su propia arma. Luego paró el golpe y esquivó otro. Sus ojos
brillaban y sus labios sonreían implacables. Volvía a ser Valeria
de la Hermandad Roja, y el silbido de su hoja de acero era como un
himno nupcial para sus oídos.
La
espada de Valeria rebasó una hoja que había pretendido parar el
golpe y se hundió en un vientre cubierto por un taparrabo de cuero.
El hombre jadeó en su agonía y cayó de rodillas. Pero su alto
compañero se abalanzó en silencio sobre Valeria y descargó una
lluvia de golpes con tal furia que la mujer no fue capaz de
contraatacar. Ella retrocedió fríamente, parando las estocadas y en
espera de una ocasión para devolver los golpes. El adversario no
podía mantener por mucho tiempo el ritmo de su ofensiva. Se le
cansaría el brazo o le traicionarían los pulmones. Entonces, la
hoja de Valeria le atravesaría el corazón. Una mirada de reojo le
permitió ver a Techotl inclinado sobre el pecho de su enemigo,
tratando de liberar las muñecas para asestarte una cuchillada.
La
frente del hombre estaba cubierta de sudor y sus ojos denotaban el
esfuerzo al que estaba sometido. Por más que atacara con denuedo, no
pudo romper la guardia de su adversaria. Su respiración se hizo
agitada e irregular, y sus golpes comenzaron a debilitarse. Valeria
dio un paso atrás para atraerlo, y en aquel mismo momento sintió
que alguien le aferraba las piernas con brazos férreos. Se había
olvidado del hombre herido que estaba en el suelo.
Estaba
arrodillado y, mientras su compañero lanzaba un grito triunfal, el
herido mordió a Valeria salvajemente en un muslo. El xotalanca de
elevada estatura saltó, golpeando con todas sus fuerzas y su enorme
furia. Ella paró el golpe con gran dificultad y levantó los ojos,
observando las chispas que habían saltado con el impacto de los dos
sables.
La
espada enemiga se alzó una vez más; esta vez, Valeria se creyó
perdida, pues estaba casi inmovilizada por el otro contrincante. En
aquel momento, una forma gigantesca se cernió sobre el xotalanca, y
su grito triunfal se interrumpió en seco. El hombre se tambaleó y
cayó al suelo con el cráneo destrozado.
-¡Conan!
-exclamó Valeria jadeando.
Con
un rápido movimiento, la mujer se volvió hacia su enemigo, que aún
la sujetaba con fuerza. Lo cogió por la larga melena. La espada de
Valeria brilló en el aire, y el cuerpo decapitado del adversario se
derrumbó encima del de su compañero.
-¿Qué
demonios ha ocurrido aquí? -preguntó el cimmerio, avanzando con la
espada en la mano.
Techotl
se incorporó; a su lado se hallaba el último xotalanca, que aún se
retorcía en los últimos estertores de agonía. Su daga goteaba
sangre, y Conan comprendió que no era enemigo. El hombre tenía una
herida profunda en un muslo y miró al cimmerio con recelo.
-¿Qué
significa esto? -volvió a preguntar Conan, que aún no se había
recuperado de la sorpresa de encontrar a Valeria en una lucha salvaje
con aquellos hombres, en una ciudad que él había creído
deshabitada.
Al
regresar de su infructuosa exploración por el piso superior, había
visto que Valeria no se hallaba en la habitación en la que la había
dejado, y le había bastado con seguir el ruido de la pelea.
-¡Cinco
perros muertos! -exclamó Techotl con un salvaje aire de triunfo-.
¡Cinco clavos rojos para la columna negra! ¡Gracias, dioses de la
sangre!
El
hombre levantó sus manos temblorosas y luego, con una expresión
demoníaca, escupió sobre los cadáveres y les golpeó el rostro con
los pies, mientras danzaba de un modo estremecedor. Sus nuevos
aliados lo miraban con asombro, y Conan le preguntó a Valeria en
lengua aquilonia:
-¿Quién
es este loco?
La
mujer se encogió de hombros y repuso:
-Dice
llamarse Techotl. Por lo que ha dicho, deduzco que su gente habita
en un extremo de esta increíble ciudad, mientras que estos vivían
al otro extremo. Tal vez sea conveniente que vayamos con él. Parece
amistoso, y resulta fácil ver que la otra tribu no lo es.
Techotl había dejado de bailar y escuchaba de nuevo con la cabeza vuelta de
lado, como los perros.
-¡Vámonos
ya! -murmuró-. ¡Hemos hecho bastante matando a cinco malditos
demonios! Mi gente os recibirá muy bien y os colmará de honores.
Venid, Tecuhltli queda lejos, y en cualquier momento pueden llegar
los xotalancas en número excesivo para nuestras espadas.
-Está
bien, guíanos -dijo el cimmerio con un gruñido.
Techotl subió por la escalera que llevaba a la galería y les hizo una señal
para que lo siguieran. Luego cruzaron una puerta que se abría hacia
el oeste y avanzaron por numerosas habitaciones, todas ellas
iluminadas por claraboyas o por gemas verdes.
-No
acabo de entender qué clase de edificio es éste -le dijo Valeria en
voz baja al cimmerio.
-En
cambio, yo sí he visto a este tipo de hombres con anterioridad
-repuso Conan-. Habitan en las orillas del lago Zuad, cerca de la
frontera con Kush. Son una especie de mestizos estigios, mezclados
con otra raza que llegó a Estigia por el este hace algunos siglos y
que fue asimilada por los nativos del país. Son tlazitlanos. Pero
estoy seguro de que ellos no construyeron esta ciudad.
El
temor de Techotl no pareció disminuir cuando se alejaron de la
habitación en la que yacían los muertos. Seguía volviendo la
cabeza en todas direcciones para captar los sonidos de presuntos
perseguidores, y miraba con angustia cada puerta que iba dejando
atrás.
Valeria
se estremeció involuntariamente. No le temía a ningún hombre, pero
el brillo del suelo y de las piedras preciosas que resplandecían en
lo alto, así como el incontrolable terror que demostraba su guía,
le habían transmitido una sensación de peligro misterioso e
inhumano.
-¡Podríamos
encontrarlos en el camino a Tecuhltli! -susurró el hombre
súbitamente-. Debemos tener cuidado para no caer en una emboscada.
-¿Por
qué no salimos de este condenado palacio y vamos por la calle?
-preguntó Valeria.
-No
hay calles en Xuchotl -repuso el hombre-. No hay plazas ni patios.
Toda la ciudad está construida como un gigantesco palacio bajo un
enorme techo. Lo más parecido a una calle es la Gran Sala, que
atraviesa la ciudad desde la puerta norte a la del sur. Las únicas
puertas que se abren al mundo exterior son las de las murallas;
ningún hombre ha pasado a través de ellas en cincuenta años, con
excepción de vosotros.
-¿Desde
cuándo vivís aquí? -preguntó Conan.
-Yo
nací en este castillo hace treinta y cinco años, y jamás he puesto
un pie fuera de la ciudad. Pero ¡por todos los dioses, guardemos
silencio! ¡Estas salas pueden estar llenas de demonios al acecho!
Olmec os contará todo cuando lleguemos a Tecuhltli.
Así
pues, continuaron deslizándose sin hacer ruido por aquellas
habitaciones, cuya fulgurante penumbra hacía pensar a Valeria que
vagaban por el infierno, guiados por un ser demoníaco de piel oscura
y largos cabellos.
Pero
fue Conan quien los hizo detenerse cuando cruzaban una de las enormes
salas. Sus oídos, habituados a la vida en el bosque y en la montaña,
eran más sensibles aún que los de Techotl.
-¿Crees
que puede haber enemigos esperando para tendernos una emboscada?
-preguntó.
-Vagan
por estas salas a todas horas -respondió Techotl-, y lo mismo
hacemos nosotros. Las habitaciones y las salas que se encuentran
entre Tecuhltli y Xotalanc son tierra de nadie, una zona en disputa.
Las llamamos las Salas del Silencio. ¿Por qué lo preguntas?
-Porque
hay hombres en las habitaciones de delante -repuso el cimmerio-.
Puedo oír el ruido del acero al rozar contra la piedra.
El
hombre, que había palidecido, volvió a estremecerse.
-Tal
vez sean tus amigos -sugirió Valeria.
-No
debemos arriesgarnos -dijo Techotl con la respiración agitada y
avanzando febrilmente.
Se
volvió a un lado y entró por una habitación en la que había una
escalera de mármol que llevaba hacia abajo, en medio de la
oscuridad.
-Esto
conduce a un pasillo oscuro que hay debajo -dijo Techotl con un
murmullo, mientras su frente se llenaba de sudor-. También puede
estar ahí, pero debemos correr el riesgo, ya que es más probable
que se encuentren en las otras habitaciones. ¡Vamos, deprisa!
Bajaron
por la escalera con la rapidez de los fantasmas, hasta llegar a la
boca de un corredor oscuro como la noche. Se agazaparon allí durante
un momento, tratando de oír algún ruido, y luego se internaron en
el pasillo. Mientras avanzaban, Valeria sintió un escalofrío; temía
recibir una estocada en cualquier momento. Notó la mano de Conan
aferrándola por un brazo, lo que le dio más confianza. La oscuridad
era absoluta, y el pasillo parecía interminable.
De
repente se quedaron inmóviles al oír un ruido a sus espaldas. Se
había abierto una puerta y sintieron que unos hombres entraban en el
corredor. Valeria tropezó con lo que parecía una calavera, que rodó
produciendo un ruido siniestro.
-¡Corred!
-exclamó Techotl con voz agitada, y avanzó por el pasillo como un
fantasma.
Valeria
notó que Conan la tomaba otra vez por la cintura y la ayudaba a
escapar. El cimmerio no veía más que ella en la oscuridad, pero una
especie de sexto sentido hacía que no se equivocara. Mientras tanto,
oyeron detrás de ellos unos pasos rápidos que se acercaban cada vez
más. De repente Techotl dijo:
-¡Aquí
está la escalera! ¡Seguidme rápido, por todos los dioses!
Valeria
se sintió levantada en vilo entre Techotl y Conan al subir las
escaleras, y advirtió que los enemigos les seguían a muy poca
distancia. Y los
sonidos no eran todos de pies humanos.
Algo
trepaba retorciéndose por los peldaños; algo que reptaba y
chasqueaba, helando el aire a su alrededor. Conan dio una estocada
con su sable y sintió que la hoja atravesaba una sustancia que bien
podría haber sido carne y hueso. Algo le rozó el pie y se lo dejó
helado; el cimmerio sintió un azote y un golpe estremecedor, y
enseguida se oyó el grito de agonía de un hombre.
Un
momento después, Conan terminaba de subir la escalera y pasaba por
una puerta que se abría en la semipenumbra.
Valeria
y Techotl ya se encontraban allí, y este último cerró la puerta y
corrió un cerrojo en cuanto hubo pasado el cimmerio. Era el primer
cerrojo que Conan veía desde que dejaran atrás la gran puerta de la
muralla.
Inmediatamente
echaron a correr a través de la sala a la que habían llegado, y al
cruzar la puerta del lado opuesto, Conan miró hacia la anterior y
vio que el cerrojo era golpeado por quienes venían detrás.
Aunque
Techotl no aflojara el ritmo de su carrera, ya parecía más sereno.
Tenía el aspecto del hombre que se encuentra en terreno conocido,
cerca de gente amiga.
Pero
Conan volvió a asustarlo terriblemente cuando le preguntó:
-¿Qué
era eso que encontré en la escalera, Techotl?
-Los
hombres de Xotalanc -repuso el aludido-. Ya te dije que terminaríamos
por encontrarlos.
-Aquello
no era un hombre; era algo que reptaba y resultaba frío como el
hielo al tacto. Creo que le hice un tajo con la espada. Cayó hacia
atrás, sobre los hombres que nos seguían, y con seguridad mató a
uno de ellos en los espasmos de la agonía.
Techotl
lo miró con los ojos desorbitados por el miedo, y aceleró la
marcha.
-¡Era
el Trepador! ¡Un monstruo que ellos trajeron de las catacumbas para
que los ayudara! No sabemos exactamente lo que es, pero encontramos a
algunos de nuestros hombres muertos de forma horrible. ¡En nombre de
Set, daos prisa! Si encuentra nuestro rastro, nos seguirá hasta las
mismas puertas de Tecuhltli.
-Lo
dudo -dijo el cimmerio-. Creo que maté a esa cosa que estaba en la
escalera.
-¡Deprisa,
deprisa! -exclamaba Techotl.
Corrieron
a través de una serie de habitaciones iluminadas por las gemas
verdes y se detuvieron ante una gigantesca puerta de bronce.
Entonces
Techotl dijo:
-¡Estamos
en Tecuhltli!
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