La ciudad hermana
(1ª parte)
Brian Lumley
(Este manuscrito se incluye como "Anexo A" en el informe
número M-Y-127/52, fechado el 7 de agosto de 1952.)
Hacia el final de la guerra, cuando bombardearon nuestra casa de
Londres y murieron mis padres, fui hospitalizado debido a mis heridas
y tuve que pasar casi dos años enteros postrado. Yo era joven -tenía
sólo diecisiete años cuando salí del hospital-, y fue entonces
cuando se despertó en mí el entusiasmo, que años después se
convirtió en una anhelo insaciable, por los viajes, las aventuras y
por conocer las antigüedades más grandes de la Tierra. Siempre he
tenido una naturaleza vagabunda, pero estuve tan sujeto durante esos
dos pesados años que, cuando finalmente me llegó la ocasión de
emprender la aventura, me resarcí del tiempo perdido dejando que esa
inclinación mía campase por sus respetos.
No es que esos largos y dolorosos meses estuviesen totalmente exentos
de placeres. Entre una y otra operación, cuando mi salud lo
permitía, leía ávidamente en la biblioteca del hospital,
principalmente para olvidar mi desgracia, y después para dejarme
llevar a esos mundos antiguos y maravillosos creados por Walter Scott
en sus encantadoras Noches arábigas.
Aparte de deleitarme tremendamente, el libro contribuyó a desviar mi
atención de las cosas que había oído decir sobre mí en las salas.
Se comentaba en voz baja que yo era diferente; al parecer los médicos
habían encontrado algo extraño en mi constitución física. Había
rumores sobre las peculiares cualidades de mi piel y el cartílago
córneo ligeramente prolongado de mi espina dorsal. Se hablaba del
hecho de que los dedos de mis manos y de mis pies fuesen ligeramente
palmeados, y de mi total carencia de pelo, de modo que me había
convertido en objeto de muchas miradas extrañas.
Estas circunstancias, y mi nombre, Robert Krug, no contribuyeron
precisamente a aumentar mi popularidad en el hospital. De hecho, en
la época en que Hitler devastaba de cuando en cuando Londres con sus
bombas, un apellido como el de Krug, con todas sus implicaciones de
ascendencia germana, era probablemente un obstáculo mayor para
granjearme amistades que todas mis otras peculiaridades juntas.
Al final de la guerra me encontré con que era rico: fui nombrado
heredero único de la riqueza de mi padre, y aún no había cumplido
los veinte años. Había dejado muy atrás a los Jinns, Gules y
Efreets de Scott, pero había regresado al mismo tipo de emoción de
las Noches arábigas con la publicación de las Excavaciones
de los lugares sumerios, de Lloyd. En líneas generales, este
libro fue el responsable del miedo que siempre me han inspirado esas
mágicas palabras de «Ciudades Perdidas».
En los meses subsiguientes, y ya durante todos los demás años de mi
formación, la obra de Lloyd quedó como un hito, pese a que fue
seguida de otros muchos volúmenes de talante similar. Leí
ávidamente Nínive y Babilonia y Primeras aventuras en
Persia, Susa y Babilonia, de Layard. Leí morosamente obras tales
como Origen y progreso de la Asiriología, de Budge, y Viajes
a Siria y Tierra Santa, de Burckhardt.
Pero no fueron las fabulosas tierras de Mesopotamia los únicos
lugares de interés para mí. Las ficticias Shangri-La y Ephiroth se
situaban asimismo junto a la realidad de Micenas, Knosos, Palmira y
Tebas. Leí entusiasmado las historias de la Atlántida y de
Chichén-Itzá, sin molestarme nunca en separar lo real de lo
fantástico, y pensaba con igual anhelo en el Palacio de Minos en
Creta que en la Ignorada Kadath de la Inmensidad Fría.
Lo que leí de la expedición africana de sir Amery Wendy-Smith en
busca de la muerta G'harne confirmó mi creencia de que ciertos mitos
y leyendas no están muy lejos del hecho histórico.
Al menos, una persona como este eminente arqueólogo había
patrocinado una expedición en busca de una ciudad en la jungla,
considerada por las más prestigiosas autoridades como puramente
mitológica... ¡Bueno! Su fracaso no significaba nada, comparado con
el hecho de que él lo había intentado...
Mientras otros, antes de mi época, habían ridiculizado la
quebrantada figura del explorador demente que regresó solo de las
selvas del Continente Negro, yo intenté imitar sus trastornados
desvaríos como han sido calificadas sus teorías- examinando una vez
más las pruebas sobre Chyria y G'harne y ahondando más en las
fragmentarias antigüedades de las ciudades legendarias y los países
de nombres tan inverosímiles como R'lyeh, Ephiroth, Muar e
Hiperbórea.
Con el paso de los años, mi cuerpo se restableció completamente y
me convertí de un joven fascinado en un hombre de endeble
constitución... Yo no sospechaba siquiera qué era lo que me
impulsaba a explorar los oscuros pasajes de la historia y de la
fantasía. Lo único que sabía era que había algo irresistiblemente
atrayente para mí en el redescubrimiento de esos mundos antiguos de
ensueño y leyenda.
Antes de empezar los viajes lejanos que iban a ocuparme durante
cuatro años, compré una casa en Marske, en el mismísimo limite de
los pantanos de Yorkshire. Era ésta una región en la que había
pasado mi niñez, y siempre había experimentado por los desolados
pantanos una fuerte sensación de afinidad muy difícil de
definir. En cierto modo, allí me sentía más en casa, me
sentía infinitamente más cerca del pasado. Dejé mis pantanos con
auténtica renuencia, pero la inexplicable llamada de los lejanos
lugares y nombres extranjeros me sacó de allí, y me llevó a cruzar
los mares.
Primero visité los países que se hallan más al alcance, ignorando
los lugares de ensueño y de fantasía, aunque prometiéndome a mí
mismo que más tarde... ¡más tarde!
¡Egipto con todo su misterio! La pirámide escalonada de Djoser en
Saqqara, obra maestra de Imhotep; las antiguas mastabas, tumbas de
reyes muertos hacía siglos; la inescrutable sonrisa de la Esfinge;
la pirámide de Snefern en Meidum y las de Kefrén y Cheops en Gizeh;
las momias, los dioses meditabundos...
Sin embargo, a pesar de todo su encanto, Egipto no me retuvo
demasiado tiempo. La arena y el calor me dañaban la piel, que se me
quemó y resquebrajó casi de la noche a la mañana.
Creta, ninfa del hermoso Mediterráneo... Teseo y el Minotauro; el
Palacio de Minos en Knosos... Todo era maravilloso; pero lo que yo
buscaba no estaba allí.
Salamina y Chipre, con sus ruinas de antiguas civilizaciones, me
retuvieron un mes o poco más cada una. Sin embargo, fue en Chipre
donde me di cuenta de otra de mis peculiaridades personales: mi
extraña aptitud para el agua...
Trabé amistad con un grupo de buceadores de Famagusta. Hacían
inmersiones diarias en busca de ánforas y otros restos del pasado
frente a la costa de Salónica. Al principio, el hecho de que pudiese
permanecer bajo el agua el triple de tiempo que el mejor de ellos, y
nadar más deprisa sin ayuda de aletas ni tubo respiratorio, fue
sólo motivo de asombro para mis amigos; pero a los pocos días
observé que cada vez hablaban menos conmigo. No les chocaba
demasiado la falta de pelo de mi cuerpo ni las membranas de mis
dedos, que parecían haber crecido. Lo que no les gustaba era el leve
abultamiento en la parte de atrás de mi traje de baño y la
facilidad con que podía conversar con ellos en su propia lengua, aun
cuando yo no había estudiado griego en mi vida.
Se hizo hora de cambiar de aires. Mis viajes me llevaron por todo el
mundo, y me convertí en una autoridad en civilizaciones extinguidas,
que para mí eran el único gozo de la vida. Luego, en Phetri, oí
hablar de la Ciudad Sin Nombre.
Perdida en el desierto de Arabia, la Ciudad Sin Nombre era un
conjunto de ruinas desarticuladas, con murallas bajas, casi
enterradas en las arenas seculares. Fue en este lugar, donde soñó
el poeta loco Abdul Alhazred, la noche antes de componer su
inexplicable dístico:
Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,
Y con los evos extraños aun la muerte puede morir.
Mis guías árabes pensaron que también yo estaba loco, cuando desoí
sus advertencias y continué la búsqueda de aquella Ciudad de los
Demonios. Sus ligeros camellos desaparecieron más que de prisa
cuando notaron la extraña escamosidad de mi piel y otras cosas de mi
persona que les desasosegaron. Además se habían quedado
estupefactos, lo mismo que yo, ante la extraña fluidez con que
manejé su lengua.
No hablaré de lo que vi y lo que hice en Kara-Shehr. Baste citar que
me enteré de cosas que hicieron vibrar en lo más hondo mi
subconsciente; cosas que me empujaron a seguir viajando en busca de
Sarnath la Predestinada, en la que una vez estuvo el país de Mnar...
Ningún hombre conoce el paradero de Sarnath, y es preferible que
siga siendo así. Por tanto, de mis viajes en busca del lugar y las
dificultades con que tropecé en cada etapa no referiré nada. Sin
embargo, mi descubrimiento de la ciudad sumergida en el limo, y de
las inmemoriales ruinas de la vecina Ib, fueron importantísimos
eslabones en la larga cadena de datos que lentamente iba reduciendo
el vacío que se abría entre este mundo y mi destino final. Y yo,
abrumado, no sabía siquiera dónde estaba ni cuál era ese destino.
Durante tres meses vagué por las orillas legamosas del tranquilo
lago que ocultaba Sarnath, y por fin, movido de un impulso tremendo,
hice uso una vez más de mis excepcionales facultades acuáticas y
comencé a explorar bajo la superficie del espantoso pantano.
Esa noche dormí con una pequeña estatuilla verde, rescatada de las
ruinas sumergidas, apretada contra mi pecho. En sueños, vi a mi
padre y a mi madre -confusamente, como a través de una bruma-, y
ellos me llamaban por señas...
Al día siguiente fui otra vez a pasear por las seculares ruinas de
Ib, y cuando me disponía a marcharme, vi una piedra con una
inscripción que me proporcionó la primera clave verdadera. Lo
maravilloso es que yo pude leer lo que había escrito en aquel
erosionado y antiquísimo pilar; pues estaba escrito en una rara
escritura cuneiforme, más antigua aún que las inscripciones de las
fragmentarias columnas de Geoh, y se hallaba profundamente erosionada
por las inclemencias del tiempo.
No decía nada de los seres que una vez habitaron en Ib, ni tampoco
de los largo tiempo desaparecidos habitantes de Sarnath. Sólo
refería la destrucción que los hombres de Sarnath habían llevado
sobre los seres de Ib, y de la Maldición Consiguiente que cayó
sobre Sarnath. Esta maldición fue obra de los dioses de los seres de
Ib, pero no pude averiguar nada sobre dichos dioses. Yo sólo sabía
que la lectura de esa piedra, y el estar en Ib, había removido
recuerdos largamente sepultados, quizá incluso recuerdos
ancestrales, en mi mente. Una vez más me invadió ese
sentimiento de proximidad a casa, ese sentimiento que siempre
experimentaba en los pantanos de Yorkshire. Entonces, mientras
apartaba ociosamente con el pie los juncos de la base del pilar,
aparecieron otras inscripciones labradas. Limpié el limo y las leí.
Eran sólo unas líneas, pero contenían una clave inestimable para
mí:
«Ib ha desaparecido, pero los Dioses viven. En el mundo existe una
Ciudad Hermana, oculta en la tierra, en las tierras bárbaras de Cimmeria. Allí el Pueblo prospera, y los Dioses serán siempre
venerados; hasta el advenimiento de Cthulhu...»
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