La santidad de Azédarac
Clark Ashton Smith
-¡POR EL CARNERO y su millar de ovejas! ¡Por la cola de Dagón y los cuernos de Derketa! -exclamó Azédarac mientras señalaba el pequeño y abombado frasco de líquido carmesí sobre la mesa que tenía delante de él-. Algo habrá que hacer con ese cargante del hermano Ambrose. Me enteré hace poco de que el arzobispo de Averoigne lo envió a Ximes para reunir pruebas que demostrasen mis lazos con Azazel y los Antiguos. Ha espiado mis invocaciones en las criptas, ha escuchado las fórmulas secretas, ha presenciado la auténtica manifestación de Lilit, incluso de Yog-Sotot y Sodagui, demonios anteriores al mundo. Y esta misma mañana, hace poco más de una hora, montado sobre su asno blanco, ha regresado a Vyones. Dos son los modos -mejor dicho, uno- de evitar las molestias y los problemas de un juicio por brujería: antes de que llegue a Vyones se le debe suministrar el contenido de este frasco. Y si eso falla, también yo deberé tomar la pócima.
Jehan Mauvaissoir miró primero el frasco y después a Azédarac. Apenas le había sorprendido que los labios del obispo de Ximes hubieran pronunciado frases y juramentos tan poco canónicos. Hacía mucho que lo conocía; demasiados eran los servicios extraños que ya le había prestado como para sobresaltarse a aquellas alturas. De hecho, lo conocía mucho antes de que el brujo se hubiera propuesto ser prelado, una etapa de su vida que ni una sola alma de Ximes hubiese sospechado. Por su parte, Azédarac jamás se había preocupado de ocultar a Jehan sus numerosos secretos.
-Comprendo -repuso Jehan-. Dad por sentado que se administrará el contenido del frasco. El hermano Ambrose viaja muy despacio en su necio pollino blanco. No llegará a Vyones hasta mañana a mediodía. Sobrará tiempo para abordarle. Por supuesto que me conoce, al menos a Jehan Mauvaissoir... pero eso tiene fácil solución.
Azédarac sonrió.
-Dejo el asunto, y el frasco, en tus manos, Jehan. Ni que decir tiene que, suceda lo que suceda, con todos los instrumentos satánicos y presatánicos a mi alcance, ningún peligro debo esperar de esos estúpidos fanáticos. Sin embargo, mi posición en Ximes es muy cómoda y envidiable. Las fatigas de un obispo cristiano que vive en olor de incienso y piedad, y que en privado se lleva bien con el Enemigo, son mucho más preferibles a los infortunios de un hechicero clandestino. A decir verdad, preferiría mantener los privilegios y placeres de mi sinecura. Que Moloch se trague a esa gallina santurrona de Ambrose -prosiguió-. Debo de estar haciéndome viejo y estúpido al no haberlo previsto. La mirada huidiza y temerosa que tenía últimamente me hizo sospechar que había husmeado en los ritos subterráneos. Cuando me dijeron que se marchaba hice bien en comprobar mi biblioteca: descubrí que faltaba el Libro de Eibon, que contiene los encantamientos más antiguos, la sabiduría secreta de Yog-Sotot y Sodagui, más vieja que la humanidad. Como sabes, le cambié la encuadernación de piel subhumana aborigen por la de cordero para misales cristianos, y lo coloqué junto a otros libros legítimos de oraciones. Ambrose se lo lleva bajo su hábito como prueba irrefutable de que soy un devoto de la nigromancia. Nadie en Averoigne sabrá leer la escritura inmemorial de los hiperbóreos; sin embargo, sus códices e ilustraciones con sangre de dragón bastarán para condenarme.
Amo y siervo intercambiaron sus miradas en medio de un silencio cargado de complicidad. Jehan contempló con enorme respeto la elevada estatura, los rasgos sombríos, la tonsura entrecana, la cicatriz extraña, brutal, en forma de cuarto creciente sobre la ceja de Azédarac; y sobre todo los sensuales puntos de fuego anaranjado que ardían en sus gélidos ojos negros. Por su parte, los ademanes astutos, discretos e inexpresivos de Jehan, que podría haber sido, y de hecho lo sería si fuera preciso, desde un mercero hasta un clérigo, tranquilizaron a Azédarac.
-Es lamentable -prosiguió Azédarac- que los clérigos de Averoigne duden de mi santidad y devoción. Supongo que tarde o temprano iba a suceder, aunque la principal diferencia entre yo y muchos otros jerarcas de la Iglesia sea que yo sirvo al Demonio deliberada y libremente, mientras que ellos hacen lo mismo con hipócrita obcecación... No obstante, debemos hacer cuanto podamos por retrasar el maldito momento del escándalo y el desahucio de nuestro lecho de plumas. En estos momentos Ambrose puede alegar pruebas contra mí. Por eso, Jehan, enviarás a Ambrose a un reino donde los chismorreos monacales se los lleva el viento. Después habrá que extremar las precauciones. Te aseguro que lo único que encontrará el próximo enviado de Vyones será santidad y un rosario de parabienes.
En contraste con la serena belleza del bosque que lo escoltaba de camino hacia Vyones, los pensamientos del hermano Ambrose navegaban por los mares de la preocupación. El miedo lo mordía como una maraña de víboras venenosas. El perverso Libro de Eibon, aquella obra de brujería primordial, semejaba arderle bajo los hábitos cual enorme y candente sello satánico que se aplastaba contra su pecho. No era la primera vez que pensaba que el arzobispo Clément había encargado a alguien más la investigación de las diabólicas vilezas de Azédarac. De hecho, un mes de estancia en la casa del obispo sobraba para desequilibrar la paz de espíritu de cualquier clérigo piadoso. Ambrose había visto cosas que empañaban la pulcra página de sus recuerdos como una íntima mácula de repulsa y terror. Descubrir que un prelado de la Iglesia era siervo de las fuerzas que arrastran a la perdición, que se refocilaba secretamente con vicios más antiguos que Asmodai, perturbaba hasta el más íntimo recoveco de su alma. Desde su hallazgo creía percibir una ubicua corrupción, como si el Enemigo se le enroscase por el cuerpo para dejarlo sin aire puro que respirar.
Mientras marchaba al amparo de sombríos pinos y verdeantes hayas, deseó ir sobre una montura algo más rápida que aquel asno tranquilo y lechoso que le había asignado el arzobispo. Se sentía acosado por la mortuoria intimidación de rostros descarados como gárgolas, de invisibles pies condenados a llevar grilletes que lo seguían por detrás de la tupida floresta, por toda la languidez de los recodos que presentaba la carretera. Bajo los rayos oblicuos se trazaban telarañas de sombras labradas por el agónico atardecer, como prestas a seguir el rastro furtivo y hediondo de seres impronunciables. Y sin embargo, durante varias millas no se había cruzado con nadie. No había intuido la presencia de animales, ni los zumbidos de las abejas, ni el trino de los pájaros en la maleza.
Sin poder evitar los estremecimientos, pensaba constantemente en Azédarac. Se le aparecía en imágenes como un Anticristo alto, prodigioso, que se alzaba como un colosal engendro de entre el llameante lodo de Abaddón. Recordó de nuevo las bóvedas que hay debajo de la casa del obispo. En ellas, una noche había presenciado un ritual de repulsa y horror satánicos. Había contemplado al obispo bañado en los espléndidos y envolventes efluvios de sacrílegos incensarios que se mezclaban en el aire con los miasmas azufrados y pegajosos del pozo; y entre aquellos vapores se le habían emergido los miembros lascivos, las facciones desmesuradas y etéreas de seres enormes e innombrables... Se estremeció al recordar la lubricidad prebíblica de Lilit, el horror cósmico del súcubo llamado Sodagui, la repugnancia ultradimensional de aquel que los hechiceros de Averoigne denominaban Yog-Sotot.
Cuán siniestramente fuertes y perversos, pensaba, eran aquellos engendros inmemoriales, al poner a su siervo Azédarac en el mismísimo seno de la Iglesia, ocupando una posición elevada y presuntamente devota. Durante nueve años, el pérfido prelado había ejercido con total impunidad actividades insospechadas, había traicionado a la diócesis de Ximes con sacrilegios peores que los sarracenos. Y entonces, de modo anónimo, los rumores llegaron hasta Clément; un susurro de advertencia que ni siquiera el arzobispo había osado pronunciar en voz alta. Así, envió a su sobrino Ambrose, joven monje benedictino, a investigar la purulenta podredumbre que amenazaba la integridad de la Santa Madre Iglesia.
Sólo entonces reparó en lo oscuro y desconocido que era el pasado de Azédarac; en lo inadvertido que procuraba pasar entre los clérigos, sus escasos intentos de medrar jerárquicamente, incluso desde que era mero sacerdote, el sigilo y la ambigüedad con que había ido ascendiendo. Fue entonces cuando comprendió que habían intervenido fuerzas oscuras formidables. Intranquilo, Ambrose se preguntó si Azédarac ya habría descubierto la desaparición del Libro de Eibon de entre los misales contaminados por su corruptora presencia. Y con desasosiego aún mayor, intentó imaginar su reacción, cuánto tardaría en relacionar la desaparición del volumen con la marcha de su huésped.
Tales reflexiones las interrumpió el furioso repicar de los cascos de un caballo que venía por detrás. Ni siquiera un centauro surgido de la más pagana de las florestas le hubiese infundido el mismo pánico. Miró por encima del hombro no sin aprensión para ver al jinete que se aproximaba. Montado sobre un excelente alazán bellamente enjaezado, vio a un hombre de barba tupida. Sin duda, a juzgar por su caro arnés, un noble o un cortesano. Pasó cerca de Ambrose y lo saludó con una leve pero educada reverencia con la cabeza, como si sólo le incumbieran sus propios asuntos. El monje experimentó un inmediato e inmenso alivio, aunque cierta preocupación lo acompañó durante unos instantes, ya que le había dado la impresión de atisbar algo más, sin poder determinar cómo ni qué, tras aquellos pequeños ojos y el fino perfil, que contrastaban con la tupida y oscura barba del jinete. Sin embargo, estaba prácticamente seguro de que ni lo conocía ni lo había visto en Ximes. El jinete desapareció casi al instante al doblar un recodo de la carretera arbolada. Y el monje retornó a las aprensivas elucubraciones de su soliloquio interior.
Al cabo de un rato pareció como si el sol hubiese bajado con rapidez insólita. Pese a la ausencia de nubes, a que el viento venía sin bruma, inexplicables tinieblas comenzaron a oscurecer aun los más visibles claros del bosque. Los troncos de los árboles se alzaban retorcidamente; los arbustos tomaron formas inquietantes, carentes de toda naturalidad, como si una frágil barrera separase el silencio que lo envolvía del fragor y el escándalo que unas voces diabólicas pudieran emitir en cualquier momento.
Ahora bien, para su tranquilidad recordó que cerca se hallaba una posada llamada Bonne Jouissance. Como apenas si había superado la mitad de su itinerario, resolvió pernoctar allí, pues no tardaría en divisar las luces. Antes de percibir su brillo dorado y benigno, las extrañas sombras que lo habían asediado semejaron detenerse y disiparse. Por fin llegó al refugio del patio de la posada con la impresión de haberse escapado por muy poco de un maléfico ejército de perversas entidades. Tras entregar su montura al cuidado de un mozo de establo, Ambrose penetró en la estancia principal.
El propietario lo recibió con empalagoso y grasiento alborozo. Cuando le aseguró que le había destinado la mejor de sus habitaciones, tomó asiento en una de las mesas donde otros ya aguardaban a que se sirviera la cena. Reconoció al jinete que lo había adelantado una hora antes. Se había sentado solo, algo apartado. Los demás huéspedes, un par de merceros itinerantes, un notario y dos soldados, saludaron al monje según la costumbre. Sin embargo, el jinete se levantó y fue a su encuentro para dedicarle una retahíla de excesivas cortesías.
-¿Os dignaréis cenar conmigo, bendito hermano? -le invitó con voz afectada y una familiaridad que a Ambrose le resultaba muy peculiar, pero sin poder afirmar a quién le recordaba.
-Soy el señor des Émaux, de Touraine, a vuestro servicio -prosiguió-. Al parecer hemos tomado la misma carretera; acaso también el mismo destino. En mi caso es la ciudad catedralicia de Vyones. ¿Y en el vuestro?
Aunque vagamente conturbado y con ciertos recelos, Ambrose fue incapaz de rehusar la invitación. Respondió que también él se dirigía a Vyones. Le desagradaba aquel señor des Émaux, cuyos ojos rasgados parecían eclipsar la luz de las velas con un brillo espeso, y de ademanes efusivos, incluso empalagosos. Ahora bien, no observó ningún motivo por el que debiese rechazar una cortesía sin duda sincera y bienintencionada. Se unió al huésped en la apartada mesa.
-Si no ando errado, sois benedictino -aseveró el señor des Émaux, contemplando al clérigo sonriendo con furtiva ironía-. Una orden que siempre he admirado, la más noble y elevada de las hermandades. ¿Os molesta si os pregunto vuestro nombre?
Ambrose se lo dio no sin disimuladas reticencias.
-Así pues, hermano Ambrose -dijo el señor des Émaux-, mientras nos preparan la cena propongo que brindemos a vuestra salud y por la prosperidad de vuestra orden con un tinto de Averoigne. Después de una larga jornada siempre es de agradecer un poco de vino, y no es menos beneficioso tomarlo antes que después de la comida.
Ambrose farfulló un asentimiento de mala gana. Ignoraba el motivo, pero su aversión crecía a cada instante. Creyó advertir un siniestro tono subrepticio en su voz ronroneante; su mirada despedía un brillo que asociaba a lo diabólico. Y mientras, el vacío le seguía atormentando la memoria. ¿Lo habría visto en Ximes? ¿Se trataba de un esbirro de Azédarac disfrazado?
El señor des Émaux se levantó de la mesa en busca del posadero para que les trajese vino. Incluso insistió en bajar a la bodega a fin de elegirlo personalmente. Ambrose se tranquilizó un poco al notar que la gente de la posada lo trataba con respeto y que lo conocía por su nombre. Cuando el posadero regresó, seguido por el señor des Émaux, con dos jarras de barro, había logrado zafarse de las preocupaciones que acosaban su aletargada memoria y los indeterminados recelos. Pusieron dos grandes copas sobre la mesa; acto seguido, el señor des Émaux escanció vino en ellas. A Ambrose le pareció como, si antes de verterlo, el fondo de una de las copas ya contuviese cierto líquido con el color de la sangre. Pero era algo que, a la tenue luz de las velas, no podría asegurar a ciencia cierta. Pensó que eran imaginaciones suyas.
-He traído dos vinos diferentes -indicó el señor des Émaux-. Ambos son tan excelsos que fui incapaz de inclinarme por uno. Acaso vuestro paladar esté más educado que el mío y podáis discernir cuál es mejor.
Empujó una de las copas hacia Ambrose.
-Este es el vino de La Frenaie -dijo-. Bebed. El puro fuego que dormita en su esencia elevará vuestro espíritu.
Ambrose asió la copa y se la llevó a los labios. El señor des Émaux se inclinó para inhalar el aroma de su propia copa. Algo en sus ademanes le parecieron terriblemente familiares. Con la furiosa claridad de un relámpago, su memoria le dijo que las facciones disimuladas tras la barba eran asombrosamente idénticas a las de Jehan Mauvaissoir, a quien había visto a menudo en la casa de Azédarac y que, según sus fundadas sospechas, también estaba implicado en las oscuras prácticas del obispo. ¡Qué estúpido había sido!, ¿cómo no se había dado cuenta antes?, ¿qué hechizo le estaría obnubilando las facultades? Incluso ahora seguía dudando; y no obstante, la mera elucubración lo aterrorizó como si sobre la mesa hubiera asomado la cabeza de una serpiente venenosa.
-Bebed, hermano Ambrose -le instó el señor des Émaux, apurando su propia copa-. A vuestra salud y a la de todos los buenos benedictinos.
Ambrose titubeó. Notaba los fríos e hipnóticos ojos de su interlocutor sobre él. A pesar de sus temores, era incapaz de resistirse. Con un leve estremecimiento, víctima de una incontestable voluntad, con el miedo de pensar que podría caer por efecto de un veneno instantáneo, apuró el contenido.
Poco después sus temores se confirmaron. El vino le quemaba cuello y labios como las llamas líquidas del Flegeo, como si por sus venas fluyera un caudal de azogue infernal. Y de pronto le invadió un tremendo e insoportable frío, lo atrapó un torbellino helado, la silla se fundió debajo de él y se sintió cayendo a lo más profundo de las simas heladas. Los muros de la posada se desvanecieron como el vapor que asciende de los ríos, las luces se apagaron como las estrellas ocultas por la negra niebla de una marisma; el rostro del señor des Émaux desapareció entre las sombras que se arremolinaban a su alrededor, como una burbuja que estalla en medio de la impasible calma de las aguas de un lago.
Le costó bastante convencerse de que seguía vivo. Le había dado la sensación de haber estado cayendo eternamente de los cielos de una noche grisácea poblada de formas cambiantes, rostros indefinidos y mutables, masas que se transformaban en otras sin cobrar forma concreta. Por un momento, Ambrose creyó hallarse entre muros para, al instante, pasar de abismo en abismo en un mundo poblado de fantasmagóricos bosques. A veces creyó contemplar caras humanas, pero la certeza se evaporaba inmediatamente, todo se tornaba humo y sombras.
Bruscamente, sin aviso previo, dejó de caer. Los espectros se habían marchado. Delante de él se alzaba de nuevo el mundo real. Sin embargo, ya no se hallaba en la posada de Bonne Jouissance. Y ni rastro del señor des Émaux. Ambrose lo contempló todo sin poder creer lo que le había pasado y lo que le estaba pasando. Estaba sentado, a plena luz del día, sobre un gran bloque de granito toscamente tallado. Alrededor de él, a poca distancia, separados por un magnífico prado, se alzaba un bosque de altos pinos y hayas cuyos ramajes ya besaba la dorada luz del ocaso. Delante de él varios hombres aguardaban de pie. Parecían contemplarlo con profunda, casi religiosa estupefacción. De aspecto era fiero con atavíos que Ambrose jamás había visto, todos llevaban barba. Tenían el pelo largo y lacio cual maraña de serpientes negras y la mirada les ardía como llamas frenéticas. Todos empuñaban en la derecha toscos cuchillos de piedra.
Ambrose dudó: ¿estaba muerto?, ¿eran aquellos personajes criaturas de un desconocido averno? A la vista de los últimos acontecimientos, no era nada descabellado. Escrutó con temor a los presuntos demonios y farfulló entre dientes una plegaria a Dios, que tan inexplicablemente lo había dejado a merced de los enemigos de la fe. Entonces pensó en los poderes necrománticos de Azédarac y aventuró una nueva conjetura: lo habían alejado espiritualmente de la posada de Bonne Jouissance para ponerlo en manos de los engendros presatánicos a los que servía el obispo de Ximes. Terminó por aceptar esta hipótesis tras convencerse a sí mismo de que estaba bien vivo y consciente, lo cual es bien distinto de cuando el alma se ha separado del cuerpo, y que aquella escena silvestre nada tenía que ver con las regiones del averno. Vivo y coleando, y en el mundo, si bien en circunstancias inexplicables, víctima de un peligro directo y desconocido.
Los extraños personajes seguían en completo silencio, como estupefactos hasta el punto de haberse quedado sin habla. El murmullo de las plegarias de Ambrose semejó que los hizo recobrarse de la sorpresa. Y no es que de pronto rompiesen a hablar, sino que se enzarzaron en un violento vocerío. Ambrose no entendía ni jota, sin poder discernir un solo vocablo en aquella jerigonza de sibilantes y aspiradas que una garganta humana apenas si podría articular. Lo único que finalmente distinguió fue algo parecido a taranit, ya que lo repetían con frecuencia, y se preguntó si se trataría de algún súcubo de naturaleza particularmente perversa.
La perorata empezó a cobrar cierta cadencia rítmica, con la entonación propia de un cántico primitivo. Dos de ellos se avanzaron y aprehendieron a Ambrose, mientras las voces del resto se elevaron en frenética y triunfal letanía. Sin darle tiempo a enterarse de lo que le había sucedido, y todavía menos de lo que le iba a suceder, uno de los captores lo tumbó, al tiempo que el otro elevaba sobre su cabeza una ancha hoja de piedra tallada que apuntaba a su corazón. Con exaltado terror, el monje pensó que de un momento a otro le traspasarían el pecho.
Y entonces, por encima del cántico, que había adquirido un enajenado y maligno frenesí, percibió el dulce e imperioso grito de una voz femenina. Sus palabras le sonaron discordantes en plena turbulencia de terrores, pero sin duda sus aprehensores las entendieron al instante y las recibieron como una orden incontestable. Apartaron de su pecho la hoja de piedra y le permitieron sentarse de nuevo sobre el bloque.
Su salvadora se hallaba al fondo del claro, bajo la ancha sombra que proyectaba un pino muy viejo. A medida que se aproximaba, los extraños seres se apartaron y se prosternaron a su paso; sin lugar a dudas, les inspiraba un profundo respeto. Era muy alta, de ademanes regios y decididos. Llevaba un atavío azul oscuro, brillante como el firmamento estrellado de una clara noche estival. Una larga trenza le recogía los cabellos castaños, fulgentes y gruesos como los anillos de una serpiente oriental. Peculiares eran sus ojos ambarinos, el carmesí de los labios guardaba cierta frialdad de sombra silvestre y la piel exhibía una delicadeza superior a la del alabastro. Ambrose juzgó que era hermosa y, sin embargo, le insuflaba el mismo desasosiego que hubiera sentido frente a una reina, todo ello mezclado con el temor y la consternación que un joven monje podía aventurar en presencia de un cautivador demonio.
-Venid conmigo -casi le susurró en una lengua que, merced a su formación monástica, reconoció como variante arcaica del francés de Averoigne y que nadie hablaba desde hacía varios siglos.
Para su propia sorpresa, cuando se levantó y se puso a seguirla, ninguno de sus captores hizo ademán de oponerse ni le manifestó hostilidad. La mujer lo condujo por una estrecha vereda que se internaba sinuosamente en las profundidades de la floresta. Poco después, el claro, el bloque de piedra, los hombres extrañamente vestidos, desaparecieron de su vista entre el espeso follaje.
-¿Quién sois? -le preguntó la dama, girándose para mirarle al rostro-. Parecéis uno de esos locos misioneros que han empezado a llegar a Averoigne. Creo que la gente los llama cristianos. Los druidas han sacrificado a tantos de ellos a Taranit que me sorprende que aún tengáis valor de acercaros a esta región.
Ambrose tuvo muchos problemas para seguir su arcaico lenguaje; el contenido de las palabras le sonaba tan extraño y desconcertante que pensó que la estaba malinterpretando.
-Soy el hermano Ambrose -contestó lenta y torpemente, procurando recurrir a sus limitados conocimientos del antiguo dialecto-. Por supuesto, soy cristiano y confieso que apenas os entiendo. Los paganos druidas no me resultan desconocidos; sin embargo, seguramente ya hace muchos siglos que desaparecieron de Averoigne.
La mujer contempló al clérigo sin ocultar su sorpresa y compasión. Los ojos le brillaban como un vino suave y resplandeciente.
-Pobrecito mío -dijo-. Me temo que vuestras recientes y horribles peripecias os han trastornado un poco. Por fortuna me hallaba cerca y fue acertada mi decisión de intervenir. No suelo inmiscuirme en los asuntos de los druidas y sus sacrificios; ahora bien, cuando os vi sentado sobre su altar, me sorprendieron vuestra juventud y candidez.
A cada instante que transcurría, Ambrose pensaba que era víctima de un encantamiento muy extraño y, sin embargo, no podía discernir su auténtica naturaleza. No obstante, en medio de su desconcierto y conturbación, se percató de que debía la vida a aquella hermosa dama y comenzó a balbucearle su gratitud.
-No hay nada que agradecer -respondió la mujer con una dulce sonrisa-. Soy Moriamis la Hechicera. Los druidas temen mi magia, mucho más poderosa y refinada que la suya, aunque sólo la empleo para salvar a los hombres, no por placer ni frivolidad.
El monje casi se desmayó al oír que su bella salvadora era una bruja, aunque sus poderes fuesen manifiestamente benignos. Aumentó todavía más su conturbación, pero juzgó que lo más conveniente era ocultarle tales sentimientos.
-De nuevo os manifiesto mi gratitud -insistió-. Y mi deuda con vos aumentará más si cabe si me indicáis el camino que conduce a la posada de Bonne Jouissance, en la que me hallaba no ha mucho.
Moriamis arqueó sus delgadas cejas.
-Es la primera vez que oigo semejante nombre. En esta región no existe ningún lugar denominado así.
-Pero este es el bosque de Averoigne, ¿no es cierto? -inquirió el desconcertado Ambrose-. Y sin lugar a dudas, estamos cerca de la carretera que media entre Ximes y Vyones.
-Tampoco me suenan esos nombres -replicó Moriamis-. Por supuesto, Averoigne es el nombre que reciben estas marcas y este el gran bosque de Averoigne, llamado así por los hombres desde los primeros tiempos. Pero no existen esas ciudades cuyos nombres mencionáis. Me temo, hermano Ambrose, que todavía no os habéis restablecido del todo.
La perplejidad del monje lindaba la locura.
-Me han encantado -se dijo a sí mismo en voz alta-. Estoy convencido de que todo es obra de Azédarac, ese taimado hechicero.
La mujer reaccionó como si una avispa la hubiese aguijoneado. La mirada inquisitiva que le lanzó tenía una peculiar muestra de inquietud y severidad.
-¿Azédarac? -repitió- ¿Qué sabéis vos de Azédarac? Una vez tuve tratos con alguien que se llamaba así. Me pregunto si sería el mismo Azédarac: alto, pelo un poco cano, mirada intensa y oscura, pose soberbia, medio iracunda, con una marcada cicatriz sobre la ceja...
Inmensamente aturdido y más preocupado que nunca, Ambrose corroboró que aquella descripción coincidía de lleno. Dándose cuenta de que sus extrañas tribulaciones lo habían conducido a los clandestinos antecedentes del brujo, reveló a Moriamis el contenido de sus averiguaciones, con la esperanza de intercambiar más información sobre él.
La mujer lo escuchó como quien demuestra un enorme interés pero sin sorprenderse lo más mínimo.
-Ahora comprendo vuestro gran desasosiego -reflexionó ella en voz alta-. Creo que también conozco a ese tal Jehan Mauvaissoir: se trata de su acólito, aunque en otros tiempos se llamaba Melchire. Ambos siempre han sido siervos del mal; han rendido culto a los Antiguos según unos ritos olvidados o totalmente ignotos entre los druidas.
-En verdad espero que podáis explicarme qué me ha sucedido -aseveró Ambrose-. Tomar un vaso de vino al anochecer en una taberna y, de repente, despertar en el corazón del bosque a la luz del ocaso entre engendros como estos resulta de lo más extraño, atroz y demoníaco.
-En efecto -corroboró Moriamis-. Y más extraños todavía resultan vuestros sueños. Contadme, hermano Ambrose: ¿en qué año os encontrabais cuando entrasteis en la posada de Bonne Jouissance?
-¿Por qué lo preguntáis? Por supuesto, el año de Nuestro Señor de 1175. ¿Cuál iba a ser si no?
-Los druidas tienen una cronología distinta -repuso Moriamis- y acaso su cómputo no signifique nada para vos. Ahora bien, según las enseñanzas de los misioneros cristianos que se aventuran en Averoigne, nos hallamos en el año 475 después de Cristo. Se os ha hecho retroceder al menos siete siglos en lo que la gente de vuestra época diría que es el pasado. El altar druídico donde yacíais probablemente es el lugar en que, en el futuro, se asentará la posada de Bonne Jouissance.
Ambrose estaba más que aturrullado. El significado exacto de las palabras de Moriamis se le escapaban vertiginosamente.
-¡Eso es imposible! -exclamó- ¿Cómo se puede retroceder en el tiempo y despertar entre gentes que llevan siglos siendo sólo polvo y cenizas?
-Acaso sea Azédarac quien tenga la clave de este misterio. Sin embargo, sé que el pasado y el presente coexisten con lo que se denomina presente; sólo se trata de dos porciones del círculo del tiempo. Los contemplamos y nombramos según nuestra propia posición en el círculo.
Ambrose pensó que era prisionero de la nigromancia más abyecta y execrable, que era víctima de sortilegios diabólicos desconocidos aun entre los más doctos de la Cristiandad. Sabedor de que ni siquiera la menor protesta ni la más ferviente de las plegarias servirían, de pronto, por encima de la masa de elevados pinos que flanqueaban el sendero por el que seguía a Moriamis, divisó una torre de piedra con pequeñas ventanas romboidales.
-Mi hogar -anunció Moriamis.
La espesura de la vegetación menguaba a medida que ascendían por el camino que llevaba a lo alto de la pequeña loma sobre la que se asentaba la construcción.
-Hermano Ambrose, consideraos mi huésped.
No pudo declinar la hospitalidad, pese a juzgar que Moriamis era el tipo de anfitriona menos recomendable para un monje casto y temeroso de Dios. No obstante los recelos que le suscitaba, bien era cierto que aquella mujer lo fascinaba. Se sentía como una criatura desvalida y constituía su única protección en un mundo erizado de peligros y misterios inexplicables.
El interior de la torre estaba limpio y despejado, y emanaba la sensación de hogareño, si bien el mobiliario era basto de un modo desconocido para Ambrose, con tapices ricos pero tejidos con cierta tosquedad. Una sirvienta, alta como Moriamis pero de piel más oscura, le ofreció un gran cuenco de leche y pan de sémola. Por fin pudo saciar el hambre que padecía desde su entrada en la posada de Bonne Jouissance.
Cuando se sentó para dar buena cuenta de las sencillas viandas, se apercibió de que aún conservaba el Libro de Eibon en el bolsillo interior de su hábito. Lo sacó y se lo entregó a Moriamis con ciertas reservas. Los ojos de la mujer se abrieron como platos, pero no comentó nada hasta que el huésped terminó de comer.
-No me cabe la menor duda: este libro pertenece a Azédarac, antiguo vecino mío. Conozco bien a ese canalla; de hecho, demasiado bien... -una oculta emoción le hizo palpitar el pecho; se detuvo por unos instantes- Era el más sabio y poderoso de los hechiceros; empero, el más hermético: nadie sabe cómo y cuándo llegó a Averoigne, ni cómo fue capaz de procurarse el inmemorial Libro de Eibon, cuyos caracteres rúnicos están más allá de la comprensión de otros brujos. Era maestro en todas las artes de la hechicería, trataba con los demonios más terribles, podía crear las pociones más devastadoras. Algunos de sus bebedizos permitían, a quien los tomase, ir adelante y atrás en el tiempo. Supongo que Melchire, o Jehan Mauvaissoir, os administró alguno. Y que el mismo Azédarac, con su acólito, usaron otro, quizá no por vez primera, para pasar de la época de los druidas a la del futuro, en la que predomina esa Cristiandad a la que pertenecéis. Había un frasco de rojo intenso para el pasado y uno verde para el futuro. ¡Fijaos!, tengo uno de cada, sin que Azédarac supiese que obran en mi poder.
Abrió un pequeño armario que contenía diversos amuletos y medicamentos, hierbas secadas al sol, perfumes hechos a la luz de la luna, toda la parafernalia propia de una hechicera. Entre todos aquellos componentes extrajo los mencionados objetos: uno con un fluido carmesí del color de la sangre, y el otro que resplandecía con el fulgor de las esmeraldas.
-Los robé un día, poseída por la curiosidad propia de las mujeres, de un almacén secreto donde oculta sus filtros, elixires y demás fórmulas -prosiguió Moriamis-. Si lo hubiese deseado, podría haberle seguido hasta el futuro, pero mi era me agrada demasiado. Además, no soy de esa clase de mujeres que persigue a un amante frío y reticente...
-Así pues -aventuró Ambrose en voz alta, más desconcertado que nunca pero un poco esperanzado-, si ingiero el contenido del frasco verde podría regresar a mi propia época.
-Así es. Y por lo que me habéis contado, vuestro regreso constituiría una fuente de problemas para Azédarac. Es muy propio de él haberse establecido en una cómoda situación de privilegio. Siempre ha deseado dominarlo todo, sin renunciar al lujo y los placeres. Estoy segura de que no le haría ninguna gracia si llegarais a hablar con vuestro arzobispo... No soy vengativa por naturaleza y... sin embargo...
-Resulta difícil de creer que alguien llegue a cansarse de vos -observó con galantería el monje, que ahora empezaba a comprender.
Moriamis sonrió.
-Eso ha sido muy bonito. Sois un joven realmente encantador, a pesar de vuestro sombrío atuendo. Me alegro de haberos salvado de los druidas, que os habrían arrancado el corazón para ofrecerlo a Taranit, su demonio.
-Entonces, ¿me devolveréis a mi tiempo?
El ceño de Moriamis se frunció ligeramente, aunque al instante recobró toda su esplendorosa expresión seductora.
-¿Tanta prisa tenéis por dejar a vuestra anfitriona? Ahora que os halláis en otro siglo, un día, una semana, un mes, no alterará el momento de vuestro regreso. Conservo las fórmulas de Azédarac y, si es preciso, sé manipular la dosis de la poción. El lapso habitual de tiempo son exactamente siete siglos; ahora bien, el filtro se puede hacer un poco más fuerte o más suave.
El sol ya se hallaba tras los pinos, un tenue crepúsculo se adueñaba de la torre. La sirvienta los había dejado a solas. Moriamis se acercó y se sentó junto a Ambrose, sobre el tosco banco que ocupaba. Sin dejar de sonreír, sus ojos ambarinos lo traspasaron cual lánguida llama, un fuego que semejó cobrar vida a medida que avanzaba el atardecer. Sin musitar palabra, comenzó a soltarse la tupida cabellera, de la que emanó una fragancia sutil y deliciosa como la de la uva a punto de cosecharse.
Aquella arrobadora proximidad perturbó a Ambrose.
-No estoy completamente seguro de que lo mejor sea quedarse. ¿Qué pensaría el arzobispo?
-Pequeño mío, al menos faltan seiscientos cincuenta años para que nazca el arzobispo. Y eso será todavía mucho antes de que vos mismo lo hagáis. Y a vuestro regreso, cualquier cosa que haya sucedido durante vuestra estancia conmigo que tenga como mínimo siete siglos... bastará para que se os exonere del cualquier pecado, sin importar las veces que lo cometáis.
Como un hombre que se ha aventurado en los dominios de un sueño increíble pero que lo termina encontrando agradable, Ambrose cedió a aquellos argumentos tan convincentes. Apenas imaginaba qué iba a ser de él pero, en las circunstancias excepcionales expuestas por Moriamis, pensó que la austeridad de la disciplina monástica se podía relajar un poco sin desembocar en la perdición del alma ni poner en peligro ninguno de sus votos.
Varias semanas después, Moriamis y Ambrose se hallaban junto al altar de los druidas. Era la última hora del día. La luna creciente se alzaba con resplandor argénteo sobre el solitario claro y las copas de los árboles. El cálido aliento estival de la noche era suave como el suspiro de una mujer cuando duerme.
-Así pues, ¿es preciso que te vayas? -inquirió Moriamis, implorante y apesadumbrada.
-Es mi deber. Debo presentarme ante Clément con el Libro de Eibon y las demás pruebas que he reunido contra Azédarac.
A medida que las pronunciaba, sus propias palabras le infundieron una peculiar sensación de irrealidad. Pese a intentarlo con todas sus fuerzas, en vano procuró convencerse de la validez de sus argumentos. Su idilio con Moriamis, a la que se sentía ligado sin el menor remordimiento de culpa, otorgaba a todos los acontecimientos precedentes cierta fragilidad sombría. Exento de cualquier responsabilidad o prohibición en el inocente olvido de los sueños, había vivido como un feliz e inconsciente pagano y, ahora, debía retornar a la rigurosa existencia de un clérigo medieval, cautivo de un oscuro e implacable sentido de la responsabilidad.
-No pretendo retenerte -suspiró Moriamis-. Pero te echaré de menos y te recordaré como magnífico amante y solícito compañero. Aquí está el filtro.
A la luz de la luna, el frasco estaba frío y apenas se distinguía su color. Moriamis vertió el contenido en una diminuta copa que entregó a Ambrose.
-¿Estás segura de que funcionará con precisión? -preguntó el monje- ¿Regresaré a la posada de Bonne Jouissance no mucho después del momento en que desaparecí?
-No temas -repuso Moriamis-. La poción es infalible. Pero aguarda, también te he traído el otro frasco, el que sirve para trasladarse al pasado. Llévatelo, quién sabe si algún día desearás volver a verme.
Ambrose aceptó el frasco rojo y lo guardó en su hábito, junto al antiguo manual de brujería hiperbórea. Después, tras despedirse convenientemente de Moriamis, con súbita resolución tomó el contenido.
La luz de la luna, el altar gris, Moriamis, todo lo engulló un torbellino de fuego y tinieblas. Se debatió en un infinito deambular de paisajes fantasmagóricos, luchando en universos inestables y cambiantes a cada momento, mundos que se formaban y se destruían con un mero suspiro.
Y al final se despertó, sentado de nuevo en la misma posada de Bonne Jouissance, en la misma mesa que había compartido con el señor des Émaux. Era de día, la estancia estaba abarrotada de gente; entre el barullo de voces y rostros, buscó en vano el del lozano posadero, el de los sirvientes y los parroquianos con que había coincidido. No reconoció a nadie, el mobiliario estaba extrañamente desgastado y era de peor gusto de lo que recordaba.
Al notar la presencia de Ambrose, la gente comenzó a fijarse en él con indisimulada curiosidad y sorpresa. Un hombre de elevada estatura y expresión algo atormentada se acercó rápidamente y le hizo una reverencia con un ademán en parte servil pero repleto de insolencia.
-¿Qué deseáis? -preguntó.
-¿Es esta la posada de Bonne Jouissance?
El posadero miró fijamente a Ambrose.
-No, es la posada de Haute Esperance, de la que soy propietario desde hace treinta años. ¿Acaso no habéis leído la placa de la entrada? En tiempos de mi padre se llamaba posada de Bonne Jouissance, pero a su muerte le cambiamos el nombre.
La consternación se adueñó del ánimo de Ambrose.
-Pero la posada tenía otro nombre y la dirigía otra persona cuando, no hace mucho, la visité -exclamó desquiciado-. El propietario era un hombre robusto y jovial, no se parecía en nada a vos.
-Así era mi padre -repuso el posadero, lleno de recelo-. Ya lleva muerto treinta años; cuando falleció vos ni siquiera habíais nacido.
Ambrose comenzó a comprender lo que había pasado. ¡Por algún error de cálculo, por exceso de potencia, la poción lo había adelantado excesivamente con respecto a su época!
-Debo proseguir mi viaje a Vyones -dijo estupefacto, sin ser completamente consciente de las consecuencias de aquella situación-. Debo entregar sin falta un mensaje al arzobispo Clément.
-¡Pero si Clément murió mucho antes que mi padre! -exclamó el propietario de la posada- ¿De dónde venís, que ignoráis todo esto? -Por su forma de tratarlo, estaba claro que ya empezaba a preguntarse si Ambrose estaba en sus cabales.
Los demás, pendientes de la extraña conversación, se habían acercado hasta formar un gran corro y asaetearon al monje con preguntas punzantes y, en ocasiones, obscenas.
-Y, ¿qué ha sido de Azédarac, el obispo de Ximes? ¿También está muerto? -preguntó, desesperado.
-Sin duda os referís a san Azédarac. Vivió más años que Clément; sin embargo, ya hace treinta y dos que está muerto y bien canonizado. Algunos dicen que no murió, sino que se fue al cielo en vida y que su cuerpo nunca fue enterrado en el gran mausoleo que construyeron en Ximes en su honor. Pero sin duda eso es pura leyenda.
Desbordado por la sorpresa, a Ambrose lo apabulló una implacable desolación. Y mientras, a su alrededor se había arremolinado más y más gente. Pese a su hábito, fue víctima de mofas y comentarios groseros.
-El buen hermano está un poco ido -observó alguien.
-Los vinos de Averoigne son demasiado fuertes para él -dijeron otros.
-¿En qué año estamos? -preguntó Ambrose, totalmente desesperado.
-Este es el año de Nuestro Señor de 1230 -contestó el posadero, riendo con fuerza-. ¿En qué año deberíamos estar?
-La última vez que estuve en esta posada era el año 1175.
Sus palabras hicieron aflorar más carcajadas y burlas.
-Caramba, joven señor, pero si entonces ni tan sólo os habían concebido -calculó el propietario. Entonces, como recordando algo de repente, añadió en tono pensativo-: cuando era un niño, mi padre me contó algo sobre un joven monje, tendría vuestra edad, que llegó a la posada de Bonne Jouissance una noche del verano de 1175 y que, tras beberse una jarra de tinto, se desvaneció misteriosamente. Me parece que se llamaba Ambrose. Quizá vos seáis ese Ambrose y que habéis vuelto después de haber estado quién sabe dónde. -Hizo un guiño de complicidad. La broma la captaron enseguida los habituales y la propagaron por toda la estancia.
Ambrose intentó recapacitar. La muerte y desaparición de Azédarac hacían que su misión careciera de sentido. Nadie en Averoigne se acordaría de él ni lo creería. Lo mordió la desesperanza de una soledad de gentes extrañas y de una época en la que era un intruso.
Súbitamente, se acordó del frasco rojo que le había dado Moriamis antes de partir. Quizá también con ella fallasen los cálculos en el tiempo, pero le obsesionaba huir de aquella situación tan compleja como desconcertante. Además, añoraba a la mujer como una criatura perdida echa de menos a su madre; el hechizo de los días que había pasado con ella lo llamaba como un cebo irresistible.
Haciendo caso omiso de los rostros burlones y los comentarios groseros, sacó el frasco rojo del bolsillo, lo descorchó y bebió todo el contenido...
Había vuelto al claro, junto al colosal altar. Moriamis estaba de nuevo junto a él, deseosa, cálida, suspirante. La luna seguía brillando por encima de los pinos, como si sólo hubiesen transcurrido unos instantes desde la separación.
-Pensé que acaso regresarías -dijo Moriamis-. Y te he esperado un rato.
Ambrose le narró el singular episodio de su viaje por el tiempo.
Moriamis asintió gravemente.
-La poción verde era más potente de lo que había calculado -comentó-. Por fortuna, el líquido rojo tenía la misma concentración, pero a la inversa, y has podido regresar junto a mí desde esos años de más. Tu única opción es quedarte conmigo, sólo tenía esos dos frascos. Espero que no te importe.
Ambrose le demostró, de modo más bien poco monacal, que no se equivocaba.
Moriamis nunca le contó que había manipulado por igual ambos filtros gracias a la fórmula secreta que ella misma había robado a Azédarac.
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