lunes, 17 de agosto de 2015

RELATO: "Crouch End", Stephen King





Crouch End


Stephen King


Ya eran casi las dos y media de la mañana cuando se fue la mujer. Delante de la comisaría de policía de Crouch End, Totenham Lane era un riachuelo muerto. La ciudad de Londres estaba dormida..., pero Londres nunca duerme a pierna suelta, y siempre tiene sueños inquietos.
El oficial Vetter cerró su libreta de notas, que casi había llenado mientras la americana narraba su extraña y enloquecida historia. Miró la máquina de escribir y la pila de papel blanco que había en el estante junto a ella.
—Esto parecerá de lo más raro a la luz del día —comentó. El oficial Farnham estaba bebiendo un refresco. Guardó silencio durante largo rato.
—Era americana, ¿no? —preguntó por fin, como si el hecho pudiera explicar la mayor parte o toda la historia que les había contado la mujer.
—Lo meteremos en el archivo de casos sin resolver—asintió Vetter mientras buscaba un cigarrillo—. Pero me pregunto... Farnham lanzó una carcajada.
—No me va a decir que se ha creído una sola palabra de lo que ha dicho, ¿eh? ¡Vamos, señor!
—Yo no he dicho tal cosa. No. Pero tú eres nuevo aquí.
Farnham se irguió en su asiento. Tenía veintisiete años, y no era su culpa que lo hubieran trasladado allí desde Muswell Hill, ni que Vetter, que casi le doblaba la edad, hubiera pasado la totalidad de su aburrida carrera en aquel reducto tan tranquilo que era Crouch End.
—Eso es cierto, señor —repuso—, pero con todos los respetos, sé distinguir lo bueno de la paja cuando lo veo... o cuando lo oigo.
—Dame un pitillo, muchacho —replicó Vetter con expresión divertida—. ¡Eso es! Eres un buen chico.
Se lo encendió con una cerilla de madera que sacó de una cajetilla de color rojo brillante antes de apagarla y arrojarla al cenicero de Farnham. Observó al muchacho por entre la nube de humo. Sus tiempos de muchacho apuesto quedaban ya muy lejanos. Tenía el rostro surcado de arrugas, y su nariz era un mapa de venitas rotas. Le gustaba tomarse su media docena de cervezas cada noche, sí señor.
—Crees que Crouch End es un sitio muy tranquilo, ¿verdad?
Farnham se encogió de hombros. En realidad, creía que Crouch End era un gran bostezo residencial, lo que a su hermano menor le gustaba llamar «un maldito aburritorio».
—Sí —prosiguió Vetter—. Ya veo que sí. Y tienes razón. La mayoría de las noches el barrio se cierra a las once. Pero yo he visto un montón de cosas raras en Crouch End. Y si te quedas aquí la mitad de tiempo que yo, tú también verás lo tuyo. Pasan más cosas raras aquí, en estas seis u ocho manzanas tan tranquilas, que en cualquier otro lugar de Londres; es mucho decir, ya lo sé, pero estoy convencido. Me asusta. Así que me tomo mis cervezas y entonces ya me asusta menos. Observa al sargento Cordón cuando tengas ocasión, Farnham, y pregúntate por qué tiene el pelo completamente blanco a los cuarenta años. Podrías echarle también un vistazo a Petty, pero no puedes, porque Petty se suicidó en 1976. Un verano curioso. Fue... —Se detuvo como si considerara sus palabras—. Fue un verano bastante duro. Bastante duro. Muchos de nosotros teníamos miedo de llegar a pasar a través.
—¿Quién pasará a través de qué? —preguntó Farnham.
Sentía que una sonrisa desdeñosa se abría paso hacia sus labios; sabía que no era nada diplomático, pero fue incapaz de contenerse. A su manera, Vetter estaba divagando tanto como la americana. Siempre había sido un poco raro. La bebida, suponía. De repente se dio cuenta de que Vetter le devolvía la sonrisa.
—Crees que soy un viejo loco, ¿verdad? —preguntó.
—No, en absoluto, en absoluto —protestó Farnham gruñendo para sus adentros. 
—Eres un buen chico —aseguró Vetter—. No estarás detrás de una mesa en esta comisaría cuando llegues a mi edad. No si te quedas en el cuerpo. Te quedarás en el cuerpo, ¿verdad? ¿Te gusta el trabajo?
—Sí —asintió Farnham.
Era cierto; le gustaba el trabajo. Tenía intención de quedarse en el cuerpo a pesar de que Sheila quería que dejara la policía y encontrara un trabajo más fiable. La cadena de producción de Ford, por ejemplo. La idea de ponerse a trabajar de machaca en la Ford le ponía los pelos de punta.
—Ya me lo imaginaba —comentó Vetter mientras apagaba el pitillo—. Se te mete en la sangre, ¿eh? Podrías llegar lejos, y no acabarías en el aburrido Crouch End. Pero aun así no lo sabes todo. Crouch End es un sitio extraño. Deberías echar un vistazo a los archivos de casos sin resolver, Farnham. Bueno, la mayoría son cosas normales..., chicos y chicas que se escapan de casa para hacerse hippies o punkies o comoquiera que se llamen hoy en día...; maridos que desaparecen (y cuando echas un vistazo a sus mujeres entiendes por qué)..., incendios provocados sin resolver..., tirones... y todo eso. Pero entre todo eso hay bastantes casos que te hielan la sangre. Y algunos de ellos dan náuseas.
—¿De verdad?
Vetter asintió con la cabeza.
—Algunos se parecen mucho a lo que nos acaba de contar esa pobre muchacha americana. No volverá a ver a su marido, eso te lo aseguro —sentenció mientras miraba a Farnham y se encogía de hombros—. Puedes creerme o no. Al fin y al cabo, da igual, ¿no? El archivo está ahí mismo. Lo llamamos archivo de casos abiertos porque queda mejor que lo de casos sin resolver o casos te-jodes. Échale un vistazo, Farnham, échale un vistazo.
Farnham guardó silencio, pero lo cierto era que tenía la intención de «echarle un vistazo». La idea de que podía haber toda una serie de historias como la que acababa de contarles la americana... resultaba inquietante.
—A veces —prosiguió Vetter mientras cogía otro de los Silk Cut de Farnham— pienso en las Dimensiones.
—¿Dimensiones?
—Sí, hijo mío..., las Dimensiones. Los escritores de ciencia ficción siempre están con lo de las dimensiones, ¿no? ¿Has leído algún libro de ciencia ficción, Farnham?
—No —repuso Farnham, convencido de que todo aquello era una elaborada tomadura de pelo.
—¿Y qué hay de Lovecraft? ¿Has leído algún libro suyo?
—Ni siquiera he oído hablar de él —replicó Farnham.
De hecho, la última obra de ficción que había leído por placer había sido una novela erótica victoriana titulada Dos caballeros en bragas de seda.
—Bueno, pues el tal Lovecraft siempre hablaba de las Dimensiones —explicó Vetter al sacar la caja de cerillas—. Las Dimensiones cercanas a las nuestras. Llenas de esos monstruos inmortales que podrían volver loco a un hombre con sólo mirarlo. Por supuesto, no son más que tonterías. Claro que cada vez que una de estas personas se esfuma, me pregunto si realmente no son más que tonterías. Y entonces, cuando llega la madrugada y todo está tranquilo, como ahora, pienso que todo el mundo, todo lo que consideramos agradable y normal puede ser como un gran balón de cuero lleno de aire. Sólo que en algunos puntos, el cuero está tan tirante que casi desaparece. Son puntos en los que las barreras son más delgadas, ¿entiendes?
—Sí —asintió Farnham.
«Tal vez deberías darme un beso, Vetter. Me encanta que me besen cuando me toman el pelo», se dijo.
—Y entonces pienso: «Crouch End es uno de estos puntos delgados». Es una tontería, claro, pero aun así lo pienso. Supongo que tengo demasiada imaginación. Mi madre siempre me lo decía.
—¿De verdad?
—Sí. ¿Y sabes qué más pienso?
—No, señor, ni idea.
—En Highgate no pasa nada, eso es lo que pienso; las dimensiones son la mar de gruesas entre nosotros y las Dimensiones de Muswell Hill y Highgate. Pero coge Archway y Finsbury Park. Estos dos sitios lindan con Crouch End. Tengo amigos en los dos barrios, y conocen mi interés por ciertas cosas que no parecen nada racionales. Ciertas historias absurdas contadas, digamos, por personas a las que en nada beneficia contar historias absurdas. ¿Se te ha ocurrido preguntarte alguna vez, Farnham, por qué la mujer nos habría contado lo que nos contó si sabía que no era cierto?
—Bueno...
Vetter encendió una cerilla y miró a Farnham por encima de la llama.
—Una joven bonita, veintiséis años, con dos hijos en el hotel y un marido que es un joven abogado al que le van muy bien las cosas en Milwaukee o un sitio de ésos. ¿Qué gana viniendo aquí y soltando una historia sobre las cosas que sólo se ven en las películas de Hammer?
—No lo sé —repuso Farnham con rigidez—. Pero es posible que haya una ex...
—Así que me digo —lo interrumpió Vetter— que si realmente existen esos «puntos delgados», entonces éste empieza en Archway y Finsbury Park..., pero el punto más delgado de todos está aquí, en Crouch End. Así que me digo, ¿no llegará el día en que lo que queda de cuero entre nosotros y lo que hay dentro del balón... simplemente desaparezca? ¿No llegará ese día si tan sólo la mitad de lo que nos ha contado la mujer es cierto?
Farnham no dijo nada. Estaba convencido de que lo más probable era que el oficial Vetter creyera en la quiromancia, la frenología y los rosacrucianos.
—Lee el archivo de casos sin resolver —insistió Vetter mientras se levantaba.
Se oyó un crujido cuando se llevó las manos a la parte baja de la espalda y se desperezó.
—Me voy a tomar el aire.
El oficial salió de la comisaría. Farnham lo siguió con la mirada entre divertido y resentido.
Vetter estaba como un cencerro, sí señor. Y además no dejaba de gorrear tabaco. El tabaco no estaba barato en este nuevo y valiente mundo del Estado del bienestar. Cogió la libreta de Vetter y empezó a hojear de nuevo la historia de la muchacha. Sí, echaría un vistazo al archivo de casos sin resolver. Para reírse un rato.
La muchacha... o la joven, para ser políticamente correctos, algo que, por lo visto, todos los americanos eran en estos tiempos, había entrado como una exhalación en la comisaría a las diez y cuarto de la noche, con el pelo colgándole en húmedos mechones alrededor del rostro y los ojos a punto de salírsele de sus órbitas. Arrastraba el bolso por la correa.
—Lonnie —dijo—. Por favor, tienen que encontrar a Lonnie.
—Bueno, haremos lo que podamos, ¿verdad? —repuso Vetter—. Pero tiene que contarnos quién es Lonnie.
—Está muerto —repuso la joven—. Sé que está muerto.
Rompió a llorar. De repente, se echó a reír, mejor dicho, a cloquear. Dejó caer el bolso ante sí. Estaba histérica.
La comisaría estaba casi desierta a aquellas horas de las noches laborables. El sargento Raymond estaba tomando declaración a una mujer paquistaní que contaba con una calma casi imperturbable, que un tunante con muchos tatuajes de fútbol y una gran cresta de cabello azul le había robado el bolso en Hillfield Avenue. Vetter vio a Farnham entrar desde la antesala, donde había estado quitando pósters viejos (¿TIENES LUGAR EN TU CORAZÓN PARA UN NIÑO NO DESEADO?) y poniendo otros nuevos (SEIS REGLAS PARA IR EN BICICLETA SIN PELIGRO POR LA NOCHE).
Vetter hizo señas a Farnham para que se acercara, y a Raymond, que se había vuelto de inmediato al oír la voz medio histérica de la americana, para que no se acercara. Raymond, al que le gustaba romperles los dedos a los carteristas («Vamos, hombre —exclamaba cuando le pedían que justificara aquel procedimiento tan irregular—. Cincuenta millones de tipos no pueden estar equivocados»), no era el más indicado para tratar a una mujer histérica.
—¡Lonnie! —chilló la joven—. ¡Por favor, tienen a Lonnie!
La mujer paquistaní se volvió hacia la joven americana, la observó con gran calma durante un instante y a continuación se volvió de nuevo hacia el sargento Raymond para seguir explicándole cómo le habían robado el bolso.
—Señorita... —empezó el oficial Farnham.
—¿Qué pasa ahí fuera? —susurró la mujer.
Su respiración era entrecortada. Farnham se dio cuenta de que tenía un pequeño rasguño en la mejilla izquierda. Era una monada, con buenas tetas, pequeñas pero respingonas, y una espesa melena de cabello castaño. Vestía ropas moderadamente caras. Se le había desprendido el tacón de un zapato.
—¿Qué pasa ahí fuera? —repitió—. Monstruos...
La mujer paquistaní se volvió de nuevo hacia ella... y sonrió. Tenía los dientes podridos. La sonrisa se desvaneció de pronto como por arte de magia, y la mujer cogió el impreso de Propiedad Perdida y Sustraída que le alargaba Raymond.
—Ve a buscar un café para la señora y bájalo a la Sala Tres —ordenó Vetter—. ¿Le apetece un café, señora?
—Lonnie —susurró—. Sé que está muerto.
—Bueno, bueno, venga usted con el viejo Ted Vetter y arreglaremos este asunto en un santiamén —la animó al tiempo que la ayudaba a levantarse.
La joven seguía farfullando entre gemidos cuando el oficial la guió por el pasillo con un brazo alrededor de su cintura. Se tambaleaba a causa del tacón desprendido.
Farnham fue a buscar el café y lo llevó a la Sala Tres, un sencillo cubículo blanco amueblado con una mesa llena de arañazos, cuatro sillas y un surtidor de agua en un rincón. Colocó el tazón de café ante la joven.
—Aquí tiene, señora —dijo—. Le sentará bien. Hay azúcar si...
—No puedo bebérmelo —rechazó la mujer—. No podría...
De repente rodeó la taza de porcelana, un recuerdo ya olvidado que alguien se había traído de Blackpool, con ambas manos, como si quisiera entrar en calor. Le temblaban las manos, y Farnham sintió deseos de decirle que soltara el tazón antes de que se derramara el café y le quemara las manos.
—No podría —repitió la joven. Entonces tomó un sorbo sosteniendo todavía el tazón con ambas manos, del mismo modo en que los niños cogen su tazón de caldo. Y cuando alzó la mirada hacia ellos, había en su rostro una expresión infantil, exhausta, implorante... y acorralada, en cierto modo. Era como si lo que hubiera ocurrido la hubiera devuelto a la infancia; como si una mano invisible hubiera bajado del cielo y le hubiera arrebatado los últimos veinte años de su vida, poniendo a una niña enfundada en ropas de mujer americana en aquella pequeña sala de interrogatorios de la comisaría de Crouch End.
—Lonnie —dijo—. Los monstruos. ¿Me ayudarán? ¿Por favor, me ayudarán? Tal vez no esté muerto. Tal vez... ¡Soy ciudadana americana! —gritó de pronto, y como si acabara de decir algo terriblemente vergonzoso, estalló en sollozos. 
—Vamos, señora —la tranquilizó Vetter dándole unas palmaditas en el hombro—. Creo que podremos ayudarla a encontrar a su Lonnie. Es su marido, ¿verdad?
La joven asintió sin dejar de sollozar.
—Danny y Norma están en el hotel... con la canguro... esperando que él les vaya a dar un beso cuando volvamos...
—Lo mejor sería que se tranquilizara y nos contara qué ha pasado...
—Y dónde ha pasado —añadió Farnham.
Vetter le lanzó una mirada rápida y frunció el ceño.
—¡Pero es que es eso! —gritó la joven—. ¡No sé dónde ha pasado! ¡Ni siquiera sé muy bien qué ha pasado, sólo que ha sido ho-ho-horrible!
Vetter había sacado la libreta de notas.
—¿Cómo se llama, señora?
—Doris Freeman. Mi marido se llama Leonard Freeman. Nos hospedamos en el Hotel Inter-Continental. Somos americanos.
En esta ocasión, aquella declaración pareció tranquilizarla un poco. Tomó otro sorbo de café y dejó el tazón sobre la mesa. Farnham observó que tenía las palmas de las manos bastante enrojecidas. «Ya te darás cuenta más tarde, cariño», pensó.
Vetter lo estaba anotando todo en la libreta. Alzó la vista hacia el oficial Farnham y lo miró durante una fracción de segundo sin expresión aparente.
—¿Están de vacaciones? —inquirió.
—Sí..., dos semanas aquí y una en España. Se suponía que íbamos a pasar una semana en Barcelona..., ¡pero esto no nos ayudará a encontrar a Lonnie! ¿Por qué me hacen todas estas preguntas estúpidas?
—Estamos intentando determinar los antecedentes, señora Freeman —intervino Farnham.
Sin percatarse de ello, ambos habían adoptado un tono bajo y tranquilizador.
—Y ahora continúe y cuéntenos qué ha sucedido. Cuéntelo con sus propias palabras.
—¿Por qué cuesta tanto encontrar un taxi en Londres? —preguntó la joven de repente.
Farnham no sabía qué decir, pero Vetter respondió como si la pregunta fuera de lo más acorde a la conversación.
—No sabría decirle, señora. Es por los turistas, en parte. ¿Por qué lo pregunta? ¿Les ha costado mucho encontrar un taxi para llegar hasta Crouch End?
—Sí —asintió la joven—. Hemos salido del hotel a las tres y hemos ido a Hatchard's. ¿Lo conoce?
—Sí, señora —repuso Vetter—. Es esa librería tan grande, ¿verdad?
—No hemos tenido ningún problema para encontrar un taxi desde el Inter-Continental... Están todos en fila delante de la puerta. Pero cuando hemos salido de Hatchard's, ni uno. Y cuando por fin se ha parado uno, el taxista se ha puesto a reír y a menear la cabeza cuando le hemos dicho que queríamos ir a Crouch End.
—Sí, a veces se ponen muy gilipollas cuando se trata de ir a las afueras... Perdón, señora —comentó Farnham.
—Ni siquiera aceptó cuando le ofrecimos una libra de propina —prosiguió Doris Freeman en tono de perplejidad muy americana—. Hemos esperado casi media hora antes de que un taxista aceptara llevarnos. Ya eran las cinco y media, quizás las seis menos cuarto. Y entonces es cuando Lonnie se ha dado cuenta de que había perdido la dirección...
La señora Freeman volvió a aferrarse al tazón.
—¿A quién iban a ver? —inquirió Vetter. 
—A un colega de mi marido. Un abogado llamado John Squales. Mi marido no lo conocía, pero los bufetes en los que trabajaban estaban...
Hizo un gesto vago.
—¿Asociados?
—Sí, supongo. Cuando el señor Squales se enteró de que veníamos a Londres de vacaciones, nos invitó a cenar a su casa. Lonnie siempre le había escrito a su despacho, claro está, pero tenía su dirección particular anotada en un papel. Y cuando hemos subido al taxi se ha dado cuenta de que la había perdido. Y lo único que recordaba era que estaba en Crouch End.
»Crouch End... Me parece un nombre espantoso —dijo mirándonos con expresión solemne.
—¿Y entonces qué han hecho? —preguntó Vetter.
La joven empezó a hablar. Cuando terminó ya había dado cuenta del primer tazón de café y casi de otro más, y el oficial Vetter había llenado varias páginas de la libreta con su ancha letra de imprenta.
Lonnie Freeman era un hombre corpulento, y al verlo inclinado hacia delante en el asiento trasero para poder hablar con el taxista, a Doris le pareció que tenía el mismo aspecto que la primera vez que lo había visto, durante un partido de baloncesto en el último año de carrera. Estaba sentado en el banquillo, con las rodillas a la altura de las orejas, las manos coronadas por grandes muñecas colgando entre las piernas. Sólo que en aquella ocasión llevaba pantalones cortos de baloncesto y una toalla alrededor del cuello, y ahora llevaba traje y corbata. Nunca había jugado en muchos partidos, recordó Doris con cariño, porque no era demasiado bueno. Y perdía direcciones.
El taxista escuchó con paciencia el cuento de la dirección perdida. Se trataba de un hombre mayor, impecable en su traje de verano, la antítesis del desaliñado taxista neoyorquino. Sólo la gorra de lana a cuadros que llevaba desentonaba; pero desentonaba de un modo agradable, pues le confería un toque de libertina elegancia. Fuera, el tráfico fluía sin cesar por Haymarket; el teatro anunciaba que El fantasma de la ópera proseguía su andadura en apariencia interminable.
—Bueno, vamos a hacer una cosa, caballero —dijo por fin el taxista—. Los llevo a Crouch End, nos paramos en una cabina, usted averigua la dirección de su amigo y después los llevo hasta la mismísima puerta.
—Estupendo —exclamó Doris.
Y lo decía en serio. Llevaban seis días en Londres, y no recordaba haber estado nunca en ningún otro lugar en el que la gente fuera tan amable y civilizada.
—Gracias —dijo Lonnie antes de retreparse en el asiento y rodear a Doris con un brazo—. ¿Lo ves? No pasa nada.
—Eres un desastre —lo riñó ella en broma al tiempo que le asestaba un ligero puñetazo en el vientre.
—Adelante, pues —exclamó el taxista—. A Crouch End.
Estaban a fines de agosto, y un viento cálido y constante removía la basura por las calles y hacía revolotear las chaquetas y faldas de los hombres y mujeres que se dirigían del trabajo a casa. El sol se estaba poniendo, pero cuando brillaba por entre los edificios lo hacía con el reflejo rojizo del atardecer, según comprobó Doris. El taxi avanzaba con un suave zumbido. Doris se relajó al sentir el brazo de Lonnie alrededor de los hombros. Tenía la sensación de que lo había visto más en los últimos seis días que en todo el año junto, y le gustó descubrir que le gustaba aquello.
Además, nunca había salido de América, y no cesaba de recordarse que estaba en Inglaterra, que iba a ir a Barcelona y que ya quisieran muchos.
Al cabo de unos instantes, el sol desapareció tras un muro de edificios, por lo que perdió el sentido de la orientación casi de inmediato. Había descubierto que eso sucedía casi siempre cuando uno iba en taxi por Londres. La ciudad era un inmenso laberinto de carreteras, pasajes, colinas, cercados (e incluso mesones), y no entendía cómo la gente no se perdía cada dos por tres. Cuando se lo había mencionado a Lonnie el día anterior, éste había respondido que todo el mundo tenía mucho cuidado... ¿No había observado que todos los taxistas tenían la Guía de Londres bien guardadita debajo del volante?
Era el trayecto en taxi más largo que habían realizado hasta entonces. La parte elegante de la ciudad quedó atrás (pese a aquella extraña sensación de andar describiendo círculos). Atravesaron un distrito de bloques monolíticos de viviendas de protección oficial que parecía desierto a juzgar por la señales de vida que se apreciaban (no, se corrigió en la sala blanca de interrogatorios; había visto a un niño pequeño sentado en el bordillo de la acera, encendiendo cerillas), a continuación una zona de tiendas y puestos de fruta pequeños y de aspecto bastante destartalado, y luego (no era de extrañar que los forasteros se desorientaran tanto en Londres) volvieron a entrar en la parte elegante de la ciudad.
—Incluso había un McDonald's —explicó a Vetter y a Farnham en un tono de voz por lo general reservado para hacer referencia a la Esfinge y a los Jardines Colgantes.
—¿De verdad? —exclamó Vetter con el debido respeto.
Al fin y al cabo, la joven estaba recordando cada detalle, y Vetter no quería que nada rompiera el hechizo, al menos hasta que les hubiese contado todo lo que pudiera.
La zona elegante con el McDonald's en el centro quedó atrás. Llegaron a un claro y de nuevo apareció el sol, una gran bola anaranjada justo encima del horizonte, que bañaba las calles en una extraña luz que confería a todos los peatones el aspecto de estar a punto de arder.
—Ha sido entonces cuando las cosas han empezado a cambiar —dijo la joven.
Había bajado la voz y le volvían a temblar las manos. Vetter se inclinó hacia delante con vehemencia.
—¿A cambiar? ¿Qué quiere decir con eso, señora Freeman?
Habían pasado ante el escaparate de un quiosco, explicó, y en la pizarra habían escrito: SESENTA DESAPARECIDOS EN DESASTRE SUBTERRÁNEO.
—¡Mira eso, Lonnie!
—¿Qué?
Lonnie volvió rápidamente la cabeza, pero el quiosco ya había quedado atrás.
—Decía: «Sesenta desaparecidos en desastre subterráneo». ¿No es así como llaman el metro? ¿El Subterráneo?
—Sí..., eso o el Tubo. ¿Ha habido un choque?
—No lo sé —repuso ella al tiempo que se inclinaba hacia delante—. Oiga, señor, ¿sabe lo que pasó en el metro? ¿Hubo un choque?
—¿Una colisión, señora? Que yo sepa no.
—¿Tiene radio?
—En el taxi no, señora.
—Lonnie.
—¿Si?
Pero Doris se dio cuenta de que Lonnie había perdido todo interés en el asunto. De nuevo estaba rebuscando en los bolsillos, a la caza del pedazo de papel en el que había anotado la dirección de John Squales, y puesto que llevaba un traje de tres piezas, había un montón de bolsillos en los que buscar.
El mensaje escrito con tiza en la pizarra le volvía una y otra vez a la memoria; SESENTA MUERTOS EN COLISIÓN DEL TUBO, debería haber dicho. Pero SESENTA DESAPARECIDOS EN DESASTRE SUBTERRÁNEO... Aquellas palabras le producían cierta inquietud. No decía «muertos», sino «desaparecidos», la misma palabra que las noticias de los viejos tiempos empleaban siempre para referirse a los marineros que se habían ahogado en la mar.
DESASTRE SUBTERRÁNEO. 
No le gustaba. Le hacía pensar en cementerios, alcantarillas y cosas viscosas y fétidas surgiendo de repente de los tubos y envolviendo con sus brazos (tentáculos, tal vez) a los desprevenidos pasajeros que esperaban en el andén antes de arrastrarlos hacia las tinieblas...
Giraron a la derecha. Junto a unas motocicletas aparcadas se veía a tres chicos en ropa de cuero. Miraron el taxi y por un momento, pues el sol le daba casi por completo en la cara, le pareció que aquellos motoristas no tenían cabezas humanas. Por un instante estuvo convencida de que sobre aquellas cazadoras de cuero se alzaban cabezas de ratas, ratas de ojos negros que miraban el taxi con fijeza. De repente, la luz se desplazó un poco y vio que estaba equivocada, por supuesto; no eran más que tres jóvenes fumando un cigarrillo delante de la versión británica de la tienda de golosinas americana.
—Allá vamos —indicó Lonnie abandonando la búsqueda y señalando al exterior.
Estaban pasando junto a una señal que decía: CROUCH HILL ROAD. Viejas casas de ladrillos amontonadas como ancianas soñolientas parecían mirar el taxi desde sus ventanas vacías. Pasaron algunos niños montados en bicicletas o en triciclos. Otros dos niños estaban intentando montar en su monopatín, aunque sin demasiado éxito. Algunos padres que habían regresado del trabajo estaban sentados juntos, fumando y observando a los niños. Todo parecía tranquilizadoramente normal.
El taxi se detuvo ante un restaurante de aspecto destartalado en cuyo escaparate había un cartel que anunciaba que se trataba de un local autorizado para servir licores, y otro mucho más grande en el centro, en el que se leía que se preparaban platos de curry para llevar. En el alféizar del escaparate dormía un gigantesco gato gris. Junto al restaurante se veía una cabina telefónica.
—Bueno, señor —dijo el taxista—. Averigüe la dirección de su amigo y después los llevo allí.
—De acuerdo —repuso Lonnie antes de apearse.
Doris se quedó dentro un momento y a continuación también se apeó con la intención de estirar las piernas. Seguía soplando aquel viento cálido, que le adhería la falda a las rodillas y en un momento dado le lanzó el envoltorio de un helado, que se le quedó pegado a la espinilla. Doris se desprendió de él con una mueca de asco. Al alzar la vista se encontró con la mirada del enorme gato gris, que la miraba con un solo ojo de expresión inescrutable. Había perdido la mitad de la cara en alguna batalla ya lejana. Lo único que le quedaba era una retorcida masa rosada de tejido cicatrizado, una catarata lechosa y unos cuantos mechones de pelo.
El gato maulló en silencio a través del cristal.
Acometida por una sensación de asco, Doris se dirigió hacia la cabina telefónica y miró por los vidrios sucios. Lonnie hizo un ademán de triunfo con el pulgar y el índice, y le guiñó el ojo. A continuación metió diez peniques en la ranura y habló con alguien. Lanzó una carcajada que no se oyó a través del cristal. Como el gato. Doris se volvió para ver al minino, pero el escaparate estaba vacío. En la penumbra del local se veían sillas colocadas sobre las mesas y a un anciano con una escoba. Cuando se volvió de nuevo hacia la cabina, vio que Lonnie estaba apuntando algo. Luego se guardó el bolígrafo, sostuvo el papel en la mano (Doris comprobó que había una dirección apuntada), dijo un par de cosas más, colgó y por fin salió de la cabina.
Blandió el papel en ademán de triunfo.
—Bueno, ya es...
Miró por encima del hombro de Doris y de repente frunció el ceño.
—¿Dónde está ese maldito taxi?
Doris se volvió. El taxi se había esfumado. En el lugar en el que se había parado ya sólo quedaba el bordillo y algunos papeles que revoloteaban perezosos por la cuneta. Al otro lado de la calle, dos niños se abrazaban riendo. Doris se dio cuenta de que uno de ellos tenía una mano deforme que parecía más bien una garra. Había creído que la Seguridad Social tenía la obligación de ocuparse de aquellas cosas. Los chicos se volvieron hacia ellos, vieron que los estaban observando y de nuevo se abrazaron entre risitas.
—No lo sé —repuso Doris. Se sentía desorientada y un poco tonta. El calor, el viento constante que no parecía soplar en ráfagas, la tonalidad de la luz, que casi parecía pintada...
—¿Qué hora era? —inquirió Farnham de repente.
—No lo sé —repuso Doris Freeman con un sobresalto—. Las seis, creo. Quizás y veinte.
—Muy bien; continúe —alentó Farnham, quien sabía perfectamente que, en agosto, la puesta de sol no empezaba en ningún caso hasta bien pasadas las siete.
—Pero ¿qué es lo que ha hecho? —insistió Lonnie sin dejar de mirar alrededor, como si esperara que su enfado bastaría para que el taxi volviera a aparecer—. ¿Poner el motor en marcha y largarse?
—Quizás cuando has levantado la mano —aventuró Doris mientras repetía el gesto del índice y el pulgar que Lonnie había hecho desde la cabina—; a lo mejor ha pensado que le decías que se marchara.
—Me tendría que haber pasado mucho rato haciendo ese gesto para que se marchara sin que le pagáramos las dos libras y media que le debíamos —gruñó Lonnie.
Se dirigió al bordillo de la acera. Al otro lado de Crouch Hill Road, los dos niños seguían riendo.
—¡Eh! —gritó Lonnie—. ¡Eh, niños!
—¿Es usted americano, señor? —gritó el niño de la mano deforme.
—Sí—repuso Lonnie con una sonrisa—. ¿Habéis visto el taxi que estaba aquí? ¿Sabéis adonde ha ido?
Los dos niños parecieron considerar la pregunta. La compañera del niño era una niña de unos cinco años peinada con dos trenzas desordenadas que apuntaban en direcciones opuestas. La niña avanzó hacia el bordillo, se llevó ambas manos a la boca para hacerse oír mejor y sin dejar de sonreír, gritando entre las manos colocadas a modo de megáfono y la sonrisa, exclamó:
—¡A la porra, tío!
Lonnie abrió la boca asombrado.
—¡Señor, señor, señor! —chilló el niño mientras hacía saludos militares con la mano deforme.
De repente, ambos niños giraron sobre sus talones y doblaron la esquina a toda prisa hasta perderse de vista. Sus risas quedaron atrás como un eco.
Lonnie miró a Doris con expresión anonadada.
—Bueno, parece que a algunos niños de Crouch End no les vuelven precisamente locos los americanos —comentó por decir algo.
Doris miró en derredor con nerviosismo. La calle estaba desierta.
—En fin, cariño, creo que tendremos que ir a pie —anunció Lonnie al tiempo que la rodeaba con un brazo.
—No sé si quiero hacer eso. A lo mejor esos dos niños se han ido a buscar a sus hermanos mayores.
Lanzó una carcajada para indicar que estaba bromeando, pero lo cierto es que le salió un poco demasiado aguda. La tarde había cobrado un matiz irreal que no le hacía mucha gracia. Habría preferido quedarse en el hotel.
—Pues no nos queda más remedio —comentó Lonnie—. La calle no está precisamente a rebosar de taxis, ¿no te parece?
—Lonnie, ¿por qué se habrá marchado el taxista? Parecía tan simpático...
—No tengo ni la menor idea. Pero John me ha indicado muy bien el camino. Vive en una calle llamada Brass End, que es una callejuela sin salida, y me ha dicho que no está en la Guía.
Mientras hablaba apartaba a Doris de la cabina telefónica, del restaurante que preparaba platos de curry para llevar, del bordillo ahora desierto. Estaban caminando de nuevo por Crouch Hill Road.
—Giramos a la derecha en Hillfield Avenue, a la izquierda a media calle, después la primera a la derecha... ¿o a la izquierda? Bueno, hacia Petrie Street. Y la segunda a la izquierda es Brass End.
—¿Y te acuerdas de todo eso?
—Claro, soy el testigo presencial estrella —repuso Lonnie con valentía.
Doris no tuvo más remedio que echarse a reír. Lonnie siempre conseguía que las cosas parecieran ir bien.
En el vestíbulo de la comisaría había un mapa de Crouch End bastante más detallado que el que figuraba en la Guía de Londres. Farnham se acercó a él y lo estudió con las manos embutidas en los bolsillos. La comisaría estaba muy silenciosa; Vetter seguía fuera, intentando sacudirse un poco las telarañas, al menos eso esperaba, y Raymond había acabado ya hacía rato con la señora a la que habían robado el bolso. Farnham puso el dedo en el lugar en que el taxista debía de haberlos dejado, siempre y cuando la historia de la mujer tuviera algo de verdad, claro está. La ruta hacia la casa de su amigo parecía bastante directa. Crouch Hill Road hasta Hillfield Avenue, después a la izquierda en Vickers Lane y otra vez a la izquierda en Petrie Street. Brass End, que empezaba en Petrie Street como si alguien hubiera decidido ponerla ahí en el último momento, no debía de tener más de seis u ocho casas. Alrededor de un kilómetro y medio en total. Incluso una pareja de americanos podía recorrer aquella distancia sin perderse.
—¡Raymond! —exclamó—. ¿Estás aquí? El sargento Raymond entró. Llevaba ropa de paisano y se estaba poniendo una cazadora de popelina.
—Me marcho ahora mismo, mi querido amigo imberbe.
—Déjalo ya —replicó Farnham, aunque sin dejar de sonreír.
Raymond le daba un poco de miedo. Un solo vistazo al escalofriante tipo bastaba para convencerse de que estaba bastante cerca de la valla que separaba a los buenos de los malos. Una serpenteante cicatriz blanca le bajaba desde la comisura de los labios hasta la nuez. Afirmaba que, en cierta ocasión, un carterista había estado a punto de rebanarle el cuello con un vidrio. Afirmaba que por eso les rompía los dedos. Farnham creía que aquello era mentira. Creía que Raymond les rompía los dedos porque le gustaba el sonido, sobre todo cuando se rompían los nudillos.
—¿Tienes un pitillo? —preguntó Raymond. Farnham suspiró y le dio uno.
—¿Hay algún restaurante especializado en curry en Crouch Hill Road? —inquirió mientras se lo encendía.
—Que yo sepa no, cariño mío —repuso Raymond.
—Ya me parecía.
—¿Algún problema, querido?
—No —replicó Farnham en tono algo cortante, sin poder quitarse de la cabeza el cabello enmarañado y la mirada fija de Doris Freeman.
Casi al final de Crouch Hill Road, Doris y Lonnie Freeman giraron hacia Hillfield Avenue, que estaba flanqueada por casas imponentes y de aspecto elegante. No eran más que fachadas, se dijo Doris, probablemente divididas con precisión quirúrgica en apartamentos y habitaciones. 
—Bueno, de momento vamos bien —comentó Lonnie.
—Sí, es... —empezó Doris.
Y en aquel momento empezaron los gemidos.
Ambos se detuvieron en seco. Los gemidos procedían de su derecha, de detrás de un seto alto que rodeaba un pequeño jardín.
Lonnie dio unos pasos en dirección al sonido, y Doris lo agarró por el brazo.
—¡No, Lonnie!
—¿Cómo que no? —replicó él—. Alguien está herido.
Doris lo siguió intranquila. El seto era alto pero ralo. Lonnie pudo apartar unas ramas a un lado y ver un cuadrado de césped rodeado de flores. El césped estaba muy verde. En el centro se veía un parche negro humeante...; o al menos ésa fue la primera impresión que tuvo Doris. Al asomarse por encima del brazo de Lonnie, pues el hombro estaba demasiado alto como para poder mirar por encima de él, vio que se trataba de un agujero de forma vagamente humana. El humo salía de aquel agujero.
SESENTA DESAPARECIDOS EN DESASTRE SUBTERRÁNEO, pensó de repente.
Los gemidos procedían del hoyo, y Lonnie empezó a abrirse paso por entre las ramas del seto.
—Lonnie —susurró Doris—. No vayas, por favor.
—Hay alguien herido ahí dentro —repitió él al tiempo que terminaba de atravesar el seto produciendo un rasgueo cerdoso. Doris lo vio avanzar, y en aquel momento las ramas del seto volvieron a colocarse en su sitio, y ya no vio nada más que la vaga silueta de Lonnie dirigiéndose hacia el hoyo. Intentó abrirse paso por entre las ramas, pero no consiguió más que arañarse los brazos con las ramitas cortas y rígidas del seto, ya que llevaba una blusa sin mangas.
—¡Lonnie! —exclamó acometida por un repentino miedo—. ¡Lonnie, vuelve!
—¡Un momento, cariño!
La casa la miraba impasible por encima del seto.
Los gemidos todavía se oían, pero habían adquirido un matiz más bajo, gutural, alegre, en cierto modo. ¿Es que Lonnie no se daba cuenta?
—¡Eh! ¿Hay alguien ahí abajo? —oyó gritar a Lonnie—. ¿Hay alguien ahí...? ¡Oh! ¡DIOS MÍO!
Y de repente, Lonnie empezó a gritar. Doris jamás lo había oído gritar, y el sonido hizo que le temblaran las piernas. Buscó desesperada un agujero en el seto, un camino, pero no encontró nada. Un montón de imágenes le cruzaron por la mente... Los motoristas que le habían parecido ratas por un instante, el gato de la cara destrozada, el niño de la mano deforme... Lonnie, intentó gritar, pero de sus labios no brotó sonido alguno.
Le llegaron a los oídos sonidos de lucha. Los gemidos se habían detenido. Pero desde el otro lado del seto se oía una serie de chapoteos. De repente, Lonnie salió despedido por entre las rígidas ramas como si le hubieran dado un tremendo empujón. Tenía la manga negra del traje medio desgarrada y salpicada de manchas negras que parecían humear, igual que el hoyo del jardín.
—¡Corre, Doris!
—Lonnie, ¿qué...?
—¡Corre!
Tenía el rostro blanco como el papel.
Desesperada, Doris recorrió la calle con la mirada en busca de un policía. De alguien. Pero a juzgar por el movimiento que había allí, Hillfield Avenue podría haber formado parte de una ciudad totalmente desierta. Se volvió de nuevo hacia el seto y vio que algo se movía al otro lado, algo que era más que negro; parecía de ébano, la antítesis de la luz.
Y chapoteaba. 
Al cabo de un instante, las ramas cortas y rígidas del seto empezaron a crujir. Doris se las quedó mirando como hipnotizada. Podría haberse quedado ahí para siempre, según explicó a Vetter y a Farnham, si Lonnie no la hubiera agarrado por el brazo y le hubiera gritado... Sí, Lonnie, que jamás levantaba la voz a los niños, había chillado. Si no hubiera sido por él, tal vez todavía seguiría ahí parada. O quizás... Pero echaron a correr.
—¿Pero hacia dónde? —preguntó Farnham, pero Doris no lo sabía.
Lonnie estaba fuera de sí, acometido por la histeria, el pánico y la repugnancia, eso era lo único que sabía. Le rodeó la muñeca con los dedos como si le pusiera una esposa, y se alejaron corriendo de la casa que se alzaba sobre el seto, así como del humeante hoyo del jardín. Eso lo sabía con seguridad; lo demás no era más que una cadena de impresiones vagas.
Al principio les costó correr, pero luego se hizo más fácil porque la calle hacía pendiente. Giraron una vez y luego otra. Las casas grises de pórticos altos y persianas verdes bajadas parecían observarlos como si fueran pensionistas ciegos. Recordaba que Lonnie se había quitado la americana salpicada de aquella sustancia negra y la había arrojado al suelo. Por fin llegaron a una calle más ancha.
—Para —jadeó Doris—. ¡Para, no puedo más!
Se llevó la mano al costado, donde tenía la sensación de que le habían colocado un clavo ardiendo.
Lonnie se detuvo. Habían salido del barrio residencial y se hallaban en la esquina de Crouch Lane con Norris Road. Una señal colocada al otro lado de Norris Road anunciaba que estaban a tan sólo un kilómetro y medio de Slaughter Towen.
—¿No sería Town? —sugirió Vetter.
—No—insistió Doris Freeman—. Slaughter Towen, con e.
Raymond apagó el cigarrillo que le había gorreado a Farnham.
—Me largo —anunció.
De repente se detuvo y observó a Farnham con atención.
—Deberías cuidarte más, cariñito. Tienes unas ojeras de impresión. ¿Tienes también pelos en las palmas de las manos para hacer juego?
Lanzó una carcajada grosera.
—¿Has oído hablar alguna vez de Crouch Lane? —inquirió Farnham.
—Querrás decir Crouch Hill Road.
—No, Crouch Lane.
—No lo había oído en mi vida. 
—¿Y Norris Road?
—Es la que empieza en la ronda de Basingstoke...
—No, aquí. —No, aquí no, cariñito.
Por alguna razón que no comprendía, pues no cabía duda de que la mujer estaba chiflada, Farnham insistió.
—¿Y Slaughter Towen?
—¿Towen? ¿No Town?
—Eso, Towen.
—Pues ni idea, pero si me entero de que existe, creo que no me acercaré por allí.
—¿Y eso por qué?
—Porque en la lengua de los druidas, un touen o towen era un sitio donde se hacían sacrificios rituales; donde le quitaban a uno el hígado y las tripas, en otras palabras.
Dicho aquello, Raymond se subió la cremallera de la cazadora y salió de la comisaría. Algo inquieto, Farnham lo siguió con la mirada. «Lo último se lo ha inventado. Lo que un tipejo como Sid Raymond sabe de los druidas cabe en la cabeza de un alfiler y todavía te queda sitio para escribir el Padrenuestro.»
Exacto. E incluso aunque hubiera tenido acceso a un dato como aquél, eso no alteraba el hecho de que la mujer debía de...
—Debo de estar volviéndome loco —comentó Lonnie.
Doris miró el reloj y vio que les habían dado las ocho menos cuarto sin darse cuenta. La luz había cambiado; del naranja claro había pasado a un rojo oscuro y lóbrego que se reflejaba en los escaparates de las tiendas de Norris Road y que parecía bañar en sangre coagulada el campanario de una iglesia que había al otro extremo de la calle.
El sol se había convertido en una esfera suspendida sobre el horizonte.
—¿Qué ha pasado en el jardín? —preguntó Doris—. ¿Qué ha pasado, Lonnie?
—Y también he perdido la chaqueta. Lo que faltaba.
—Lonnie no la has perdido; te la has quitado. Estaba cubierta de...
—¡No seas estúpida! —le gritó Lonnie. Sin embargo, sus ojos no parecían enojados, sino suaves, asustados, vagos.
—La he perdido, eso es todo.
—Lonnie, ¿qué ha pasado cuando has atravesado el seto?
—Nada. No quiero hablar de ello. ¿Dónde estamos?
—Lonnie...
—No me acuerdo —la interrumpió su marido con mayor suavidad—. Estoy como en blanco. Estábamos ahí..., oímos un ruido..., y entonces estábamos corriendo. Es lo único que recuerdo. —Hizo una pausa antes de añadir con voz asustada e infantil—: ¿Por qué tiraría la chaqueta? Me gustaba mucho. Hacía juego con los pantalones.
Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una aterradora carcajada de loco; de repente, Doris se dio cuenta de que fuera lo que fuese lo que hubiese visto más allá del seto, la escena le había hecho perder el control, al menos en parte. Seguramente a ella le habría pasado lo mismo... si lo hubiera visto. Daba igual. Tenían que salir de allí. Volver al hotel, con los niños.
—Vamos a coger un taxi. Quiero volver a casa.
—Pero John... —empezó Lonnie.
—¡Al diablo con John! —gritó ella—. Algo va mal aquí, todo va mal aquí, ¡y quiero coger un taxi y volver a casa!
—De acuerdo, de acuerdo —convino Lonnie al tiempo que se pasaba una mano temblorosa por la frente—. Estoy de acuerdo. El único problema es que no hay taxis.
Era cierto; no había ningún vehículo en Norris Road, que era una calle ancha y adoquinada. En el centro se veían los raíles de un antiguo tranvía. Al otro lado, delante de la floristería, había aparcada una furgoneta de reparto de tres ruedas muy antigua. Un poco más lejos, en la misma acera en la que se encontraban, había una moto Yamaha apoyada en el caballete. Nada más. Se oía el ruido de coches, pero era un ruido lejano, difuso.
—A lo mejor la calle está cerrada por obras —masculló Lonnie.
Y entonces hizo algo raro..., al menos raro en él, que siempre era tan despreocupado y confiado. Miró por encima del hombro como si temiera que los estuvieran siguiendo.
—Iremos a pie —anunció Doris.
—¿Hacia dónde?
—Pues a cualquier sitio. Fuera de Crouch End. Encontraremos un taxi si salimos de aquí.
De repente estaba convencida de eso, al menos.
—De acuerdo.
Lonnie parecía totalmente dispuesto a dejarle llevar las riendas de todo aquel asunto. 
Empezaron a caminar por Norris Road en dirección al sol. El lejano zumbido del tráfico se mantuvo constante, sin disminuir aunque, al parecer, sin aumentar. La soledad estaba empezando a atacarle los nervios. Tenía la sensación de que los observaban; intentó desterrar aquel pensamiento, pero no pudo. El sonido de sus pisadas (SESENTA DESAPARECIDOS EN DESASTRE SUBTERRÁNEO) retumbaba tras ellos. No podía apartar de su mente la escena del seto, y por fin no pudo resistir el deseo de preguntar de nuevo.
—Lonnie, ¿qué ha pasado en el jardín?
—No me acuerdo, Doris —repuso él sin más—. Y no quiero acordarme.
Pasaron delante de un mercado cerrado; apoyada en el escaparate había una pila de cocos que parecían cabezas reducidas vistas desde atrás. Pasaron delante de una lavandería en la que las lavadoras blancas habían sido apartadas de las paredes de planchas de yeso de color rosa como dientes arrancados de encías podridas. Pasaron delante de un escaparate cubierto de jabón en el que un viejo cartel ofrecía LOCAL EN ALQUILER.
Algo se movió detrás de las manchas de jabón, y Doris vio que se trataba de la cara rosada y llena de cicatrices de un gato. El mismo gato gris.
Consultó su interior y llegó a la conclusión de que se estaba acercando lentamente al pánico. Tenía la sensación de que los intestinos habían empezado a retorcérsele lentos y perezosos en el vientre. Tenía un extraño sabor de boca, como si hubiera utilizado un elixir muy penetrante. Los adoquines de Norris Road emanaban sangre fresca a la luz del anochecer.
Se estaban acercando a un paso inferior. Y ahí abajo estaba oscuro. «No puedo —le comunicó su mente sin grandes aspavientos—. No puedo bajar ahí, ahí abajo puede haber cualquier cosa, no me lo pidas porque no puedo.»
Otra parte de su mente preguntó si podría soportar volver sobre sus pasos, pasar de nuevo delante de la tienda en la que había vuelto a ver al gato (¿cómo habría llegado hasta ahí desde el restaurante?, mejor no preguntárselo, mejor ni siquiera pensar en ello), delante de los extraños residuos bucales de la lavandería, delante del Mercado de las Cabezas Reducidas. No se veía capaz de hacerlo.
Ya estaban muy cerca del paso inferior. Un tren de seis vagones pintado de un extraño color hueso pasó sobre él de un modo inesperado, una enloquecida novia de acero que iba a toda prisa al encuentro de su novio. Las ruedas despedían brillantes abanicos de chispas. Doris y Lonnie retrocedieron involuntariamente, pero fue Lonnie quien gritó. Doris lo miró y se dio cuenta de que en la última hora, su marido se había convertido en alguien al que nunca había visto con anterioridad, alguien cuya existencia ni tan siquiera había sospechado. Tenía el cabello más gris, y aunque se dijo con firmeza, con toda la firmeza de que era capaz, que no se debía más que a la luz del atardecer, fue en realidad el aspecto de su cabello lo que la convenció. Lonnie no estaba en condiciones de volver. Por tanto, sólo quedaba el paso inferior.
—Vamos —instó, mientras cogía a Lonnie de la mano con brusquedad para no sentir el temblor de la suya—. Cuanto antes entremos, antes saldremos.
Se dirigió hacia el paso, y Lonnie la siguió sin rechistar.
Estaban a punto de salir —era un paso inferior muy corto, se dijo con una sensación de ridículo alivio— cuando la mano la agarró por el brazo.
Doris no gritó. Los pulmones parecían habérsele encogido como bolas de papel. Su mente quería abandonar el cuerpo y... volar. Lonnie le soltó la mano. No parecía darse cuenta de nada. Salió a la calle; por un momento, Doris vio su silueta alta y desmadejada recortada contra los sangrientos colores del atardecer, y a continuación desapareció. La mano que la había cogido por el brazo era peluda, como la de un mono. Tiró de ella sin piedad hacia una silueta pesada y hundida que estaba apoyada contra la pared de hormigón cubierta de hollín. Estaba suspendida entre dos pilares de hormigón, y la silueta era lo único que veía... la silueta y dos luminosos ojos verdes.
—Dame un pitillo, encanto —gruñó una ronca voz con acento cockney.
Doris percibió el hedor de carne cruda, patatas fritas en aceite malo y algo más, algo dulce y terrible, como el olor que despide el fondo de un cubo de basura.
Aquellos ojos verdes eran ojos de gato. Y, de repente, estuvo totalmente convencida de que si aquella silueta hundida salía de las sombras, vería la catarata lechosa, los pliegues rosados del tejido cicatrizado, los mechones de pelo gris.
Se zafó de la mano, retrocedió y sintió que algo cortaba el aire cerca de ella. ¿Una mano? ¿Garras? Un sonido expectorado, siseante...
Otro tren pasó por encima. El rugido era inmenso, ensordecedor. Del techo se desprendió una nube de hollín que parecía nieve negra. Doris huyó acometida por el pánico; por segunda vez aquella tarde, no sabía adonde iba ni durante cuánto tiempo seguiría caminando.
Volvió en sí al darse cuenta de que Lonnie había desaparecido. Se había medio desplomado entre jadeos junto a una sucia pared de ladrillos. Seguía en Norris Road (al menos eso creía, les contó a los dos oficiales; la calle seguía siendo de adoquines, y en el centro todavía estaban las vías del tranvía), pero en lugar de tiendas destartaladas y desiertas, lo que la flanqueaba ahora eran almacenes destartalados y desiertos. DAWGLISH e HIJOS, rezaba el cartel cubierto de hollín de uno de ellos. Otro tenía el nombre ALZAZRED pintado de color verde desvaído en la vieja pared de ladrillos. Bajo el nombre se veían una serie de garabatos y guiones árabes.
—¡Lonnie! —llamó.
No había eco, ninguna resonancia pese al silencio (no, no un silencio absoluto, aclaró; todavía oía ruido de coches, y tal vez un poco más cercano, aunque no mucho). La palabra que era el nombre de su marido pareció caer de su boca y chocar contra el suelo como una piedra. La sangre del atardecer había dado paso a las frías cenizas grises del anochecer. Por primera vez se le ocurrió que podía hacérsele de noche allí mismo, en Crouch End, si es que todavía se encontraba en Crouch End, y de nuevo la asaltó el pánico.
Explicó a Vetter y a Farnham que no había reflexionado ni pensado con claridad en no sabía cuánto tiempo desde que habían llegado a la cabina telefónica hasta aquel momento de horror definitivo. Simplemente, había reaccionado como un animal asustado. Y ahora estaba sola. Quería que volviera Lonnie, era consciente de eso, pero de poco más. Desde luego, no se le ocurrió preguntarse por qué aquella zona, que sin duda no se hallaba a más de ocho kilómetros de Cambridge Circus, se hallaba completamente desierta.
Doris Freeman echó a andar llamando a su marido. Su voz no despertaba eco alguno, pero sus pisadas sí. Las sombras empezaron a adueñarse de Norris Road. El cielo había adquirido un matiz violáceo. Tal vez se trataba de algún efecto de distorsión o tal vez de la fatiga que sentía, pero tenía la sensación de que los almacenes se cernían hambrientos sobre la calle. Las ventanas, cubiertas por la suciedad de varias décadas o quizás de siglos, parecían mirarla con fijeza. Y los nombres de los carteles se tornaban cada vez más extraños, incluso demenciales o, como mínimo, impronunciables. Las vocales estaban mal colocadas, y las consonantes parecían estar combinadas de tal forma que ninguna lengua humana sería capaz de articularlas. CTHULHU KRYON, rezaba uno de ellos, bajo el cual se veían más garabatos árabes. YOGSOGGOTH, decía otro. R'YELEH, anunciaba un tercero. Había uno que se le había quedado grabado especialmente en la memoria: NRTESN NYARL-AHOTEP.
—¿Cómo es que se acuerda de esos galimatías?—inquirió Farnham.
Doris Freeman meneó la cabeza con gestos lentos y cansados.
—No lo sé. De verdad que no lo sé. Es como una pesadilla que quieres olvidar en cuanto te despiertas, pero que no se desvanece como la mayoría de los sueños, sino que ahí se queda.
La superficie adoquinada y dividida por los raíles del tranvía de Norris Road parecía alargarse hasta el infinito. Y si bien siguió caminando (no creía poder correr, aunque más tarde, explicó, lo hizo), dejó de llamar a Lonnie. Era presa de un terrible y espeluznante terror, un miedo tan inmenso que no creía que ningún ser humano pudiera soportarlo sin volverse loco o morir en el acto. Tan sólo era capaz de articular el miedo que sentía de un modo, e incluso así apenas podía salvar la brecha que se había abierto en su mente y su corazón. Explicó que era como si ya no estuviera en la tierra, sino en otro planeta, un lugar tan extraño que la mente humana no podía ni aspirar a comprenderlo. Los ángulos eran distintos, dijo. Los colores eran distintos. Los... Pero no servía de nada.
Lo único que podía hacer era caminar bajo aquel cielo violáceo, entre los viejos edificios abultados, y esperar que acabara en un momento dado.
Y así fue.
Distinguió dos siluetas paradas en la acera frente a ella..., los niños que Lonnie y ella habían visto antes. El niño estaba acariciando las desgreñadas trenzas de la niña con la mano en forma de garra.
—Es la mujer americana —dijo el niño.
—Se ha perdido —dijo la niña—. Ha perdido a su marido.
—Ha perdido su camino.
—Ha encontrado el más oscuro.
—El camino que lleva al embudo.
—Ha perdido la esperanza.
—Ha encontrado al Silbador de las Estrellas...
—... Devorador de Dimensiones...
—... el Flautista Ciego... »
Sus voces eran cada vez más rápidas, una letanía jadeante, un telar centelleante. La cabeza le daba vueltas al son de las voces. Los edificios se inclinaban hacia ella. Brillaban las estrellas, pero no eran sus estrellas, bajo las que había formulado deseos cuando era niña, bajo las que había besado cuando era joven; no, eran estrellas dementes en constelaciones dementes, y Doris se llevó las manos a las orejas y las manos no amortiguaron los sonidos y por fin les gritó:
—¿Dónde está mi marido? ¿Dónde está Lonnie? ¿Qué le habéis hecho?
Se hizo el silencio.
—Se ha ido abajo —dijo por fin la niña.
—A ver a la Cabra de las Mil Crías —añadió el niño. La niña esbozó una sonrisa, una sonrisa maliciosa llena de maldad inocente.
—¿Cómo iba a dejar de ir? Estaba marcado. Y usted señora también irá.
—¡Lonnie! ¿Qué le habéis hecho a...?
El niño levantó la mano y empezó a cantar en una lengua estridente que Doris no entendía, pero que estuvo a punto de volverla loca de terror.
—Y entonces la calle empezó a moverse —explicó a Vetter y a Farnham—. Los adoquines empezaron a ondular como una alfombra. Subían y bajaban, subían y bajaban. Las vías del tranvía se desprendieron y volaron por los aires... Lo recuerdo; recuerdo que la luz de las estrellas se reflejaba en ellas... Y entonces los adoquines también empezaron a desprenderse, primero uno a uno, y después en grupos. Simplemente, salieron disparados hacia la oscuridad. Se oía un desgarro cada vez que se soltaba uno. Como una trituradora... el sonido que debe de oírse cuando hay un terremoto. Y entonces empezó a salir algo de...
—¿Qué era? —intervino Vetter inclinándose hacia delante con los ojos clavados en la joven—. ¿Qué ha visto? ¿Qué era?
—Tentáculos —repuso ella en tono vacilante—. Creo que eran tentáculos. Pero eran gruesos como árboles, como si cada uno de ellos constara de miles de tentáculos pequeños..., y había unas cosas pequeñas, como ventosas..., sólo que a veces parecían caras... Una de ellas se parecía a la cara de Lonnie... y todas ellas estaban sufriendo. Bajo ellas, en las tinieblas que había bajo la calle..., en las tinieblas profundas..., había algo más. Como ojos...

En aquel momento, la joven fue incapaz de proseguir durante un rato, y lo cierto era que no quedaba mucho más que contar. Lo siguiente que recordaba con claridad era que se había ocultado en el portal de un quiosco cerrado. Todavía estaría ahí, les contó, si no hubiera sido porque había visto pasar coches justo delante suyo, así como por el tranquilizador brillo de las farolas. Dos personas pasaron delante de ella, y Doris retrocedió un poco más, temerosa de que se tratara de los malvados niños. Pero no eran niños, sino un chico y una chica cogidos de la mano. El chico decía algo sobre la última película de Martin Scorsese.
Había salido de nuevo a la acera con cautela, lista para resguardarse de nuevo en las prácticas sombras del quiosco si las circunstancias lo exigían, pero no hubo necesidad alguna. A unos cincuenta metros de distancia había un cruce bastante transitado, con coches y camiones parados ante un semáforo. Al otro lado se veía una joyería con un gran reloj iluminado en el escaparate. Lo tapaba una reja corredera pintada, pero aun así distinguió qué hora era. Las diez menos cinco.
Se dirigió hacia el cruce, y pese a las farolas y al tranquilizador rugido del tráfico, Doris siguió mirando aterrorizada por encima del hombro. Le dolía todo. El tacón roto la hacía cojear. Se había desgarrado los músculos, tanto en el vientre como en las piernas; lo peor era la pierna derecha; tenía la sensación de que se había hecho un esguince.
En el cruce se dio cuenta de que, de algún modo, había dado la vuelta hasta ir a parar a Hillfield Avenue con Tottenham Road. Bajo una farola, una mujer de unos sesenta años, cuyo cabello amenazaba con escapar del moño en que se lo había recogido, hablaba con un hombre de la misma edad aproximadamente. Ambos se quedaron mirando a Doris como si fuera una terrible aparición.
—Policía —farfulló Doris—. ¿Dónde está la comisaría de policía? Soy ciudadana americana... He perdido a mi marido... Necesito ir a la policía.
—¿Qué le ha pasado, querida? —inquirió la mujer con bastante amabilidad—. Parece como si la hubieran pasado por la trituradora.
—¿Un accidente de coche? —preguntó su compañero.
—No. No..., no, por favor, ¿hay alguna comisaría de policía por aquí?
—Sí, en Tottenham Road —asintió el hombre al tiempo que extraía un paquete de John Player de uno de sus bolsillos—. ¿Quiere un pitillo? Tiene aspecto de necesitarlo.
—Gracias.
Doris cogió uno, a pesar de que había dejado de fumar hacía casi cuatro años. El hombre tuvo que seguir la temblorosa punta del cigarro con la cerilla para poder encendérselo.
Miró a la mujer del moño.
—La acompañaré dando un paseo, Ewie. Para asegurarme de que llega bien.
—Yo también voy —anunció Ewie mientras rodeaba a Doris con un brazo—. ¿Qué le ha pasado, querida? ¿Alguien ha intentado atracarla?
—No—repuso Doris—. Fue... yo... yo... la calle... había un gato con un solo ojo... la calle se abrió... lo vi... y dijeron algo sobre un Flautista Ciego... ¡Tengo que encontrar a Lonnie!
Sabía que no estaba diciendo más que incoherencias, pero no se sentía capaz de hablar con mayor claridad. Y en cualquier caso, les explicó a Vetter y Farnham, no debía de haber dicho tantas incoherencias, puesto que el hombre y la mujer se apartaron de ella, como si, cuando Ewie le preguntó qué le pasaba, ella hubiera respondido que tenía la peste bubónica.
Entonces el hombre dijo algo. «Ha vuelto a pasar», creyó oír Doris.
—La comisaría está ahí mismo —señaló la mujer—. Hay unas farolas colgadas afuera. Ya la verá.
Ambos empezaron a alejarse a paso rápido. La mujer miró por encima del hombro. Doris Freeman vio sus ojos muy abiertos y relucientes. Dio dos pasos hacia ellos, aunque no sabía por qué razón.
—¡No se acerque! —gritó Ewie con voz aguda, al tiempo que hacía un gesto supersticioso y se apretaba más contra el hombre, que la rodeó con el brazo—. ¡No se acerque si ha estado en Crouch End Towen!
Y a continuación, ambos desaparecieron en la noche.
El oficial Farnham estaba apoyado en el marco de la puerta que había entre la sala común y el archivo principal..., si bien los archivos de casos sin resolver de los que había hablado Vetter no se encontraban ahí. Farnham se había preparado una taza de té y se estaba fumando el último cigarrillo del paquete... La mujer también había cogido unos cuantos.
La joven había vuelto al hotel acompañada de la enfermera a la que había llamado Vetter. Se quedaría con ella aquella noche, y por la mañana decidiría si la joven tenía que ser ingresada en el hospital. Los niños resultarían un problema en tal caso, y Farnham suponía que, puesto que se trataba de una americana, el escándalo estaba casi garantizado. Se preguntó qué diría a sus hijos cuando se despertaran a la mañana siguiente, siempre y cuando pudiera decir algo, claro está. ¿Los reuniría a su alrededor y les contaría que un enorme monstruo malo de Crouch End Town (Towen) se había comido a papá como el ogro de un cuento de hadas?
Farnham hizo una mueca mientras dejaba la taza de té sobre la mesa. No era asunto suyo. Para bien o para mal, la señora Freeman había quedado atrapada entre la policía británica y la embajada americana en el gran vals de los gobiernos. No era asunto suyo; él no era más que un oficial de policía que quería olvidar todo aquel asunto. Y tenía la intención de dejar que Vetter redactara el informe. Vetter podía permitirse el lujo de firmar con su nombre una sarta de tonterías como aquélla; era un hombre mayor, gastado. Seguiría trabajando en el turno de noche el día en que le dieran el reloj de oro, la pensión y el piso de protección oficial. Farnham, en cambio, tenía la intención de ascender a sargento bien pronto, lo cual significaba que tenía que vigilar cada paso que daba.
Y hablando de Vetter, ¿dónde estaba? Llevaba un buen rato tomando el aire.
Farnham cruzó la sala común y salió. Se quedó entre los dos globos iluminados y observó el otro lado de Tottenham Road. Ni rastro de Vetter. Eran más de las tres de la mañana, y el silencio se extendía denso y liso como una alfombra. ¿Cómo era aquel verso de Wordsworth? «Aquel gran corazón yaciendo en silencio», o algo así.
Bajó los escalones y se detuvo en la acera con una punzada de inquietud. Era una tontería, por supuesto, y se enfadó consigo mismo por permitir que la historia que había contado la mujer lo intranquilizara en lo más mínimo. Tal vez se merecía tener miedo de un polizonte como Sid Raymond.
Farnham caminó a paso lento hasta la esquina, creyendo que se toparía con Vetter cuando éste volviera de su paseo nocturno. Pero no iría más lejos; si dejaba la comisaría sola durante unos instantes, le costaría caro en cuanto se descubriese. Llegó a la esquina y miró a su alrededor.
Era extraño, pero todas las farolas parecían haberse apagado en aquella zona. Toda la calle se veía distinta sin ellas. Se preguntó si debería informar del asunto. ¿Y dónde se había metido Vetter?
Seguiría un poco más, decidió, para ver qué pasaba. Pero no mucho. No le convenía dejar la comisaría sola durante mucho rato. Sólo un poco más. Vetter llegó menos de cinco minutos después de que Farnham se marchara. Farnham había ido en dirección contraria, y si Vetter hubiera llegado un minuto antes, habría visto al joven policía detenerse indeciso en la esquina antes de doblarla y desaparecer para siempre.
—¿Farnham?
La única respuesta que obtuvo fue el zumbido intermitente del reloj de pared.
—Farnham —llamó de nuevo antes de limpiarse la boca con la palma de la mano.
Lonnie Freeman nunca fue hallado. Al cabo de un tiempo, su mujer, en cuyas sienes habían empezado a aparecer las primeras canas, regresó a Estados Unidos con sus hijos. Fueron en Concorde. Un mes más tarde intentó suicidarse. Pasó tres meses en una casa de reposo, y al salir se encontraba mucho mejor. A veces, cuando no puede dormir, lo cual le ocurre con frecuencia cuando el sol aparece como una bola anaranjada y roja al atardecer, entra en el ropero, avanza de rodillas debajo de la ropa colgada hasta la parte de atrás y allí escribe una y otra vez Cuidado con la Cabra de las Mil Crías con un lápiz de punta blanda. Al parecer, eso la tranquiliza bastante.
El oficial Robert Farnham dejó mujer y dos hijas gemelas de dos años. Sheila Farnham escribió una serie de enojadas cartas al diputado de su distrito, insistiendo en que algo estaba pasando, en que le estaban ocultando la verdad, en que habían convencido a su Bob para que aceptara algún tipo de destino secreto y arriesgado. Habría hecho cualquier cosa para ascender a sargento, aseguró la señora Farnham al diputado en repetidas ocasiones.
Al cabo de un tiempo, el aludido dejó de contestar a sus cartas, y aproximadamente en la misma época en que Doris Freeman salía de la casa de reposo con el cabello ya casi completamente blanco, la señora Farnham se trasladó a Essex, donde vivían sus padres. Más tarde se casó con un hombre que trabajaba en algo más seguro... Frank Hobbs es inspector de parachoques en la cadena de producción de Ford. Había tenido que divorciarse de Bob alegando abandono, pero aquello no resultó demasiado complicado.
Vetter optó por la jubilación anticipada unos cuatro meses después de que Doris Freeman entrara dando tumbos en la comisaría de Tottenham Lane.
En efecto, se trasladó a un piso del ayuntamiento, un segundo piso situado en Frimley. Al cabo de seis meses lo encontraron fulminado por un ataque al corazón, con una lata de Harp Lager en la mano.
Y en Crouch End, que realmente es una zona residencial de Londres muy tranquila, siguen sucediendo cosas extrañas de vez en cuando, y es bien sabido que algunas personas se han perdido por allí. Algunas de ellas para siempre. 


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