En busca de la ciudad del sol poniente
(1ª parte)
H.P. Lovecraft
Por tres veces soñó
Randolph Carter la maravillosa ciudad, y por tres veces fue
súbitamente arrebatado cuando se hallaba en una elevada terraza que
la dominaba. Brillaba toda con los dorados fulgores del sol poniente:
las murallas, los templos, las columnatas y los puentes de veteado
mármol, las fuentes de tazas plateadas y prismáticos surtidores que
adornaban las grandes plazas y los perfumados jardines, las amplias
avenidas bordeadas de árboles delicados, de jarrones atestados de
flores, y de estatuas de marfil dispuestas en filas resplandecientes.
Por las laderas del norte ascendían filas y filas de rojos tejados y
viejas buhardillas picudas, entre las que quedaban protegidos los
pequeños callejones empedrados, invadidos por la yerba. Había una
agitación divina, un clamor de trompetas celestiales y un fragor de
inmortales címbalos. El misterio envolvía la ciudad como envuelven
las nubes una fabulosa montaña inexplorada; y mientras Carter, con
la respiración contenida, se hallaba recostado en la balaustrada de
la terraza, se sintió invadido por la angustia y la nostalgia de
unos recuerdos casi olvidados, por el dolor de las cosas perdidas y
por la apremiante necesidad de localizar de nuevo el que algún día
fuera trascendental y pavoroso lugar.
Sabía que, para él,
aquel lugar debió de tener alguna vez un significado supremo; pero
no podía recordar en qué época ni en qué encarnación lo había
visitado, ni si había sido en sueños o en vigilia. Vislumbraba
vagamente alguna fugaz reminiscencia de una primera juventud lejana y
olvidada, en la que el gozo y la maravilla henchían el misterio de
los días, y el anochecer y el amanecer se sucedían bajo un ritmo
igualmente impaciente y profético de laúdes y canciones, abriendo
las puertas ardientes de nuevas y sorprendentes maravillas. Pero cada
noche en que se encontraba en esa elevada terraza de mármol, ornada
de extraños jarrones y balaustres esculpidos, y contemplaba, bajo
una apacible puesta de sol, la belleza sobrenatural de la ciudad,
sentía el cautiverio en el que le tenían los dioses tiranos del
sueño; de ningún modo podía dejar aquel elevadísimo lugar para
bajar por la interminable escalinata de mármol hasta aquellas calles
impregnadas de antiguos sortilegios que le fascinaban...
Cuando despertó por
tercera vez sin haber descendido por aquellos peldaños, sin haber
recorrido aquellas apacibles calles en el atardecer, suplicó larga y
fervientemente a los ocultos dioses del sueño que meditan ceñudos
sobre las nubes que envuelven la desconocida Kadath, ciudad de la
inmensidad fría jamás hollada por el hombre. Pero los dioses no
contestaron, ni se conmovieron, ni dieron ningún signo favorable
cuando les imploró en sueños o cuando les ofreció sacrificios por
medio de los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah, de luenga barba, cuyo
templo subterráneo, en el cual se venera una columna de fuego, se
encuentra no lejos de las puertas del mundo vigil. Parecía, al
contrario, que sus súplicas habían sido escuchadas con hostilidad,
ya que desde la primera invocación dejó radicalmente de contemplar
la maravillosa ciudad, como si sus tres lejanas visiones le hubieran
sido permitidas por casualidad o por inadvertencia, en contra de
algún plan o deseo oculto de los dioses.
Finalmente, enfermo de
tanto suspirar por las avenidas esplendorosas y por los callejones de
la colina, ocultos entre aquellos tejados antiguos que ni en sueños
ni despierto podía apartar de su espíritu, Carter decidió llegar
hasta donde ningún otro ser humano había osado antes, y cruzar los
tenebrosos desiertos helados donde la desconocida Kadath, cubierta de
nubes y coronada de estrellas ignotas, guarda el nocturno y secreto
castillo de ónice donde habitan los Grandes Dioses.
En uno de sus sueños
ligeros, descendió los setenta peldaños que conducen a la caverna
de fuego y habló de su proyecto a los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah
de luenga barba. Y los sacerdotes, cubiertos con sus tiaras, movieron
negativamente la cabeza, augurando que sería la muerte de su alma.
Le dijeron que los Grandes Dioses habían manifestado ya sus deseos y
que no les agradaría sentirse agobiados por súplicas insistentes.
Le recordaron también que no sólo no había llegado jamás hombre
alguno a Kadath, sino que nadie podía sospechar dónde se halla, si
en los países del sueño que rodean nuestro mundo o en aquellas
regiones que circundan alguna insospechada estrella próxima a
Fomalhaut o a Aldebarán. Si estuviera en la región de nuestros
sueños, no sería imposible llegar a ella. Pero desde el principio
de los tiempos, sólo tres seres completamente humanos han cruzado
los abismos impíos y tenebrosos del sueño; y de los tres, dos
regresaron totalmente locos. En tales viajes había incalculables
peligros imprevisibles, así como una tremenda amenaza final: el ser
que aúlla abominablemente más allá de los límites del cosmos
ordenado, allí donde ningún sueño puede llegar. Esta última
entidad maligna y amorfa del caos inferior, que blasfema y babea en
el centro de toda infinidad, no es sino el ilimitado Azathoth, el
sultán de los demonios, cuyo nombre jamás se atrevieron labios
humanos a pronunciar en voz alta, el que roe hambriento en
inconcebibles cámaras oscuras, más allá de los tiempos, entre los
fúnebres redobles de unos tambores de locura y el agudo, monótono
gemido de unas flautas execrables, a cuyas percusiones y silbos
danzan lentos y pesados los gigantescos Dioses Finales, ciegos,
mudos, tenebrosos, estúpidos; y los Dioses Otros, cuyo espíritu y
emisario es Nyarlathotep, el caos reptante.
De todas estas cosas
advirtieron a Carter los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah en la caverna
de fuego, pero él siguió decidido a partir en busca de la
desconocida Kadath, que se alza perdida en la inmensidad fría y de
sus dioses tenebrosos, para poder gozar de la visión, del recuerdo y
del amparo de la maravillosa ciudad del sol poniente. Sabía que su
viaje iba a ser extraño y largo, y que los Grandes Dioses se
opondrían a ello; pero estando habituado a los sueños, contaba
Carter con la ayuda de muchos recuerdos provechosos y estratagemas
útiles. Así que, tras pedir a los sacerdotes su bendición solemne
y maquinar con astucia su expedición, descendió audazmente los
trescientos peldaños que conducen al Pórtico del Sueño Profundo y
emprendió el camino a través del bosque encantado.
En las oquedades de ese
bosque enmarañado, cuyos prodigiosos robles tantean y entrelazan sus
ramas al aire, y cuyas umbrías relucen con la apagada fosforescencia
de unos hongos extraños, habitan los furtivos y silenciosos zoogs.
Estos seres conocen una infinidad de secretos de la región de los
sueños, y algo también del mundo vigil, ya que el bosque linda con
las tierras de los hombres por dos lugares, aunque sería desastroso
decir cuáles. Ciertos rumores inexplicables, ciertos accidentes y
desapariciones ocurren entre los hombres allí donde los zoogs tienen
acceso, y por ello es una gran suerte que éstos no puedan alejarse
demasiado de la región de los sueños. Sin embargo, los zoogs cruzan
libremente la frontera más próxima de esta región y se deslizan,
negros, menudos, invisibles, para poder contar relatos divertidos a
su regreso y entretener con ellos las largas horas que pasan al amor
del fuego, en el corazón de su adorado bosque. La mayoría vive en
madrigueras, aunque algunos habitan en los troncos de los grandes
árboles; y a pesar de que se alimentan principalmente de hongos, se
dice que también les atrae la carne, tanto la física como la
espiritual. Y, efectivamente, en el bosque han entrado muchos
soñadores que luego no han vuelto a salir. Pero Carter no tenía
miedo; era un soñador veterano que conocía el lenguaje chirriante
de estos seres y había tratado muchas veces con ellos. Con la ayuda
de los zoogs había descubierto la espléndida ciudad de Celephais,
situada en Ooth-Nargai, más allá de los Montes Tanarios, donde
reina durante la mitad del año el gran rey Kuranes, ser humano a
quien él había conocido en la vida vigil bajo otro nombre. Kuranes
era el único ser humano que había alcanzado los abismos estelares y
regresado en su sano juicio.
Mientras recorría, pues,
los angostos corredores fosforescentes que quedan entre los troncos
gigantescos de ese bosque iba Carter emitiendo ciertos sonidos
chirriantes, a la manera de los zoogs, y callando de cuando en cuando
en espera de respuesta. Recordaba que había un poblado de zoogs en
el centro del bosque, en una zona en que abundaban grandes rocas
musgosas y donde, según se contaba, habían vivido anteriormente
seres aún más terribles, ya olvidados afortunadamente, después de
tanto tiempo. Así que se dirigió hacia ese lugar. Reconocía el
camino por los hongos grotescos; que cada vez parecían más
voluminosos y mejor alimentados, a medida que se iba aproximando al
terrible círculo de piedras en cuyo centro habían danzado y habían
celebrado sus sacrificios los innominados seres anteriores.
Finalmente, el enorme resplandor de aquellos hongos hinchados reveló
una siniestra inmensidad verdosa y gris que ascendía hasta la bóveda
espesa de la selva. Estaba muy cerca del anillo de piedras, y por
ello supo Carter que el poblado de los zoogs debía hallarse a poca
distancia. Renovó sus llamadas en el lenguaje chirriante y esperó
pacientemente; por fin vio recompensados sus esfuerzos al darse
cuenta de que le vigilaba una multitud de ojos. Eran los zoogs, cuyos
ojos espectrales destacan en la oscuridad mucho antes de que puedan
distinguirse sus siluetas oscuras, desmedradas y escurridizas.
Salieron en enjambre de
sus madrigueras y de los árboles huecos, y eran tan numerosos que
invadieron todo el espacio iluminado. Los más fieros le rozaron
desagradablemente, y uno de ellos llegó a darle un repulsivo
mordisco en una oreja; pero estos seres desordenados e irrespetuosos
fueron contenidos muy pronto por los más viejos y sensatos. El
Consejo de los Sabios, al reconocer al visitante, le ofreció una
calabaza llena de savia fermentada de cierto árbol encantado que era
distinto a todos los demás, y que había nacido de una semilla
procedente de la luna. Y después de beber Carter ceremoniosamente,
se inició un extraño coloquio. Por desgracia, los zoogs no sabían
dónde se encontraba el pico de Kadath, ni podían decirle si la
inmensidad fría se hallaba en nuestro país de los sueños o en
otro. Se decía que los Grandes Dioses aparecen indistintamente en
cualquier parte, y sólo uno de los zoogs pudo informarle de que era
más frecuente verlos en los picos de las altas montañas que en los
valles, ya que en tales picos ejecutan sus danzas conmemorativas
cuando la luna brillaba sobre ellos y las nubes los aíslan de las
tierras bajas.
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