jueves, 20 de agosto de 2015

RELATO: "En busca de la ciudad del sol poniente", H.P. Lovecraft (1ª parte)





En busca de la ciudad del sol poniente


(1ª parte)

H.P. Lovecraft


Por tres veces soñó Randolph Carter la maravillosa ciudad, y por tres veces fue súbitamente arrebatado cuando se hallaba en una elevada terraza que la dominaba. Brillaba toda con los dorados fulgores del sol poniente: las murallas, los templos, las columnatas y los puentes de veteado mármol, las fuentes de tazas plateadas y prismáticos surtidores que adornaban las grandes plazas y los perfumados jardines, las amplias avenidas bordeadas de árboles delicados, de jarrones atestados de flores, y de estatuas de marfil dispuestas en filas resplandecientes. Por las laderas del norte ascendían filas y filas de rojos tejados y viejas buhardillas picudas, entre las que quedaban protegidos los pequeños callejones empedrados, invadidos por la yerba. Había una agitación divina, un clamor de trompetas celestiales y un fragor de inmortales címbalos. El misterio envolvía la ciudad como envuelven las nubes una fabulosa montaña inexplorada; y mientras Carter, con la respiración contenida, se hallaba recostado en la balaustrada de la terraza, se sintió invadido por la angustia y la nostalgia de unos recuerdos casi olvidados, por el dolor de las cosas perdidas y por la apremiante necesidad de localizar de nuevo el que algún día fuera trascendental y pavoroso lugar.
Sabía que, para él, aquel lugar debió de tener alguna vez un significado supremo; pero no podía recordar en qué época ni en qué encarnación lo había visitado, ni si había sido en sueños o en vigilia. Vislumbraba vagamente alguna fugaz reminiscencia de una primera juventud lejana y olvidada, en la que el gozo y la maravilla henchían el misterio de los días, y el anochecer y el amanecer se sucedían bajo un ritmo igualmente impaciente y profético de laúdes y canciones, abriendo las puertas ardientes de nuevas y sorprendentes maravillas. Pero cada noche en que se encontraba en esa elevada terraza de mármol, ornada de extraños jarrones y balaustres esculpidos, y contemplaba, bajo una apacible puesta de sol, la belleza sobrenatural de la ciudad, sentía el cautiverio en el que le tenían los dioses tiranos del sueño; de ningún modo podía dejar aquel elevadísimo lugar para bajar por la interminable escalinata de mármol hasta aquellas calles impregnadas de antiguos sortilegios que le fascinaban...
Cuando despertó por tercera vez sin haber descendido por aquellos peldaños, sin haber recorrido aquellas apacibles calles en el atardecer, suplicó larga y fervientemente a los ocultos dioses del sueño que meditan ceñudos sobre las nubes que envuelven la desconocida Kadath, ciudad de la inmensidad fría jamás hollada por el hombre. Pero los dioses no contestaron, ni se conmovieron, ni dieron ningún signo favorable cuando les imploró en sueños o cuando les ofreció sacrificios por medio de los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah, de luenga barba, cuyo templo subterráneo, en el cual se venera una columna de fuego, se encuentra no lejos de las puertas del mundo vigil. Parecía, al contrario, que sus súplicas habían sido escuchadas con hostilidad, ya que desde la primera invocación dejó radicalmente de contemplar la maravillosa ciudad, como si sus tres lejanas visiones le hubieran sido permitidas por casualidad o por inadvertencia, en contra de algún plan o deseo oculto de los dioses.
Finalmente, enfermo de tanto suspirar por las avenidas esplendorosas y por los callejones de la colina, ocultos entre aquellos tejados antiguos que ni en sueños ni despierto podía apartar de su espíritu, Carter decidió llegar hasta donde ningún otro ser humano había osado antes, y cruzar los tenebrosos desiertos helados donde la desconocida Kadath, cubierta de nubes y coronada de estrellas ignotas, guarda el nocturno y secreto castillo de ónice donde habitan los Grandes Dioses.
En uno de sus sueños ligeros, descendió los setenta peldaños que conducen a la caverna de fuego y habló de su proyecto a los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah de luenga barba. Y los sacerdotes, cubiertos con sus tiaras, movieron negativamente la cabeza, augurando que sería la muerte de su alma. Le dijeron que los Grandes Dioses habían manifestado ya sus deseos y que no les agradaría sentirse agobiados por súplicas insistentes. Le recordaron también que no sólo no había llegado jamás hombre alguno a Kadath, sino que nadie podía sospechar dónde se halla, si en los países del sueño que rodean nuestro mundo o en aquellas regiones que circundan alguna insospechada estrella próxima a Fomalhaut o a Aldebarán. Si estuviera en la región de nuestros sueños, no sería imposible llegar a ella. Pero desde el principio de los tiempos, sólo tres seres completamente humanos han cruzado los abismos impíos y tenebrosos del sueño; y de los tres, dos regresaron totalmente locos. En tales viajes había incalculables peligros imprevisibles, así como una tremenda amenaza final: el ser que aúlla abominablemente más allá de los límites del cosmos ordenado, allí donde ningún sueño puede llegar. Esta última entidad maligna y amorfa del caos inferior, que blasfema y babea en el centro de toda infinidad, no es sino el ilimitado Azathoth, el sultán de los demonios, cuyo nombre jamás se atrevieron labios humanos a pronunciar en voz alta, el que roe hambriento en inconcebibles cámaras oscuras, más allá de los tiempos, entre los fúnebres redobles de unos tambores de locura y el agudo, monótono gemido de unas flautas execrables, a cuyas percusiones y silbos danzan lentos y pesados los gigantescos Dioses Finales, ciegos, mudos, tenebrosos, estúpidos; y los Dioses Otros, cuyo espíritu y emisario es Nyarlathotep, el caos reptante.
De todas estas cosas advirtieron a Carter los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah en la caverna de fuego, pero él siguió decidido a partir en busca de la desconocida Kadath, que se alza perdida en la inmensidad fría y de sus dioses tenebrosos, para poder gozar de la visión, del recuerdo y del amparo de la maravillosa ciudad del sol poniente. Sabía que su viaje iba a ser extraño y largo, y que los Grandes Dioses se opondrían a ello; pero estando habituado a los sueños, contaba Carter con la ayuda de muchos recuerdos provechosos y estratagemas útiles. Así que, tras pedir a los sacerdotes su bendición solemne y maquinar con astucia su expedición, descendió audazmente los trescientos peldaños que conducen al Pórtico del Sueño Profundo y emprendió el camino a través del bosque encantado.
En las oquedades de ese bosque enmarañado, cuyos prodigiosos robles tantean y entrelazan sus ramas al aire, y cuyas umbrías relucen con la apagada fosforescencia de unos hongos extraños, habitan los furtivos y silenciosos zoogs. Estos seres conocen una infinidad de secretos de la región de los sueños, y algo también del mundo vigil, ya que el bosque linda con las tierras de los hombres por dos lugares, aunque sería desastroso decir cuáles. Ciertos rumores inexplicables, ciertos accidentes y desapariciones ocurren entre los hombres allí donde los zoogs tienen acceso, y por ello es una gran suerte que éstos no puedan alejarse demasiado de la región de los sueños. Sin embargo, los zoogs cruzan libremente la frontera más próxima de esta región y se deslizan, negros, menudos, invisibles, para poder contar relatos divertidos a su regreso y entretener con ellos las largas horas que pasan al amor del fuego, en el corazón de su adorado bosque. La mayoría vive en madrigueras, aunque algunos habitan en los troncos de los grandes árboles; y a pesar de que se alimentan principalmente de hongos, se dice que también les atrae la carne, tanto la física como la espiritual. Y, efectivamente, en el bosque han entrado muchos soñadores que luego no han vuelto a salir. Pero Carter no tenía miedo; era un soñador veterano que conocía el lenguaje chirriante de estos seres y había tratado muchas veces con ellos. Con la ayuda de los zoogs había descubierto la espléndida ciudad de Celephais, situada en Ooth-Nargai, más allá de los Montes Tanarios, donde reina durante la mitad del año el gran rey Kuranes, ser humano a quien él había conocido en la vida vigil bajo otro nombre. Kuranes era el único ser humano que había alcanzado los abismos estelares y regresado en su sano juicio.
Mientras recorría, pues, los angostos corredores fosforescentes que quedan entre los troncos gigantescos de ese bosque iba Carter emitiendo ciertos sonidos chirriantes, a la manera de los zoogs, y callando de cuando en cuando en espera de respuesta. Recordaba que había un poblado de zoogs en el centro del bosque, en una zona en que abundaban grandes rocas musgosas y donde, según se contaba, habían vivido anteriormente seres aún más terribles, ya olvidados afortunadamente, después de tanto tiempo. Así que se dirigió hacia ese lugar. Reconocía el camino por los hongos grotescos; que cada vez parecían más voluminosos y mejor alimentados, a medida que se iba aproximando al terrible círculo de piedras en cuyo centro habían danzado y habían celebrado sus sacrificios los innominados seres anteriores. Finalmente, el enorme resplandor de aquellos hongos hinchados reveló una siniestra inmensidad verdosa y gris que ascendía hasta la bóveda espesa de la selva. Estaba muy cerca del anillo de piedras, y por ello supo Carter que el poblado de los zoogs debía hallarse a poca distancia. Renovó sus llamadas en el lenguaje chirriante y esperó pacientemente; por fin vio recompensados sus esfuerzos al darse cuenta de que le vigilaba una multitud de ojos. Eran los zoogs, cuyos ojos espectrales destacan en la oscuridad mucho antes de que puedan distinguirse sus siluetas oscuras, desmedradas y escurridizas.
Salieron en enjambre de sus madrigueras y de los árboles huecos, y eran tan numerosos que invadieron todo el espacio iluminado. Los más fieros le rozaron desagradablemente, y uno de ellos llegó a darle un repulsivo mordisco en una oreja; pero estos seres desordenados e irrespetuosos fueron contenidos muy pronto por los más viejos y sensatos. El Consejo de los Sabios, al reconocer al visitante, le ofreció una calabaza llena de savia fermentada de cierto árbol encantado que era distinto a todos los demás, y que había nacido de una semilla procedente de la luna. Y después de beber Carter ceremoniosamente, se inició un extraño coloquio. Por desgracia, los zoogs no sabían dónde se encontraba el pico de Kadath, ni podían decirle si la inmensidad fría se hallaba en nuestro país de los sueños o en otro. Se decía que los Grandes Dioses aparecen indistintamente en cualquier parte, y sólo uno de los zoogs pudo informarle de que era más frecuente verlos en los picos de las altas montañas que en los valles, ya que en tales picos ejecutan sus danzas conmemorativas cuando la luna brillaba sobre ellos y las nubes los aíslan de las tierras bajas.


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