viernes, 21 de agosto de 2015

RELATO: "El morador de las tinieblas", August Derleth (1ª parte)


Ilustración de Stephen E. Fabian





El morador de las tinieblas



(1ª parte)


August Derleth



1

HASTA hace muy poco tiempo, si un viajero que recorriera la parte norte de Wisconsin tomara por el camino de la izquierda en la bifurcación del Brule River y el Chequamegon, en dirección hacia Pashepaho, se encontraría en una región tan primitiva que le parecería hallarse por entero divorciado de todo contacto humano. De seguir marchando por el poco transitado sendero, llegaría con el tiempo a pasar frente a algunas cabañas semiderruídas y ya casi cubiertas por la vegetación. No es una región desolada, sino más bien un área muy boscosa, y sobre toda ella parece cernirse un aura intangible y siniestra, una especie de ominosa opresión del espíritu que se manifiesta aun al observador mas casual, pues el camino que ha tomado se torna cada vez más difícil, y se borra finalmente a escasos metros de una desierta cabaña construida sobre el borde de un lago de aguas claras, alrededor del cual se elevan árboles milenarios.

Esa selva que rodea la cabaña abandonada del lago Rick tenía ya una reputación curiosa mucho antes de que yo la conociera. Se corrían extraños rumores acerca de algo que residía en lo más profundo de la oscuridad selvática, algo medio animal, medio hombre, mencionado con temor por los nativos que habitan en los linderos de esa región. Los bosques tenían una reputación maligna, y ya, antes de comenzar el siglo veinte, eran representativos de peligros que ni los más intrépidos aventureros se atrevían a enfrentar.

Las primeras insinuaciones se encontraron en los escritos de un misionero que cruzó los bosques para ir en ayuda de una tribu de indios que moría de inanición en el puesto de la Bahía Chequamegon. Este misionero, un tal padre Piregard, desapareció; pero los indios entregaron a las autoridades sus efectos personales: una sandalia, su rosario y un libro de plegarias en el que escribiera ciertas palabras curiosas que se conservaron cuidadosamente: “Tengo la convicción de que una criatura me sigue. Al principio creí que era un oso; pero ahora me parece que se trata de algo mucho más monstruoso que cualquier bestia terrestre. Ya cae la oscuridad y creo que estoy un poco afiebrado, pues oigo una música extraña y otros curiosos sonidos que no pueden proceder de orígenes naturales. Me asalta también la impresión de oír fuertes pasos que hacen temblar la tierra y he visto a veces una enorme huella que cambia de forma constantemente...”

La segunda noticia que se tiene respecto a lo extraño de esa región es el relato de un empresario maderero que envió a sus hombres para que cortaran algunos de los árboles del bosque. Sus obreros no retornaron más a su punto de partida; pero sus cadáveres fueron encontrados varios días más tarde en diversos puntos de los bosques adyacentes. Desde esa época, ninguna mano tocó los árboles, excepto uno o dos individuos que edificaron sus casas allí y se mudaron a la región.

Todos ellos volvieron a salir al poco tiempo, diciendo poco, pero insinuando mucho. Empero, la naturaleza de sus insinuaciones era tal que muy pronto se vieron obligados a no dar explicaciones. Sólo uno de ellos desapareció sin que se volvieran a encontrar rastros de él. Los otros regresaron de la selva y, con el transcurso del tiempo, se perdieron entre los habitantes de los Estados Unidos.., todos menos un mestizo conocido con el nombre de Viejo Peter, quien estaba obsesionado por la idea de que había depósitos minerales en las cercanías del bosque, y ocasionalmente acampaba en sus linderos, cuidándose mucho de no aventurarse en sus profundidades.

Era inevitable que las leyendas del lago Rick llegaran finalmente a oídos del profesor Upton Gardner de la Universidad del Estado, quien se ocupaba de estudiar las leyendas de todas las regiones. Posiblemente el profesor no hubiera hecho más que tomar nota de ellas de no haber sido por los informes curiosos que se publicaran al respecto en aquella época.

Los dos informes aparecieron en los diarios de Wisconsin con una diferencia de una semana entre sí. El primero era la noticia de que un aviador había visto a un ser extraño y enorme que salió del lago Rick durante la noche y se internó en el bosque. El piloto estaba volando bajo en esos momentos y lo vio claramente a la luz de la luna, aunque después fue incapaz de dar detalles respecto a su descubrimiento. La segunda historia era el fantástico relato del descubrimiento del cadáver del padre Piregard, bien conservado, dentro del tronco hueco de un árbol que se elevaba cerca del Brule River. Al principio se creyó que era un miembro de la expedición Marquette-Joliet, pero muy pronto se le identificó por su verdadera identidad. Se agregaba un comunicado muy frío del presidente de la Sociedad Histórica del Estado, en el cual tachaba de falso a ese descubrimiento.

El Profesor Gardner supo entonces que un viejo amigo suyo era el dueño de una cabaña abandonada y de gran parte de las costas del lago Rick.

La secuela de acontecimientos fue entonces inevitable. El profesor relacionó de inmediato las dos noticias de los diarios con las leyendas del lago. Tal vez no le hubiera convencido esto de no haber sido por algo aun más extraordinario que le hizo pedir permiso de inmediato al dueño de la cabaña para habitar en ella por algún tiempo. Lo que le obligó a actuar en forma tan apresurada, fue un llamado que recibió del director del museo del estado a fin de que fuera a visitarle una noche y observara un nuevo ejemplar que acababa de recibir. El profesor fue allí en compañía de Laird Dorgan, y fue Laird quien me vino a ver.

Pero eso ocurrió después de la desaparición del profesor Gardner.

Laird fue a mi cuarto del club una noche de octubre; sus ojos azules estaban nublados, sus labios apretados y su ceño fruncido. Le preocupaba la desaparición del profesor, de quien no recibía noticias desde hacía un mes. Me lo explicó en pocas palabras, agregando:

—Jack, tengo que ir allí y ver qué se puede hacer.

—Hombre, si el sheriff y su gente no descubrieron nada, ¿qué puedes hacer tú? —pregunté.

—En primer lugar, yo sé más que ellos.

—Si es así, ¿por qué no se lo dijiste?

—Porque se trata de algo que no creerían.

—¿Leyendas?

—No.

Me miraba pensativamente, como preguntándose si podría confiar en mí.

—Si voy allí —agregó—; ¿crees que podrías acompañarme?

—Supongo que se podría arreglar.

—Bien.

Tomo asiento y se cubrió el rostro con las manos, estremeciéndose. Por un momento me alarmó su actitud; pero casi en seguida pareció recobrarse; se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo.

—¿Conoces las leyendas respecto al Lago Rick, Jack? —me preguntó.

Le contesté que conocía todo lo que se había publicado al respecto.

—¿Y esas noticias de los diarios que yo te mencioné?

También las recordaba.

—La que se refería al Padre Piregard —comenzó, deteniéndose de pronto. Pero luego, lanzando un suspiro, continuó—: Te diré una cosa: Gardner y yo fuimos al museo una noche de la primavera pasada.

—Sí, yo estaba en el este en aquellos días.

—Es claro. Bien, fuimos allí. El director tenía algo para mostrarnos. ¿Qué crees que podría ser?

—No tengo la menor idea. ¿Qué era?

—¡Ese cadáver encontrado en el árbol!

—¡No!

—Nos dio una sorpresa monumental. Allí estaba, con el tronco de árbol y todo, tal como lo hallaran. Lo embarcaron para que lo exhibiera el museo. Pero nunca se exhibió, claro está, y por una razón de peso. Cuando Gardner lo vio, creyó que estaba modelado en cera; pero no fue así.

—¿Quieres decir que se trataba del verdadero cadáver?

Laird asintió.

—Ya sé que resulta increíble.

—No es posible.

—Bien, sí, supongo que es imposible; pero allí lo teníamos ante nuestros ojos. Por eso es que no se exhibió nunca. Lo sacaron del árbol y lo enterraron.

—No comprendo.

—Te explicaré. Cuando llegó tenía todo el aspecto de estar completamente bien conservado, como por medio de algún proceso de embalsamamiento. No era así; estaba helado, y comenzó a calentarse esa noche. Notamos en él ciertas cosas que indicaban que el Padre Piregard no murió hace tres siglos, como lo dice la historia. El cuerpo empezó a descomponerse, aunque no se convirtió en polvo, como era de esperar. Gardner calculó que habría muerto cinco años atrás. ¿Dónde estuvo todo ese tiempo?

Guardé silencio. No sabía qué decir.

—No me crees —exclamó él.

—No he dicho tal cosa.

—Lo presiento.

—No. Es difícil de aceptar. Digamos que creo en tu sinceridad.

—Con eso eres bastante justo —manifestó muy serio—. ¿Crees en mí lo suficiente como para acompañarme a esa cabaña y averiguar lo que ocurrió allí?

—Sí.

—Pero me parece conveniente que primero leas estos fragmentos de las cartas de Gardner.

Las colocó sobre mi escritorio. Las había copiado en una sola hoja de papel; y cuando la tomé, me explicó que eran las cartas que le escribiera Gardner desde la cabaña. Comencé a leer.

Imposible negar que se cierne un aura maligna sobre la cabaña, el lago y el bosque. Tal vez sea algo más, Laird; pero no puedo explicarlo, pues mi fuerte es la arqueología y no la ficción. Creo que se necesitaría tener mucha imaginación para hacer justicia a esto que siento... Sí, hay momentos en que tengo la clara impresión de alguien o algo me observa desde la selva o el lago, cosa que me inquieta sobremanera. El otro día conseguí hablar con el viejo Peter, el mestizo. Estaba algo ebrio; pero cuando le mencioné la cabaña y la selva, se encerró en sí mismo como si fuese una ostra. Pero algo dijo: afirmó que lo que me vigilaba era el Wendigo. Usted ya conoce esa leyenda, que pertenece a la región francocanadiense.

Ésa era la primera carta, escrita una semana después de que Gardner llegara a la cabaña abandonada del lago Rick. La segunda había sido enviada por correo especial.

Hágame el favor de averiguar en la Miskatonic University de Arkham, en Massachusetts, si tiene alguna copia fotostática del libro conocido como el Necronomicón, escrito por un autor árabe que se firma Abdul Alhazred. Pregunte también por los Manuscritos Pnakóticos y el Libro de Eibon, y vea si es posible adquirir en alguna de las librerías locales un ejemplar de El Extraño y Otros, por H. P. Lovecraft, publicado por Arkham House el año pasado. Creo que esos libros pueden ayudarme a determinar qué es lo que habita en este lugar. Pues hay algo; no cometa un error; estoy, convencido, y le aseguro que ha vivido aquí no durante años, sino durante siglos...; quizá desde antes de que apareciera el hombre sobre la tierra. Ya se imaginará usted entonces que tal vez estemos a punto de hacer importantes descubrimientos.

Por sorprendente que fuera esta carta, la tercera y última resultaba aun más extraordinaria. La separaba de las otras un intervalo de una quincena, y era aparente que algo amenazaba la calma del profesor Gardner, pues en su tercera misiva se adivinaba una gran turbación.

Todo es maligno aquí... No sé si se trata de la Cabra Negra con los Mil Hijos, o del Ser Sin Cara, o algo más que marcha sobre el viento. Por amor de Dios..., ¡esos malditos fragmentos! ¡Algo en el lago también, y durante la noche los sonidos! Tranquilo un instante, y de pronto resuenan esas espantosas flautas, ese ulular fantástico. No es un pájaro ni otro animal; sólo se oyen esos horribles sonidos, ¡y las voces!... ¿O sera solo un sueño? ¿Es mi propia voz la que oigo en la oscuridad?...

Me sentí extraordinariamente inquieto al leer las cartas. Comprendí por ellas que estábamos en el comienzo de una peligrosa aventura, y que tal vez no regresáramos a contarla.

—¿Qué dices? —preguntó Laird con impaciencia.

—Te acompaño.

—¡Espléndido! Todo está listo. Hasta he comprado un dictáfono y las baterías necesarias para hacerlo funcionar. He convenido con el sheriff del condado de Pashepaho para que coloque las notas de Gardner en la cabaña y deje todo como estaba.

—¡Un dictáfono! —exclamé—. ¿Para qué?

—Para esos sonidos de que habla él. Eso se puede determinar de una vez por todas. Si en realidad existen, el dictáfono los recogerá; si no son más que producto de la imaginación, no. —Hizo una pausa, mirándome gravemente—. ¿Sabes, que tal vez no salgamos con vida de la aventura?

—Lo sé.

No lo dije, porque comprendí que también Laird sabía que íbamos como un par de enanos a enfrentarnos con un adversario gigantesco, invisible y desconocido; el que no tenía nombre y estaba envuelto en las nieblas de las leyendas y el temor; un habitante no solo de la oscuridad de la selva, sino de aquella otra oscuridad más profunda que la mente del hombre ha tratado de explorar desde el amanecer de la raza humana.


2

El sheriff Cowan se hallaba en la cabaña cuando llegamos. Le acompañaba el viejo Peter. El sheriff era un individuo alto y saturnino, que hablaba con marcado acento del oeste. El mestizo era un hombre de piel morena y bastante astroso; hablaba poco, y de tanto en tanto reía como si le hubieran dicho una broma.

—Traje el expreso que llegó para el profesor hace mucho —dijo el sheriff—. También hay un paquete. No creía que valía la pena devolverlos. De modo que los traje junto con las llaves. No creo que ustedes consigan nada. Mi gente y yo recorrimos todo el bosque sin ver nada en absoluto.

—No le dices todo —intervino el mestizo, sonriendo.

—No hay más que decir.

—¿Y esa inscripción?

El sheriff se encogió de hombros.

—¡Maldición, Peter; eso no tiene nada que ver con la desaparición del profesor!

—Él lo copió en un papel, ¿no es cierto?

Así acorralado, el sheriff nos confió que dos de sus hombres encontraron una enorme losa de roca en el centro del bosque; estaba cubierta de musgo y vegetación, pero se veía en ella un extraño dibujo, tan viejo como la selva, y probablemente obra de los indios primitivos que habitaron en otro tiempo el norte de Wisconsin.

El viejo Petar le interrumpió con disgusto:

—No era un dibujo indio.

El sheriff prosiguió sin prestarle atención. El dibujo representaba a una especie de criatura rara, pero no se podía adivinar qué era; no era un hombre, pero, por otro lado, no parecía tampoco ser un bestia. Además, el desconocido artista había olvidado dibujarle el rostro.

—Y al lado tenía dos cosas —dijo el mestizo.

—No le presten atención —gruñó el sheriff.

—¿Qué dos cosas? —preguntó Laird.

—Cosas —replicó el mestizo, riendo—. No hay otra forma de expresarlo; no eran humanas ni animales, sólo cosas.

Cowan se mostró irritado, tomándose algo brusco. Ordenó al mestizo que callara y dijo luego que si le necesitábamos estaría en su oficina de Pashepaho. No explicó cómo podríamos comunicarnos con él, ya que no existía línea telefónica en la cabaña. Antes de retirarse, se volvió y nos dijo:

—Aunque no doy ninguna importancia a los rumores estúpidos que se corren, les advierto que el clima no ha sido saludable para los que han venido por aquí.

—El mestizo sabe o sospecha algo —dijo Laird, cuando estuvimos solos—. Tendremos que comunicarnos con él cuando el sheriff no esté cerca.

—¿No escribió Gardner que era hombre de pocas palabras cuando se le exigían detalles?

—Sí; pero indicó la forma de hacerlo hablar: la bebida.

De inmediato arreglamos todo para pasar unos días en la cabaña, almacenando las provisiones e instalando el dictáfono. Laird había llevado dos docenas de cilindros para el aparato, de manera que nos bastaban para todo el tiempo, ya que no pensábamos usarlo más que cuando durmiéramos, y esto no sería muy a menudo, pues teníamos convenido montar la guardia por turnos. Recién cuando terminamos de instalarnos, prestamos atención a lo que nos dijera el sheriff, y, mientras tanto, tuvimos oportunidad de notar la extraña atmósfera de los alrededores.

Pues no era imaginación que existía un aura extraña en la cabaña y las cercanías. No se trataba solamente de la quietud casi siniestra, ni de los altos pinos que nos rodeaban por todas partes, sino de algo más que eso: un aire de expectación casi amenazador, como si algo acechara en los alrededores.

Al fin nos dedicamos a examinar lo que dejara el profesor Gardner sobre el escritorio. Los paquetes expresos contenían, tal como lo esperábamos, un ejemplar de El Extraño y Otros, por H.P. Lovecraft, y los otros textos que mandara pedir. Pero no fueron estos volúmenes (que en su mayor parte nos resultaron casi ininteligibles) los que llamaron de inmediato nuestra atención, sino las notas fragmentarias dejadas por Gardner.

Estaba bien claro que no tuvo tiempo más que para ir anotando las preguntas y pensamientos que se le ocurrieron.




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