El morador de las tinieblas
(1ª parte)
August Derleth
1
HASTA hace muy poco tiempo, si un viajero que recorriera la parte norte de Wisconsin tomara por el camino de la izquierda en la bifurcación del Brule River y el Chequamegon, en dirección hacia Pashepaho, se encontraría en una región tan primitiva que le parecería hallarse por entero divorciado de todo contacto humano. De seguir marchando por el poco transitado sendero, llegaría con el tiempo a pasar frente a algunas cabañas semiderruídas y ya casi cubiertas por la vegetación. No es una región desolada, sino más bien un área muy boscosa, y sobre toda ella parece cernirse un aura intangible y siniestra, una especie de ominosa opresión del espíritu que se manifiesta aun al observador mas casual, pues el camino que ha tomado se torna cada vez más difícil, y se borra finalmente a escasos metros de una desierta cabaña construida sobre el borde de un lago de aguas claras, alrededor del cual se elevan árboles milenarios.
Esa selva que rodea la cabaña abandonada del lago Rick tenía ya una reputación curiosa mucho antes de que yo la conociera. Se corrían extraños rumores acerca de algo que residía en lo más profundo de la oscuridad selvática, algo medio animal, medio hombre, mencionado con temor por los nativos que habitan en los linderos de esa región. Los bosques tenían una reputación maligna, y ya, antes de comenzar el siglo veinte, eran representativos de peligros que ni los más intrépidos aventureros se atrevían a enfrentar.
HASTA hace muy poco tiempo, si un viajero que recorriera la parte norte de Wisconsin tomara por el camino de la izquierda en la bifurcación del Brule River y el Chequamegon, en dirección hacia Pashepaho, se encontraría en una región tan primitiva que le parecería hallarse por entero divorciado de todo contacto humano. De seguir marchando por el poco transitado sendero, llegaría con el tiempo a pasar frente a algunas cabañas semiderruídas y ya casi cubiertas por la vegetación. No es una región desolada, sino más bien un área muy boscosa, y sobre toda ella parece cernirse un aura intangible y siniestra, una especie de ominosa opresión del espíritu que se manifiesta aun al observador mas casual, pues el camino que ha tomado se torna cada vez más difícil, y se borra finalmente a escasos metros de una desierta cabaña construida sobre el borde de un lago de aguas claras, alrededor del cual se elevan árboles milenarios.
Esa selva que rodea la cabaña abandonada del lago Rick tenía ya una reputación curiosa mucho antes de que yo la conociera. Se corrían extraños rumores acerca de algo que residía en lo más profundo de la oscuridad selvática, algo medio animal, medio hombre, mencionado con temor por los nativos que habitan en los linderos de esa región. Los bosques tenían una reputación maligna, y ya, antes de comenzar el siglo veinte, eran representativos de peligros que ni los más intrépidos aventureros se atrevían a enfrentar.
Las
primeras insinuaciones se encontraron en los escritos de un misionero
que cruzó los bosques para ir en ayuda de una tribu de indios que
moría de inanición en el puesto de la Bahía Chequamegon. Este
misionero, un tal padre Piregard, desapareció; pero los indios
entregaron a las autoridades sus efectos personales: una sandalia, su
rosario y un libro de plegarias en el que escribiera ciertas palabras
curiosas que se conservaron cuidadosamente: “Tengo la convicción
de que una criatura me sigue. Al principio creí que era un oso; pero
ahora me parece que se trata de algo mucho más monstruoso que
cualquier bestia terrestre. Ya cae la oscuridad y creo que estoy un
poco afiebrado, pues oigo una música extraña y otros curiosos
sonidos que no pueden proceder de orígenes naturales. Me asalta
también la impresión de oír fuertes pasos que hacen temblar la
tierra y he visto a veces una enorme huella que cambia de forma
constantemente...”
La
segunda noticia que se tiene respecto a lo extraño de esa región es
el relato de un empresario maderero que envió a sus hombres para que
cortaran algunos de los árboles del bosque. Sus obreros no retornaron
más a su punto de partida; pero sus cadáveres fueron encontrados
varios días más tarde en diversos puntos de los bosques adyacentes.
Desde esa época, ninguna mano tocó los árboles, excepto uno o dos
individuos que edificaron sus casas allí y se mudaron a la región.
Todos
ellos volvieron a salir al poco tiempo, diciendo poco, pero
insinuando mucho. Empero, la naturaleza de sus insinuaciones era tal
que muy pronto se vieron obligados a no dar explicaciones. Sólo uno
de ellos desapareció sin que se volvieran a encontrar rastros de él.
Los otros regresaron de la selva y, con el transcurso del tiempo, se
perdieron entre los habitantes de los Estados Unidos.., todos menos
un mestizo conocido con el nombre de Viejo Peter, quien estaba
obsesionado por la idea de que había depósitos minerales en las
cercanías del bosque, y ocasionalmente acampaba en sus linderos,
cuidándose mucho de no aventurarse en sus profundidades.
Era
inevitable que las leyendas del lago Rick llegaran finalmente a oídos
del profesor Upton Gardner de la Universidad del Estado, quien se
ocupaba de estudiar las leyendas de todas las regiones. Posiblemente
el profesor no hubiera hecho más que tomar nota de ellas de no haber
sido por los informes curiosos que se publicaran al respecto en
aquella época.
Los
dos informes aparecieron en los diarios de Wisconsin con una
diferencia de una semana entre sí. El primero era la noticia de que
un aviador había visto a un ser extraño y enorme que salió del
lago Rick durante la noche y se internó en el bosque. El piloto
estaba volando bajo en esos momentos y lo vio claramente a la luz de
la luna, aunque después fue incapaz de dar detalles respecto a su
descubrimiento. La segunda historia era el fantástico relato del
descubrimiento del cadáver del padre Piregard, bien conservado,
dentro del tronco hueco de un árbol que se elevaba cerca del Brule
River. Al principio se creyó que era un miembro de la expedición
Marquette-Joliet, pero muy pronto se le identificó por su verdadera
identidad. Se agregaba un comunicado muy frío del presidente de la
Sociedad Histórica del Estado, en el cual tachaba de falso a ese
descubrimiento.
El
Profesor Gardner supo entonces que un viejo amigo suyo era el dueño
de una cabaña abandonada y de gran parte de las costas del lago
Rick.
La
secuela de acontecimientos fue entonces inevitable. El profesor
relacionó de inmediato las dos noticias de los diarios con las
leyendas del lago. Tal vez no le hubiera convencido esto de no haber
sido por algo aun más extraordinario que le hizo pedir permiso de
inmediato al dueño de la cabaña para habitar en ella por algún
tiempo. Lo que le obligó a actuar en forma tan apresurada, fue un
llamado que recibió del director del museo del estado a fin de que
fuera a visitarle una noche y observara un nuevo ejemplar que acababa
de recibir. El profesor fue allí en compañía de Laird Dorgan, y
fue Laird quien me vino a ver.
Pero
eso ocurrió después de la desaparición del profesor Gardner.
Laird
fue a mi cuarto del club una noche de octubre; sus ojos azules
estaban nublados, sus labios apretados y su ceño fruncido. Le
preocupaba la desaparición del profesor, de quien no recibía
noticias desde hacía un mes. Me lo explicó en pocas palabras,
agregando:
—Jack,
tengo que ir allí y ver qué se puede hacer.
—Hombre,
si el sheriff y su gente no descubrieron nada, ¿qué puedes hacer
tú? —pregunté.
—En
primer lugar, yo sé más que ellos.
—Si
es así, ¿por qué no se lo dijiste?
—Porque
se trata de algo que no creerían.
—¿Leyendas?
—No.
Me
miraba pensativamente, como preguntándose si podría confiar en mí.
—Si
voy allí —agregó—; ¿crees que podrías acompañarme?
—Supongo
que se podría arreglar.
—Bien.
Tomo
asiento y se cubrió el rostro con las manos, estremeciéndose. Por
un momento me alarmó su actitud; pero casi en seguida pareció
recobrarse; se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo.
—¿Conoces
las leyendas respecto al Lago Rick, Jack? —me preguntó.
Le
contesté que conocía todo lo que se había publicado al respecto.
—¿Y
esas noticias de los diarios que yo te mencioné?
También
las recordaba.
—La
que se refería al Padre Piregard —comenzó, deteniéndose de
pronto. Pero luego, lanzando un suspiro, continuó—: Te diré una
cosa: Gardner y yo fuimos al museo una noche de la primavera pasada.
—Sí,
yo estaba en el este en aquellos días.
—Es
claro. Bien, fuimos allí. El director tenía algo para mostrarnos.
¿Qué crees que podría ser?
—No
tengo la menor idea. ¿Qué era?
—¡Ese
cadáver encontrado en el árbol!
—¡No!
—Nos
dio una sorpresa monumental. Allí estaba, con el tronco de árbol y
todo, tal como lo hallaran. Lo embarcaron para que lo exhibiera el
museo. Pero nunca se exhibió, claro está, y por una razón de peso.
Cuando Gardner lo vio, creyó que estaba modelado en cera; pero no
fue así.
—¿Quieres
decir que se trataba del verdadero cadáver?
Laird
asintió.
—Ya
sé que resulta increíble.
—No
es posible.
—Bien,
sí, supongo que es imposible; pero allí lo teníamos ante nuestros
ojos. Por eso es que no se exhibió nunca. Lo sacaron del árbol y lo
enterraron.
—No
comprendo.
—Te
explicaré. Cuando llegó tenía todo el aspecto de estar
completamente bien conservado, como por medio de algún proceso de
embalsamamiento. No era así; estaba helado, y comenzó a calentarse
esa noche. Notamos en él ciertas cosas que indicaban que el Padre
Piregard no murió hace tres siglos, como lo dice la historia. El
cuerpo empezó a descomponerse, aunque no se convirtió en polvo,
como era de esperar. Gardner calculó que habría muerto cinco años
atrás. ¿Dónde estuvo todo ese tiempo?
Guardé
silencio. No sabía qué decir.
—No
me crees —exclamó él.
—No
he dicho tal cosa.
—Lo
presiento.
—No.
Es difícil de aceptar. Digamos que creo en tu sinceridad.
—Con
eso eres bastante justo —manifestó muy serio—. ¿Crees en mí lo
suficiente como para acompañarme a esa cabaña y averiguar lo que
ocurrió allí?
—Sí.
—Pero
me parece conveniente que primero leas estos fragmentos de las cartas
de Gardner.
Las
colocó sobre mi escritorio. Las había copiado en una sola hoja de
papel; y cuando la tomé, me explicó que eran las cartas que le
escribiera Gardner desde la cabaña. Comencé a leer.
Imposible
negar que se cierne un aura maligna sobre la cabaña, el lago y el
bosque. Tal vez sea algo más, Laird; pero no puedo explicarlo, pues
mi fuerte es la arqueología y no la ficción. Creo que se
necesitaría tener mucha imaginación para hacer justicia a esto que
siento... Sí, hay momentos en que tengo la clara impresión de
alguien o algo me observa desde la selva o el lago, cosa que me
inquieta sobremanera. El otro día conseguí hablar con el viejo
Peter, el mestizo. Estaba algo ebrio; pero cuando le mencioné la
cabaña y la selva, se encerró en sí mismo como si fuese una ostra.
Pero algo dijo: afirmó que lo que me vigilaba era el Wendigo. Usted
ya conoce esa leyenda, que pertenece a la región francocanadiense.
Ésa
era la primera carta, escrita una semana después de que Gardner
llegara a la cabaña abandonada del lago Rick. La segunda había sido
enviada por correo especial.
Hágame
el favor de averiguar en la Miskatonic University de Arkham, en
Massachusetts, si tiene alguna copia fotostática del libro conocido
como el Necronomicón, escrito por un autor árabe que se firma Abdul
Alhazred. Pregunte también por los Manuscritos Pnakóticos y el
Libro de Eibon, y vea si es posible adquirir en alguna de las
librerías locales un ejemplar de El Extraño y Otros, por H. P.
Lovecraft, publicado por Arkham House el año pasado. Creo que esos
libros pueden ayudarme a determinar qué es lo que habita en este
lugar. Pues hay algo; no cometa un error; estoy, convencido, y le
aseguro que ha vivido aquí no durante años, sino durante siglos...;
quizá desde antes de que apareciera el hombre sobre la tierra. Ya se
imaginará usted entonces que tal vez estemos a punto de hacer
importantes descubrimientos.
Por
sorprendente que fuera esta carta, la tercera y última resultaba aun
más extraordinaria. La separaba de las otras un intervalo de una
quincena, y era aparente que algo amenazaba la calma del profesor
Gardner, pues en su tercera misiva se adivinaba una gran turbación.
Todo
es maligno aquí... No sé si se trata de la Cabra Negra con los Mil
Hijos, o del Ser Sin Cara, o algo más que marcha sobre el viento.
Por amor de Dios..., ¡esos malditos fragmentos! ¡Algo en el lago
también, y durante la noche los sonidos! Tranquilo un instante, y de
pronto resuenan esas espantosas flautas, ese ulular fantástico. No
es un pájaro ni otro animal; sólo se oyen esos horribles sonidos,
¡y las voces!... ¿O sera solo un sueño? ¿Es mi propia voz la que
oigo en la oscuridad?...
Me
sentí extraordinariamente inquieto al leer las cartas. Comprendí
por ellas que estábamos en el comienzo de una peligrosa aventura, y
que tal vez no regresáramos a contarla.
—¿Qué
dices? —preguntó Laird con impaciencia.
—Te
acompaño.
—¡Espléndido!
Todo está listo. Hasta he comprado un dictáfono y las baterías
necesarias para hacerlo funcionar. He convenido con el sheriff del
condado de Pashepaho para que coloque las notas de Gardner en la
cabaña y deje todo como estaba.
—¡Un
dictáfono! —exclamé—. ¿Para qué?
—Para
esos sonidos de que habla él. Eso se puede determinar de una vez por
todas. Si en realidad existen, el dictáfono los recogerá; si no son
más que producto de la imaginación, no. —Hizo una pausa,
mirándome gravemente—. ¿Sabes, que tal vez no salgamos con vida
de la aventura?
—Lo
sé.
No
lo dije, porque comprendí que también Laird sabía que íbamos como
un par de enanos a enfrentarnos con un adversario gigantesco,
invisible y desconocido; el que no tenía nombre y estaba envuelto en
las nieblas de las leyendas y el temor; un habitante no solo de la
oscuridad de la selva, sino de aquella otra oscuridad más profunda
que la mente del hombre ha tratado de explorar desde el amanecer de
la raza humana.
2
El
sheriff Cowan se hallaba en la cabaña cuando llegamos. Le acompañaba
el viejo Peter. El sheriff era un individuo alto y saturnino, que
hablaba con marcado acento del oeste. El mestizo era un hombre de
piel morena y bastante astroso; hablaba poco, y de tanto en tanto
reía como si le hubieran dicho una broma.
—Traje
el expreso que llegó para el profesor hace mucho —dijo el
sheriff—. También hay un paquete. No creía que valía la pena
devolverlos. De modo que los traje junto con las llaves. No creo que
ustedes consigan nada. Mi gente y yo recorrimos todo el bosque sin
ver nada en absoluto.
—No
le dices todo —intervino el mestizo, sonriendo.
—No
hay más que decir.
—¿Y
esa inscripción?
El
sheriff se encogió de hombros.
—¡Maldición,
Peter; eso no tiene nada que ver con la desaparición del profesor!
—Él
lo copió en un papel, ¿no es cierto?
Así
acorralado, el sheriff nos confió que dos de sus hombres encontraron
una enorme losa de roca en el centro del bosque; estaba cubierta de
musgo y vegetación, pero se veía en ella un extraño dibujo, tan
viejo como la selva, y probablemente obra de los indios primitivos
que habitaron en otro tiempo el norte de Wisconsin.
El
viejo Petar le interrumpió con disgusto:
—No
era un dibujo indio.
El
sheriff prosiguió sin prestarle atención. El dibujo representaba a
una especie de criatura rara, pero no se podía adivinar qué era; no
era un hombre, pero, por otro lado, no parecía tampoco ser un
bestia. Además, el desconocido artista había olvidado dibujarle el
rostro.
—Y
al lado tenía dos cosas —dijo el mestizo.
—No
le presten atención —gruñó el sheriff.
—¿Qué
dos cosas? —preguntó Laird.
—Cosas
—replicó el mestizo, riendo—. No hay otra forma de expresarlo;
no eran humanas ni animales, sólo cosas.
Cowan
se mostró irritado, tomándose algo brusco. Ordenó al mestizo que
callara y dijo luego que si le necesitábamos estaría en su oficina
de Pashepaho. No explicó cómo podríamos comunicarnos con él, ya
que no existía línea telefónica en la cabaña. Antes de retirarse,
se volvió y nos dijo:
—Aunque
no doy ninguna importancia a los rumores estúpidos que se corren,
les advierto que el clima no ha sido saludable para los que han
venido por aquí.
—El
mestizo sabe o sospecha algo —dijo Laird, cuando estuvimos solos—.
Tendremos que comunicarnos con él cuando el sheriff no esté cerca.
—¿No
escribió Gardner que era hombre de pocas palabras cuando se le
exigían detalles?
—Sí;
pero indicó la forma de hacerlo hablar: la bebida.
De
inmediato arreglamos todo para pasar unos días en la cabaña,
almacenando las provisiones e instalando el dictáfono. Laird había
llevado dos docenas de cilindros para el aparato, de manera que nos
bastaban para todo el tiempo, ya que no pensábamos usarlo más que
cuando durmiéramos, y esto no sería muy a menudo, pues teníamos
convenido montar la guardia por turnos. Recién cuando terminamos de
instalarnos, prestamos atención a lo que nos dijera el sheriff, y,
mientras tanto, tuvimos oportunidad de notar la extraña atmósfera
de los alrededores.
Pues
no era imaginación que existía un aura extraña en la cabaña y las
cercanías. No se trataba solamente de la quietud casi siniestra, ni
de los altos pinos que nos rodeaban por todas partes, sino de algo
más que eso: un aire de expectación casi amenazador, como si algo
acechara en los alrededores.
Al
fin nos dedicamos a examinar lo que dejara el profesor Gardner sobre
el escritorio. Los paquetes expresos contenían, tal como lo
esperábamos, un ejemplar de El Extraño y Otros, por H.P. Lovecraft,
y los otros textos que mandara pedir. Pero no fueron estos volúmenes
(que en su mayor parte nos resultaron casi ininteligibles) los que
llamaron de inmediato nuestra atención, sino las notas fragmentarias
dejadas por Gardner.
Estaba
bien claro que no tuvo tiempo más que para ir anotando las preguntas
y pensamientos que se le ocurrieron.
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